Introducción
al Antiguo Testamento I
EL PENTATEUCO
José L. Sicre S. J.
III
Capítulos selectos del Pentateuco
Decíamos antes que lo importante no es discutir cómo se formó el
lago, sino disfrutar de el. Vamos a pasearnos por el Pentateuco, a
penetrar en sus aguas. Podríamos hacerlo con una mentalidad
histórica moderna, poniendo en crisis los datos que aporta. No
aprovecharíamos nada. Es el mensaje de fe, transmitido a partir de
unos personajes modélicos, lo que puede sernos útil. Para ello nos
fijaremos en tres bloques muy distintos de capítulos. El primero se
centra en las tradiciones de Abrahán, pero desde una perspectiva
muy concreta: la promesa de la descendencia, que se cumple de
forma dramática. El segundo recoge la expresión más antigua de la
teología de la liberación. El tercero nos pone en contacto con las
tradiciones sobre la marcha hacia la tierra prometida, con todos los
problemas a los que se vio enfrentado el pueblo. El método será muy
activo, presuponiendo siempre la lectura de los textos bíblicos antes
de utilizar el comentario que ofrezco.
1. El drama de Abrahán
Trabajo previo (no le importe dedicarle el tiempo necesario):
— Lea Gén 12-24 y 25,1-10, subrayando en su Biblia todas las
frases referentes al tema de la descendencia.
— Cuando haya terminado, relea las frases subrayadas e intente
hacerse una idea de conjunto del tema.
—Redacte en pocas líneas sus impresiones.
A un lector atento de la Biblia, la figura de Abrahán le resulta
conocida cuando llega al c. 12. Sabe que es hijo de Teraj y hermano
de Najor y de Harán (11,26). Sabe también que está casado con
Saray (11,29), y que ésta es estéril (11,30). Y que Teraj, Abrahán,
Saray y Lot salieron de Ur de los caldeos para dirigirse a Canaán,
pero sin terminar su viaje. Llegados a Haran, se establecieron allí
(11,31).
Lo que no puede imaginar quien lee la Biblia por vez primera es que
de estos comienzos tan sencillos surja una de las mayores figuras del
Antiguo Testamento. Y esto no va a ser fruto del esfuerzo humano,
sino de la gracia de Dios. Pero una gracia que exigirá gran dosis de
obediencia y de fe.
a) La vocación (Gén 12,1-4)
Para el autor yavista, los orígenes del futuro pueblo de Israel se
encuentran en un breve discurso de Dios, que contiene una orden
(12,1) y varias promesas (12,2-3). La orden, muy simple, sirve para
poner de relieve el tema de la tierra: abandonar la propia, para
caminar hacia la que Dios mostrará. Salir de lo que uno tiene y quiere,
abandonar el presente, para ponerse en marcha hacia lo
desconocido, el futuro. Un lector moderno podría pensar que esto no
supone demasiado sacrificio para un seminómada como Abrahán. Sin
embargo, no es lo mismo cambiar de sitio por propio deseo que
cambiar de Patria por deseo ajeno. Ahí radica la fuerza y la exigencia
del imperativo inicial “vete”.
Pero Dios no sólo exige. También promete. Ante todo, al hombre
casado con una mujer estéril, le anuncia que “de ti haré un gran
pueblo”. Y luego le habla de una bendición personal subrayando este
tema (“bendecir” y “bendición” aparecen cuatro veces en dos versos).
Aquí queda implicado todo lo demás: prestigio, riqueza, protección
divina, defensa de los enemigos. La fama de Abrahán será tan
grande, que cuando los otros pueblos quieran bendecir a alguien
usarán la fórmula: “Que Dios te bendiga como bendijo a Abrahán”
El relato termina constatando escuetamente que Abrahán cumplió la
orden divina. El autor de la carta a los Hebreos expresa mejor que
nadie esta actitud del protagonista: “Por la fe, Abrahán, al ser llamado,
obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió
sin saber a dónde iba” (Heb 11,8). Y añade unas palabras de enorme
valor, que muchas veces no se tienen en cuenta: “Por la fe, peregrinó
por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas”.
Le basta esta frase para enunciar un tema capital en las tradiciones
patriarcales: la forma misteriosa en que se cumplen las promesas.
b) El drama del cumplimiento
La visión que ofrece Gén 12,1-4 es optimista. Y sabemos que las
promesas se cumplieron. Pero es importante recordar que esto
ocurrió de forma dramática, a través de una serie de crisis que ponían
de relieve la necesidad de renovar la promesa. Es lo que encontramos
en el relato del Génesis, tanto a propósito de la descendencia
numerosa como a propósito de la tierra. Por motivos de brevedad, nos
centraremos sólo en la primera.
En Gén 12,2, Abrahán ha recibido ya la promesa de que Dios hará
de él un gran pueblo. Sabe que Saray es estéril. Pero cree y espera
que Dios resuelva el problema. Sin embargo, lo primero que se
produce es una crisis. En Egipto, Saray es llevada al palacio del
faraón (12,10-20). ¿Como tendrá descendencia Abrahán, si ya ni
siquiera tiene mujer? Resuelto el problema, vuelve a resonar la
promesa, con tonos más enérgicos todavía: “Haré tu descendencia
como el polvo de la tierra; el que pueda contar el polvo de la tierra
podrá contar tu descendencia” (13,16).
Pero nada cambia, y encontramos la segunda crisis. Esta vez no la
provocan amenazas externas; es una crisis personal de Abrahán, que
expresa sus dudas: “Mi Señor, Yavé, qué me vas a dar si me voy sin
hijos...? He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi
casa me va a heredar” (15,2-3). Pero Dios afirma que lo heredará un
hijo suyo. Y sacándolo afuera le dice: “Mira al cielo, y cuenta las
estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia” (15,5). Y el
autor añade: “Creyó Abrahán en Yavé, el cual se lo reputó por
justicia” (15,6). A la crisis personal responde el patriarca con un acto
de fe personal que el Yavista pone de relieve, y del que san Pablo
sacaría grandes consecuencias.
Sin embargo, no ocurre nada nuevo. Al contrario, el capítulo 16
abre un nuevo período de crisis porque comienza constatando:
“Saray, mujer de Abrán, no le daba hijos” (16,1). Y ella misma admite
su esterilidad (16,2). Por eso, busca la solución por un camino
jurídico, en el fondo, humano: tener hijos a través de la esclava
(Agar). Nace así Ismael (16,2-15), cumpliéndose en cierto modo la
promesa de Dios.
Pero esta solución buscada por Saray se encarga ella misma de
ponerla en crisis, provocando la huida de Agar. No parece que ésta
sea la gran bendición prometida por Dios.
De hecho, en el c. 17 encontramos una nueva promesa: “Esta es la
Alianza que hago contigo: serás padre de muchas naciones. Ya no te
llamarás Abrán, sino que tu nombre será Abrahán, pues te haré padre
de muchas naciones. Te haré extraordinariamente fecundo. De ti
surgirán naciones, de ti nacerán reyes” (17,4-6).
En ese mismo discurso, poco después, Dios ofrece otra solución:
curar la esterilidad de Sara. “Tu mujer, Saray, ya no se llamará Saray,
sino Sara. Yo la bendeciré, y te daré un hijo de ella. La bendeciré, y
de ella nacerán naciones; reyes de pueblos brotarán de ella” (17,15).
Después de todo lo ocurrido, no es extraño que Abrahán se tome la
promesa un poco en broma e incluso se eche a reír. Duda de que un
hombre pueda tener hijos a los noventa años, y añade con cierta
ironía: “Me daría por contento si conservases a Ismael con vida”
(17,17-18). Ya no es la crisis profunda de desánimo que
encontrábamos en el c. 15. Lo es de escepticismo, que abandona la
esperanza y se toma las cosas con humor aparente. Dios, sin
molestarse por esta actitud, insiste en que le dará dentro de un año
un hijo, Isaac, y que también bendecirá a Ismael (17,19-21). Y
Abrahán, dejándose de ironías y escepticismos, demuestra una vez
más su fe: en ese discurso, Dios le ha pedido que circuncide a todos
los varones, como señal de la alianza. El patriarca cumple la orden
(17,23-27).
La redacción actual del Pentateuco, al mezclar distintas fuentes,
hace que la situación resulte aún más irónica, o más trágica, que en
las redacciones independientes del Yavista o del Sacerdotal. En el c.
17, Dios ya ha prometido a Abrahán que dentro de un año tendrá un
hijo (17,21). En el capítulo siguiente parece haberse olvidado de esa
promesa, y la repite durante la aparición en el encinar de Mambré: “El
próximo año volveré, y tu mujer ya tendrá un hijo” (18,10).
Esta vez, quien se ríe y se muestra escéptica es Sara: “Ahora que
soy vieja voy a experimentar el placer, y con un marido tan viejo?”
(18,12). Aunque nosotros nos sentimos inclinados a darle la razón a
Sara, a Dios le molesta su risa, y se lo dice (18,13-15).
¿Ha llegado con esto el momento de que nazca el hijo prometido?
No. Una nueva crisis, semejante a la primera, va a producirse.
Mientras Abrahán habita en las cercanías de Guerar, su rey se
enamora de Sara (el Elohísta, autor del pasaje, la concibe todavía
joven y hermosa) y se la lleva a su casa. Abrahán pierde a su
esposa.
¿Cómo puede cumplirse la promesa de Dios? De nuevo, el Señor
pone remedio.Y, finamente, tiene lugar lo prometido: el nacimiento de
Isaac (21,1-7). Después de tantas dilaciones y crisis, parece lo más
maravilloso del mundo. Pero es un cumplimiento muy parcial de la
promesa. Abrahán sólo tiene dos hijos, no la multitud innumerable
como el polvo de la tierra o las estrellas del cielo.Y se va a plantear
una nueva crisis, que separará a los hermanos. Sara, molesta con
Agar, la expulsa junto con Ismael; si ambos se salvan es por una
protección especial de Dios (21,9-21). Pero Abrahán ya no volverá a
gozar de su presencia hasta el momento de la muerte (25,9). Pero la
crisis más grave no procede de envidias humanas, sino del mismo
Dios: “Toma a tu hijo, a tu único hijo, Isaac, y ofrécemelo en
holocausto... “ (22,2). ¿Qué ocurrirá ahora con la promesa? Lo
importante es que Abrahán sigue manifestando una fe inconmovible
en Dios. Y éste le responde como en los primeros tiempos: “Juro por
mí mismo, palabra de Yavé. Porque hiciste eso, porque no me
negaste a tu único hijo, lo bendeciré y multiplicaré sus descendientes
como las estrellas del cielo y la arena de la playa” (22,16).
La verdad de estas palabras es lo que pretende demostrar el c. 25,
cuando indica los descendientes que Abrahán tiene de la concubina
Quetur. Una lista aburrida, sin fundamento histórico, pero de gran
valor teológico. A través de los seis hijos que le nacen ahora, Abrahán
se convierte en padre de asuritas, letusíes, leumíes, madianitas y
otros pueblos (25,1-1), sin olvidar a los hijos de otras concubinas
(25,6) y a los ismaelitas con sus doce jefes (25,12-16).
Abrahán, esperando contra toda esperanza, se ha convertido en
padre de pueblos numerosos.Todos los datos anteriores podemos
resumirlos en el siguiente esquema:
Promesa inicial (12,2)
— Crisis 1: Sara en Egipto (12,10-20) Promesa (13,16)
— Crisis 2: soy estéril (15,2) Promesa (15,4-5)
— Crisis 3: Sara estéril (16,1)
- 1ª solución: Agar engendra a Ismael (16,2-3.15). Con crisis.
Promesa (17,4-6)
- 2ª solución: Sara (17,15-21; 18,10-15). Con desconfianza de
Abrahán y Sara (17,17; 18,2)
— Crisis 4: Sara y Abimelec (20,1- 14) Cumplimiento inicial: Isaac
(21,1-8)
— Crisis 5: Pérdida de Ismael (21,9-14)
— Crisis 6: Sacrificio de Isaac (22) Promesa (22,16- 17)
Cumplimiento final: descendencia numerosa (c. 25)
Tras leer este breve comentario, habrá advertido probablemente
dos cosas: 1) que le ha ayudado a captar cosas que le habían pasado
desapercibidas; 2) que, a pesar de todo, es mucho más ameno y útil
leer la Biblia que leer este libro.
La afición a la lectura directa de la Sagrada Escritura es lo más
importante que pretendemos.
2. La primera teología de la liberación
TEOLOGIA-LIBERACION: Antes de que Gustavo Gutiérrez
escribiese su libro sobre el tema, mucho antes de que sacerdotes y
teólogos fuesen perseguidos y asesinados por liberar a los pueblos
de América Latina, surgió la teología de la liberación en el pueblo de
Israel. No fue fruto de una ideología marxista, como a veces se dice,
sino de una experiencia viva del Dios libertador. Los antiguos teólogos
la propusieron en forma narrativa, accesible al pueblo más sencillo,
pero llena de riqueza. Vale la pena adentrarse en esa experiencia
humana y religiosa.
Como trabajo previo, lea capítulos 1-15 del libro del Exodo (puede
saltarse 12 y 13 si le resultan aburridos), fijándose en los principales
protagonistas. Una vez terminada la lectura, siga con el comentario
que ofrezco.
No haré una exposición del contenido, ni trataré cuestiones
habituales en la exégesis. Me interesa sobre todo un análisis de los
protagonistas. En el drama de la opresión y liberación de Israel,
encontramos cuatro grandes protagonistas: el pueblo, el faraón,
Moisés y Dios. Y aparecen en este orden tan curioso, que muchos se
sentirían inclinados a cambiar. (Aarón, que ocupa gran relieve en las
tradiciones de origen sacerdotal, podemos dejarlo al margen). A
través de ellos, los autores bíblicos no sólo pretenden contar el
pasado, sino enseñarnos a analizar nuestra situación actual.
a) El pueblo
Parafraseando el comienzo del evangelio de san Juan, podríamos
decir: “Al principio era el pueblo”. No por ganas de concederle un
puesto que no le corresponde, sino porque con él comienza el libro
del Exodo: “Nombres de los hijos de Israel que fueron a Egipto con
Jacob...” (1,1). Antes de que Dios actúe, antes de que Moisés luche
por libertarlo, tenemos la realidad humana de un grupo de personas
que se multiplica y termina convirtiéndose en una amenaza para los
egipcios.
Decir que el pueblo es lo primero no significa decir que es
maravilloso. Una de las enseñanzas más profundas de estos libros
consiste en indicar continuamente los desánimos y crisis por los que el
pueblo atraviesa, con la tentación de permanecer en Egipto, volver allí
o quejarse de Moisés. El relato bíblico lo presenta pasando por las
siguientes etapas:
Al principio, cuando se establece el régimen opresor, no
encontramos ninguna reacción de los israelitas. Parece como si todo
siguiese igual, e incluso “se convirtieron en una pesadilla para los
egipcios” (1,12). Las parteras engañan fácilmente al faraón, y la
hermana de Moisés consigue que el niño sea encomendado a su
verdadera madre.
Este ambiente casi despreocupado parece durar años (1,11), y es
Moisés el primero que reacciona colérico al ver a sus hermanos
sometidos y a un egipcio maltratando a un hebreo (1,11-12).
La situación cambia profundamente “mucho tiempo después”,
cuando muere el faraón. Entonces sí se dice que “los israelitas
gemían bajo el peso de la esclavitud y gritaron” (1,23). Por eso,
cuando Moisés se presenta ante ellos con un mensaje de libertad, no
extraña que lo acepten, muestren su alegría y adoren a Yavé (4,31).
Pero pronto surgirá la primera crisis. Cuando el faraón reacciona
aumentando los trabajos (5,6-14), los capataces israelitas se
enfrentan con Moisés y Aarón:“Que Yavé les examine y juzgue,
porque ustedes nos han vuelto odiosos al faraón y a su corte, y han
puesto en su mano una espada para que nos maten” (5,21).Y el
mismo pueblo deja de confiar en las palabras del libertador, por muy
bonitas que sonasen a sus oídos. Tras el esperanzador discurso de
6,2-8, “los israelitas no hicieron caso, porque estaban agobiados por
una dura esclavitud” (6,9).
A partir de este momento, el pueblo desaparece del relato. Su
libertad será siempre el tema debatido entre Moisés y el faraón, pero
los autores no indican cómo reaccionan los israelitas. Hasta que,
después de todos los milagros, cuando se acerca el momento
culminante de la salida de Egipto, el pueblo vuelve a adorar a Dios y a
obedecerle (12,27-28).
Sin embargo, no parece que el Señor esté demasiado convencido
de su firmeza. En 13,17 se indica:“Cuando el faraón dejó salir al
pueblo Dios no lo guió por el camino de Palestina, que es el más
corto, porque a Dios le pareció que, ante los ataques, el pueblo se
arrepentiría y volvería a Egipto”.Y esta sospecha encuentra su
confirmación en el miedo que experimentan los israelitas antes de
pasar el Mar de las Cañas, y que les impulsa a renunciar a la libertad,
haciendo una profunda crítica a Moisés: “¿Es que no había sepulturas
en Egipto? ¡Nos trajiste al desierto para que muriésemos! ¿Por qué
nos trataste así, sacándonos de Egipto? ¿No es lo que te decíamos
en Egipto: Déjanos en paz, para que sirvamos a los egipcios? ¿qué es
mejor para nosotros: Servir a los egipcios o morir en el desierto?”
(14,10- 12).
Pero esta primera parte termina con tono positivo. Después del gran
milagro del Mar, “Israel vio el gran poder con que Yavé actuó contra
Egipto; entonces, el pueblo temió a Dios y creyó en él y en su siervo
Moisés” (14,31).
Estos cambios continuos de actitud, pasando de la queja a la
alegría, de la esperanza al desánimo, de la fe a la crítica profunda,
reflejan una profunda experiencia humana.
Los autores, que aman a su pueblo y cuentan la epopeya de su
liberación, no se dejan arrastrar por un optimismo ingenuo. La libertad
tiene un precio muy alto, y en ocasiones parece preferible la
esclavitud. Todos los líderes históricos que se embarcaron en esta
empresa podrían constatar la verdad de lo que aquí se cuenta. Al
mismo tiempo, el relato bíblico quiere dejar algo claro: es ese pueblo
real con sus dudas y temores, con sus rebeldías y protestas, el que
merece ser liberado. Este mensaje, que atraviesa las páginas de toda
la Biblia, adquiere su cumplimiento pleno en la figura de Jesús, que no
muere por gente perfecta, sino por los que todavía “éramos
pecadores“ (Rom 5,8).
b) El faraón
Narrativamente, el segundo gran protagonista es el rey de Egipto,
que aparece ya mencionado en 1,8. Más tarde será sustituido por otro
distinto (1,23), aparentemente más cruel. Los historiadores se
esfuerzan por identificarlos. Seti I y Ramsés II parecen los faraones
más apropiados, famosos por sus construcciones. Pero a los autores
bíblicos no les interesan los nombres. Quizá no los sabían. En todo
caso, el poderoso queda innominado, como las bestias de la
apocalíptica. Lo importante no es su nombre, sino su capacidad de
oprimir. A través de estas páginas quedará genialmente dibujada la
psicología y la ideología del opresor.
Dos rasgos bastan al autor para caracterizar al primero de ellos:
desconoce a José y siente miedo (1,8-10). El lector del Génesis intuye
lo que significa el primer dato. En momentos difíciles para el faraón y
para Egipto, José fue el salvador. Gracias a él no fueron víctimas del
hambre provocada por la inmensa sequía.
Ahora, todo eso se ha olvidado. Los egipcios sólo ven en los
israelitas un peligro futuro y una mano de obra barata. Aquí está el
comienzo del fenómeno de la opresión: en olvidar los lazos de amistad
y de fraternidad que unen a las personas y a los pueblos. A partir de
ese momento, sólo son posibles enemigos o posibles esclavos. “Los
egipcios les impusieron duros trabajos y les amargaron la vida con
dura esclavitud” (1,13-1).
A la crueldad, el segundo de los faraones une la obstinación. Ya se
lo advierte Dios a Moisés desde el principio: “Sé que el rey de Egipto
no les dejará marchar si no es obligado con mano fuerte” (3, 19).
Efectivamente, su primer encuentro con Moisés revela la actitud del
egipcio: “¿Quién es Yavé, para que tenga que obedecerle y dejar salir
a los israelitas? Ni conozco a Yavé ni dejaré partir a Israel” (5,2). El
opresor nunca reconoce a Dios ni lo tiene en cuenta. Si Moisés, en
vez de nombrar a Yavé, hubiese invocado la protección de Ra o de
Amón, dioses egipcios, tampoco habría encontrado buena acogida.
No es cuestión de nombres ni de formación religiosa. Es cuestión de
intereses, y la verdadera religión siempre parece subversiva en sus
exigencias de justicia: “Moisés y Aarón, ¿por qué subvierten al pueblo
que trabaja? Vuelvan al trabajo” (5,4).
A continuación, adopta unas medidas más crueles con el pueblo, y
pronuncia unas palabras que, sin conocerlas, han obedecido los
opresores de todos los tiempos: “Carguen a estos hombres con más
trabajo, para que estén ocupados y no presten atención a palabras
mentirosas” (5,9). Que el pueblo no tenga tiempo de escuchar ni de
pensar, para que no advierta que la dura situación en que se
encuentra puede tener remedio. Ocupar el cuerpo y vaciar el espíritu
es la táctica habitual del explotador. Quienes no la aceptan son
acusados de “muy perezosos” (5,17).
Hasta ahora, Dios ha intentado resolver el problema de buena
manera, mediante el diálogo del rey con Moisés. En vista del fracaso,
se decide a actuar “haciendo solemne justicia” (7,4). Y comienza el
gran enfrentamiento, expresado a través de las plagas. Si Moisés
cuenta con la ayuda de Dios (el bastón prodigioso), el faraón cuenta
con la ayuda de sus magos.
La primera plaga (agua convertida en sangre) termina en empate, y
el rey se obstina (7,13.22). Lógicamente, “el faraón volvió a su palacio
sin preocuparse por lo sucedido”. Un milagro más o menos no tiene
por qué cambiar la política económica del país. Es el pueblo egipcio
quien paga las consecuencias, debiendo buscar agua por todas
partes.
La segunda plaga, de ranas, comienza a preocupar al rey
(7,25-8,11). Incluso pide a Moisés que interceda para alejarlas y
promete dejar salir al pueblo (8,1-10). Ya comienza a saber quién es
Yavé, y reconoce que sólo él puede salvarlo. Pero, pasado el peligro,
“el faraón vio que había tregua, se endureció y no los escuchó”
(8,11).
Esta actitud resulta aún más llamativa durante la plaga de
mosquitos (8, 12-15). Los magos no pueden nada contra ella, y dicen
al faraón: “Ese es el dedo de Dios”. A partir de este momento, ya no
volverán a intervenir (sólo se hablará de ellos en 9,11 para decir que
quedaron afectados por las úlceras). Pero el rey se ha vuelto un muro
impenetrable. No sólo no escucha a Moisés, sino que tampoco
escucha a sus magos (8,1 5).
La plaga de las moscas (8,16-28) da paso a una segunda
negociación: “Ofrezcan sacrificios en mi territorio”. Pero luego se
endurece de nuevo. Lo mismo ocurre cuando la peste del ganado
(9,1-7) y las úlceras (9,8-12).
Con la séptima plaga, la de granizo (9,13-35), entran en escena los
ministros del rey. Estos no realizan prodigios, aconsejan. Y aparecen
divididos; unos creen en la palabra de Yavé, otros se cierran a ella. Y
la actitud del rey cambia profundamente. Por tercera vez se presta a
negociar, y comienza reconociendo su pecado. Pero es una confesión
interesada. Cuando pasa el peligro, de nuevo se endurece.
Cuando vienen los saltamontes (10,1-20), la amenaza es tan grave
que los ministros aconsejan hacer caso a Moisés. “Egipto está
arruinado” (10,7). De hecho, el relato contiene dos negociaciones en
esta plaga. En la primera, antes de que ocurra, el rey pone como
condición que sólo los hombres vayan a ofrecer sacrificios. Moisés no
lo acepta, y sucede el castigo. En el diálogo posterior, el faraón
reconoce una vez mas su pecado y pide oraciones. Pero termina
endureciéndose.
Poco a poco, sin embargo, va perdiendo terreno. En la novena
plaga, la oscuridad (10,21-28), la condición que pone es que los
israelitas vayan “sin los animales”. Al no aceptarse su propuesta, se
endurece e incluso amenaza de muerte a Moisés.
En realidad, quienes mueran serán los primogénitos de Egipto
(11,1-9; 12,29-32), y finalmente se produce la victoria: “Salgan de en
medio de mi pueblo, tú y los israelitas. Vayan a servir a Yavé, como
pedían ustedes. Lleven también sus rebaños y ganados, como
dijeron. Váyanse y bendíganme”.
“Como pedían”, “como dijeron”. Mucha sangre y sufrimiento podían
haberse evitado si el faraón hubiese escuchado desde el comienzo la
propuesta de Moisés. En el magnífico poema de Is 14 sobre la muerte
del tirano, se lo acusa al final de que, con su política imperialista, no
sólo arrasó países extranjeros, sino que también “destruiste a tu país,
asesinaste a tu propio pueblo” (14,20). Es lo que de forma popular y
folklórica describe el libro del Exodo. Aunque en el faraón destaca su
crueldad, lo que más impresiona es su obstinación en mantener una
política que está arruinando a los egipcios.
Cuando lo reconozca, la situación no tendrá remedio.
c) Moisés
En orden narrativo, el tercero de los protagonistas es Moisés. El
primer episodio, que sirve para justificar su nombre, parece de poco
interés, basado en motivos que ya se aplicaron al rey Sargón. Pero es
interesante en relación con lo que sigue. Moisés, educado en la corte,
en un ambiente cómodo y agradable, no olvida sus orígenes y “salió
para ver a sus hermanos”. Si el comienzo de la crueldad del faraón
radica en que “no conocía a José”, el cambio de Moisés comenzará a
producirse cuando entre en contacto con su gente y advierta que
“estaban sometidos a trabajos forzados” (2,11). La política opresora
empieza por desconocer al prójimo; la liberación empieza por el
conocimiento del dolor humano.
Ese conocimiento puede llevar a la rabia y la violencia. El primer
acto de Moisés recogido en la Biblia es el asesinato de un egipcio
(2,11-12). Esto provocará su huida posterior a Madián, donde el
protagonista demuestra de nuevo su deseo de ayudar a los más
débiles. Cuando los pastores quieren expulsar del pozo a las hijas del
sacerdote, Moisés las defiende (2,16-20). Estas primeras escenas,
que han servido para introducir al personaje, terminan presentándolo
casado y con hijo. También con la nostalgia de la patria: “Soy
emigrante en tierra extranjera” (2,22). Lo que ignora en ese momento
es que siempre será un emigrante, enemigo en Egipto, deambulando
por el desierto, muriendo en tierra extraña. Moisés, que lucha por
conseguir una tierra para su pueblo, ni siquiera tendrá un sepulcro en
la Tierra Prometida.
Sin embargo, no pensemos que Moisés, tan preocupado por los
débiles, acepta fácilmente la misión que Dios va a encomendarle. El
relato de la vocación, contenido en los capítulos 3-4, indica sus
numerosas resistencias. Para comprenderlo bien hace falta tener
presente su complicada estructura. Después de la visión introductoria
de la zarza (3,1-3), encontramos un diálogo entre Dios y Moisés, que
contiene los siguientes elementos: Llamada y respuesta (3,4)
Autopresentación de Dios (3,6) Discurso introductorio y misión
(3,7-10) Primera objeción de Moisés: ¿quién soy yo? (3,11) Promesa
y señal (3,12) Segunda objeción de Moisés: ¿quien eres tú? (3,13)
“Yo soy el que soy”, el dios de los padres, el libertador. Renovación
del envío (3,14-22). Tercera objeción de Moisés: “si no me hacen
caso” (4,1) Prodigios (4,2-9) Cuarta objeción de Moisés: “no sé
hablar” (4,10) “Yo estaré en tu boca” (4,11-12) Quinta objeción de
Moisés: “envía a otro” (4,13) Aarón será tu boca (4,14-17)
El número cinco es más importante en la Biblia de lo que a veces se
piensa. Y cinco son las objeciones de Moisés, en su intento de eludir
la misión que Dios le encomienda. Usa argumentos muy distintos: lo
descomunal de la tarea (1), su ignorancia teológica (2), el temor de
que no le hagan caso (3), su falta de cualidades (4), para terminar
presentando su dimisión (5). Es el relato más elaborado en toda la
Biblia sobre la resistencia del hombre a aceptar una misión divina.
Pero Dios, como en el caso de Jeremías, no desiste de su empeño.
Con esto comenzará una nueva etapa en la vida de Moisés. Al
despedirse de su suegro, pronuncia unas curiosas palabras que
provocan la sonrisa del lector: “Voy a volver a Egipto, a ver si mis
hermanos viven todavía” (4,18). Como si, inconscientemente, desease
su muerte para no tener que realizar su misión.
Vuelto a Egipto, el éxito inicial ante el pueblo (4,30-31) se verá
ensombrecido por el primer fracaso ante el faraón (5,1ss) y los
reproches de los mismos capataces israelitas (5,20-21). Siguen
momentos parecidos, en los que llega a quejarse a Dios, hasta que
empieza la gran confrontación con el rey. Dos detalles subrayan los
textos bíblicos: la paciencia de Moisés, que siempre da una
oportunidad nueva e intercede por el faraón (8,5-10; 8,25-27; 9,29;
10,18), junto con la firmeza de su postura, que no hace las menores
concesiones en lo esencial: es todo el pueblo, hombres, mujeres y
niños, junto con el ganado, los que tienen que salir de Egipto
(8,21-25; 10,9; 10,25-26).
Por último, conviene destacar su reacción ante las durísimas
palabras del pueblo cuando éste se ve entre el mar y el ejército del
faraón (14,10-12). Igual que en las ocasiones anteriores, no formula el
menor reproche ni se da por ofendido. Sólo pronuncia palabras de
aliento y confianza (14,13). Esta actitud cambiará en momentos
posteriores.
Igual que los quince primeros capítulos del Exodo nos trazan la
figura del déspota, también presentan la imagen del libertador
humano. Su preocupación inicial por los que padecen injusticias, su
temor a llevar a cabo tarea tan difícil, sus negociaciones pacientes y
firmes en busca de solución. Aquí sí tenemos lo que se conoce como
“espejo de príncipes”.
d) Dios
El protagonista más importante es el último en ocupar la escena. En
el cap. l aparece de forma muy secundaria, favoreciendo a las
parteras por su buena conducta (1,20). Pero no parece enterado de
la opresión inicial del pueblo. Es en el c.2, cuando los hijos de Israel
claman desde su dura esclavitud, cuando se dice que “Dios escuchó
sus quejas y se acordó de la alianza que había hecho con Abrahán,
Isaac y Jacob. Dios vio la situación de los hijos de Israel y la tuvo en
cuenta” (2,24-25).Con esto aborda el relato uno de los mayores
problemas teológicos de la historia de la humanidad y de la Biblia.
¿Por qué no escucha Dios desde el primer momento el grito de los
oprimidos? Es imposible responder a este misterio. Pero hay un
detalle importante. Desde que comenzó la opresión, esta es la vez
primera en la que el pueblo “clama”.
Este verbo está cargado de sentido teológico en la Biblia. No es la
simple protesta del angustiado, ni un puro grito de rabia; es un grito
que se dirige a Dios, pidiéndole que intervenga. Por consiguiente, en
la mentalidad del relato, Dios escucha en cuanto el pueblo le presenta
su problema. Nosotros nos sentimos tentados a descalificar esta
teoría. Estamos convencidos de que, a lo largo de la historia, son
muchos los clamores dirigidos a Dios sin encontrar respuesta. Pero
esto no nos permite descalificar la opinión de este libro bíblico. Antes
de hacerlo, deberíamos recordar un pasaje evangélico en el que
Jesús dice que Dios escucha la plegaria de los oprimidos cuando
claman a él noche y día. Pero termina con unas palabras muy serias:
“Cuando llegue el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe sobre la
tierra?”. Esa fe que se mantiene firme, esperando contra toda
esperanza el momento de la liberación.
En el caso que estudiamos, no cabe duda del interés de Dios por su
pueblo oprimido: “He visto muy bien la miseria de mi pueblo que está
en Egipto. He oído su clamor contra sus opresores y conozco sus
sufrimientos. El clamor de los hijos de Israel llegó hasta mí, y estoy
viendo la opresión con que los egipcios los atormentan” (3,7.9). “Oí
los gemidos de los hijos de Israel, esclavizados por los egipcios, y me
acordé de mi alianza” (6,5).Y Dios, a través de su instrumento
humano, pondrá en marcha el proceso de liberación.
Pero, en el libro del Exodo, Dios se manifiesta de forma nueva. En
los relatos patriarcales aparecía como el Dios cercano, que dialoga
bondadoso con los hombres e incluso pierde su combate con Jacob.
Sólo en el episodio de Sodoma queda insinuado su tremendo poder.
Ahora no es así. Se acomoda a la nueva situación de esclavitud y
actúa también de forma tremenda, “con mano poderosa y haciendo
solemne justicia” (6,6). El faraón tendrá que aceptar que “no hay
nadie como Yavé, nuestro Dios” (8,6), “que la tierra pertenece a Yavé”
(9,29). La manifestación de su poder tendrá lugar en las plagas y en
el paso del Mar.
3. Un viaje nada turístico
Como dijimos al comienzo del capítulo anterior, el contenido del
gran bloque que va desde Ex 15,22 hasta el final del libro del
Deuteronomio podemos resumirlo basándonos en las indicaciones
geográficas:
— Del Mar de las Cañas al Sinaí (Ex 15,22-18,27).
— En el Sinaí (Ex 19 — Núm 10,10).
— Del Sinaí a la estepa de Moab (Núm 10,11-21,35).
— En la estepa de Moab (Núm 22 — Dt 34).
Se trata de secciones muy desiguales en extensión, contenido y
estilo. Sobresalen la segunda y cuarta, amplísimas a causa de las
partes legales. Una vez más se unen aquí tradiciones diversas. En
ciertos momentos, las secciones narrativas producen la impresión de
un “diario del viaje”, gracias a la intervención del autor sacerdotal que
indica, o inventa, fechas y localidades exactas.
Una visión global del Pentateuco no puede olvidar estos relatos, a
menudo dramáticos, donde observamos cómo se va formando y
depurando el pueblo de Dios. Dada la imposibilidad de tratar todos
estos capítulos nos centraremos en el relato de los tres primeros
meses de viaje. Siguiendo nuestro método activo, comience leyendo
los capítulos de Ex 15,22-18,277.
Mediante indicaciones temporales y locales muy precisas, el texto
nos hace revivir las primeras etapas que llevan al pueblo desde el Mar
hasta el Sinaí pasando por el desierto de Sur, La Amarga (Mará),
Elim, desierto del Espino (Sin) y Rafidín. En total, son tres meses de
camino, según indica 19,1. Pero lo importante no son las etapas, sino
lo que ocurre en cada una de ellas.
a) Los temas
El relato bíblico ofrece en estos pocos capítulos un paradigma de
los diversos problemas que afectarán al pueblo en su marcha hacia la
tierra prometida. Son fáciles de imaginar. Caminar por el desierto
significa enfrentarse a la sed, al hambre, a los enemigos, cosas que
pueden provocar reacciones negativas y dudas de fe. Supone
también la posibilidad de encontrar amigos. Y es lógico que se plantee
la necesidad de distribuir las tareas y responsabilidades. Este
esquema lógico es el que encontramos en la sucesión de los
episodios.
— La sed (15,22-27). No tiene nada de extraño que sea el primer
tema, porque es la gran amenaza del desierto. El narrador afirma
escuetamente: “Marcharon durante tres días por el desierto sin
encontrar agua” (v.22). Por fin, se acercan a Mará, pero cuando
llegan “no pudieron beber el agua porque estaba amarga” (v.23).
Supone una gran alegría encontrar en Elim “doce fuentes de agua y
setenta palmeras. Y acamparon junto al agua” (v.27). Pero sigue la
marcha, y en el desierto de Sin “el pueblo no encontró agua para
beber” (17,1).
— El hambre (c. 16). Otro problema normal, que hace recordar al
pueblo los momentos de Egipto, cuando “nos sentábamos junto a la
olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos” (16,3).
— La crisis de fe. Las pruebas anteriores suponen un serio
problema para la confianza del pueblo en Dios. Pero va a ser la falta
de agua la que provoque una crisis más fuerte, dudando de que Dios
esté en medio del pueblo (17,1-7).
— El enemigo. En este momento está representado por los
amalecitas (17,8-16). Es otro de los peligros habituales en el desierto,
que amenaza la existencia del pueblo y la posibilidad de conseguir
llegar a la tierra.
— El amigo. En este caso, Jetró, sacerdote de Madián y suegro de
Moisés. Su amistad la demuestra alegrándose por los beneficios que
Yavé había hecho a Israel y demostrando una fe en Dios que ha
faltado hasta ahora al pueblo (18,1-12).
— El poder. En la visión de los narradores, comienzan a plantearse
ahora los problemas que serán frecuentes siglos más tarde.
Concretamente, la necesidad de repartir el poder y las tareas que
supone para que una sola persona no cargue con todo el trabajo.
Surge así, por consejo de Jetró, una institución nueva, la de los jueces
(18,13-27).
Los restantes capítulos narrativos sobre el viaje podemos leerlos
con esta misma perspectiva, ya que aparecen los mismos temas:
— El hambre y la sed volvemos a encontrarlos en Núm 11,4-35;
20,1-13; 21,5, provocando quejas cada vez más fuertes entre el
pueblo.
— La crisis de fe se refleja en todos los pasajes anteriores y
alcanza su expresión más fuerte en Núm 14,2-4.11, cuando se piensa
incluso en elegir un jefe para volver a Egipto; esta actitud supone
“despreciar a Yavé y no creer en él, a pesar de todos los prodigios
que ha realizado en favor de Israel” (14,11).
— El enemigo adquiere aspectos muy distintos. Unas veces se trata
de los habitantes de Canaán, tan fuertes que parecen invencibles
(Núm 13,28-33). Otras, son reyes que impiden el paso hacia la tierra
prometida: Edoín (20,14-21), Sijón y Og (21,21-35), Balac (22-24),
Moab (25).
— El amigo. El caso de Jetró no se repite en las tradiciones
posteriores, pero aparece un personaje que podemos catalogar en
este apartado: Balaán, contratado para maldecir a Israel, terminará
bendiciéndolo en nombre de Dios (Núm 22-24). Fuera del Pentateuco,
en el libro de Josué la prostituta Rajab cumple una función de ayuda
en la conquista de Jericó.
— El poder, con la carga que supone y los conflictos que provoca,
es el tema en las controversias entre aaronitas y levitas, o las
pretensiones de los profetas (Núm 11,11-12.14-17.24b-30; 12,1-16;
17). El debate más duro lo tenemos en Núm 16, cuando la rebelión de
Coré, Datán y Abirán. Aunque muchos de estos textos sólo pretenden
justificar privilegios posteriores, es interesante leerlos con la
perspectiva de un grupo humano que va sintiendo la necesidad de
organizar y distribuir el poder.
b) Los personajes
La actitud del pueblo se caracteriza por la queja (15,24; 16,2-3;
17,2-3), la desconfianza (17,7), la desobediencia (16,28) y el miedo a
la libertad (manifestado en el deseo de volver a Egipto: 16,3).
Adviértase el fuerte contraste con la actitud de Jetró (18,9-11).
La postura del pueblo no cambiará en los capítulos siguientes: la
desconfianza ante el futuro adquiere especial fuerza en Núm 13-14,
donde se plantea de forma tajante la posibilidad de volver a Egipto
(14,1-10). A todos estos pecados, se añadirá uno nuevo, el de
idolatría (Ex 32; Núm 25). Estas tradiciones nos presentan a Israel tal
como lo veían los profetas: un pueblo de “dura cerviz”, obstinado, que
no acepta los planes de Dios ni le hace caso.
Actitud de Moisés: clama a Dios (16,25), da al pueblo leyes y
mandatos (16,25), se queja del pueblo (17,4), intercede en la batalla
(17,8-15), resuelve los asuntos del pueblo (18,13). Junto a todo esto,
aparece como el gran intermediario entre Dios y el pueblo.
Las tradiciones posteriores desarrollarán especialmente los temas
del intercesor (Ex 32,7- 14; Núm 11,2; 12,13; 16,22; 17,9-11;
14,11-19) y del legislador (Sinaí, Deuteronomio). Al final del
Pentateuco aparece también como el intérprete de la historia (Dt 32).
Actitud de Dios. Soluciona pacientemente los problemas: cura,
alimenta, da agua, protege. Prueba a Israel, pero con paciencia.
La relación con él desde el punto de vista legal se subraya en 15,26
(obediencia), 16,28s (sábado), 18,13-26 (administración de la
justicia).
Los capítulos posteriores añaden los aspectos del Dios que purifica
y salva o bendice. Sin embargo, el tema de la paciencia se irá
matizando, y las reiteradas transgresiones del pueblo provocarán su
castigo. El mayor aspecto del castigo consiste en que el pueblo
salvado de Egipto no conseguirá entrar en la tierra prometida: todos
(a excepción de Caleb y Josué) morirán en el desierto. Serán los hijos
quienes reciban la promesa. Pero esto demuestra, al mismo tiempo,
que Dios permanece fiel y que la bendición supera el castigo que el
pueblo se ha provocado con sus pecados.
Con lo anterior no queda agotada la riqueza teológica religiosa del
Pentateuco. Sobre todo, quedan sin analizar los complejos capítulos
sobre los orígenes de la humanidad y el avance del pecado (Gén
1-11). Pero espero que la visión de estos libros se haya vuelto más
profunda.