30 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO
8-14

8.

-Dios habla al mundo entero (Lc 4, 21-30)

El pasaje que proclamamos hoy es duro, severo, y se comprende que suscitara la cólera de los judíos. Es, en efecto, la condenación de un pueblo que fue escogido pero que no aceptó al profeta Jesús. Por eso, todo cuanto Cristo realiza lo hace para los que no son judíos. El, como Elías, no se detiene en las necesidades de Israel, que no le acepta; se dirige a los pueblos gentiles. Si Jesús es enviado a salvar, la salvación no va destinada exclusivamente a los judíos sino al mundo entero. Lo que le determina a Jesús a dirigirse a los gentiles no es sólo el rechazo de que le hacen objeto los judíos, sino el que su misión misma consiste en anunciar la salvación a toda carne (Hech 2, 17).

El drama recordado aquí es fundamental en la historia de la Iglesia. San Lucas reflexiona, en otro lugar, sobre la misión de la Iglesia y sobre su propia misión. Ha sido necesario, sin abandonarle a sí mismo, desprenderse del ambiente judío y apartarse de las concepciones nacionales para universalizarse, en la medida en que entonces se conocían los confines del mundo. Era preciso que la Iglesia se dirigiera a todos. Este era el problema de san Pablo y este mismo es el problema de Lucas. La Iglesia no debe recluirse entre los límites del pueblo judío que, por otra parte, no presta oídos; el profeta es enviado al mundo.

La Iglesia lo comprendió. Pero no siempre le resultó fácil dirigirse a todas las razas; hubo ocasiones en que lo hizo imponiéndoles, sin caer demasiado en la cuenta, formas de ser y de pensar de una cultura que frecuentemente envolvía demasiado lo esencial de la misión cristiana hasta el punto de llegar a asfixiarlo un poco. El problema de la Iglesia al salir fuera ha sido siempre acertar a no encadenar lo esencial a la envoltura cultural. Esto constituyó el drama de los primerísimos albores de la Iglesia; y esto mismo sigue siendo su problema actual. Cuando investigamos la vida misma de Cristo, volvemos a experimentarlo. Nuestros grupos dedicados a la investigación de la fe y nuestros grupos de oración tienen siempre el peligro de mezclar lo esencial con lo que lo rodea, y de cerrarse formando un pequeño cenáculo que se niega a abrirse a todos. Para acrecentar las dimensiones de la Iglesia, se llega a sustraerse a ellas hasta en las celebraciones más eclesiales, como es la de la eucaristía; se llega a no querer celebrar ya más que en el pequeño cenáculo, olvidando que la legitimidad de éste únicamente descansa en la firme voluntad de crear de nuevo no una agrupación de depurados, sino una asamblea viva integrada por todo el que llega a ella.

Estas palabras evangélicas tienen hoy mismo una importancia tan grande, que nunca se subrayará demasiado. Abrirse a todos, no sujetar el mensaje universal a grupos restringidos, sino anunciar por todas partes la palabra de la Buena Noticia, anunciarla en todos los sitios desligándola de lo que una cultura determinada tuvo que utilizar para hacerla comprender en lo esencial. Esto es lo que quiere recordarnos hoy el Señor. Si nos cerramos a esta perspectiva, podría ocurrir que se diera la salvación a los demás, y que la gracia del Señor no nos alcanzara a nosotros.

-Un profeta para los gentiles (Jr 1, 4.. 19)
 DENUNCIA/PROFETA 

La vida del profeta Jeremías (Jr 36, 45) está llena de valiosísimas enseñanzas. Se le ve incapaz de hablar, y sin embargo forzado a hacerlo guiado por Dios, no obstante la hostilidad que en todas partes se alza contra su mensaje. No "tiene miedo" ante sus adversarios, sino que sigue proclamando lo que el Señor le ordena: "Así dice el Señor". Es elegido por el mismo Dios, que toma la iniciativa de la elección sin tener en consideración las cualidades humanas, y que le convierte "en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país".

Jeremías es el tipo mismo de Cristo y su vida nos ayuda a entender mejor la vida de Jesús, el Profeta. Elegido de entre sus hermanos, no es recibido pero su actitud se mantiene firme: anunciar de parte del Padre eterno el designio de salvación preparado desde el principio del mundo. Hasta su muerte Cristo será el profeta que anuncie lo que el Padre le encargó que comunicara a los hombres, y para lo que fue enviado.

Esto no puede quedar sin eco en la actitud de cada cristiano. El bautismo, según la doctrina recogida en Lumen Gentium pero que era ya la de santo Tomás de Aquino, nos hace participar del sacerdocio de Cristo, lo mismo en su papel ascendente de la oblación al Padre, que en su papel descendente de dar testimonio ante los hombres por la palabra y por la actitud propias. Sería conveniente que el cristiano se preguntara acerca de su papel profético ¿cómo lo concibe? ¿De qué manera lo cumple? Con harta frecuencia, se siente profeta cuando no está de acuerdo con las directrices de vida propuestas por la Iglesia.

Pero el cristiano no participa del sacerdocio de Cristo para oponerse a la Iglesia, sino para ayudarla -expresando respetuosamente lo que piensa- a cumplir su cometido. El criterio del verdadero profeta será siempre su acuerdo de fondo con la Iglesia, aunque él tenga que sufrir y que someterse a lo que le resulte personalmente difícil de aceptar. Su papel habrá sido suscitar reflexiones, revisiones relativas a las personas y a las instituciones, que frecuentemente están en un clima demasiado apegado a lo que se considera tradición y que, en ocasiones, no es sino manía y facilidad. Es normal, pues, que el profeta no sea bien recibido. Sin embargo, esto constituye la prueba que debe autentificarle. Si él se rebela, si su hondo entusiasmo se extingue, si le deforma la amargura, si de sus labios brota la crítica amarga y, sobre todo, si no se conforma con lo que se le pide con autoridad, si forma un grupo que se aparta de la comunidad para darse a la contestación sin caridad, bien pudiera suceder que, al configurarse según estos criterios, dejaran de tener crédito sus cualidades proféticas. El buen sentido, el recto juicio, la oportunidad -que es cosa distinta del juego político-, el respeto a los demás, son otros tantos criterios que permiten distinguir al verdadero profeta. La Iglesia lo necesita ciertamente. Cuando santa Catalina de Siena dirigía sus duros reproches al Papa, actuaba como profeta. Decía lo que debía decir; lo hacía en términos duros, precisos, sin disimular nada, pero con la profunda caridad de quien desea curar y no herir.

Estos textos deben hacernos reflexionar sobre el profetismo de hoy, y no, ante todo, en términos negativos sino con la mesura propia de toda autenticidad.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 5
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 121-124


9.

1. Dos planteamientos diferentes

El evangelio de este domingo es la continuación del texto de Lucas que hemos comenzado a reflexionar en el domingo precedente. Decíamos que se trataba de un texto programático, ya que en sus líneas podíamos descubrir de alguna forma todo el drama de Jesús, el contenido de su misión y el centro de sus intereses.

En la sinagoga de Nazaret, Jesús comenzó anunciando "el hoy de Dios" como un acontecimiento de liberación de la humanidad oprimida. En la reacción de la gente, Lucas vislumbra como en un pequeño modelo la respuesta de Israel y de los paganos ante el anuncio de Jesús.

Mientras en un primer momento cundía la admiración ante Jesús, ya que sus paisanos veían cómo se había desarrollado su figura, sin embargo pronto su pueblo se le puso en contra. A primera vista parecía que todos estaban de acuerdo con eso de la liberación de los pobres y de los marginados físicos y sociales. Pero no hubo acuerdo en aceptar la figura de Jesús como el ungido del Espíritu, ni menos en aceptar el modo de hacer la liberación. Vayamos por partes.

La primera crítica refleja ciertamente una opinión muy generalizada entre los judíos: "¿No es éste el hijo de José?" Se esperaba un mesías iluminado, celestial, super-hombre... y se encontraron con un simple hijo del hombre, hijo del carpintero.

La segunda crítica es similar: se esperaba de él espectaculares milagros a bombo y platillo, pero el supuesto mesías sólo desarrollaba su misión si encontraba fe, tanto entre los suyos como entre los extranjeros y paganos.

La visión amplia y universalista de Jesús encontró su respuesta en la persecución y en la muerte: en Nazaret se hizo el primer intento, simbólico o real, pero presagio de lo que un día se haría realidad en Jerusalén.

Ambas críticas son el resultado de una determinada actitud ante el problema de la vida y, por lo tanto, ante la fe como respuesta del hombre a Dios.

Los nazarenos son el signo prototípico de los creyentes que pretenden llegar a Dios pasando por encima del hombre; o, para ser más claros: que entienden la acción divina como una especie de super-acción que se desarrolla sobre el hombre, pero no dentro del hombre o a partir del mismo hombre. Una religión deshumanizada, angelista, milagrera y supermesiánica.

En efecto, el mesías que esperaban los judíos realizaría la salvación como una cosa muy personal suya, gracias a ciertos poderes y dotes divinos frente a los cuales sería ridícula toda resistencia por parte de los dominadores. Los hombres marginados, en este caso Israel, serían más bien los espectadores de un gran milagro, de un gran espectáculo gratuito puesto en escena con protagonistas divinos y angélicos.

Jesús no parece compartir esta manera de pensar. Se presenta como el hoy-liberador de Dios, pero también, y para comenzar, como el hijo del hombre, el hombre que por el camino de la fe, del amor y de la justicia se abre paso lentamente y con dificultad hacia la plena liberación.

Si es cierto que él viene de lo alto, todo hace pensar que eso le trae sin cuidado -como recordará Pablo a los filipenses (Flp 2)-, ya que su única preocupación es encontrar un camino partiendo del mismo hombre, que debe aceptarse como tal hasta las últimas consecuencias, la muerte inclusive, aunque sea cruenta y humillante.

A lo largo de los tres ciclos litúrgicos hemos tenido muchísimas veces la oportunidad de desarrollar esta manera particular que tiene Cristo de llevar a cabo su liberación, diametralmente opuesta a todo tipo de mesianismo autocrático y «supermánico», tan del gusto de los creyentes de ayer y de hoy...

Porque también hoy persiste un tipo de espiritualidad cristiana que parece olvidarse de que, para que el hombre sea adorador de Dios, es bueno que comience sintiéndose hombre, varón o mujer. Los cristianos no tenemos nuestra naturaleza humana de sobra ni como un adorno del espíritu. Somos hombres o mujeres, humanidad o, si se prefiere, espíritus encarnados. Dios no salta por encima de nuestra humanidad ni la fe es una especie de supernaturaleza adosada a la humana como si ésta fuese un simple soporte transitorio.

Toda la liturgia de Navidad nos ha recordado hasta la exageración que la encarnación de Jesús es el punto de partida para entender la obra salvadora de Dios. No hay salvación ni liberación divinas sin el esfuerzo del hombre por asumir toda su condición humana.

Es cierto que a menudo Jesús exige a sus discípulos la renuncia y el camino de la cruz; pero nunca la renuncia a su condición de hombre, sino la renuncia a un yo egocéntrico y narcisista, encerrado en sí mismo y cerrado a los demás.

Todo esto ha sido y es, por desgracia, harto olvidado tanto por los laicos acostumbrados o domesticados para esperar de arriba lo que tienen que comenzar a hacer desde abajo, como por los religiosos, muchos de los cuales no terminan de darse cuenta de que su cuerpo es un don de Dios y que es inútil pretender alcanzar altas espiritualidades jugando al ángel. Tampoco podemos hacer una comunidad sin tener en cuenta los condicionamientos humanos, tanto los psicológicos como los sociales. Mal obsequio podemos hacerle a Dios despreciando el instrumento fundamental de nuestro desarrollo: nuestra humanidad, nuestro yo psico-físico.

La fe no sólo no se opone a los adelantos de la investigación científica en sus diversas ramas, sino que debiera ser el aliciente para que los creyentes desarrollaran al máximo un cuerpo, una mente y un espíritu que nos fueron dados por Dios como signos de nuestra imagen y semejanza con El.

Todo esto, felizmente, los cristianos lo vamos aprendiendo después de comprobar el fracaso de una espiritualidad y de una educación cristiana que quisieron desarrollarse de espaldas al hombre o a base de obediencia ciega y de renuncias deshumanizadoras. En el episodio de Nazaret se pusieron sobre el tapete dos maneras de entender la relación de la religión con la liberación humana: mientras desde una postura se pretende subrayar la acción de Dios pero a costa de la pereza humana y del olvido del esfuerzo del hombre, generándose así una nueva y sutil dependencia del hombre de un Dios autoritario y paternalista -por supuesto en una Iglesia de similares características-, desde la otra postura también se subraya la acción de Dios, pero desde la humanidad del hombre, hasta el punto de que el hombre se transforma en el sujeto de su propia liberación bajo la fuerza magnética del Espíritu que se posa sobre él.

Así se realizan los milagros de Jesús: es el milagro de ver a un hombre hasta ayer oprimido por los poderosos, acobardado frente a sus reales posibilidades, acomplejado por su culpa y su sensación de inutilidad, cercenado y castrado afectivamente, convencido de que nada bueno puede esperarse de él... Y de pronto, ese hombre -paralítico y ciego de nacimiento- comienza a ver claro y da un salto.

Ver con los propios ojos y caminar con las propias piernas, sentirse uno mismo, aceptarse como se es y hacer crecer lo que se es: he ahí el milagro que Jesús no pudo hacer en Nazaret, su tierra, y que se vio obligado a realizar fuera de la frontera de los elegidos.

2. Riesgo y contradicción

Pero tras lo sucedido en Nazaret se trasluce otro fondo, el fondo de un drama que aún no ha terminado y que seguramente persistirá hasta el final de la historia.

Podríamos expresarlo así: la liberación del hombre no se realiza sin lucha y sin oposición.

Por una parte, constatamos que es una lucha, que el enemigo no está dispuesto a ceder el terreno y que en cualquier momento podrá tomar represalias.

Asumir el Evangelio como proceso liberador es asumir todos sus riesgos y contradicciones. También esto es ser fiel al principio de la encarnación. El Evangelio ha de moverse entre hombres de carne y hueso, con sentimientos y pasiones, con intereses y especulaciones. Por eso también el Evangelio será signo de contradicción, tanto interna como externa. Los que lo acepten no estarán ajenos a todo tipo de pasiones, incluso la de usarlo como instrumento de poder. Para otros, el Evangelio o, si se prefiere, el cristianismo es una política más, un poder dentro del poder del Estado.

Jesús, como bien sabemos todos, estuvo en el epicentro de esa contradicción. Si al principio de su vida pública casi termina despeñado por sus paisanos por negarse a ser un objeto de lujo, al fin terminará simplemente acusado de sedicioso y enemigo del César.

Para unos es reo de muerte por blasfemo ya que se dijo hijo de Dios; para otros, también merece la muerte porque atizó la liberación sin aceptar la lucha armada -como sucedió con Judas y los zelotes-; para el poder constituido, ya bastante sedición era su palabra y su acción en favor de los marginados.

Tanto sus enemigos declarados como los mismos apóstoles y parientes más allegados lo vieron morir al fin sin saber a ciencia cierta qué quería y adónde quería llevarlos. Su muerte fue para unos el fin de una pesadilla; para otros, el comienzo de las dudas y del desencanto.

Así comenzó la historia de la Iglesia, encerrada en la misma contradicción: al principio, acusada de atea y de enemiga del Estado romano. Entonces las persecuciones siembran la muerte y también la deserción de muchos.

Después es declarada amiga del Estado y única detentadora de la religión estatal. Entonces la carcomió el poder y la ambición.

La contradicción está dentro de su mismo seno, en el que se desarrollan todas las posturas de un extremo al otro. Todos apelan al mismo Jesucristo y a su Evangelio. Unos hablan de la salvación del alma, otros de la redención del pecado, otros de la liberación de los pueblos.

No se trata solamente de matices más o menos intrascendentes: se trata de posturas que a la hora de los hechos concretos pueden significar un cambio sustancial.

Entretanto, la historia avanza, cambian las mentalidades y los esquemas de valores, y los grandes postulados del Evangelio: la paz, la justicia, la libertad, el amor, etc., surgen también fuera de la Iglesia con una intensidad como nunca registró la historia. Y los cristianos seguimos discutiendo posiciones y posturas. Asumirlas es parte del proceso, es el precio de la encarnación del Hijo del Hombre.

En cada época histórica los cristianos tienen que replantearse el contenido real de la liberación o salvación de Cristo. No basta hacer un juego de palabras; también llega el momento de tomar concretamente ésta o la otra posición.

Así comprobamos, mal que nos pese, que la lucha liberadora no se produce solamente por la oposición de los poderosos de afuera, sino también por la interna contradicción de un Evangelio que es divino y que es humano; al fin y al cabo, de un hombre que es cuerpo y que es espíritu, que está encarnado y que busca la trascendencia.

Es la contradicción de la religión en sí misma, que trata de «religar» o de unir lo divino con lo humano, de ser puente entre dos realidades aparentemente incapaces de coexistir sin que una de las dos se sienta cercenada en sus derechos.

¿Se logrará algún día la síntesis? ¿Conseguiremos una Iglesia equilibrada frente a una paradoja que se apoya en dos orillas opuestas? ¿Lograremos una teología y una pastoral que respeten por igual el punto de vista de Dios y el punto de vista del hombre? ¿Podremos conciliar el espíritu con el cuerpo, la encarnación con la trascendencia, la unidad con la pluralidad, el servicio con el poder, el amor con la justicia...? Quizá valga más comenzar aceptando la contradicción como una condición humana de nuestra existencia. Al fin y al cabo, ya desde el momento que hablamos de liberación o salvación, estamos partiendo de una contradicción: hay opresores y hay oprimidos; o, para ser más exactos, parte de nuestro yo es opresor, y parte de nuestro yo es oprimido. El uno intenta matar al otro. El oprimido puede aceptar esa muerte o puede rebelarse contra ella. Si la acepta, radicaliza aún más la opresión; si se rebela y ataca, puede transformarse en opresor.

Y así avanzamos, descubriendo al fin nuestra propia limitación que tira por tierra todo sentimiento de omnipotencia y de mesianismo triunfalista.

La liberación del hombre está en marcha, sí, pero como un proceso humilde y contradictorio. Ese es el camino que nos trazó Jesús y que él mismo recorrió hasta el final.

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C. 1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 191 ss.


10. VOLUNTAD/educarla 

No está de moda hablar de disciplina, esfuerzo o renuncia. Pocos se atreven hoy a mostrar la importancia que tiene en la vida la educación de una voluntad fuerte y recia. Vivimos más bien envueltos en eso que el catedrático de psiquiatría Enrique Rojas llama «la filosofía del me apetece». Esa es la principal motivación que inspira la vida de no pocos: «no me apetece», «esto me va», «aquello no me gusta».

En pocos años, ha ido creciendo de manera alarmante el número de personas de voluntad débil, caprichosas y blandas, incapaces de proponerse metas y objetivos concretos. Hombres y mujeres inconstantes que giran como veletas según el viento del momento, llevados y traídos por lo que, en cada instante, les pide el cuerpo.

Buscan una vida cómoda y placentera, pero les espera un futuro difícil. En el amor no llegarán muy lejos, pues no saben lo que es renunciar, ni conocen la importancia del sacrificio y la dedicación al bien del otro. Son como niños consentidos y caprichosos que estropean cualquier relación basada en el amor y la entrega generosa.

Tampoco lograrán nada grande y noble en los demás aspectos de su vida. Nunca desarrollarán sus verdaderas posibilidades. Se instalarán en la mediocridad y arrastrarán, a donde quiera que vayan, su personalidad mal diseñada, fruto del abandono y la dejadez. El hombre de hoy necesita recordar que la voluntad es un rasgo esencial del ser humano. Tanto como la razón. Incluso se ha de decir que el hombre con voluntad llega más lejos en su crecimiento personal que el hombre inteligente. Lo grande es casi siempre fruto de la determinación y la tenacidad.

Educar la voluntad es un trabajo que requiere esfuerzo diario. Hay que utilizar herramientas tan concretas como la disciplina, el orden, la constancia y la ilusión. Hay que saber renunciar a la satisfacción de lo inmediato en función de metas futuras.

Pero merece la pena. Antes o después, van llegando los frutos. La persona se va haciendo más libre y más dueña de sí misma. No se doblega fácilmente a las dificultades. Su vida va alcanzando una madurez que enriquece a quienes encuentra en su camino. El modelo más limpio lo encuentra el cristiano en ese Jesús capaz de ser fiel a su misión, a pesar de los rechazos y desprecios que encuentra en su camino. El evangelista Lucas nos dice que sus propios vecinos de Nazaret trataban de "despeñarlo", pero él «se abrió paso entre ellos» para continuar su tarea salvadora.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 65 s.


11.

EL MIEDO A SER DIFERENTES

Ningún profeta es bien mirado en su tierra.

Pronto pudo ver Jesús lo que podía esperar de su propio pueblo. Los evangelistas no nos han ocultado la resistencia, el escándalo y la contradicción que encontró Jesús muy pronto, incluso en los ambientes más allegados.

Su actuación libre y liberadora resultaba demasiado molesta y acusadora. Su comportamiento ponía en peligro demasiados intereses.

Jesús lo comprende así con toda lucidez. Es difícil que un hombre que se pone a actuar escuchando fielmente a Dios sea bien aceptado en un pueblo que vive de espaldas a El. «Ningún profeta es bien mirado en su tierra».

Los creyentes no lo debiéramos olvidar. No se puede pretender seguir fielmente a Jesús y no provocar, de alguna manera, la reacción, la extrañeza, la crítica y hasta el rechazo de quienes, por diversos motivos, no pueden estar de acuerdo con un planteamiento cristiano de la vida.

¿No somos los creyentes demasiado «normales» y demasiado bien aceptados en una sociedad que no es tan normal ni tan aceptable cuando se miran las cosas desde la fe? ¿No nos sentimos demasiado a gusto y bien adaptados?

Nos da miedo ser diferentes. Hace mucho tiempo que está de moda «estar a la moda». Y no sólo cuando se trata de adquirir el traje de invierno o escoger los colores de verano. El «dictado de la moda» nos impone los gestos, las maneras, el lenguaje, las ideas, las actitudes y las posiciones que debemos defender.

Se necesita una gran dosis de coraje y de valor para ser fiel a las propias convicciones, cuando todo el mundo se acomoda y adapta «a lo que se lleva».

Es más fácil vivir sin un proyecto de vida personal, dejándose llevar por los acontecimientos y los convencionalismos sociales. Es más fácil instalarse cómodamente en la vida y vivir superficialmente según lo que nos dicten desde fuera.

Al comienzo, quizás, uno escucha todavía una voz interior que le dice que no es ése el camino acertado para crecer como hombre ni como creyente. Pero, pronto nos tranquilizamos. No queremos pasar por «un anormal», «un extraño» o «un loco». Se está más seguro sin distanciarse del rebaño.

Y así seguimos caminando. En rebaño. Mientras desde el evangelio se nos sigue invitando a ser fieles a nuestras convicciones creyentes, incluso cuando puedan acarrearnos la crítica y el rechazo dentro de nuestra misma clase social, nuestro propio partido, el círculo profesional y social en el que nos movemos y hasta en el entorno más cercano de nuestros amigos y familiares.

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 305 s.


12.

Los que estamos reunidos aquí debemos reconocer que HEMOS ESTADO DE SUERTE EN ESTA VIDA, porque son muchos los dones que hemos recibido, muchas las cualidades que hemos podido desarrollar y poner al servicio de los demás. Entre estos dones, hoy quisiera destacar uno: el de nuestra fe; el HABER PODlDO CoNoCER, en la IGLESIA, AL DlOS DE JESUCRISTO.

Este es un don con con el que nos hemos familiarizado tanto que CASI PARECE QUE LO HEMOS CREADO NOSOTROS MISMOS; hasta el punto de que, cuando las cosas nos van mal, CONVERTIMOS este don de Dios EN UNA EXIGENCIA CONTRA EL. Ello, evidentemente, no se da de la misma manera en cada persona; pero no resulta hoy nada extraño encontrar personas que -por ejemplo-, con un enfermo en casa y habiéndose quedado sin trabajo, preguntan a Dios: ¿Por qué, Señor, me ha tenido que ocurrir eso precisamente a mí, que voy a misa todos los domingos y procuro ser buena persona? Como tampoco es raro entre nosotros hacer promesas a Dios para asegurar que él arregle nuestra situación.

1. Nazaret quiere aprovecharse de Jesús

Todo eso que acabo de decir me lo ha recordado el evangelio de hoy: la gente de Nazaret estaba tan familiarizada con Jesús que, en lugar de disfrutar de su presencia y valorarlo como quien era, LE EXIGÍAN QUE HICIESE MlLAGROS, ofendidos porque Jesús había actuado antes en otros pueblos. No les importa que Jesús haga la voluntad de Dios actuando como profeta según el estilo que hemos escuchado en la primera lectura; sólo les interesa poder servirse de él. En lugar de interesarse a fondo por la persona de Jesús, SE INTERESAN PoR SÍ MISMOS, sirviéndose del prestigio de Jesús. Y probablemente, enojados, se repetían para sí: ¿de qué nos sirve que ése sea de Nazaret? Mejor será que lo apartemos de nosotros, que "lo despeñemos", como dice el evangelio.

2. Dios, más grande que nosotros

Es la misma actitud que quizás hemos tomado (o hemos tenido la tentación de tomar) nosotros algunas veces: ¿de qué me sirve rezar, ir a misa, si a menudo Dios presta más atención, y ayuda más a muchos que no se lo merecen que a mí? ¿Para qué seguir esforzándome en vivir según el evangelio, si luego me ocurren tantas desgracias como a cualquiera?

Lo que nos sucede es lo mismo que a aquellos de Nazaret: la suerte de conocer a Jesús, LA SUERTE DE CONOCER A DIOS, LA HEMOS CONVERTlDO EN UNA EXIGENCIA, y al acercarnos a él no nos mueve el deseo de entablar una amistad profunda y gratuita -que acepta al otro según lo que es-, sino el deseo de aprovecharnos de él.

Hemos olvidado que Dios es más grande que nosotros, que nunca lo podemos poseer ni conocer totalmente, que es un DlOS que SORPRENDE, que actúa a favor de una viuda y un leproso extranjeros cuando Israel está lleno de ellos. Y, si bien es verdad que se le encuentra especialmente en la IGLESIA, ELLO NO SIGNIFICA QUE LA IGLESIA LO POSEA EN EXCLUSIVA; del mismo modo que la escuela no tiene la exclusiva para facilitar la cultura (a pesar de ser un lugar privilegiado para ello).

3. Dios salva a todos los que aman

Nosotros, pues, debemos hacer camino abandonando la actitud de los que se rebelan contra Dios (como los de Nazaret lo hacían contra Jesús), porque sabemos que él nos sobrepasa, NOS LLEVA POR OTROS CAMlNOS. Y al revés: nosotros tenemos que aprender a disfrutar de Dios tal como es y tal como se nos manifiesta. NOS DEBEMOS ALEGRAR DE LOS MUCHOS SIGNOS DE BONDAD QUE ENCONTRAMOs ENTRE LoS HOMBRES, incluso entre los no creyentes, entre aquellos que no piensan como nosotros; incluso nos debe alegrar todo lo que hallamos de bueno en los que militan en un partido que no nos gusta, que están en un grupo que no es el nuestro, porque TODA ESTA BONDAD ES UNA SEÑAL DE QUE DlOS OBRA EN ELLOS LA SALVACIÓN. SOLO ASÍ, reconociendo en todas partes la Bondad de Dios, PODREMOS DARLE GRACIAS PoR LO QUE EL ES. Y ese será el gran y único milagro que necesitamos: hallarlo presente en medio de los hombres. Milagro que se realizará también en esta Eucaristía: a Dios lo encontraremos plenamente en Jesucristo, porque Jesucristo ha amado plenamente. Es lo que nos ha dicho san Pablo: "SIN AMOR, NADA SERVIRÍA DE NADA".

JAUME GRANE
MISA DOMINICAL 1977, 3


13.

«Sólo palabras de gracia»

El evangelio del domingo pasado se cerraba un poco como aquellas novelas por entregas del pasado (o como los «culebrones» de tanto éxito estos últimos meses): los ojos de los nazarenos estaban fijos en Jesús que había leído en la sinagoga una lectura del profeta Isaías y que afirmaba: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Ahí acababa el relato y nos quedábamos sin saber qué reacción final se produjo después de esta primera predicación de Jesús ante sus paisanos. Hoy el ciclo normal de la lectura continua de Lucas se interrumpe por la celebración de la fiesta de la Presentación del niño Jesús en el templo y, si no conociéramos ya el evangelio, porque otras veces lo hemos leído o escuchado, nos quedaríamos sin saber en qué terminó aquella primera predicación de Jesús ante sus paisanos entre los que había convivido «unos treinta años».

Recordamos sin embargo el final de este episodio: los paisanos de Jesús no aceptan al nuevo Maestro; les cuesta trabajo pensar que «el hijo de José» se haya convertido en el predicador de Galilea sobre el que todos se hacían lenguas; le piden que dé muestras de su poder y que realice en Nazaret signos similares a los realizados en Cafarnaún. La primera predicación de Jesús en su aldea acaba en un tumulto: se le expulsa fuera del pueblo hasta un barranco desde el que se le quiere despeñar, pero, como dice el final del relato, "Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba". Hoy varios comentadores insisten en que el rechazo de los nazarenos surge no tanto de su envidia hacia el Maestro o hacia su actividad en Cafarnaún, sino que se debe a la interpretación que Jesús dio al texto elegido de Isaías. Así lo expresa la traducción de Nueva Biblia española: «Todos -los nazarenos- se declaraban en contra, extrañados de que mencionase sólo las palabras sobre la gracia». En efecto, Jesús recorta el texto de Isaías y sólo habla del año de gracia del Señor, pero omite hablar del año de la venganza o del desquite. Por eso Jesús continúa citando textos de la Biblia en que se habla de los favores de Dios concedidos a los extranjeros: a la mujer viuda de Sarepta o a Naamán el sirio. Y esto cae muy mal en una Galilea nacionalista, que añoraba un liberador que castigase a los enemigos de Israel; no aceptan un mensaje que hable sólo del año de gracia de Yavé. Exigen un liberador que traiga también el año de la venganza y del desquite de Israel. Por eso los nazarenos se declaran en contra de Jesús porque sólo mencionaba palabras de gracia.

En realidad, este episodio de la sinagoga de Nazaret no es sino la consecuencia de lo que había acontecido «unos treinta años» antes, en el día de la fiesta que hoy celebramos: el de la Presentación de Jesús en el templo y la Purificación de María después del parto.

El profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, era quizá la mejor expresión de la esperanza judía en ese gran día en que el mesías liberador iba a entrar en el templo, que era el lugar por excelencia de la presencia de Yavé. Sus palabras parecen reflejar lo que esperaban los paisanos de Jesús: vendrá como fuego de fundidor y lejía de lavandero; ¿quién podrá resistir el día de su venida y quién quedará en pie cuando aparezca? Él vendría para purificar, para refinar a los hombres tal como se hace con la plata.

Pero Jesús no vino así. Su entrada en el templo pasó inadvertida. Entró en brazos de una mujer sencilla, que venía a purificarse en el templo a los cuarenta días de haber dado a luz y a la que acompañaba un hombre joven y justo. Cuando entró en el templo, tampoco se cumplió lo que decía el salmo 23: los portones no alzaron los dinteles, ni se levantaron las antiguas compuertas. En las manos de aquella joven pareja venían dos tórtolas o dos pichones, que era la ofrenda de los pobres. No fueron descubiertos por ninguno de los sacerdotes del templo: para ellos fue una pareja más de las muchas que acudían pobremente al santuario. Sólo se apercibieron dos ancianos: una mujer ya centenaria que se convierte en apóstol ya que «hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel». Y el anciano Simeón: el que tomó entrañablemente al niño en sus brazos y proclamó que ya podía morir en paz porque sus ojos habían podido finalmente ver a su Salvador, al que era luz de las naciones.

En la tradición cristiana la fiesta de hoy se ha convertido en el día de las candelas y, entre nosotros, en la fiesta de la Candelaria. Es una fiesta muy antigua, ya atestiguada por aquella monja peregrina, Egeria -probablemente abadesa de un monasterio de Galicia- que acudió en el siglo IV a Tierra Santa y nos describe así la celebración: «El día 4O después de Navidad se celebra aquí con una gran fiesta. Tiene lugar una procesión hasta la iglesia de la Resurrección y van todos con gran orden y alegría, como en la fiesta de Pascua». En la Iglesia oriental la fiesta será llamada «la fiesta del Encuentro», mientras que en occidente será preferentemente una fiesta mariana, la de la Purificación. Pero tanto en oriente como en occidente, es la fiesta en que se bendicen las candelas y se realiza una procesión al amanecer con las luces encendidas. Es la fiesta de la luz, en la que se proclama ese bello himno del anciano Simeón: los cristianos dan gracias a Dios porque «mis ojos han visto a mi Salvador», al que es «luz para alumbrar a las naciones».

Es lo que había dicho Jesús en la sinagoga de Nazaret: él ha sido enviado para devolver a los ciegos la vista. No vino ni como fuego de fundidor o como lejía de lavandero, ni para anunciar el desquite de Yavé. Vino para anunciar el año de gracia del Señor. Y es verdad también que cuesta aceptar la luz; que los seres humanos ponemos resistencias a la luz. Es lo que intuyó el buen anciano Simeón. Jesús va a ser bandera discutida, signo de contradicción; ante esa luz quedará clara la actitud de muchos corazones. Ante esa luz hay que tomar posición y no se puede quedar indiferente: por eso, unos se levantarán mientras otros caerán; Es lo que aconteció en la sinagoga de Nazaret. El venía a anunciar la gracia y el perdón de Dios, pero esa palabra y esa luz no podía ser acogida por los que tenían rencor y odio en el corazón; por los que estaban imbuidos del nacionalismo y del particularismo judío y no podían comprender que Dios diese su favor a la viuda de Sarepta o a Naamán el sirio. Esa fue la causa del fracaso del nuevo predicador.

Es bonito el viejo nombre de esta fiesta en la Iglesia oriental: la fiesta del Encuentro. Y también debían ser muy bonitas aquellas procesiones por los campos, a la luz del amanecer, con las candelas encendidas en las manos de los creyentes. O la procesión que conoció aquella monja gallega por las callejuelas de Jerusalén hacia la basílica de Constantino. Porque una de las mayores necesidades del hombre es la luz. Nos falta luz para conocer nuestra misión en la vida; para saber distinguir los valores que merece la pena buscar y vivir; para orientarnos en un mundo cargado de ofertas de sentido que no aportan nada esencial y dejan vacío el corazón del hombre. Nos hace falta luz para que aceptemos el mensaje de Jesús tal como es y debe sonar en nuestro tiempo, sin ponerle delante los filtros de nuestros prejuicios o de nuestros condicionamientos vitales, como les aconteció a los habitantes de Nazaret. Nos hace falta luz para que él nos aclare las actitudes de nuestro corazón.

Por eso hoy nos unimos sencillamente en la oración en esta eucaristía y pedimos, aunque no llevemos candelas en nuestras manos, que Cristo ilumine nuestra vida; que se dé en nosotros esa «fiesta del encuentro» entre nuestra tiniebla y la luz de Cristo, entre nuestra búsqueda de sentido y el encuentro de la luz. Ojalá podamos acabar cada día de nuestra vida, como lo hace la última oración litúrgica de la Iglesia, el rezo de las completas, dando gracias a Dios porque nuestros ojos han visto al Salvador, al que es nuestra luz. Esa es la luz que nos trajo María a quien también celebramos hoy en la fiesta de la Purificación: que ella nos lleve a la luz.

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 207 ss.


14.

1. «No les tengas miedo».

Hoy se trata del valor del enviado por Dios a los recalcitrantes, o sea: a los que se escandalizan. La primera lectura muestra toda la dureza de la situación de un hombre que debe representar y soportar la dureza de la resistencia de los hombres contra Dios. Por eso el propio Dios es inexorable con él: no debe tener miedo a nadie -ni a «reyes, príncipes o sacerdotes», ni a la «gente del campo»-, si no el mismo Dios le meterá miedo de todos ellos. Debe representar la oposición de Dios contra todos los que se oponen a El; y esta oposición de Dios es tan fuerte que el que la representa será como una «muralla de bronce» inexpugnable, pero por eso mismo ha de endurecer «su rostro como pedernal» (Is 50,7). «Yo estoy contigo», le dice Dios: por eso no podrán vencerte. Pero lo que una misión semejante le cuesta al hombre débil quedará claro en las pruebas exteriores e interiores experimentadas por Jeremías.

2. «Ningún profeta es bien mirado en su tierra».

Jesús adopta en el evangelio la actitud del profeta; comienza provocando abiertamente a sus oyentes: les ha dicho que él es el cumplimiento de toda profecía; para evitar toda eventual adulación por sus «palabras de gracia», Jesús declara enseguida que su lenguaje profético no sería reconocido «en su tierra»; pues la gente dice ya: «¿No es éste el hijo de José?»; es decir: ¿qué puede decirnos de nuevo? Entonces Jesús suministra las pruebas: el profeta Elías sólo pudo hacer su milagro en un territorio extranjero, y su discípulo Eliseo sólo pudo curar a un leproso sirio. Esta provocación de Jesús a sus parientes y paisanos tal vez nos parezca una imprudencia. ¿No habría sido preferible que Jesús hubiera comenzado diciéndoles cosas que ellos pudieran soportar y digerir para pasar después poco a poco a cosas más difíciles? ¿No fue el propio Jesús culpable de que sus paisanos se pusieran «furiosos» y lo empujaran fuera del pueblo con la intención de matarlo? Pero también posteriormente la predicación cristiana imitará la técnica de Jesús; Pedro dirá a los judíos en su discurso del templo: «Rechazasteis al santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida». La prudencia diplomática llega muy pronto a un punto muerto, y entonces sólo el salto hacia la verdad ayuda a progresar. Pablo puede citar a poetas paganos ante los sabios de Atenas, pero enseguida, bruscamente, debe hablar de Jesús, de la resurrección de los muertos y del juicio. Ninguna «inculturación» puede obviar estas verdades.

3. «Inmaduro es nuestro saber».

Entre el texto de Jeremías (primera lectura) y el evangelio aparece como segunda lectura el himno a la caridad: el «camino mejor», el único que conduce a la meta. Todo lo demás, incluso nuestro saber más profundo y nuestra ética más heroica («repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo»), no basta. Cuando Dios provoca a los hombres, primero por medio de sus profetas y finalmente por medio de Cristo y de la Iglesia, está realizando únicamente una obra de su amor. Y a todos los que se les confía la tarea de vivir y proclamar ante el mundo este amor de Dios de una manera provocativa, deben hacerlo por amor y con amor; de lo contrario no son mensajeros de Dios y hablan no en nombre de Dios, sino sólo en nombre propio, llevados de su desprecio de sus semejantes, de sus errores, de su cultura del bienestar, de su abuso del poder y de la naturaleza. Estos motivos no llegan al nivel de la predicación cristiana. El amor «no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia». Nuestros hermanos tienen que percibir el amor de Dios que actúa en nosotros incluso en las palabras más duras que hayamos de pronunciar en nombre de Dios.

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 224 s.