35 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXXII
CICLO C
10-17

 

10. MU/V:

"Vida y muerte" no es una serie: primero la vida, después la muerte. Tampoco es, por lo tanto, una serie fatalmente irreversible: vivir para morir. "Vida y muerte", si bien se mira, es una confrontación, un combate: la vida contra la muerte y la muerte contra la vida, irreconciliablemente, minuto a minuto y en cada instante mientras no se decida todo para vida o para muerte.

Pues la muerte no es simplemente lo que aún ha de acaecer a los vivos en un final cierto e indefinido, sino lo que les sucede ya apenas nacen: lo que va mortificando los deseos de la voluntad y la fuerza de los brazos, el alma que piensa y el cuerpo que realiza. La muerte acosa constantemente a la vida. Pero la vida, a su vez, no es tampoco y simplemente lo que sucede al margen y más acá de la muerte, lo que pasa sin pena ni gloria y cesa al fin cuando le llega la hora, sino más bien lo que acontece contra la muerte y a pesar de ella, lo que pasa en la muerte e incluso a través de la muerte: la vida se defiende con esfuerzo, avanza en su quehacer y se hace sobre todo en el morir como acto suyo supremo.

Si la vida y la muerte están encaradas, frente a frente, lo que llamamos la agonía no puede ser otra cosa que el último duelo y el enfrentamiento decisivo en la lucha sin cuartel de la vida contra la muerte. Así que, la hora de la muerte, es también la hora de la vida. No todos los hombres viven y mueren de la misma manera. Pues hay un modo de vivir que es un ir muriendo sin remedio, y otro modo de morir que es ya vivir eternamente. Hay hombres que "se dan a la vida", es decir, que se entregan a la muerte como unos vencidos de antemano. Son aquellos que dicen: "Comamos y bebamos que mañana moriremos".

Tales hombres mueren ya todos los días, ¿pues qué vida es esta de comer y beber sin mayor esperanza? Para el que no tiene otro ideal que este de satisfacer su egoísmo, todas las horas son muertas, vacías y absurdas, sin algún sentido que les dé consistencia, todas pasan rápidamente y son presas de la muerte que las engulle para siempre. Los que "se dan a la vida" llegan muertos a la muerte, sin la fuerza de la esperanza, y entonces se descubre la vanidad y el fraude de lo que en el mundo se llama "buena vida". Dice San Juan: "El que no ama está muerto" (1 Jn 3, 14 b), muerto sin remedio.

Muy distinta es la vida buena y verdadera de los que han aprendido a matar el egoísmo que engendra la muerte. Son hombres que están dispuestos a dar la vida por los demás y, al dar la vida, la ganan. Todo tiene sentido para ellos, hasta la misma muerte y precisamente la muerte, pues el amor lo llena todo de vida eterna: "El amor permanece" (1 Cor. 13, 13). Así vivió Jesús, y vive para siempre: ¡Resucitó! También "nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos" (1 Jn. 3, 14 a). El que vive en el amor va rescatando su tiempo para la vida eterna, invade con fuerza los dominios de la muerte y la ahuyenta para darle alcance y derrotarla en el momento decisivo. Entonces la vida devora a la muerte: "La muerte ha sido devorada por la victoria (de la vida). ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" (1 Cor.15, 54 s.).

Cada uno de los momentos de nuestra existencia está por decidir, abierto a la vida o a la muerte. Cuando no hay amor el tiempo pasa en vano, es tiempo perdido, tiempo muerto, una a una se van gastando nuestras posibilidades sin dar frutos de vida eterna; pero si hay amor, todo se salva en la gloria de la vida. El amor lleva consigo una esperanza victoriosa: pasa el tiempo pero no pasa en vano, queda la vida.

¿Qué significa para los discípulos de Jesús creer en la vida eterna, en la resurrección de los muertos? Significa creer que la vida verdadera es amor y que el amor no muere nunca, porque es más fuerte que la muerte. Significa permanecer en el amor a Dios y en el amor al prójimo, en el Mandamiento del Señor. Dios, que es Dios de vivos y no de muertos, es Amor. Los que aman son ya hijos del Dios vivo, del Amor, y viven, no morirán para siempre.

Los que aman son fieles a Dios y a la vida, al Amor, son los testigos capaces de resistir y de perder el miedo a los que sólo pueden matar el cuerpo. Saben que resucitarán. Aunque no tenemos la experiencia completa de lo que será la vida eterna cuando llegue la resurrección de la carne, la podemos presentir de alguna forma en "el consuelo permanente y en la gran esperanza que el Padre nos ha regalado". Pues hay una vida eterna que ya ha triunfado definitivamente de la muerte, es la que todavía esperamos; pero esa misma vida eterna, anticipada por la esperanza, está ya luchando en nosotros y venciendo a la muerte allí donde el amor vence al egoísmo.

La esperanza de la vida eterna no es propiamente la esperanza de lo que aún no tenemos en absoluto, sino más bien la misma vida eterna en estado de esperanza y de ocultamiento hasta que llegue el día de dar a luz. Ahora padecemos y morimos, pero todos nuestros dolores son dolores de parto.

La historia ejemplar de aquella madre con sus siete hijos que se dejan matar antes que quebrantar la voluntad de Dios habla muy alto de la fuerza de la esperanza y del triunfo de la verdadera vida sobre los poderes de la muerte. Nuestra comunidad de creyentes venera con respeto a estos héroes, a estos santos de la resistencia. Sabemos que los saduceos, que no creían en la resurrección, eran hombres vendidos a los caprichos de los romanos, unos pobres colaboracionistas que traicionaban a Dios y a los hombres. La verdadera esperanza cristiana no puede ser nunca entendida como pretexto para desentendernos de los hombres y de un mundo que también suspira por el definitivo triunfo de la vida y la manifestación de los hijos de Dios. Creemos en la resurrección de los cuerpos; esto quiere decir que somos responsables de todas las legítimas esperanzas del cuerpo y del alma; esto es, de toda la vida. Creer en la vida eterna es hacer posible la vida para todos.

DABAR 1974/61


11.

-CONTENIDO DOCTRINAL

Las afirmaciones testimoniales de los hermanos macabeos encuentran un despliegue contemplativo en las palabras llenas de confianza del salmo, y chocan con las historietas malintencionadas de los saduceos, sobre la aplicación de la ley del levirato. Pienso que estas lecturas están muy trabadas entre sí, y que el enfoque de la homilía tendría que presentar, de entrada, esta relación, para desembocar en la frase final de Jesús: "No es Dios de muertos sino de vivos".

El centro del contenido homilético debería ser también la gran afirmación de Dios como fuente y Señor de la vida, y la fe en la resurrección como elemento básico del "sentido" de la existencia.

La proclamación de Dios como fuente y señor de la vida arranca de la creación. Los macabeos dan testimonio de ello, refiriéndose al "rey del universo", "las manos recibidas de Dios"... En la respuesta de Jesús se acentúa la dimensión de la revelación histórica de Dios: "Dios de Abrahán...". Creación y salvación conducen, en definitiva, hacia el misterio de Cristo resucitado, hacia el Hombre nuevo y celestial, al que estamos llamados a conformarnos y al que nos vamos "convirtiendo" (cfr. 1 Cor 15, 47-49; Fil 3, 20-21). Esta fe es tan fuerte que frente a ella pierden virulencia los sufrimientos de la vida presente. No se trata, por otro lado, de una fe teórica, sino de una fe que incluye la fidelidad a la "ley de nuestros padres". Esto dibuja la imagen del creyente que sabe por qué y para Quién vive: "NInguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo..." (Rm 14,7).

Las consecuencias que se pueden comentar son, entre otras, las siguientes:

a) El carácter sagrado de la vida, como realidad que tiene en Dios su origen, y que es, constantemente, la manifestación de su presencia en el mundo. Especialmente la vida del hombre, llamado a vivir por siempre en la contemplación transformadora ("Al despertar me saciaré de tu semblante") sin limitación alguna de las que impone la vida presente, incluso las más inherentes a la obra misma de Dios ("en la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir"). Habría que subrayar este canto a la vida en lo que es más fundamental y referirlo a la última afirmación del Símbolo: "Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". También habría que sacar de ello las consecuencias sobre el respeto que toda vida humana merece.

b)La fe en la resurrección como distintivo específico de la fe del cristiano. Fácilmente se puede enlazar con la experiencia -reciente para los fieles que forman la asamblea- de la conmemoración de los fieles difuntos. Aquí se podría subrayar al mismo tiempo el carácter pascual de la muerte del cristiano y el sentido de la plegaria de la iglesia que acompaña a sus miembros, intercediendo por ellos ante Dios para que los acoja en su misericordia. Frente al ridículo futuro imaginado por los saduceos como "dificultad", está la realidad del futuro absoluto abierto a los hombres por Cristo vencedor del pecado y de la muerte.

-REFERENCIA SACRAMENTAL

Hoy podría ser buena ocasión para comentar a los fieles el sentido de las memorias de los difuntos que incluyen las plegarias eucarísticas. Su fundamento es la comunión de los santos, y el destino universal de la salvación de Jesucristo. Por ello, en el momento en que "actualizamos" sacramentalmente el misterio pascual, no podemos olvidar a ninguno de los "interesados": la comunidad eclesial que aún peregrina, los santos que han llegado a término, "los que murieron en la paz de Cristo" -los hermanos cristianos- y "todos los difuntos cuya fe sólo tú conociste" (Plegaria eucarística IV). Así, en el Señor resucitado presente en su Iglesia, se da también una presencia de todos los que "descansan en El".

P. TENA
MISA DOMINICAL 1983/21


12. MAS-ALLA/RS 

EL DIOS DE LA VIDA

-En el mundo futuro todos tienen la vida por Dios (Lc 20, 27-38) El problema del significado de la vida y de lo que ocurrirá después de la muerte interroga a todos los pueblos y a todas las épocas. La nuestra, aun sin los insidiosos planteamientos de los Saduceos, se muestra a menudo preocupada por el más-allá y como en tiempos de Jesús, hay discusiones sobre este tema. Los evangelistas debieron de encontrar problemas parecidos en su tiempo; las cartas de san Pablo se hacen eco de ellos, y los Hechos de los Apóstoles recuerdan que los Saduceos no admiten la resurrección de los muertos, que, sin embargo, había venido a ser doctrina común en el judaísmo (Hech 23, 8; Dn 7, 13.27; 12, 2).

En nuestro relato, los Saduceos piensan que van a acorralar a Jesús en el ridículo de una situación divertida. ¿De qué marido será esposa en el más-allá la mujer casada siete veces? Jesús no se detiene apenas en describir la manera en que vivirán en el más-allá los resucitados. De hecho, en lo que al modo de vida de los resucitados se refiere, el misterio es completo; todo lo que se puede decir es que, aun siendo ellos mismos, son distintos, y que la vida sexual, tal como la vemos realizada aquí abajo, ya no tiene sentido en el más-allá, donde los cuerpos serán transformados.

Pero Jesús en lo que quiere insistir es en el hecho de la resurrección. A decir verdad, su respuesta parece débil; sin duda nos parece así a nosotros que no tenemos la misma sensibilidad bíblica que los contemporáneos de Jesús y que los fieles a quienes los evangelistas se dirigen. Jesús, además, hubiera podido escoger otras pruebas escriturísticas más convincentes.

Los tres evangelistas cuentan el episodio; a los tres, sin duda, les han interrogado a propósito del más-allá, y someten ahora a sus comunidades la respuesta de Jesús y su enseñanza sobre el tema. San Mateo y san Marcos subrayan que el problema hay que resolverlo mediante el conocimiento de la Escritura: "Estáis en un error, por no entender las Escrituras ni el poder de Dios" (Mt 22, 29; Mc 12, 24). Si Dios es un Dios que da la vida, y si Abraham, Isaac y Jacob están muertos para siempre, ¿qué significa la Alianza con un Dios de vivos? San Lucas añade una explicación: "No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos". Otros traducen: "por él, a causa de él, gracias a él". Esta última traducción explica más inmediatamente lo que precede, a saber, que el Señor es Dios de vivos y como tal, conserva y devuelve la vida. Sin embargo, esta interpretación está lejos de ser evidente; no la sigue, por ejemplo, la Biblia de Jerusalén. Pero indirectamente, la argumentación sí vale, ya que si se constata que los patriarcas vivieron para Dios y ahora están definitivamente muertos, su vida fue un error y la Alianza pierde fuerza.

-Resucitados para una vida nueva (2 Mac 7,1... 14)

Jesús muy bien hubiera podido utilizar como prueba de la resurrección y de la fe del judaísmo en ella, este texto del libro de los Macabeos. En el momento de morir el cuarto hermano mártir expresa con nitidez su actitud: "Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida". Cada uno de los cuatro hermanos se había manifestado claramente acerca de esto: "El rey del universo nos resucitará para una vida eterna", "De Dios las recibí (estas manos) y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios".

Yo con mi apelación vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante.

Así se expresa la respuesta, tomada del salmo 16.

En cuanto a la Iglesia, viendo a su Cristo muerto y resucitado, primicias de la resurrección, contempla en el Espíritu Santo -que transforma a los hombres en nueva criatura y en hijos de adopción- la certeza de la resurrección. Si Cristo murió para dar la vida, no es para dar una vida que pasa, sino una vida definitiva. Las cartas de san Pablo expresan a este propósito la doctrina de la Iglesia desde sus comienzos. El amor de Dios y el amor de los rescatados hacia él hacen de la resurrección una exigencia, sin que sea necesario ni resulte posible penetrar en los condicionamientos de la supervivencia, cuyo misterio se mantiene íntegro.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 98 ss.


13.

1. La resurrección

En todas las grandes culturas antiguas de la humanidad siempre estuvo presente el mito de la vida después de la muerte: hindúes, mesopotámicos, egipcios y griegos. Lo mismo sucede en las culturas menos desarrolladas, pero cargadas de sentimiento religioso, como las australianas, africanas y americanas. Hablar de mitos no significa referirnos a leyendas carentes de sentido crítico, sino a una concepción de la vida expresada a través de vidas ejemplares.

No puede existir conciencia religiosa sin una fe en la trascendencia de la existencia de la vida humana, cualquiera que sea su forma. ¿De qué nos serviría la existencia de Dios si nos hubiera arrojado en el mundo para prescindir después de nosotros y de nuestras más inquietantes preocupaciones?

El hombre moderno, que vive en medio de una cultura científica y técnica tan desarrollada, parece que ha perdido el rumbo, viviendo intensamente el tiempo presente como refugio o evasión del futuro y eludiendo la pregunta sobre el sentido de la vida humana. Parece que le da miedo reflexionar sobre la muerte para encontrarle ese sentido necesario que evite considerar la existencia del hombre sobre la tierra como un absurdo. Como el tema de la resurrección está ligado al de la muerte, no podemos abordarlo sin preguntarnos: ¿qué es el hombre?; cuando uno se muere, ¿no hay nada más que hacer? Para el creyente de cualquier religión, el hombre viene de Dios. Lo que significa que la vida humana no puede analizarse sin una referencia al Dios de la vida, aunque todo a nuestro alrededor nos hable de muerte y destrucción. Con otras palabras: la misma fe que enseña el origen divino del hombre afirma el retorno a Dios.

La resurrección de los muertos es el centro de la fe cristiana, la columna vertebral del evangelio y de todo el Nuevo Testamento. Si se suprimiera de sus libros las referencias a la resurrección, quedarían sin base. Sin ella nuestra fe en Jesús de Nazaret no tendría sentido: "Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados" (/1Co/15/19).

Creer en un Dios Padre que nos ama totalmente y pensar que este amor se limita a nuestro paso por la tierra, sería tener una lamentable imagen de Dios. Dios no puede amarnos sólo por un tiempo. Si nos hace partícipes de su vida, si establece una alianza de amor con nosotros, es porque la muerte no es el final de la vida humana.

Creemos en la resurrección, la esperamos, pero no podemos demostrarla ni imaginarla. Somos un poco como el niño antes de nacer en el seno de su madre: ¿qué sabe de la vida que le espera? Pero la vida que le espera es real, aunque él no pueda imaginarla. Una vida que ya vive, de alguna manera, en el seno materno. También nosotros, ahora, podemos vivir ya la vida de Dios; una vida que se construye paso a paso, día a día: en nuestro modo de amar, de luchar por la libertad y la justicia... Una vida que llegará a una plenitud que ahora no podemos ni imaginar (I Cor 2,9). Una vida que no podemos confundir con el vigor físico, con las energías juveniles. Por ello no podemos ser hombres tristes, por más motivos de tristeza que pueda haber en nuestra vida; ni vivir sin esperanza, por más razones de desesperanza que tengamos.

Las palabras de Jesús, en el texto que vamos a comentar, son un canto a la vida para siempre; una llamada a la plenitud transformadora, sin ninguna de las limitaciones que nos impone la vida presente.

Para muchos, el problema no está en saber si creen o no en la resurrección, sino en saber si tienen ganas de resucitar. Porque para tener ganas de resucitar es necesario tener antes ganas de vivir, de nacer a una vida que deseemos prolongar durante toda la eternidad. ¿Cómo desear eternizar una vida llena de sufrimientos, de conflictos, de soledad...? ¿Quién podrá soportar una vida eterna fuera de Dios? Sólo él ama lo bastante para que no le asuste una vida para siempre; sólo él es capaz de revelarnos una vida tan verdadera que deseemos detenernos en ella para siempre. La fe en la resurrección brota de un amor verdadero. Nuestra fe en la resurrección depende estrechamente de nuestra capacidad de amar. Por ello no es fácil, ni mucho menos.

2. El turno de los saduceos

La vida de Jesús está próxima a su fin. El ataque viene ahora de los saduceos. Formaban un partido aristocrático, político-religioso, poco numeroso. A él pertenecían los sumos sacerdotes y los senadores, aristocracia religiosa y seglar, conocidos por sus riquezas. Naturalmente, eran conservadores en política, materialistas natos y colaboradores de los romanos. Controlaban el sanedrín. De sus filas salieron casi todos los sumos sacerdotes desde el año 6 al 70 d.C. Su indudable habilidad política les permitió ocupar los puestos clave durante el reinado de Herodes y de los gobernadores romanos. Dominaban, por tanto, el sanedrín y el poder civil. Nunca pudieron ganarse al pueblo sencillo. Sus principales adversarios fueron los zelotes, por su hipócrita lealtad a los romanos. Salen prácticamente de escena en el año 70, juntamente con la destrucción del templo. Sólo admitían como canónicos los cinco libros de la ley -Pentateuco-. Aceptaban también los escritos de los profetas, pero sin darles el carácter de canonicidad. Desde el punto de vista religioso, se distinguían de los fariseos, sobre todo, en dos puntos: afirmaban que sólo obliga la ley escrita, por lo que rechazaban las tradiciones orales de los antepasados -tan del agrado de los fariseos- y negaban la resurrección, admitida por los fariseos, aunque discutían entre ellos si resucitarían únicamente los justos, o sólo los judíos, o todos los hombres; además, los fariseos consideraban la otra vida como una prolongación de la de aquí; creencia no compartida por Jesús, como veremos. Esta diferencia esencial entre saduceos y fariseos la utilizó hábilmente el fariseo Pablo en su favor al dividirlos (He 23,8s).

No admitían la resurrección -doctrina que se había desarrollado en la tradición oral- por no estar contenida en los libros de la ley. No admitían más vida que la presente. Limitaban su horizonte al dinero, al honor y al poder en este mundo. Creían que el hombre prolongaba su existencia en los hijos; es decir, confundían la eternidad del hombre con la conservación de la especie humana -algo así como perpetuar el apellido-. Lo demás era para ellos doctrina popular y grotesca, que daba lugar a discusiones absurdas y sin sentido. La ley no solamente no conocía la existencia de una vida después de la muerte, sino que contenía, además, disposiciones que la hacían absurda, como el caso que le van a plantear a Jesús.

El segundo libro de los Macabeos (2 Mac 7,1-14) nos muestra que hacia el año 150 a.C. algunos grupos israelitas afirmaban sin vacilar su fe en la resurrección de los muertos. El profeta Daniel (Dan 12,2s) la afirma de un modo claro y formal. En tiempos de Jesús, muchos judíos creían en la resurrección de los muertos; resurrección que deducían de su fe en el Dios de la alianza. Los cristianos participamos de la misma convicción, pero tenemos una ventaja sobre los israelitas: la fe en la resurrección de Jesús.

Parece que las encuestas actuales indican que, en relación a épocas anteriores, crece el número de personas, especialmente jóvenes, que afirman no creer en el más allá. Y, curiosamente, muchas de ellas manifiestan, al mismo tiempo, creer en la existencia de Dios. Es la incoherencia de los saduceos. Pero ¿cómo admitir la existencia de Dios y negar, a la vez, la resurrección de los muertos? Una incoherencia que se palpa en las reacciones de muchos cristianos ante la muerte.

Como Jesús comparte con los fariseos y con el pueblo la fe en la resurrección de los muertos, los saduceos quieren ponerlo en ridículo con un ejemplo grotesco, invocando la ley del levirato (Dt 25,5-6). Ley de difícil aplicación, frecuentemente olvidada y, en tiempos de Jesús, prácticamente anulada. El Talmud cuenta un caso semejante: un judío pierde a doce hermanos casados y sin hijos; acepta tomar a cada una de las viudas por mujer un mes al año, y al cabo de tres años era padre de treinta y seis niños.

Se acercan a Jesús sin palabras aduladoras y sin el apasionamiento típico de los fariseos; con ironía en lugar de agresividad; con la autosuficiencia propia de los ricos. El caso que le proponen, que afirman ser real, sí podía atacar la doctrina farisea de la resurrección al considerar éstos la vida futura como una continuación de la vida terrena, provista en abundancia de todo lo que uno puede desear; es decir, en condiciones de plena felicidad. La anécdota de la mujer con siete maridos entraba, por tanto, en la casuística de los fariseos. "¿De cuál de ellos será la mujer?"

3. Doble argumentación de Jesús

Jesús les contesta con un doble razonamiento, cortando de raíz toda la base de su argumentación: afirmando la vida futura, que no es continuación de la actual, y citándoles un texto de la ley, que sí admitían los saduceos como canónico. Les hace ver que después de la resurrección los cuerpos no tienen la finalidad transitoria que tienen aquí. Es erróneo atribuir a los cuerpos resucitados las funciones sexuales que tienen en la tierra, como afirmaban muchos fariseos, que atribuían a la mujer resucitada una procreación prodigiosa, fruto de las bendiciones divinas: pariría cada día un hijo, lo mismo que ponen las gallinas un huevo diario; la sexualidad masculina sería igual de prolífera: cada israelita tendría 600.000 hijos. La respuesta de Jesús se diferencia en gran medida de los fariseos. La vida que perdura no es una prolongación de la vida biológica, puesto que ya no está sujeta a la muerte. En ella están en vigor otras leyes ocultas a nosotros. Procede directamente de Dios. La vida de los resucitados será tan distinta y tan nueva, que es mejor evitar comparaciones con la presente. De ahí que Jesús responda con imágenes ambiguas: "Son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan de la resurrección". Lo que importa es el hecho de la resurrección. El matrimonio pertenece al mundo presente, es una realidad de aquí abajo, exigencia de una humanidad mortal, obligada a perpetuarse, a reproducirse. En el futuro ya no será necesario perpetuar la especie -finalidad primordial del matrimonio para los judíos-, al no existir ya la muerte. ¿Presenta Jesús el celibato como signo del reino de Dios?

"No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos". En la segunda parte de su razonamiento, Jesús les responde con el pasaje de la zarza ardiendo (Ex 3,6). Sabe qué libros sagrados admiten los saduceos, y les argumenta con ellos. El texto que les cita no afirma expresamente la resurrección, pero si Yavé sigue siendo el Dios de los patriarcas es porque están vivos. Lo contrario carecería de sentido.

Extraña la frase: "Los que sean juzgados dignos de la vida futura..." Parece que la resurrección es un privilegio exclusivo de los justos. Jesús no entra en las discusiones de los rabinos sobre la resurrección de todos, de los judíos o de los justos. Afirma que los patriarcas -que si son "dignos"- viven; de los demás no trata. Lo mismo que prescinde de los otros fines del matrimonio.

Muchos andan preocupados por la realidad de la resurrección, o no creen en ella, porque no aciertan a imaginar el modo en que resucitaremos. Las imágenes infantiloides que hemos recibido en la catequesis aún no se han borrado en nosotros y nos crean graves conflictos para admitir la resurrección.

Científicos modernos consideran absurda la idea de que vuelvan a la vida millones y millones de personas; afirman que el cadáver putrefacto se disuelve por completo reintegrándose en el proceso circular de la naturaleza. Esta objeción no tiene en cuenta la afirmación fundamental de Jesús: la resurrección de los muertos pertenece a un orden completamente distinto, a un mundo creado de nuevo, que sobrepasa nuestras experiencias y representaciones. La resurrección no es la reanimación de un cadáver; es un salto cualitativo, una nueva existencia en la que entra toda la persona. Jesús habla de resurrección, no de inmortalidad; de vida nueva, de realidad transformada. Dice el libro del Apocalipsis: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado... Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado... Ahora hago el universo nuevo" (Ap 12,1-5). San Pablo escribe profundamente sobre el particular (I Cor 15), empleando muchas imágenes para acercarse prudentemente a lo que quiere decir. Volver a esta vida y prolongarla no tendría demasiado sentido.

Jesús no ha querido hablar más de este misterio. Con su doble argumentación nos ha abierto las puertas a la mayor esperanza humana. Dios es fiel y ama la vida. Es inconcebible que haya creado al hombre sediento de vida ilimitada para abandonarle luego a la muerte. Trabajemos por la plenitud que anhelamos, por el amor sin límites..., pero no construyamos sueños en torno al cómo y cuándo será la resurrección. Dejémosla en las manos del Padre Dios. Los cristianos esperamos la resurrección porque creemos que Jesús ha resucitado y tenemos que participar de su mismo destino. La resurrección de Jesús es la prueba más evidente para nuestra fe.

4. La gran esperanza cristiana

"Maestro, has hablado bien". Es la respuesta de algunos letrados, sin duda de la secta de los fariseos, al verse apoyados en sus creencias. Aplauden la decisión de Jesús por sinceridad o política. Mateo nos narra la reacción de la gente de forma idéntica a la registrada después del sermón de la montaña (Mt 7,28): "La gente se maravillaba de su doctrina" (Mt 22,33). Marcos no hace ningún comentario sobre ello; termina Jesús diciendo a los saduceos: "Estáis muy equivocados" (Mc 12,27).

Sólo Lucas nos dice que "no se atrevieron a hacerle más preguntas". La respuesta de Jesús parece que dejó sin ganas a los saduceos de continuar su ataque. Es la reacción lógica de personas que tienen sus verdaderos intereses en otro sitio.

El texto que hemos comentado nos invita a recordar la gran esperanza que los creyentes llevamos en el corazón. La gran esperanza que nos dice que nuestra vida no está ordenada a desaparecer con la muerte. Seguiremos amando a las personas y a las cosas, veremos desaparecer definitivamente todo dolor y toda muerte, porque nuestro Padre Dios quiere acogernos en su reino y darnos su vida para siempre. Todo esfuerzo por amar, por buscar la justicia y la paz..., no se pierde; todo lo contrario: se está eternizando desde el mismo momento en que lo realizamos. ¿Cómo? No lo sabemos, pero permanece en la vida. No se pierde nada, todo tiene sentido en un camino que lleva a la vida total. Porque creemos en la vida, amamos, luchamos, buscamos la alegría, rehuimos la mediocridad, apreciamos todo lo que es humano...

Presentar la resurrección a los hombres que nos rodean no supone discutir sobre el texto evangélico, ni aportar argumentos filosóficos o teológicos. La mejor prueba que podemos darles es vivir cada día una vida realmente solidaria con los hombres, una vida que merezca realmente eternizarse, una vida que no nos cansaremos nunca de vivir. El núcleo de nuestra fe es una esperanza en que toda prueba se transforma en gracia, toda tristeza en alegría, toda muerte en resurrección. Dios puede hacer de nosotros eso que parece imposible: hacernos felices, darnos a conocer una vida que deseemos prolongar por toda la eternidad

¿Existe en nuestra vida tanto amor que sintamos la necesidad de resucitar para vivir eternamente con todos los que amamos?

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4 PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 61-68


14.

1. Fe y trascendencia

La interpretación de la Palabra de Dios de este domingo no deja de tener sus dificultades, no tanto por el sentido de las expresiones en sí mismas, cuanto por su relación y validez para nuestra mentalidad moderna.

Una de las causas de división entre saduceos y fariseos era precisamente la cuestión de la resurrección, negada por los primeros y afirmada por los segundos. Si bien se trataba de una doctrina relativamente nueva en el judaísmo, sin embargo parecía responder muy bien a toda la dinámica de la historia salvífica, tal como sugiere el mismo Jesús en la respuesta que da a los saduceos: si nuestro Dios es un Dios de vida y de vivos, no puede quedar duda alguna acerca de la suerte de los que creen en él.

Otra cuestión es saber cómo será la vida de los resucitados, su nueva vida, para ser más exactos. Frente al caso, traído por los saduceos, de aquella mujer que tuvo sucesivamente siete maridos según la ley del levirato, la respuesta de Jesús es bastante clara: la vida de los resucitados será tan distinta y tan nueva, que es mejor evitar comparaciones con la presente, por lo que preguntarse por matrimonios y cosas por el estilo no refleja más que una forma burda de considerar cosas que están en las manos y designio de Dios.

Si entre los judíos pudo haber diferencias de pareceres sobre este tema, no fue así entre los cristianos que asentaron siempre su fe sobre la resurrección de Jesús, y, por tanto, la resurrección de todos los que crean en su nombre. Así lo afirman categóricamente san Pablo en sus primeros escritos (1 Tes 4,14; 1 Cor 15) y el Evangelio de Juan como un leit-motiv de sus 21 capítulos. Baste recordar lo dicho por Jesús después de la multiplicación de los panes: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

Cuando las ideas griegas se introducen en el pensamiento judeo-cristiano, la creencia en la supervivencia en el más allá se reafirma, si bien adquiere un matiz distinto: se insiste más en la inmortalidad del alma espiritual como oposición a la precariedad del cuerpo, a pesar de que en el pensamiento semita se entiende la resurrección como el renacimiento de todo hombre, cuerpo animado por el Espíritu de Dios. Expresión de estos conceptos entremezclados es el eslogan que tanto se ha repetido en las últimas décadas, sobre todo hasta el Concilio Vaticano II: «Salva tu alma.» Como si la liberación de Jesucristo no afectara a toda la realidad humana en su integridad psico-física.

Sin embargo, para tener un encuadre más cabal para nuestra reflexión, es necesario recordar que en todas las culturas antiguas de la humanidad siempre estuvo presente el mito de la vida después de la muerte, tanto en los hindúes y mesopotámicos, como entre los egipcios y griegos; lo mismo sucede en las culturas menos desarrolladas pero muy cargadas de sentimiento religioso como las australianas, africanas y americanas. De una forma o de otra estas culturas han expresado la conciencia humana de la superación de la muerte, hasta el punto de que en la mitología griega el Sueño y la Muerte (Hypnos y Thánatos) son dos hermanos gemelos: morir es como dormirse para despertar después a una vida nueva; pensamiento éste que lo expresa claramente la Carta a los efesios: «Despiértate tú que duermes y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (5,14). Este despertar es asociado a la «vigilancia» constante del cristianismo para no caer en las trampas del pecado, causa y origen de la muerte (1 Tes 5,6; Mt 24,42).

Podemos observar, entonces, que la creencia en la vida del más allá, como asimismo en los orígenes divinos del mundo y en el cataclismo final que dará origen a una nueva creación (tema del próximo domingo) constituye un auténtico «mito» íntimamente asociado al sentido de trascendencia de la vida humana. Al hablar de mitos, no nos referimos a leyendas carentes de sentido critico histórico, sino a una concepción de la vida expresada a través de historias ejemplares. Si el hombre viene de Dios, si lo tiene a él por Padre, significa que la vida humana no puede analizarse sin esa constante referencia a Dios, el Dios de la vida, aun cuando las circunstancias hablen de muerte y destrucción. Es decir: la misma fe que afirma el origen divino del hombre, esa misma fe postula el retorno del hombre a Dios.

Sería interesante que nos preguntemos por la postura de los cristianos de este siglo sobre estas cuestiones, para saber hasta qué punto nuestra fe se asienta sobre la resurrección de Cristo y sobre nuestra propia resurrección. Es posible, incluso, que en gran medida estemos más identificados con la postura racionalista de los saduceos que con el pensamiento de los fariseos y de Jesús, que en este punto coinciden perfectamente. En otras palabras, hoy podríamos hacernos estas preguntas: ¿Creemos aún los cristianos en la resurrección? Y si creemos, ¿cómo la entendemos y qué significado le asignamos en nuestra visión integral de la vida humana?

Como subraya el mismo Jesús, si consideramos el problema preguntándonos por el modo de vida de los muertos, dejándonos llevar por una curiosidad infantil y burda, inevitablemente llegaremos a un callejón sin salida. Lo importante es descubrir cómo, a través de unas imágenes o de otras, el hombre parece no resignarse a una muerte total que no solamente borre su nombre de la faz de la tierra sino que lo prive también de su identidad personal.

FE/RS: Fácil es comprender que no puede existir conciencia religiosa sin una fe, cualquiera que sea su forma, en la trascendencia de la existencia humana. De nada valdría la existencia de un «Dios ocioso» que nos hubiera arrojado al mundo para prescindir después de nosotros y de nuestras más inquietantes preocupaciones.

ESPACIO/TIEMPO: Insistimos: antes de preguntarnos por el modo o la forma de esta trascendencia, es importante afirmar el hecho en sí mismo. Si el hombre puede vencer y dominar el espacio como lo está haciendo, ¿podrá también dominar al tiempo, ese tiempo angustiante que parece pasar a pesar nuestro y que pretende dejarnos en el camino, sumidos en el sueño y en el olvido de nosotros mismos?

La fe cristiana, que recoge una larga trayectoria de millones de años de humanidad, afirma categóricamente que su Dios «no es Dios de muertos sino de vivos; porque para él todos están vivos», como afirma Jesús en el texto de hoy.

Si hoy ya es un tópico común hablar de la «crisis de occidente», lo es precisamente porque nuestra cultura, tan avanzada en los aspectos técnicos, parece navegar sin rumbo, viviendo intensamente un tiempo presente como refugio o evasión del tiempo futuro, o, si se prefiere, evadiendo la pregunta acerca del sentido de este tiempo presente. De más está decir que la respuesta no deja de tener una connotación política, ya que la afirmación de ciertos valores espirituales y trascendentes está íntimamente relacionada con la forma concreta de ordenar la sociedad. El integrismo cristiano y el islamismo, entre otros, son ejemplos claros de esta relación.

No está de más, pues, que acercándonos al final del año litúrgico, al menos nos planteemos una cuestión que si siempre es misteriosa, no deja de ser por eso mismo preocupante y necesaria.

2. Fe y lenguaje

Cuando llegamos a este problema, inmediatamente surge la otra cuestión: dentro de qué categorías de pensamientos vamos a orientar nuestra reflexión. La historia nos muestra cómo cada cultura la afrontó desde sus propios esquemas de pensamiento, míticos, religiosos o filosóficos.

En este sentido, el pensamiento filosófico, antropológico y psicológico de occidente ha llegado a niveles tales, que es evidente que no podemos pensar este tema desde viejas categorías que hoy nos dejan sencillamente indiferentes.

Así, a muchos les puede resultar ridícula la manera de considerar el problema de los saduceos, de la misma forma que la dicotomía cuerpo-alma de los griegos puede estar superada por otros, y así sucesivamente. Si el tema de la resurrección está ligado al tema de la muerte, es evidente que no podemos abordar este problema sin preguntarnos por nuestra posición acerca de la persona humana como tal, porque quizá nos movamos constantemente con ciertas categorías de pensamiento en la vida ordinaria, pero después no sabemos cómo afrontar la problemática religiosa con esas mismas categorías.

Tocamos así el candente problema del "lenguaje" teológico o religioso con el cual el hombre creyente de hoy ha de expresar su fe, su vieja fe en el Dios de la vida. Al referirnos al lenguaje, no pensamos solamente en las palabras concretas que vamos a emplear sino en una forma integral de expresar toda nuestra concepción de la existencia humana. El lenguaje está íntimamente unido al pensamiento de cada uno, no sólo al pensamiento abstracto sino a esa forma de mirar concretamente la vida y la historia. Así los cristianos nos expresamos con un lenguaje, los musulmanes con otro y los marxistas con otro, porque partimos de postulados distintos y porque tenemos una visión integral de la vida que varía en un caso y en otro.

En este sentido, los cristianos nos encontramos hoy en una situación de tensión, pues mientras vivimos en un mundo culturalmente nuevo, aún no hemos aprendido el lenguaje para expresar nuestra fe conforme a este nuevo modo cultural. El problema, como bien es sabido, no sólo afecta al tema de la resurrección, sino también a otros quizá más polémicos en nuestros días, tales como la divinidad de Jesucristo, la infalibilidad de la Iglesia, los milagros, etc.

Por todo ello, estamos viviendo un momento de crisis y de desconcierto, pues el cambio de lenguaje puede hacer suponer a algunos que estamos cambiando la fe en sí misma, cuando en realidad no hacemos más que mantener viva esa fe, porque si no se expresa con el lenguaje del hombre de hoy, la fe perderá irremediablemente su poder de convocatoria y de llamada, y entonces será difícil afirmar, como lo hace Jesús, que nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos.

En consecuencia, no podemos hoy desde esta sola reflexión evangélica, responder a los muchos interrogantes que se nos plantean. Al fin y al cabo, toda la predicación del ciclo litúrgico, año tras año, debería servirnos para lograr este encuentro entre un hombre que quiere vivir intensamente este momento histórico con una fe que viene «del más allá» del tiempo, desde los lejanos orígenes con los cuales debemos necesariamente comunicarnos para que no perdamos nuestra identidad de personas y nuestra identidad de pueblo histórico. La liturgia no puede ser una simple repetición de viejas palabras, porque toda liturgia es fundamentalmente la "actualización del misterio" a través del rito. Y quien actualiza el misterio es la comunidad creyente que aporta su vida, su pensamiento, su lenguaje y su praxis para que el Espíritu de Dios pueda sumergirnos en la corriente vital, corriente en la cual siempre la vida emerge del sueño de la muerte. Este es el sentido del bautismo, de la eucaristía y, en definitiva, de toda nuestra existencia.

Desde una liturgia viviente podremos los cristianos retraducir nuestra antigua fe que movió a los hermanos macabeos a morir serenamente mientras decían: «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará» (primera lectura).

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 355 ss.


15.

-"ESPERO LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS Y LA VIDA DEL MUNDO FUTURO"

Esta es una verdad de fe que afirmamos en el credo y sobre la cual me parece, que no le gusta mucho reflexionar al hombre moderno. Es una de esas verdades últimas en las cuales nos jugamos el todo por el todo. Si nuestro tiempo es tiempo de increencia, y para mí es éste el mayor problema religioso y verdadera causa de otros, es lógico que no agrade la meditación de este tema y ante él se tuerza la cabeza.

En las estadísticas sociológicas sobre aspectos religiosos puntuales este tema es el que recoge porcentajes inferiores. A mí siempre me ha sorprendido la reacción ante la muerte de personas consideradas como creyentes practicantes y que se comportan y expresan como si todo hubiese terminado.

Este tema de la resurreción, la de Jesús y la nuestra, es para el sínodo de los obispos europeos una verdad a proclamar valientemente y testimoniar claramente en la nueva evangelización.

Las lecturas de hoy nos dan pie para hacerlo y también este tiempo litúrgico de la celebración de todos los santos y de los fieles difuntos. En este momento otoñal en que la naturaleza se desprende de hojas y verdor buscando en su seno una nueva vida y primavera me parece oportuna desde la fe la reflexión sobre "la otra vida".

El salmo responsorial nos anticipa poéticamente la respuesta: "Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor".

-UN DIOS DE VIDA

El martirio es la acción que mejor verifica la creencia en el Dios verdadero y en la otra vida.

Nos sorprende algo que en los primeros libros de la Biblia no se hable muy explícitamente de esta verdad que necesariamente está en germen en la idea de Dios y en la fe de aquellos hombres piadosos. En el libro de los Macabeos y otros esta creencia se afirma bien claramente. "Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará", dice esta madre con sus siete hijos. Y con esta verdad en sus labios han muerto generaciones de mártires, a veces en medio de terribles tormentos, y de hombres y mujeres piadosos.

Dios es un Dios de vida y todos los que creen en este Dios verdadero terminan por esperar otra vida verdadera. Otro cantar es la esperanza que pueda tener el hombre que no cree en el verdadero Dios. Lo tiene difícil. Un Dios de vida. Por aquí va la respuesta que Jesús da en el Evangelio a los saduceos que negaban la resurrección. No se entretiene en argumentos filosóficos sobre la inmortalidad del alma.

No es Dios de muertos, sino de vivos. Si Dios es nuestro padre misericordioso, si de sus manos ha brotado la vida y el hombre, y en ellas están, lo coherente es pensar en una vida feliz y perenne junto a El. Así han terminado por pensar todas las religiones que han llegado a tener un concepto de Dios personalista. Dios es la garantía de nuestra esperanza. Sabemos que las almas de los justos están en las manos de Dios y nada más les puede pasar.

El creyente, en este punto, se atiene más a la bondad y fuente poderosa de vida que es Dios que a otros argumentos racionales que tampoco hay por qué despreciar.

-LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Esta es la gran prueba para el cristiano, aunque lógicamente en este momento Jesús no recurre a ella.

"Yo soy la resurrección y la vida", dice Jesús, aunque la gran prueba es el hecho de su resurrección que, de un golpe, disipa todas las dudas de sus discípulos. Era el triunfo de Jesús y la victoria sobre la muerte, el gran enemigo de la humanidad. San Pablo lo expresa nítidamente al afirmar que si Jesús no ha resucitado es vana nuestra fe, pero que si el ha resucitado todos resucitaremos con El. Generación tras generación, hasta llegar a nosotros, la Iglesia ha predicado la esperanza en la resurrección de los muertos.

La Iglesia se considera depositaria ante la humanidad de esa fe y esperanza, en nombre del Señor, y con obligación de predicarla y testimoniarla. En ciertos ambientes y sociedades, como ya le sucedió a Pablo en el areópago de Atenas, esta vedad no será acogida o se le dará largas, a pesar de que satisface los anhelos más profundos del ser humano.

Esta esperanza forma parte integral de la fe cristiana y no puede ser ocultada. Sus pilares son, como acabamos de explicar, nuestra idea de Dios y la persona de Jesús y, en concreto, su resurrección. Otras razones de índole humana pueden ayudar a comprender, pero no son las razones últimas y definitivas para el creyente.

Tenemos esta certeza, aunque poco sabemos de cómo será esa vida en Dios. No sea como ésta, serán hijos de Dios, no podrán morir, serán como ángeles y no se casarán, de forma que la historieta saducea se queda sin argumento. Nuestro Dios es un Dios de vida que en la resurrección de Jesús abre definitivamente al hombre los caminos de la vida eterna.

MARTÍNEZ DE VADILLO
DABAR 1992/54


16.

ALGUNAS INDICACIONES CONCRETAS PARA LA HOMILÍA

1. La esperanza de la vida eterna.

Hoy se trataría de decir de una manera muy clara y simple (y amable, podríamos decir) que para los cristianos es fundamental la esperanza de la vida eterna, y que eso nos da un gran gozo y una gran paz. No es, ciertamente, que la muerte no nos importe ni nos angustie; sino que, en medio de la certeza dolorosa de la muerte, vivimos la otra certeza esperanzada, la del amor inmenso de Dios que nos acoge para compartir con él su misma vida. No se trata de fantasear sobre cómo será esta nueva vida (Pablo ya advertía contra esta tentación en 1 Co 15, 35ss), sino de decir que Dios nos ofrece llevar a plenitud, con él, el deseo más grande de los hombres, el don más grande que tenemos, que es la misma vida (pero la vida personal, no -como a veces se dice ahora- una especie de energía abstracta que no se sabe qué es). Y es que, si Dios es la plenitud de la vida, y a nosotros nos ama infinitamente, ¿cómo sería posible que a nosotros no nos quisiera hacer compartir, a cada uno personalmente, esta vida y este amor infinitos? Y es que, dice Jesús, Dios "no es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos".

2. Un deseo de comunión universal cumplido en Dios.

Puede resultar sorprendente que Jesús diga que "en la vida futura y en la resurrección" los hombres y las mujeres "no se casarán", "son como ángeles", "son hijos de Dios". Resulta confusa la visión antropológica que subyace en este relato, pero quizá se podría deducir de él un aspecto interesante: en la plenitud de Dios, la comunión no podrá ser universal, sin ninguna de las barreras que ahora nos separan unos de otros. Lo cual no quiere decir que haya que perder nada: ¡en la plenitud de la vida no se podrá perder el amor profundo vivido en el seno de una pareja!

3. La esperanza de la resurrección, estímulo para la fidelidad.

A menudo, en la predicación tradicional, se había insistido más en la vida eterna como amenaza de condena que obligaba a no pecar que como garantía y estímulo que conduce a vivir en fidelidad en este mundo, aunque esta fidelidad acabe comportando la muerte. La primera lectura de hoy, en cambio, resalta esta segunda visión: vale la pena vivir fielmente, siguiendo el camino de Dios, porque sabemos que, pase lo que pase, al final Dios nos llenará de su amor. Así es, al fin y al cabo, como vivió Jesús. Y la persecución por la fidelidad al Evangelio (siempre que sea realmente por fidelidad al Evangelio y no por adherencias espúreas y poco evangélicas) es la gran señal del verdadero seguimiento de Jesús.

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1992/14


17. RS/A-V V/RS:

CONTRA LA MUERTE

En la medida en que los hombres vamos perdiendo una fe que dé esperanza y sentido a nuestra vida, nos resulta más fácil abusar de la muerte.

Basta estar atento a la realidad de cada día para constatar, con pena, cómo crece de manera incontenible lo que K Marti ha llamado «el mutuo asesinato». Los hombres nos matamos unos a otros en las guerras, en el tráfico, en la lucha por nuestros propios intereses. Nos estamos acostumbrando a buscar una solución eficaz a nuestros problemas acudiendo rápidamente a la supresión del adversario.

Entre nosotros, son bastante los que defienden y apoyan sin demasiadas reservas una política en la que se utilice el asesinato de otro hombre en la medida en que su ejecución pueda ser rentable y eficaz para la propia estrategia.

Son muchos más todavía los que aprueban con una frialdad desconcertante la muerte de quienes no han nacido todavía y piensan que el aborto es la solución mejor y más eficaz para resolver la tragedia que se encierra detrás de cada madre que aborta.

Pero, nos matamos también unos a otros, cuando no reaccionamos ante el tráfico de droga que está destruyendo a nuestros jóvenes, cuando permitimos situaciones que arrastran a algunos al suicidio, cuando abandonamos a los ancianos a su soledad empujándolos prematuramente hacia la muerte.

Naturalmente, no todo puede ser juzgado de la misma manera. Pero, todo esto, ¿no nos está indicando que en la conciencia social está muriendo poco a poco el amor a la vida y la defensa apasionada de todo viviente?

Es ahora cuando los creyentes tenemos que recordar más que nunca que creer en la resurrección es mucho más que «cultivar un optimismo barato en la esperanza de un final feliz».

El Dios en el que creemos "no es un Dios de muertos sino de vivos". Cuando uno ha quedado «cogido» por la fuerza de la resurrección de Jesús, descubre en Dios a un Padre apasionado por la vida y comienza a amar y defender la vida de una manera nueva. El creyente siente que, ya desde ahora y aquí mismo, se nos llama a la resurrección y la vida. Por eso, toma partido por la vida allí donde la vida es lesionada, ultrajada y destruida.

El que cree en la resurrección ama la vida, la defiende, la hace crecer, lucha siempre para que sea más humana, hermosa, sana y feliz. «La resurrección se hace presente y se manifiesta allí donde se lucha y hasta se muere por evitar la muerte que está a nuestro alcance» (·Castillo-JM).

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 362 s.