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H O M I L Í AS

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DOMINGO XXX
TIEMPO ORDINARIO

CICLO B

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Hay que señalar dos hechos. Marcos sólo refiere las curaciones de dos ciegos: la primera se realiza en Betsaida (/Mc 8, 22-26) y la segunda, a la salida de Jericó. Pero si los lugares son distintos, curiosamente el contexto evangélico es el mismo. Cada uno de estos dos milagros viene al final de un tiempo de enseñanza, durante el cual Jesús tropieza con la incredulidad de los discípulos, que no llegaban a entender ni a recibir con fe lo que él les proponía.

Esto es cierto por lo que al ciego de Betsaida se refiere, cuya curación viene al final de las reflexiones de Jesús acerca del pan, después de las críticas a los ojos que "no ven" (18, 18), como son los de los discípulos. También es cierto en Jericó: Jesús habló a sus discípulos del destino del Hijo del hombre, destino que ellos deben compartir, y censuró sus prisas para participar en su gloria antes de haber participado en su Pasión.

Así, el sentido que Marcos deja ver bajo el relato de la curación de un ciego, está muy patente. La acción milagrosa de Jesús, cuyo recuerdo ha sido mantenido hasta el punto de poder recordar el lugar en que se realizó -Betsaida y Jericó- , y de consignar el nombre del beneficiario -"el hijo de Timeo (Bartimeo)"-, se convierte para el evangelista en un símbolo del poder que Jesús despliega, dentro de la comunidad de los discípulos. Cuando, entonces como hoy, el misterio es para ellos difícil de aceptar -de "creer" y de aceptar hasta comprometer la propia vida viviéndolo-, Jesús viene a abrir los ojos de los ciegos, a hacer que sus amigos vean, entiendan su mensaje y arriesguen su vida por él.

Otro hecho merece atención, por otra parte. En 10, 32, Marcos presenta a Jesús "adelantándose" a los discípulos, "que le siguen asustados". Esta misma expresión se repite en el relato del ciego. Este, una vez curado, ahora con los ojos abiertos y "recobrada la vista, le seguía por el camino" (v. 52). Lo que sólo a duras penas hacían los discípulos, incapaces de entender su enseñanza, el hombre de Jericó, cuyos ojos cerrados simbolizaban el trabajo que les cuesta a los discípulos "ver" a Jesús, se convierte en la imagen de la curación que Jesús realiza en los suyos.

Esta curación, obra exclusivamente de Jesús, está condicionada sin embargo por la disposición de aquél a quien él se dirige. Así lo hace notar Jesús, al concluir: el hombre es "curado" ("salvado") porque tiene "fe"; sólo existiendo en el corazón de los discípulos un mínimo de adhesión a Jesús y una base previa de confianza y de fe en él, pueden éstos recibir de Jesús la iluminación total.

Por otra parte, aquel hombre había demostrado tener esta confianza primordial. Al acercarse a Jesús, se había puesto a "gritar" a Dios, como "gritan" a Dios los suplicantes del Salterio para expresar su petición y alcanzar la salvación, y como los creyentes también, iluminados por la verdad que viene a ellos, "gritan" su fe para pregonar la acción de Dios; así "claman" a Dios "¡Padre!" los que recibieron el Espíritu; y así "grita" el ciego a Jesús, suplicándole: "Ten compasión de mí", y aclamándole: "Hijo de David".

Si Jesús es "Hijo de David", también es algo más. El evangelio de Marcos no tiene otra finalidad que la de manifestar quién es en realidad Jesús. Símbolo de los discípulos tardos para comprender, el ciego, que no conoce en Jesús más que al Hijo de David, necesita una nueva iluminación; cuando la tenga, podrá ponerse a seguir a Jesús.

Se siente lo presente que está en el espíritu del autor la comunidad cristiana, detrás de la anécdota que nos llega desde sus propios orígenes, desde el tiempo de Jesús.

Lo único que el autor pretende, con los muchos detalles que ofrece sobre la aventura de Bartimeo, es hacer que los cristianos conozcan cuál es su propia aventura.

Y lo mismo, con esos rasgos que muestran a la multitud "increpándole, para que se callara", y al hombre "gritando mucho más" su fe en el "Hijo de David". El detalle deliberado con que se quiso significar la intensidad del deseo que el ciego siente -"arrojando su manto dio un brinco"- y la fuerza de la confianza puesta por él en Jesús -"¿ Qué quieres? ¡Que vea!"- puede también recordar a los cristianos que su profesión de fe no dejará de suscitar la oposición de cuantos no comparten sus convicciones, y que necesitarán mucha tenacidad para oír el llamamiento del Señor -"Llamadle... Te llama"-, para llegar a encontrarle a él y, en fin, para "seguirle por el camino".

En su grito: "Hijo de David, ten compasión de mí", encuentran los comentaristas una extraordinaria resonancia litúrgica (compárese con Mt 9, 27). Detrás de un texto como éste, está presente la experiencia de la comunidad reunida para la celebración eucarística. El predicador del evangelio recuerda a los cristianos la acción de Jesús, y ellos comprenden de inmediato que la aventura de Bartimeo es la suya propia, y que ellos mismos son el ciego que necesita ser iluminado. Escuchan el recuerdo evangélico y lo viven.

Ya no es Bartimeo el que grita a Jesús; son los cristianos los que dicen: "Ten compasión". De hecho, Jesús, presente en medio de todos los que se han "congregado en su nombre", les llama, les ilumina y les compromete más a seguirle. Es una experiencia que todavía se vive hoy.

LOUIS MONLOUBOU
LEER Y PREDICAR EL EVANGELIO DE MARCOS
EDIT. SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 143


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