28 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
7-13

 

7. ENC/EU/A-H 

Bajo esta descripción se nos hace una revelación asombrosa: la constante presencia de Cristo en el prójimo, en cada persona necesitada: lo que, hacemos a cualquiera, se lo hacemos a él; lo que dejamos de hacer a cualquiera, dejamos de hacérselo a él. Ser cristiano es amar con el amor efectivo que consiste en servir, consolar, acompañar, compartir, dar lo que sea preciso, a cada hombre de carne y hueso con quien tropezamos, con la certeza de que en cada hombre, tropezamos con Cristo.

La encarnación del Verbo ha sido tan profunda en la naturaleza humana que donde haya un hombre que reclama nuestra atención, allí está presente el Dios hecho hombre, Jesucristo, el Salvador.

La Eucaristía es el sacramento de la proximidad de Cristo por amor. Participar en ella es aceptar su amor que nos hermana, nos une a todos en Cristo y nos compromete al servicio mutuo.

Hay que saber ir de Cristo en la eucaristía a Cristo en el prójimo. La eucaristía que no nos hace amar más al prójimo y servirle de un modo concreto, denuncia nuestra falsa participación en ella. No se nos preguntará en el juicio simplemente si hemos ido a misa o no, si hemos tenido muchas eucaristía bonitas, se nos preguntará si nos han servido para amar más concretamente el prójimo.

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8. ASC/AUSENCIA

Jesús "reconocerá" como suyos a aquellos que hayan sabido "reconocerlo" en sus diversos disfraces.

No basta conocer a Cristo. Hay que reconocerlo.

Desgraciadamente y con mucha frecuencia nos obstinamos en fabricar una imagen de Dios. Y si Dios se presenta "distinto" de esa imagen, no lo acogemos.

Buscamos a Dios "fuera", mientras él está presente en nuestra vida.

Aguzamos la vista porque lo consideramos lejano. Y está muy cerca, nos pasa al lado.

Lo imaginamos en las nubes. Y nos cruzamos con él en el camino.

Estamos siempre a la espera de lo sublime, de lo extraordinario.

Y él se pone la ropa de cada día. Simple, a nuestro alcance. Casi hasta banal.

Nuestro rechazo, en concreto, es un rechazo de la encarnación.

Rechazo de ver a Dios que se revela en un rostro de hombre.

Cristo, lo hemos tenido que entender, no ha abandonado la tierra el día de la ascensión. No debemos confundir -ésa precisión es de L. Evely- la desaparición con la partida. La partida comporta una ausencia. Pero la desaparición provoca una presencia escondida. Jesús no se ha ido. Permanece aquí abajo. Simplemente se ha escondido. Se ha disfrazado, adoptando un aspecto ordinario.

Entonces, la distracción se convierte en un verdadero peligro para el cristiano. Alguna "persona piadosa" en las confesiones se acusa de las "distracciones durante la oración". Y no pensamos en las distracciones que tenemos a lo largo del camino. Cuando una infinidad de veces rozamos a Cristo, y no nos damos cuenta. No lo reconocemos. Tiene el inconveniente de tener un rostro "demasiado conocido". El rostro del harapiento, del niño, del colega, de la cocinera, del parado, del marido, de la esposa, de la mujer de la limpieza, del forastero, del enfermo, del individuo mal vestido, del preso. Nosotros, que conocemos esos rostros demasiado bien, no sabemos reconocerlo.

Y él continúa estando en el exilio, cuando está en casa. Y nosotros peligramos de no ser "reconocidos" por él en el último día. Porque jamás hemos tenido algo que ver con él. Le hemos dado con la puerta en las narices. No le hemos prestado un mínimo de atención. Lo hemos considerado un extraño. No hemos advertido su "presencia real" en el sacramento de los hermanos, de los pequeños, de los pobres. (...). Dame ojos nuevos para verte, para reconocerte en todos los rostros que se cruzan en mi camino.

Equípame de ojos nuevos. Los ojos de antes ya no me sirven. Tengo necesidad de ojos nuevos para reconocerte, desde el momento en que tú has cogido la costumbre de viajar de incógnito y de parecer siempre... otro.

...Y no me dejes caer en la distracción. Más líbrame del descuido.

ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO A
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1986.Pág. 241


9.

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

-El Hijo del hombre, pastor que separará las ovejas de las cabras (Mt 25, 31-46) El año litúrgico concluye con una visión de gloria. Evoca la retribución final, y quizá la perspectiva del juicio oscurece el esplendor glorioso de esta venida del Hijo del hombre. Dejando de lado el problema literario de la descripción de este triunfo del Hijo del hombre, hay que ir al núcleo de lo que san Mateo quiere enseñarnos aquí.

Al leer objetivamente su texto, al oírlo proclamar de parte del Señor, mejor aún, al Señor mismo hoy en su Iglesia, constatamos que el juicio hecho por este Rey de gloria se basa únicamente en la caridad: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis". Para entrar en el Reino, el Señor enuncia una sola exigencia: el amor al otro.

¿Cómo entender la expresión "uno de estos mis humildes hermanos"? Porque la significación del amor exigido para la entrada en el Reino depende de su objeto, señalado aquí concretamente por Cristo. Es difícil identificar cuáles son esos pequeños, esos hermanos, de los que habla Cristo. En efecto, el término "hermano", en san Mateo, lo mismo que en los otros, concierne a los miembros de la comunidad eclesial (Mt 18, 15.21.35; 23, 8). Sin embargo, la palabra se emplea también en un sentido mucho más amplio y designa a todos los hombres (Mt 5, 22-24; 7, 3.4). Pero también a los discípulos se les llama "hermanos" (Mt 12, 50, 28, 10). En nuestro texto, la expresión es más precisa: "estos 'mis' humildes hermanos". En este caso, repetido dos veces, se trata, sin posible equívoco, de los discípulos (Mt 12, 49; 28, 10). He aquí estas citas: "Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos" (Mt 12, 49); "id, avisad a mis hermanos que salgan para Galilea; allí me verán" (Mt 28, 10). Con esta indicación, estamos autorizados a pensar que Jesús se refiere aquí a sus discípulos.

Queda la expresión "estos humildes (pequeños)" que son mis hermanos. Se trata, parece, de los discípulos, llamados así frecuentemente, aunque la expresión se aplique también al cristiano. Podemos dar un vistazo rápido a los textos en los que san Mateo emplea esta expresión: "El más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él" (Mt 11, 11). Se trata del testimonio de Jesús acerca de Juan Bautista: "En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos es mayor que él". Esto no afecta a la grandeza de la persona del Precursor mismo. Se comparan dos situaciones: antes y después del Reino. El que forma parte del Reino, está en una situación completamente distinta; el tiempo del Reino está por encima de todo lo que le ha precedido. "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños" (Mt 11, 25). Evidentemente, se trata del pobre y del humilde. Y en otro contexto: "Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños... De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 10-14). Aquí se trata de los niños.

Pero hay un texto que podría ilustrarnos más: "Todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños" (Mt 10, 42). El significado de la palabra no puede dejar duda. Nos encontramos en la conclusión del discurso misionero de Jesús. Hablando a sus discípulos, les dice: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado". Y también: "Quien recibe a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá" (Mt 10, 40-41). Estamos, pues, en un contexto de retribución, como en el texto proclamado hoy, y se trata de enviados. Más aún, Jesús precisa: "Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa". La correspondencia entre la expresión "pequeño" y "discípulo" es evidente. Se trata de la acogida hecha a los discípulos en nombre de Cristo.

Podemos, por lo tanto, preguntarnos si en el pasaje que oímos proclamar hoy, no se trata de los discípulos que deben ser acogidos. Si esto es exacto, tal acogida encuentra su recompensa en el cielo.

En seguida se ve cómo una homilía que quisiera insistir exclusivamente en la exigencia del amor y el sentido de los demás para la entrada en el Reino, dejaría de lado elementos importantes y correría el riesgo de falsear gravemente los puntos de vista. Porque se trata de acoger a los enviados de Cristo que son otros "él" y en ese caso, se comprende que es a él a quien se da un vaso de agua, al darlo a uno de sus enviados. Hay, pues, además de la caridad, una actitud de acogida que supone la fe; no se acoge únicamente al misionero enviado por Cristo, sino también su doctrina y su palabra.

-El Señor juzgará entre oveja y oveja (Ez 34, 11-17) No convendría desviarnos demasiado de la finalidad de la proclamación de las lecturas de hoy. Se trata en ellas ante todo de un Rey que viene a juzgar. Pero es un Rey y un juez que no encuentra parecido en la tierra. Porque no se contenta con juzgar ni con condenar, sino que su preocupación es salvar y dar reposo. Es un juez en busca de la oveja perdida; venda a la que está herida; da fuerzas a la que es débil. El Señor que viene el último día es, pues, ese pastor, el más auténtico pastor de todos los pastores. El juicio es una justificación; es restablecimiento de la justicia.

En cuanto a nosotros, los cristianos, sabemos que la vida sacramental nos conduce hacia ese juicio hecho por el Rey de los pastores; está preparado nuestro destino, y hacia él caminamos sin angustia.

El Señor es mi pastor,
nada me falta;
en verdes praderas me hace recostar (Sal 22).

-El definitivo reino del Rey de gloria (1 Co 15, 20-26.28)

Este texto se inscribe en la instrucción de san Pablo sobre la resurrección de los muertos. Oímos que se proclama una especie de gran apocalipsis. Contemplamos un gran fresco de la resurrección en el que, en Cristo, todos resucitan, pero cada uno en su rango. Gran apoteosis, donde Cristo devuelve su poder real a su Padre, una vez acabada su obra y destruidos todos los poderes del mal. Habiendo el Hijo sometido todo, incluida la muerte, devuelve su poder al Padre, y Dios será todo en todos.

Esto no significa que la realeza de Cristo sea temporal y que se detenga en el momento en que termina el tiempo de la historia, más bien hay que ver en las afirmaciones de san Pablo una forma metafórica de mostrar que toda la actividad de Cristo, que su Misterio pascual no tiene por finalidad sino recapitular todo en Dios. Nos encontramos ahora en un reinado nuevo.

Ciertamente, las lecturas de hoy pueden encontrarnos poco preparados para comprenderlas con facilidad y su estilo nos resulta también extraño. Sin embargo, la enseñanza de san Mateo y de san Pablo a su comunidad sigue siendo actual para nosotros, hoy, en nuestro tiempo. El tiempo de la Iglesia y el propio tiempo histórico de cada uno se desarrolla en función de ese juicio y del fin de los tiempos, cuando todo será por fin sometido a la realeza de Dios. Tenemos que llenar este tiempo histórico amando, acogiendo la Palabra y a los que la proclaman, viviendo en la perspectiva de un juicio que el Rey ha de hacer sobre nosotros, pero que es más construcción y justificación que condenación, ya que nos esforzamos por vivir en la caridad y en la fe, escuchando a los que Cristo envía y poniendo en práctica su palabra.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 110 ss.


10.

La parábola del juicio final es el término natural de toda la construcción literaria del discurso escatológico de Mateo. No habla de la resurrección de los muertos -que da por supuesta-, ni de las transformaciones que experimentarán los difuntos al ser revestidos de las cualidades gloriosas. San Pablo dedica todo un capítulo a ello (I Cor 15). Aquí sólo se presenta el hecho de Cristo, juez del universo -tomando para sí un atributo divino-, en el momento de sentenciar pública y definitivamente a toda la humanidad.

Nos invita a mirar la historia humana desde su final; ese momento en que todos y cada uno nos encontraremos en completa desnudez con nosotros mismos y con nuestras obras, y que, por ello, debe iluminar el verdadero significado de nuestras vidas.

No será necesario un largo proceso judicial: cada uno presentará sus obras; y esas obras serán el dictamen final. Interpretemos desde él nuestra vida ya desde ahora si no queremos equivocarnos.

Es un relato imaginario que nos quiere sintetizar lo que significaban las repetidas exhortaciones anteriores a la vigilancia. Prepararse para la venida del Señor significa prepararse para ser juzgados según los criterios que aquí se exponen. La descripción es sobria y está estructurada en dos partes paralelas y antitéticas.

1. La última prueba será sobre el amor : J/JUEZ

La parábola nos describe la llegada de Jesús para el juicio.

Viene como juez para concluir la historia de la humanidad. Ser juez significa que él es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Aunque no se sepa, es bueno lo que se hace según sus criterios y malo lo que va en contra.

La colocación a la derecha o a la izquierda es convencional.

Es una imagen que recuerda al pastor que, al caer la tarde, reúne a su rebaño y coloca a su derecha lo mejor, según el uso rabínico de casos de separación. Una colocación que supone que el juicio ya ha sido realizado. A continuación nos dará las razones que lo han motivado.

El examen va a ser sobre el amor, aunque no se pronuncie esa palabra. La traduce en seis actitudes que concretan lo que significa amar. Asombra que no se haga en ellas ni una sola alusión a conductas específicamente religiosas o cultuales. Cada uno es declarado justo o es rechazado según haya servido a los demás o se haya evadido de hacerlo. Jesús invita a los de la derecha a entrar en posesión del reino a causa de sus obras en favor de sus hermanos: en favor suyo, al haberse hecho él solidario de todos los que tienen alguna necesidad de ayuda.

La supresión de todo poder opresor y la implantación de la única ley del amor, serán la tarea del hombre en la historia. Las palabras son claras y no sorprenden a los que hayan escuchado o leído con atención el sermón de la montaña, o las parábolas sobre el reino y sobre la vigilancia, o las increpaciones a los hipócritas... Las palabras no sirven para nada si no se llevan a la práctica. Una idea machaconamente repetida por los evangelistas: lo esencial de la vida cristiana no es decir, y ni siquiera confesar a Jesús de palabra, sino practicar el amor concreto a los hambrientos y sedientos, a los forasteros, a los desnudos, a los enfermos, a los presos. Esta es la voluntad de Dios. Esta es la vigilancia. El reino de Dios se hace presente allí donde los hombres se tratan como hermanos, compartiendo lo que tienen y son con los que les rodean. Es un reino que no tiene nada que ver con la fuerza, ni con el dinero, ni con el prestigio...

Los que están a la izquierda no han actuado. La indigencia del prójimo no les ha conmovido, no les ha impulsado a ayudarles. No podemos hacernos ilusiones: no se trata de buenas intenciones, de buenas palabras, de muchas reuniones y actos de culto, de muchos sacramentos... Se trata de hechos. de obras. Solamente vale lo que cada uno ha hecho, y no lo que ha pensado, o creído, o dicho.

El peligro de no pertenecer al reino no nos viene tanto por lo que hacemos mal -aunque también influya- como por lo que dejamos de hacer. Cada persona que no es amada suficientemente o que no recibe la ayuda que podríamos prestarle; nuestra inhibición de los problemas vecinales, comarcales...; nuestra despreocupación por los problemas de los países del tercer mundo..., nos están impidiendo pertenecer al reino de Dios. El egoísta, el que vive para sí mismo, será exterminado. Todo lo que dejamos de hacer en favor de los demás es lo que más nos aleja de Jesús.

El "diablo", que ha ido apareciendo en los textos evangélicos con distintos nombres -Satanás, demonio, el malo, Belcebú, diablo-, es siempre el símbolo del poder opresor, símbolo de todo lo que trata de impedir a los hombres serlo de verdad y en plenitud.

2. Aunque no se sepa

Unos y otros preguntan asombrados cuándo le han visto y le han servido o no le han ayudado. El gesto de sorpresa no debe extrañarnos. A los que no leen asiduamente los textos evangélicos -¿cuántos cristianos lo hacen?- les parece absurdo que una religión ponga en estas "nimiedades" su fundamento. Para los que sí los leen y los profundizan, ya hemos dicho que es la conclusión más lógica.

Jesús recibirá en su reino a todos los que han construido amor en este mundo, aunque no supieran que actuando así manifestaban su amor al propio Jesús y cometan errores. La pertenencia al reino no exige el conocimiento explícito de Cristo ni de Dios, sino únicamente la acogida concreta del hermano necesitado, individuos y pueblos.

Jesús de Nazaret se ha identificado con los que sufren injusticia, cualquiera que ésta sea; con los que malviven explotados por los demás. ¡Cuándo terminaremos de entenderlo y comenzaremos a obrar en consecuencia!

Los cristianos no tenemos la exclusiva del reino de Dios ni la exclusiva del servicio a Dios. El reino de Dios se extiende más allá de nuestras fronteras: se encuentra dondequiera que haya hombres capaces de amar y de servir a los hermanos. Lo que uno ha hecho a otro, lo ha hecho a Jesús y a Dios. Ya no tiene importancia si lo sabía o no, si quería o no servir en él a Jesús y a Dios. Al fin se manifiesta que todo servicio al amor fue servicio al Padre.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Pág. 125-127


11.

Los cristianos llevamos veinte siglos hablando del amor. Repetimos constantemente que el amor es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Afirmamos que desde el amor será pronunciado el juicio definitivo sobre todas las personas, estructuras y realizaciones de los hombres.

Sin embargo, con ese lenguaje tan hermoso del amor podemos estar ocultando con frecuencia el mensaje auténtico de Jesús, mucho más directo, sencillo y concreto. Es sorprendente observar que Jesús apenas pronuncia en los evangelios la palabra «amor». Tampoco en esta parábola que nos describe la suerte final de los hombres. Al final, no se nos juzgará de manera general sobre el amor, sino sobre algo mucho más concreto: ¿Qué hemos hecho cuando nos hemos encontrado con alguien que nos necesitaba? ¿Cómo hemos reaccionado ante los problemas y sufrimientos de personas concretas que hemos ido encontrando en nuestro camino? Lo decisivo en la vida no es lo que decimos o pensamos, lo que creemos o escribimos. No bastan tampoco los sentimientos hermosos, la compasión o las protestas estériles. Lo importante es ayudar a quien nos necesita.

La mayoría de los cristianos nos sentimos satisfechos y tranquilos porque no hacemos a nadie ningún mal especialmente grave.

Se nos olvida que, según la advertencia de Jesús, estamos preparando nuestro fracaso final, siempre que cerramos nuestros ojos a las necesidades ajenas o eludimos cualquier responsabilidad que no sea en beneficio propio o nos contentamos con criticarlo todo, sin echar nunca una mano a nadie.

La parábola de Jesús nos obliga a hacernos preguntas muy concretas: ¿estoy haciendo algo por alguien? ¿a qué personas puedo yo prestar ayuda? ¿qué hago yo para que reine un poco más de justicia, solidaridad y amistad entre nosotros? ¿qué más podría hacer? La última y decisiva enseñanza de Jesús es ésta: el reino de Dios es y será siempre de los que aman al pobre y le ayudan en su necesidad. Esto es lo esencial y definitivo. Sólo que, como dice Saint-Exupéry, «lo esencial es invisible a los ojos» y queda oculto para quienes no saben amar gratis.

Un día se nos abrirán los ojos y descubriremos con sorpresa que el amor es la única verdad y que Dios reina allí donde hay hombres y mujeres capaces de amar y preocuparse por los demás.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 129 s.


12.

1. Jesús-necesitado: un espejo que juzga

Con la fiesta de hoy, Cristo Rey, cerramos el año litúrgico y nos disponemos a comenzar el tiempo de Adviento. Esta fiesta es de las más recientes de la liturgia y alguno podrá preguntarse qué sentido tiene. Efectivamente, ya hemos celebrado el Viernes Santo la realeza de Jesucristo, rey de la verdad y del amor; lo hicimos en Pascua y Ascensión, cuando el Padre lo exaltó como Señor de lo creado y Cabeza de su Iglesia. ¿Por qué hoy esta fiesta, cuando incluso todos los domingos celebramos «el día del Señor»? Sabemos que esta fiesta introducida por Pío XI en nuestro siglo no estaba exenta de cierta connotación político-social en un momento en que la vida moderna culminaba su proceso de laicización. La fiesta fue una llamada a los cristianos para que revitalizaran la conciencia cristiana de la sociedad y, al mismo tiempo, una insinuación a los Estados para que no marginaran a la Iglesia en la decisión de los graves conflictos que aquejaban al mundo. Mas, sean cuales fueren los reales motivos, lo cierto es que hoy esta festividad es una buena oportunidad para cerrar un año de reflexiones centrando toda nuestra atención en quien es el eje de nuestra fe: Jesucristo Salvador.

Durante todo este año nos hemos dedicado a repensar las mil facetas del Reino de Dios, Reino cuya máxima manifestación fue la persona y la obra de Jesucristo.

El Evangelio, a su vez, no solamente nos invita a cerrar este año litúrgico, sino también a mirar la historia desde su final, ese punto omega en que cada hombre se encontrará en completa desnudez consigo mismo y con sus obras, espejando su vida en la de Jesucristo. Ese momento arroja luz sobre el significado de nuestra vida, y éste es el motivo por el cual la liturgia nos enfrenta hoy con un texto lleno de imágenes antiguas hoy caídas en desuso. Lo que se narra en el texto es como la clave para que leamos nuestra vida sin temor a equivocarnos.

El texto nos introduce al final de los tiempos, a la hora última de nuestra vida, momento trans-histórico en el que cada uno podrá mirar atrás y asumirse tal cual es. Delante de nosotros está Jesús, el Hijo del Hombre, sentado para el juicio. Es nuestro espejo, por lo que no hace falta un largo proceso judicial: simplemente cada uno presentará sus obras. Y esas obras son el dictamen final.

Y es aquí donde el Evangelio se proyecta en toda su originalidad: el criterio para sentirse salvados o no, no es otro que nuestra actitud hacia los pobres, los humildes, los necesitados y marginados sociales. Asombra que no exista una sola alusión a conductas específicamente religiosas o cultuales. Es más: Jesús se identifica con el hombre necesitado de todos los tiempos y condiciones, afirmando que todo acto en favor de quien sufre soledad, hambre, cárcel, etc., es aceptado como si se lo hicieran a él mismo. Estamos por lo tanto, ante un juicio divino muy especial: los verdaderos jueces son los hombres necesitados que miden nuestra capacidad de amor y de entrega. Así queda al descubierto si nuestro seguimiento de Jesucristo fue auténtico o no. En efecto, la primera lectura, tomada del profeta Ezequiel, nos habla del verdadero pastor cuya única preocupación es el cuidado de las ovejas dispersas, abandonadas, heridas, débiles o enfermas. Así se comportó Jesús durante toda su vida, y ése debe ser el comportamiento de los que lo reconocen como pastor y rey.

En realidad, no se añade hoy ninguna novedad a lo ya reflexionado durante todo este año, pero si una confirmación y síntesis: Jesús es rey al modo del pastor solícito que se brinda totalmente por la vida de sus ovejas.

Su Reino no tiene que ver nada con la fuerza, con la política, con el poder sobre los hombres, con los negociados, con el prestigio internacional. Su Reino se hace presente allí donde los hombres se tratan como hermanos dando de sí lo que otros no tienen. ¿Tendremos un premio especial los cristianos? Si de premio se trata, será el mismo que el de aquellos que «sin conocer a Jesucristo» amaron al prójimo como a sí mismos. El relato de Jesús se hace eco de la sorpresa de los «benditos que están a la derecha del Señor», que estuvieron viviendo en el Reino de Dios, aun sin saberlo conscientemente.

Así, pues, la fiesta de hoy no es la exaltación de un «patriotismo católico» o de cierto fanatismo religioso, sino más bien al contrario: es la exaltación del reinado del amor sobre todas las cosas. Que hayamos hecho de «Cristo Rey» la bandera para ciertos actos de violencia y para un fratricida derramamiento de sangre, nos dice hasta qué punto hemos olvidado esta página del Evangelio, que no es única, sino que corrobora toda la temática del Evangelio.

2. Las fronteras del Reino...

Durante todo este año hemos reflexionado a partir de un eslogan que el tiempo fue justificando: «Cruzar la frontera».

Hoy podemos hacer una breve síntesis de lo dicho y pensado, dando por finalizado este ciclo de diálogos en la fe. ¿Cuál es la frontera que se nos invitó a cruzar? No es otra que la frontera que Jesús invitó a cruzar a quienes lo escuchaban: la frontera del Reino de Dios, siempre un poco más allá de ese mojón que nosotros nos empeñábamos en colocar como límite a nuestro esfuerzo de búsqueda.

¿Hemos logrado cruzar esa frontera? Si hemos meditado bien en las palabras del Evangelio, seguramente descubriremos que quien diga que ya la ha cruzado, permanece fuera... Cruzar la frontera del Reino es la tarea constante y permanente del hombre. Si la vida es dinámica, si la historia es dinámica..., no menos dinámico es el Reino de Dios. Su frontera se expande creciendo en el interior del hombre y en el interior de la sociedad. Por eso dijimos que es la utopía del cristiano: es lo que aún no tiene lugar en nuestro esquema porque es más grande que nuestro miope esquema.

La permanente tentación que nos acecha es la de reducir la energía del Reino según nuestra pobre medida, la de encerrarlo como una garantía de seguridad, la de cosificarlo en elementos que hoy nos parecen importantes pero que mañana no lo serán para otros, la de fosilizarlo en estructuras que creemos universales cuando no pasan de ser el fruto de nuestro pequeño círculo...

Descubrimos así dos maneras de afrontar el cristianismo: desde la perspectiva del Reino de Dios, valor absoluto; o desde nuestra propia perspectiva, limitada en el tiempo y en el espacio. Al ser cristianos nos sentimos miembros de la comunidad-Iglesia. Eso es un bien para nosotros, pero en tanto en cuanto lo relacionemos y lo supeditemos a un plan divino que abarca a toda la humanidad que también está llamada a participar del Reino por caminos oscuros y desconocidos para nosotros.

Para un cristiano, la pertenencia a la Iglesia es la manera de vivir el Reino, la forma de asumir su compromiso de servicio a la humanidad. Pensemos en el evangelio de hoy: nosotros desde nuestra comunidad hemos de servir a Cristo presente en ese "cualquiera" que convive con nosotros.

De esta manera, nuestra pertenencia a la Iglesia no es una barrera que nos aísla de los demás, sino todo lo contrario, la forma que tenemos de ir hacia ellos. Esto es posible si no colocamos barreras y fronteras... Si las colocamos, son nuestras, y nuestra es la responsabilidad.

Las fronteras del Reino son tan amplias y generosas como amplio e infinito es el amor de Dios, tal como se ha manifestado en Jesucristo, el rey coronado de espinas y colgado de una cruz.

Las fronteras nos han llevado a muchos callejones sin salida, a puntos muertos de los que no sabemos cómo escapar. La solución es simple aunque dura y dolorosa: romper nuestra barrera interior, amasada en largos años de experiencia personal y en largos siglos de frutos heredados.

De ahí la insistencia permanente de Jesús: convertirse, cambiar de vida, modificar criterios...

Y una última reflexión: no basta que el Evangelio pase por nuestro cerebro y juicio racional. No basta afirmar que ahora vemos más claro que antes. Nuestras reflexiones no son clases de religión ni gimnasia metafísica. Son simplemente una llamada para que cada uno se mire a sí mismo y dé la respuesta que puede y quiere dar.

El Reino viene pero no nos caza tendiéndonos una trampa..., sólo llama e invita. Llama silenciosamente como a los humildes a quienes se refiere el evangelio de hoy, a quienes se ayuda sin sentir ni siquiera que fuese la llamada del Reino.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3º
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1977.Págs. 351 ss.


13.

1. «Tuve hambre y me disteis de comer".

El Año Litúrgico termina con la gran descripción del juicio final. Cristo aparece en el evangelio como «rey» de la humanidad, sentado en «el trono de su gloria». Dos motivos configuran este imponente cuadro: el primero y central es que todo lo que hacemos o no hacemos con el más humilde de nuestros hermanos, lo hacemos o lo dejamos de hacer con Cristo. Esto contiene ya el segundo motivo: si el primero vale como criterio absoluto, debe producirse también una separación absoluta de los que son juzgados, debe haber una derecha y una izquierda, una recompensa eterna y un castigo eterno. El segundo motivo depende, pues, del primero, que constituye la enseñanza decisiva de toda la escena dramática: el rey glorioso, que es el que juzga, se siente solidario de los más humildes (que no por ello son menos respetables): de los hambrientos, los sedientos, los forasteros y los sin techo, de los desnudos, los enfermos y los presos. El es rey sólo en esta solidaridad, como el que realmente ha descendido a las situaciones humanas más bajas y humillantes, y las conoce perfectamente. Al final de su vida todo hombre será examinado de esto y por este juez, por lo que cada uno de nosotros tendrá que meditar muy seriamente sobre esto: cuando se encuentra con los hombres más miserables, se está encontrando ya con el propio juez. Todos nosotros somos como hombres miembros de un mismo cuerpo, que son esencialmente solidarios, y por ello debemos serlo también consciente y moralmente. Tú debes «partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que va desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,7).

2. «Tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies».

La imagen final de la segunda lectura no sólo muestra la soberanía universal que el Hijo ejerce a lo largo de la historia del mundo, sino que ofrece además la esperanza de que también se conseguirá el sometimiento de todos los enemigos, «de todo principado, poder y fuerza», por lo que cuando el Hijo devuelva al Padre la obra realizada por él, para que «Dios» pueda ser «todo para todos», no le llevará ningún enemigo que pueda rebelarse contra Dios.

3. Pero no podemos excluir alegremente el motivo de la separación. "Buscaré las ovejas perdidas", dice Dios como pastor de la humanidad en la primera lectura, y «vendará a las heridas, curará a las enfermas», las apacentará «debidamente» a todas. A pesar de ello el juicio divino no será una amnistía general, sino que Dios «juzgará entre oveja y oveja» o (como se dice poco después): «Yo mismo juzgaré el pleito de las reses gordas y las flacas. Porque embestís de soslayo, con la espaldilla, y acorneáis a las débiles» (Ez 34,20s). El amor con el que Dios apacienta a su rebaño no puede ser ajeno a la justicia, pero el Antiguo Testamento tampoco dice que Dios ejerza su justicia sin amor.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 119 s.