LA
RABIA Y EL ORGULLO (y III)
Mi
patria, mi Italia
Por
Oriana Fallaci
Sabedora de la polémica
que suscitará, la escritora Oriana Fallaci concluye en estas páginas su
experiencia en los ataques del 11 de septiembre con una reflexión sobre la
patria. «Algunas de estas cosas tenía que decirlas. Las he dicho. Ahora
dejadme en paz. La puerta se cierra de nuevo y no quiero volverla a abrir».
No
hace mucho tiempo tuve la oportunidad de captar una frase pronunciada por uno de
los miles de presidentes del Consejo que honraron a Italia desde hace décadas.
«¡Mi tío también fue emigrante! ¡Recuerdo a mi tío marchar con la maleta
de tela a América!» O algo así. Pues no, querido. No. No es lo mismo. Y no lo
es, por dos motivos bastante sencillos.
El
primero es que, en la segunda mitad del XIX, la oleada migratoria hacia América
no se realizó de una forma clandestina ni por prepotencia de quien la
efectuaba. Fueron los americanos los que la querían y la solicitaron. Y por
medio de una disposición concreta del Congreso. «Venid, venid, que os
necesitamos. Venid y os regalamos un buen trozo de tierra». Los estadounidenses
han hecho incluso una película sobre el tema, protagonizada por Tom Cruise y
Nicole Kidman, cuyo final me llamó muchísimo la atención. Se trata de la
escena en la que los desgraciados corren para plantar su banderita blanca en el
terreno que será suyo, pero sólo los más jóvenes y los más fuertes lo
consiguen. Los demás se quedan con un palmo de narices y algunos mueren en la
carrera.
Que
yo sepa, en Italia nunca hubo una decisión del Parlamento invitando o
solicitando a nuestros huéspedes a abandonar sus países. «Venid, venid, que
os necesitamos. Si venís os regalamos una finca en Chianti». Han llegado aquí
por propia iniciativa, con sus malditas pateras y ante las barbas de los policías
que intentaban hacerles regresar. Más que una emigración es, pues, una invasión
efectuada bajo la consigna de la clandestinidad. Una clandestinidad que preocupa
porque no es una clandestinidad bondadosa y dolorosa. Es una clandestinidad
arrogante y protegida por el cinismo de los políticos que cierran un ojo y, a
veces, los dos ante ella.
Nunca
olvidaré las asambleas con las que los clandestinos llenaron las plazas de
Italia, el año pasado, para conseguir sus permisos de residencia. Sus rostros
turbios y feos. Sus puños alzados, amenazantes. Sus voces airadas que me
retrotraían al Teherán de Jomeini. No lo olvidaré jamás, porque me sentí
vejada por los ministros que decían: «Querríamos repatriarlos, pero no
sabemos dónde se esconden». ¡Estúpidos! En nuestras plazas había miles de
ellos y ciertamente no se escondían en absoluto. Para repatriarlos, hubiera
bastado con ponerlos en fila, por favor, querido señor, acomódese, y acompañarlos
a un puerto o a un aeropuerto.
El
segundo motivo, querido sobrino del tío de la maleta de tela, lo entendería
incluso un escolar de primaria. Para exponerlo, bastan un par de elementos. Uno:
América es un continente. Y en la segunda mitad del XIX, es decir cuando el
Congreso estadounidense dio su visto bueno a la inmigración, dicho continente
estaba casi despoblado. La mayoría de la población se condensaba en los
estados del Este, es decir, en los estados de la zona del Atlántico y en el Mid
West había todavía muy poca gente. Y California estaba casi vacía. Pues bien,
Italia no es un continente. Es un país muy pequeño y muy poblado.
Dos:
Estados Unidos es un país bastante joven. Piense que la Guerra de la
Independencia tuvo lugar a finales del 1700, se deduce, pues, que apenas tiene
200 años y se entiende por qué su identidad cultural no está todavía bien
definida. Italia, por el contrario, es un país muy viejo. Su historia tiene al
menos 3.000 años. Su identidad cultural es, pues, muy precisa y, dejémonos de
tonterías, no está dispuesta a prescindir de una religión que se llama la
religión católica y de una iglesia que se llama la Iglesia católica. La gente
como yo suele decir: «No quiero tener tratos con la Iglesia católica. Pero
claro que los tenemos. Y muchos. Me guste o no. Nací en un paisaje de iglesias,
conventos, cristos, vírgenes y santos. La primera música que oí al venir al
mundo fue la música de las campanas. Las campanas de Santa María del Fiore,
cuyos tañidos sofocaba con su cháchara el muecín de la época de la tienda. Y
con esa música y en medio de ese paisaje crecí. Y a través de esa música y
de ese paisaje aprendí qué es la arquitectura, qué es la escultura, qué es
la pintura y qué es el arte. Y a través de esa iglesia (después rechazada)
comencé a preguntarme qué es el Bien, qué es el Mal... ¡Por Dios!
¿Lo
ves? He escrito «por Dios». Con todo mi laicismo, con todo mi ateísmo, estoy
tan impregnada de la cultura católica que forma parte incluso de mi forma de
expresarme. Adiós, gracias a Dios, por Dios, Jesús, Dios mío, Madonna mía,
qué Cristo... Estas frases me vienen espontáneas. Tan espontáneas que ni
siquiera me doy cuenta de que las pronuncio o las escribo. ¿Quieres que te las
diga todas? A pesar de que no le haya perdonado jamás al catolicismo las
infamias que me impuso durante siglos, comenzando por la Inquisición que
quemaba incluso a las abuelas, pobres abuelas, y a pesar de que no esté en
absoluto de acuerdo con los curas y no entienda nada de sus plegarias, me gusta
tanto la música de las campanas... Una música que me acaricia el corazón. Me
encantan también esos cristos y esas vírgenes y esos santos pintados o
esculpidos. Incluso tengo la manía de los iconos. Me gustan también los
conventos y los monasterios. Me proporcionan un sentido de paz y, a veces,
incluso envidio a sus inquilinos. Y, además, admitámoslo: nuestras catedrales
son más bellas que las mezquitas y las sinagogas, ¿sí o no? Son más bellas
también que las iglesias protestantes.
RELIGIONES
Mira,
el cementerio de mi familia es un cementerio protestante. Acoge a los muertos de
todas las religiones, pero es protestante. Y una bisabuela mía era valdense.
Una tía abuela, evangélica. A la bisabuela valdense no la conocí. Pero sí
conocí, en cambio, a la tía abuela evangélica. Cuando era niña, me llevaba
siempre a las funciones de su iglesia en Vía de Benci en Florencia y, Dios mío,
cómo me aburría... Me sentía totalmente sola en medio de aquellos fieles que
sólo cantaban salmos, con aquel cura que no era un cura y que sólo leía la
Biblia, en aquella iglesia que no me parecía una iglesia y que, excepto un
pequeño púlpito, sólo tenía un gran crucifijo. Nada de ángeles, ni de vírgenes,
ni de incienso... Echaba de menos incluso el olor del incienso y me hubiera
gustado estar en la vecina basílica de la Santa Cruz donde había todas estas
cosas. Las cosas a las que estaba acostumbrada. En mi casa de campo, en Toscana,
hay una pequeña capilla. Está siempre cerrada. Desde que murió mi madre,
nadie entra en ella. Pero, a veces, yo voy a limpiarle el polvo, a controlar que
los ratones no hagan allí sus nidos y, a pesar de mi educación laica, me
encuentro en ella muy a gusto. A pesar de mi anticlericalismo, me muevo en la
capilla como pez en el agua. Y creo que la mayoría de los italianos te confesaría
lo mismo (A mí me lo confesó Berlinguer).
¡Santo
Dios!, (me río), te estoy diciendo que nosotros, los italianos, no estamos en
las mismas condiciones que los estadounidenses: mosaico de grupos étnicos y
religiosos, mescolanza de 1.000 culturas, abiertos a cualquier invasión y, al
mismo tiempo, capaces de rechazarlas todas. Te estoy diciendo que, precisamente
porque está definida desde hace muchos siglos y es muy precisa, nuestra
identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por
personas que, de una u otra forma, quieren cambiar nuestro sistema de vida.
Nuestros valores. Te estoy diciendo que entre nosotros no hay cabida para los
muecines, para los minaretes, para los falsos abstemios, para su jodido medievo,
para su jodido chador. Y si lo hubiese, no se lo daría. Porque equivaldría a
echar fuera a Dante Alighieri, a Leonardo da Vinci, a Miguel Angel, a Rafael, al
Renacimiento, al Resurgimiento, a la libertad que hemos conquistado bien o mal,
a nuestra patria. Significaría regalarles Italia. Y yo, no les regalo Italia.
Soy
italiana. Se equivocan los tontos que me creen ya estadounidense. Nunca he
pedido la ciudadanía estadounidense. Hace años, un embajador americano me la
ofreció a través del celebrity status y, tras haberle dado las gracias, le
respondí: «Sir, estoy bastante vinculada a América. Me peleo siempre con
ella, le echo en cara muchas cosas y, sin embargo, estoy profundamente vinculada
a ella. América es para mí un amante o, incluso, un marido al que siempre
permaneceré fiel. Siempre que no me ponga los cuernos. Me gusta este marido. Y
no me olvido jamás de que si no hubiese decidido luchar contra Hitler y contra
Mussolini, hoy hablaría alemán. No olvido jamás que si no le hubiese plantado
cara a la Unión Soviética, hoy hablaría ruso. Le quiero bien a mi marido y me
resulta simpático. Me encanta, por ejemplo, el hecho de que cuando llego a
Nueva York y entrego mi pasaporte con el certificado de residencia, el aduanero
me diga con una gran sonrisa: «Welcome home». Me parece un gesto tan generoso
y tan afectuoso. Además, me recuerda que Estados Unidos siempre ha sido el
refugium peccatorum de la gente sin patria. Pero yo, Sir, ya tengo una patria.
Mi patria es Italia. Italia es mi madre. Sir, amo a Italia. Y coger la ciudadanía
americana me parecería renegar de mi madre».
También
le dije que mi lengua es el italiano, que en italiano escribo y que, en inglés,
me traduzco y basta. Con el mismo espíritu con el que me traduzco en francés,
sintiéndola una lengua extranjera. Y también le conté que, cuando oigo el
himno nacional me conmuevo. Que cuando escucho el «Hermanos de Italia, la
Italia que está despierta, parapá, parapá, parapá» se me hace un nudo en la
garganta. Ni siquiera me doy cuenta de que, como himno, es más bien malucho. Sólo
pienso: es el himno de mi patria. Por lo demás, el nudo en la garganta también
se me pone cuando contemplo la bandera blanca, roja y verde que ondea al viento.
Forofos de los estadios aparte, se entiende. Tengo una bandera blanca, roja y
verde del XIX. Toda llena de manchas, de manchas de sangre y toda roída por la
polilla. Y si bien en el centro está el escudo saboyano (sin Cavour y sin
Victor Emmanuel II y sin Garibaldi que se inclinó ante esa insignia, no habríamos
conseguido la Unidad de Italia), la guardo como oro en paño. La conservo como
una joya. ¡Hemos muerto por esta tricolor! Ahorcados, decapitados, fusilados.
Asesinados por los austriacos, por el Papa, por el duque de Módena, por los
Borbones. Con esta tricolor hemos hecho el Resurgimiento. Y la unidad de Italia
y la guerra en el Carso y la Resistencia.
Por
esta tricolor mi tatarabuelo materno, Giobatta, luchó en Curtatone y en
Montanara y quedó horrendamente desfigurado por un trabucazo austriaco. Por
esta tricolor, mis tíos paternos soportaron todo tipo de penalidades en las
trincheras del Carso. Por esta tricolor, mi padre fue arrestado y torturado en
Villa Triste por los nazi-fascistas. Por esta tricolor, toda mi familia hizo la
Resistencia. Una Resistencia que hice incluso yo. En las filas de Justicia y
Libertad, con el nombre de guerra de Emilia. Tenía 14 años. Cuando al año
siguiente, me dieron el alta en el Ejército Italiano-Cuerpo de Voluntarios de
la Libertad, me sentí tan orgullosa. ¡Jesús y María, había sido un soldado
italiano! Y cuando me informaron de que, al darme de alta, me correspondían
14.540 liras, no sabía si aceptarlas o no. Me parecía injusto aceptarlas por
haber cumplido mi deber con la patria. Pero las acepté. En casa, nadie tenía
zapatillas. Y con ese dinero compramos zapatillas para mí y para mis hermanas.
Naturalmente,
mi patria, mi Italia, no es la Italia de hoy. La Italia jaranera, cazurra y
vulgar de los italianos que piensan sólo en jubilarse antes de los 50 y que sólo
se apasionan por las vacaciones en el extranjero y por los partidos de fútbol.
La Italia tonta, estúpida, pusilánime de esas pequeñas hienas que, por
estrechar la mano de una estrella de Hollywood, venderían a su propia hija a un
burdel de Beirut, pero si los kamikazes de Osama bin Laden reducen miles de
neoyorquinos a una montaña de cenizas que parece café machacado, dicen
contentos: «Les está bien empleado a los americanos».
La
Italia escuálida, cobarde, sin alma, de los partidos presuntuosos e incapaces
que no saben ni ganar ni perder, pero saben como pegar los grasientos traseros
de sus representantes a las poltronas de diputados, de ministros o de alcaldes.
La Italia todavía mussoliniana de los fascistas negros y rojos que te inducen a
recordar la terrible profecía de Ennio Flaiano: «En Italia, los fascistas se
dividen en dos categorías: los fascistas y los antifascistas». Tampoco es la
Italia de los magistrados y de los políticos que, ignorando la consecutio-temporum,
pontifican desde las pantallas televisivas con monstruosos errores de sintaxis.
Tampoco es la Italia de los jóvenes que, teniendo tales maestros, se ahogan en
la ignorancia más escandalosa, en la superficialidad más ingenua y en el vacío
más absoluto. De ahí que a los errores de sintaxis ellos añadan los errores
de ortografía y si les preguntas quiénes eran los Carbonarios, quiénes eran
los liberales, quién era Silvio Pellico, quién era Mazzini, quién era Massimo
D'Azeglio, quién era Cavour, quién era Victor Emmanuel II, te miran con la
pupila cerrada y la lengua floja. No saben nada. Como máximo, estos pequeños
idiotas sólo saben recitar los nombres de los aspirantes a terroristas en
tiempos de paz y de democracia, ondear las banderas negras y esconder el rostro
detrás de pasamontañas. Ineptos.
Y
tampoco me gusta la Italia de las chicharras que, después de leer esto, me
odiarán por haber escrito la verdad. Entre un plato de espaguetis y otro, me
maldecirán, desearán que sea asesinada por uno de sus protegidos, es decir,
por Osama bin Laden. No, no. Mi Italia es una Italia ideal. Es la Italia que soñaba
de muchacha, cuando fui dada de alta del Ejército Italiano-Cuerpo de
Voluntarios de la Libertad, y estaba llena de ilusiones. Una Italia seria,
inteligente, digna y valiente y, por lo tanto, merecedora de respeto. Y cuidado
con el que me toque a esa Italia o con el que se ría o se burle de ella.
Cuidado con el que me la robe o con el que me la invada. Porque para mí es lo
mismo que los que la invaden sean los franceses de Napoleón, los austriacos de
Francisco José, los alemanes de Hitler o los comparsas de Osama bin Laden. Y me
da lo mismo que, para invadirla, utilicen cañones o pateras.
Te
saludo afectuosamente, mi querido Ferrucio, y te advierto: no me pidas nada
nunca más. Y mucho menos que participe en polémicas vanas. Lo que tenía que
decir lo dije. Me lo han ordenado la rabia y el orgullo. La conciencia limpia y
la edad me lo han permitido. Pero ahora tengo que volver al trabajo y no quiero
ser molestada. Punto y final.
FIN