20 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO
9-16

9.

1. ¿Cuántas veces hay que perdonar?

El concepto cristiano de "perdón" no es nunca una actitud de superioridad en quien perdona: quedaría reducido a un acto de diplomacia y buena educación que no renovaría la relación con el otro. Cuando esto sucede, la persona perdonada queda en inferioridad con relación al que perdona, supuestamente inocente.

Posiblemente para ahondar en su sentido verdadero sea preferible utilizar el término "reconciliación", que implica el común esfuerzo del ofendido y del ofensor por restañar y superar el mal causado por la ofensa. No se limita a olvidar el mal rato pasado, sino que busca sobre todo encontrar una fórmula de convivencia capaz de hacerlos sentir nuevamente hermanos, más que antes si cabe.

El concepto cristiano de reconciliación no es sólo el esfuerzo que hacemos para superar una ofensa, sino fundamentalmente una actitud permanente por eliminar distancias, recelos, prejuicios..., que impiden una auténtica convivencia fraterna.

El cristianismo no descarta, naturalmente, las relaciones del hombre con Dios, pero considera que es básico para el hombre saber convivir con los demás hombres, llegando a superar todas las barreras que los separan. Nuestro amor y relación con Dios los manifestamos en saber amar y relacionarnos con nuestro prójimo. ¿De qué sirve recibir el sacramento de la reconciliación si las relaciones con el prójimo no se han restañado? Es verdad que a veces no es posible pedir perdón directamente al ofendido y otras es difícil saber a quiénes se ha perjudicado..., pero ¿en las demás?

¿Qué pensaba Jesús sobre la reincidencia del prójimo en las mismas faltas que ya se le habían perdonado una o más veces? ¿Qué hacer entonces? ¿No está la vida llena de reincidencias perdonadas? Es lo que trata de saber Pedro y a lo que responde Jesús. El número siete es en la literatura judía muchas veces simbólico de lo universal, de lo indefinido. Jesús responde al modo hebreo, recalcando con los múltiplos de siete, para dejar claro la necesidad de un perdón sin límites: hay que perdonar siempre a todos y todo.

La pregunta de Pedro es en realidad la que todos nos hacemos. Es difícil encontrar a alguien tan despiadado que no tolere a los demás ni la más leve ofensa; pero de ahí a perdonar siempre hay una gran distancia.

2. La parábola

Para hacer más gráfica esta obligación de perdonar siempre y destacar los motivos en que se apoya y hacer ver el plan del Padre sobre los que no perdonan, expone una de sus parábolas más bellas. Es exclusiva de Mateo.

Dios es como un rey que quiere arreglar las cuentas con sus servidores. Le presentan a uno que le debe diez mil talentos. El talento era la unidad fundamental de peso e indicaba un peso determinado de dinero: comprendía sesenta minas o seis mil dracmas áticas, equivalente al denario, y éste era el importe de un día de trabajo de un jornalero (Mt 20,8). De aquí que la deuda de diez mil talentos era equivalente a sesenta millones de denarios o de jornadas de trabajo; lo que orienta el valor real de la deuda y su contraste con los cien denarios que presentará la segunda escena. La deuda era fabulosa, imposible de poder ser pagada.

Al no poderla pagar, "el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así". Ante las súplicas del empleado, le perdonó la deuda; el amo fue mucho más allá de lo pedido.

Al salir de la presencia del amo y contento con lo que había logrado, se encontró con un compañero que le debía cien denarios, y se repite la escena anterior. Pero ahora todo es inútil. Su actitud despiadada retrata la ruindad del corazón humano cuando se cierra en su egoísmo.

Los compañeros, que sabían lo que había sucedido en las dos ocasiones, fueron a contarle al rey el incidente que habían presenciado. El rey le manda llamar y le retira el perdón: pagará hasta el último céntimo. Pero ¿cómo y cuándo? Y le indica el motivo por el que debía haber tenido compasión de su compañero: el perdón que él había recibido. ¡Qué fácil nos lo pone Dios y qué difícil lo hacemos nosotros!

Hemos de perdonar porque Dios nos perdona y como Dios nos perdona. Es una enseñanza tan capital para los cristianos, que está incluida como una de las peticiones del padrenuestro. La deuda que todos nosotros hemos contraído con Dios es infinitamente superior a la deuda de los demás con nosotros. ¿Cuánto pagaríamos por la vida, por la vista, por el oído... si estuviéramos en peligro de perderlos y pudiéramos hacerlo? Sin olvidar el mal que hacemos y el bien que omitimos... Nuestra deuda con Dios supera esos "diez mil talentos". ¿Cuánto nos debemos unos a otros? ¿Nos atreveremos a pedirle a Dios que nos perdone sin perdonar nosotros siempre a los demás?...

Dios, para perdonarnos, no nos pide más que perdonemos también nosotros siempre a todos y todo lo que nos hagan. ¿Lo haremos?

En los últimos siglos, la confesión sacramental y toda la catequesis y pastoral se ha centrado en el hecho de ser perdonados por Dios, en la acusación privada, en el temor al castigo..., a la vez que iba perdiendo su dimensión comunitaria, hasta el punto de quedar tranquilos después de una absolución sacramental aunque las relaciones con el prójimo siguieran igual de mal que antes.

¿Con quién tenemos los conflictos, los problemas, a lo largo del día: con Dios o con el prójimo? ¿Con quién reñimos y nos enfrentamos, a quién tratamos mal o despreciamos...? Si nuestros conflictos son con las demás personas, con ellas debemos arreglarnos y reconciliarnos. El sacramento del perdón, que debe tener una estructura fundamentalmente comunitaria, debe ser la celebración del reencuentro y de la reconciliación con los hermanos, y con Dios a través de ellos.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 3
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 151-154


10.

1. El problema no es con Dios

Uno de los grandes enunciados del Evangelio es el perdón ilimitado a los hermanos que nos han ofendido. Es tan importante que lo encontramos en el Padrenuestro como una de sus peticiones: «Perdona nuestros pecados, así como nosotros perdonamos...» El perdón a los que nos ofenden no es algo nuevo en la Biblia (primera lectura), pero es nueva la importancia que se le da, excediendo cuanto el hombre pudiera pensar. El mismo Jesús muere en la cruz perdonando a sus verdugos y uno de sus primeros gestos después de resucitar es dar a los apóstoles el poder de perdonar los pecados.

El evangelio de hoy insiste en el mismo tema llevando las cosas hasta un grado límite. Nuevamente es Pedro, el prototipo del discípulo cristiano, el que plantea la cuestión; en efecto, le dice a Jesús: Está bien que perdonemos alguna que otra vez, y si estamos de buen humor hasta varias veces a la misma persona, pero supongo que esto tiene un límite, ¿verdad? La pregunta o cuestión de Pedro en realidad es la que todos comúnmente hacemos. Difícilmente nadie es tan despiadado que no tolere a su hermano la más mínima ofensa, pero de ahí a perdonar siempre, hay una gran distancia.

Jesús postula un perdón ilimitado (setenta veces siete) pero con la parábola que sigue nos hace descubrir que el perdón no solamente supone una actitud en quien perdona sino también en quien es perdonado. Una vez más Jesús no se detiene en la cosa en sí misma como si tuviese un valor absoluto por el solo hecho de ser llevada a cabo, sino que nos obliga a mirar el fondo de la cuestión.

La parábola de por sí es clara en su interpretación: aquella persona a quien el rey le perdonó una deuda que era prácticamente imposible de pagar por lo exorbitante (560 millones de pesetas), no fue capaz de perdonar a un compañero que le debía una insignificancia. No supo hacer con los otros lo que se había hecho con él. La conclusión es clara: si nosotros no somos capaces de perdonar a nuestros hermanos, tampoco Dios puede perdonarnos.

En realidad, leída por segunda vez la parábola, la conclusión parece más absoluta aún, ya que podría interpretarse así: Dios siempre perdona, pues aunque nuestros pecados parezcan algo tremendo, ante su gran amor no pasan de ser una insignificancia. Podemos, pues, contar siempre con ese perdón. Pero el problema no radica ahí sino en la reconciliación con nuestros hermanos. Quien no quiere vivir en paz con los suyos, que no se haga ilusiones de poder cubrir su egoísmo con el perdón de Dios.

Efectivamente, en todo el Evangelio Dios es presentado con un amor tan ilimitado que queda fuera de toda duda su actitud hacia los hombres, pecadores por naturaleza. El solo hecho de habernos enviado a Jesús como liberador por su muerte redentora, nos habla de su amor sin límites.

Así, pues, el perdón de Dios no es problema que deba preocuparnos... Sin embargo, no siempre los cristianos lo hemos interpretado así, de tal forma que llegó un momento en que la confesión apareció como un problema exclusivo entre el hombre y Dios, y todo el acento de la catequesis y de la pastoral se puso en el hecho de ser perdonados por Dios, de la acusación de los pecados, el temor de los castigos, etcétera. Entretanto, y esto sí que es penoso, fuimos perdiendo la dimensión comunitaria de la Penitencia hasta el punto de que pudimos quedar tranquilos después de una absolución, aunque las cosas con nuestros prójimos siguiesen exactamente igual que antes. ¿Acaso todavía dudamos del perdón de Dios? ¿Pensamos que necesitamos ese perdón cuando ya fue dado de una vez y para siempre con absoluta generosidad y antes que se lo pidiéramos? ¿O pretendemos una vez más engañarnos con una religión fácil que cubre nuestro egoísmo mientras deja a salvo muchas situaciones de injusticia hacia nuestros hermanos desvalidos, menores o en inferioridad de condiciones? Jesús, con esa madurez psíquica que lo caracteriza, plantea el problema de una manera lisa y simple: En realidad, ¿con quién tenemos problemas a lo largo del día, de la semana? ¿Con Dios o con el prójimo? ¿Con quién nos enfadamos, a quién insultamos o estafamos, a quién tratamos mal, despreciamos, ignoramos, mentimos, sobornamos, etc.? ¿Nuestras fuerzas son contra Dios o contra otros pueblos? Podemos multiplicar los ejemplos hasta la saciedad y llegamos siempre a la misma conclusión: si nuestros conflictos son con los otros hombres, con ellos debemos arreglarnos y reconciliarnos.

A nivel pastoral y litúrgico, podemos extraer ya una primera conclusión: el sacramento del Perdón (llámese Confesión, Penitencia o como se quiera) debe tener una estructura fundamentalmente comunitaria y debe ser la oportunidad para el encuentro con los demás hermanos, así como la fiesta del reencuentro y de la reconciliación.

(El carácter festivo de este sacramento es la característica de las parábolas de Lucas: hijo pródigo, oveja perdida, etcétera.) Nada más ajeno al Evangelio que el temor a un Dios justiciero que nos pueda negar el perdón; nada más propio del Evangelio que el esfuerzo permanente por solucionar pacíficamente los conflictos con nuestros hermanos.

2. Perdón y reconciliación

Hagamos ahora algunas consideraciones sobre el llamado perdón de las ofensas o reconciliación con el prójimo.

Quizá hoy la palabra «perdón» no nos resulte la más eficaz para expresar todo lo que en el Evangelio va implícito cuando se habla de este tema. Para nosotros, al menos muchas veces, el perdón implicaría una actitud casi de superioridad en quien perdona, como si la ofensa fuese motivada sólo por el ofensor. De esta manera "perdonar" casi equivaldría a olvidar una ofensa, a no tenerla en cuenta, como si contara más el hecho de haber sido ofendidos que la misma relación con el otro. Tal perdón, que muchas veces se reduce a un acto de diplomacia y buena educación, no sería algo que renueve la relación con el otro, sino solamente algo que le quita su aspecto de beligerancia.

En tal caso la persona que es perdonada no deja de sentirse en un grado de inferioridad con respecto al que perdona, supuestamente inocente. Pero tanto la parábola de hoy (como otras) y nuestra experiencia diaria nos dicen que las cosas son un tanto más complejas. Si bien es cierto que, según determinados criterios, el otro pudo habernos ofendido, con lo que demostró ser "peor que nosotros", no menos cierto es que tal ofensa, real o supuesta, pone también al descubierto hasta dónde llega nuestra real bondad de corazón. Quien se siente ofuscadamente ofendido y considera al otro como enemigo por ese hecho, demuestra que su corazón tiene una abundante cuota de «maldad» que precisamente pudo salir a flote a raíz de la ofensa. El caso que patentiza esto con más claridad es el de las venganzas o actos justicieros contra las ofensas de los demás: a menudo no solamente llegan a tener la misma dureza que la ofensa sino que la superan largamente.

Si hacemos un poco de introspección encontraremos muchos ejemplos de nuestra propia vida: la manera como nos comportamos con las personas que no nos caen bien o que nos han hecho alguna mala jugada, suele ser hiriente, brutal, calculada, etc., como si el hecho de haber sido ofendidos nos diera derecho para ofender con toda impunidad al otro. Estas y otras consideraciones que surgen obvias nos llevan a un concepto más complejo de «perdón», prefiriendo en este caso el término "reconciliación" que implica el común esfuerzo por ambas partes por eliminar y superar sus respectivas cuotas de maldad, no solamente para olvidar el mal rato pasado, sino sobre todo para encontrar una fórmula de convivencia capaz de hacernos sentir nuevamente hermanos.

El concepto cristiano de reconciliación va mucho más allá de una postura de «no beligerancia» o de «buena vecindad» que caracterizan la mayoría de nuestras relaciones. De esta manera, la reconciliación no es el esfuerzo que debemos hacer solamente ante la ofensa concreta del otro, sino que es una actitud permanente por eliminar distancias, que de una u otra forma suponen una ofensa implícita, o el recelo ante el otro, o quién sabe qué tabú o prejuicio social. (Descartamos naturalmente el caso de aquellas personas que por natural timidez no saben acercarse a los demás, etc.) Dicho lo mismo con otras palabras: en las relaciones con los demás siempre surgen ciertas conductas "«defensivas" que si bien no nos llevan a una actitud abiertamente beligerante, tampoco nos permiten una auténtica convivencia fraterna.

Saquemos una segunda conclusión de un tema mucho más complejo de lo que a primera vista parece por sus relaciones psicológicas y sociales:

El cristianismo no descarta, naturalmente, las relaciones del hombre con Dios, pero parte del supuesto de que lo importante para el hombre es saber convivir con los demás hombres, llegando a superar todas las barreras que separan a unos de otros. En ningún caso debemos dar por sentado que uno es el bueno e inocente, y el otro el único culpable. Desde el momento que hablamos de «relación humana» entendemos que por ambas partes debe darse el esfuerzo de superar los respectivos egoísmos que impiden que ambos se vean y se sientan como hermanos.

En esto se manifiesta si amamos a Dios: en saber amar a nuestro prójimo.

SANTOS BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.3º
Tres tomos EDICIONES PAULINAS
MADRID 1977.Págs. 237 ss.


11.

¿NO NECESITAMOS YA EL PERDÓN?
agarrándolo lo estrangulaba

¿Vivimos todavía los creyentes de hoy una experiencia honda del perdón de Dios o no necesitamos ya sentirnos perdonados por nadie?

Se nos ha hablado tanto del riesgo a vivir con una conciencia morbosa de pecado que ya no nos atrevemos a insistir en nuestra propia culpabilidad para no generar en nosotros sentimientos de angustia o frustración.

Preferimos vivir de manera más irresponsable, atribuyendo todos nuestros males a las deficiencias de una sociedad mal organizada o a las actuaciones injustas que, naturalmente, siempre provienen de «los otros».

Pero, ¿no es ésta la mejor manera de vivir engañados, separados de nuestra propia verdad, sumergidos en una secreta tristeza de la que sólo logramos escapar huyendo hacia la inconsciencia o el cinismo?

¿No necesitamos en lo más hondo de nuestro ser, confesar nuestro propio pecado, sentirnos comprendidos por Alguien, sabernos aceptados con nuestros errores y miserias, ser acogidos y restituidos de nuevo a nuestro ser más auténtico?

La experiencia del perdón es una experiencia humana tan fundamental que el individuo que no conoce el gozo de ser perdonado, corre el riesgo de no crecer como hombre. La parábola de Jesús nos lo recuerda de nuevo esta mañana. Quien no se ha sentido nunca comprendido por Dios, no sabe comprender a los demás. Quien no ha gustado su perdón entrañable, corre el riesgo de vivir «sin entrañas» como el siervo de la parábola, endureciendo cada vez más sus exigencias y reivindicaciones y negando a todos la ternura y el perdón.

Hemos creído que todo se podía lograr endureciendo las luchas, despertando la agresividad social y potenciando el resentimiento de las gentes.

Hemos expulsado de entre nosotros el perdón y la mutua comprensión como algo inútil, propio de personas débiles y resignadas.

Nos estamos acostumbrado a una espiral de represalias, revanchas y venganzas. Ya hemos logrado vivir «estrangulándonos» unos a otros y gritándonos todos mutuamente: «Págame lo que me debes». Sólo que no está nada claro que este camino haya de llevarnos a una convivencia más justa y a unas relaciones más cálidas y más humanas.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 109 s.


12.

1. Perdona nuestras ofensas.

Pocas parábolas hay en el evangelio con una fuerza tan impresionante como la de hoy: no se la puede poner la menor objeción. Y ninguna como ésta pone ante nuestros ojos de una manera más drástica las auténticas dimensiones de nuestra falta de amor, de la culpabilidad de nuestro desamor: continuamente exigimos a nuestros semejantes que nos paguen lo que en nuestra opinión nos deben, sin pensar ni por un instante en la enorme culpa que Dios nos ha perdonado a nosotros totalmente. Con frecuencia rezamos distraídos las palabras del «Padrenuestro»: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros...», sin pararnos a pensar cuán poco renunciamos a nuestra justicia terrestre, aunque Dios ha renunciado a la justicia celeste por nosotros.

La lectura de la Antigua Alianza sabe ya exactamente todo esto, hasta el más pequeño detalle: «No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?». Para el sabio veterotestamentario esto es ya una imposibilidad que salta a la vista. Y para demostrarlo remite no solamente a un sentimiento humanista general, sino también a la alianza de Dios, que era una oferta de gracia a la vez que una remisión de la culpa para el pueblo de Israel: «Recuerda la alianza del Señor y perdona el error».

2. Libre para perdonar.

La segunda lectura profundiza esta fundamentación cristológicamente. Nosotros, que juzgamos sobre lo que es justo e injusto, no nos pertenecemos en absoluto a nosotros mismos. En toda nuestra existencia somos ya deudores de la bondad misericordiosa del que nos ha perdonado y ha llevado por nosotros ya desde siempre nuestra culpa. Cuando se dice: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo», se quieren decir dos cosas: nadie debe su existencia a sí mismo, sino que cada uno de nosotros como existente se debe a Dios; pero se dice aún más: se debe más profundamente al que ha pagado ya por su culpa y del que sigue siendo deudor en lo más profundo. Esto no significa en modo alguno que él sería siervo o esclavo de un amigo, al contrario: el rey deja marchar en libertad al empleado al que ha perdonado la deuda. Si nosotros nos debemos enteramente a Cristo, entonces nos debemos al amor divino que llegó por nosotros «hasta el extremo» (Jn 13,1); y deberse al amor significa poder y deber amar. Y esto es precisamente la suprema libertad para el hombre.

3. Juzgarle y condenarse a si mismo.

«El furor y la cólera son odiosos: el pecador los posee», dice Jesús Ben Sirá. El evangelio, sin embargo, habla de la cólera del rey, que mete en la cárcel al «siervo malvado», es decir, le entrega a la justicia que él reclama para sí mismo. Pero entonces ¿qué es la cólera de Dios? Es el efecto que el hombre que actúa sin amor produce en el amor infinito de Dios. O lo que es lo mismo: el efecto que el amor de Dios produce en el hombre que obra sin amor. El hombre sin amor, el que no practica el amor, el que no deja entrar en él la misericordia divina porque entiende de un modo puramente egoísta la remisión de la falta, se condena claramente a sí mismo. El amor de Dios no condena a nadie, el juicio, dice Juan, consiste en que el hombre no acepta el amor de Dios (Jn 3,18- 20; 12,47-48). Santiago resume muy bien todo esto en pocas palabras: «El juicio será sin corazón para el que no tuvo corazón: el buen corazón se ríe del juicio» (St 2,13). Y el propio Señor también: «La medida que uséis la usarán con vosotros» (Lc 6,38).

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 103 s.


13. MULTIPLICANDO «SIETES»

Jesús simplificó las cosas al máximo, ya lo sabéis. Frente a la tela de araña de la casuística judía, afirmó que lo importante es practicar un solo precepto: el del amor. Así, las 613 leyes que obsesionaban a los judíos quedaban sintetizadas en ese «único necesario» del amor a Dios y el amor al prójimo.

Pero sintetizar no quiere decir «abolir la ley». Lo dijo El. Sino darle un mayor y un mejor cumplimiento: «No he venido a abolir sino...». De ese modo, el cristiano, aunque se siente aliviado con esa síntesis programática de Jesús --ya no se sentirá maniatado por una multiplicidad de leyes paralizante--, sin embargo, sabrá que ese «único» mandamiento le irá llevando a una autoexigencia responsable y progresiva. No bastará con amar a Dios y al prójimo, así, en abstracto, etérea y difusamente, como cuando un hijo dice a su madre: «te quiero muchísimo». Sino que tendrá que ir desglosando capítulos y aterrizando en los escenarios concretos en los que se suele poner a prueba la consistencia del amor. Por ejemplo, en el tema de «encajar las ofensas». Recientemente, los medios de comunicación social nos han contado historias terribles de matanzas en cadena, en pacíficos pueblecitos del país, en las que por un «quítame allá esos linderos», después de muchos años, afloraban odios antiguos con furor incontenible. También en las últimas décadas, al hilo del terrorismo, hemos podido contemplar muy diferentes posturas en familiares de las víctimas: la de quienes «perdonaban»; la de quienes «perdonaban, pero no olvidaban»; la de quienes «no perdonaban».

No es fácil cosa perdonar. Pedro, al oír hablar de este tema a Jesús, se ponía a hacer cálculos, más o menos proporcionales: «¿Cuántas veces tendré que perdonar? ¿siete?» Seguramente, al dar este margen de perdón, se sentía magnánimo, muy generoso, acaso blando, quizá «falto de personalidad». Y Jesús tuvo que enseñarle su peculiar «tabla del siete»:

--«Pedro, siete por setenta».
«Si sabes..., ¡saca la cuenta!»

Desde entonces, el cristiano comprende que «perdonar» pertenece a «otras» matemáticas. Unas matemáticas en las que la «regla de tres» no es directa, sino inversamente proporcional: «Si te piden el manto, dales también la túnica. Si te abofetean en una mejilla, ofrece también la otra. Si das un vaso de agua, se te recompensará con el ciento por uno».

Ahora bien, estas matemáticas son difíciles. Entonces, además de contar con la gracia del Señor, tenemos que «copiar de El» en el examen. Y El, sabedlo, en el momento de morir dijo: «Perdónales, porque no saben lo que hacen». Esa es la gran razón de la sinrazón del perdón.

El que agravia, el que ofende, el que mata, «no sabe lo que hace». No puede saberlo. Alguna deformación interior, congénita o momentánea, ha tenido que existir en su mente, para dirigir tan desacertadamente su voluntad.

Y otra consideración. También nosotros ofendemos a los demás. Pero, cuando lo hacemos, enseguida encontramos excusas y motivos de «descargo». Pues bien, antes de condenar a los demás, sobre todo antes de vengarnos, deberíamos pensar: «Seguramente, ése que me ha ofendido ha debido tener sus razones, sus misteriosos impulsos, sus ofuscaciones. Quizá, si pudiera explicarse, me diría: Yo pensaba que...». ¡Por eso, los moralistas suelen hablar de las «causas excusantes y atenuantes»... !

¡Ay, el misterioso corazón humano...!

ELVIRA-1.Págs. 80 s.


14.

Frase evangélica: «¿Cuantas veces le tengo que perdonar?»

Tema de predicación: EL PERDÓN ENTRE LOS HERMANOS

1. La conclusión del discurso eclesial de Jesús sobre las relaciones de los hermanos en comunidad expresa que el perdón es una regla fundamental de la vida cristiana. La actitud de perdonar contrasta con la reacción que brota ante una injuria: la venganza.

Posiblemente la ley del Talión («ojo por ojo, diente por diente») constituyó un avance, al limitar la intensidad de la represalia. Pero el evangelio de Jesús rechaza esta ley: no hay que vengarse, sino perdonar siempre. De este modo se ilumina la quinta petición del Padrenuestro: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

2. En la parábola del deudor perdonado pero sin entrañas, aparece tres veces la palabra «perdón». Dirigida a Pedro y a todos los discípulos, indica que Cristo perdona y exige el perdón. La parábola, claro está, es una descripción oriental en la que todo es exagerado y casi inverosímil: la deuda del criado, la misericordia del personaje, la vehemencia del hombre perdonado y la reacción del rey. Con este lenguaje se pretende hacer ver dos reacciones opuestas: por una parte, la del señor para con su empleado insolvente y, por otra, la de éste para con su compañero de servicio.

3. El rey es Dios, dueño de la vida y de la muerte. Ante Él todos somos deudores insolventes. Pero en la Iglesia somos todos hermanos que se aman y se perdonan. Sin perdón fraterno no hay comunidad cristiana.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Por qué nos cuesta tanto pedir perdón y perdonar? 
¿Hemos recuperado de nuevo el sacramento del perdón?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 153 s.


15.

YO NO SOY MAS QUE DIOS 
NI LOS OTROS MENOS QUE YO

En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: "Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?» Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

Jesús presenta una nueva ética basada en el amor y no en la justicia. Jesús entiende el amor como esencia de todo comportamiento. Y hay que decir que en el amor no hay límites; de tener alguno sería el de amar sin límites. En este texto le advierte a Pedro que se puede perdonar sin amar, pero no se puede amar sin perdonar.

Y les propuso esta parábola: «Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones y que pagara así. El empleado arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo". El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marcharse, perdonándole la deuda».

El Dios que presenta Jesús es amor, un amor gratuito. Nadie ama por los méritos de alguien, eso sería pago o respuesta por unos bienes o servicios recibidos. El amor es espontáneo, inmerecido e inesperado. La respuesta que el amor espera es más amor. A pesar de nuestras deudas o culpas Dios nos perdona porque es amor efectivo, nos ama. Por eso espera del hombre que haga lo mismo con sus semejantes.

Esta misma tesis la repite cuando enseña a rezar el Padrenuestro y dice que no hay que perdonar para que se nos perdone, sino porque hemos sido perdonados. No hemos de amar para que se nos ame, sino porque hemos sido amados.

«Pero al salir, el empleado aquél encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y agarrándolo lo estrangulaba diciendo: "Paga lo que me debes". El compañero arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: "Ten paciencia conmigo y te lo pagaré ". Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara todo lo que debía».

El arrepentimiento es el deseo sincero de ser como uno no fue. Cuando esto ocurre, el perdón que se recibe opera en el individuo un nuevo nacimiento, una nueva creación. El criado de los diez mil talentos no se había arrepentido, no vivió la conversión, seguía igual de mezquino. Para él el perdón conseguido fue un negocio más, una treta o astucia en su proceder.

Nadie se convierte por el perdón que recibe, sino por el arrepentimiento que vive; primero es el arrepentimiento sincero y después se realiza el cambio.

«Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo ocurrido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti ? "»

Si queremos divinizar nuestra existencia tendremos previamente que humanizarla. Uno crece en humanidad cuando trata a los demás desde la autocrítica: sabiendo como es y donde falla no puede, honradamente, exigir a los otros más de lo que él está dando. Dios nos ama por encima de nuestro pecado o nuestra justicia, nos ama a pesar de ser como somos. Nos ama porque somos hombres, capaces de bondad y de maldad, y al hacerlo no hace amables, dignos de amor.

Si Dios me ama a pesar de ser como soy, yo no tengo fuerza moraI pan exigir a los demás más de lo que Dios me exige a mí. Yo no soy más que Dios, ni los otros menos que yo. . .

«Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano».

Uno perdona cuando ama; no tiene otro remedio, no puede hacer otra cosa. . . El perdón es el gesto del amor, es la forma más genuina de expresarse. El perdón denuncia al enamorado. Amas en la medida en que perdonas de corazón y a fondo perdido, con total olvido y esperanza.

Entre el amor y la justicia hay una diferencia radical: en el amor el perdón se da a priori, en la justicia a posteriori.

En la justicia primero se exige la enmienda, la reparación, y después se concede el perdón. En el amor primero se perdona y después ya veremos qué pasa, y si no pasa nada, a pesar de todo, se mantiene el perdón.

El amor más que un sentimiento es una opción preferencial, es una preferencia. Dios nos prefiere, nos estima por encima de nuestros pecados o deudas. También nosotros hemos de hacer lo mismo para ser como Dios manda, como es Él. El cristianismo supone el reto de cambiar unas relaciones basadas en la justicia, o en el derecho, por otras basadas en el amor.

No hay que olvidar nunca que optar por el amor, apostar por él como vehículo de relación, es exponerse a la decepción, a la incomprensión y al dolor. En castellano hay un adagio que dice: «Si quieres sufrir, ponte a querer». El amor es fuente de dolor y desazón; pero siempre es más interesante y alentadora una vida con episodios dolorosos que una vida vacía y sin sentido.

BENJAMIN OLTRA COLOMER
SER COMO DIOS MANDA
Una lectura pragmática de San Mateo
EDICEP. VALENCIA-1995. Págs. 100-103


16.

Nexo entre las lecturas

El perdón es el tema sobresaliente en las lecturas de este domingo. El libro de Ben Sirach (Eclesiástico) nos habla de la actitud que el israelita debía adoptar ante un ofensor(1L). El texto sagrado anticipa, de algún modo, la petición del Padre Nuestro en el evangelio: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. El autor considera la inevitable caducidad de la vida terrena, la muerte de los vivientes y la consiguiente corrupción. Esta meditación le hace ver que es vano adoptar una actitud de ira y de venganza en relación con nuestros semejantes. ¿Qué misericordia seremos capaces de pedir a Dios el día del juicio, si nosotros mismos nunca ofrecimos esta misericordia a los demás? Por ello, la venganza, la ira y el rencor son cosas de pecadores. No caben en un hombre creyente. La postura sabia, por el contrario, consiste en refrenar la ira, observar los mandamientos y recordar la alianza del Señor. La idea de fondo es profunda: aquel que no perdona las ofensas recibidas, no recibirá la remisión de sus pecados. En el evangelio el tema se propone nuevamente en la parábola de los deudores insolventes. Jesús nos muestra que delante de Dios, no hay hombre justo que esté libre de débito. Más aún, expresa con vigor y firmeza que no hay quien pueda solventar la deuda contraída por los propios pecados. Si Dios, en su infinita misericordia, ha tenido compasión de nuestras miserias, ¿no debemos hacer nosotros lo mismo en relación con nuestros semejantes? (EV). La carta a los romanos, por su parte, nos presenta la soberanía de Cristo, Señor de vivos y muertos. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos para el Señor morimos. Nosotros no podemos constituirnos en dueños de la vida y de la muerte, ni tampoco en jueces de nuestros hermanos (2L).


Mensaje doctrinal

1. El perdón en la Sagrada Escritura. En el texto que nos ocupa del Sirácida, queda definitivamente anulada la ley del "talión": ojo por ojo, diente por diente. Existe una actitud más sabia y propia de un hombre que cree en Dios: es la actitud del perdón, no la de la venganza justiciera. El libro de Ben Sirach fue escrito en lengua hebrea en Jerusalén hacia el año 190-184 a.C. Unos cincuenta años más tarde se tradujo en griego para los hebreos que residían en Egipto. Este libro desde la época de san Cipriano (+ 258) y hasta hace algunos años se le denominaba "eclesiástico" y se utilizaba en la instrucción de los catecúmenos.

El libro nos presenta un problema propio de la existencia humana: de frente a las ofensas y las afrentas recibidas, el hombre suele reaccionar de modo violento y tiende a alimentar no pocos sentimientos de venganza, de revancha, dejando correr su ira e indignación. Ben Sirach se opone de modo radical a este modo de proceder. En el texto la "ira" es algo "abominable". Es propia de pecadores. Los padres del desierto, imbuidos de este espíritu, repetirán con frecuencia que el monje "no irrita, ni se irrita", es decir, no deja lugar para la ira en su corazón . Queda pues claro que obstinarse en el rencor y en la ira ante el ofensor, es un pecado. Es necesario, de modo imperativo, perdonar. Perdonar siempre y de todo, porque delante de Dios nosotros mismos hemos sido perdonados con estas características. "Ahora bien -decía Doroteo de Gaza- nada irrita más a Dios, nada despoja más al hombre y lo conduce al abandono, que el hecho de criticar al prójimo, de juzgarlo o maldecirlo(Doroteo de Gaza Conferencias).

No debemos, pues, juzgar antes de tiempo sino esperar a que venga el Señor, porque sólo a él compete el juicio. El Señor no es un juez iracundo y despiadado. El es lento a la cólera y rico en clemencia. Él nos ofrece continuamente su perdón. Si él considerara nuestros pecados y debilidades, ¿quién podría resistir en su presencia? Pero de Él viene el perdón y la misericordia (Cf. Sal 129,3). Sería incongruente que nosotros recibiéramos el perdón sin medida de parte de Dios, y fuéramos intransigentes con las culpas de nuestros prójimos. Precisamente esto pone de relieve la parábola de Jesús. Si el corazón de Dios se conmueve ante nuestras miserias, si su compasión se enciende ante nuestras desgracias, ¿no deberíamos hacer otro tanto nosotros con nuestros hermanos que nos han ofendido?

El mundo que nos rodea está verdaderamente sediento de perdón. La escena internacional nos muestra fehacientemente que el camino de la venganza y del odio suicida conduce a un callejón sin salida, a una espiral de violencia y de muerte. Parece que el hombre, con estas actitudes, declara guerra a la paz. Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos, como nos recuerda continuamente Juan Pablo II. La justicia y el perdón no se oponen, van de la mano y son el único camino para la paz entre los pueblos. Iniciemos la conversión del mundo, convirtiendo nuestro propio corazón. Sepamos que ser cristiano es desconocer el odio, por muy cruel y despiadado que sea mi enemigo, o por muy grave y penosa que haya sido la ofensa. En el fondo se trata de ser imitadores de Cristo, quien ante sus verdugos no tuvo sino palabras de perdón: "Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen"


2. Sólo el Señor Jesucristo es el Señor de la vida y de la historia. Es profunda la afirmación de Pablo en su carta a los Romanos. "Ya no vivimos para nosotros mismos, ni morimos para nosotros mismos. En vida y en muerte pertenecemos al Señor". Es decir, todo el acontecer humano se debe valorar en función de nuestra pertenencia a Cristo. Sólo es posible entender la verdad sobre el hombre a la luz del Verbo encarnado, porque Dios ha elevado al hombre a la participación de la naturaleza divina. Quien desee comprender a fondo su propia existencia, o la existencia humana en general, debe dirigirse con toda su capacidad, con todo su ser y posibilidades a Cristo redentor. En realidad hemos sido comprados "a precio"-a un grande precio-, la sangre de Cristo (Cf. 1Pt 1,17). En cierto sentido ya no nos pertenecemos (Cf. 1 Cor 6,19). Nos debemos al amor que es más grande que todos nuestros pecados. Por eso, la situación del hombre sobre la tierra es dramática: por una parte, él ha sido rescatado y redimido por Cristo; por otra parte, él debe peregrinar aún en esta tierra superando las insidias del diablo y las asechanzas de su propio egoísmo. El se encuentra en medio del combate de la fe. Se encuentra injertado en Cristo, pero todavía sufre los embates del "hombre viejo". La constitución apostólica del Concilio Vaticano II nos ofrece una luz sobre el tema que nos ocupa: "Igualmente, la Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre." (Gauidum et spes 10).

Ahora bien, el Señor no ejerce su soberanía de modo despótico e indiferente. El es Señor, pero a la vez, es el pastor que da la vida por sus ovejas, es el amigo que da la vida por sus amigos; es la revelación del Padre. Él no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por nosotros. Nosotros somos las ovejas de su rebaño. "Sic nos amantem, quis non redamaret?


Sugerencias pastorales

1. Aprender a perdonar, perdonando. El Papa Juan Pablo II nos dice: "En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen »" (Lc 23, 34). (Mensaje mundial de la paz 1 de enero de 2002)

Se trata pues de una decisión personal que debemos cultivar en nuestra vida doméstica primeramente. En efecto, en el ámbito restringido de la familia, donde los contactos humanos son más frecuentes y más intensos, es donde especialmente debemos perdonar las ofensas recibidas. Que no se ponga el sol sobre un hogar cristiano, sin que una palabra de perdón venga a suavizar y a borrar los malentendidos y los malos momentos de alguno de los miembros. Perdón entre los esposos. Perdón entre padres e hijos. Perdón entre hermanos. ¡Qué hermoso y qué bello es vivir los hermanos en la unidad!, recita el salmo 133. Esto exige dos actitudes: saber pedir perdón cuando se ofende a alguien, especialmente a alguien querido; y saber ofrecer perdón, sin humillar, a quien se arrepiente y lo solicita. El cristiano que no es capaz de esta doble actitud, aún no llega al pleno conocimiento de Cristo y de su propia vocación.

El perdón puede y debe aplicarse también en el ámbito social y profesional. Debe aplicarse en las relaciones sociales, en los grupos de amigos y en el círculo familiar ampliado. ¡Cuántas penas se podrían evitar si el perdón fuera un hábito en nuestro comportamiento! El perdón tiene también unas razones humanas: cuando uno comete el mal, desea que los otros sean indulgentes con él. Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso. (Cf. Juan Pablo II, Mensaje por la paz 2002)

Quienes mejor nos hablan del perdón son los mártires. Ellos sufren a manos de sus verdugos, sin embargo, no permiten que la más mínima apariencia de rencor se anide en su alma. Así, san Esteban pide a Dios que perdone el pecado de aquellos que lo están apedreando. Miles de sacerdotes internados en Dachau, en Viet-Nam, en Tirana, en Lituania etc... dieron sus vida por la conversión de sus verdugos. Esto es vida cristiana. El perdón en el mártir autentifica su amor.

P. Octavio Ortíz