LA RABIA Y EL ORGULLO
(II PARTE)
Los
hijos de Alá
Por
Oriana Fallaci
En
esta segunda entrega, Oriana Fallaci reflexiona, al hilo de su vivencia de los
ataques del 'Martes Negro', sobre el mundo islámico y sus diferencias con la
cultura occidental. «En cada experiencia dejo jirones de mi alma», escribió
la prestigiosa periodista italiana hace años. Una vez más, es absolutamente
cierto.
NUEVA
YORK.-
¿Que por qué quiero hacer este discurso sobre lo que tú llamas 'contraste
entre las dos culturas'? Pues, si quieres saberlo, porque a mí me fastidia
hablar incluso de dos culturas.
Ponerlas
sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y
de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates,
Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con
su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su
grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura
y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y
sus calzadas.
Está
un revolucionario, aquel Cristo muerto en la cruz, que nos enseñó (y hay que
tener paciencia si no lo hemos aprendido) el concepto del amor y de la justicia.
Está incluso una Iglesia, que nos dio la Inquisición, de acuerdo. Que torturó
y quemó 1.000 veces en la hoguera, de acuerdo. Que nos oprimió durante siglos,
que durante siglos nos obligó sólo a esculpir y a pintar cristos y vírgenes,
y que casi asesina a Galileo Galilei. Pero también contribuyó decisivamente a
la Historia del Pensamiento, ¿sí o no?
Y, además, detrás
de nuestra civilización está el Renacimiento. Están Leonardo da Vinci, Miguel
Angel, Rafael o la música de Bach, Mozart y Beethoven. Con
Rossini, Donizetti, Verdi and company. Esa
música sin la cual no sabemos vivir y que en su cultura, o en su supuesta
cultura, está prohibida. Pobre de ti si tarareas una cancioncilla o los coros
de Nabucco.
Y
por último está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades
y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de
Mahoma. Una ciencia que ha inventado máquinas maravillosas. El tren, el coche,
el avión, las naves espaciales con las que hemos ido a la Luna y quizás pronto
vayamos a Marte. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la
electricidad, la radio, el teléfono, la televisión... Por cierto, ¿es verdad
que los santones de la izquierda no quieren decir todo esto que yo acabo de
enumerar? ¡Válgame Dios, qué bobos! No cambiarán jamás. Pues bien, hagamos
ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay?
Busca,
busca, porque yo sólo encuentro a Mahoma con su Corán y a Averroes con sus méritos
de estudioso (los comentarios sobre Aristóteles, etc.), al que Arafat
encasqueta el honor de haber creado incluso los números y las matemáticas. De
nuevo chillándome en la cara, de nuevo cubriéndome de pollos, en 1972, me dijo
que su cultura era superior a la mía, muy superior a la mía, porque sus
antepasados habían inventado los números y las matemáticas.
MEMORIA
Pero
Arafat tiene poca memoria. Por eso cambia de idea y se desmiente cada cinco
minutos. Sus antepasados no inventaron los números ni las matemáticas.
Inventaron la grafía de los números, que también nosotros, los infieles,
utilizamos, y las matemáticas fueron concebidas casi al mismo tiempo por todas
las antiguas civilizaciones. En Mesopotamia, en Grecia, en la India, en China,
en Egipto y entre los mayas... Sus antepasados, ilustre señor Arafat, sólo nos
han dejado unas cuantas bellas mezquitas y un libro con el que, desde hace 1.400
años, nos rompen las crismas mucho más que los cristianos nos la rompían con
la Biblia y los hebreos con la Torá.
Y
ahora veamos cuáles son los méritos que adornan al Corán. ¿Se puede hablar
realmente de méritos del Corán? Desde que los hijos de Alá casi destruyeron
Nueva York, los expertos del Islam no dejan de cantarme las alabanzas de Mahoma.
Me explican que el Corán predica la paz, la fraternidad y la justicia. (Por lo
demás, lo dice hasta Bush, pobre Bush. Y es lógico que Bush tenga que
tranquilizar a los 24 millones de musulmanes estadounidenses, convencerlos de
que cuenten todo lo que saben sobre los eventuales parientes o amigos o
conocidos fieles de Osama bin Laden).
¿Pero
cómo se come eso con la historia del ojo por ojo y diente por diente? ¿Cómo
se come con el chador y el velo que cubre el rostro de las musulmanas, que hasta
para poder echarle una ojeada al prójimo esas infelices tienen que mirar a través
de una tupida rejilla colocada a la altura de sus ojos? ¿Cómo se come eso con
la poligamia y con el principio de que las mujeres deben contar menos que los
camellos, no deben ir a la escuela, no deben hacerse fotografías, etc? ¿Cómo
se come eso con el veto a los alcoholes y con la pena de muerte para el que
beba? Porque también esto está en el Corán. Y no me parece tan justo, tan
fraterno ni tan pacífico.
Esta
es, pues, mi respuesta a tu pregunta sobre el contraste de las dos culturas. En
el mundo hay sitio para todos, digo yo. En su casa, cada cual hace lo que
quiere. Y si en algunos países las mujeres son tan estúpidas que aceptan el
chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas.
Si son tan estúpidas como para aceptar no ir a la escuela, no ir al doctor, no
hacerse fotografías, etcétera, peor para ellas. Si son tan necias como para
casarse con un badulaque que quiere tener cuatro mujeres, peor para ellas. Si
sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem. No seré yo
quien se lo impida. Faltaría más. He sido educada en el concepto de libertad y
mi madre siempre decía: «El mundo es bello porque es muy variado». Pero si me
pretenden imponer todas esas cosas a mí, en mi casa...
Porque
la verdad es que lo pretenden. Osama bin Laden afirma que todo el planeta Tierra
deber ser musulmán, que tenemos que convertirnos al Islam, que por las buenas o
por las malas él nos hará convertir, que para eso nos masacra y nos seguirá
masacrando. Y esto no puede gustarnos, no. Debe darnos, por el contrario,
razones más que suficientes para matarle a él.
CRUZADA
Pero
la cosa no se resuelve, ni se termina, con la muerte de Osama bin Laden. Porque
hay ya decenas de miles de Osamas bin Laden, y no están sólo en Afganistán y
en los demás países árabes. Están en todas partes, y los más aguerridos están
precisamente en Occidente. En nuestras ciudades, en nuestras calles, en nuestras
universidades, en los laboratorios tecnológicos. Una tecnología que cualquier
idiota puede manejar. Hace tiempo que comenzó la cruzada. Y funciona como un
reloj suizo, sostenida por una fe y una perfidia sólo equiparable a la fe y a
la perfidia de Torquemada cuando dirigía la Inquisición. De hecho, es
imposible dialogar con ellos. Razonar, impensable. Tratarlos con indulgencia o
tolerancia o esperanza, un suicidio. Y el que crea lo contrario es un iluso.
Te
lo dice una que conoció bastante bien ese tipo de fanatismo en Irán, Pakistán,
Bangladesh, Arabia Saudí, Kuwait, Libia, Jordania, el Líbano y en su propia
casa, es decir, en Italia. Una que lo ha experimentado incluso en muchos y muy
variados episodios triviales y grotescos, con los que ha tenido confirmación
absoluta de su fanatismo. Nunca olvidaré lo que me pasó en la embajada iraní
de Roma, cuando fui a pedir un visado para viajar a Teherán, para entrevistar a
Jomeini, y me presenté con las uñas pintadas de rojo. Para ellos, signo de
inmoralidad. Me trataron como una prostituta a la que hay que quemar en la
hoguera. Me querían obligar a quitarme el esmalte. Y si no les hubiese dicho lo
que tenían que quitarse ellos, o incluso cortarse...
Nunca
olvidaré tampoco lo que me pasó en Qom, la ciudad santa de Jomeini, donde como
mujer fui rechazada en todos los hoteles. Para entrevistar a Jomeini tenía que
ponerme un chador, para ponerme el chador tenía que quitarme los vaqueros y
para quitarme los vaqueros quería utilizar el coche con el que había viajado
desde Teherán. Pero el intérprete me lo impidió. «Está usted loca, loca de
remate, hacer una cosa así en Qom es correr el riesgo de ser fusilada».
Prefirió llevarme al antiguo Palacio Real, donde un guardia piadoso nos acogió
y nos dejó la antigua Sala del Trono.
De
hecho, yo me sentía como la Virgen que para dar a luz al Niño Jesús se
refugia junto a José en el pesebre del asno y del buey. Pero a un hombre y a
una mujer no casados entre sí, el Corán les prohíbe estar en la misma
estancia con la puerta cerrada y, hete aquí, que de pronto la puerta se abrió.
El mulá dedicado al control de la moralidad irrumpió gritando «vergüenza,
vergüenza, pecado, pecado». Y, para él, sólo había una forma de no terminar
fusilados: casarnos. Firmar el acta de matrimonio que el mulá nos restregaba en
las narices.
El
problema era que el intérprete tenía una mujer española, una tal Consuelo,
que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia y, además, yo no
quería casarme con nadie. Y mucho menos con un iraní con esposa española y
que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia. Al mismo tiempo, no
quería morir fusilada ni perder la entrevista con Jomeini. En ese dilema me
debatía cuando...
Te
ríes, ¿verdad? Te parecen tonterías. Pues, entonces, no te cuento el final de
este episodio. Para hacerte llorar te contaré el de 12 jovencitos impuros que,
terminada la guerra de Bangladesh, vi ajusticiar en Dacca. Los ajusticiaron en
el estadio de Dacca, a golpes de bayoneta en el tórax o en el vientre, ante la
presencia de 20.000 fieles que, desde las tribunas, aplaudían en nombre de
Dios. Chillaban «¡Allah akbar, Allah akbar!».
Lo
sé, lo sé, en el Coliseo, los antiguos romanos, aquellos antiguos romanos de
los que mi cultura se siente orgullosa, se divertían viendo morir a los
cristianos como pasto de los leones. Lo sé, lo sé, en todos los países de
Europa, los cristianos, aquellos cristianos a los que, a pesar de mi ateísmo,
les reconozco la contribución que han hecho a la Historia del Pensamiento, se
divertían viendo arder a los herejes. Pero, desde entonces, ha llovido mucho.
Nos hemos vuelto más civilizados, e incluso los hijos de Alá deberían haber
comprendido que ciertas cosas no se hacen.
Tras
los 12 jovencitos impuros, mataron a un niño que, para intentar salvar al
hermano condenado a muerte, se había abalanzado sobre los verdugos. Los
militares le rompieron la cabeza a puntapiés con sus botas. Y si no me crees,
vuelve a leer mi crónica y la crónica de los periodistas franceses y alemanes
que, presos del terror como yo, estaban también allí. O mejor aún, mira las
fotos que uno de ellos consiguió.
De
todas formas, lo que quiero subrayar no es esto. Lo que quiero subrayar es que,
concluido el acto, los 20.000 fieles (muchas mujeres entre ellos) abandonaron
las tribunas y bajaron al terreno de juego. No de una forma despavorida, no. De
una forma ordenada y solemne. Lentamente compusieron un cortejo y, siempre en
nombre de Dios, pisaron a los cadáveres. Siempre gritando «¡Allah akbar,
Allah akbar!». Los destruyeron como a las Torres Gemelas de Nueva York. Los
redujeron a un tapiz sanguinolento de huesos rotos.
REHENES
ESTADOUNIDENSES
Y
así podría seguir hasta el infinito. Podría contarte cosas nunca dichas,
cosas para ponerte los pelos de punta. Sobre el chocho de Jomeini, por ejemplo,
que después de la entrevista celebró una asamblea en Qom para declarar que yo
le acusaba de cortarle los pechos a las mujeres. De tal asamblea salió un vídeo
que durante meses fue transmitido por la televisión de Teherán, de tal forma
que, cuando al año siguiente volví a Teherán, fui arrestada apenas puse el
pie en el aeropuerto. Y las pasé canutas, muy canutas.
Era
la época de los rehenes estadounidenses. Podría hablarte de aquel Mujib Rahman
que, siempre en Dacca, había ordenado a sus guerrilleros que me eliminasen por
ser una europea peligrosa, y menos mal que un coronel inglés me salvó,
poniendo su propia vida en peligro. O de aquel palestino, de nombre Habash, que
me mantuvo durante 20 minutos con una metralleta colocada en la sien. ¡Dios mío,
qué gente! Los únicos con los que mantuve una relación civilizada fueron el
pobre Alí Bhutto, el primer ministro de Pakistán, ahorcado por ser demasiado
amigo de Occidente, y el bravísimo rey de Jordania, Husein. Pero esos dos eran
tan musulmanes como yo católica.
Pero
aterricemos y veamos la conclusión de mi razonamiento. Una conclusión que
seguro no les gustará a muchos, dado que defender la propia cultura, en Italia,
se está convirtiendo en un pecado mortal. Y dado que, intimidados por la
palabra «racista», impropiamente utilizada, todos callan como conejos. Yo no
voy a levantar tiendas a La Meca. Yo no voy a cantar padrenuestros y avemarías
ante la tumba de Mahoma. Yo no voy a hacer pipí en el mármol de sus mezquitas
ni a hacer caca a los pies de sus minaretes.
Cuando
me encuentro en sus países (de los que no guardo buen recuerdo), jamás olvido
que soy huésped y extranjera. Estoy atenta a no ofenderles con costumbres,
gestos o comportamientos que para nosotros son normales, pero que para ellos son
inadmisibles. Los trato con obsequioso respeto, obsequiosa cortesía, me
disculpo si por descuido o ignorancia infrinjo algunas de sus reglas o
supersticiones.
Y
este grito de dolor y de indignación te lo he escrito teniendo ante los ojos imágenes
que no siempre eran las apocalípticas escenas con las que comencé mi discurso.
A veces, en vez de dichas imágenes, veía otras, para mí simbólicas (y por lo
tanto, indignantes), de la gran tienda con la que, el verano pasado, los
musulmanes somalíes hollaron, ensuciaron y ultrajaron durante tres meses la
plaza del Duomo de Florencia. Mi ciudad.
Una
tienda levantada para censurar, condenar e insultar al Gobierno italiano que les
albergaba, pero que no les concedía los visados necesarios para pasearse por
Europa y no les dejaba introducir en Italia la horda de sus parientes: madres,
abuelos, hermanos, hermanas, tíos, tías, primos, cuñadas encinta e, incluso,
parientes de los parientes. Una tienda situada al lado del bello Palacio del
Arzobispado, en cuyas escalinatas dejaban sus sandalias o las babuchas que, en
sus países, alinean fuera de las mezquitas. Y junto a las sandalias y a las
babuchas, las botellas vacías de agua con la que se lavaban los pies antes de
la oración. Una tienda colocada frente a la catedral con la cúpula de
Brunelleschi y al lado del Bautisterio con las puertas de oro de Ghiberti.
Una
tienda, por fin, amueblada como un vulgar apartamento: sillas, mesas, chaise-longues
y colchones para dormir y hacer el amor, y hornos para cocer la comida y apestar
la plaza con el humo y con el olor. Y, gracias a la inconsciencia del ENEL que
ilumina nuestras obras de arte cuando quiere, luz eléctrica gratis.
Gracias
a una grabadora, los gritos de un vociferante muecín que puntualmente exhortaba
a los fieles, ensordecía a los infieles y tapaba el sonido de las campanas. Y
junto a todo esto, los amarillos regueros de orina que profanaban los mármoles
del Bautisterio (¡qué asco! ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! ¿Cómo
hacían para llegar al objetivo, separado de la verja de protección y, por lo
tanto, distante casi dos metros de su aparato urinario?). Junto a los regueros
amarillos de orina, el hedor de la mierda que bloqueaba el portón de San
Salvador del obispo, la exquisita iglesia románica (del año 1000) que se
encuentra a la espalda de la plaza del Duomo y que los hijos de Alá habían
transformado en un cagatorio. Lo sé de primera mano.
Lo
sé bien porque fui yo la que te llamé y te rogué que hablases de ellos en el
Corriere, ¿recuerdas? Llamé también al alcalde, que tuvo la amabilidad de
venir a mi casa. Me escuchó y me dio la razón: «Tiene razón, toda la razón...».
Pero no hizo levantar la tienda. Se olvidó del tema o no fue capaz de
conseguirlo. Llamé incluso al ministro de Exteriores, que era un florentino, un
florentino de esos que hablan con acento muy florentino y, por lo tanto,
perfecto conocedor de la situación. También él me escuchó. Y me dio la razón:
«Sí, sí, tiene usted toda la razón». Pero no movió un dedo para quitar la
tienda. Y no sólo eso sino que, además, rápidamente contentó a los hijos de
Alá que orinaban en el Bautisterio y cagaban en San Salvatore del Obispo (me da
la sensación de que de las abuelas, las madres, los hermanos y hermanas, los tíos
y tías, los primos y las cuñadas encinta están ya donde querían estar. Es
decir, en Florencia y en las demás ciudades de Europa).
Entonces
cambié de sistema. Llamé a un simpático policía que dirige la oficina de
seguridad de la ciudad y le dije: «Querido agente, no soy un político. Por
eso, cuando digo que voy a hacer una cosa, la hago. Además conozco la guerra y
hay ciertas cosas que me son familiares. Si mañana por la mañana no levantan
la jodida tienda, la quemo. Juro por mi honor que la quemo y que ni siquiera un
regimiento de carabineros conseguirá impedírmelo. Y por esto que acabo de
confesarle, quiero, además, ser arrestada, llevada a la cárcel esposada. Así
termino saliendo en todos los periódicos».
Pues
bien, siendo más inteligente que todos los demás, al cabo de pocas horas hizo
levantar la tienda. En el lugar de la tienda quedó sólo una inmensa y
repugnante mancha de suciedad. Toda una victoria pírrica. Pírrica porque no
influyó para nada en los demás estúpidos que, desde hace años, hieren y
humillan a la que era la capital del arte, la cultura y la belleza. Pírrica
porque no desanimó para nada a los otros arrogantísimos huéspedes de la
ciudad: a los albaneses, sudaneses, bengalíes, tunecinos, argelinos, paquistaníes
y nigerianos, que con tanto fervor contribuyen al comercio de la droga y de la
prostitución, por lo que parece no prohibido por el Corán.
Sí,
sí, están todos donde estaban antes de que mi policía levantase la tienda.
Dentro de la plaza de los Uffizi, a los pies de la Torre de Giotto. Delante de
la Logia de Orcagna, alrededor de la Logia de Porcellino. Frente a la Biblioteca
Nacional, a la entrada de los museos. En el Puente Viejo, donde de vez en cuando
se lían a cuchilladas o a tiros. En todos los lugares en los que han pretendido
o conseguido que el municipio les financie (sí, señor, les financie).
En
el atrio de la iglesia de San Lorenzo, donde se emborrachan con vino, cerveza y
licores, raza de hipócritas, y donde profieren todo tipo de obscenidades a las
mujeres. (El verano pasado, en ese atrio, me las dijeron incluso a mí, que soy
ya una mujer mayor. Y, como es lógico, les planté cara. Sí, sí les planté
cara. Uno sigue todavía allí, doliéndole los genitales). En medio de las históricas
calles, donde campan a sus anchas con el pretexto de vender sus mercancías. Por
mercancías entiendo bolsos y maletas copiadas de modelos protegidos con sus
respectivas marcas y, por lo tanto, ilegales. Amén de sus postales, lapiceros,
estatuillas africanas que los turistas ignorantes creen que son esculturas de
Bernini, o ropa. («Je connais mes droits [Conozco mis derechos]», me espetó,
en el Puente Viejo, uno al que vi vender ropa).
RESIGNACION
Y
si al ciudadano se le ocurre protestar, si les responde que «esos derechos los
vas a ejercer a tu casa», se le tacha inmediatamente de «racista, racista».
Mucho cuidado con que un polícía municipal se le acerque y le insinúe: «Señor
hijo de Alá, excelencia, ¿no le molestaría demasiado apartarse un poquito
para dejar pasar a la gente?». Se lo comen vivo. Lo agreden con sus navajas. O,
como mínimo, insultan a su madre y a su progenie. «Racista, racista». Y la
gente lo soporta todo, resignada. No reacciona ni siquiera cuando les gritas lo
que mi abuelo gritaba durante la época del fascismo: «¿No os importa nada la
dignidad? ¿No tenéis un poco de orgullo, cabestros?».
Sé
que eso pasa también en otras ciudades. En Turín, por ejemplo. Esa Turín que
hizo Italia y que, ahora, ya casi no parece una ciudad italiana. Parece Argel,
Dacca, Nairobi, Damasco o Beirut. En Venecia. Esa Venecia en la que las palomas
de la plaza de San Marcos fueron sustituidas por tapetes con la mercancía y,
donde incluso Otelo se sentíría a disgusto. En Génova. Esa Génova donde los
maravillosos palacios que Rubens admiraba tanto fueron secuestrados por ellos y
se deterioran como bellas mujeres violadas. En Roma. Esa Roma donde el cinismo
de la política, de la mentira, de todos los colores, los corteja con la
esperanza de conseguir su futuro voto y donde los protege el mismísimo Papa.
(Santidad, ¿por qué no los acoge, en nombre del Dios único, en el Vaticano? A
condición, que quede claro, de que no ensucien incluso la Capilla Sixtina, las
estatuas de Miguel Angel y los cuadros de Rafael).
TRABAJO
En
fin, ahora soy yo la que no entiende. No entiendo por qué a los hijos de Alá
en Italia se les llama «trabajadores extranjeros». O «mano de obra que
necesitamos». No hay duda alguna de que algunos de ellos trabajan. Los
italianos se han vuelto unos señoritingos. Van de vacaciones a las Seychelles y
vienen a Nueva York a comprar ropa en Bloomingdale's. Se avergüenzan de
trabajar como obreros y como campesinos y no quieren que se les asocie ya con el
proletariado.
¿Pero
aquellos de los que estoy hablando qué trabajadores son? ¿Qué trabajo hacen?
¿De qué forma suplen la necesidad de mano de obra que el ex proletario
italiano ya no cubre? ¿Vagabundeando por la ciudad con el pretexto de las
mercancías para vender? ¿Zanganeando y estropeando nuestros monumentos? ¿Rezando
cinco veces al día?
Además,
hay otra cosa que no entiendo. Si realmente son tan pobres, ¿quién les da el
dinero para el viaje en los aviones o en los barcos que los traen a Italia? ¿Quién
les da los 10 millones por cabeza (10 millones como mínimo) necesarios para
comprarse el billete? ¿No se los estará pagando, al menos en parte, Osama bin
Laden, con el objetivo de poner en marcha una conquista que no es sólo una
conquista de almas, sino también una conquista de territorio?
Y
aunque no se lo dé, esta historia no me convence. Aunque nuestros huéspedes
fuesen absolutamente inocentes, aunque entre ellos no haya ninguno que quiera
destruir la Torre de Pisa o la Torre de Giotto, ninguno que quiera obligarme a
llevar el chador, ninguno que quiera quemarme en la hoguera de una nueva
Inquisición, su presencia me alarma. Me produce desazón. Y se equivoca el que
se plantea este fenómeno a la ligera o con optimismo. Se equivoca, sobre todo,
quien compara la oleada migratoria que se está abatiendo sobre Italia y sobre
Europa con la oleada migratoria que nos condujo a América en la segunda mitad
del siglo XIX, incluso a finales del XIX y comienzos del XX. Y te digo el porqué.