PRÓLOGO
 

Himno Apostillas
1 Al principio ya existía la Palabra,
y la palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
 
  2 Ella estaba al principio
junto a Dios.
3 Todo llegó a ser por medio de ella,
y sin ella nada se hIzo de cuanto
fue hecho.
4 En ella está la vida
y esta vida era la luz de
los hombres.
 
  5 Y esta luz resplandece en
las tinieblas,
pero las tinieblas no la
recibieron.
6 Surgió un hombre enviado
de parte de Dios,
cuyo nombre era Juan:
7 éste vino para ser testigo,
para dar testimonio de la luz,
8 a fin de que todos creyeran por él.
No era él la luz,
sino que venía a dar testimonio
de la luz.
9 La Palabra era la luz verdadera
que, llegando a este mundo,
ilumina a todo hombre.
10 Ella estaba en el mundo
y el mundo fue hecho por
medio de ella;
pero el mundo no la conoció.
11 Ella vino a lo suyo,
y los suyos no la recibieron.
12 Pero a todos los que la recibieron,
a aquellos que creen en su nombre
les dio potestad de llegar
a ser hijos de Dios;
13 los cuales, no de sangre,
ni de voluntad humana,
ni de voluntad de varón,
sino de Dios nacieron.
14 Y la Palabra se hizo carne
y puso su morada entre nosotros.
Pero nosotros vimos su gloria,
gloria como de hijo único
que viene del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
 
  15 Juan dio testimonio de él
y ha clamado diciendo:
«Éste es aquel de quien dije:
El que viene detrás de mí
ha sido antepuesto a mí,
porque él era primero que yo.»
16 Pues de su plenitud
todos nosotros hemos recibido:
gracia por gracia.
 
  17 Porque la ley fue dada por
medio de Moisés;
por Jesucristo vino la gracia
y la verdad.
18 A Dios nadie le ha visto jamás;
el Hijo único, Dios,
el que está en el seno
del Padre,
él es quien lo dio a conocer.
   

El prólogo de Juan se cuenta entre los textos más densos, y por ello también entre los más difíciles, que nos ofrece el Nuevo Testamento y quizá la Biblia toda. Nada tiene, pues, de extraño que en todos los tiempos los espíritus más variados se hayan sentido incitados a su exposición, y entre ellos los teólogos más importantes de la Iglesia (Orígenes, Agustín, Tomás de Aquino, por no mencionar a muchos otros). Y nada les forzaba más a la reflexión y al raciocinio que esta «palabra de la Palabra». No se puede responder a primera vista qué es lo que este prólogo pretende y quiere. ¿Es una especie de obertura en que resuenan los temas conductores del Evangelio según Juan? O, por el contrario, ¿hay que separarlo del Evangelio y considerarlo como una entidad independiente? Tal vez diga el prólogo lo que tiene que decir sólo al final, cuando se ha entendido todo el Evangelio joánico; de tal modo que es conveniente no sólo leerlo y meditarlo una vez sino estudiarlo de una manera constante.

Así pues, en d prólogo de Juan tenemos un himno a Cristo, al que más tarde se añadieron algunas apostillas que enlazan el himno con el Evangelio. Por lo que respecta al himno, en su peculiar género histórico está en narrar la acción salvífica de Dios en una forma más o menos compendiada y completa, expresando a través de la misma la alabanza, el júbilo y la acción de gracias al Dios salvador y clemente. Pertenece, pues, preferentemente a la teología narrativa. Los elementos reflexivos son, por lo general, extraños al himno; tampoco la polémica entra de ordinario en su estilo. Ni su propósito aseverativo está determinado por intereses de índole especulativa. El himno echa una mirada retrospectiva al acontecimiento salvífico que ya se ha cumplido. No pretende, por tanto, proporcionar un esquema al andamiaje de una cristología especulativa. Himno y sistema teológico constituyen dos dimensiones diferentes. Y todo ello ha de tenerse en cuenta a la hora de interpretar el prólogo joánico.

El himno arranca con una afirmación sobre el originario ser y existir de la Palabra divina, del Logos. Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (v. 1). Si el himno empieza con la afirmación de la preexistencia, hemos de ver ahí, ante todo, un elemento formal del himno a Cristo, al igual que en Flp 2,6 se dice: «El cual siendo de condición divina...» o bien «siendo igual a Dios...» En nuestro pasaje ese elemento merece aún un mayor énfasis. El reconocimiento creyente de la destacada posición de Cristo, no sólo al final, sino ya «al principio», no se alcanzó tanto en la Iglesia primitiva mediante una reflexión teológica abstracta cuanto en estrecha conexión con la confesión y la alabanza litúrgicas. El conocimiento de la posición dominadora de Cristo en la escatología (cf., por ejemplo, Rom 1,3s; Mt 11,27) fue el punto de partida de lo que él era «al principio».

Con el giro «Al principio ya existía la Palabra» se alude claramente a Gén 1,1 «Al principio creó Dios el cielo y la tierra», sobre todo cuando la idea de la creación se recoge después de forma explícita. Pero mientras en el relato genesíaco la afirmación pasa inmediatamente a la acción de Dios que sostiene al mundo y la historia, aquí es un inciso intermedio. Sin duda que el acontecimiento final debe ponerse en relación con el acontecimiento del comienzo, lo que ocurre explícitamente desde el v. 3; pero desde el acontecimiento final se recoge y reinterpreta el comienzo. Sólo el hecho final hace también comprensible el acontecimiento del principio; sólo la cristología hace plenamente comprensible la doctrina creacionista; una y otra se relacionan en la interpretación cristiana.

Por eso «al principio» puede anteponerse o posponerse -obsérvese cómo aquí todo está en la frontera de lo afirmable- y «adentrarse» en Dios mismo. En Gén 1,1 «al principio» significa, sin duda alguna, al «comienzo del tiempo, del mundo y de la historia», más allá del cual no se puede seguir preguntando; en cambio el «al principio» de Jn 1,1 habla del comienzo «premundano», es decir, del comienzo absoluto y primerísimo en Dios y junto a Dios. No se trata aquí del «primer acto de Dios» en la creación, sino del «comienzo» infinitamente distinto por naturaleza, que ya no entra en la capacidad representativa y conceptual del pensamiento humano, porque yace en las profundidades mismas de la divinidad. Así pues, cuando se plantea la cuestión del último «de dónde» de Jesucristo, y por ende, la del último «de dónde» del hombre, lo que con tal pregunta se proclama es la radical indisponibilidad del comienzo. De otro modo ya no se trataría del comienzo divino, sino del comienzo pensado y establecido por el hombre, con lo que comporta de capricho y arbitrariedad. Aquí se trata ciertamente del comienzo al que nunca se escapa y al que jamás se puede llegar (cf. Sal 139), para evitar cualquiera mala interpretación: es el principio que sólo se ha revelado en Jesucristo y desde el que me llega de un modo radical. El himno habla, pues, del origen de la revelación y sólo en segundo término del origen de la creación, en un orden que marca la importancia y categoría.

En ese origen divino, «fuente primera de la divinidad» «era» y estaba siempre la Palabra, en pasado, presente y futuro, superando todas esas divisiones: en la revelación que acontece en la Palabra y por la Palabra, el hombre no llega al Logos divino para el que ya llevara en sí los posibles impulsos, sino que es la Palabra eterna de Dios la que llega al hombre para devolverle a la comunión con el Origen más allá del tiempo y de la historia (cf. también 1Jn 1,1-4). Si la Palabra no estuviera al principio con Dios y no fuera personalmente de naturaleza divina, el hombre estaría siempre en un eterno diálogo oscuro consigo mismo y la humanidad, «consumiría sus años como un palabreo» (Sal 90,9; según Lutero).

D/TRI/DIALOGO Pero al mismo tiempo con ello se dice también que Dios, puesto que él y solo él tiene siempre la Palabra junto a sí, que en sí misma no es tenebrosa sino pura luz, no está cerrado sino patente, y por ello puede ser también el origen plenamente libre de revelación, salvación, redención y gracia. Como se expresa en el prólogo de Juan, Dios no es producto del pensamiento humano ni se concibe como una forma «dependiente» del hombre. Por la eterna presencia en Dios mismo de la Palabra, esa Palabra es Dios «autoconsciente y libre» de un modo absoluto. La Palabra es a la vez la dimensión en que Dios se «expresa» y dice a sí mismo de manera total y completa al tiempo que «se comprende y abraza en sí mismo». Dios es en sí «eterno diálogo».

De eso se trata al decir que la Palabra estaba «en Dios». Únicamente Dios es el «lugar» y sede de la Palabra, y la Palabra divina está vuelta a Dios. De tal manera que en cuanto Palabra esencial, completa e interna de Dios, la Palabra es a su vez de naturaleza divina. No se puede pasar por alto que el v. 1 representa una concepción de la divinidad esencial de la Palabra, como la que explicará más tarde la confesión de fe de Nicea: «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero.» Pero al mismo tiempo ha de mantenerse resueltamente que tales afirmaciones hay que verlas en relación con la revelación. El originario ser revelador de Dios en sí mismo por la Palabra es el fundamento y condición que hace posible su revelación y comunicación a nosotros los hombres.

Al insertar el v. 2 a modo de comentario, «Ésta estaba al principio en Dios», el evangelista ha querido probablemente refrendar la divinidad de la Palabra y con ello el puro origen divino de la revelación contra cualquier tentativa por establecer un tránsito directo y fluyente, como ocurre en los modelos emanacionistas gnósticos y más tarde también en los neoplatónicos. En concreto el v. 2 iba a desempeñar un papel importante en la lucha contra los errores cristológicos de época posterior.

Los v. 3 y 4 tratan las relaciones de la Palabra con el mundo, con la creación en general y con el hombre en particular; de nuevo la breve sección queda redondeada por un comentario del evangelista. V. 3: contiene, pues, la afirmación sobre la mediación creativa de la Palabra. Esa idea de la mediación creativa aparece ya en algunas afirmaciones veterotestamentarias, y una vez más sobre todo en la tradición sapiencial (Prov 8,22-31; Job 28; Bar 3, 29-37; Sab c. 6-9), aunque tampoco faltan en los textos proféticos (Is 55,8-11) ni en los Salmos (Sal 33,6). Según Gén 1, la poderosa Palabra creadora de Dios produce el mundo y las cosas. Al «Y dijo Dios...» responde un «... y así se hizo». En el judaísmo helenístico es Filón una vez más el que, de modo muy singular, pone de relieve las funciones de mediación creativa que el Logos divino desempeña entre Dios y el mundo. La idea de la mediación creadora cristológica da un nuevo paso adelante. También ahí se trata asimismo de un elemento del himno a Cristo (cf. 1Cor 8,6; Col 1,13-17; Heb 1,3). De ahí deriva igualmente el carácter escatológico de la afirmación: con su exaltación Jesucristo es reconocido como Señor de la creación y de la historia (Flp 2,10s), hasta el punto de que Pablo puede decir: «Para nosotros, sin embargo, no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por quien somos nosotros también» (/1Co/08/06).

Ese «por» (día) indica la posición de Cristo en una doble forma: por él, a través de él, Dios está unido a la creación y a la humanidad, y éstas lo están con Dios, de tal modo que para el creyente no se concibe una creación sin Dios y sin Cristo en un sentido puramente materialista.

El v. 3 recoge esa tradición y proclama: Todo ha sido hecho por la Palabra. Dicho de modo negativo: no hay absolutamente nada que no haya sido hecho por ella, de forma que nada queda fuera de su campo de acción. Nada de cuanto existe está fuera de los dominios del Logos divino. Con ello se descubre un dato que como tal, no es evidente ni salta a la vista, a saber: que la realidad universal, todo cuanto existe fuera de Dios y de su Palabra, es dominio y señorío de la Palabra por cuanto que ha sido hecho y creado. Así cuanto ha llegado al ser, el mundo, ha de entenderse como creación de la Palabra, y de ese modo llega a su auténtica verdad. Digamos de paso que aquí no está en juego una ciencia de la naturaleza, sino una comprensión creyente del mundo y de la realidad. Cuando el mundo se entiende como creación, el mundo ya no me interesa como simple presencia y objeto ni como mezcolanza caótica de lo fáctico y casual, tampoco como material bruto y objeto de explotación para el trabajo y la técnica humanos, sino como una aspiración de Dios que experimenta su articulación suprema en la Palabra hecha carne. Sólo con la fe en la revelación descubre la creación su procedencia de la Palabra.

El presente pasaje expone además que, según la concepción del prólogo joánico, existe una conexión interna entre creación, revelación y redención. Es el mismo Logos, que ha participado en la acción creadora, el que viene al mundo como revelador y redentor. La afirmación creacionista prepara, pues, la afirmación incarnacionista, y ésta alcanza a su vez toda su importancia sobre el trasfondo de la creación. Se advierte ahí una diferencia básica y estructural frente a la gnosis, para la cual creación y salvación son dos dimensiones radicalmente distintas, puesto que la creación se entiende pura y simplemente como la condenación.

Pero la creación como conjunto de las cosas existentes y creadas, se ordena al hombre, que no queda absorbido en el mundo sino que apunta más allá, al haber sido creado a imagen de Dios (Gén 1,26-30). El hombre es el lugar abierto, la perspectiva de la creación, que en esa peculiar apertura y no definibilidad del hombre frente a Dios, adquiere su carácter de historia. Por ello es consecuente que en el v. 4 se hable explícitamente de la peculiar relación de la Palabra con el hombre: En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres.

También aquí hay que considerar el orden de las afirmaciones: a) la vida estaba ante todo en el Logos; b) esa vida era la luz para los hombres. Lo cual quiere decir que el ser humano ha de verse total y absolutamente en su relación con la Palabra; o, a la inversa: el ser humano se define y determina desde la Palabra. Lo que esa Palabra pueda tal vez significar para el hombre no se agota fenoménicamente en el suelo de una antropología general, sino que cuanto se ha de decir sobre el hombre deriva de la Palabra de Dios; cosa que desde luego tiene también suficiente importancia.

Pero el puente entre la Palabra y el hombre lo tiende el concepto «la vida», que aflora tanto del lado de la Palabra como del lado del hombre. Se dice ante todo que la vida es propia de la Palabra divina desde su mismo origen, de tal modo que tiene la capacidad radical de poder comunicar la vida y que en ella está el origen de la vida para todos. También se alude ya aquí a la facultad de revelador para transmitir la vida.

V/DON: No hay en este pasaje una definición más precisa de lo que es vida. Pero conviene recordar que ya en el AT la «vida» no se entiende de un modo biológico o vitalista, sino que comporta el conjunto de la existencia humana en su plenitud de realidad y de sentido. Vivir es el puro don de Dios al hombre. Dios quiere la vida del hombre y no su muerte; su salvación y no su condena. Por ello confiesa el piadoso del AT: «En ti está la fuente de la vida y en tu luz contemplamos la luz» (/Sal/036/105. El concepto vida experimenta una evolución en el AT bajo la idea fundamental y persistente de que «vivir» en sentido pleno, una «verdadera vida», sólo es posible en comunión con Yahveh. Desde ahí el concepto se ensancha hasta la «vida eterna», hasta la vida como concepto que se identifica con el «sentido» o la «salvación» y que se convierte en el compendio de la esperanza escatológica para el hombre (1). En el NT aparece sobre todo su fundamentación cristológica; en la resurrección de Jesús queda patente lo que realmente comportan la vida y la voluntad vivificante de Dios.

Así el v. 4 empieza por decir que todo el problema de la vida del hombre sólo se puede resolver desde la Palabra de Dios, pues en ella tiene su sede la vida desde siempre. Por tanto, cuando se habla de la vida de los hombres, se expresa una referencia constante de cada hombre a la Palabra. Y es que «el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; d. Dt 8,3), y más propiamente de su Palabra única, del Logos. Y como la vida es «luz» para el hombre mientras que la muerte son las «tinieblas», la cuestión de la vida queda resuelta positivamente de antemano desde la Palabra de Dios. En el entorno religioso del Evangelio según Juan y de modo especial en la gnosis hermética, nos encontramos una y otra vez con los dos conceptos de luz y vida. En cierto modo se trata de palabras raíces, de metáforas, que describen el anhelo de sentido religioso del hombre. Si el cuarto Evangelio recoge precisamente sus palabras arquetípicas y las interpreta de modo cristológico, no hace más que mostrar el esfuerzo por una nueva formulación del mensaje cristiano en el lenguaje del medio gnóstico-helenístico. Según Juan, Jesucristo es la «luz y vida» para los hombres. A partir de ahí hemos de decir también que el hombre, acuciado por el problema del sentido y de la salvación, por lo que se pregunta en definitiva, aunque ello tal vez se le oculte, es por la Palabra de Dios como su fundamento y luz vitales. «Luz para el hombre» es pues, la vida salvaguardada por la Palabra como compendio de la existencia salvífica y bendita. Cuando la vida deja de ser luz para el hombre es señal de que el hombre todavía no vive o ya ha dejado de vivir de la palabra de Dios y es señal de que ha quedado cortada la conexión entre ese hombre y su fundamento vital.

V. 5: Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron. Es una apostilla del evangelista, como se echa de ver ya con el cambio de sujeto. En el v. 4 no es el Logos o la Palabra, sino que la vida es «la luz de los hombres». Por el contrario, en el v. 5 es la «luz» directamente la reveladora, más aún entendida de un modo cristológico, lo que responde a la concepción del evangelista (8,12). También parece que el v. 5 anticipa ya lo que se dice explícitamente en los v. 9 y 11. Pese a su brevedad el versículo permite vislumbrar la historia de Cristo, tal como se relata en el evangelio, y desde luego formulada en el estilo del dualismo joánico. Queda, pues, claro que el v. 5 está formulado teniendo en cuenta la historia de Jesús en el mundo. La luz, que brilla en las tinieblas y a la que las tinieblas no reciben, contempla la revelación de Cristo y la posición de la incredulidad a su respecto (cf. 12,36). En la incredulidad se han establecido las tinieblas, pero ahora la luz «resplandece», en presente; siempre, o al menos todavía, la luz brilla en las tinieblas. Aquí es preciso ver en acción la teología joánica de la actualización. Jn no se contenta con referirse al pasado, sino que cuanto dice se refiere al presente; se proveería así para que la historia no se repita. Además la negativa fundamental de los hombres ha consistido y consiste en que, pese a su resplandor, los hombres no acogen la luz ni se la apropian, sino que se niegan a aceptarla. El pecado por antonomasia ha sido y sigue siendo la incredulidad como cerrazón a la luz (cf. 16,8). ¿Por qué recuerda el evangelista en este pasaje la posibilidad de la falta de fe? Evidentemente no quería que quedase tan desguarnecido el final del v. 4... «y la vida era la luz de los hombres», porque desde luego tal afirmación podía entenderse mal, en un sentido naturalista, dentro del campo de la gnosis. La «luz de los hombres» era también una concepción gnóstica de las chispas divinas del sí mismo extramundano y sobrenatural al que «ya siempre» se tenía. La apostilla insiste precisamente en el elemento de la decisión; la luz a la que se acoge y en la que se participa, no es precisamente lo que uno entiende por sí mismo, sino que ahí se da siempre la posibilidad de la incredulidad, como lo prueba la historia de Jesús.

Para la mayor parte de los comentaristas los v. 6-8 cuentan como adiciones del evangelista. Se refieren a Juan y trazan ya en este pasaje y de forma temática la imagen que el cuarto Evangelio se ha forjado del Bautista (cf. 1, 19-40; 3,22.30; 5,33-35). Esa imagen se puede describir con estos trazos: a) Juan Bautista no es el salvador escatológico ni el Mesías; incluso carece de cualquier significado apocalíptico-escatológico, ni existen tales rasgos de su figura. b) Pero sí ha sido enviado por Dios y actúa por mandato superior, mandato que para él consiste esencialmente en ser testigo de Cristo. c) Ese su testimonio debe conducir los hombres a creer en Cristo.

Esta imagen la completa el evangelista en parte con tradiciones independientes y en parte con tradiciones que enlazan con la sinóptica, aunque subordinándolas por completo a su propósito teológico fundamental y fundiéndolas con él. Juan está menos interesado aún que los sinópticos en una presentación autónoma del Bautista, de su predicación apocalíptica y actividad bautizadora. El famoso cuadro del Bautista en el altar de Isenheim refleja con toda exactitud el propósito del cuarto Evangelio.

El v. 6 introduce al Bautista con una forma de relato veterotestamentario: Surgió un hombre, cuyo nombre era Juan, enviado de parte de Dios. Se le califica de varón enviado por Dios. El concepto de enviar tiene en el cuarto Evangelio, y de modo especial en un contexto teológico, un significado importante. El concepto de enviar tiene un vasto trasfondo en la historia cultural y religiosa, en la que han desempeñado un papel significativo los elementos del encargo y la representación así como la puesta en práctica de ese encargo. En ese retrato no sólo se expresa el reconocimiento positivo del Bautista, como ocurre en la tradición sinóptica, sino también una legítima aspiración teológica que corresponde a su encargo (cf. Mc 11,27-33 y par., la discusión sobre la autoridad de Jesús). Como enviado de Dios, el Bautista tiene derecho a ser escuchado. Su misión, según el v. 7, consiste en su testimonio, «para dar testimonio de la luz». Cómo se entienda esto se explica en versículos posteriores 1,19-28.29-34, que empiezan con las palabras «Y éste es el testimonio de Juan» y terminan con «Y yo lo he visto, y testifico que éste es el Hijo de Dios». Por todo lo cual el «para dar testimonio de la luz» viene a ser como la palabra clave para designar al Bautista. Todo cuanto va a decir el cuarto Evangelio acerca de Juan se enmarca en esta perspectiva general. Al mismo tiempo el Bautista se convierte de ese modo en el testigo primero y más importante de Cristo en el gran pleito entre Jesús y los judíos, en el proceso entre el revelador y el mundo (5,33-35). La concentración en el servicio testimonial posibilita el reconocimiento del papel del Bautista como querido por Dios al paso que se lo subordina a Jesús. En los círculos baptistas probablemente se quiso deducir un orden jerárquico de la prioridad temporal del Bautista así como del hecho admitido por todos de que Jesús había sido bautizado por él, argumentando con ese simple hecho que Jesús no podía estar por encima de Juan. Tal argumentación pierde su punta de lanza con la rigurosa subordinación del Bautista como testigo. Por esa vía se puede demostrar además que el papel de Juan no se limita al período histórico, sino que más bien «la misión del Bautista sigue teniendo validez como testigo de la luz, para que los hombres lleguen a creer en la luz». La perícopa 1,35-51 expondrá ampliamente cómo se cumple ese propósito.

V. 8: «No era él la luz, sino que venía a dar testimonio de la luz.» El versículo redondea el razonamiento por cuanto rechaza enfáticamente la opinión de que el Bautista pudiera ser tal vez la luz, es decir, el salvador escatológico, el Mesías, presentando su función testifical como su auténtico cometido. Imposible no percibir la intención polémica del giro. ¿Contra quién puede dirigirse? La existencia de grupos de discípulos, que seguían siendo seguidores del Bautista y que se mantenían como tales al lado de la Iglesia, es algo que podemos conocer por el propio NT (Act 18,24s; 19,1-6). «En el sentir de esos círculos parece que el Bautista era venerado como un personaje mesiánico, al que sus seguidores contraponían a la pretensión mesiánica de Jesús; lo cual se desprende claramente de la creciente polémica que reflejan los escritos del NT y que culmina en el Evangelio según Juan». Si en tales círculos se habían ya difundido las concepciones gnósticas y en qué medida, es algo que no podemos saber con exactitud, aunque se excluye por completo tal posibilidad, pero, en ningún caso se puede poner en duda la polémica del cuarto Evangelio contra un «culto del Bautista». Lo curioso sin embargo es que el evangelista adopte ya en el prólogo su postura de aceptación y delimitación del Bautista; para ello hubo de tener motivos importantes que nosotros no conocemos en todo su alcance. Los seguidores del Bautista quizá desarrollaban una propaganda activa en el marco de su comunidad representando un grave peligro o todos los casos una competencia. Eso es lo que mejor explicaría la incorporación de la apostilla al prólogo.

Con el v. 9 vuelve a entrar el texto del himno, que avanza hacia su climax. El versículo enlaza directamente en el himno con el v. 4, por cuanto entra de lleno en acción la concepción cristológico-salvífica del concepto de luz. El Logos o la Palabra se identifica sin reservas con la luz: Era la luz verdadera que, llegando a este mundo, ilumina a todo hombre. El simbolismo de la luz tiene un puesto fijo en el lenguaje religioso de la humanidad y también desde luego en la tradición bíblica. Por lo demás, en el AT nunca se identifica personalmente a Yahveh con la luz; a lo más que se llega es a esta afirmación: «Te revistes de la luz como de un manto» (Sal 104,2). En cambio se habla muchísimo de la luz cuando hay que describir la existencia luminosa, razonable y feliz del hombre; vista así, la luz de Dios es un don al hombre. El simbolismo de la luz presenta un marcado acento antropológico y soteriológico más que metafísico. La afirmación «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» sólo se encuentra con tal inmediatez en 1Jn 1,5 (en San 1,17 se llama a Dios «padre de las luces»), y aquí se entiende -como lo muestra el contexto- en conexión estrecha con la revelación de Cristo. Como reveladora y salvadora a la Palabra divina se califica de «la luz verdadera». El adjetivo «verdadero» ha de entenderse en sentido cualitativo y debe delimitar la realidad a que se aplica frente a otras aspiraciones concurrentes. Al mismo tiempo se esgrime con ello una pretensión de absolutez escatológica; junto a la «luz verdadera» todas las otras luces son falsas en cuanto pretenden aportar una salvación religiosa. Sólo a la Palabra divina compete el ser luz en forma tan absoluta e ilimitada, porque sólo ella es la verdad de Dios para el hombre, pudiendo por lo mismo proporcionar la salvación. En virtud de esa propiedad afecta a «cada hombre». Desde el punto de vista de la fe cristiana se expresa, por consiguiente, la universalidad y validez sin limites de creación, revelación y salud. La fe parte del hecho de que por la acción del Logos en la creación cada hombre ha sido ya «iluminado por la luz verdadera». Lo cual sigue siendo válido con independencia de que alguien se confiese o no cristiano; para la fe no puede darse ningún hombre que de alguna forma no haya sido afectado por la «luz verdadera». Con ello no se significa ninguna aspiración eclesiástica al poder, sino que se trata más bien del aspecto básico de la esperanza de que la fe llegue al encuentro de cada persona. Lo que persiguen todos los hombres en su búsqueda de la luz, a saber, la salvación y la vida, lo encuentran en la Palabra de Dios, porque desde siempre han sido atraídos por ella. «Nunca, en efecto, podríamos nosotros contemplar la Palabra y la luz en sí misma, sin participar en ella, participación que se da en el propio hombre, según aquello que dice /Sal/004/07: "impresa está sobre nosotros la luz de tu rostro, es decir, de tu Hijo, que es tu rostro y por el que tú te revelas"» (TOMAS DE AQUINO, n.º 101).

Esa luz ha venido al mundo. La venida o llegada de Jesús designa su origen y misión divinos, que fundamentan y legitiman su existencia como revelador. En lenguaje mitológico, el himno «relata» el acontecer salvífico. Como meta de esa venida se señala el mundo, el cosmos. El concepto «mundo» aparece aquí cuatro veces seguidas, de modo que se mencionan todos los aspectos que son importantes para la concepción mundana de Jn: v. 9c, el cosmos es la meta, el lugar, al que llega la luz; es decir, el mundo como lugar de la revelación; lo mismo ocurre en v. 10a. V. 10b: el cosmos ha sido creado por la Palabra, a la que debe su origen, es obra y creación de la Palabra (cf. v. 3), y por ello es en cierto aspecto propiedad suya. V. 10c: el mundo no ha conocido a la Palabra mientras estaba en ese mismo mundo; al contrario, se le ha cerrado. Aunque tales afirmaciones comportan una tensión recíproca, no hay el menor fundamento para suponer una concepción diferente del cosmos, como pretenden algunos intérpretes; y menos aún cuando también en el v. 11 aparece una vez más esa plena tensión. Justamente tal oposición hay que entenderla como una unidad compleja en el concepto joánico de mundo.

Desde su mismo origen el cosmos es creación de Dios, realizada por la Palabra, en la que continúa anclado para su pervivencia; y desde luego es un mundo histórico en conexión con el hombre, y sólo en esa su conexión con el hombre se puede hablar del mundo, toda vez que el mundo sólo existe para el hombre. Esas afirmaciones contradictorias son posibles referidas al mundo como historia, como mundo humano. Además el mundo no se da como una constante fija; mejor sería decir que lo que el mundo es y llega a ser en cada caso se decide en el quehacer humano, entendiendo éste en la acepción amplísima de todas las posibilidades humanas. Según nuestro texto esa ecuación culmina en el comportamiento frente al revelador de Dios, que vino al mundo y en el mundo estuvo. Su aparición, como la ve el evangelio joánico, obliga al mundo a tomar una postura definitiva, una conducta en que se descubre su verdadera significación. Que el Logos en persona aparezca ahora en la historia se fundamenta con la referencia a su relación originante respecto de ese mismo mundo. El mundo, en efecto, ha sido hecho por él, por lo que desde siempre es su campo de influencia. Así estaba ya preparado de algún modo para ser lugar de la revelación. Por lo mismo, sería lógico pensar, hubiera tenido que reconocer a su propio creador y señor. Pero -y es éste un dato que aquí aparece como enigmático- el mundo no le conoció.

El v. 11 presenta una variación de la misma idea. El Logos no ha llegado a un país extraño, sino que «vino a lo suyo», a su propiedad, entendiendo por ello también aquí al mundo y no sólo al pueblo de Israel. Y también aquí una vez más el mismo enigma: precisamente los suyos, sus propias gentes, le negaron la acogida. El enigma desconcertante conserva todo su carácter de incomprensible y tampoco se puede intentar resolverlo. El pensamiento gnóstico lo intentó al separar el mundo luminoso, de la revelación, del mundo malo y tenebroso, del mundo miserable de un miserable creador. Allí el revelador no viene a lo propio y suyo, sino a algo que le es radical y esencialmente extraño, y que se comprende muy bien que esa realidad extraña por esencia no la reconozca. La incredulidad a la que aquí se alude es algo distinto del motivo gnóstico de la extrañeza o alienación. Para el hombre continúa siendo un proceso enigmático, cuyos íntimos fundamentos y motivos sólo Dios puede revelar.

Sin embargo esa suprema posibilidad crítica no es la derrota de la Palabra de Dios en el mundo. A ello se refieren los versículos 12-13. Si el mundo no conoció a la Palabra que vino a el, y si los suyos no acogieron a su creador y Señor, no es en modo alguno la Palabra de Dios, ni Dios mismo, los que en ese caso han actuado, sino el mundo. Con ello ha llegado el mundo al término de sus posibilidades. Es entonces cuando se hace patente su incapacidad para obtener por sí mismo la salvación. Y es entonces cuando se manifiesta en forma esplendorosa que corresponde a la otra parte, a la divina, que ha venido a este mundo, la salvación, la cual es total y completamente obra y don suyo. Los gnósticos, que no dejaban en el mundo ninguna fibra buena, estaban además convencidos -como de una autoevidencia- de que en la chispa luminosa divina y no mundana de su ser más íntimo están «redimidos por naturaleza», son hijos naturales de Dios. De modo similar, aunque con una base totalmente distinta, también los judíos se consideraban partícipes seguros de la salvación escatológica por el simple motivo de ser hijos naturales de Abraham (cf. Jn 8,30-45). Se ponen en tela de juicio tanto el pneumatismo natural como la natural descendencia abrahamítica como fundamentos cualificados de salvación. La posibilidad de la filiación divina no reside en el hombre como tal, sino en la Palabra de Dios que ha venido al mundo; y, además, en la conducta resuelta respecto de la misma, a saber, en la acogida abierta al Logos, cuando «se cree en su nombre».

La fórmula «creer en su nombre» (también en 3,18) pertenece al lenguaje confesional cristiano y supone la proclamación kerigmática o cúltica del nombre de Jesús. Pero detrás del nombre se oculta toda la realidad salvífica. «El giro creer en el nombre de Dios acentúa... la relación de la fe con la palabra. Y de hecho toda fe es en su definitivo y más profundo fundamento una fe en la palabra» (F. EBNER). Por la fe recibe el creyente la prometida facultad de convertirse en hijo de Dios. Esa promesa es una palabra eficaz y creativa, en la cual se da una nueva creación escatológica, la «generación por Dios». Según Jn 3,1-11 ahí entra también el bautismo, al igual que en la primitiva concepción cristiana en general fe y bautismo, palabra y acción sacramental no pueden separarse. Ese radical ser engendrado por Dios lo distingue netamente el v. 13 de cualquier natural generación humana, descrita con los conceptos de sangre, voluntad de la carne y voluntad del varón.

ENC/PARADOJA: En el v. 14 alcanza el himno su punto cimero con la afirmación «Y la Palabra se hizo carne». Se menciona así el acontecimiento al que se refiere todo lo demás; la realidad en la que se une la existencia divina «en el principio» con la histórica existencia terrena de aquí, en un hombre determinado llamado Jesús. El «se hizo» ha de tomarse en un sentido totalmente literal en contra de cualquier especulación teológica. Lo que interesa ante todo es simple y llanamente tomar conocimiento de que la Palabra eterna de Dios se realiza como existencia humana, como «carne». Aquí el vocablo «carne» designa la realidad humana y la constitución existencial en cuanto contradistinta de Dios y sobre todo en su fragilidad e importancia. Del acontecer y realización de la palabra de Dios en la historia habla ya el AT. Pero que la Palabra eterna de Dios se realice de tal modo que llegue a identificarse con un hombre determinado, constituye la cima de la revelación de Dios en la historia. La «paradoja de las paradojas», como afirmaron los padres de la Iglesia. La encarnación, la realización de la Palabra de Dios en carne, es el misterio central de la fe, y el milagro por excelencia que no puede expresarse con ninguna fórmula adecuada. ¿Qué Dios es ése del que se puede decir tal cosa? Según Jn el hacerse «carne» la Palabra no abarca sólo la encarnación en un sentido puntual, como podría ser el acontecimiento de la natividad, sino la historia entera de Cristo entre «la salida y el retorno al Padre», entre «descenso y ascensión». El cuarto Evangelio, al igual que los otros tres, ignora una pura historia terrena del Jesús histórico.

EL «puso su morada entre nosotros» -literalmente: «puso su tienda»- apunta el hecho de que la presencia corporal de la Palabra de Dios en el mundo fue durante un tiempo limitado, que según Jn se cerró ciertamente no con la muerte de Jesús, sino con su exaltación y glorificación así como con las apariciones del Resucitado. A ese acontecimiento de la encarnación de la Palabra de Dios pertenecen también los testigos llamados a «contemplar» su doxa, su irradiación reveladora, su resplandor y presencia salvadora y cuanto puede alentar en el vocablo que suele traducirse por gloria o «señorío»; contemplaron su acción en palabras y signos para proclamarlos después ante todo el mundo. Esos son los que designa en primer término el pronombre «nosotros»; en un sentido más amplio es la comunidad de los creyentes, que en la predicación, el servicio de Dios y la acción comunitaria participa y vive aquello que los primeros testigos habían experimentado en su encuentro con Jesús. En el fulgor revelador de la Palabra hecha carne ellos reconocieron el esplendor glorioso del «Unigénito del Padre», la irradiación humanizada de Dios mismo que se manifestaba en la Palabra. El contenido de las experiencias logradas en la contemplación de la revelación se resume en los conceptos de «gracia y verdad». En el encuentro con la Palabra encarnada se apropiaron del poder divino de gracia y de verdad, experimentando en Jesús al Dios desconocido como amor y verdad. Amor y verdad tan presentes en el Logos encarnado que ya no basta ninguna otra expresión fuera de «plenitud», que sigue derramándose de generación en generación sin agotarse, hasta el punto de que los hombres todos pueden recibir «gracia sobre gracia» sin término ni medida.

La apostilla del v. 15 vuelve a establecer relación con Juan Bautista. Es el primer pasaje en que Juan actúa como testigo de Cristo: Juan da testimonio de él y ha clamado diciendo: Éste es aquel de quien dije: El que viene detrás de mí ha sido antepuesto a mí, porque él era primero que yo. Ese fuerte clamor (Cf. Jn 1,15; 7,28-37; 12,44) tiene en el cuarto Evangelio un acento teológico; se trata de una proclamación clara de la revelación. El tenor literal del testimonio responde a la teología joánica (cf. 1,27.30), aunque enlaza también con la tradición sinóptica y sobre todo con la concepción de Mt: «El que viene detrás de mí es más poderoso que yo» (Mt 3,11). «El cuarto evangelista da por conocida esa palabra del Bautista en los sinópticos, pero la interpreta a su manera» (SCHNACKENBURG). Y también podría pensarse en la otra expresión: «Yo os digo: entre los nacidos de mujer, no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él» (Q; Lc 7,28; Mt 11,11). La formulación supone el motivo concurrente de que la aparición temporal del Bautista antes de Jesús fundamenta también una prioridad teológica de aquél sobre éste. El problema ya había tenido que afrontarlo la tradición anterior a Jn, como lo prueban los ejemplos aducidos. Por el contrario, la comunidad cristiana afirma la prioridad incondicional de Jesús. En el lenguaje joánico cierto que desde el punto de vista cronológico Jesús ha llegado después del Bautista; pero le ha rebasado en categoría, es superior a el, ha sido primero, y ello con razón, pues como preexistente ¡era «desde siempre» el primero! Y. según Jn, así lo proclamó también el propio Bautista, cuando habló del «más poderoso» que vendría después de él. Las dos apostillas, que son los v. 17 y 18, constituyen dos observaciones importantes. En el primero, y a modo de paralelismo antitético, se contraponen Moisés y Cristo, la ley y la gracia y verdad. «Porque la ley fue dada por medio de Moisés se entiende sin duda alguna como limitativo. Como representante del AT, Moisés dio simplemente la ley. En el Evangelio según Juan no se enjuicia a Moisés en un sentido negativo (1,46; 3,14), sino que se le cuenta como testigo de Cristo. Al lado de eso se encuentra una clara restricción del gran legislador, consistente en que sus dones, a saber, la ley o incluso el maná en el desierto (6,32), no eran los verdaderos bienes salvíficos. A medida que el cristianismo se iba estableciendo como una realidad autónoma, también las relaciones entre Moisés y Cristo, y respectivamente cristianismo y judaísmo, se iban reflejando con mayor fuerza (cf. asimismo Heb 3,1-6). ¿Dónde están las diferencias esenciales? E1 v. 17 proporciona una respuesta clara: Moisés sólo dio la ley, mientras que Jesucristo ha realizado la gracia y la verdad. No solamente han sido dadas sino que han llegado a ser un acontecimiento concreto, exactamente igual que la encarnación de la Palabra en Jesucristo. Con la mención de este nombre el prólogo alcanza su precisión suprema. Jesucristo es el.«lugar» o sede en que se han realizado la gracia y la verdad y donde se cumplen de continuo, estando para siempre ligadas a su persona.

El v. 18 expone la importancia singularísima y exclusiva de la revelación cristiana. «A Dios nadie lo ha visto jamás» no es sólo un principio básico que Jn repite (5,37; 6,46; también lJn 4,12-20) y para el que reviste el carácter de un axioma indestructible. Le interesaba a todas luces poner de relieve ese punto con una nitidez y perentoriedad realmente dogmática. También el judaísmo sabía que ningún hombre puede ver a Dios y continuar viviendo (Ex 33,18-23), y la teología del Deuteronomio inculca con el mayor énfasis ese principio fundamental a los oyentes judíos: «Yahveh os habló desde en medio del fuego; oíais el sonido de las palabras, pero no percibíais figura alguna, sino solamente una voz» (Dt 4,12). Dios es para el hombre fundamentalmente «invisible». La afirmación apunta sin duda contra cualquier pretendida contemplación de Dios, incluida desde luego la de la gnosis. «La inaccesibilidad de Dios significa que el hombre no puede disponer de él» (BULTMANN). Por ello al hombre no le queda más camino que la autoapertura de Dios; únicamente Dios puede proporcionar al hombre noticias de sí mismo. El Hijo único, Dios, el que está en el seno del Padre puede ser el revelador y el testigo de Dios en el mundo (cf. 3,31-36). Jesús en persona con sus palabras y su obrar es la «explicación de Dios» en el mundo. En su figura se hace visible quién es Dios realmente. Él es la beatificante interpretación de Dios, la versión de Dios al terreno de lo humano.
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1. «Vida» («vida eterna») es para Juan el concepto universal de salvación. 2. Si a ello se suma Jn 1,26-21, parece que el cuarto Evangelio conoce a Mc 1,7s y par. Mt 3,11; Lc 3,16, aunque los ha reinterpretado de acuerdo con el propósito que persigue.
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MEDITACIÓN

a) Difícilmente podrá hallarse otro texto bíblico que haya ejercido una influencia tan permanente sobre el pensamiento cristiano, sobre la concepción cristiana del mundo y del hombre y hasta sobre la cultura occidental como el prólogo de Jn, influencia que en modo alguno ha terminado hoy. Cierto que el lector actual, que se acerca a ese texto con sus modernos prejuicios mentales, no deja de encontrar en él dificultades especiales. Por eso habremos de recordar una vez más que el prólogo joánico tiene ante los ojos todo el acontecer de la salud y de la revelación, que alcanza su punto culminante en la encarnación de la Palabra de Dios. La fe en la salvación, realizada en Jesucristo, es por lo mismo la disposición esencial previa para ese himno y su recta comprensión. La experiencia básica de la que arranca este texto está expresada con las palabras siguientes: «Pero nosotros vimos su gloria, gloria como de Hijo único que viene del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14b). O como se dice en el proemio de la carta primera de Jn, que ha de entenderse como un eco o resonancia del prólogo joánico: /1Jn/01/01-04

1 Lo que era desde el principio,
lo que hemos oído,
lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que hemos contemplado
y lo que nuestras manos han palpado,
acerca de la Palabra de la vida

2 -pues la vida se manifestó
y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos
la vida eterna que estaba en el Padre y se nos manifestó-
Lo que hemos visto y oído
os lo anunciamos también a vosotros,
para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.

Pues, efectivamente, nuestra comunión es con el Padre
y con su Hijo Jesucristo.
4 Os escribimos esto
para que sea colmado vuestro gozo.

EXP/QUE-ES En ambos casos el punto de partida es la experiencia concreta e histórica de la fe en el encuentro de los testigos con Jesucristo: la encarnación. Tales testigos han reconocido en Jesús de Nazaret al hombre por el que en definitiva se vieron impulsados a la confesión de que en él nos sale al paso la revelación y la gloria de Dios, la Palabra de vida de Dios en persona. Es la experiencia de la fe, enmarcada desde luego en la comunidad de los creyentes, la que constituye la base de dichos textos y la que aquí se articula. La experiencia de la fe hay que definirla como una auténtica experiencia humana, cual experiencia concreta e histórica, cuya sede originaria es el encuentro con Jesús de Nazaret. Incluso habría que definirla como una «experiencia sensible», que se caracteriza por un «ver, contemplar, escuchar y palpar», como cualquier otra experiencia sensible del hombre, aunque va mucho más allá. El concepto corriente de experiencia se resiente del hecho de que esa experiencia se reduce a la experiencia sensible, a lo «inmediato» y «finito»; en una palabra, la experiencia se entiende como un puro empirismo materialista- sensualista, que de ordinario es agnóstico y que por lo mismo no permite hacer afirmaciones filosóficas o teológicas que rebasan cuanto se puede medir, contar y pesar. Por el contrario, el concepto de experiencia hay que entenderlo con tan amplitud que tenga en cuenta la no limitada multiplicidad y complejidad de todas las experiencias que son posibles al hombre, abriendo cauce, por tanto, también a la experiencia espiritual y religiosa (1). Se trata, por ende, de recuperar la plena y humana propiedad del ver, oír y palpar. «Un encuentro concreto, singular e irrepetible en amor y confianza, eso es lo que tenemos ante nosotros con la singularidad histórica y personal de Jesucristo» (MIETH).

La nueva experiencia para el círculo joánico estaba precisamente en que en ese hombre, Jesús, era el propio Dios, quien «hablaba», que Jesús mismo en su persona era esa alocución, la Palabra de Dios encarnada, y que a esa Palabra iban ligadas la «vida» y la «luz»; al creyente se le comunicaba una nueva vida y luz, una explicación del sentido de su existencia. Todo ello debía ser verdad y no pura invención, ilusión y montaje humano, para lo cual esa Palabra tenía que llegar en definitiva de las profundidades mismas de Dios, de su libertad y amor soberanos; y entonces cabría decir: «Y la Palabra era de naturaleza divina, era Dios». Si se quiere valorar teológicamente la experiencia de fe en su plena y total significación, hay que acabar intentando incluso esta fórmula: «En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios» (1,1). La idea teológica fundamental de una revelación de Dios en la historia debe tomar en serio ambas caras: Dios y la historia. De ambas realidades ha de tener cuenta no pudiendo reducir ni a Dios ni la historia. La mejor respuesta a todo ello son las dos afirmaciones del prólogo joánico: que la Palabra en el principio estaba en Dios y que la Palabra se hizo carne. Con esas premisas tiene pleno sentido decir que en la historia de Jesús de Nazaret Dios nos ha hablado a nosotros los hombres; en esa historia Dios se ha revelado; en ella Dios, el gran desconocido, se ha acercado al hombre en forma humana.

b) Idea de Dios y concepto de revelación. «Teología es un lenguaje responsable acerca de Dios. Y no sería en absoluto un lenguaje acerca de Dios, si pretendiera empezar por prescindir del Dios que habla» (JUNGEL). Y ello tanto más cuanto que el prólogo joánico sitúa a Dios y su Palabra «al» principio; es decir, allí donde hay que empezar simplemente, si se quiere poner el principio en su lugar justo. Por lo mismo, quien en nuestra época, a menudo tan confusa espiritual y religiosamente, quiere mantenerse firme en la fe en Dios como la realidad que más hondamente afecta al hombre, descubrirá siempre en el prólogo de Juan una ayuda insustituible. La meditación se ve solicitada a recoger ante todo en este pasaje la idea de principio y ahondar en ella, a sumergirse en los abismos originales, dejando que nos inquieten y soliciten. Ni siquiera puedo contemplar mi propio comienzo (1925-26), no puedo preguntarle existencialmente. Hay toda una cadena de principios y comienzos: el de la propia familia, de los antepasados o el de la historia, los principios de la vida, de la materia, el principio originario por antonomasia, los principios imaginables de todo; pero que no penetran ni pueden explicar el auténtico misterio del principio. Se impone la idea de que el principio no se entiende sólo cronológicamente, sino que representa una cualidad, que es un presente. Dios creador no sólo lo es «al principio», cuando creó el cielo y la tierra, sino que es mi creador y yo soy su criatura.

Tú te has hecho, Señor, para nosotros
el refugio por las generaciones.
Antes de que nacieran las montañas
y la tierra y el orbe se formaran,
de una a otra eternidad eres tú Dios.

Sal 90,1-2

La plegaria Wessobrunner manuscrito muniqués del siglo VIII

Averigüé cuál era el mayor de los milagros.
La tierra no existía, ni siquiera arriba el cielo,
ni siquiera algún árbol, ni tampoco la montaña,
todavía el sol no brillaba, ni tampoco las estrellas,
la luna con su luz, ni el poderoso mar.

Pero donde no había nada, de cabo a cabo,
allí estaba el único Dios omnipotentes.

Lo que el texto del salmista y la poesía medieval pretenden en su lenguaje lento y meditado es introducir en la experiencia humana de Dios como «principio de la creación, del mundo y de la historia». El ejercicio en la meditación del principio despierta el asombro y la admiración por mi propia existencia en cuanto proscribe el hechizo de la autocomprensión superficial. La idea de un origen primero de todo el universo, del «comienzo de todas las cosas» señala la frontera última. En todo momento me interesa que el principio último o comienzo primero, que ese principio primordial y originario no tenga principio, si es que la idea del comienzo no ha de perderse en el absurdo insoluble. Es lógico concebir el comienzo absoluto y unirlo a Dios creador, como lo hace la poesía: «allí estaba el único Dios omnipotente». Ese Dios es el principio sin comienzo.

Cuando se dice: «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios», ello equivale a una invitación a ahondar y sumergirse en el principio sin principio y a sentirlo como el lugar de mi propio origen, del origen y procedencia de hombre. Ahora bien, si el lugar del que el hombre proviene está definido por la Palabra, que es luz y vida, el lugar de esa procedencia no es una oscuridad impenetrable, como habría que decir desde luego del origen del hombre entendido de un modo puramente biológico; sino que es luz, luz para cada hombre, aunque éste ni siquiera haya podido conocer a sus progenitores.

Oración de Wolfdietrich Schnurre

Sorpréndeme.
Búscame con unos rostros.
No te retires tras la pantalla
de unos periódicos ilustrados.
No dejes que me pierda
en el bosque de las antenas de televisión.
Rompe con mi final
las series de una estadística regulada;
dame una muerte, a la que terror
y técnica le son odiosas,
que llegue a mí libre,
en la aureola de las canas,
y poniendo en mi frente
un soplo de sentimiento.

Siempre se ha experimentado y concebido a Dios como un principio sin comienzo, como apertura infinita y sin límites, como el Eterno frente a todo lo finito, transitorio y perecedero. Mas ¿cómo puede el hombre hallar acceso hasta ese Eterno? ¿Cómo puede entrar en comunión con él? Y ¿cómo puede concebir la idea de un ser eterno, absoluto y viviente? ¿Cómo se sorprende una y otra vez el hombre, pese a todas las experiencias vividas de absurdos de problemas torturantes, de incertidumbres y dudas, en ese su anhelo del Eterno, aunque se tope siempre con lo finito, lo mundano, aleatorio y perecedero? Por lo general, sin embargo, son las experiencias sombrías y desesperadas de la historia humana, y precisamente también de la historia cristiana, las experiencias del holocausto, las que gravan la fe en Dios.

Por ello en los últimos años se ha planteado a menudo la cuestión de si la religión tiene todavía futuro, si todavía es posible en nuestra cultura una auténtica fe religiosa. Pero si el enigma de la existencia y de la historia humana se plantea y acepta en toda su dimensión y sin restricciones, si no se intenta arrinconarlo con la ayuda de drogas, estupefacientes e ideologías de todo tipo, que a su vez han ido degenerando hasta convertirse en «el opio del pueblo», ni con la ayuda del progreso técnico y del bienestar material, sino que ese enigma se expresa de forma completa, entonces se demuestra -como lo prueba cuando escribo estas líneas la revolución islámica en Irán- que la religión está todavía lejos de ser algo periclitado. Habrá hombres que no se darán por satisfechos con respuestas superficiales -como les ocurrió, por ejemplo, a los jóvenes bajo Hitler o a la generación de la revolución estudiantil en 1967-68-, sino que clamarán a Dios y pondrán en él toda su esperanza, aguardando su salvación de él en persona.

RV/QUE-ES: En ese contexto recuperará toda su importancia el concepto de revelación. También aquí se trata de un concepto que no es de origen específicamente cristiano; a finales del mundo antiguo, dentro del judaísmo y del helenismo, las revelaciones estaban a la orden del día. Ese concepto conserva su mejor fundamento cuanto más se atiene a la revelación bíblica de Dios por medio de su palabra. No se trata en modo alguno de mantener una etiqueta externa. Ni se trata tampoco, por consiguiente, de calificar unas «notificaciones objetivas, unos dogmas» como contenido revelado, que ha sido justamente el fallo del neoescolasticismo católico en su inteligencia de la revelación bíblica. Lo realmente decisivo, según el concepto que la Biblia y el NT tienen de la revelación, es que Dios no revela y descubre unos determinados «contenidos», «dogmas» y «proposiciones de fe», sino que se «revela, abre y comunica» él mismo; y ello en el contexto de unos determinados acontecimientos históricos como la salida de Egipto, la historia de la alianza con Israel y, finalmente, en la historia de Jesús de Nazaret con sus efectos subsiguientes. La idea de que a través de Jesús de Nazaret es Dios mismo quien habla al hombre y que ese acontecimiento oral no es primordialmente dogma o doctrina -los «dogmas» no son otra cosa que conservas congeladas de la revelación, que es preciso descongelar antes de su empleo vital-, sino un lenguaje concreto, histórico y vivo que nos sale al encuentro, la «verdad de Dios» que habla y ata al hombre; algo que nada tiene que ver con la mitología, sino que designa precisamente el contenido de la experiencia de fe ofrecido por Jesús. En su existencia histórica Jesucristo es el Verbo concretísimo de Dios, la Palabra de Dios en la concreción suprema.

«Lo inefable que se suele llamar Dios
se entrega en una Palabra para que le hablemos y conozcamos»

Angelus Silesius

c) Antropología del prólogo (y del Ev.) de Jn. Al igual que todo el Evangelio según Jn, el prólogo contiene una determinada concepción del hombre, que se manifiesta una y otra vez, aunque carezca de una formulación sistemática. Se trata de una antropología teológica, que ve al hombre en su relación con Dios, y sobre todo en sus relaciones con la revelación de Cristo, enjuiciándole por completo bajo ese aspecto. Lo que el hombre es en su última raíz se manifiesta en sus relaciones con Dios. O, dicho a la inversa, el problema de la relación divina del hombre se identifica con el problema de cuáles son los datos, valores, etc., que determinan, en definitiva, la comprensión que el hombre tiene de sí mismo. Ese es también el planteamiento del problema de Dios.

Ante todo unas observaciones. La misma afirmación creacionista del v. 3, como la idea bíblica de creación en general (cf. los dos relatos de la creación en Gén 1,1-2,4a; 2,4b-9; Sal 8) presenta una ordenación al hombre. La Biblia sólo muestra un «interés cosmológico» marginal (en algunos textos de la tradición sapiencial). El mundo del que se ocupa es preferentemente el mundo histórico del hombre, el hombre en su entorno condicionado por la historia al tiempo que la condiciona. Así pues, la afirmación creacionista piensa ante todo en el hombre.

Como criatura del Logos, el hombre está íntimamente marcado por él desde su origen primero; el Logos es, en efecto, aquella vida que es la luz de los hombres. El prólogo joánico afirma, pues, un condicionamiento originario y esencial del hombre por la Palabra de Dios. Eso lo subraya una vez más el v. 9 con la afirmación de que el Logos es «la luz que ilumina a todo hombre»; y él justamente ha venido al mundo. También aquí se acentúa que los hombres todos, como criaturas de la Palabra, que a diferencia de las otras cosas han sido creados no sólo «por la Palabra» sino también «en la Palabra», presentan por elIo una afinidad con el Logos en cuanto verdadera luz. Por sí mismos los hombres no son la luz, ni chispas o partículas de la misma, pero como hombres están «desde siempre» afectados por la luz. Por todo ello, en su condición de criaturas constituidas e iluminadas íntimamente por el Logos, los hombres están ordenados al mismo. Toda su existencia está esencial y estructuralmente marcada por la Palabra de Dios; de tal modo que esa Palabra de Dios al aparecer en el mundo, no llega al encuentro del hombre como una realidad extraña, sino como la Palabra que despierta y abre a la vez en el hombre su verdadera comprensión de sí mismo. La predeterminación del hombre por la Palabra y su ordenación a la misma constituye, pues, desde una perspectiva teológica la criatural esencia del hombre, de tal modo que sin tal ordenación resulta teológicamente incomprensible. La esencia del hombre, por consiguiente, no es una naturaleza estática que descansa en sí misma, sino el inquieto existere in Deum, un moverse hacia Dios, que se da a conocer a través de la inquietud por Dios.

Al mismo tiempo el hombre, como ser histórico, ha estado y está en la libertad de su decisión y actuación. El Evangelio según Jn no desarrolla ninguna doctrina del pecado original, aunque sí tiene unas concepciones precisas de lo que es pecado. Prefiere describir al hombre en su situación histórica, que alcanza su culminación suprema precisamente mediante el encuentro con Jesucristo, con la revelación. La auténtica decisión se toma frente al Dios que se revela y se demuestra en la historia. Y, a la inversa, e] revelador histórico de Dios, Jesucristo, habla mediante su palabra al ser más íntimo del hombre, alentando su anhelo de Dios y de la salvación. Desde luego, en el encuentro del hombre con el revelador se echa de ver que la acogida de la revelación, especialmente en su humanidad histórico-concreta, no es algo que caiga por su propio peso. En ese su encuentro, el hombre ha de afrontar todavía la prueba. Se le solicita si quiere abrirse personalmente a la luz de la revelación, si quiere recibir y creer en la luz.

FE/REALIZACION-H De ahí que en la decisión de fe existencial no sólo se da la decisión del hombre frente a Jesús de Nazaret, sino también frente a Dios y frente a sí mismo, como una decisión del hombre entre la vida y la muerte. La fe como reconocimiento de Jesús es a la vez el reconocimiento de Dios, que comporta la aceptación de sí mismo como criatura necesitada de salvación. Por tanto, según Jn la decisión de fe es también el acto esencial con que el hombre se realiza. Al llegar el hombre a Jesucristo, y mediante él a Dios, llega también realmente a sí mismo. El problema se formula explícitamente en los v. 10-12. El cosmos, el mundo humano entendido históricamente, es por una parte creación de Dios, en la que aparece la luz de la Palabra. Es «la propiedad» de la Palabra. Pese a lo cual el mundo no conoce al Logos, y son precisamente sus gentes, «los suyos», los que se le cierran. Aquellos, por el contrario, que se le abren adquieren la facultad de llegar a ser hijos de Dios, y desde luego por la fe. Expresado de una manera abstracta, los hombres vienen de la Palabra vital de Dios y tienen por lo mismo un conocimiento preciso e inalienable de ese su origen. Ese conocimiento, no obstante, les está oculto, siendo precisamente su existencia cósmico-histórica lo que oculta ese origen (hemos de señalar aquí una cierta semejanza con la doctrina gnóstica de la redención). Por lo demás, hay según Jn determinados símbolos lingüísticos, concepciones e imágenes religiosas (luz, agua de vida, pan de vida, vida, verdad, resurrección, camino, etc.) en los que se sugiere aunque de forma provisional, confusa y falseada. El revelador de Dios, Jesucristo, pone al hombre, mediante su palabra, ante una decisión de fe, hablando así al ser oculto del hombre, a su procedencia de la Palabra. Cuando el hombre cree, recupera el acceso oculto a su verdadero origen en la Palabra al mismo tiempo que el lugar concreto de su propia existencia histórica como «creyente en el mundo de hoy»; y con ello recupera asimismo su verdadera y plena humanidad para el presente y el futuro. Por el contrario, con la incredulidad no es que rechace ciertos dogmas (la extendida y falsa interpretación de fe e incredulidad), sino que se separa de su origen, de su propia hondura esencial de criatura, y con ello de la fuente de su verdadera humanidad. La Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, es pues quien devuelve al hombre a la Palabra creadora y a la Palabra eterna como fundamento y origen de la plena existencia humana.

Se hace así patente que el hombre ha de entenderse esencialmente desde la Palabra de Dios. La palabra y el lenguaje constituyen la clave para la inteligencia del hombre. «El hombre tiene la palabra. Su posesión así como una relación, esencial para él, con la Palabra, que era al principio, constituyen su nota distintiva por encima de todas las otras criaturas de Dios. En la Palabra tiene él su humanidad y lo que le diferencia de los animales. No es que la única diferencia del animal sea su pensamiento. Más bien es todo su ser lo que le distingue del animal, como dice Feuerbach. Y esa diferencia del animal está precisamente en que posee la palabra. Cualquiera que sea la conciencia e inteligencia que pueda haber en los animales -de lo cual sabemos muy poco, pese a todos los experimentos de la psicología profunda, lo que sí sabemos ciertamente, incluso sin contar con la psicología profunda, es que esa conciencia no abarca la palabra en sí, no se puede alcanzar por la palabra como tal, por la palabra en su contenido de sentido. Cuando Dios creó al hombre, no le quiso como un «ser que nada dijera», aunque tampoco como un necio hablador. No le quiso en la soledad de la conciencia, sino en la comunión del yo con el tú. Por ello le dio la palabra, cuando por la Palabra lo creó»

d) La encarnación. «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (1,14). Esta afirmación contiene la idea de la encarnación, de la humanización de Dios, que desde los días de la Iglesia primitiva pertenece a las afirmaciones esenciales del símbolo de la fe cristiana. Puede decirse que el cristianismo es la religión de la hominización de Dios. «La pieza principal de nuestra salvación es la encarnación del Logos», dice Apolinar de Laodicea (+ ha. 390), que desde luego no tuvo mucha suerte con su cristología; pero en esa afirmación no hay duda que compendia la doctrina común de la Iglesia.

Ahora bien, la afirmación incarnacionista en Jn, «la encarnación como esquema mental cristológico», es incluso una afirmación relativamente tardía. «Las aseveraciones joánicas sobre el Logos son el resultado de una profunda reflexión teológica sobre la vida de Jesús como revelación central de Dios», dice O. Cullmann. Por ello la afirmación incarnacionista ha de referirse siempre a la existencia de Jesús, a todas sus palabras y actuación total. Sin duda que a este respecto el acento cargó desde el comienzo sobre la humanidad real del revelador Jesús de Nazaret. La afirmación de /1Jn/04/02-03 «Conoced en esto al Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios. Y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que éste es del anticristo, del cual habéis oído decir que viene y ya, al presente, está en el mundo», puede entenderse perfectamente como una prolongación aclarativa de la afirmación incarnacionista de Jn 1,14. Se trata aquí, por consiguiente, de asegurar la humanidad real de Jesús frente a cualesquiera doctrina gnósticas heréticas.

Por lo demás este modelo mental tuvo también desde el comienzo sus peligros, que habrían de ponerse de manifiesto en las controversias cristológicas de los siglos IV_VI. No estaba lo bastante a seguro de malas interpretaciones. W. Pannenberg habla de un «rasgo mítico de la cristología incarnacionista». «Conceptualmente distingue dos seres distintos, el Hijo eterno de Dios y la manifestación terrestre-humana de Jesús, cuyo conjunto constituye la existencia concreta de Jesús. Lo así separado hay que volver a unirlo posteriormente...».

DOCETISMO: En su escrito sugerente e inquietante Sincero para con Dios, J.T.A. ·Robinson se ha enfrentado a la interpretación popular del modelo incarnacionista. Y dice así:

«La cristología popular supranaturalista fue en todas las épocas de índole doceta; es decir, que para ella Cristo sólo tuvo la apariencia de hombre o que aparecía como un hombre; y bajo ese velo estaba Dios...

»Cuando incluso teólogos conservadores hubieron de rechazar de manera decidida semejante concepción, aunque gustosamente hubieran insistido en la misma asegurando que Jesús era «verdadero hombre» y «verdadero Dios», la explicación tradicional supranaturalista de la encarnación impone la idea de que Jesús era en realidad Dios omnipotente que caminó sobre la tierra revestido de hombre. Jesús no era un hombre engendrado y parido, sino que era Dios, el cual durante un tiempo representó una comedia. Parecía un hombre, hablaba como un hombre, sentía como un hombre, pero por debajo estaba Dios revestido como Santa Claus.

»Por cautas que aquí sean siempre las fórmulas, la teología tradicional produce, pese a todo, la impresión de que Dios emprendió un viaje por el mundo, llegando a nuestro planeta en la figura de un hombre. En realidad Jesús no era uno de nosotros, sino que mediante el milagro del nacimiento virginal, quiso incorporarse al mundo como si fuera uno de nosotros».

No deberíamos retroceder ante estas formulaciones provocativas, sino que más bien habrían de servirnos de apoyo para tomar en serio la problemática planteada. De hecho el docetismo difuso es una característica de la dogmática tradicional, que ésta no ha podido eliminar hasta hoy de un modo convincente.

Desde luego que el modelo incarnacionista en la cristología tradicional fue el modelo mental con mayor éxito, tal vez porque era el más cómodo y el que mejor respondía al espíritu helenístico, y sin duda alguna mejor que las cristologías sinópticas. El error del pasado consistió en dar un carácter de dogma absoluto al modelo incarnacionista en su interpretación helenístico- filosófica -que contradecía frontalmente su intención bíblica-, elevándolo a la categoría de concepto cristológico absoluto, que se imponía a todos los otros conceptos neotestamentarios. Esa absolutización del modelo incarnacionista ya no se puede defender con la nueva exégesis que trabaja de forma pluralista con cristologías y conceptos cristológicos diferentes. No pueden interpretarse sin más ni más los sinópticos ni Pablo según el modelo incarnacionista joánico; y por lo mismo no se trata de ninguna herejía cuando Hans Kung en su libro Ser cristiano no convierte ese modelo en la armazón y sostén de su cristología.

El éxito que tal modelo obtuvo resulta muy comprensible en la Iglesia antigua. En su enfrentamiento con los errores gnósticos el prólogo joánico, y sobre todo 1,14, se convirtió en un texto clave, porque brindaba una ayuda vigorosa contra el dualismo gnóstico. «En ninguna doctrina de los herejes se hizo carne la Palabra de Dios. Si alguien investiga todas las tesis heréticas hallará que la «Palabra de Dios» (el Logos de Dios) y el «Cristo superior» (de arriba) aparece sin la carne e incapaz de padecer». Ireneo de Lyón, a quien se deben tales textos, señala así la negación de la humanización completa como la característica de toda la doctrina errónea de los gnósticos, en lo que sin duda lleva razón. La inteligencia cristiana de la revelación y la salvación se debe al hecho de haber tomado en serio la plena humanidad e historicidad de Jesús. Para la fe cristiana la creación, la historia salvífica, la revelación y la redención, el Antiguo Testamento y el Nuevo forman un todo.

La cristología del Logos, defendida por los grandes alejandrinos y fuertemente impregnada por el espiritualismo y neoplatonismo helenísticos, desplazó los centros de interés en forma notable hacia la especulación sobre el Logos. Es evidente que la existencia humana de Jesús, y por tanto su carácter judío, han encontrado por ello escasa consideración hasta el presente. El Jesús histórico ha quedado en buena parte difuminado. Con ello nada se dice contra el planteamiento justo de la teología incarnacionista.

J/MODELO-H: La aseveración «el Verbo se hizo carne» afirma desde luego con todo derecho el acontecimiento humano e histórico de que Dios nos sale al encuentro en ese concreto hombre histórico que es Jesús de Nazaret. De ello volveremos a hablar aún bastante a menudo. Dios se ha hecho hombre para que el hombre vuelva a serlo de verdad, es una tesis de Agustín que sigue siendo válida. Por ello, una antropología teológica, así como un humanismo cristiano harán bien en orientarse siempre por Jn 1,14. Vista teológicamente, la humanización de Dios es el supuesto fundamental para la humanización del hombre. Y ello porque Jesús de Nazaret encarna a la vez al «verdadero hombre», tal como debe ser delante de Dios. Él es, pues, la permanente «idea del verdadero hombre», la plena realización de la imagen de Dios que es el hombre, y que sirve de medida a toda buena humanidad. En ese aspecto hay que entender la encarnación como «humanización de Dios con vistas a la humanización del hombre»; no, como pensaban los griegos para la «divinización del hombre».

ENC/PROCESO: Después hay que entenderla como un proceso que no se puede cerrar hasta «el fin de los tiempos», hasta «el retorno del HiJo del hombre». Vista así, la encarnación no es un mero hecho histórico, que se puede fijar dogmáticamente, sino una tarea permanente de la Iglesia, del cristiano, de la humanidad entera. Mientras se esté tan lejos de alcanzar el nivel del hombre Jesús de Nazaret como hasta ahora, la encarnación no estará completa. De acuerdo con ello la encarnación es el proceso de una humanidad por el camino hacia la meta que Dios le ha señalado en Jesucristo.

Finalmente hay que mencionar todavía un nuevo aspecto de la encarnación, que cabría designar como el aspecto eclesiológico o histórico-religioso y cultural. Antes los teólogos gustaban de decir que la encarnación se prolongaba en la Iglesia; la Iglesia vendría a ser como el Cristo perviviente en la historia. Ese aspecto místico contiene sin género de duda una importante verdad religiosa, que puede abrirse a la fe. Pero se falsea tan pronto como se entiende en forma institucional y jurídica. El peligro de la falsa equiparación entre Jesucristo y los ministros autorizados, y en primer término con el papa, es algo muy cercano, como lo enseña la historia. Tal vez habría que afirmar: Cristo vive sobre todo en los miembros pobres, perseguidos y sufrientes de la Iglesia, incluso en los herejes perseguidos.

Por cuanto se refiere al aspecto histórico-religioso e histórico-cultural, se ha dicho con razón, especialmente mirando a la Iglesia del tercer mundo -la de Asia, África e Iberoamérica- que la fe cristiana debe «encarnarse» en esas culturas, como se encarnó al comienzo en el mundo helenístico-romano, y más tarde en el germánico y en toda la cultura cristiano-occidental.

Sería falso, como se ha pensado durante siglos, que a los pueblos del tercer mundo sólo se les puede transmitir el cristianismo en la forma que se ha adoptado en Occidente, y de manera particular en el catolicismo romano. En todas partes había que adoptar los ritos latinos, Ia teología latina y el derecho canónico latino. Cuando después se le sumó en estrecha conexión el colonialismo, ya no se pudo hablar de una encarnación como enraizamiento del evangelio en cada cultura y sociedad. Hoy se ve al menos que esa concepción era profundamente anticristiana, por cuanto destruía unas culturas apenas adultas con la incomprensión y la superioridad europea. La teología de la liberación en Iberoamérica es el intento necesario de una encarnación del evangelio en ese continente. La acompañan otras tentativas en África y en Asia. No puede ponerse en duda lo atinado de la idea de que el cristianismo viviente debe encarnarse y hacerse visible en el espíritu, en la lengua, la manera de pensar, las estructuras sociales, las formas de conducta y los ritos de los pueblos y de los hombres, que lo acogen.

El futuro necesita una múltiple exposición del cristianismo en una plenitud rica y abigarrada, como la que corresponde a la pluralidad de los pueblos y de sus culturas. Los occidentales deben comprender que el modelo desarrollado entre nosotros no representa la única posibilidad de la Iglesia y del cristianismo, sino que más bien ese modelo tiene sus limitaciones: A ello hay que tender, con la tensión con que lo buscan las cristiandades americanas, africanas y asiáticas con sus propias realizaciones en la liturgia, la teología y la práctica de la vida cristiana. Tampoco en el campo de la historia religiosa y cultural ha llegado todavía la encarnación a su fin.
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1. D. MIETH, en su estudio Hacia una definición de la experiencia ha sometido el concepto de experiencia a un análisis brillante, poniendo de relieve los diferentes aspectos que tal concepto implica; véase especialmente el apartado II «Complejidad de la experiencia», o.c. p. 359ss. Se pregunta por las dimensiones y tipos de experiencia, distinguiendo entre «experiencia como proceso y como acontecimiento» y advirtiendo asimismo de la diferencia entre la mediatez e inmediatez de la misma. Piensa Mieth que «al parecer, se tiene experiencia cuando se han agotado todas las posibilidades de un determinado campo. Esto significaría que la experiencia es un fenómeno discursivo. Pero también se habla de experiencia en el sentido de acontecimiento puntual, de impresión irrepetible, de contacto inmediato, de captación intuitiva: es la experiencia como «encuentro». A este respecto se contraponen la experiencia como particularidad, como algo concretísimo, y la experiencia como suma, como denominador común o resumen».

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