33 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXX
CICLO C
10-17

 

10.

-¿Quieres decir que sería mejor una Iglesia de ladrones, asesinos y adúlteros?

-Quiero decir que el creyente va aprendiendo que "en la culpa nací y pecador me concibió mi madre". Y que "el que cree estar en pie, mire no caiga". No des un duro por tu futuro. Que no te abandone la mano de Dios, porque no sabes dónde terminarás. ¿Has pensado cuál pudiera ser tu conducta, pongo por caso, en una guerra civil? ¿No ves cómo afloran tu egoísmo y orgullo en los mínimos detalles de tu vida? Si no eres consciente del germen de pecado que hay en ti y del poder de perversión que conlleva, es que estás ciego. Así se explica que seas tan propenso a juzgar condenando.

-Pero pudieran vivir entre nosotros una Teresa de Jesús o un Juan de la Cruz; ¿como podrían ellos hacer la oración del publicano?

-¡Ah, los santos! Con ellos no hay problemas. Lee sus escritos y lo verás. Ellos han sabido que no son mejores que ningún "pecador oficial", y han podido hacer la oración humilde de los pobres.

Por eso su oración alcanzó las nubes, y no cejó hasta que Dios la atendió. Por ahí va la diferencia: un santo se justifica por la misericordia gratuita de Dios, que vive y la refleja ante sus hermanos los hombres; un fariseo se justifica con sus obras, y eso se refleja en el orgullo y en los juicios de condena que produce.

MIGUEL FLAMARIQUE VALERDI
ESCRUTAD LAS ESCRITURAS
COMENTARIOS AL CICLO C
Desclee de Brouwer BILBAO 1988.Pág. 166


11.

LA ORACIÓN DEL HUMILDE

-El publicano justificado por su oración humilde (Lc 18, 9-14)

Es de buen tono condenar al fariseo y ser benévolo con la actitud del publicano. Sin embargo, es de temer que esta fácil actitud sea también farisaica. Porque es cómodo reconocerse pecador sin creerlo; hay una humildad que es una forma de orgullo y que se circunscribe a una actitud intelectual, enteramente conceptual, sin pasar a la convicción. Se tiene la impresión de que la parábola ha sido escogida adrede por Lucas para provocar reacciones entre sus cristianos, sobre todo entre aquellos que estarían tentados de vivir en la seguridad de su buena conciencia. No cabría mejor comparación del grupo de aquellos a quienes se dirige esta parábola de Jesús a través del evangelio de san Lucas, que los parroquianos practicantes, bien seguros de sí mismos y a menudo bien instalados en su observancia. A ellos se dirigen las palabras de Jesús: "Vosotros sois los que os las dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios" (Lc 16, 15). Pero no convendría arremeter con demasiada violencia contra los fariseos, entre quienes debían de encontrarse justos observantes. Lo que en ellos es grave es su suficiencia y su orgullo.

JUSTO/JUSTIFICACION Es inútil entrar en la descripción de las diversas actitudes de estos dos extremos: el Fariseo y el Publicano. Sólo nos interesa la conclusión: El publicano vuelve a su casa "justificado". La palabra es importante. Justo es la persona que es "justificada" por Dios; recibe la gracia no por ser justo, sino porque, en su humildad, cree que Dios puede tener compasión de él y perdonarle su condición de pecador. Las obras de los hombres, aunque no sean todas malas, jamás podrían bastar para obtenerles el perdón; sólo el sacrificio del Hijo hecho hombre tiene esa eficacia. A quienes creen, el Espíritu les da la remisión de sus pecados y vuelven justificados a su casa.

-La oración del pobre alcanza las nubes (Eclo 35, 12-18)

El pasaje más importante de esta lectura es el que insiste en las condiciones de la oración: "Quien sirve de buena gana, es aceptado, su plegaria sube hasta las nubes". Dios no hace, pues diferencias entre los hombres; no son los ricos o los ricos de sí mismos, ni necesariamente los que tienen como ministerio la oración y pertenecen a una casta sacerdotal los que son escuchados. Dios no hace distinciones entre los hombres, y por más que estos le ofrezcan los más espléndidos dones, lo que desencadena la benevolencia de Dios ante la oración es ver que no es un acto formalista, sino que corresponde a una actitud de servicio sin reticencias. Ya se trate de una viuda o de un huérfano, ellos que son tan a menudo objeto de injusticia, el Señor los escucha lo mismo que a los demás, a condición de que su oración refleje su disposición de servir a Dios con todo su corazón.

Se trata, pues, de la oración en espíritu y en verdad. Si nos tomamos la molestia de leer el capítulo 35 desde el principio, esta enseñanza se verá todavía reforzada. Se trata del sacrificio que agrada al Señor. Hay unas actitudes profundas frente a Dios que manifiestan el sacrificio interior, y sin las cuales este último está falto de autenticidad y de eficacia. Pasando a concretar, el Sirácida explica de forma metafórica que nuestras ofrendas, que él detalla, deben ser ante todo nosotros mismos, nuestras disposiciones, la rectitud de nuestra vida.

Señalamos una vez más cómo la liturgia, al leer un texto bíblico y conociendo su exégesis, no duda, sin embargo, en modificar su sentido puramente exegético para introducir en él e insistir en un valor espiritual, a saber -en la liturgia de este domingo-, que sólo Dios es el verdadero juez y que él sólo hace justos y justifica, si el hombre se presenta con una actitud de fe despojada.

Quien tiene un elemental conocimiento de los términos exactos de la Biblia se dará cuenta de que las situaciones del pobre, de la viuda, del huérfano, son, en la obra del Sirácida, situaciones reales y concretas, mientras que la actitud del publicano es una actitud espiritual y moral. En sí mismos, los dos textos no presentan en absoluto la misma situación. Pero la liturgia, al escoger este pasaje del Sirácida, y sabiendo bien que las dos situaciones propuestas no pueden ser realmente equiparadas, decide, sin embargo, dar como lectura el pasaje del Sirácida porque éste puede reforzar la idea directriz del evangelio y las lecciones que tenemos que sacar de él.

El "fariseísmo" no está muerto y, sin duda, no lo estará nunca antes de la vuelta de Cristo; y -hay que reconocerlo con verdadera humildad- ninguno de nosotros puede decirse indemne de toda contaminación a este respecto. Es difícil, incluso orando, no sentirse cómodo y en seguridad; puede ocurrir, incluso, que la misma práctica de los sacramentos sirva para acallar de forma inconsciente una manera de vivir no conforme a la voluntad de Dios. La doble vida no es siempre absolutamente consciente.

Debemos, ante todo, tener presente que la ineficacia de nuestra oración se debe a veces a que se yuxtapone a nuestra vida y no se integra en ella, ya sea porque nos falta, por ejemplo, el sentido del otro, ya por motivos que será oportuno buscar. Aunque somos hombres débiles, y Dios lo sabe, hace falta, sin embargo, que, reconociéndolo, intentemos purificarnos.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 84 ss.


12.

1. Detrás de la máscara 
Hoy continuamos con el tema de la oración, de la auténtica oración del hombre que encuentra su justa posición ante Dios.

La conocida parábola de los dos orantes, el fariseo y el pecador publicano, puede, además, ser considerada como una síntesis del pensamiento de Jesús acerca del sentimiento religioso y de lo que constituye una auténtica actitud religiosa. La fuerza de la parábola radica en la contraposición de dos actitudes religiosas, contraposición que subraya cierta radicalidad del mensaje de Jesús. También podríamos decir que la parábola refleja dos criterios: el criterio de los hombres y el criterio de Dios, tema éste favorito de los evangelios sinópticos, y referido, por ejemplo, al tema del amor, del culto, del ayuno, de la justicia, etc.

El fariseo se presenta ante Dios muy seguro de sí mismo, colocando delante, a modo de escudo o defensa, el cúmulo de sus buenas obras, de sus limosnas, ayunos y oraciones. Por eso da gracias a Dios: porque no es como las demás personas, porque se distingue por la santidad, porque ha conseguido en vida lo que otros no llegan ni a vislumbrar. Dios está ciertamente de su lado, porque él es fuerte, sabe controlarse, domina sus pasiones y no tiene nada que reprocharse.

Ni siquiera podemos decir que el fariseo no fuera sincero; no. El está convencido de lo que dice. Es santo y se siente santo; y por eso su orgullo es santo. Era, por, ejemplo, el orgullo de los judíos ante los paganos a quienes santamente despreciaban.

La suya es una santidad que da distinción y categoría, que separa a los hombres en clases y clanes, que otorga privilegios. Es la santidad de los fuertes, de los que ya no tienen nada que aprender, de los que lograron la máscara perfecta, esa máscara con la que caminan por la calle pensando en Dios pero sin saludar a sus prójimos; máscara que oculta los sentimientos reprimidos o bloqueados, porque la suya es una religión que sacrifica al hombre en función de las formas y de las estructuras.

Estos «pobres santos» -pobres en el peor sentido de la palabra- han perdido la capacidad de gozar porque se han prohibido el placer en función del sacrificio de una santidad rígida y legalista.

Si a estos santos les dijésemos que son unos pobres hombres, que nos dan lástima, que su religiosidad es una caricatura, etc., seguramente nos mirarían con los ojos extrañados y pensarían que nos estamos burlando de ellos o los ofendemos por pura envidia. Es que el fariseo es un hombre convencido de lo que hace, tan convencido que jamás podrá cambiar, simplemente porque él no tiene nada que cambiar, nada que modificar. Es un santo: que no se le hable de conversión ni de cambio interior. Eso es para los pecadores. El está más allá, él es de Dios y sólo escucha lo que Dios le diga. Y como normalmente Dios no le dice nada, porque su Dios es un dios de barro, fabricado a imagen y semejanza suya, el círculo de la trampa queda perfectamente cerrado.

La parábola de hoy esconde, ciertamente, una paradoja. Los fariseos del tiempo de Jesús eran con toda seguridad hombres piadosos y fieles cumplidores de todo lo mandado por la ley de Dios. Lo que aquel fariseo decía en su oración era cierto: él no robaba ni cometía adulterio ni hacía injusticia a nadie. Al contrario: ayunaba dos veces por semana y daba el diezmo de sus bienes para el culto y para los pobres... ¿Por qué, entonces, Jesús los atacó y los llamó «hipócritas»?

Pienso que no eran mentirosos ni falsos en el sentido burdo de estas palabras. Su hipocresía era mucho más fina, diríamos mucho más inconsciente porque, desgraciadamente, habían perdido la capacidad de descubrir que toda esa religiosidad no alimentaba más que cierto orgullo de casta privilegiada. Si el fariseo pudiera descubrir que en su actitud había pecado, pienso que haría lo imposible por arrancar de sí ese pecado; pero entonces dejaría de ser fariseo...

Por eso Jesús acertó cuando los llamó ciegos, «ciegos que guían a otros ciegos». Y porque eran ciegos no llegaban a descubrir que en nombre de esta santidad formalista se cometen tremendos pecados que hieren íntimamente a los demás hombres, aunque esos pecados no estén en ninguna lista de obras malas. La santidad del fariseo, en efecto, podía justificar el desprecio hacia el publicano, el odio hacia el pagano, la envidia hacia el profeta Jesús que gustaba del contacto con el pueblo ignorante.

Pero aún hay más: la santidad farisea termina por destruir al hombre, transformado en un robot religioso, en una máquina fría de cumplir órdenes y preceptos. Esa santidad mata la espontaneidad de la vida, el sentimiento, los impulsos, las pasiones... para ofrecerle a Dios un cuerpo muerto, un montón de huesos estériles y anónimos.

Cuando hacemos esta descripción, de ninguna manera queremos referirnos solamente al fariseo del tiempo de Jesús. El fariseísmo es una forma de vivir lo religioso, responde a un esquema de vida que no ha muerto, porque el hombre siempre necesita sentirse fuerte y pensar que Dios está con los fuertes, con los duros, con los intransigentes, con el orden y con la ley como valores absolutos.

No importa que esta religión deshumanice al hombre y a la mujer, no importa que le exija el gran sacrificio de su libertad, de su espontaneidad y de sus sentimientos; nada importa con tal de lograr cierto orden en la vida, cierta estructura en cuyo altar todo deba ser inmolado, aun la dignidad del hombre o sus inviolables derechos.

La oración del fariseo estará presente en nuestros templos hasta que no comprendamos que el hombre vale más que el sábado y que la ley; que las formas religiosas no son el objetivo del hombre sino solamente un medio para que el hombre pueda asumir su vida con libertad y creatividad.

Cuando Jesús critica la oración del fariseo, en realidad está criticando todo un sistema y una concepción de la vida en la que el hombre sólo cuenta como una pieza del sistema y que sólo vale cuando sirve al sistema. Pero el hombre en sí mismo -y siempre el hombre es débil ante el sistema político o religioso- no cuenta, no vale, no significa nada.

La santidad del fariseo es una santidad institucional, es el traje con que se nos obliga a vestirnos, es la acomodación de nuestra conducta a los esquemas preestablecidos. Pero no va más allá del traje. El hombre no cambia, no progresa, no crece, no mejora. Solamente sirve para que la institución se salve.

Por eso estos santos nos dan lástima: porque el vestido tiene más importancia que su cuerpo desnudo. Porque se avergüenzan de sí mismos, necesitan estar siempre muy bien vestidos y cubiertos con el manto de una justicia que no sale de ellos sino que se les impone desde fuera. Sus cuerpos sostienen la máscara religiosa, pero ellos como tales no son religiosos porque nunca su verdadero yo se "religó" con Dios.

¿Y qué será de esta religiosidad si las circunstancias históricas cambiaran, si los esquemas sociales fueran distintos, si se introdujera un nuevo orden en la sociedad? Fácil es adivinar la respuesta: basta ver qué sucede entre los cristianos cuando se les deja un poco de libertad y cuando se les permite elegir una conducta personal con relación al culto, al matrimonio, al compromiso con los pobres, etc. Unos aprovechan el momento para tirar la máscara y deshacerse para siempre hasta del nombre cristiano; otros, quizá, encuentran que debajo del vestido del fariseo está el cuerpo del publicano-pecador y se animan a iniciar un nuevo camino señalado por el Evangelio.

2. Encubrir o descubrir

El otro personaje de la parábola es el recaudador de impuestos, el publicano que aprovecha su puesto oficial al servicio de Roma para enriquecerse con la extorsión de los pobres. No es un hombre que acostumbre a rezar mucho ni poco. Sabe lo que quiere y no se preocupa por lo demás. Pero el día que decidió ir al templo para hacer su oración comprendió que aquello tenía que significar un comienzo de vida nueva y un cambio radical. Si no tenía nada que ofrecer a Dios ni nada de qué vanagloriarse como religioso, al menos se presentaría como era, sin vestido de fiesta, sin esconderse detrás de una fórmula o de una promesa simulada.

Descubrió su pequeñez, su pequeñez de hombre y, sinceramente arrepentido, pidió al Señor que le perdonara su pecado.

Cuando el fariseo y el publicano se retiraron del templo, el primero salió tal como había llegado; sólo reforzó su máscara. El segundo, dice Jesús, salió justificado, porque se había colocado ante Dios en su justa y exacta posición; simplemente se mostró como era y desde ese yo pequeño y pecador arrancó su humilde oración.

Ciertamente que Jesús no justifica ni aprueba la conducta de los publicanos de su época, pero nos enseña que no puede haber auténtica oración si ésta no procede de la humanidad del hombre, de su pobreza y de su pequeñez.

Como recuerda la primera lectura de hoy, extraída del Eclesiástico, Dios escucha la oración del hombre pobre e indefenso. Mas no solamente del hombre desvalido física y socialmente, sino sobre todo del hombre moralmente desvalido y desgraciado. A Dios no le asusta la verdad del hombre; no solamente no le asusta sino que la desea como punto de partida para que se pueda establecer una corriente de diálogo entre él y el hombre.

De la parábola parece surgir clara la conclusión de que para nada sirve una oración que no salga de la verdadera realidad humana del orante. Pero también la parábola nos dice cuánto puede costar partir de esta realidad cuando la estructura nos obliga a responder de determinada manera y cuando se confunde la religión con esas formas impuestas y preconcebidas.

CV/EVANGELIZACION: Diciendo lo mismo de otra manera: podremos estar viviendo cierto cristianismo institucional sin haber sido nunca seriamente evangelizados. La religión formalista nos pide que no hagamos tales cosas malas y que hagamos las otras consideradas buenas; la evangelización nos exige conocernos tal como somos, tomar contacto con nuestros impulsos y pasiones, tomar nota de nuestras inclinaciones, necesidades e intereses. Partiendo de esta base, partiendo de nuestro yo íntimo y verdadero hemos de iniciar el camino que propone el Evangelio, pero de tal forma que sea ese yo el que asuma la decisión de cambiar, no porque está mandado, sino porque él descubre como valedero ese nuevo camino.

Jesús habla de la necesidad de humillarse... Entendemos que es difícil traducir hoy el viejo concepto de la humildad, pero quizá Jesús nos invita a comenzar «desde abajo», desde lo considerado más bajo en nosotros mismos, desde lo que puede avergonzarnos, desde lo que nos inclinamos a cubrir o encubrir. Todo lo cual implicaría una catequesis de la Iglesia que asuma al hombre moderno tal cual es, que lo escuche, que sienta lo que él siente, que perciba su mundo desde dentro de él mismo.

Quizá podría ser ésta la principal conclusión de este domingo: que comencemos desde abajo nuestro camino cristiano, el cual siempre debe iniciarse en el desierto, allí donde está el hombre solo y donde las estructuras esperan la decisión y la creatividad del hombre. Comenzar desde abajo -«humillarnos»- es no tener miedo hoy de hacernos las preguntas simples y elementales, pero para que sean respondidas por nosotros mismos, con nuestras propias palabras y según nuestros reales sentimientos. Preguntas tan simples como éstas: ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Qué representa para mí Jesucristo? ¿Asumo el Evangelio como forma de vida? ¿Qué me supone declararme cristiano? Y otras por el estilo... Comenzar desde abajo es leer y meditar el Evangelio para descubrir en qué medida tantas cosas religiosas como hoy hacemos y decimos responden verdaderamente al espíritu y a las palabras de Jesucristo o no son, más bien, viejos desechos de un cierto orden político-religioso que está feneciendo.

Comenzar desde abajo implica no tener miedo a hacernos un serio cuestionamiento acerca de nuestra forma de vivir el cristianismo en el hoy y aquí de la historia, preguntándonos, por ejemplo, si nuestro cristianismo es liberador del hombre, si atiende más a la justicia que al culto, al amor que a la ley.

Leyendo el Evangelio -como por ejemplo la parábola de hoy- descubrimos rápidamente en qué consiste ese abc del alfabeto cristiano; qué es lo esencial; lo que nunca puede faltar, y qué, por el contrario, es la expresión cultural de una época, pero no elemento indispensable del vivir cristiano.

En fin, comenzar desde abajo es evangelizar a nuestras sociedades cristianas que siempre están «en estado de misión», evangelizar la vida religiosa y sacerdotal, evangelizar las grandes y pequeñas estructuras eclesiásticas, sin tener miedo a descubrir cuanto haya de lacra, de pecado, de miseria y de escándalo.

Claro que se puede seguir encubriendo: eso es tan viejo como el fariseísmo. Jesús nos invita hoy a «descubrir» lo que hay abajo, a desenmascarar, a desnudar. Esa es la postura del publicano... y volvió a su casa justificado.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 328 ss.


13.

El mismo texto evangélico nos aclara explícitamente cuáles son los destinatarios de la parábola de hoy. Dado que Jesús va a hablar de "dos (tipos de) hombres", "los buenos" y "los malos", parece lógico que se dirigiera a estos últimos para ofrecerlos el perdón. A fin de cuentas la buena Nueva de Jesús está destinada preferentemente a los pecadores, los débiles, los desesperados o abatidos. Y, sin embargo, no es así. Como en el capítulo 15 de Lucas, Jesús se dirige a los que se tienen por justos y se distancian de los pecadores. En las palabras de Jesús se trasluce una auténtica irritación.

Esta constatación es muy importante para interpretar el mensaje de la parábola. Jesús tiene una obsesión. La posibilidad de que la actitud de quienes se tienen por justos haga opaca la misericordia de Dios, tema central del Reino, y la desfigure a los ojos de los que más la necesitan (al despreciarlos). En segundo lugar, ellos, por su seguridad en sí mismos, pueden experimentar una dramática paradoja (el fariseo volvió a su casa no justificado). Por eso la acción se juega en el terreno espiritual, de la oración. No se trata de confrontar una forma "religiosa" y otra "profana o irreligiosa" de comportarse. Se pone en guardia duramente frente a formas no evangélicas de entender la religiosidad, la vida espiritual, la oración.

Todo el Evangelio es una palabra de esperanza para los pecadores. Esta parábola, en cambio, es un serio aviso para los justos (entre comillas). ¿Para nosotros? Jesús nunca afirma que la conducta del fariseo sea mala o que la del publicano sea buena. No está ahí la clave. Lo que hace el fariseo está mu bien. Los detalles que se aportan nos lo presentan incluso como escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas. Por ley sólo estaría obligado a ayunar una vez al año. Pues él lo hace dos veces por semana. No es difícil comprender la ascética que esto significa en un país de calor tan bochornoso como Palestina. Paga diezmos de todo lo que tiene. De nuevo más de lo exigido, porque el diezmo del grano, del mosto o del aceite ya se encargaban de pagarlo los productores. Pero, por si acaso, quiere asegurar el cumplimiento de la ley aun pasándose. Jesús con ello refleja las inquietudes legales hasta el escrúpulo de los piadosos fariseos. En una encuesta sociológica, nuestro personaje habría que encuadrarlo entre los "creyentes muy practicantes".

La oración del fariseo es de agradecimiento a Dios por ser así, está satisfecho de sus obras y merecimientos. La del publicano es oración de petición desde el abatimiento y la confusión. Curiosamente el final es paradójico. El que se tiene por pecador volverá a su casa justificado y el otro no.

El motivo es evidente. La salvación es obra exclusiva de la bondad y misericordia de Dios. Nuestras obras no nos otorgan derechos ante Dios, ni justifican su abrazo gratuito. Aunque todo don nos envíe a una tarea o misión, la salvación es regalo sin merecimiento por nuestra parte. La seguridad no puede residir, por lo tanto, nunca en nosotros mismos, sino en la misericordia de Dios. Paradójicamente, cuanto más seguros de nosotros mismos, más nos alejamos de entender y recibir la verdadera salvación. ¡Qué pena que no entendamos que el amor gratuito de Dios es un mejor título que el que nos otorgan nuestras obras! ¡Qué cantidad de angustias, escrúpulos, tensiones, depresiones, infantilismos, se evitarían! ¡Qué horizonte de paz, de esperanza, de contemplación, de gratuidad se abre a nuestra vida! Cuando está bien claro que nuestras seguridad reside en la misericordia de Dios y no es un derecho de nuestros merecimientos, asumimos la misión de llevar este alivio psicológico y espiritual a los demás, la gracia se convierte en compromiso.

Pero, en cambio, quienes se sienten justos y con méritos de su parte, desprecian a los demás, dan gracias por no ser como los pecadores, se distancian de ellos despectivamente y con ello les niegan la verdad de Dios salvación, que muchos no tiene otra mediación para conocer que los hombres supuestamente piadosos. El contexto de la parábola permite la hipótesis de que esto es lo que más saca de quicio a Jesús: que los justos, seguros de sí mismos, no dejan llegar la esperanza y el aliento de Dios a los que consideran pecadores. Y cuando algún cristiano lo hace -como Jesús a lo largo del Evangelio- se le echan encima y lo condenan escandalizados.

La oración de quienes se sienten justos trasluce toda una actitud vital: la ausencia total de autocrítica y la implacable crítica de los otros. Esta actitud es "tipo", y puede encarnarse en nosotros a nivel personal, a nivel grupal e incluso a nivel eclesial. Estamos demasiado acostumbrados en todos los tiempos, y también hoy, a la dureza, a la intransigencia, a la descalificación de personas y grupos, a verlo todo mal fuera de lo nuestro y verlo todo bien (gracias a Dios) en lo nuestro, a sospechar de los cristianos que se acercan a las fronteras de los que son diferentes, pecadores, abatidos o que nos ponen en cuestión. ¡Cuánto que examinarnos los creyentes, jerarquía y pueblo de Dios, antes de condenar y menospreciar a otros! ¿Estamos volviendo a ver todo malo en el mundo... fuera de nuestra Iglesia? ¿Por qué no ensayamos hoy una oración sincera y humilde? Oh Dios, ten compasión de nosotros, pecadores, porque somos como los demás y como ellos dependemos sólo de tu misericordia gratuita. Y perdona que con nuestra dureza, crítica y engreimiento, la hacemos opaca a muchos hombres, mujeres y pueblos.

JESÚS MARÍA ALEMANY
DABAR 1992/52


14.

SIN DESESPERAR

Es difícil describir la inmensa tristeza, la impotencia, la vergüenza y el dolor que vivimos estos días la inmensa mayoría del pueblo vasco. Condenas, repulsas, comunicados de toda clase se amontonan en las páginas de los diarios ante la escalada absurda de violencia y el desprecio de la vida tan fácilmente asesinada.

Todo el mundo parecer querer buscar la palabra más dura, la condena más tajante que le distancie sin ambigüedades de hechos tan execrables. Quizás, todos deberíamos callar un poco más y preguntarnos en silencio a nosotros mismos por la parte de «terrorismo cotidiano», violencia y agresividad que aportamos día a día a nuestra sociedad.

También aquí vale lo que I. Thorson decía en Moscú: «Hemos avizorado al enemigo... y somos nosotros». No lo olvidemos. El auténtico enemigo del hombre hacia el que hay que dirigir nuestro rechazo y radical condena no es solamente «el otro~, sino cada uno de nosotros, con su egoísmo, intransigencia y agresividad.

No caben aquí el fanatismo y la presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado en los demás. Todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, pasividad o indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: «Oh, Dios, ten compasión de mí que soy pecador».

Pero tenemos el riesgo de caer en la desesperanza y en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aún más agresivos, cuando sólo la confianza nos puede abrir creativamente hacia el futuro.

El creyente sufre con todos sus hermanos y vive la angustia de su pueblo, pero lo hace con una confianza sin límites en Dios nuestro Padre.

Dios nos ama sin condiciones. Tal como somos. Dios ama también ahora a nuestro pueblo, con todos sus errores y su pecado. Y esto no es algo ilusorio o inútil, sino la realidad decisiva que lo cambia todo y nos permite a los creyentes vivir la historia desde la seguridad definitiva del amor salvador de Dios.

Los cristianos creemos también en estos momentos en la salvación del hombre, de todo hombre. Una salvación que hoy permanece oscura y soterrada en la ambigüedad de nuestro pecado y nuestra impotencia. Una salvación gratuita e inmerecida, que es don de Dios y, por eso, segura. Una salvación que la debemos buscar y esperar no sólo para nuestro pueblo sino para todos los pueblos de la tierra. Así lo recordamos en esta mañana del Domund.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 357 s.


15. DEMAGOGIA AUTOCRITICA

No son pocos los observadores que detectan en la actual sociedad un crecimiento o agudización de la demagogia, no sólo en la actividad política, sino en todos los ámbitos de la vida pública. La razón es sencilla. Hoy sólo tiene fuerza social aquello que se transmite al pueblo a través de los grandes medios de comunicación.

La palabra emitida a todos los ambientes, la imagen televisiva introducida en los hogares, la propaganda impregnando todo el espacio social son los grandes instrumentos que van configurando las convicciones y el sentir de la sociedad.

Entonces, es normal que los políticos se esfuercen por utilizar toda clase de medios a su alcance para invadir todos los espacios de la vida y tratar de convencer a los ciudadanos de su propio mensaje.

Asimismo, es explicable que presten más atención que nunca a la «imagen» y traten de dar más fuerza persuasiva a sus discursos acentuando la dimensión demagógica de sus palabras.

Lo decisivo no es ya la verdad o la coherencia moral de lo que se proclama, sino el sintonizar con las gentes, halagar las aspiraciones del pueblo y ofrecer una imagen pública con suficiente atractivo.

Naturalmente, todo esto es muy explicable y más en tiempos de campaña electoral. Pero tiene unos riesgos que es bueno recordar. Obligados a dar una imagen intachable, se hace difícil aceptar públicamente las críticas de los demás y someter las propias posiciones a una sana autocrítica. Todos conocemos los complicados esfuerzos que se realizan al día siguiente de las elecciones para explicar de alguna manera unos resultados electorales negativos.

Pero esta actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios, no es sólo de los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e instituciones -también de la Iglesia- que desean hacer presente su mensaje en la sociedad.

Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en sus parábolas porque «teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».

Sin embargo, un pueblo cuyos partidos no sepan autocriticarse y corregir sus propios errores no puede crecer de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las críticas para revisar sus posibles deficiencias no caminará hacia una convivencia más humana. Crecer en demagogia y retroceder en sana autocrítica no nos conducirá a una sociedad mejor.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 117 s.


16. EL PELIGRO DE LAS HINCHAZONES

-«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, otro, publicano». Hasta aquí, todo bien. Al Señor debió de gustarle eso. Porque, aunque había llegado a decir aquello de «cuando reces, métete en tu habitación, cierra la puerta, y Dios que ve en lo escondido, te escuchará» o aquello otro de «los verdaderos adoradores adoran en espíritu y en verdad», lo cierto es que Jesús, desde muy niño «iba con sus padres al templo». Es más, un día ante el mal uso que del templo hacían los vendedores, proclamó sin titubeos: «Mi casa es casa de oración». A Jesús, por lo tanto, le gusta que en su templo recemos todos. Lo que ya no parece gustarle tanto es algún estilo» de oración: «El fariseo, erguido... decía en su interior: doy gracias porque no soy como los demás...».

Efectivamente, este hombre, más que orar a Dios «se oraba a sí mismo». Erigiéndose en «Dios de sí mismo», se autoproclamaba diferente. No reconocía lo negativo que solemos tener los hombres: «Son rapaces injustos, adúlteros...», y exhibía otros trofeos que otros no tienen: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de cuanto poseo». Ahí lo tenéis: singular narciso, perfecto pavo real, ejemplar único, no necesita ningún retoque. Vive en la plenitud.

(Tengo miedo, Señor, de caer en una situación semejante, de infectarme con ese microbio de la vanidad farisaica e irme inflando como un globo, pensando que me basto a mí mismo y que no necesito a nadie, ni siquiera a Dios).

Porque ése es el gran fallo de la oración del fariseo. Ni habla a Dios, ya que lo que hace es cantarse a sí mismo sus virtudes. Ni escucha a Dios, ya que el propio sonsonete de sus autoalabanzas le impiden oír cualquier otra voz que no sea la suya. (Ya sé, Señor, que tampoco tengo que ocultar y negar mis «talentos». Que ahí están y tú me los has dado. Pero sé que, más que considerarlos como «trofeos», haré bien en verlos como «deberes», como «responsabilidades». Y si, en algún caso, con ellos he tenido «aciertos», no estará de más pensar que seguramente me he quedado a mitad de camino.)

Jesús, en cambio, elogió la oración del publicano. No «porque se quedó allá atrás y hería su pecho sin atreverse a levantar los ojos al cielo». Porque esas actitudes externas también pueden caer en el «fariseísmo». Sino porque, de verdad, «de profundis», se reconocía pecador: «Compadécete de mí, que soy un gran pecador». Frente a la «hinchazón» del fariseo, este hombre reconocía su profundo «vacío interior». En alguien que se siente hinchado, difícilmente entra ninguna cosa; mientras que el hombre que se reconoce «vacío», ya está en buenas actitud para recibir las ayudas. Sobre todo puede entrar Dios, que es capaz de llegar hasta las más bellas y difíciles encarnaciones. Señor, yo quiero «volver siempre justificado a mi casa». Por eso te pido con todo mi corazón:

-Que nunca piense que soy mejor que los demás hombres, aunque los vea «ladrones, injustos y rapaces».

-Que tampoco me sienta satisfecho porque cumpla ciertas leyes y normas con insistente frecuencia.

-Que tenga, sobre todo, conciencia siempre de ser pecador, necesitado por lo tanto de acudir a Ti para decirte: «Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz...».

ELVIRA-1.Págs. 270 s.


17.

«Teniéndose por justos...»

Hay una película canadiense, Jesús de Montreal, que tiene un aspecto muy logrado, en mi opinión, sobre la persona de Jesús. Se representan ante un grupo de personas, incluso con un guarda jurado que las iba moviendo de un lugar a otro, varios pasajes de la vida de Jesús. Daba sensación de que los acontecimientos se dirigían a un auditorio como nosotros y sobre los que incidían, con toda su fuerza, las palabras y las actitudes de Jesús.

Esta debería ser también nuestra actitud ante los relatos del evangelio: no son sólo hechos o dichos de Jesús, que acontecieron hace veinte siglos, sino que siguen manteniendo su actualidad y que hoy se nos dirigen a cada uno de nosotros. Desde esta perspectiva, podemos hoy escuchar una de las parábolas más bellas y conocidas de Jesús.

Lucas, el evangelista que nos acompaña a lo largo de este año, es el que más insiste en las dimensiones sociales del mensaje de Jesús y, al mismo tiempo, el que hace más hincapié en la oración personal de Jesús y en la importancia de la oración en la vida de los creyentes. Precisamente el domingo pasado había un relato evangélico, el de la viuda y el juez injusto en el que Jesús exhorta a sus seguidores a orar con insistencia, porque Dios no dará largas y hará justicia a los que le gritan día y noche, acabando con una triste pregunta: «Cuando venga el hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». Inmediatamente después viene la parábola del fariseo y del publicano que Jesús pronuncia, a propósito de «algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás».

La imagen que tenemos de los fariseos es demasiado negativa. Como dice W. Burghardt, acontece con ellos lo que sucede con los mismos jesuitas. Si consultáis el Diccionario de María Moliner, veréis que ese término no sólo se refiere a los que somos miembros de la orden fundada por san Ignacio de Loyola, sino que el término «jesuítico» en nuestra lengua -¡y también en otras como el inglés!- «se aplica al comportamiento o a los procedimientos en que hay disimulo o hipocresía», aunque añade, ¡menos mal!, que este sentido no está recogido en el Diccionario de la Lengua Española (DIGO YO: este sentido si está en el diccionario de la R.A.E.); y es de desear, por lo menos de mi parte, que no entre este significado dentro de las palabras nuevas que continuamente son admitidas en este Diccionario.

Dejando de lado esta digresión, volvemos a los fariseos, unas personas que tienen también entre nosotros esa misma fama de actuar con disimulo e hipocresía, y que, sin embargo, eran personas devotas y fieles al mensaje religioso de la Biblia. Se tomaban muy en serio la ley mosaica e incluso hacían en la oración y en el ayuno prácticas que eran realmente dignas de admiración: el texto del evangelio dice que ayunaban dos días a la semana y pagaban religiosamente el diezmo de lo que tenían. Jesús dice que el fariseo no salió justificado de su oración, pero no porque mintiese al enumerar los méritos de lo que hacía, sino porque, como dice la introducción, se tenían por justos, se sentían seguros y despreciaban a los demás.

El evangelio de Lucas nos presenta varias veces a Jesús en oración e indica que se pasaba las noches orando. Nunca nos revela cuál era el contenido de esa oración de Jesús que tanto nos hubiera gustado conocer. Sin embargo hay una ocasión en la que ese evangelio nos expresa el contenido de la oración de Jesús. Es el pasaje de Getsemaní, en el que Jesús, «puesto de rodillas», en la agonía del huerto, grita a su Dios: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Jesús no ora como el fariseo: no expone sus muchos méritos, infinitamente superiores a los de aquel; no dice nada que refleje comparación con los demás. Su oración es más bien como la del publicano que oraba desde el fondo del templo, sin levantar los ojos al cielo.

Tenerse por justos, sentirse seguros y despreciar a los demás: en estas tres actitudes se centra la crítica frontal que Jesús dirige al fariseo de la parábola. Precisamente en la liturgia del bautismo hay una fórmula en que al renunciar a Satanás, «a sus obras y a sus pompas», expresión que se puede prestar a ambigüedades, lo concreta en la dirección del evangelio de hoy. Allí se nos dice que debemos renunciar a «creernos los mejores, a vernos superiores a los demás, a creer que ya estamos convertidos del todo». Son tres actitudes a las que nuestro bautismo nos exige renunciar y que están, sin duda, inspiradas en el evangelio de hoy.

Evidentemente, las muchas veces que hemos oído este evangelio nos impiden recaer en fórmulas de oración como las del fariseo de la parábola. Pero, ¿no tenemos que reconocer que nuestras actitudes interiores no están libres del orgullo interior que sentía aquel judío que oraba «erguido» en el templo? El mismo Jesús dice en el evangelio que aquel hombre oraba así «en su interior», porque en todo ser humano hay algo de sensatez que nos impide incensar de esta forma nuestra vida.

Pero, como dice ·Fabris-R, existe el peligro de una forma de oración, que está vestida de fórmulas religiosas y que, sin embargo, es una oración hasta atea, en la que usamos a Dios para fomentar nuestra vanidad, nuestro narcisismo interior, nuestros méritos ante los hombres. No sólo usamos «el nombre de Dios en vano» cuando juramos en su nombre; también lo hacemos, y de forma más grave, cuando usamos su santo nombre como escaparate para realzar los méritos y las condecoraciones de nuestra vida y para creernos superiores y despreciar a los demás.

No se trata de caer en sentimientos patológicos de culpabilidad y en no reconocer los valores y talentos que toda persona lleva dentro de sí. Santa Teresa decía que la humildad es «andar en la verdad» y también añadía, con su gran finura psicológica y espiritual, que «si no conocemos lo que recibimos, no despertamos para amar»; que necesitamos reconocer lo que somos y tenemos, para ser capaces de amar; precisamente lo que dice la psicología de que es necesario amarnos y valorarnos para poder amar.

Quizá leída en el contexto de la parábola de hoy, el texto de san Pablo puede parecer equiparable a la oración del fariseo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe». Pero se sitúa en un tono muy distinto. Dios no es el escaparate para realzar los méritos de Pablo, sino aquel que «me ayudó y me dio fuerzas. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará al reino del cielo». Respecto de los que habían abandonado a Pablo y no le asistieron, no hay en los labios del apóstol ningún reproche y comparación, sino palabras como las de su Señor en la cruz: «¡Que Dios los perdone!».

Repito que no se trata de crear sentimientos de culpabilidad, sino de reconocer la verdadera realidad de nuestra vida y de andar según nuestra verdad. Lo que últimamente nos salva no son nuestros méritos y buenas obras que, sin duda, todos tenemos; lo que nos salva, como tantas veces repite Pablo, es nuestra fe en Jesucristo. Y ninguno de nosotros está libre de esa tentación farisea o «jesuítica», en la acepción popular de ese término, de creernos los mejores, de vernos superiores, de creer que ya estamos convertidos del todo y podemos mirar por encima del hombro a los demás.

Si andamos en la verdad, si somos capaces de reconocer la auténtica verdad de nuestro yo, cargada siempre de luces y de sombras, tenemos que reconocer que nuestra verdadera actitud ante Dios no es la del que ora erguido en el templo, ni la del que desprecia a los demás. Nuestro sitio está en el fondo del templo, golpeándonos humildemente el pecho y repitiendo la vieja oración del publicano: «¡oh Dios, ten compasión de este pecador!». Ojalá en la realidad más viva de nuestra existencia sintamos siempre la mirada de ese Jesús de Montreal, de Madrid o de donde sea, que nos mira a nuestro «interior» y nos habla de nuestra verdad ante Dios y ante los hombres.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madrid 1994.Pág. 346 ss.