CAPÍTULO 1 (Continuación)

TESTIMONIO DE JUAN BAUTISTA

EL MINISTERIO PUBLICO DEL REVELADOR EN EL MUNDO

I. EL TESTIMONIO DE JUAN BAUTISTA Y LOS PRIMEROS DISCÍPULOS
(1,19-51)

1. El testimonio del Bautista (1,19-34)
a) La pregunta de los judíos de Jerusalén a Juan Bautista (1,19-28).
b) El testimonio del Bautista sobre Cristo (1,29-34).

La sección, que introduce el relato del ministerio público del revelador Jesús en el mundo, viene a ocupar una especie de posición intermedia entre el prólogo y la narración propiamente dicha acerca de Jesús. En este relato Jesús es introducido por el Bautista y al mismo tiempo se indica que el Bautista ha exhortado personalmente a sus propios discípulos para que se unieran a Jesús. Todo lo cual induce a considerar Jn 1,19-51 como un texto coherente, que desarrolla la interpretación joánica del Bautista, exactamente igual que la presentada en 1,7:

Éste vino para ser testigo, para dar testimonio de la luz = 1,19,34;
a fin de que todos creyeran por él = 1,35-51.

Se trata, por consiguiente, de una composición de un tema teológico, no de un relato histórico, aun cuando ofrece una reelaboración de varias tradiciones históricas. Comparando otras afirmaciones joánicas sobre el Bautista (3,2230; 5,33-34), queda claro que en el Evangelio según Juan tenemos una concepción unitaria de la figura del Bautista. También la cristología presenta esa homogeneidad por la que difícilmente puede dividirse en diferentes estratos.

Jn necesita al Bautista como una especie de testigo principal frente a los judíos. Debe, pues, deponer un claro testimonio en favor de Jesús como Mesías, Hijo de Dios y revelador escatológico; cuando envía a sus propios discípulos que sigan a Jesús está mostrando -en contra de los seguidores del Bautista y en contra de los judíos- lo que hubiera debido ocurrir realmente gracias al testimonio del Bautista, a saber: que todos hubieran debido llegar a la fe en Jesús. Esa es la nueva imagen del Bautista tal como la proyecta el cuarto Evangelio.

a) El interrogatorio de Juan Bautista por parte de los judíos de Jerusalén (/Jn/01/19-23)

El texto siguiente se divide sin dificultad en dos perícopas: a) v. 19-25, que versan sobre la pregunta ¿Quién es realmente el Bautista? ¿Qué postura adopta? ¿Cómo hay que enjuiciarle? E1 v. 24 parece interpolado. b) v. 25-28, que tratan la cuestión del significado que reviste el bautismo de Juan. El texto concluye con un dato topográfico. A menudo se ha planteado la cuestión de la unidad del texto. Según G. Richter, todo el texto 1,19-34 habría que atribuirlo al «escrito básico», cuyo autor, a su vez, habría utilizado un antiguo fragmento tradicional sobre el Bautista. En contra conviene observar que el presente texto ha desempeñado, desde el principio, una función capital de cara al enfrentamiento del Evangelio según Jn con «los judíos» y que no defiende una cristología diferente de la que aparece en los demás textos. El v. 30c no se puede separar, como afirma Richter. Nosotros partimos de la unidad del texto, que sin duda conoce las primitivas tradiciones cristianas sobre el Bautista. Juan o sus discípulos (y no una tradición anterior) las han revisado de un modo consciente, con vistas ciertamente a su enfrentamiento con «los judíos». Los nuevos datos históricos y cronológicos hay que ponerlos en el haber de la tradición joánica.

19 Y éste es el testimonio de Juan, cuando los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle: ¿Quién eres tu? 20 Él confesó y no negó. Y confesó: Yo no soy el Cristo. 21 Y le preguntaron: Pues entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías? Y él contesta: No lo soy. ¿Eres tú el profeta? Y respondió: No. 22 Ellos le insistieron entonces: Pues ¿quién eres? Para que podamos llevar alguna respuesta a los que nos han enviado: ¿Qué dices de ti mismo? 23 Respondió: Yo soy voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.

El v. 19a viene a ser el título de toda la perícopa 1, 19-34: diríamos que el relato protocolario del testimonio que Juan Bautista depuso en favor de Jesús. Su característica de testimonio ha sido elegida de forma intencionada, porque en el gran «proceso con los judíos», tal como se desarrolla en el cuarto Evangelio, al Bautista se le interroga como al testigo principal de la mesianidad y filiación divina de Jesús. La perícopa tiene ante todo el carácter de un interrogatorio jurídico y oficial de Juan por parte de unos emisarios de las autoridades jerosolimitanas. El giro «cuando los judíos le enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas para preguntarle» recuerda un interrogatorio en toda regla (cf. 9,13-34) y subraya el carácter oficial de las preguntas. Quienes envían son «los judíos». Aparece así por primera vez en el Evangelio joánico el concepto que designa a los judíos como a los auténticos antagonistas de Jesús, que a la vez actúan como representantes del «mundo incrédulo». Nos encontraremos a menudo con ese concepto y su peculiar problemática por lo que lo analizaremos con más detenimiento en un contexto posterior. «Los judíos» forman frente a Jesús o, mejor aún, frente a la comunidad cristiana de Juan, un grupo relativamente cerrado. Lo cual quiere decir que Juan y su comunidad han de enfrentarse a los judíos, adversarios de la fe cristiana. El tema del enfrentamiento con el que tropezamos una y otra vez, es la cuestión de la mesianidad y de la pretensión reveladora de Jesús. Jerusalén es el centro del mundo creyente judío, la ciudad santa con el santuario central del templo. A eso responde también la composición de la embajada con representantes del personal cúltico formado por «sacerdotes y levitas».

Resuena ahí a su vez un tema importante del cuarto Evangelio: el tema del verdadero culto, de la verdadera religión. Finalmente, Jerusalén es también la arena en que se desarrolla el enfrentamiento decisivo entre Jesús y los judíos. La misma exposición del relato testimonio deja percibir algunos temas esenciales del Evangelio joánico. Por lo demás sigue siendo problemático el envío efectivo de tal embajada. Los sinópticos nada saben al respecto. Para el pensamiento legitimista judío esto no tiene nada de imposible; en todo caso tanto el contenido de las preguntas como la respuesta de Juan están formulados por completo desde la perspectiva y la situación temporal del Evangelio según Juan hacia 90-100 d.C.

La pregunta «¿Quién eres tú?» se refiere al papel y función del Bautista (de modo similar en la conocida introducción a la «confesión mesiánica», Mc 8,27s y par). A Juan se le interroga sobre su legitimación, toda vez que se presenta como un hombre que es portador de un mensaje religioso. Según lo expone el v. 20, Juan habría respondido con una confesión tan intensa como verdadera; no enarbola ninguna falsa pretensión, y de eso se trata aquí. Por ello se destaca al principio la negación de unas determinadas funciones. Tres son los papeles que se mencionan, que Juan va rechazando uno tras otro. Primero, no pretende ser el Mesías, el salvador escatológico. La respuesta no es tan absolutamente unívoca como parece a primera vista, puesto que las concepciones que el judaísmo coetáneo tenía del Mesías discrepaban bastante entre sí. Pero con una gran probabilidad en nuestro texto no se trata primordialmente de la concepción mesiánica de los judíos, sino más bien del problema que se le planteaba al cristianismo primitivo sobre si le competía al Bautista alguna función mesiánica o si Jesús era el Mesías. De modo parecido también Lucas habla del rumor popular, según el cual posiblemente Juan Bautista era el Mesías, cosa que el interesado rechaza con la misma resolución (cf. Lc 3,15s). En relación a Jesús dice el Bautista: ¡Yo no soy el Mesías, sino que lo es otro!

En segundo lugar Juan rechaza el papel de Elías. Con ello quedaba dicho lo más importante, pues que se negaba el papel de precursor escatológico. Si el cuarto Evangelio niega resueltamente cualquier cualidad escatológica del Bautista, quiere decir que nos estamos moviendo en un medio fuertemente marcado por la escatología tradicional de cuño apocalíptico, como la que nos encontramos en los textos sinópticos, aunque también en Pablo y sobre todo en el Apocalipsis joánico; el cuarto Evangelio lo afronta con un sentido crítico y hasta de rechazo. Las representaciones y los conceptos apocalípticos se eliminan o reinterpretan. Tendencias parecidas pueden observarse también en los rabinos judíos tras la destrucción del segundo templo (70 d.C.).

Tercero se piensa también en «el profeta» como el profeta escatológico y revelador de la voluntad de Dios, tal como se le esperaba en algunos círculos judíos relacionándolo con el texto de Dt 18,15.18. Jn conoce la figura de ese profeta escatológico (cf. 1,25; 6,14; 7,40.52). En Qumrán se encuentra asimismo la expectación de un profeta y siempre en conexión directa con la espera mesiánica, cuando se dice que el orden momentáneo permanecerá vigente «hasta tanto que venga el profeta y los mesías de Aarón y de Israel»(1QS 9,11; cf. 4Q, Testimonia 5-8). No obstante quizás haya que contar aún más con la expectación que certifican algunos círculos judeo-cristianos-ebionitas, y según la cual lo que aporta esencialmente el revelador es el cumplimiento de la profecía. Así pues, el Bautista no pretende ninguna función reveladora escatológica.

Con todo lo cual la pregunta se hace ahora mucho más apremiante: Entonces ¿quién eres tú realmente? Y la razón es que los emisarios esperaban una respuesta satisfactoria. Y el Bautista se la da recurriendo a una cita de Is 40,3: «Yo soy Voz del que clama en el desierto: Rectificad el camino del Señor.» La cita la hallamos también en la tradición sinóptica acerca del Bautista (cf. Mc 1,3 y par.: Mt 3,3; Lc 3,4-6). Según Jn, aquí el Bautista se interpreta a sí mismo mediante dicha cita. Lo que no es seguro, sin embargo, es si el empleo de dicha cita se remonta al propio Bautista y expresa la imagen personal que tenía de sí mismo; o si más bien se trata de una interpretación cristiana del personaje, la cual fijaría el papel histórico-salvífico de Juan con ayuda de esa cita bíblica. Existe, no obstante, la posibilidad de atribuir al Bautista la referencia a Is 40,3 con un fundamento positivo, toda vez que Juan desarrollaba su actividad en los bordes del desierto de Judea. Y, de conformidad con el texto hebreo original, en tal caso el «Señor», al que se le debe preparar el camino, sería el propio Yahveh. De todos modos los cristianos refirieron «el camino del Señor» a Jesús. También Qumrán se ha remitido a ese texto. Mas la común remisión al mismo texto no excluye una interpretación divergente de las palabras proféticas. En Qumrán la «preparación dei camino a través del desierto» se realiza mediante el estudio y la práctica intensos de la tora, mientras que para el Bautista ello es posible por la penitencia y la recepción del bautismo. Jn pone una vez más el acento en la llamada del Bautista (cf. 1,15); es decir, en su función de testigo de Cristo, como heraldo del Mesías Jesús que lo sigue.

24 Y los enviados eran de los fariseos. 25 Le volvieron a preguntar: Pues entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta? 26 Juan les contestó: Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros hay uno al que no conocéis: 27 el que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia. 28 Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.

El v. 24 «Y los enviados eran de los fariseos» está un tanto aislado y parece haberse incorporado en un segundo tiempo, aparte de que presenta una cierta tensión con lo que se afirma en el v. 19, según el cual los emisarios pertenecían al cuerpo de sacerdotes y levitas. Ambos círculos se relacionaban escasamente en tiempo de Jesús y del Bautista, representando intereses totalmente distintos: los sacerdotes, los del culto del templo, y los fariseos, los de una piedad legalista cercana al pueblo. No hay, pues, que enlazarlos en un intento de armonía. Al igual que en la tradición sinóptica también en el cuarto Evangelio los fariseos aparecen como los enemigos de Jesús. «Sin embargo, también en el Evangelio según Juan hay toda una serie de indicios por los que deducimos que la exposición del conflicto entre Jesús y los fariseos no tanto refleja la situación histórica en tiempos de Jesús cuanto la propia situación del evangelista a finales del siglo I. Los fariseos aparecen de continuo en el cuarto Evangelio. Aliados a los sumos sacerdotes, constituyen el verdadero frente hostil a Jesús, cuya aniquilación persigue (7,32.45.48; 11,47.57; 18, 3). Tal exposición bien podría ser una elaboración joánica de la historia. En el c. 9 los fariseos proceden contra el ciego de nacimiento al que Jesús curó y lanzan sobre él la excomunión sinagogal (9,13.15.16-40), lo que responde a la época en que se redacta Jn. Para esa época (ha. 90 d.C.) los fariseos ya habían tomado la dirección definitiva del judaísmo. Lo cual significa que en el fondo se trata de los enemigos actuales del Evangelio joánico, que han sido incorporados a este pasaje.

La discusión ulterior versa sobre el bautismo. «Pues entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta?» El planteamiento de la cuestión resulta muy significativo, pues parte evidentemente del supuesto de que a Juan sólo le está permitido bautizar en el caso de que sea el Mesías, Elías o el profeta; supuesto que pasa totalmente por alto la situación histórica del Bautista y que sólo se comprende teniendo como trasfondo una «concurrencia cristiana» (cf. 3,22; 4,1ss, en que se alude de forma explícita al motivo de la competencia respecto de la actividad de bautizar). Desde un punto de vista histórico Juan no necesitaba ninguna autorización ni de ningún título mesiánico para su actividad baptista. Más bien hay que decir que el bautismo de Juan forma parte de su predicación apocalíptica de la penitencia y del juicio. Es la acción simbólica que se practica sobre los penitentes voluntarios y que puede salvarlos del inminente juicio final. El problema de una valoración diferenciada del bautismo de Juan sólo pudo plantearse después que existía un bautismo cristiano. Juan replica a sus demandantes refiriéndose a la «calidad menor» de su bautismo, que «sólo» es un bautismo con agua. Su opuesto es el «bautismo con Espíritu Santo», al que se alude expresamente en el v. 33. Y sigue después la alusión al gran desconocido que viene detrás.

Las afirmaciones de los v. 26-27 recuerdan los giros correspondientes de los sinópticos: «Tras de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien ni siquiera soy digno de postrarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado (sólo) con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» («y con fuego», según Mt y Lc siguiendo ciertamente Q; cf. Mc 1,7-8 y par. Mt 3,11; Lc 3,16). También aquí encontramos la distinción entre el bautismo con agua y el bautismo «con Espíritu y fuego», que es probablemente la redacción más antigua de Q. Aunque también ésta parece haber sido ya reelaborada en sentido cristiano, de modo que la redacción más antigua, referida a la respuesta del Bautista, bien pudo haber sido ésta: «Yo os bautizo con agua, él os bautizará con fuego». Que Jesús sea el que bautiza con el Espíritu Santo es, pues, una interpretación pospascual y cristiana del bautismo que los discípulos de Jesús contraponían enfáticamente a la interpretación del bautismo de los discípulos de Juan. Como bautismo del Espíritu el rito cristiano tiene naturalmente una calidad superior, es más valioso que el bautismo de Juan.

Jn ha dado a la tradición un mayor rigor dialéctico en favor del lado cristiano. El Bautista reconoce que bautiza «sólo con agua»; la afirmación, que en los sinópticos aparece al final, se antepone aquí intencionadamente. Nada sabemos por Jn acerca de una predicación del Bautista sobre el juicio (el «fuego», como alusión al juicio divino). Lo que le interesa sobre todo es la diferencia cualitativa. En los v. 26-27 sigue la alusión al gran desconocido. La expresión «pero en medio de vosotros hay uno al que no conocéis» pretende crear una tensión: ¿quién puede ser ese desconocido? El que Jn en este pasaje recoja las expresiones tradicionales para describir al «desconocido» -viene después de mí, me sigue, yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias- no hace más que acrecentar la tensión, como en el teatro antes de que suba el telón y aparezca el héroe sobre el escenario. Ese que viene detrás debe ser un personaje superior a todo, poderoso, singular. Jn ha reelaborado con mayor énfasis aún la interpretación cristológica del «más fuerte» que ya se encuentra en los sinópticos.

V 28 cierra esta perícopa con un dato geográfico: «Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.» La ubicación del dato resulta difícil, sobre todo cuando en 3,23 se menciona «Enón, cerca de Salim» como dato topográfico que enmarca la actividad bautizante de Juan. Según Dodd ambos datos topográficos corresponderían a dos períodos diferentes en el ministerio del Bautista. La corrección textual de Orígenes señalando no leer «Betania» sino «Bethabana» (= Beth Abara, «casa del vado» o «casas de vado») vuelve a encontrar hoy partidarios. Ese vado se busca en el curso inferior del Jordán, entre Jericó y la desembocadura del río, al norte del mar Muerto. No hay seguridad de que el dato sea fiable, como piensa Schnackenburg. El dato indica simplemente la existencia de tradiciones locales en Jn y en su círculo. Debe dar credibilidad al relato joánico.

b) El testimonio del Bautista sobre Cristo (/Jn/01/29-34)

Sobre su composición digamos que también aquí tenemos dos unidades menores: a) v. 29-31, con la afirmación central del «cordero de Dios»; y b) v. 32-34, un segundo testimonio que se refiere a la tradición sobre el bautismo de Jesús.

29 Al día siguiente Juan ve a Jesús que viene hacia él y entonces dice: 30 Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Éste es aquél de quien yo dije: Detrás de mí viene uno, que ha sido antepuesto a mí, porque él era primero que yo. 31 Ni yo mismo lo conocía. Pero a fin de que él fuera manifestado a Israel, por eso vine yo a bautizar con agua.

Con la indicación temporal «al día siguiente» se abre la escena inmediata, separada en forma clara de la anterior. En cierto modo sigue un nuevo cuadro que, en cuanto al contenido, se caracteriza porque ahora tenemos la formulación plena y explícita del testimonio de Juan acerca de Jesús. Las distintas afirmaciones deben, por tanto, asumirse en todo su peso teológico. «Los enviados de Jerusalén han desaparecido; no se menciona público alguno: sólo Juan se yergue en la escena señalando a Jesús, y ahí está Jesús que avanza hacia él, sin que se nos diga de dónde viene ni adónde va y sin que tampoco se puedan hacer preguntas a tal sentido» (BULTMANN). El texto se comporta como un primer plano en el que desaparece todo lo accesorio mostrando sólo a los dos personajes principales: Juan Bautista y Jesús. «Con el dato cronológico empieza el relato de un día que se prolonga hasta las bodas de Caná (cf. 1,35.43; 2, 1) y abarca el espacio de una semana. El relato de esa jornada sirve como principio de composición literaria y, por tanto, no se ha de entender literalmente

V. 29: Juan ve llegar a Jesús y le señala con los demostrativos, que equivalen a una sentencia de revelación: «He aquí, éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.» La palabra, que sin duda quiere expresar la importancia de Jesús en su pleno alcance, plantea numerosos problemas de índole objetiva e histórica. Por lo que hace a estos últimos, es necesario también aquí liberarse una vez más por completo del deseo de tomar a Jn en sentido histórico. Lo que le preocupa ante todo es la afirmación teológica, hasta el punto de hacer decir al Bautista cosas de las que ese personaje histórico nada sabía ni podía saber en modo alguno. Se ponen en su boca afirmaciones resueltamente cristianas, como la que encontramos aquí del «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo».

CORDERO/SIERVO La exégesis discute la procedencia y, por ende, el contenido exacto de la afirmación. En lineas generales se contraponen dos concepciones, que cabe ordenar en torno a los conceptos clave de «Siervo de Dios» y «cordero pascual». La tesis de que la expresión está relacionada con el Siervo de Dios de Is 53 y con su muerte propiciatoria y vicaria la defendió J. Jeremías con extraordinaria brillantez. Según él habría un fallo de traducción del arameo, pues en realidad la frase debía decir: «He ahí el Siervo de Dios...», etc. (1). Otros piensan, por el contrario, en el cordero pascual, apoyándose en el hecho de que, según Jn 18, 28 y 19,36, Jesús murió al tiempo en que eran degollados en el templo los corderos pascuales, y por ello es designado como el verdadero cordero pascual, sobre todo mediante la cita bíblica de Ex 12,46. Bultmann aboga especialmente en favor de esta segunda posibilidad. Partiendo del hecho que Jesús fue ejecutado la víspera de la fiesta de pascua y que la comunidad primitiva, de la mano sin duda de las palabras pronunciadas sobre el cáliz, entendía la muerte de Jesús como una muerte propiciatoria y vicaria, se impone admitir una interferencia del cordero pascual con el siervo paciente de Yahveh en Is 53. Es una superposición que ya aparece en Justino: «La pascua, en efecto, era Cristo, que más tarde fue sacrificado, según lo dijo también Isaias: Como un cordero fue conducido al matadero» (Is 53,7). Justino reproduce aquí, a no dudarlo, una tradición más antigua. Por lo que con razón propenden recientemente muchos exegetas a no establecer ninguna alternativa tajante entre el siervo de Dios y el cordero pascual, sino que ven ambas realidades en el símbolo del cordero (2). Incluso resulta secundaria la cuestión del valor expiatorio del cordero pascual; la idea de la propiciación se ha tomado de Is 53.

Así pues, cuando a Jesús se le designa «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», en tal palabra simbólica late la confesión y reconocimiento de Jesús como el salvador escatológico, que con su muerte en cruz obró la salvación del mundo entero mediante un acto de expiación sustitutoria. De ese modo proyecta ya su luz el final victorioso de la pasión y muerte desde el comienzo mismo del cuarto Evangelio. El giro «que quita el pecado del mundo» recuerda la afirmación «llevó el pecado de muchos» (Is 53,12), aunque hay dos diferencias dignas de mención, a saber: en el v. 29b no se habla de «pecados» en plural, sino del «pecado» en singular y con artículo. En lo cual hemos de ver la concentración joánica del pecado en la incredulidad. La incredulidad, la cerrazón fatídica contra Dios, es el pecado que ha arrinconado el «Cordero de Dios». Según la concepción hebrea, «los muchos» equivalen a «todos», lo que a su vez permite en la visión de Jn transformarlo en el «mundo», en el cosmos. La salvación, operada por la muerte de Jesús, tiene por principio carácter universal, como lo tiene la desgracia fatídica arrinconada que es «el pecado». En esta perspectiva la muerte de Jesús ha cambiado la situación universal, la situación del hombre y de la humanidad entera así como de la historia universal delante de Dios.

El v. 30 recoge la expresión con que ya hemos topado en 1,15. Esto es, pues, el varón del que antes se ha hablado con estas palabras: «Detrás de mí viene uno, que ha sido antepuesto a mí, porque él era (existía) primero que yo.» La superioridad de Jesús sobre el Bautista la fundamenta Jn en la superior categoría ontológica de Jesús, que expresa a su vez con la idea de la preexistencia (cf. antes, en el comentario a 1,15). En cuanto «Logos hecho carne», Jesús es por principio superior a Juan, aunque en el tiempo llegue después que el Bautista. Aquí está interesado el evangelista en yuxtaponer ambas expresiones: Jesús es, por una parte, el «Cordero de Dios», siervo de Yahveh y cordero pascual, que ha sido «degollado» para la salvación del mundo y, por otra parte, es a la vez el preexistente, que como «Logos encarnado» aporta la completa revelación de Dios. Ambas afirmaciones constituyen juntas el acceso decisivo a la cristología del cuarto Evangelio.

Portador de la salvación por su muerte y resurrección, revelador por su palabra, lo es Jesús de Nazaret en la visión de Jn. Darle a conocer como tal a Israel fue la misión declarada de Juan Bautista. A diferencia de la designación «los judíos» en el Evangelio según Jn el nombre «Israel» tiene una resonancia positiva. Jesús es «el rey de Israel» (1,49; 12,13), lo que se entiende positivamente, lo mismo que cuando el propio Jesús dice a Nicodemo: «Tú eres maestro de Israel...» Tenemos así la impresión de que por «Israel» se entiende el judaísmo ganoso de creer y abierto a Jesús, mientras que con «los judíos» se pensaría en el judaísmo que rechaza la predicación y las exigencias de Jesús. El cuarto Evangelio quiere decir que el testimonio del Bautista en favor de Jesús se dirige en primer término a «todo Israel», al antiguo pueblo de Dios, «a fin de que todos lleguen por él a la fe».

32 Y Juan declaró: Yo he visto al Espíritu, que, como una paloma, descendía del cielo y permaneció sobre él. 35 Ni yo mismo lo conocía; pero aquel que me envió a bautizar con agua, ése fue el que me dijo: Aquel sobre quien veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. 34 Y yo lo he visto y testifico que éste es el Hijo (en otra lectura: el Elegido) de Dios.

Los versículos 32-34 forman una unidad textual independiente, que todavía recoge una vez más y desarrolla el tema del testimonio del Bautista, y ello enlazando con la tradición del bautismo de Jesús por obra de Juan. El v. 31a con la expresión «Ni yo mismo lo conocía» plantea este problema. ¿De dónde sabía Juan que Jesús era el salvador y revelador escatológico? La pregunta tiene cumplida respuesta en el contexto precedente, como lo prueba ese retomar la expresión del v. 33a.

Los sinóptícos transmiten de consuno el relato del bautismo de Jesús a manos de Juan en el Jordán: «Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y en el momento de salir del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu, que, como una paloma, descendía sobre él. Y [vino] una voz de los cielos: Tú eres mi Hijo amado; en ti me he complacido» (Mc 1,9-11 y par. Mt 3,12-17; Lc 3,27-32).

En el relato de Mc «se unen el acontecimiento histórico y la visión apocalíptica: el hecho histórico es el bautismo de Jesús por Juan... La visión revela al lector quién es Jesús». No se puede poner en duda el hecho histórico del bautismo de Jesús por Juan, porque tal circunstancia, como lo prueban las anotaciones marginales de Mt y Lc, creó dificultades a la comunidad cristiana sobre todo en relación con la cristología (3). Teológicamente es decisiva la visión señalizadora de Mc 1,10s, que según la redacción de Mc se dirige en primer término al propio Jesús. Es él quien ve «los cielos abiertos» y al Espíritu que desciende sobre él en figura de paloma; es también únicamente él quien oye la «voz de los cielos» que le habla en forma directa, y naturalmente también a los lectores. Su contenido: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me he complacido», es de una gran importancia cristológica, pues señala a Jesús como el ungido escatológico sobre el cual desciende el Espíritu de Dios. En el fondo de la visión señalizadora está muy especialmente Is 42,1: «Mirad a mi siervo a quien sostengo; a mi elegido, en quien se complace mi alma. Puse mi espíritu sobre él; publicad equidad a las naciones» (cf. además Is 11,2; 61,1) Así pues, la historia del bautismo en Mc une al rito que realiza Jesús su dotación mesiánica del Espíritu con vistas al ministerio que le aguarda.

Mt y Lc han cambiado en buena medida la visión indicativa por cuanto que el acontecimiento del cielo que se abre, el descenso del Espíritu y la voz celeste se entienden como acontecer revelador para el gran público. En el relato lucano esto se subraya aún más al decir que el Espíritu bajó sobre Jesús «en forma corporal como de una paloma» (Lc 3,22). Mt ha sentido además la dificultad de que Jesús se haya dejado bautizar por Juan. Por lo que antes del bautismo introduce un diálogo entre el Bautista y Jesús. «Pero Juan quería impedírselo, diciendo: Soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Pero Jesús le contestó: Permítelo por ahora; porque es conveniente que así cumplamos toda disposición divina (lit. justicia). Entonces Juan se lo permitió (Mt 3,14s). Mt ve, pues, el asunto así: Jesús se hace bautizar, aunque no lo necesitaba en modo alguno, y desde luego lo hace porque conviene cumplir la voluntad de Dios sin restricción alguna. Eso es lo que significa de hecho el literal «toda justicia». Posiblemente en esa afirmación, entra la idea del modelo, ejemplar; como Jesús han de obrar sus discípulos y quienes quieran serlo.

Distinta es la tendencia que se advierte en Jn. Sorprende ya el hecho de que conociendo Juan la tradición del bautismo no haya narrado el acto bautismal, lo que muy bien puede deberse a la polémica con los discípulos del Bautista. La bajada del Espíritu «como una paloma» se convierte en señal de reconocimiento para el Bautista. Explícitamente advierte el v. 33 que Jesús es «el que ha de bautizar con Espíritu Santo». Y es importante además el inciso de que el Espíritu permaneció sobre él. Jesús es el portador del Espíritu mesiánico (cf. Is 61,1), que recibe ese Espíritu no esporádicamente, diríamos que para cada caso como les sucedía, por ejemplo a los jueces del AT sino que lo recibe de una vez para siempre y por ello puede comunicarlo a los demás. Lo cual, desde luego, en todo su alcance sólo lo realiza el Resucitado (20,22s). Si bien se mira, para Jn el bautismo de Jesús ya no es un hecho que le afecte a él personalmente -lo cual representa una fuerte proyección de la importancia histórica del bautismo de Jesús- sino un proceso que afecta en primer término y de forma importante al Bautista y a su testimonio como señal de reconocimiento. En realidad ]a auténtica señal de reconocimiento es el descenso del Espíritu sobre Jesús en forma de paloma y su permanencia sobre él, lo que recuerda a su vez las tradiciones judeo-cristianas.

El v. 34 vuelve a compendiar en forma lapidaria el testimonio del Bautista: «Y yo lo he visto; y testifico que éste es el Hijo de Dios.»

Con ello se cierra en lo esencial el relato del testimonio del Bautista sobre Jesús. Cuando el Bautista habla del «Hijo de Dios», la designación hay que tomarla ya en este pasaje en el pleno sentido teológico y revelador del cuarto Evangelio, según irá desarrollándose el título cada vez más. Se trata del título que llegó a convertirse en la suprema designación cristológica. Todavía habrá que volver a estudiarlo más ampliamente. Sin duda hay que ver el v. 34 en correspondencia con el versículo final: «Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.»
...............
1. J. JEREMIAS, art. Amnos, aren, arnion en ThWNT I, p. 342-345. «El giro amnos tou theou (Jn 1,29.36) representa en efecto una conexión genitival singular a todas luces, que sólo se explica retrovertiéndola al arameo, donde talia tiene el doble significado de a) cordero y b) muchacho, siervo. Probablemente bajo el giro ho amnos tou theou subyace la expresión aramea talia dalaba en el sentido de ebed jhwh, de tal modo que Jn 1,29.36 hablaría originariamente de Jesús como el Siervo de Yahveh», p. 343. Jeremías ha defendido esa tesis con frecuencia.
2. JUSTINO, Diálogo 111.3. Asimismo el testimonio de Melitón de Sardes acerca de la pascua es de importancia decisiva para la unidad simbólica entre cordero pascual y siervo de Dios.
3. «Al comienzo de la carrera pública de Jesús está su bautismo a manos de Juan. Así lo relatan al unísono los sinópticos. La cristiandad lo ha aceptado, salvo poquísimas excepciones, como un hecho. Pero no se ha sentido muy contenta con ello», así W. BAUER, Leben Jesu, p. 110, que dedica al tema todo el cap. 6.
..................................

Meditación

1. El diálogo cristiano-judío entonces y hoy 2. La exégesis ha puesto en claro que en el Evangelio según Jn la figura de Juan Bautista ha sido sometida a una reinterpretación consecuente respecto de la que ofrecen los sinópticos: reinterpretación que mantiene ciertos datos tradicionales, pero que en su conjunto ha de considerarse como una visión específica y precisa. Esa particularidad viene condicionada por el interés de la tradición joánica en presentar al Bautista simplemente como testigo de Cristo, al que todo Israel hubiera debido dar crédito. Para quienes no estuvieron dispuestos a dar ese paso el Bautista se convierte con ese su testimonio en testigo de cargo, como se lo demuestra a la embajada de los judíos de Jerusalén.

Se señala así un problema fundamental de Jn que R. Bultmann ha calificado de «proceso del revelador con el mundo». La venida de Jesús al mundo conduce a un conflicto, a la crisis; entendida esta palabra en el doble sentido de separación, decisión y juicio. Los representantes del mundo incrédulo, que rechazan la revelación de Jesús y que con su incredulidad atraen sobre sí el juicio, los designará globalmente el cuarto Evangelio como «los judíos», y como tales aparecen por primera vez en 1,19 (1). Recientemente se ha señalado que en Jn «los judíos» designan en primer término el estrato dirigente judío de Jerusalén, es decir, los sumos sacerdotes y los ancianos, miembros del partido de los saduceos, y no a todos los judíos en su conjunto, como se ha enseñado durante siglos (2). Pero el tema no se puede simplificar tanto, pues no cabe negar que para Jn no se trata tanto o no sólo de un enfrentamiento histórico pasado, sino más bien de un enfrentamiento presente y sumamente actual entre cristianos y judíos. Habrá que entender la tradición joánica como una tradición judeocristiana helenística con mayor resolución de cuanto se ha venido haciendo hasta ahora; como la tradición de un grupo judeocristiano que todavía está bastante familiarizado con la tradición judía y sus argumentos, respecto por ejemplo de la problemática mesiánica, y que confiesa a Jesús como el Mesías prometido y el Hijo de Dios. Ve también en Jesús la definitiva revelación de Dios a Israel y desde su autocomprensión específica enarbola unas exigencias religiosas totalitarias y absolutas frente a Israel al que niega desde luego el reconocimiento de comunidad creyente sometido como está a la dirección farisaica. Ciertamente que las cosas hay que verlas así en una perspectiva histórica. Antes de la destrucción de] templo segundo había en el judaísmo una pluralidad y grupos y corrientes en mutua competencia, los partidos religiosos judíos, entre los que se contaban como los más conocidos los saduceos, los fariseos, los esenios y los zelotas. Los grupos de discípulos de Juan y los seguidores del Mesías Jesús, los «cristianos» como se les llamó después (cf. Act 11,26), al principio no constituían más que una especie de prolongación de los partidos religiosos judíos. De ese crisol hubo dos grupos que sobrevivieron a la destrucción de Jerusalén y del segundo templo, estableciéndose como religiones autónomas, a saber: el judaísmo de cuño farisaico y rabínico, de un lado, y del otro el cristianismo. Lo que les viene separando hasta ahora es la fe en el Mesías Jesús, la «cristología». Cuando aparece el Evangelio según Jn es muy probable que ya se hubiera dado el paso de la separación definitiva o que se fuera a dar justamente entonces. La iniciativa partió de la sinagoga. Por otra parte, la proximidad mutua era todavía tan grande -probablemente gracias a los conservadores judeocristianos de la tradición joánica-, que hubo de llegarse a ese conflicto, a esa crisis tal como se refleja en el cuarto Evangelio. Ahora bien, como el enfrentamiento entre «hermanos enemigos» adopta a menudo una especial exacerbación emocional y dogmática, que conduce a la completa separación herética, ha dado origen a un proceso que puede observarse a menudo en el curso de la historia hasta nuestros mismos días. La separación completa de cristianos y judíos ha sido un proceso doloroso y con heridas que hasta hoy no se han curado; y es ése un enfrentamiento que se advierte en Jn. Me parece importante esclarecer al máximo posible ese trasfondo histórico, porque el pasado enseña que una inteligencia dogmática y ahistórica de Jn, que en cada palabra querría ver una afirmación teológica esencial de suprema calidad, sólo puede tener consecuencias perniciosas. Nos hallamos así ante un problema fundamental de cara a la exposición del cuarto Evangelio. Cada exposición trabaja siempre con las experiencias históricas de su tiempo; por lo que no puede ignorar las consecuencias positivas y negativas que un texto ha podido tener en el curso de su historia. Y el Evangelio según Jn es un texto que ha hecho historia, no sólo historia dogmática positiva, sino también una historia sangrienta por sus afirmaciones antijudías. Sólo un ejemplo como muestra. En su comentario a Jn Tomás de Aquino interpreta el pasaje 19,]5 en los términos siguientes: «En segundo lugar puede exponerse aquí la pertinacia de los judíos, por lo que se dice: Los sumos sacerdotes dieron esta respuesta: ¡No tenemos más rey que al César!, con lo que ellos mismos se sometían a una esclavitud permanente, pues que rechazaban el gobierno de Cristo. Y por ello han sido hasta el día de hoy extraños a Cristo y siervos del César y del poder estatal terreno» (3). En ese pasaje el Aquinatense aduce la razón clásica para la deprimida posición jurídica de los judíos y la institución de los «judíos marcados» en la sociedad medieval. No se pueden pasar por alto las consecuencias hostiles de los judíos que a menudo se han sacado del cuarto Evangelio. Sobre todo después de Auschwitz y del holocausto judío ya no podemos seguir leyendo ese primitivo enfrentamiento entre cristianos y judíos con la ingenuidad y candidez dogmática con que se ha venido haciendo de hecho durante siglos.

No pretendemos quitar al texto nada de su originaria fuerza afirmativa, ni queremos debilitarlo o trivializarlo, porque eso sería deshonesto. La exégesis debe aclarar lo que el texto quiere decir y dice de hecho en su tenor original. Pero hoy debemos afrontar el texto con los ojos de una teoría que han quedado deslumbrados por la persecución nazi de los judíos, por Auschwitz. Después de ese nombre, después del holocausto, la teología dogmática no puede avanzar ciertamente con la autosuficiencia de antes. No se puede hablar de Dios, del cristianismo y del judaísmo con la irreflexión con que se venía haciendo. Los «frentes» ya no están tan determinados como podría parecer por el Evangelio según Jn. Es ésta una molestia suplementaria que creo debe estimularnos tanto a mis lectores como a mí. Es el inconveniente de tener que hacerse esta pregunta: ¿Qué es lo que se debe mantener de la fe cristiana en la mesianidad de Jesús, en su filiación divina, cuando en base a esa fe se ha podido llegar a una opresión milenaria de los judíos, a los pogroms de la edad media y de hoy, al holocausto? Cualquier cristología y teología que evita esa prueba e inconveniencia -y por desgracia los ejemplos de tal actitud son muchos- hay que considerarla hoy como facilona, superficial, poco seria y de ninguna ayuda. Hay que replantear de un modo nuevo la discusión entre judaísmo y cristianismo que plantea el Evangelio según Juan.

2. Y desde luego hay que hacerlo en el sentido en que lo hace la declaración sobre los judíos del concilio Vaticano II, la cual dice:

«En su reflexión sobre el misterio de la Iglesia el santo sínodo medita en el vínculo con que el pueblo de la nueva alianza está espiritualmente unido a la descendencia de Abraham. «Reconoce así la Iglesia de Cristo que, según el misterio salvífico de Dios, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y los profetas. Confiesa que todos los fieles cristianos, como hijos de Abraham por la fe están incluidos en la vocación de ese patriarca y que en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud estaba misteriosamente transfigurada la salvación de la Iglesia. Por ello tampoco puede olvidar la Iglesia que a través del pueblo, con quien Dios por su inefable misericordia concertó la antigua alianza, recibió la revelación del Antiguo Testamento y se nutre de la raíz del buen olivo, en él han sido injertados los gentiles como esquejes silvestres. La Iglesia cree, en efecto, que Cristo, nuestra paz, ha reconciliado por la cruz a judíos y gentiles resumiéndolas en sí mismo.

»La Iglesia tiene asimismo siempre delante de los ojos las palabras del apóstol Pablo, el cuál dice de sus connacionales que «a ellos pertenecen la adopción final, y la gloria, y las alianzas, y la legislación, y el culto, y las promesas; a ellos pertenecen los patriarcas, y de ellos procede, según la carne, Cristo» (Rom 9,4-5), el hijo de María virgen. También tiene presente que del pueblo judío proceden los apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, así como la mayor parte de los primeros discípulos que anunciaron al mundo el evangelio de Cristo.

»Como certifica la Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita y una gran parte de los judíos no acogió el evangelio, y no pocos hasta se opusieron a su difusión. Pese a lo cual, y estando al testimonio del apóstol, los judíos continúan siendo amados por Dios en consideración a los patriarcas; porque sus dones de gracia y su vocación son irrevocables. Con los profetas y el propio apóstol la Iglesia aguarda el día, que sólo Dios conoce, en el que todos los pueblos invoquen al Señor con una sola voz y le sirvan hombro con hombro (Sof 3,9).

»Siendo, pues, tan rica la herencia espiritual, común a cristianos y judíos, el santo sínodo quiere promover el conocimiento y respeto mutuo, que es fruto sobre todo de los estudios bíblicos y teológicos así como del diálogo fraterno.

»Aun cuando las autoridades judías con sus seguidores provocaron la muerte de Cristo, no se pueden cargar indiscriminadamente los acontecimientos de su pasión ni en la cuenta de todos los judíos que vivían entonces ni en la de los judíos actuales. Cierto que la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, mas no por ello se puede presentar a los judíos como rechazados o malditos por Dios, cual si ello se siguiera de la Sagrada Escritura. Por eso, todos han de cuidar de que nadie en la catequesis, ni en la predicación de la palabra de Dios enseñe algo que no esté en armonía con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo.

»Consciente de la herencia que tiene en común con los judíos, la Iglesia que rechaza todo tipo de persecución contra cualquier hombre, lamenta no por motivos políticos sino a impulsos del amor religioso del evangelio, todos los estallidos de odio, las persecuciones y manifestaciones de antisemitismo que en cualquier época y por quienquiera que haya sido se han dirigido contra los judíos.

»El propio Cristo, como la Iglesia ha enseñado siempre y sigue enseñando, asumió libremente y con infinito amor sus padecimientos y su muerte por los pecados de todos los hombres y a fin de que todos alcancen la salvación. Del mismo modo es tarea de la predicaci6n de la Iglesia proclamar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de todas las gracias» («Acta Apostolicae Sedis» 58 (1966) 742-744).

«Esta postura conciliar -dicen los obispos franceses en las Directrices pastorales sobre la actitud de los cristianos frente al judaísmo- ha de considerarse como un comienzo más que como un final. Significa un giro en la actitud cristiana frente al judaísmo. Abre un camino y nos permite delimitar exactamente nuestro quehacer».

Uno de los objetivos de nuestro comentario y de sus meditaciones es el de restablecer el diálogo entre cristianismo y judaísmo sobre la citada base y, en la medida en que ello sea posible, continuarlo. Unos diálogos auténticos, que afrontan cuestiones difíciles, comportan el que al comienzo no se pueda predecir cómo van a terminar ni cuál será el resultado al que puedan llegar. Siguen su propio camino y a menudo llegan a callejones sin salida. En ocasiones han de contentarse con soluciones provisionales y a medias. A veces abren una panorámica insospechada, y cuando producen cambios pequeños e imperceptibles es mucho lo que han logrado.
...............
1. «Los judíos»: Jn 1,19; 2,6.13.18.20; 3,1.22.25; 4,9.22; 5,1.10.15.16.18; 6,4.41.52; 7,1.2.11.13.15.35; 8, 22.31.48.52.57; 9,18.22; 10,19.24.31.33; 11,8.19.31; 33.36.45.54.55; 12,9.11; 13,33; 18,12.14.20.31.33.35.36.38. 39; 19,3.7.12.14.19.20.21; 19.31.38,40,42; 20,19. A primera vista se advierte que «los judíos» aparecen principalmente en aquellos textos que contemplan los discursos y las discusiones de Jesús en Jerusalén, y más en concreto en los textos que se refieren a la historia de la pasión.
2. Véase sobre este punto la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, Nostra aetate, del concilio Vaticano II.
3. TOMAS DE AQUINO, nº 2409: en la edad media tales judíos eran aquellos que estaban provistos de cartas de protección por parte de los señores del país. En el Sacro Imperio Romano los judíos fueron tratados a partir de 1236 como servi camerae regis, como criados de la cámara real, sujetos a la protección especial del emperador. Es evidente que Tomás de Aquino tiene ante los ojos dicha institución.
............................

LOS PRIMEROS DISCÍPULOS (1,35-51)

2. Los primeros discípulos (1,35-51)

a) Juan Bautista invita a sus propios discípulos a que se unan a Jesús (1,35-39).

b) Simón Pedro (1,40-42)

c) Felipe y Natanael (1,43-51).

Después que Juan Bautista ha cumplido su misión como testigo de Cristo cumple mostrar que tal testimonio ha logrado efectivamente el objetivo perseguido de que «todos creyeran por él». Ha habido hombres y continúa habiéndolos siempre que, siguiendo el testimonio del Bautista, llegan a creer en Jesús, se hacen sus discípulos y le imitan.

Compárese la narración joánica sobre los primeros discípulos de Jesús con los correspondientes relatos sinópticos, y en primer término con Mc 1,16-20 y par. y se verá que la única coincidencia está en que los dos hermanos Andrés y Simón Pedro se encuentran entre los primeros llamados. En Jn faltan los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, en cuyo lugar aparecen un discípulo innominado, Felipe y Natanael. En todo lo demás ambos relatos siguen caminos diferentes. «Como relatos históricos no hay por qué unificar ambas narraciones; cualquier intento de armonización priva a cada narración de su sentido peculiar». Existe un cierto paralelismo entre Jn 1,40-42 y Lc 5,1-11 en tanto que uno y otro subrayan la posición especial de Pedro desde el comienzo. En cambio hay que señalar una diferencia importante: según los evangelios sinópticos la actividad pública de Jesús no empieza hasta después de la encarcelación del Bautista (cf. Mc 1,14), y desde luego con la predicación del reino de Dios en Galilea (Mc 1,14s), siendo personalmente Jesús quien llama a los primeros discípulos. En Jn, por el contrario, es el Bautista quien señala a Jesús, siendo los discípulos los que con tal señalización encuentran el camino hasta Jesús.

El texto se divide en tres unidades de sentido: a) el Bautista incita a sus discípulos a unirse a Jesús (1,35-39); b) Simón Pedro (1,40-42); c) Felipe y Natanael (1,43-51). Inequívocamente ésa es la concepción bastante esquemática de la perícopa en su conjunto. La adhesión de los discípulos a Jesús se realiza al modo de la bola de nieve: Juan señala a Jesús a los discípulos, los cuales a su vez se ganan para el Maestro a sus más allegados, hermanos, amigos, etc. Ésta parece más bien haber sido la práctica misionera seguida en el cristianismo primitivo, y difícilmente puede mantenerse en la historia de Jesús. En cambio se puede considerar conforme a la historia el que una parte de los discípulos de Jesús haya cambiado por él al Bautista y que entre ellos hayan podido contarse los iniciadores del círculo joánico. Pero que eso haya tenido efecto en general y a escala mayor es algo que puede ponerse en duda por el simple hecho de que los discípulos de Juan continuaban existiendo como grupo independiente. La palabra nexo «seguir o ir detrás» aparece con tanta frecuencia para indicar la adhesión a Jesús (1,37.38.41.44) que sin duda se halla aquí como expresión fija para indicar la adhesión a Jesús y a la comunidad cristiana.

Finalmente sorprende el desusado amontonamiento de títulos cristológicos ya desde el comienzo, lo que induce a pensar en un propósito determinado de Jn. En 1,36 el Bautista señala una vez más a Jesús como «cordero de Dios» (cf. 12,9). Los dos primeros discípulos llaman a Jesús rabbi= maestro (1,38). En 1,41 Andrés dice a su hermano Simón: «Hemos encontrado al "Mesías"» Y Felipe explica a Natanael: «Hemos encontrado a aquél de quien escribieron Moisés, en la ley, y los profetas: a Jesús, hijo de José, el de Nazaret» (1,45). En la confesión de Natanael escuchamos: ««Rabí», tú eres el Hijo de Dios, tu eres el rey de Israel» (1,49). Finalmente toda la perícopa se cierra con una palabra sobre «el Hijo del hombre» (1,51). Es evidente que aquí se presenta de manera intencionada todo el programa cristológico, la plena confesión de fe del círculo joánico. No encontramos un desarrollo progresivo desde el conocimiento inicial de Jesús a un conocimiento más profundo, no hay una pedagogía cristológica del paso a paso. Al lector se le informa más bien desde el mismo comienzo sobre la plena importancia de Jesús. El que quiera hacerse cristiano debe saber desde el principio que ha de adherirse a Jesús y que ha de saber de inmediato la importancia que reviste ese Jesús en la concepción creyente de la comunidad. Así pues Jn 1,35-51 es un texto que ha recibido su forma literaria de la catequesis comunitaria. Al mismo tiempo se señalan las posiciones cristianas frente a la concepción judía.

a) Juan Bautista mueve a sus propios discípulos a que se unan a Jesús

35 Al día siguiente Juan estaba otra vez allí con dos de sus discípulos, 36 y fijando la vista en Jesús, que pasaba, dice: Éste es el Cordero de Dios. 37 Al oírlo hablar así los dos discípulos, siguieron a Jesús. 38 Volviéndose entonces Jesús y mirando a los que lo seguían, les pregunta: ¿Qué deseáis? Ellos le contestaron: Rabí -que quiere decir maestro-, ¿dónde vives7 39 Él les responde: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron dónde vivía; y se quedaron con él aquel día. Era, aproximadamente, la hora décima.

«Al día siguiente» sirve, como en todo el desarrollo de la escena, a la composición literaria y no ha de entenderse como una indicación cronológica exacta. Lo decisivo es la diferencia objetiva. En 1,29-34 se trataba única y exclusivamente a dar a conocer a Jesús como tal ante Israel y de señalar su importancia como salvador y revelador. Aquí se trata del efecto del testimonio. Es notable la imagen que resulta de esta representación. Se saca la impresión de que Jesús se presentaba ante Juan con una cierta regularidad y de que cada vez se desarrollaba el mismo ritual. Esa repetición contribuye a acrecentar la intensidad, que culmina de ese modo en la palabra del Bautista sobre «el cordero de Dios». Sin duda que no es casual el que Juan repita la misma expresión en dos ocasiones y que inmediatamente después los discípulos se fueran tras Jesús. En su conexión con el cordero pascual y el siervo de Yahveh, la metáfora debió tener singular importancia para el círculo joánico. Ya queda explicado (ver comentario a 1,29) que con ella se pensaba en la muerte en cruz de Jesús como expiación vicaria.

Aunque Jn acentúa el alcance salvífico universal de la muerte de Jesús y de su acción reconciliadora, es necesario partir del hecho de que la relación a Is 53, el siervo paciente de Dios se refería ante todo a la reconciliación de Israel con Dios. El siervo de Yahveh lleva en primer término la culpa de Israel y después -ése es un conocimiento ulterior- el pecado de todo el mundo. Que con ello los hombres se conviertan a Jesús es un proceso pospascual. Aquí se evidencia que en la predicación del círculo joánico la muerte propiciatoria de Jesús ha desempeñado, a todas luces, un papel central (cf. Heb c. 8-10) y que fue acogida como un motivo importante de fe. A la palabra del Bautista se deciden dos discípulos -representando naturalmente a muchos otros- a unirse a Jesús. «Siguieron» se dice literalmente. Es significativo que ya aquí, para describir la primera adhesión a Jesús, se utilice el verbo «seguir», aunque por el contexto se piense de primeras en un seguimiento impreciso. Evidentemente debe querer decir que ya ese primer encuentro de los discípulos con Jesús constituye el comienzo de un discipulado firme y comprometido, como el que indica en definitiva e] concepto de seguimiento. El hecho de hacerse cristiano y de serlo se caracteriza en todo caso porque el hombre entra en una relación con Jesús y porque esa relación adopta unas formas más firmes de seguimiento y de confesión. Jesús se vuelve, ve cómo le siguen los dos y les hace la pregunta «¿Qué deseáis?» La pregunta podría proceder de la primitiva catequesis cristiana del circulo joánico, y en todo caso apunta a que se tenga una idea clara de los propios propósitos y motivaciones. En definitiva con esa pregunta se trata del problema de la salvación que inconscientemente inquieta siempre al hombre y que, por el hecho mismo de formularlo de forma explícita, se convierte en algo consciente. Y está sin duda en la naturaleza misma de las cosas el que los discípulos no puedan dar al principio una respuesta precisa a esa pregunta sino que contesten más bien con una tímida contrapregunta: «Rabí, ¿dónde vives?», que queda en una imprecisión absoluta. Se encuentra ya aquí la conexión, que reaparece una y otra vez en Jn. de palabras, conceptos, representaciones y metáforas polivalentes que abren un ancho campo a la reflexión y meditación, pero que se introducen a propósito como «equívocos joánicos» con el fin de agregar una enseñanza explicativa La pregunta «¿Dónde vives?» apunta directamente a una habitación, es decir, a una casa o alojamiento de Jesús, aunque no se dice dónde estaba. En el fondo late la idea de que la vivienda de Jesús está en la casa del Padre (cf. 14,2).

Con el seguimiento de Jesús empieza un camino, que arranca en forma muy concreta del aquí y el ahora de la historia vital, pero cuya meta última está en Dios mismo. La respuesta de Jesús: «Venid y lo veréis» (v. 39a), es una invitación a la experiencia propia, al compromiso personal. El propósito de seguir a Jesús y la voluntad de creer es asunto de una decisión personal, libre y voluntaria, que a nadie se le puede arrebatar. Además, la misma fe es el comienzo de una nueva experiencia, que empieza a su vez con el «Venid y lo veréis». Los dos discípulos acceden a la invitación de Jesús. Y «vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era, aproximadamente, la hora décima.» Tampoco aquí tienen importancia ni la ubicación particular ni el contenido de las conversaciones que se celebran en ese primer encuentro, sino el detalle de que los discípulos permanecieron con Jesús y de que, por lo mismo, llegaron a una asociación con Jesús. Eso es justamente lo importante al tiempo que el dato cronológico -la «hora décima» son los últimos momentos de la tarde en que, pasado el calor del día, corre en Palestina una brisa agradable- lo subraya de manera adecuada.

A Jesús se le designa en este pasaje con el título de rabbi = «maestro» (*). «El tratar a Jesús como maestro indica que su aparición se enmarca en la imagen habitual del rabí. De algún modo Jesús presenta unos rasgos comunes con los doctores judíos de la ley. La interpretación de Jesús como maestro fue en todo caso la más espontánea, al lado de su visión como profeta, que en cierto modo se impuso por su propio peso a sus coetáneos. Y esto tanto más cuanto que muy pronto hubo toda una serie de hombres -y en el caso de Jesús también de mujeres- que se unieron a Jesús estableciendo con él una re]ación de discipulado. Los discípulos de Jesús estaban respecto de él en una relación similar a la que mantenían con sus respectivos maestros los discípulos de los rabinos, al menos según a la imagen que saltaba a la vista». Así pues, la inteligencia de Jesús como maestro ofrece el primer punto de apoyo para comprender la importancia de Jesús. Los padres de la Iglesia vieron en él al maestro por antonomasia, toda vez que a través de él «la Palabra personal de Dios encarnada» enseñaba a los hombres.
...............
*
«Maestro» como designación de Jesús: Jn 1,38; 8,4; 11,28; 13,13.14; 20,16; Rabbi: Jn 1.39.50; 3,2; 4,31; 6,25; 9.2: Rabbuni: Jn 20,16.
........................................................................

b) Simón Pedro (Jn/01/40-42)

40 Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. 41 El primero con quien luego se encuentra es su propio hermano Simón, a quien dice: Hemos encontrado al Mesías, que quiere decir Cristo. 42 Y lo llevó a presentárselo a Jesús. Jesús, fijando en él la mirada, le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; pues tú te llamarás Cefas, que significa Pedro.

La perícopa 1,40-42 da la impresión de ser una pieza de la catequesis comunitaria sobre Pedro. En la instrucción para la fe de las primitivas comunidades cristianas, al lado de la indispensable información sobre Jesús había también otra sobre los discípulos del Señor, entre los cuales ocupaba un lugar destacado la figura de Pedro. Y en esa instrucción tenía asimismo un papel importante la imposición del nombre y la interpretación del nombre simbólico Cefas.

Según la exposición joánica, que también aquí vuelve a discrepar de la sinóptica, Andrés, el hermano de Simón Pedro, fue uno de los primeros llamados; quién fuese el otro no se dice. En tiempos pasados se quiso ver en él al «discípulo amado», al que gustosamente se identificaba con el propio evangelista; pero tal hipótesis carece de toda base. Mientras en Mc 1,16s Simón y Andrés son llamados por Jesús simultáneamente, aquí es Andrés el que anuncia a su hermano el gran descubrimiento: «Hemos encontrado al Mesías.» Y Jn no deja de traducir inmediatamente al griego ese concepto de Mesías: es decir, «el Cristo», o en otras palabras «el Ungido». El concepto reproduce en este pasaje la concepción mesiánica cristiana, o más exactamente, la confesión de la comunidad primitiva de que Jesús era el Mesías prometido. Es evidente que tal conocimiento no podía darse al comienzo. Si precisamente a Pedro se le hace esa comunicación, ello puede estar motivado por el conocimiento de la tradición sinóptica acerca de la confesión mesiánica de Pedro (cf. Mc 8,27-30 y par.: Mt 16,13-20; Lc 9,18-215. Andrés lleva a su hermano a Jesús. Quien ya cree conduce hasta Jesús al que todavía no cree.

El v. 42 describe de forma escueta el primer encuentro de Simón con Jesús. Jesús se dirige directamente con su nombre completo al hombre nuevo, sin que nadie se lo haya presentado antes: «Tú eres Simón, el hijo de Juan» demostrando con ello su saber sobrehumano, rasgo con el que a menudo nos encontraremos en el cuarto Evangelio. Con esa primera palabra de Jesús a Simón enlaza la imposición del nombre simbólico Cefas o Pedro: «Tú te llamarás Cefas que significa Pedro [= piedra]». Cuál sea el significado que conlleva ese nombre simbólico lo indicará el capítulo apéndice (21,15-19) al imponer a Pedro el ministerio pastoral.

La forma aramea originaria del nombre símbolo Kefas = «piedra, roca», sólo se encuentra además en Pablo (1Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,1; Gál 1,18; 2,9.11.14). Petros, Pedro, es la forma griega del nombre, que después se generalizó. El nombre originario del pescador de Betsaida era Simón; según Mt 16,17 «Simón, hijo de Jonás», en Jn «Simón, hijo de Juan» (1,43; 21,16.17). Al lado de la forma nominal simple Pedro se encuentra también a menudo el doble nombre Simón Pedro. ¿Cómo ha llegado Simón a ese nombre simbólico? Según Mc 3,16 dicho nombre se lo había impuesto Jesús personalmente, en lo cual coincide con Jn 1,43. Según Mt. en cambio, la imposición del nombre estaría en conexión con la famosa promesa hecha a Pedro después de su confesión cristológica; inmediatamente después que Jesús le da el nombre de Cefas (Pedro) sigue la exposición del apelativo simbólico de «Roca»: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Pero yo también te digo que tú eres Pedro (= la piedra) y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del reino de la muerte no podrán contra ella» (Mt 16,17-18). Algunos exegetas cuentan con una impronta pospascual. R. Pesch, por ejemplo, piensa así: «El nombre ministerial de Simón en la Iglesia primitiva, que presenta al dirigente de la primera comunidad como el cimiento berroqueño de la comunidad escatológica de la salvación (Mt 16,18s) podría habérsele conferido en su visión extática de Cristo (lCor 15,5)...». Pero en contra de ello está la tradición sólida de que la imposición del nombre simbólico se la atribuyen constantemente las fuentes al Jesús histórico, por lo que será mejor aceptar ese testimonio. Si Pedro recibió ese nombre símbolo porque, según Mc 1,16s, fue «el primer llamado» es algo de todos modos problemático; en contra estaría el testimonio de Jn de que Pedro fue conducido a Jesús por su hermano Andrés.

En definitiva tales intentos de explicación no cuentan para nada; lo verdaderamente decisivo es que Jesús impuso a Simón el nuevo nombre con un acto soberano y omnipotente. Y no, desde luego, porque el tal Simón Pedro tuviese un carácter tan fuerte que se le pudiera comparar con una roca. El NT muestra a cada paso que en modo alguno era así. La imposición del nombre hay que entenderla más bien en analogía con las acciones simbólicas de los profetas. Aquí entran en consideración principalmente las imposiciones de nombres simbólicos, como los que conocemos por Oseas e Isaías (cf. Os 1,4.6.9; Is 7,3; 8, 1-4). A este respecto escribe Fohrer: «El nombre no es una mera designación, sino el carácter esencial de un hombre o de un objeto expresado en una palabra. Por ello, la imposición de un nombre, la nominación, equivale a la constitución de un ser o de un objeto. Con la imposición del nombre se hace realidad lo que ese nombre dice». Desde ahí hay que enjuiciar también el nombre simbólico de Cefas o Pedro. Al imponer el nombre, Jesús asume un derecho soberano. Y con ello expresa asimismo su propósito de fundar algo definitivo, algo escatológicamente duradero en medio de un mundo problemático en extremo. Precisamente porque el carácter humano de Pedro era veleidoso y en modo alguno firme, en la imposición de tal nombre se expresa sobre todo la voluntad de Jesús por demostrar el carácter escatológico definitivo e inmutable de su acción.

La designación cristológica que aquí aparece (cf también 1,19) suena así: ¡Hemos encontrado al Mesías, al Cristo, al Ungido!. La confesión de fe pospascual del nuevo grupo de discípulos de Jesús que se forma después de la pascua pretende que Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, es el Mesías de Yahveh, el Hijo de David y el Mesías prometido por Dios y esperado por el pueblo. A ello se opone, por otra parte, el rechazo, vigente hasta hoy, del pueblo judío a reconocer y aceptar ese Mesías en Jesús de Nazaret. Mientras que antes, desde la perspectiva cristiana, sólo se podía ver en tal rechazo una actitud de ceguera, obstinación e incredulidad, hoy la investigación intensa de doscientos años sobre la historia judía y sobre el entorno espiritual-religioso de la época de Jesús -investigación que todavía está muy lejos de cerrarse- nos permite ver cada vez con mayor claridad lo difícil y complicado que entonces y hoy resulta el problema del Mesías.

Cierto que la fe cristiana descansa en la confesión de Jesús como el revelador y salvador escatológico; esa fe acepta la mesianidad de Jesús en el sentido del NT, y no sería acertado pretender renunciar a la cristología porque lleva inherentes dificultades y problemas. Una pura jesuología como la que hoy se pretende a veces, no puede sustituir a la cristología, porque ésta tiene que exponer precisamente la importancia de Jesús para la fe. Tampoco una jesuología debería pasar por alto la explicación de cuanto Jesús representa para la fe cristiana. Pero desde la perspectiva del NT, la cristología sólo puede justificarse asumiendo y reflexionando sobre las grandes dificultades que le salen al paso hoy como entonces desde las posiciones judías. Los judíos coetáneos de Jesús tuvieron muchos y grandes motivos para no ver en él al Mesías. En cierto sentido los motivos en contra de la mesianidad de Jesús eran mejores que los que abogaban en favor de la misma. El punto de vista cristiano, o más exactamente el punto de vista de los discípulos de Jesús, que por cierto eran judíos y procedían de las esperanzas futuras apocalípticas judías, resultaba en todos los aspectos algo completamente nuevo; y su confesión de Jesús como Mesías significaba en el fondo algo inaudito, que rompía las medidas admitidas del mesianismo tradicional, que por entonces era un mesianismo politico-religioso. De hecho hay que ir tan lejos porque el propio Jesús de Nazaret puso en tela de juicio la esperanza mesiánica tradicional. La confesión mesiánica cristiana es de hecho algo nuevo, y como tal un escándalo, un tropiezo y una irritación, como comprobó Pablo con toda razón (1Cor 1,18-25). Los cristianos han de tomar en serio la objeción judía: Jesús no ha traído realmente el manifiesto cambio de edades que todos puedan comprobar, la palpable redención del mundo, no aportó una redención mundano-politica; pero además fracasó como un colgado de la cruz. Toda fe cristiana en Jesús Mesías debe afrontar esos datos duros. Cuando eso ocurre se rompe toda voluntad de afirmación dogmática; la fe cristiana en Jesús Mesías se convierte en la esperanza de que, en efecto, también el mundo tiene todavía que ser redimido, y con ello en una toma de posición contra el mundo todavía no redimido, una toma de posición en la que podrían sin duda encontrarse judíos y cristianos.

c) Felipe y Natanael (Jn/01/43-51)

43 Al día siguiente, Jesús determinó salir para Galilea. Se encuentra con Felipe y le dice: Sígueme. 44 Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. 45 Felipe se encuentra con Natanael y le dice: Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés, en la ley, y los profetas: a Jesús, hijo de José, el de Nazaret. 46 Y Natanael le contestó: Pero, ¿es que de Nazaret puede salir algo bueno? Felipe le responde: Pues ven y verás. 47 Jesús vio a Natanael, que se le acercaba, y dice de él: Éste es un auténtico israelita, en quien no hay doblez. 48 Dícele Natanael: ¿De dónde me conoces? Jesús le contestó: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, ya te vi. 49 Natanael le respondió: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. 50 Jesús le contestó. ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera, ya crees? Mayores cosas que éstas has de ver. 51 Y le añade: De verdad os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.

Tras la introducción estereotipada de «al día siguiente» se abre una nueva escena. Jesús quiere «marchar». Esa expresión, que hemos traducido literalmente por «salir», permite suponer que Jesús continuaba todavía en el lugar del bautismo, en el curso inferior del Jordán y que ahora abandona esa región. «Galilea», mencionada aquí por primera vez (1), la conoce también Jn por tradición, como patria de Jesús y como escenario de su actividad. Pero mientras, según los sinópticos, la mayor parte del ministerio de Jesús se desarrolla en Galilea, la región pierde notablemente importancia para Jn, pasando Jerusalén a ser el centro decisivo de la predicación de Jesús.

Camino de Galilea, o ya allí -la forma joánica de narrar es también en este pasaje muy imprecisa-, Jesús encuentra a Felipe y le invita a seguirle. Felipe volverá a aparecer frecuentemente en nuestro texto (6,5.712,21.22; 14,8.9), siendo también un nombre que aparece en las listas de los doce (cf. Mc 3,18; Mt 10,3; Lc 6,14; Act 1,13). Hay que diferenciarlo de «Felipe evangelista», mencionado en los Hechos de los apóstoles y que pertenecía al círculo de Esteban (Act 6,5; 8,4-13.26.40; 21,8). En este contexto habría también que observar que Jn muy rara vez recuerda el circulo de los doce (6,67.70.71; 20,24), sin que en la concepción general del cuarto evangelista desempeñe un papel importante. En su lugar se dan distintos nombres de discípulos que destacan como personalidades aisladas, aunque en todo caso sin un amplio interés biográfico o teológico, excepción hecha de Pedro y del discípulo amado. Una lista de nombres de los doce no se encuentra en Jn como tampoco se menciona la institución de ese círculo. Lo cual indica que en la época de la primitiva predicación y misión cristiana los doce sólo desempeñaron un papel muy limitado en el tiempo y el espacio. Aparte de ello pudieron haberse formado tradiciones locales sobre distintos discípulos.

Se menciona Betsaida como patria de Felipe, además de Andrés y de Pedro; es un lugar que también aparece en la tradición sinóptica, aunque no como lugar de origen de los mentados discípulos (Mt 11,21; Mc 6,45; 8,22; Lc 9,10; 10,13). «Felipe es oriundo del establecimiento pesquero de Betsaida («lugar de pesca»), que estaba situada al este de la desembocadura del Jordán en el mar Muerto (sin duda junto al actual Khirbet el-aray)...». Se advierte aquí una vez más que Jn dispone de tradiciones topográficas particulares, que como tales pueden ser seguras, aunque no absolutamente.

Felipe encuentra por su parte a Natanael (cf. también 21,2), al que se ha considerado justamente como su amigo o conocido Y una vez más el evangelista se interesa por la «reacción en cadena», por la cual debió formarse el círculo de los doce según sus ideas. Pero lo verdaderamente importante es también aquí el encuentro con Jesús. Felipe introduce esta vez a Jesús con estas palabras: «Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés, en la ley, y los profetas» (v. 45b). Jesús es, naturalmente, como Mesías, el que había sido anunciado en la Escritura, en el AT, por «Moisés y los profetas». La expresión de «Moisés y los profetas» (también «la ley [tora] y los profetas») compendian el contenido de la Escritura, que más tarde designarán los cristianos como el Antiguo Testamento.

El Evangelio según Jn comparte en el fondo la primitiva concepción cristiana de que la Escritura ha de entenderse como testimonio en favor de Cristo, y que contiene las promesas proféticas que después iban a cumplirse en Jesucristo (cf. 5,39.45-47). Moisés y los profetas dan testimonio con sus escritos a favor de Jesús. Esta es la tesis fundamental que defendió la Iglesia primitiva y que condujo a una nueva interpretación de la Escritura, típicamente cristiana, opuesta a la interpretación judía. En esta tesis fundamental descansa la denominada prueba escriturística, tal como la desarrollan casi todos los textos neotestamentarios, incluido Jn. Tal prueba no es desde luego categórica y en el fondo sólo dice algo a quien ya cree en la mesianidad de Jesús. Incluso frente a la exégesis moderna tiene sus dificultades especiales. Lo decisivo desde luego es que la Iglesia primitiva intentó formular y apuntalar la fe cristiana y su testimonio de Cristo con ayuda de los textos veterotestamentarios. La necesidad de todo e]lo venía dada por el ambiente judío en su conjunto. Y así el AT proporcionó en gran medida a la predicación cristiana el lenguaje, las imágenes, los conceptos y representaciones, ayudando a la Iglesia cristiana a encontrar su propio lenguaje. La primitiva teología cristiana fue en buena parte una teología escriturística. Con ello queda también claro que la afirmación de Felipe está formulada bajo la influencia de la teología bíblica pospascual.

Ahora se dice asimismo quién es aquel del que hablaron Moisés y los profetas: «Jesús, el hijo de José, el de Nazaret.» Que Nazaret fuera la patria de Jesús, en la que residía su familia y de la que salió él para predicar el reino de Dios lo dicen todos los evangelios (Mc 1,9; Mt 2,23; 4,13; 21,11; Lc 1,26; 2,4.39.51; 4,16; en ello incide asimismo el relato del ministerio ciertamente estéril de Jesús en Nazaret: Mc 6,1-6; Mt 13,53-58; Lc 4,16-30). También el sobrenombre de «Jesús el nazareo» o «el nazareno» le ata a su ciudad de origen, Nazaret. Al igual que Mc tampoco Jn sabe nada del nacimiento de Jesús en Belén, que en Jn parece que se discute expresamente (7,41-42). Que Jesús hubiera nacido en Belén sólo lo afirman los evangelistas Mt y Lc en sus respectivas historias de la infancia (Mt 2,1.5.6.8.16; Lc 2,4.15); pero la tradición más antigua nada sabe sobre ello. Belén como lugar del nacimiento de Jesús es sin duda un lugar teológico; se trata con ello de refrendar la filiación davídica y, por tanto, la mesianidad de Jesús. Asimismo falta en Mc y Jn la idea mesiánicamente interesada del nacimiento virginal (cf. Mt 1,18-22; Lc 1,26-38; 2,1-7); ambos cuentan del modo más natural con hermanos y hermanas carnales de Jesús (Mc 3,31; 6,3; Jn 7,1-5). En la misma línea la tradición joánica parece suponer que José era el padre carnal de Jesús (6,42). Ello indicaría que en este aspecto el cuarto Evangelio ha conservado tradiciones más antiguas y que al parecer no vio ninguna dificultad en casarlas con su teología de la revelación y de la filiación divina. Sólo una teología sistemática posterior no pudo ya compaginar ambos datos.

La pregunta de Natanael: «Pero ¿es que de Nazaret puede salir algo bueno?» indica bien a las claras que en tiempo de Jesús el poblado no gozaba de buena reputación, y que era más bien un «oscuro nido». Pero sería más importante comprobar que Nazaret no tiene papel alguno en la ideología mesiánica vigente; era inconcebible que de allí pudiera salir el Mesías. Por eso también la posterior corrección del lugar de nacimiento que se da en Mt y Lc. Con otras palabras: en la afirmación podemos rastrear que a la primitiva comunidad cristiana no le resultó fácil documentar de una manera fiable la mesianidad de Jesús frente a las objeciones judías. A los ojos de los judíos en Jesús faltaban -y ello podía probarse históricamente- los necesarios supuestos y legitimaciones para ser el Mesías hijo de David. El escepticismo manifestado por Natanael respecto de ese Jesús de Nazaret sólo puede allanarlo la propia experiencia. «Ven y lo verás.»

En el encuentro inmediato entre Jesús y Natanael es la iniciativa de Jesús la que, sobre todo, se pone de relieve. Ve llegar a Natanael y, antes de que éste pueda pronunciar una sola palabra, hace Jesús una observación sorprendente: «Éste es un auténtico israelita, en quien no hay doblez», un verdadero israelita de pura cepa. No se aduce un motivo explícito para ese juicio; está en el propio Jesús y en su «conocimiento sobrenatural». No necesita Jesús información alguna sobre una persona extraña; a todos y cada uno los conoce entera y perfectamente (cf. 2,23-25). El motivo de por qué se hace tal observación podría estar en que ese Natanael debe pasar por un ejemplo típico de] «verdadero y auténtico israelita», y para Jn lo es sin duda aquel que llega a la fe y reconocimiento de Jesús. Y esas personas no faltan. Habida cuenta del contexto también puede subyacer la idea de que Natanael estaba singularmente bien familiarizado con la Escritura, y de ahí también su escepticismo inicial. Pero ha acabado superando el obstáculo que suponía el origen de Jesús de Nazaret no previsto en la Escritura.

A la sorprendida pregunta de Natanael: «¿De dónde me conoces?», le responde Jesús con una alusión enigmática, cuyo misterio sólo el propio Natanael podía conocer, y que por desgracia no nos lo ha manifestado. Lo que algunos comentarios creen saber sobre el particular no pasa de ser fantasía desbordada. Jesús le dice: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, ya te vi.» Tal respuesta parece haber impresionado tan profundamente a Natanael, que su reacción sólo podía ser la confesión sin reservas: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.» El «auténtico israelita» reconoce también en Jesús al «Rey de Israel», al Mesías. De ahí que Jesús le responda con el consabido argumento de menor a mayor, revestido aquí bajo la forma de promesa: «¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera, ya crees? Mayores cosas que éstas has de ver.» Lo que aquí cuenta de verdad, y a lo que apunta la afirmación del «auténtico israelita», es que Natanael por su encuentro con Jesús y cuanto en él ha experimentado, se ve impulsado a creer en Jesús. Para la imagen que Jn tiene de Jesús es significativo que recoja el motivo del «saber sobrenatural de Jesús» para marcar así su peculiaridad. FE/RV-H: Habitualmente se recurre aquí, sobre todo, a modelos helenísticos, y de manera muy especial al motivo del «varón divino» (theios aner). No obstante, también en el famoso «texto mesiánico», de Is 11,1-4, sobre el «nuevo David» se dice: «No juzgará por lo que vean sus ojos, no decidirá por lo que oigan sus oídos. Juzgará con justicia a los míseros, decidirá con rectitud respecto a los pobres del país» (Is 11,3s); y obra así porque es un pneumático perfecto, porque posee en toda su plenitud el pneuma o espíritu de Yahveh. El total conocimiento del hombre que Jesús tiene es, pues, la consecuencia de su posesión del Espíritu (cf. 1,33). La revelación que Jesús trae es algo que sorprende al hombre, porque de inmediato le descubre la verdad sobre sí mismo. Y no es necesario explicar con mayor detalle cómo ocurre. Lo que importa es que se da esa experiencia en el encuentro con Jesús, precisamente cuando se llega a la fe, y que la fe es sólo el comienzo de «cosas aún mayores», que en este pasaje el evangelista ha dejado por completo sin precisar.

Y como conclusión sigue un logion sobre el Hijo del hombre: «De verdad os aseguro: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (1,51). La palabra, que también resultaría inteligible como un logion aislado, está incorporada a este pasaJe seguramente con un propósito: el de cerrar toda la perícopa con gran eficacia. Juan Bautista, enviado por Dios como testigo de Cristo, hablaba del cordero de Dios; los discípulos se expresan en la terminología del ambiente escolar y de la esperanza mesiánica judía; Jesús, finalmente, habla en un breve discurso de revelación del Hijo del hombre. Después de todo cuanto han dicho los demás sobre Jesús ¿hay que ver expresada en esta palabra la idea que Jesús tiene de sí mismo según la concepción del cuarto Evangelio? Sería perfectamente posible. En su contexto inmediato la afirmación podría tal vez sugerir las «cosas mayores» que los discípulos aún habrán de ver. AMEN-AMEN: El logion presenta la forma del discurso de revelación con la correspondiente fórmula introductoria. «De verdad...», literalmente Amen, amen. Esa expresión semítica amen es una fórmula enfática y pretende imprimir en la afirmación que sigue el sello de verdad fiable y absolutamente válida, en este sentido: lo que os estoy diciendo ahora es total y absolutamente verdadero y seguro. Lo corriente es que el amén exprese el asentimiento de la comunidad al final de una plegaria; por el contrario, como fórmula introductoria es poco frecuente. En la tradición evangélica el amén introductorio aparece a menudo al comienzo de las palabras de Jesús, con la particularidad de que en los sinópticos es un solo amén, mientras que en Jn va repetido por lo general. Las traducciones antiguas vierten habitualmente el término por «en verdad».

Así pues, el doble amén abre el discurso de revelación. Éste trae el logion del Hijo del hombre y con el estilo tradicional de tales afirmaciones: el único que habla del «Hijo del hombre» es siempre Jesús y lo hace siempre en tercera persona. El contenido de la afirmación alude al relato veterotestamentario del «sueño de Jacob en Betel» (Gén 28,10-22): «Salió Jacob de Beer-Seba para dirigirse a Harin, y llegó a un lugar donde se dispuso a pasar la noche, porque se había puesto ya el sol. Tomó una de las piedras del lugar, la puso de cabecera y se acostó. Tuvo un sueño: aparecía una escalera que se apoyaba sobre la tierra y cuyo extremo tocaba el cielo. Por ella subían y bajaban los ángeles de Dios» (/Gn/28/10-12). Después Yahveh se aparece a Jacob en sueños y le confirma la promesa de bendición, especialmente la promesa de la tierra. Cuando Jacob despertó del sueño dijo: «Ciertamente está Yahveh en este lugar, y yo no lo sabía. Tuvo miedo y exclamó: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gén 28,16s). Ese relato del Génesis tenía evidentemente por objeto establecer una conexión entre el culto a El de Betel, que se apoyaba sin duda en una tradición antigua, y la fe en Yahveh.

¿Pero en qué sentido se entiende la alusión? La interpretación judía del pasaje (cf. Gén. Rabba 68 al cap. 28) ofrece diversas posibilidades. 1) La escalera representa el altar que debe estar hecho de tierra (Ex 20.24); el hecho de que su extremo superior toque el cielo significa los sacrificios, cuyo olor se eleva hasta el cielo, y los ángeles de Dios que suben y bajan son los pontífices que suben y bajan por la escalera del templo, mientras que el Eterno está arriba por completo. 2) Según los rabinos el sueño se refiere al Sinaí: «La escalera era el monte Sinaí y su cima que toca el cielo, era el fuego que ascendía hasta el cielo; los ángeles de Dios eran Moisés y Aarón» (2). 3) Otra interpretación refiere la subida y bajada de los ángeles al propio Jacob: «Ascendían y contemplaban el rostro de aquel que está arriba (es decir el rostro de Dios), bajaban y contemplaban a su imagen que está abajo. Envidiaban a Jacob y el favor divino y querían hacerle daño, pero allí estaba ya el Señor junto a él. Si la Escritura no refiriera esto, difícilmente se podría decir que Dios estaba sobre Jacob como un padre sobre su hijo y le protegía con un parasol» (3). De todo lo cual se seguirían las siguientes posibilidades interpretativas: a) el Hijo del hombre, Jesús, significa la liberación del culto antiguo: b) el Hijo del hombre representa el final del Antiguo orden salvífico establecido por Moisés en el Sinaí; c) el Hijo del hombre está en comunión viva y permanente con Dios. La «imagen originaria celeste» sería naturalmente Dios mismo y su semejanza sería el hombre (según Gén 1,26). Las tres interpretaciones pueden conciliarse con la teología joánica.

La expresión «veréis el cielo abierto» recuerda la historia sinóptica del bautismo (Mc 1,10: «vio los cielos abiertos»). El cielo normalmente cerrado ahora se abre; es decir, que en Jesús se manifiesta el Dios oculto; Jesús en persona es el lugar de Dios, el punto de su presencia y revelación en el mundo. Que los ángeles giren en torno a Jesús y le sirvan lo afirma también la historia de las tentaciones (Mc 1,13c, cf. Mt 4,10). El servicio angélico pertenece asimismo al «ambiente del Hijo del hombre» (4). Lo cual quiere decir que Jesús es «el Hijo del hombre presente», de hecho, sobre la tierra», que además de traer la revelación abre también al creyente el acceso al mundo celestial, a Dios. Al conectar el motivo de la escala celeste con el Hijo del hombre, Juan logra una imagen elocuente para expresar lo que significa la revelación de Jesús en toda su plenitud (cf. 14,6-10).
...............
1. Galilea en Jn: 1,43; 2,1.11; 4,3.43.45.46.47.54; 6,1; 7,1.9.41.52; 12,2l; 21,2. «Galilea se divide en dos partes: la denominada Galilea superior y la inferior; está encerrada por Fenicia y Siria, teniendo como límite occidental la ciudad y región de Ptolemaida así como el Carmelo, la montaña que antes pertenecía a Galilea, pero que ahora es tiria... Al sur se extiende la región de Samaría y Escitópolis, hasta el curso del Jordán; por el este Galilea se halla limitada por Hipos, Gadara y la Gaulanítide. La frontera septentrional de Galilea la forman Tiro y su entorno. La denominada Galilea inferior se extiende a lo largo desde Tiberíades hasta Zabulón, que limita con la región costera de Ptolemaidas, así FLAVIO JOSEFO, Guerra judía III, 35-40. En tiempos de Jesús, Galilea estaba sujeta al gobierno de Herodes Antipas (el Tetrarca, 4 a.C.-39 d.C.), que también había fundado la ciudad de Tiberíades en la ribera occidental del lago de Genesaret (26-27 d.C.).
2. Texto según BIN GURION, Sagen, p. 315.
3. O.c. p. 313.
4. Según BERGER Amen-Worte, p. 114, «en Jn 1,51 los ángeles tienen la misión de comunicar al Hijo del hombre el anuncio de las cosas celestes; así pues, tienen la función de profetas que instruyen al Hijo del hombre». Esto último difícilmente puede sostenerse, teniendo en cuenta la concepción general del Hijo del hombre en Jn. Cf., por el contrario, SCHULZ: «Así pues, los ángeles no son portadores de revelaciones especiales sino que contribuyen a hacer patente la gloria celestial del Hijo del hombre.»

........................................................................

Meditación

1. El encuentro de los primeros discípulos con Jesús contiene, como acabamos de ver, unos rasgos tan generales, que de ellos se puede concluir: aquí es preciso probar cómo se llega a la conexión con Jesús de Nazaret y, en consecuencia, a la conexión con la comunidad cristiana. Al mismo tiempo el texto enlaza con ello una «escena histórica retrospectiva» con lo que quiere decir: de este modo se ha constituido la comunidad de los discípulos de Jesús. Nos hacemos así una idea de los comienzos del movimiento de Jesús y, por ende, también de los comienzos de la Iglesia, lo que tiene su perfecta justificación en la mirada retrospectiva. Pero es interesante sobre todo el énfasis y hasta la exclusividad con que hay que afrontar ante todo la anexión a la persona de Jesús. Para Jn no es «el evangelio del reino de Dios» con sus exigencias de conversión y de fe cn la buena nueva (cf. Mc 1,14s) lo que ha de despertar a los hombres y moverlos a que se adhieran a Jesús; en Jn ni siquiera hay un mensaje que se pueda distinguir y separar de él como su objeto; de lo que se trata, y lo subraya con el mayor énfasis, es de la figura y persona de Jesús, a quien los hombres se adhieren y le reconocen o cuya aceptación rechazan. Naturalmente que también en los sinópticos las cosas discurren así en el fondo, porque el mensaje del reino de Dios no se puede separar del mensajero que lo anuncia. La proximidad del reino de Dios y la presencia de Jesús coinciden hasta el punto de que ya Orígenes andaba desde luego en lo cierto con su conocida aseveración de que Jesús era la autobasileia, el reino de Dios en persona. Pero no hay duda de que Jn acentúa en forma resueltamente más fuerte esa importancia fundamental de la persona de Jesús para la salvación del hombre.

Esto ocurre ante todo con la indicación lapidaria del Bautista: «Éste es el cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo» (1,29.36). El hecho de que tal afirmación esté en el mismo comienzo y de que sea la que ha movido a los discípulos a cambiar al Bautista por Jesús, es sin duda algo que merece a todas luces mayor atención de la que se le presta ordinariamente en los comentarios. Ya hemos visto que ese testimonio del Bautista no puede ser histórico, sino que tiene un carácter por completo kerigmático. Ya al comienzo del evangelio anticipa su final que es la historia de la pasión al tiempo que pone al comienzo de la historia de Jesús la idea de su muerte propiciatoria y vicaria. Involuntariamente pensamos en el coral «Oh tú, Cordero de Dios inocente, degollado en el árbol de la cruz», que se encuentra en la Pasión de san Mateo de J.S. Bach. Se nos presenta a Jesús como «el que quita el pecado del mundo», es decir, el que elimina el estado de pecado del cosmos. Esta interpretación puede tal vez ser demasiado amplia, si se pretende mediante ese testimonio ya desde el principio condicionar las demás aserciones del cuarto Evangelio, al modo que el signo antepuesto al paréntesis afecta a todo lo que el paréntesis encierra; y de ese modo todo el carácter de la predicación de Jesús en Jn como predicación salvífica estaría marcada por tal referencia. En todo caso lo que importa es tomarla absolutamente en serio.

AUTOSUFICIENCIA: Con la alusión al cordero de Dios Jn se interesa a las claras por expresar la necesidad humana de salvación. Si los dos discípulos siguen ese testimonio, ello se debe desde luego a que la referencia del Bautista fue para ellos una auténtica motivación, una ayuda a sus problemas y anhelos. Una necesidad de salvación supone ciertamente en el hombre la experiencia o al menos el barrunto de la propia condena, cualquiera que sea el modo en que pueda articularse esa experiencia de condenación o ese «saber de la infelicidad». La salvación, ofrecida por Jesús y por la predicación cristiana, salvación que exige a su vez una respuesta, sólo puede conocerla y experimentarla el hombre como su propia salvación cuando consciente o inconscientemente se mueve acuciado por la solicitud o el deseo de su salvación, es decir, cuando no está satisfecho con su estado presente, sino que se siente descontento e insatisfecho en lo más profundo de su ser.

Charles ·Peguy-CH (poeta y escritor francés + 1914) meditaba una vez por qué la gracia divina obtiene triunfos inesperados en el alma del pecador más grande, mientras que con mucha frecuencia permanece inactiva en las gentes más honradas GRACIA/MORAL:

«La razón está precisamente en que las gentes más honradas, o en definitiva a las que así se denomina y que gustosamente se designan como tales, no tienen puntos débiles en su armadura. Son invulnerables. Su piel moral constantemente sana les procura un pellejo impenetrable y una coraza sin fallos. No ofrecen aquel punto abierto que se produce por una herida atroz, por un disgusto inolvidable, una vergüenza que no se puede superar, una sutura siempre mal cosida, una angustia mortal, un miedo invisible siempre al acecho, una secreta amargura, un derrumbamiento siempre velado, una cicatriz eternamente mal curada. No ofrecen a la gracia aquella puerta de irrupción que por su naturaleza es el pecado. Al no estar heridos, no son curables; al no faltarles nada, nada se les da de todo cuanto existe. Ni siquiera el amor de Dios venda a quien no tiene heridas. Porque un hombre yacía en el suelo, lo levantó el samaritano. Porque el rostro de Jesús estaba sucio, se lo limpió la verónica con un paño. Quien no está caído nunca será alzado, y nunca se limpiará a quien no está sucio...

»Por eso no hay nada tan contrario a lo que (con un nombre un tanto vergonzoso) se denomina religión como lo que se suele llamar moral. La moral reviste al hombre de una coraza protectora contra la gracia».

Por ello la conciencia de desgracia y la conciencia de pecado coinciden entre sí. Mas no hay que pensar tanto en fallos particulares ni en pecados concretos, como en adoptar una postura resueltamente más radical frente a la fragilidad de la existencia humana, la falibilidad del hombre, con sus tensiones, su dispersión y sus contradicciones.

«El auténtico enigma del hombre -dice Emil Brunner- es la contradicción en su ser, no la composición de su naturaleza de cuerpo y alma; no el que a la vez sea pieza mundana y más que el mundo, sino el que se haya perdido la unidad creativa originaria de todos esos elementos y que de la coexistencia y ayuda mutua se haya convertido en una contradicción. La antropología no cristiana intenta acabar con esa contradicción o bien reduciéndola a la oposición constitutiva de naturaleza sensual y espiritual o bien diluyendo tal oposición en simples fases sucesivas de evolución, en una serie de etapas continuadas en la autorrealización. La doctrina cristiana la toma con toda seriedad como una contradicción: es el hombre el que con su autodeterminación se opone a la decisión divina del creador. Esa duplicidad es la que marca la realidad humana. Por eso, porque el hombre es imagen creada por Dios que la propia criatura ha destruido, por ello, su existencia, su oposición a todas las demás, es una existencia en contradicción».

La experiencia cristiana de la fe tomó en serio al hombre con su contradicción, cuando lo ve bajo el aspecto del problema de la salvación. «¡Mas también por los demás hombres ora sin cesar! porque hay en ellos una esperanza de conversión, de que lleguen a ser partícipes de Dios». En todos los hombres, dice este texto de Ignacio de Antioquía (+ ha. 110 d.C.), existe esa «esperanza de conversión», es decir, una esperanza de que puede cambiar la propia vida y al mundo entero de malos en buenos, de que desaparezca la contradicción y cure la herida que supura.

Hoy debemos preguntarnos si nosotros los cristianos tenemos un sentido lo bastante despierto para las más diversas formas de infelicidad en nuestro mundo, el mundo de nuestro entorno más inmediato, de nuestra sociedad nacional, y también la del «ancho mundo», que abarca no sólo el tercer mundo sino también EE.UU. y la URSS; si percibimos la esperanza de conversión y de cambio latente en esa múltiple infelicidad; si rastreamos el anhelo silencioso y contenido de los hombres que aspiran a una vida humana verdadera y plena, si percibimos y escuchamos el grito de tan múltiples necesidades, especialmente de la miseria social de este mundo, la esperanza de justicia, de libertad, humanidad, paz y amor. Si Jesucristo ha de ser hoy y mañana una esperanza válida, una respuesta eficaz, un ofrecimiento de ayuda para los hombres, ello sólo puede suceder cuando se le entiende y se certifica su fiabilidad como respuesta a los problemas y necesidades reales del mundo actual. Pero a Jesús sólo se le puede entender como respuesta, cuando no se le predica en un lenguaje esotérico eclesial ampuloso y totalmente anticuado, lenguaje que nadie entiende o que forzosamente interpreta mal, porque en el pasado se mezcló a fondo con unas relaciones de poder feudalistas. Jesús ha de ir al encuentro de los hombres en un lenguaje que les llegue como liberación, ayuda y aliento, porque habla a los anhelos humanos más íntimos. Es una idea completamente falsa pensar que el cristianismo y sus dogmas han quedado formulados en el pasado de un modo completo y válido para siempre. Ocurre justamente lo contrario. El cristianismo ha de reformularse en cada generación, que debe redescubrirlo, sopesarlo e interpretarlo de nuevo. Sólo así habrá un cristianismo y una fe vivas.

Cada generación debe tener el valor de preguntarse en forma total y absolutamente nueva quién es realmente Jesús de Nazaret, qué es el cristianismo, qué es la Iglesia y qué debería o podría ser; qué es lo que cambió en el pasado y qué es lo que ha de cambiar. Debe ponerse en marcha para buscar siempre de nuevo a Jesús, a su propio Jesús de hoy. Y debe también tener el valor de dejarse preguntar a su vez por Jesús: ¿Qué buscáis? Aunque la respuesta pueda sonar de primeras bastante imprecisa y vaga y quede muy lejos del encorsetado formalismo eclesial: «Maestro ¿dónde vives?» Merece atención que el Jesús joánico no responda a la pregunta dando una dirección precisa y fija, no responda con un formulario teológico ni con un catálogo de dogmas, sino que apela a la experiencia personal: ¡Venid y lo veréis! Venid y vedlo por vosotros mismos, recordad vuestras propias experiencias, vuestra propia vida, que os es perfectamente conocida; no os alejéis de esas experiencias, sobre todo de las incómodas y desagradables; poneos en movimiento, comprometeos; usad vuestros propios ojos, vuestros oídos, vuestra propia razón y vuestra sana razón humana; no os dejéis manipular; examinad la realidad tal como es. ¡Venid y veréis! Ocupaos personalmente de ese Jesús y atended a lo que tiene que deciros. Tomad su palabra como una palabra humana clara y simple; juzgad nuestra propia dirección humana y pensad lo que podéis iniciar con ella. Así empieza un encuentro auténtico con Jesús, y no con los machacones principios del catecismo «que hay que tener por verdaderos». Sólo desde la propia experiencia vital y en diálogo con quienes van a la búsqueda de la fe y se preguntan personalmente por Jesús puede surgir la fe.

2 Cristología. Pero ¿no dice también nuestro texto que los discípulos intentaron compendiar sus impresiones sobre Jesús, su experiencia de Jesús, en unos determinados títulos, en unas aserciones y fórmulas confesionales, que más tarde entraron al menos en parte, en los dogmas eclesiásticos? Naturalmente que nuestro texto también lo hace; pero debemos atender a cómo lo hace. ¿Cuáles son esas fórmulas y qué pretenden? Son designaciones del mundo vital, del ambiente al que pertenecían Jesús y sus discípulos de entonces, y en las que se representaban las esperanzas de salvación escatológica de Israel. Lo cual vale sobre todo para las designaciones de Mesías, rey de lsrael, Hijo del hombre e Hijo de Dios (en el sentido mesiánico). Si los discípulos o la comunidad pospascual adoptan tales fórmulas para expresar la importancia de Jesús es porque querían manifestar así las experiencias básicas que habían logrado en el trato con Jesús, como unas experiencias de libertad, felicidad y salvación, como experiencias de alegría y de vida nueva. Jesús había acercado los discípulos de una forma nueva a Dios, como al Dios del amor, como al Padre en el que se puede confiar sin reservas hasta en la misma muerte. Con su palabra y su conducta les había enseñado lo que significa vivir con una confianza radical e inquebrantable en el Dios del amor, con una confianza inaccesible al desaliento y con un amor al prójimo nunca desilusionado y jamás resignado. Jesús había recorrido hasta el final y de manera consecuente ese nuevo camino vital, hasta su muerte amarga y oprobiosa en una cruz.

Las experiencias pascuales habían convencido a los discípulos de que la historia de Jesús no era un episodio que se pudiera reducir a la anécdota puramente personal, sino que era la revelaci6n del amor de Dios realmente nueva, permanente, y en cierto aspecto definitiva, que ya no desaparecería ni daría marcha atrás. La historia entera de Jesús, y por tanto su persona, era la nueva revelación. La nueva concepción de Dios y del hombre que abrazó la Iglesia primitiva estaba ligada para ese círculo a la persona de Jesús. Para la comunidad cristiana Jesús había traído de hecho la explicación válida de Dios (1,18). El Dios de los cristianos era el Dios y Padre de Jesús, mientras que el Dios de Jesús era a su vez el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Moisés y de los profetas, el creador del cielo y de la tierra. Y Jesús era «el último profeta» que había presentado de nuevo a ese Dios como el Dios del amor. Los diversos títulos honoríficos designan en forma confesional la función y el papel único de Jesús para la fe.

Conviene además advertir que la asunción de los antedichos títulos honoríficos, su trasposición a la persona de Jesús, no se hizo sin retocarlos de algún modo. No se trata de un proceso uniforme, sino de un proceso con efectos contrapuestos. En su aplicación a Jesús tales títulos sufren cambios nada secundarios de tipo semántico, adquiriendo nuevos significados. El Mesías crucificado de la primitiva predicación cristiana o el Hijo del hombre exaltado de Jn no son ya por completo las mismas concepciones que alientan en la apocalíptica y la escatología judías. Pues esos conceptos se reinterpretan ahora de un modo completamente nuevo, y ello desde luego gracias a la persona y la historia de Jesús. En tal sentido el Mesías o el Hijo del hombre neotestamentario y cristiano ya no se identifican exactamente con el Mesías y el Hijo del hombre de las expectativas escatológicas judías más que en las representaciones y en las imágenes esperanzadas. Ello se puede expresar también así: todas esas representaciones y titulaciones tienen originariamente algo que ver con el poder y el dominio, con la venida del reino mesiánico escatológico y con el dominio del Mesías y de Israel sobre el mundo gentil. Se trata de unos predicados de soberanía. Y precisamente esos predicados de soberanía se entrecruzan en sentido literal en la historia de Jesús: se trata de un Mesías e Hijo del hombre crucificado. De ahí que la fe cristiana se vea obligada a pensar con todas esas designaciones en Jesús crucificado, lo cual es evidentemente más importante que cualquier ontología o metafísica cristológica. E1 crucificado es el signo bondadoso de lo cristianos; sin la cruz en su centro más íntimo todos los dogmas son pura ideología.

Así pues, las fórmulas confesionales y los títulos honoríficos cristológicos son la respuesta de la fe a la invitación hecha por Jesús. La experiencia de Jesús precede a la respuesta. La experiencia creyente de los discípulos en su trato con Jesús es una realidad tan rica que jamás la podrá abarcar por completo ninguna fórmula. Por lo que a Jesús respecta (y de hecho por lo que respecta a cualquier hombre) se puede decir lo que dice la teología acerca de Dios: no se le puede definir, no es posible encerrarle en un concepto. Mas como toda experiencia humana tiene que ver con el lenguaje, y el hombre siente la necesidad profunda de expresar precisamente sus experiencias más hondas y personales y de compendiarlas en una palabra, por ello busca la expresión y los términos adecuados. De ese modo comunica sus experiencias a los otros que por su parte las reciben en actitud de asentimiento. Y así es como se llega a las fórmulas y confesiones de fe comunes. El sentido de las fórmulas es el de acumular las experiencias de fe que se han hecho. Por ello sería totalmente erróneo transmitir sólo las fórmulas como tales sin dar una apertura siempre renovada a las experiencias contenidas y transmitidas por ellas. Deben insertarse de continuo en el lenguaje vigente y actual, a fin de que su contenido experimental pueda siempre manifestarse. Transmitir unas experiencias vivas de Jesús y suscitar la fe es, por consiguiente, algo muy distinto que la transmisión testaruda de una ortodoxia petrificada y la defensa de unas fórmulas dogmáticas. Los defensores de estas últimas no tienen a menudo la menor idea de lo difícil que resulta llevar a los hombres a la fe en lugar de hacerles aprender simplemente de memoria unos puntos del catecismo.

Finalmente, las fórmulas que se transmiten son polivalentes. Y deben serlo, pues de otro modo, la experiencia de Jesús como experiencia totalmente personal debe darse desde el propio mundo vital y desde el centro de la persona. «Así como el acto de fe es el acto más libre, así la manifestación de la fe es la manifestación más personal. La sumisión a la verdad revelada... no impide ni dispensa de acoger la verdad revelada... para expresarla después a través de sí mismo. No se escapa a esa transmisión sin incurrir en lo banal o en la palabrería».

Esto nada tiene que ver con el subjetivismo pues una y otra vez se demuestra que una fe personal en Jesús a la larga no puede quedar en algo privado, sino que empuja a la comunicación y la comunión, aunque ciertamente debe tener su punto de arranque en una experiencia personal. La fe y la experiencia creyente no se pueden arrebatar a nadie, aquí «nadie puede hacer las veces de otro». Es justo en la decisión de fe personal y por la propia experiencia creyente como el hombre alcanza su yo personal único e intransferible; ahí se convierte en persona histórica. Las experiencias de Jesús siempre peculiares, con sus matizaciones subjetivas condicionadas por el tiempo y el ambiente son absolutamente necesarias, si la encarnación ha de realizarse como un proceso continuado y si la inagotable plenitud de Cristo ha de desarrollarse en el mundo y en la historia. Hoy está bien claro que con la teología de la liberación los cristianos de Iberoamérica descubren al «antiguo Jesús de los evangelios», aunque a la vez es un Jesús completamente nuevo, fresco e inalterable, justo porque con él se hacen experiencias nuevas por completo y no programadas de antemano, de las cuales debemos aprender todos nosotros.