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HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XIX
1-8
1.
* Tenemos demasiados miedos: Tenemos miedo a la libertad. Sobre todo a la libertad de los otros, que suelen ser los "malos", y en especial a la de aquellos que de algún modo nos están sometidos, como son los hijos y los alumnos, y a los que juzgamos irresponsables. Sin embargo, la vocación de todos los hombres es la libertad, y para vivir en libertad Cristo nos ha liberado.
Tenemos miedo a la verdad o a no tener la verdad, a dudar y a preguntar. Por eso preferimos con frecuencia la adhesión incondicional a la crítica responsable, la apologética trasnochada al diálogo sincero con aquellos que no piensan igual que nosotros. Tenemos miedo al cambio y recelamos de lo nuevo simplemente porque es nuevo. Tenemos miedo a perder posiciones, riquezas, privilegios, poder... Y aunque no tengamos nada que perder, a veces resulta que seguimos teniendo miedo porque nos lo meten en el cuerpo aquellos que lo tienen todo.
El miedo nos hace retroceder ante el futuro, pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor. El miedo es conservador, inmovilista, reaccionario. El miedo nos hace intolerantes en muchas ocasiones y en otras agresivos. El miedo nos pone en guardia para que no pase nada, porque el miedo -se dice- guarda la viña. Hay, por lo tanto, una vigilancia que nace del miedo, así como vigila el amo para que no venga el ladrón y horade su casa de barro y se lleve todo lo que tiene. Pero este miedo y esta vigilancia están en abierta contradicción con la Buena Noticia.
* "No tengáis miedo" (/Lc/12/32): Es lo que dice Jesús a sus discípulos, y añade como razón que el Padre les ha prometido el reino. Les dice también que pongan su corazón donde está su verdadero tesoro: en Dios, y sus manos en donde está su única tarea: en el mundo.
Si creemos las palabras de Jesús, ya no tendremos miedo, sino esperanza. Porque la fe en las palabras de Jesús, en el evangelio -el evangelio es siempre promesa-, engendra la esperanza, y la esperanza no puede ser confundida.
Si el miedo nos pone en guardia, la esperanza cristiana ha de ponernos en camino; si el primero guarda la viña, la segunda es la única que puede cultivarla para que dé mucho fruto, se cumpla la promesa y venga a nosotros el reino que Dios ha prometido a los pobres.
* VIGILAR/QUE-ES:"Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas" (/Lc/12/35): Jesús espera de sus discípulos que adopten en sus vidas una actitud vigilante y que esta vigilancia sea activa y no mera contemplación. Debemos vigilar no para conservar lo que tenemos sino para recibir lo que esperamos, debemos trabajar muy despiertos para entrar un día en la fiesta y en las bodas del Hijo del Hombre que está por venir.
Vigilar es estar en lo que estamos y a la vez en lo que esperamos, porque es vivir en tensión, en vilo todos los días. Vigilar es para los cristianos desarraigo y andadura, éxodo permanente hacia el reino de Dios. Para vigilar así hace falta ser pobre, hacerse pobre, y tener una promesa por delante. La vigilancia mira hacia el futuro del hombre y el adviento de Dios, la vigilancia es fecunda y renovadora, infatigable.
EUCARISTÍA 1977, 38
Es difícil vivir a la intemperie, sin protección. Por eso el hombre busca un asilo para su cuerpo y se construye una casa; busca una seguridad para la vida de su espíritu, y se construye un sistema ideológico. El hombre busca protección en lo que le parece más grande y poderoso, pues "quien a buen árbol se arrima, buena sombra la cobija". Llevado de este afán de seguridad, pretende nada menos que localizar al Absoluto, domesticarlo mediante una supuesta religión y encerrarlo en un templo, en una doctrina y en unas leyes; después levanta su casa al abrigo del templo, funda su sistema en la doctrina sagrada y establece su orden con las leyes santas. Así surge primero el templo, luego la ciudad, cultiva después la tierra y da origen a una cultura. Y todo ello es santo, inviolable: el templo, la ciudad, la tierra cultivada...
Ahora bien, este dios localizable y localizado, definible y definido, domesticado, controlado, establecido, este dios fundamento de la ciudad de los hombres, representado y sustituido por las autoridades, este dios a quien se le hace pactar de tal manera que los enemigos políticos de un régimen son por ello mismo sus propios enemigos, este dios manejado y utilizado, no es el Dios vivo, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Toda esta supuesta religión es un engaño al servicio de aquellos que en nombre de un ídolo ejercen una autoridad indiscutible de hecho y controlan la interpretación de lo que llaman leyes fundamentales.
La configuración y concepción sacral de la ciudad terrena ha sido, al menos teóricamente, superada. Esto ha sido así por ventura y por la gracia de Dios vivo, que es el Dios de la historia.
La fe cristiana ha jugado en este proceso de desacralización de la ciudad terrena un papel importante; pues el Dios vivo en el que creemos no se deja encerrar en un templo, no se vincula a ningún país, no se ata a ninguna ley constitucional y a ningún orden establecido. No es un dios sedentario, sino el Dios que nos saca de casa. Su palabra es promesa, y esto quiere decir que escucharla es siempre ponerse en camino. El que cree en la palabra de Dios ya no puede situarse, busca la ciudad futura. Por eso Abrahán, el padre de todos los creyentes, creyó en la promesa de Dios y dejó su tierra y su parentela para vivir como un nómada, plantando aquí y allá su tienda, siempre adelante hacia la tierra prometida. "Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios". Ciertamente los cristianos hemos malentendido en más de una ocasión la palabra de Dios. Entonces la Iglesia se ha establecido y ha dado origen a la ciudad santa, a una tierra santa, a una patria santa.
Hemos confundido a la Iglesia con el Reino de Dios y hemos vinculado el trono y el altar. Pero hoy, de nuevo, el Pueblo de Dios escucha la Promesa, se pone en pie y se dispone a caminar, abandonando la ciudad santa, la tierra santa, la patria santa... Surge entonces la alarma entre todos los que no están dispuestos a seguir adelante, los protegidos, los situados, los establecidos se sienten traicionados.
Este desencanto, que no esta traición, da paso a nuevas sacralidades sancionadas ahora por el poder. No se habla en nombre de Dios, no se dice que la autoridad venga de Dios; pero se actúa exactamente como si así fuera y lo fuera siempre indiscutiblemente. Se establecen también principios incuestionables ("sagrados") y se ordena y manda controlando la interpretación de estos principios. Hay, en definitiva, una especie de clericalismo secularizado, mucho más peligroso por más disimulado. Pues, ¿qué otra cosa ha sido el clericalismo de todos los tiempos sino la pretensión de sujetar a Dios y de encerrarlo en doctrinas, en ritos, en leyes... para dominar después a los hombres en su nombre? Así hoy también son clericales todos aquellos que pretenden controlar y sujetar a la verdad y monopolizarla en propio provecho. Si la esencia del clericalismo es la pretensión de utilizar a Dios, son clericales, en el peor sentido, todos aquellos jerarcas que sancionan "sus verdades" y las hacen valer con la fuerza, como si fueran absolutamente incuestionables, como base de toda convivencia cívica y principio de toda salvación posible. Parece como si el hombre, que se resiste a vivir a la intemperie de la libertad buscando en el futuro la promesa, al ser ahora desposeído de una religión falsa que pudo servirle de protección y pretexto, se fabricara otros ídolos con nombres menos venerables.
EUCARISTÍA 1971, 46
3.
UN CAMINO DE VIGILANCIA. Esta vez el "camino" del cristiano, tal como nos lo describe san Lucas, es el de la vigilancia.
Empieza nombrando de nuevo las riquezas: el tesoro, el corazón, la limosna. Pero como ése fue el tema central del domingo pasado, es mejor enfocar hoy la homilía sobre la vigilancia, aunque parezca molesto en plena temporada de vacaciones. Es una dimensión de la fe cristiana más propia del Adviento, pero siempre resulta útil recordarnos la gran pregunta: ¿qué hacemos de nuestra vida? ¿cómo la administramos? ¿vivimos despiertos en nuestra fe?
LOS MODELOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO. El primer modelo que nos presentan las lecturas es el de los judíos en la cena de Pascua. En la noche de su salida de Egipto comieron de pie, ceñido el cinturón, preparados para emprender la marcha, convencidos de que Dios iba a actuar a favor de ellos, liberándoles de la esclavitud.
También la segunda lectura -aunque siga otro ritmo- nos ilustra hoy sobre esta actitud de peregrinación y esperanza. (Durante cuatro domingos leeremos algunos pasajes de la carta a los Hebreos). Hoy se nos presenta el ejemplo de Abraham, modelo de fe. Fe es "seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve". Abraham vivió "como extranjero", "habitando en tiendas". Como muchos otros personajes del A.T., nos da ejemplo de esta fe hecha esperanza y vigilancia: vivieron "como huéspedes y peregrinos en la tierra", "buscando una patria". La fe es camino y búsqueda, provisionalidad y esperanza.
FUTURO/VIGILANCIA:
LA ACTITUD DE VIGILANCIA CRISTIANA. Jesús, de nuevo buen pedagogo, nos enseña
con varias comparaciones cómo debe ser de despierta y vigilante nuestra fe: la
actitud de los siervos que aguardan la vuelta del amo, la del dueño que no sabe
cuándo pueden venir los ladrones, la del administrador que debe estar preparado
a rendir cuentas de su gestión en cualquier momento...
Jesús nos invita a vivir "ceñida la cintura y encendidas las lámparas", "como los que aguardan la vuelta del Señor". Esto tanto puede referirse a la venida última, gloriosa, del mismo Cristo, Juez de la historia, como a nuestra muerte, el momento decisivo por excelencia para cada uno de nosotros.
VIVIR DESPIERTOS, MIRANDO AL FUTURO. También para el hombre de hoy resulta útil la llamada a la vigilancia. Los ejemplos que hemos escuchado en las tres lecturas iluminan claramente nuestro camino y admiten aplicaciones concretas.
Humanamente, pensamos en nuestro futuro y en el de nuestra familia, hacemos planes, prevenimos los posibles males, nos proveemos de los mejores mecanismos anti-robo: pero ¿vivimos despiertos también en nuestra fe? ¿trabajamos por crecer en la vida cristiana, pensando en el futuro? ¿pensamos que también nos puedan robar esa fe, o que nos pedirán cuentas de ella? Vigilar significa no distraerse, no amodorrarse, no "instalarse", satisfechos con lo ya conseguido. En medio de una sociedad que parece muy contenta con los valores que tiene, el cristiano es invitado a vivir en esperanza vigilante y activa.
Vigilar -tener las lámparas encendidas para el encuentro con el Señor, que puede suceder en cualquier momento- significa tener la mirada puesta en los "bienes de arriba", de los que se nos hablaba el domingo pasado, no dejarse encandilar por los atractivos de este mundo, que es camino y no meta, tener conciencia de que nuestro paso por él, aunque sea serio y nos comprometa al trabajo, no es lo definitivo en nuestra vida.
Vigilar es vivir despiertos, en tensión. No con angustias, per sí con seriedad. Dando importancia a lo que la tiene. Como el estudiante que desde el comienzo del curso piensa en los exámenes finales. Como el labrador que siembra y está ya pensando en conseguir buena cosecha. Como el deportista que desde el primer esfuerzo sueña con llegar primero a la meta, o al menos, no fuera de control.
Una de las imágenes de la Iglesia que ahora más repetimos -sobre todo en los cantos- es la del Pueblo peregrino. Esto no supone desentendernos de lo de aquí abajo: debemos ser protagonistas, no sólo de la "espera" del Reino, sino de su construcción, ya ahora. Dios nos ha dado unos "talentos" que debemos "administrar" y hacer fructificar. Precisamente porque miramos sabiamente hacia el final, luchamos y trabajamos ya ahora contra el mal, sin resignarnos a la inacción.
La Eucaristía, es, para los cristianos, alimento para el camino: "viático". Que nos da la fuerza para seguir adelante y para trabajar por el Reino. Y mientras la celebramos -hoy es un buen día para recordarlo- repetimos con frecuencia nuestra mirada hacia el futuro: "mientras esperamos la gloriosa venida..." La Eucaristía nos ayuda a tener bien firmes los pies en el suelo, con un compromiso y una misión en este mundo, pero con la mirada puesta en el final.
J.
ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1986, 15
La esperanza que no paraliza (1a lectura y evangelio) * Estar en vela es algo típico de la vida cristiana, hasta el punto que a los creyentes nos define la espera del retorno del Señor. La parábola de hoy lo recuerda: "El Amo" está de viaje, pero no nos ha comunicado el momento de su retorno; tenemos una certeza: puede venir cuando menos lo pensemos. Por ese motivo, la fe es siempre espera.
La esperanza no es vacía ni inútil, como tendríamos la tentación de creer. Los creyentes no parece que amemos demasiado la esperanza; somos a menudo gente decepcionada, resignada... y nuestras esperanzas son muy humanas.
Pensemos que toda la historia de la salvación es esperanza: los patriarcas esperan las promesas, los salmos oran con sentido de esperanza, los actores del evangelio esperan las consolación de Israel, Jesús habla de la esperanza (recordemos la parábola de las vírgenes sensatas), y la esperanza es el sustentáculo del testimonio paulino. No tener esperanza será, en la Biblia, síntoma de paganidad.
Para darnos cuenta de que la esperanza no es algo vacío, la primera lectura nos habla de la esperanza veterotestamentaria apoyada en el hecho de la Pascua: "Aquella noche se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo al conocer con certeza la promesa de que se fiaban".
La esperanza es una virtud teologal. Su objeto es Dios, la vida eterna. Aquí habría que hablar de la subordinación de las pequeñas esperanzas al objeto primordial.
Otro paso más. Estamos salvados en esperanza, lo cual significa que la salvación está alcanzada ya, pero no es indefectible. La esperanza (/Hb/06/18) es como un ancla echada a la otra parte del velo, es sólida y segura, puesto que la promesa ha sido reafirmada por el juramento y tiene un dinamismo. Esperar es la respuesta a la promesa de Aquel que se define como "el Fiel". Ahora bien, la esperanza cristiana debe vivificar la actuación humana que se mueve también al ritmo de la esperanza y no es contraria a las esperanzas humanas. Señalemos que no existe una falla entre lo que ahora hacemos y la vida futura.
De ningún modo la esperanza favorece la evasión del trabajo en el mundo. Por ese motivo, debemos indicar muy claramente que nuestra actividad es ya realización del Reino, de modo que toda esperanza humana se halla incluida en la esperanza definitiva. Es una única historia la que avanza hacia la salvación.
Por esta razón en la fe en "el más allá" da sentido y profundidad a las tareas humanas y confiere amor al presente a causa de la eternidad que lo llena. La exhortación homilética debe invitar, pues, a rehuir la evasión y la repulsión, debe indicar cómo han de asumirse las dificultades y los fracasos, y debe propugnar el ánimo optimista, evitando la resignación y la desesperación.
La mirada llena de fe afronta el futuro, no conoce situaciones desesperadas y el presente es siempre bueno, puesto que está lleno del don de Dios. Las virtudes que acompañan a la esperanza son: paciencia, constancia, fortaleza, perseverancia, audacia, fidelidad y aguante en la monotonía de la vida.
La Iglesia es un pueblo que espera, que camina hacia la Esperanza (Cristo). Los creyentes deben poseer las virtudes del caminante, deben conocer el proyecto de su ser, deben guiarse por el impulso del Espíritu que hace anhelar la realización de los hijos de Dios, y que enseña a decir "Padre".
JUAN
GUITERAS
MISA DOMINICAL 1974, 15
5./Lc/12/34. "Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón." Cortante y directa, esta frase de Jesús encierra una gran lección de vida. Innegablemente, los hombres de todos los tiempos, de todas las latitudes y de todas las generaciones han puesto su corazón donde han tenido su tesoro. Todos los hombres se han movido, como atraídos por una aguja magnética, hacia donde han elegido su tesoro y para conseguirlo han forzado, hasta donde fuere necesario, el ritmo de su corazón.
Por eso es tan importante saber dónde está el tesoro de un hombre, porque sabremos cómo y cuál va a ser su vida. Una encuesta de urgencia, a la que tan acostumbrados estamos, nos daría -entre otras- estas respuestas, si preguntásemos: Y usted, ¿dónde tiene su tesoro? Para unos, el tesoro sería:
-el poder;
-el placer,
-el dinero.
Y sabríamos que sus vidas serían una lucha frenética y constante para conseguirlo. Sus corazones, puestos en marcha hacia el tesoro, apenas resistirían, en ocasiones, el esfuerzo a que se ven sometidos y saltarán hechos pedazos por el infarto, porque el ritmo competitivo de nuestro mundo, en el que tantos y tantos hombres coinciden en una misma identidad de tesoros, no da reposo al "héroe" que pierde frecuentemente lo mejor de su vida para intentar lo que él cree una vida mejor. En este apartado, el número de respuestas sería "legión". Y aquí, muchísimos de nosotros.
Para otros, el tesoro sería:
-las reivindicaciones del hombre;
-la justicia social.
Y también para conseguirlo emplearían lo mejor de su esfuerzo a un ritmo ciertamente intenso y trepidante. Porque, afortunadamente, muchos hombres han puesto su mira en algo más importante que el dinero, el placer o el poder; en algo que es lo más importante en el mundo: el hombre. Y aquí, ciertamente también, muchos cristianos.
Para otros, finalmente, el tesoro podría resumirse en una sola frase que, de buscarla con sinceridad, abarcaría todo cuanto puede reivindicarse en el mundo: conseguir el reino de Dios. Y aquí, según las estadísticas, debería haber millones. Según la realidad, la cuenta podría hacerse rápidamente.
Porque, de verdad, de verdad: ¿Quién persigue el reino de Dios por encima de todo? ¿Quién es hoy capaz de decir que su tesoro está en ser fiel a su fe hasta el máximo de las exigencias que esta fe le impone?
Todos conocemos la imagen del buscador de oro. Sin tregua ni descanso, por encima de los elementos y de los fracasos, más allá de la penalidad y de la desilusión, volviendo cada día sobre su propia angustia, el buscador de oro sigue cavando convencido de que en un golpe de martillo saldrá la chispa brillante que iluminará el resto de su vida. Ahí está su tesoro y ahí está su corazón. Ahí está su fe viva y operante, activa y enérgica.
¿Somos así los cristianos en relación al Reino de Dios? Pues me temo que no. Pero podríamos hacer hoy una experiencia interesante. En lugar de marcharnos a casa, después de haber leído un vez más esta página del Evangelio, atrevernos a preguntar sinceramente como Pedro: Señor, ¿esta parábola la has dicho por todos o también por nosotros? La pregunta tiene sus riesgos. Quizá en el fondo de nuestro ser una voz pudiera alzarse de modo claro y contundente para contestar: Esto lo he dicho por ti.
DABAR 1977, 47
6.
-VIVIR EN VILO ¿ACTITUD CREYENTE?
Camino de Jerusalén Jesús intensifica la instrucción de sus discípulos y los temas se encadenan unos a otros. El texto de hoy comienza con unas palabras de ánimo: "No temas, pequeño rebaño".
Entendemos fácilmente su sentido a la luz de lo que precede. Los hombres vivimos con el alma en vilo. ¡Nos agobian tantas cosas! El alimento, la vivienda, el trabajo, la salud, la figura, el prestigio, la familia, la política, los impuestos, los objetivos que nos trazamos en la vida. Estamos llenos de preocupaciones y eso se nota en lo trabajados que están nuestros nervios, en la prisa, en el estrés, en el mal humor. Jesús no se ha negado a la realidad de esos temas que constituyen materia de preocupación en la vida. Pero nos invita a la confianza y no al agobio con una simple toma de conciencia de prioridades: "Buscad el reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura".
Y aquí empalma nuestro texto: "No temas, pequeño rebaño, porque nuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino". Esta exhortación a la confianza tiene dos interpretaciones legítimas y ambas relacionadas. Es tanta la confianza en el Padre, que por supuesto no nos tienen que agobiar los problemas de cada día; pero ni siquiera debemos temer "porque haya tenido a bien confiarnos su Reino". ¡Y ésta sí que sería gran responsabilidad! Si ni esto debe tenernos en vilo, cuando es lo primero que hay que buscar, ¡cuánto menos lo otro que se nos dará por añadidura! Pero la misma frase dice más: lo que podría ser objeto de preocupación y miedo se convierte en el mayor motivo de confianza. ¡Cómo temer si es él el que ha querido confiarnos el Reino! Es decisión del Padre confiar en nosotros y dejar en nuestras manos su proyecto. Si el Padre confía ¿por qué no nosotros?
-EL TESORO Y EL CORAZÓN: COR/TESORO:
Pero Jesús sigue concretando las consecuencias de esa primacía del Reino que se nos ha confiado y que convierte lo demás en "añadidura". Es absolutamente inconciliable con buscar la seguridad en el dinero. En todo el Evangelio de Lucas la riqueza es un test privilegiado para saber si nuestro corazón está centrado en lo esencial. "Porque donde está nuestro tesoro, allí también estará nuestro corazón". Si realmente se quiere uno liberar de miedos, agobios, esclavitudes, no puede uno hacer de la riqueza el tesoro central de su vida. Porque está sometido al deterioro y a los vaivenes gráficamente simbolizados en "los ladrones" y "la polilla". Pero, sobre todo, porque aquellos en quienes el Padre confía son los que acogen el Reino como su auténtico tesoro, y su mayor riqueza por tanto está depositada en el cielo, es decir, en su relación privilegiada con el Padre.
-DESPIERTOS Y PREPARADOS
Pero, además, si se nos ha confiado el Reino debemos estar despiertos y vigilantes esperando a aquel que es el Señor del Reino y lo que puede llevar a plenitud. "Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abridle apenas venga y llame". Las bodas son en los evangelios frecuentemente una imagen del futuro del Reino. El Señor vive ya ese futuro de plenitud y desde él nos visita para adelantar nuestro encuentro.
Precisamente la Eucaristía es una anticipación del banquete de bodas del Reino, es una celebración festiva ya acá y un momento privilegiado en que el Señor nos visita. Por eso pedimos "el pan del mañana dánoslo hoy". ¿Vivimos despiertos la Eucaristía? ¿En cuantos otros momentos de nuestra historia viene el Señor y llama? ¿Nos encuentran despiertos? Muy especialmente estar despiertos a las necesidades del hombre sobre todo del más débil, nos hará encontrarnos "cuando menos lo pensemos" con el Hijo del Hombre. Finalmente, la muerte será momento definitivo de encuentro.
Porque la actitud en que llega el Señor es de servicio y no de juicio, por eso estar despiertos y preparados tiene un objetivo: el servicio. O dicho de otra manera: la actitud de quien aguarda al Señor es la actitud de servicio. Porque el Señor viene también para servir. Y es en este servicio donde se dará el gran encuentro con el Señor. Nos encontramos ambos en la historia sirviendo a los hombres. "Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas" es toda una expresión simbólica de esa disposición permanente al servicio. Ningún instante nos sorprenderá impreparados.
-¿NOSOTROS O TODOS?
Pedro pide explicaciones sobre la parábola y quiere saber si se aplica a los doce o a todos. De nuevo la respuesta de Jesús elude una pregunta mal planteada y prosigue narrativamente en parábolas. Jesús da a entender que no concierne a Pedro averiguar a cuántos llama para seguirle. Pero en cambio sí que debe preocuparse de asumir su responsabilidad. No es su problema qué hacen "otros". Sino qué va a hacer él con los dones que se le han confiado "Al que mucho se le ha dado, mucho se le exigirá; al que mucho se le ha confiado, más se le pedirá".
Jesús rompe ese afán de exclusivismo de "los buenos" , "los puros", "los clérigos", o cualquier otro grupo que se considera en el fondo segregado por un privilegio. Podría haber contestado, porque lo hace en otros parajes cuando no se le pregunta, que él llama a todos. Pero esta vez, precisamente el tono de la pregunta que equivale a un: "Somos nosotros los protagonistas ¿verdad?", le hace responder con un: "Vosotros sois los que tenéis una grave responsabilidad".
J.
M. ALEMANY
DABAR 1989, 41
7.
ESTAR PREPARADOS PARA RECIBIR LA GLORIA
-Estad preparados (Lc 12, 32-48)
Lo que aquí nos describe Lucas por boca de Cristo es la actitud de espera de los discípulos y de sus cristianos. El pequeño rebaño espera en las dificultades, en la lucha, en la monotonía. Pero sabe que el Padre ha tenido a bien darle el Reino. En consecuencia, la actitud que debe mantener es lógica, y Jesús desea desentrañarla exponiendo cuatro ejemplos que pueden ayudarles a comprender lo que tienen que hacer. Para Lucas, estas cuatro parábolas indican a los cristianos a los que él evangeliza el carácter que debe tener su actitud interior. Una tras otra, las imágenes del tesoro en el cielo, de los sirvientes que aguardan el regreso de su señor, del ladrón que se presenta de improviso, y del administrador infiel, ayudan a precisar cuál es la naturaleza de la espera cristiana. Estas parábolas siguen siendo actuales, tanto para la Iglesia de hoy como para cada uno de nosotros: esperar y estar preparados en la espera.
Apegarse al tesoro del cielo, no porque las cosas terrestres sean malas, sino por causa de un juicio de valor: el tesoro del cielo es inagotable, no se echa a perder ni lo roe la polilla.
Esperar al señor, como lo esperan los servidores. Indudablemente, los que escuchan a Jesús esperan el Reino de Dios, pero lo esperan con miras no siempre claras y, muchas veces, bastante políticas. Ahora bien, para los lectores de Lucas parece que se trata, como para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros, del encuentro con Dios ahora y al final de los tiempos. De esta forma podemos ver aquí, por encima del texto en sí y de las circunstancias en que se pronunció, la significación que Lucas quiere darle cuando escribe: la venida de Cristo al final de los tiempos, descrita por Marcos (13, 26; 14, 62), por Mateo (10, 23; 24, 44) y por el mismo Lucas (18, 8).
No hay duda de que estas parábolas, que ilustran el deber de esperar, se prestan a ser provechosamente desarrolladas desde el punto de vista moral. Pero no deberían dejar en un segundo plano la visión mas profunda de lo que, por su misma naturaleza, es el cristiano, nacido de arriba, El cristiano está construido espiritualmente para esperar y, a la vez, marchar al encuentro de Dios. Su actitud, siempre referida a este encuentro, le impide ser cogido de improviso. Su tesoro está en el cielo; ha recibido del Señor sus talentos espirituales y naturales, y los ha recibido para ser utilizados en bien de todo el mundo y de los demás; él no es más que su administrador fiel; por consiguiente, ¿cómo va a ser sorprendido por el Señor del mismo modo que podría ser sorprendido por un ladrón? Estar preparado no es, pues, ni para la Iglesia ni para el cristiano, una especie de cualidad sobreañadida, sino que forma parte de la ontología de la Iglesia y del cristiano. Únicamente si se olvida de lo que significa estar preparado, puede el cristiano llegar a ser sorprendido por el encuentro con Cristo; normalmente desea, busca, espera y bendice dicho encuentro.
-Llamados a la gloria (Sab 18, 6-9)
Esta lectura, de alta calidad literaria, sitúa al pueblo de Dios en la espera de la gloria. Aquella noche de liberación que nos narra el capitulo 12 del Éxodo había sido conocida de antemano por los patriarcas, a los que el Señor se la había prometido. Especialmente Abraham había recibido, como sabemos, las promesas del Señor, a las cuales él respondió con la fe (Gn 15, etc.). La realización de esta liberación debía necesariamente suponer, de un solo golpe, la destrucción de los enemigos y la salvación de los justos. Esta es la característica del paso del Mar Rojo, como fue la del Diluvio. Dios golpea a los adversario y, al mismo tiempo, da a su pueblo la gloria.
Es esta espera en la fe lo que celebraban las familias en ocasión de la Pascua. Esta Pascua debe celebrarla el pueblo de Dios en la solidaridad de un pueblo que se construye: compartirán lo bueno y lo malo. Esta comida, que conmemora el encuentro de Dios al crear a su pueblo, finaliza con un canto de alabanza, como solía hacerse al final de la comida pascual: es el canto del Hal-lel (Salmos 113 a 118 y 136).
Nosotros
aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti ( Sal 32).
Es este el salmo responsorial de hoy, y esa es su profunda significación, como la de toda la celebración de este domingo. Abraham acepta gozoso la promesa, pero la recibe en plena oscuridad y su fe, ella sola, puede triunfar sobre las tinieblas.
Es en la noche cuando se realiza la liberación del pueblo de Dios y su reconstrucción en la Alianza. Alianza que hallará su forma definitiva en el Sacrificio de Jesús, actualizado en la Cena y en la celebración eucarística de la Iglesia. Cada cristiano es invitado a unirse a este Sacrificio de construcción de un mundo que Cristo ha querido renovar: cada cristiano es llamado en la noche de su fe a estar preparado para el encuentro definitivo al que Dios nos llama para darnos la gloria. Todo debe posponerse a estas realidades; esta es la enseñanza de hoy: tener la lámpara encendida, ser administrador fiel, estar siempre pendiente del "que-vive-y-reina" de la fe. De hecho, la Iglesia vive siempre una gran e interminable vigilia en la que espera, a través de los siglos, el encuentro, estando preparada, segura de la gloria definitiva que Cristo le ha prometido, permitiéndole tocar ya con los dedos su signo en la celebración eucarística.
-A la espera de la ciudad de Dios (Heb 12, 1-2.8-19)
Por una feliz coincidencia, la segunda lectura de hoy está en consonancia con las líneas de fuerza que sugieren las otras dos lecturas. Su comienzo es lapidario: "La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve". Sin embargo, si tenemos en cuenta las relaciones entre este texto y el del evangelio de hoy, es el aspecto de la espera v la actitud que ésta exige lo que salta a la vista.
Abraham parte sin saber a dónde va. Con la fe que le da una cierta seguridad. espera algo y a alguien. Para él, los verdaderos valores son los que el Señor le ha indicado. El espera la ciudad que tendrá verdaderos cimientos, aquella ciudad de la que Dios mismo es arquitecto y constructor. Muchos hombres escogidos por Dios han muerto sin haber palpado la realización de las promesas. Pero la habían vislumbrado y afirmaban que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Estaban en busca de una patria, aspiraban a una patria mejor que la que habían dejado; la del cielo. Sin embargo, esta espera constituyó un tiempo de prueba, y Abraham debió ofrecer a Isaac en sacrificio. Estaba dispuesto a llegar al extremo en la ofrenda a Dios, porque pensaba que el Señor puede resucitar a los muertos; podía, pues, obedecer sacrificando a su hijo único del que debía nacer una descendencia... Y esta descendencia nació, porque su hijo fue librado.
A la luz del evangelio, este texto adquiere un colorido admirablemente justo y actual. Nosotros esperamos al Señor; por ello nos esforzamos por acordarnos de que no somos más que peregrinos. Y sin embargo, es en la fe como avanzamos hacia Dios. Pero, al creer, conocemos y sabemos que poseemos la vida eterna ya comenzada: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).
ADRIEN
NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 6
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 9-21
SAL TERRAE SANTANDER 1979.Pág.
108 ss.
8.
En este texto podemos distinguir dos partes: la primera continúa el tema de la riqueza. Rico desafortunado es el que pretende asegurar su vida apoyándose en los bienes materiales, con olvido de todo lo demás; rico para Dios, el que está abierto al reino y comparte sus bienes con los otros. La segunda parte trata de la actitud vigilante del discípulo, de su comportamiento hasta la vuelta del Señor.
1. Para el que sigue a Jesús no hay temor
"No temas, pequeño rebaño; porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino". Palabras reveladoras que nos hablan de tres realidades fundamentales: no temer jamás pase lo que pase, la realidad minoritaria del grupo de discípulos y la posesión ya ahora del reino.
No podemos tener miedo porque Jesús camina a nuestro lado, porque estará siempre con nosotros (Mt 28,20). Lo único que hemos de temer es perder la orientación de la vida verdadera (Lc 9,23-25).
La pequeñez del grupo se refiere principalmente a la carencia de poder, a sus pequeñas fuerzas. Pero creo que también afirma que será pequeño siempre el número de seguidores. El contar por cientos los millones de cristianos y observar la gran influencia de la Iglesia institucional puede llevarnos a error. ¿Cuántos cristianos tienen como única norma de su vida el fiel seguimiento de Jesús? No me refiero a las palabras, que suelen ser muy bonitas, sino a los hechos.
El reino no es algo que se nos dará más tarde, después de la muerte; ni cuando desaparezcan los ricos y puedan ser posibles otras estructuras sociales más justas. El reino se da ahora y aquí, y lo están recibiendo los que trabajan en favor del hombre, estén donde estén y lo hagan desde donde lo hagan. Un reino que da el Padre a todos aquellos que saben ser hermanos.
2. La vida nace de lo que se da
"Vended vuestros bienes y dad limosna..." Los creyentes somos como todos, que nadie se engañe. Pero si creemos que tenemos "un tesoro inagotable en el cielo", podemos ser distintos a largo plazo. Todos tendemos a atesorar; por eso es necesario orientar bien esa tendencia.
El poder y la riqueza -todo lo que significa "tener"- queda relativizado por Jesús cuando nos dice que lo vendamos, que lo repartamos. En su lugar nos presenta el gran bien: "ser" cada vez más verdaderos. Todo lo demás tiene que permanecer en segundo término. El desprendimiento y la pobreza manifiestan nuestra fe en el reino, que ponemos en él el corazón y no en las riquezas. El desprendimiento de los bienes materiales es como el "sacramento", el signo externo y visible, de los que creen en el reino y ponen en él su corazón, y se encuentran de ese modo al lado de los pobres de la tierra. ¿Cómo van a creer en el reino los que no paran de acaparar, aunque vayan a misa todos los días?
El hombre verdadero nace de aquello que deja. La pobreza lo libera de la idolatría de lo poseído y lo hace capaz de una relación nueva con Dios, con los demás y con las cosas. La verdadera pobreza es liberación. Liberación que tiene su origen en haber encontrado a Dios como sumo bien; en ese convencimiento interior, profundo, de haber encontrado en Dios todo lo demás; un Dios que lo es todo, que llena totalmente a la persona. Cuando un hombre se encuentra con el verdadero Dios, nada ni nadie puede ocupar su lugar. Ese encuentro con Dios le despoja de toda ansia de posesión, de todo apego a las cosas, de todo deseo de poder y de dominio. Le lleva a abandonarse en brazos de la pobreza, a retornar desnudo a Dios para que pueda re-crearlo como nueva criatura. Decía san Juan de la Cruz: "El camino para poseerlo todo es no poseer nada". ¿No nos lo grita constantemente el nacimiento de Jesús en una cueva y su muerte en la cruz, sin necesidad de hacer testamento porque carecía totalmente de bienes de este mundo? La posesión de bienes materiales es limitación de libertad y de ser. Nuestro espíritu y nuestro corazón tienden a reducirse a las dimensiones de los objetos sobre los que se cierran, a las dimensiones de los bienes que se poseen o que se desean. Cada objeto que deseamos produce en nuestro interior un vacío semejante a ese objeto. Vacío que podemos llenar de dos formas: adquiriendo el objeto o dejando de desearlo. Sólo la segunda solución es verdadera. La primera nos lleva a desear después otro, y otro..., y a no acabar nunca. Las cosas y las personas tenemos un umbral infranqueable, que no puede ser forzado por un título de propiedad ni por nada. ¿Acaso son los hijos propiedad de los padres? ¿Hasta dónde llega la posesión de un bien material? Aunque una cosa sea mía, siempre será ajena a mí, siempre escapará a mi yo, aunque la retenga.
La única verdadera posesión es la del amor correspondido que se hace amistad; amor por el que una persona se da desde lo más profundo de su ser y es correspondida de la misma forma. Siempre en libertad. Y es que la facultad de poseer, cuando es verdadera, está situada al nivel más profundo de nosotros mismos. Y es a ese nivel donde podemos poseer a Dios y ser poseídos por él. El que experimenta algo de esto, ¿cómo podrá desear otros bienes? Ya está en posesión del "tesoro inagotable".
La pobreza a que nos lleva el amor nos libera de la obsesión del producir-consumir -los dos altares de la civilización moderna- y a ser capaces de relaciones distintas con Dios, con los demás y con las cosas. Solamente el que reza teniendo las manos vacías y libres puede entender esto y orar en las cosas y con las cosas.
Compartir es la palabra que mejor expresa esta realidad. Compartir que tiene unas exigencias claras: estar siempre disponibles para todos. Compartir y estar disponibles son elementos esenciales de la vida cristiana.
No basta encontrarse sin dinero y sin cosas para ser pobre. Es necesario despojarse también de los propios pensamientos, de los propios méritos, de las propias seguridades... Es necesario elegir vivir a la intemperie. La pobreza verdadera nos coloca en el mundo de los pobres, de parte de los pobres, compartiendo la condición de la mayor parte de los hombres. Lleva allí donde es más visible la exclusión, la marginación, la injusticia, la opresión, la humillación, la debilidad. Obliga a hacer el don de la propia persona, a hacer ofrenda en su totalidad de la propia vida. Lleva a dar todo lo que se es... y a crecer personalmente por eso que se da.
3. Nuestro tesoro está donde ponemos el corazón
"Donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón". Sólo en la medida en que captemos el reino de Dios como un tesoro podremos poner en él nuestro corazón y vivir para él. Porque los hombres tenemos el corazón apegado a aquello por lo que hemos aventurado mucho. Bastaría pensar qué cosas nos ocupan la mayor parte del tiempo libre para saber dónde tenemos el corazón, para saber qué cosas nos interesan de verdad. Y deberíamos hacer todos esta prueba para no engañarnos, teniendo en cuenta que ser cristiano no es obligatorio ni está de moda.
4. La vida es un continuo caminar...
"Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas: vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame". La vida del hombre sobre la tierra es un continuo caminar, un peregrinar constante como por un desierto. Pero ¿hacia dónde? Si lo supiéramos con certeza, dejaríamos de caminar; simplemente acortaríamos el camino siguiendo algún atajo. Nuestro caminar es fruto de la incertidumbre de lo que nos espera y de los deseos que laten en nuestro corazón. Y, como ocurre en el desierto, el que no camina acaba muriéndose, y el que camina puede llegar a alguna parte. Caminar sin detenernos hasta que el "Señor vuelva de la boda", hasta que nos llegue la muerte.
No parece que el caminar del hombre sea normalmente hacia adelante. ¿No es lamentable que de un niño "salga" un adulto? Jóvenes con ideales de autenticidad, que criticaban sin contemplaciones la sociedad de los adultos, que querían un mundo más justo y libre..., y que, poco a poco, evolucionan hacia una integración en esa misma sociedad que antes criticaban, buscando razones para salvar su honradez. El deseo de conseguir una realización personal en los aspectos profesional y familiar va diluyendo los primeros ideales, que o llegan a desaparecer o quedan, como teorías sin fuerza, reducidos a palabras. Muchos adultos viven cerrados a cualquier crítica de su modo de pensar y de actuar, por sentirse inseguros, temiendo que la crítica derrumbe un edificio resquebrajado. La misma Iglesia se ha ido instalando, ha perdido dinamismo, se ha llenado de preocupaciones materiales. Vive más preocupada por ir subsistiendo que por el reino de Dios. Todo esto tiene en común una trágica realidad: dejar de caminar hacia adelante, instalarse. Es la gran tentación, el máximo peligro de cada persona, de cada pueblo, de cada comunidad y grupo humanos, como lo prueba la propia experiencia de cada hombre y la historia de la humanidad.
Dios quiere que rompamos con la instalación, que nos lancemos confiadamente hacia adelante, que hagamos camino hacia una realidad mejor. Sólo así el hombre se acerca a lo que Dios es y quiere que seamos nosotros.
5. ... En la esperanza EP/VIGILANCIA
La esperanza es la característica más importante de los creyentes y de todos los hombres. Todos esperamos un mundo mejor que nos está llegando. El mundo mejor que nos viene es este mismo mundo realizado según Dios y en comunión con él.
Esperar algo supone estar alerta, oteando el horizonte, que cada vez se nos acerca más, conforme vamos haciendo el camino hacia él.
El que no espera nada no puede estar vigilante. Vivirá entretenido con las cosas, viviendo en la superficie de ellas.
Esperar es duro. Supone estar insatisfecho y tener la ingenuidad de creer en lo nuevo, trabajando por conseguirlo.
La esperanza está abierta a lo insólito, a la utopía, a lo nunca visto y tenido. El que espera lo que ya posee ha equivocado el objetivo de la esperanza.
No puede tener esperanza el que ya está de vuelta de todo, el que sabe demasiado bien que nada nuevo llegará, fruto de la experiencia de cada día. Caminan hacia el fatalismo, a creer que todas las cosas serán siempre lo mismo.
El que espera sabe que nada se repite, que cada instante puede ser nuevo, que nos espera una realidad definitivamente distinta. Nuestro mundo no está metido en una noria; estamos en un desierto abierto, hacia arriba, que nos conduce siempre a nuevas perspectivas, aunque sean deficientes y mejorables.
Es a Dios y su mundo nuevo lo que esperamos, sin saberlo muchas veces, como un don que nos viene de él mismo. Dios está siempre, de un modo anónimo o abierto, al final de toda actitud verdadera de espera.
Dios también espera; sale constantemente a nuestro encuentro. Toda la creación está también en estado de superación y de espera, en estado de gestación. El universo no es algo quieto, estático: está en constante evolución y expansión.
Ser creyente implica una actitud de espera y de expansión, una actitud dinámica: esperando lo que aún no es y luchando por lo que tiene que ser.
Todo esto supone en nosotros una actividad y una tensión, supone creerlo y trabajar por conseguirlo. La transformación de la sociedad es obra de todos los que esperan la nueva creación, trabajando por su llegada, a pesar de la resistencia del mundo.
Con dos breves comparaciones nos ilumina Jesús la necesidad que todos tenemos de vigilar constantemente, sobre todo en los momentos más críticos de la vida: los criados atentos a la vuelta del señor y el dueño de la casa que sospeche que puede ser robado de noche.
El Hijo del hombre llegará como el novio o el ladrón en cualquier momento, en el más crítico e inesperado. No queda más remedio que estar preparados.
¿Qué significa esta llegada del señor a horas tan intempestivas? Que hemos de estar siempre despiertos en nuestra conciencia de hombres, de seres históricos, de miembros de una comunidad, de creadores de nuestro futuro. En cada momento de nuestra vida hemos de dar un paso adelante, hacia lo que debemos ser y aún no somos. Hemos de ser conscientes de que el futuro se construye en el presente, que hemos de trabajar mientras tengamos tiempo.
Esto no quiere decir que debamos estar obsesionados por la muerte. Tampoco el extremo opuesto: pensar que ya tendremos tiempo algún día para pensar en cosas más serias y trascendentes.
Entre la obsesión enfermiza y la despreocupación inconsciente existe un camino intermedio de madurez ante la vida.
Es cierto que la muerte nos llegará cuando menos lo esperemos -siempre se mueren los demás- y que debemos vivir ahora como querríamos haber vivido en aquel momento. Pero la vigilancia a que alude Jesús es la que conseguimos con la orientación global de nuestra vida: vivir en búsqueda de una personalidad más adulta y libre, descubrirnos cada día insatisfechos con lo que somos para poder crecer cada vez más, partiendo siempre de los mismos acontecimientos que inevitablemente vendrán a nuestro encuentro. Una vigilancia que nos obliga a vivir en el mundo y en medio de sus peligros. Sólo con los pies en la arena podemos caminar por el desierto; sólo dentro de la casa esperan los criados al señor y el dueño de ella al ladrón.
Cada etapa de la vida evolutiva del hombre tiene un ritmo de crecimiento. No solamente crecen el niño y el joven. A medida que avanzan los años, el hombre vigilante va descubriendo cada vez mejor el sentido de la vida, van cayendo los idealismos desencarnados y nos vamos encontrando con lo que realmente es. Jamás podemos decir "basta" en el crecimiento interior de nosotros mismos. El camino sólo termina cuando llega el día del Señor: con la muerte. Lo de ayer vale para ayer, pero no para hoy ni para mañana.
A los cristianos nos define la espera del retorno del Señor. Toda la historia de la salvación es esperanza; esperanza que es como un ancla echada a la otra orilla de la vida, a la otra parte del velo; esperanza en el más allá, que da sentido y profundidad a las tareas humanas y llena de amor el presente a causa de la eternidad que lo llena. El que espera afronta con fe el futuro y no conoce situaciones desesperadas, porque camina hacia la gran esperanza: la resurrección.
7. Somos administradores de nuestra vida
"Señor, ¿has dicho esta parábola por nosotros o por todos?" Pedro se hace portavoz del grupo de discípulos. Con su pregunta distingue entre ellos y el pueblo. Los discípulos tienen una posición y responsabilidad particulares en su comunidad. Lo que Jesús quiere de sus discípulos lo expresa con una parábola: un administrador que puede ser fiel o malvado.
Cada hombre debe administrar su existencia de un modo responsable, sabiendo que tiene una misión que cumplir durante su vida. Misión que debe descubrir y elegir. No somos dueños absolutos de nuestra vida, sino sólo administradores de ella. La hemos recibido de Dios y hemos de emplearla al servicio de su reino, que se concreta en servicio a toda la comunidad. De ahí la responsabilidad histórica de cada hombre. Un servicio que no se limita a no hacer mal a nadie -y ya es muy importante-, sino a hacer todo el bien que nos sea posible a todos.
El administrador de la parábola es también símbolo de los dirigentes de la Iglesia, lo que implica una gran responsabilidad. Nos obliga a ser conscientes de lo que el Señor quiere, de cuáles son sus proyectos e ideales, a no ignorar su verdadera misión y la nuestra. Esta parábola nos pone en guardia para no rehuir las exigencias del evangelio y buscar caminos mediocres y fáciles para que nadie se sienta ofendido. Nos pone en guardia para no convertir el cristianismo en opio del pueblo y obstáculo para la justicia social. Nos avisa del peligro de las alianzas con los poderes políticos y económicos.
Cada uno será juzgado de acuerdo con lo recibido. El texto termina distinguiendo dos categorías de criados: unos han recibido mucho, saben muy bien lo que el amo quiere; otros han sido menos instruidos en ese conocimiento. A cada uno se le exigirá de acuerdo con lo recibido: al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; al que se le dio poco, se le pedirá poco. Los obispos y sacerdotes deberíamos reflexionar seriamente en esto y dedicarnos comprometidamente a ser testigos fieles del evangelio de Jesús.
Cada uno será juzgado de acuerdo con lo recibido. Lo recibido fundamenta la responsabilidad personal. ¿Por qué juzgamos siempre en función de comportamientos exteriores y no según la responsabilidad real de cada uno?: las cárceles se llenan de pobre gente que no tuvo en la vida oportunidades de cultura, de trabajo, de vivienda..., mientras los verdaderos culpables de esas injusticias son considerados personas honorables... Los verdaderos criminales y ladrones de la humanidad no suelen ir a parar con sus huesos en las cárceles.
El juicio del Señor no se dará solamente al final de la vida, sino que se va realizando en la medida en que el hombre se enfrenta consigo mismo y juzga sus actos según el proyecto divino. Hemos de tener la suficiente capacidad para sentirnos aprobados o reprobados por nuestra propia conciencia, según los actos que vayamos realizando nos hagan sentirnos bien o mal con nosotros mismos. Es en esta fidelidad a uno mismo donde reside el secreto de la vigilancia cristiana. Es hora de que los cristianos asumamos la plena responsabilidad de los propios actos, sin esperar a que otros los aprueben o rechacen. Cada uno hemos de encontrar nuestro propio esquema de vida, a la luz de la palabra de Dios, y sentirnos responsables ante nuestra conciencia, ante toda la comunidad humana y, en definitiva, ante el mismo Dios -los creyentes-. Los dirigentes de las comunidades cristianas no pueden hacerse cargo de la administración de cada miembro de la comunidad. Deben, eso sí, ayudar a que cada uno asuma su propia responsabilidad, aun a riesgo de cometer errores. Es la educación liberadora la única que merece llevar el nombre de cristiana.
FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET - 2
PAULINAS/MADRID 1985.Págs. 191-199