32
HOMILÍAS PARA LOS TRES CICLOS DEL DOMINGO DE RAMOS
15-21
15. /Mt/27/17
«Me amó y se entregó por mí» (/Ga/02/20)
Cuando el P. san MAXILIANO Kolbe -¡santo ya!- pide ser cambiado por el vecino, por el próximo de la mala suerte, para ser ejecutado en su lugar, no debió pensárselo mucho. Si lo piensa, a la luz de la moral, quizá se hubiera convencido de lo que quería hacer rayaba en el suicidio. Debió moverle más la fuerza del sentimiento.
Debió ser el impulso y la urgencia de una caridad sin límites. Debió ser una hermosa, divina corazonada. Eran «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús».
Porque eso fue lo que hizo Cristo Jesús. Dejando su posición segura, quiso ponerse en nuestro lugar, para ser condenado por nosotros. «Conviene que muera uno solo por el pueblo y que no perezca la nación» (Jn. 11,50), pontificó Caifás; «y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn. 11,52). Murió por todos. Murió también por mí.
Es el caso de Barrabás, «el hijo de su padre». Para él había una cruz preparada. Pero en su lugar se clavó a Cristo, «el Hijo único del Padre». El Hijo de Dios, hecho Hijo del hombre, se cambia por todo hijo de su padre, por todos y cada uno de nosotros. «Me amó y se entregó por mí». Derramó su sangre por mí y por «muchos».
¿Quién es Barrabás?
• Barrabás soy yo. No soy hombre justo, desde luego. Quizá no haya matado a nadie, pero sí he dejado morir a muchos. No tendré las manos manchadas de sangre, pero tampoco las tengo gastadas hasta la sangre. No he amado a mis hermanos, condenados a muerte, más que a mí mismo, ni los he amado como a mí mismo. No sólo no les he dado mi vida, ni siquiera una gota de mi sangre o de mi salud o de mi seguridad o de mi tiempo. No les he acompañado ni les he comprendido ni les he defendido ni les he liberado. No les he amado como Cristo me amó a mí. Entonces no cumplo con su mandamiento de amor. Entonces estoy en pecado. Entonces soy Barrabás. Pero Cristo me amó y se entregó por mí, nuevo Barrabás. Es la iniciativa de su gracia. Es pura gratuidad. No había en mí merecimientos, sino indignidad. Me amó porque quiso. Me amó porque me amaba. Me amó para hacerme bien. Me amó para que no me condenaran. Me amó para que no muriera. Me amó para que aprendiera a amar. Aquí, en este libro, aprendió San. M. Kolbe y tantos otros discípulos destacados de la caridad.
-Me amó Gratuita e incondicionalmente, delicada y apasionadamente, compasiva y amistosamente. Me amó como el mejor médico, como el amigo preferido, como la madre más tierna, como el esposo más enamorado. Me amó hasta el extremo, y su amor continúa renovándose cada hora. Y su amor no tiene fin.
-Y se entregó por mí El pastor por las ovejas, el Señor por el súbdito, el príncipe por el esclavo, el justo por Barrabás, el Dios por el hombre. Podía haber entregado un precio cualquiera, un regalo bajado del cielo, una obra de sus manos divinas, una dádiva cualquiera; podía incluso haber ofrecido algo más suyo: una oración o una fatiga o una gota de sangre. Pero nos la dio toda, se entregó del todo, no se reservó nada. Nos dio su sangre, su agua, su cuerpo, su Espíritu, después de habernos dado su palabra, su luz, su perdón, su amistad.
-«Generador de toda entrega» Me amó y se entregó por mí. Este amor entregado es la fuente de todos los amores y el generador de todas las entregas: la de los mártires, la de todos los donantes y servidores de la caridad, la del P. Kolbe y la de tantos que aman y se entregan sin reservas, movidos por la fuerza del Espíritu. Sea también de la mía. Si yo fui Barrabás, sea también redentor. Si El se entrega por mí, yo debo entregarme por ellos. Amor saca amor. Cáritas: aprende dónde están tus raíces.
CARITAS
PASTOR DE TU HERMANO
CUARESMA 1986.Págs. 111 s.
16.
1. El Misterio de Cristo, misterio del hombre y de la Iglesia
Al iniciar hoy la celebración de los grandes misterios de Cristo, particularmente su muerte y resurrección, es importante tener presente la frase que san Pablo nos trae justamente en la línea anterior a la tercera lectura de hoy: "Procurad tener los mismos sentimientos de Cristo..." (Flp 2,5). En efecto, celebrar la Semana Santa es mucho más que recordar lo que le sucedió a Jesús, sus dolores y su muerte; es más que condolernos por la penosa situación que debió atravesar; es más, incluso, que reunirnos para actos especiales de culto y homenaje al Señor Salvador.
Es que Cristo vivió -el primero- todo el drama del hombre, ya que, «actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta la muerte. Por eso Dios lo levantó...». La Semana Santa pone al descubierto la hondura del misterio del hombre, con sus encontrados sentimientos, sus pasiones, su lucha, sus contradicciones, su inevitable desenlace. Meditando en Cristo, meditemos en nuestra propia vida para descubrir, a su luz, el verdadero significado y sentido.
Y en segundo lugar, el drama de Cristo es el drama de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, viviente hoy en el mundo. De aquí la insistencia de Pablo: identificarnos con el Cristo muerto y exaltado; la misma insistencia de Jesús cuando urgía a sus discípulos a cargar con su cruz y seguirlo.
Es inútil que nos extasiemos ante el crucifijo o prolonguemos el tiempo en complicados ritos religiosos, si no tratamos de revivir hoy a ese Cristo que cambia los esquemas humanos y que nos señala una nueva forma de existencia.
No se trata, por lo tanto, de condenar tan fácilmente la actitud cobarde y altanera de Pedro, la traición de Judas, la ceguera de los fariseos, el mesianismo político de los discípulos, la venalidad de Pilato, etc. Quizá nos sea más útil descubrir en qué medida hoy seguimos haciendo revivir a esos personajes con ropajes distintos, y sin comprender ni vivir a este contradictorio rey a quien hoy hemos aclamado.
2. La paradoja de Cristo Rey
Jesús entra triunfalmente en Jerusalén, proclamado como "rey que viene en nombre del Señor", bajo el signo de un malentendido que aún hoy no logramos dilucidar, expresando así esa dualidad de sentimientos que anida en el corazón humano.
Mientras que los discípulos interpretan la expresión del salmo 118 como ]a entronización de un rey «al modo humano» y con la clara intención de ascender al poder, y de usar el poder como forma de dominio sobre los hombres, Jesús se siente rey al modo de Dios, rey de paz y mansedumbre, sin otra pretensión que inaugurar una era basada en el amor. Por eso entra montado sobre un asno y acaba entronizado en una cruz.
Ya tenemos ahí una síntesis de la historia de los pueblos, y también de la Iglesia: poder y amor; guerra y paz; dominio y servicio.
También Jesús recita el salmo 118, pero sin parcelar sus frases y sin distorsionar su sentido. Sentado sobre el asno reza la antigua plegaria:
«Dad gracias a Dios porque es bueno, porque su misericordia es eterna.
Desde mi angustia clamé al Señor; El me atendió y me alivió. Dios está conmigo, él es mi apoyo. Mejor es refugiarse en Dios que confiar en los poderosos. Me empujaron para abatirme, pero el Señor vino en mi ayuda. El es mi Salvador. ¡Oh, no!, no he de morir, viviré y anunciaré las obras del Señor.
Abridme las puertas de la justicia, entraré y daré gracias al Señor... Sólo los justos entrarán por ella. La piedra desechada por los constructores se ha convertido en piedra angular, maravilla a nuestros ojos. Este es el día que Dios ha hecho: alegrémonos en él. ¡Bendito sea el que viene en nombre de Dios...! El Señor es Dios, El nos alumbra...» Fácil es descubrir cómo la controvertida expresión de los discípulos entusiasmados con su rey, adquiere una dimensión absolutamente nueva y distinta: el hombre abatido se refugia en Dios Salvador, único apoyo del creyente.
El instaura su reinado de paz y justicia a despecho de los poderosos. Y Jesús, el Siervo abatido, que camina libremente hacia un destino de entrega y muerte, para encontrar allí mismo la nueva vida. Incomprendido, abandonado y traicionado, camina firme apoyado en la Palabra del Padre.
Esta visión integral de la entrada triunfal de Jesús nos obliga a purificar ciertos esquemas de «imperialismo cristiano», para que quede bien claro que «Cristo Rey» es un modo de expresar una realidad nueva con palabras viejas. No es un grito de guerra ni la excusa para aplastar toda idea o persona que no esté de acuerdo con nuestros esquemas. Es precisamente todo lo contrario: grito de paz para acercar a los hombres entre sí, particularmente a los oprimidos. Es un compromiso a darse por los demás y no a servirse de los demás. Cristo reina desde la cruz -en la que él murió por y para los otros- y de allí surge su paz, con el rechazo más absoluto y total de politizar su misión aun so pretexto religioso.
Jesús fue proclamado rey por sus discípulos bajo el signo de la contradicción..., y esa contradicción continúa hoy. No hace falta que hagamos un extenso y complejo análisis para percatarnos de ello. Basta mirar en el interior de nuestro corazón y en la vida de esta comunidad.
Podemos estar contra Cristo mientras lo aclamamos, y lo que es más tremendo aún: podemos usar y abusar de su nombre y sus palabras con el único objetivo de salvaguardar nuestro egoísmo larvado.
No repitamos un error que a Jesús le costó el abandono, la traición y la muerte; error que a la Iglesia le significó siglos de divisiones, de odios, de luchas internas, que la hizo aparecer como aliada del poder y protegida de los grandes. Aquel día los discípulos confundieron a Cristo con su modelo de Mesías, identificaron el cristianismo con su propio nacionalismo galileo... No corramos nuevamente ese riesgo anulando la novedad del Evangelio.
El Mensaje de Cristo está más allá de los cálculos humanos: destruye las fronteras, termina con los partidismos. Es un esquema absolutamente «nuevo» de convivir los hombres entre sí.
Si después de veinte siglos los cristianos aún no lo hemos descubierto y si seguimos empecinados en reducir a Cristo a nuestros viejos esquemas, es hora de que en esta Semana Santa fijemos los ojos, no en el Jesús de nuestra fantasía, sino en el Jesús tal cual fue vivido por la fe cristiana desde su primer momento.
Por ello, bien está que echemos una mirada al texto de Pablo que no deja lugar a dudas sobre cuál es el significado de este Cristo, a cuya imagen y semejanza ha de moldearse el cristiano y toda la Iglesia.
3. El Cristo de la Fe
¿Cómo vivió el cristianismo primitivo el misterio de Cristo, modelo del hombre nuevo? El antiquísimo himno que Pablo incorpora a su carta, lo revela mediante tres ideas claves: Primera: «Cristo, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango, y tomó la condición de siervo, actuando como un hombre cualquiera.» Poco le importó a Jesús su condición divina. Dispuesto a salvar al hombre, y no a dominarlo, se despoja y abandona toda forma e imagen de poder, para ser simplemente un hombre, el más humilde de los hombres. No es una simple metáfora: el jueves santo lo veremos lavando los pies de sus apóstoles como un esclavo.
No podemos construir una sociedad nueva, realmente «cristiana», si no allanamos el camino para el diálogo, si no renunciamos a los privilegios, si no rompemos nuestros títulos honoríficos, si no destruimos hasta su raíz toda forma de clasismo, ya esté fundada en la raza, el color, el país de origen, el grado cultural, la religión o el sexo.
La primera aspiración del cristiano es la de ser y parecer simplemente un hombre, uno de tantos. Este es el primer "sentimiento cristiano" según el apóstol Pablo. Segunda: "Y se sometió a la muerte y muerte de cruz." Jesús se hace hombre hasta las últimas consecuencias.
El Hombre Nuevo da muerte en sí mismo al viejo esquema. Necesita matar de raíz toda forma de egoísmo y todo afán de poder. E invierte el proceso: en lugar de dominar sobre los otros -y todo dominio supone cierta muerte de los súbditos-, él mismo se ofrece a la muerte por la vida de los suyos.
He aquí su esquema, escandaloso para unos e ingenuo para otros. Y, sin embargo, es éste nuestro segundo sentimiento cristiano.
¿Es ésta la sociedad que estamos construyendo? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a jugarnos por la dignidad y la libertad del hombre? ¿Cuál es el precio que nos atrevemos a pagar por un mundo de paz y justicia? Tercera: «Por eso Dios lo levantó sobre todo... para que toda lengua proclame: "Jesucristo es el Señor", para gloria de Dios Padre.» Ahora sí se le confiere el título de Señor o Rey, porque triunfó, no de sus enemigos ni de los demás pueblos, sino que aplastó al hombre viejo -el del odio y la mentira- para ser todo él una permanente ofrenda de paz.
El triunfo del domingo de Ramos fue un total fracaso, pues quiso adelantarse a la cruz. Y el fracaso de la cruz -tan sentido por los discípulos- fue el triunfo cuyo alcance aún hoy llega hasta nosotros, porque es el triunfo de la no-violencia, de la comprensión, del perdón, de la reconciliación de los pueblos.
Esquema que se repite sin cesar en la vida de la Iglesia: siempre las palmas de las conquistas guerreras y del casamiento con el poder político terminaron en la desilusión y la amargura, con consecuencias que aún hoy sufrimos. Mas cuando la comunidad cristiana se transformó en un san Francisco de Asís o en un Francisco Javier, en un Juan XXIII o en un Luther King..., en una palabra, cuando reconoció en sí misma al Jesús de la fe cristiana, cómo cambió el mundo y qué triunfo de la nueva vida.
Conclusión
La Palabra de Dios vuelve a invitarnos a despojarnos del viejo esquema para llenarnos de los sentimientos y actitudes de Cristo. Este es el sentido de la Semana Santa. Quebremos las "defensas" de un cristianismo petrificado, demasiado pendiente de viejos litigios, ansioso de revanchas, herido por sus derrotas, resentido por su escasa influencia en las cuestiones mundiales. Ese cristianismo fue enterrado en el calvario con las ilusiones de los discípulos que quisieron torcer el rumbo de Cristo.
¿Seguiremos aún con la misma pretensión? Es duro aceptar el mensaje del «dulce» Jesús..., de ese inofensivo Jesús que nos hemos fabricado. Es duro, como duro es el esfuerzo constante por una comunidad que quiere vivir en su paz; por una familia que concilie la vieja con la nueva generación; por una sociedad que respete en igualdad de condiciones al pobre y al rico.
Es duro..., pero ¿existe otro camino para llegar a una Pascua que nos encuentre a todos reunidos en la misma mesa? Quizá será bueno que terminemos con el profeta Isaías, quien al reflexionar sobre este mismo misterio exclama confiado: "El Señor Dios me ha abierto el oído, y yo no me he rebelado ni me he echado atrás" (Segunda Lectura).
SANTOS
BENETTI
CRUZAR LA FRONTERA. Ciclo A.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1977.Págs. 92 ss.
17.
DIOS SUFRE CON NOSOTROS
Lo llevaron a crucificar
Es estremecedor detenerse a escuchar el sufrimiento que se acumula hoy en el mundo, destruyendo de manera implacable a hombres y mujeres nacidos un día para la vida y la felicidad.
Baste recordar algunas cifras aterradoras: 450 millones sufren hoy de hambre, y de ellos, 45 millones mueren cada año; 15 millones de refugiados vagan por el mundo sin patria ni hogar; cerca de 100 mil personas han desaparecido en Latinoamérica; 600 millones no tienen trabajo...
Y todo esto sucede ante los ojos mismos de Dios. No es extraña la queja dolorida y acusadora: ¿Dónde está Dios? ¿Quién es? ¿Por qué se calla? ¿Por qué no hace nada? Es cierto que estas quejas proceden, con frecuencia, no de los mismos que sufren los horrores de una vida inhumana sino de los espectadores saturados de bienestar que sólo conocemos ese sufrimiento a través del televisor o las estadísticas. Pero la queja no es por ello menos verdadera: ¿Dónde está Dios? ¿Qué dice ante el sufrimiento de todos y cada uno de los hombres?
Dios no ha repondido con bellas palabras ni hermosas teorías sobre el dolor. Sencillamente ha compartido «desde dentro» el drama humano y ha sufrido con nosotros. Si queremos conocer la respuesta de Dios al sufrimiento de los hombres, la tenemos que descubrir en el rostro infamado y torturado de un crucificado que «ha muerto tras un misterioso grito lanzado al cielo pero no contra el cielo» (L. Boff).
Desde aquella tarde de Viernes Santo, el dolor no es signo de la ausencia de Dios. También en el dolor absurdo y en el sufrimiento cruel y destructor está Dios. En los momentos de máximo absurdo, impotencia, abandono, soledad y vacío, Dios está ahí, al lado del hombre, solidario con el que sufre, afectado también él por el mismo sufrimiento.
Allí donde parece que no hay Dios o que se ha retirado, es donde está Dios más cercano que nunca. Allí donde nosotros veríamos su ausencia total, ahí está precisamente la máxima revelación de Dios y de su inexplicable amor al hombre.
«Este amor de Dios no protege de todo sufrimiento, pero protege en todos los sufrimientos» (·HANS-Küng). Creer en la cruz es descubrir la cercanía de Dios y su presencia en nuestro mismo dolor y sufrimiento, sabiendo que un día «él mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte ni llanto ni dolor, pues lo de antes habrá pasado» (Ap 21, 4).
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 45 s.
18. CZ/VERDAD SFT/Actitud CZ/QUÉ-ES:
Esta semana en que los creyentes meditamos y celebramos la muerte y resurrección de Jesús puede ser buena ocasión para escuchar de manera renovada la llamada evangélica a «tomar la cruz» .
Antes de nada, hemos de recordar que el dolor y la enfermedad, los conflictos y tribulaciones de la vida no los ha inventado Cristo ni la teología cristiana. Están ahí como parte integrante de nuestra existencia. Tarde o temprano, todos hemos de enfrentarnos al sufrimiento y la prueba.
Por otra parte, cuando Jesús nos llama a "tomar la cruz", no nos está invitando a procurarnos una vida todavía más dolorosa y atormentada, añadiendo nuevo sufrimiento a nuestro vivir diario. «Tomar la cruz» es descubrir cual es la manera más acertada y sana de vivir ese sufrimiento que ha de aceptar quien quiere ser humano hasta el final.
El sufrimiento no tiene ningún valor en sí mismo. Es una experiencia negativa que ningún hombre sano ha de buscar arbitrariamente y sin necesidad. Pero al mismo tiempo, es una experiencia ante la cual hemos de tomar postura. Y es aquí donde el cristiano acude al Crucificado para aprender a vivir de manera humana los diferentes sufrimientos.
Hay, en primer lugar, un sufrimiento que forma parte de nuestra condición humana, siempre frágil y caduca. Todos estamos expuestos al dolor y la enfermedad. Todos vivimos amenazados por la desgracia y la muerte. «Tomar la cruz» significa, entonces, vivir esa experiencia dolorosa siguiendo de cerca a Cristo, sostenidos por una confianza absoluta en un Dios que, incluso en los momentos más oscuros, está junto a nosotros y de nuestra parte.
En segundo lugar, hay un sufrimiento inevitable en todo aquel que busca renovarse y crecer de manera positiva. Estamos tan arraigados en un egoísmo enfermizo que todo aquel que desea liberarse y ser cada día más humano, debe aceptar el precio que exige esa superación constante. «Tomar la cruz» significa, entonces, asumir y trabajar gozosamente nuestra conversión aceptando las renuncias y sacrificios que nos llevarán a una vida más plenamente humana.
En tercer lugar, hay un sufrimiento que es resultado de una trayectoria fiel a Cristo y de un compromiso inquebrantable por el evangelio. «Tomar la cruz» significa, entonces, aceptar pacientemente el rechazo, el descrédito o la persecución que nos pueden llegar como consecuencia del seguimiento a Cristo, sabiendo que el destino de quien trata de humanizar la vida como Jesús es compartir también con él la crucifixión.
Pero la cruz no es el último destino de quien sigue a Cristo. Si los cristianos asumimos esa cruz inevitable en todo aquel que se esfuerza por ser él mismo más humano y por construir un mundo más habitable, es porque queremos arrancar para siempre del mundo y de nosotros el mal y el sufrimiento. A una vida crucificada como la de Jesús sólo le espera resurrección.
JOSE ANTONIO
PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo
C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág.
39 s.
19.
1. El mesianismo, algo confuso y contradictorio
Es posible que la procesión de ramos con que hoy hemos aclamado a Jesucristo, el rey enviado de Dios, el Mesías salvador, pueda aparecer a los ojos de muchos como algo anacrónico, fuera de época y poco apto para estos tiempos democráticos.
Y ciertamente que sería así si no alcanzáramos a darle a este gesto y a toda la liturgia de este domingo el sentido religioso que surge de los textos bíblicos, de las enseñanzas de Jesucristo y de la misma historia de la Iglesia.
En efecto, ningún concepto bíblico ha tenido concepciones tan contrapuestas a lo largo de los tiempos como el de «Mesías rey». También la historia de la Iglesia es testimonio de cómo, a lo largo de los siglos, cada época manipuló a Jesús para adaptarlo a sus propios esquemas culturales, distorsionando, en más de un caso, el genuino sentido evangélico del mesianismo de Jesús.
Sabemos que, en realidad, casi no hay religión o cultura importante que no incluya entre sus elementos esenciales algún tipo de mesianismo. El siglo veinte tampoco es ajeno a este fenómeno, que parece ser casi concomitante de un concepto de pueblo histórico. En la Biblia el tema es particularmente espinoso debido a la particular concepción teocrática del judaísmo en el que el poder político era, al mismo tiempo, la manifestación del poder sagrado o divino. El pueblo hebreo se sentía llamado no sólo a ser un pueblo más del Oriente, sino el pueblo de Dios que, por mediación del Mesías -o sea, del ungido de Dios como rey- alcanzaría el dominio sobre los demás pueblos del mundo. Y cuando estos pueblos -conforme a las profecías- vengan un día a adorar a Yavé en el templo de Jerusalén, con ese gesto habrán de reconocer, simultáneamente, su sumisión al poder judío.
Si exceptuamos ciertos escritos proféticos -como, por ejemplo, el Libro de Isaías, tan afín a los evangelios y tan presente en toda la liturgia de la Semana Santa- que avizoraron la imagen de un mesías humilde y sufriente, liberador del pecado del pueblo y prototipo de un nuevo hombre obediente a Dios y servidor de sus hermanos, en la práctica la visión mesiánica del pueblo judío era esencialmente política y conquistadora. El ejemplo de los mismos apóstoles es buen síntoma de ello: hasta el día de la muerte de Jesús seguían aferrados a su esquema teocrático del poder religioso-político.
Desde esta perspectiva, la llamada «entrada triunfal de Jesús en Jerusalén» resultó un acontecimiento de por sí confuso y contradictorio, como confuso y contradictorio fue el concepto de mesianismo tanto entre los judíos como también entre los cristianos, sobre todo después que Constantino y Teodosio oficializaron el cristianismo como religión del imperio y persiguieron abiertamente a los otros cultos.
Mientras que Jesús entra a la ciudad santa según el espíritu de las palabras proféticas de Zacarías e Isaías, es decir, como «rey humilde, rey de la paz» (en realidad, como un anti-rey), los apóstoles y el pueblo entienden que Jesús accede a sus pretensiones políticas. Jesús pareció, por una vez al menos, provocar adrede la confusión que cinco días después, el viernes, quedaría resuelta en favor de un anti-mesianismo político-religioso, o sea, como la manifestación suprema del amor salvador de Dios a través de la renuncia, del aniquilamiento y de la muerte de su propio hijo, como lo expresa la Carta a los filipenses (tercera lectura).
La misma liturgia de hoy parece impaciente y preocupada para que los cristianos no caigamos en la misma confusión, por lo que si se inicia con el relato triunfal también se cierra con la lectura de la pasión y muerte de Jesús.
Antes de reflexionar sobre algunos rasgos del mesianismo de Jesús, esencial para la comprensión de ese fenómeno llamado Jesucristo, será interesante que analicemos las motivaciones subyacentes en los hombres para aferrarse, una y otra vez, a la expectativa de un mesías salvador, cualquiera que sea.
a) En primer lugar, el mesianismo implica en cualquiera de los casos un cierto grado de impotencia del hombre para resolver sus problemas desde sus propios esquemas. Un sano mesianismo supone una grave situación de injusticia que vive un pueblo que, al final, comprende que la liberación sólo puede llegar cuando cambie totalmente su esquema de vida, su proyecto de hombre y de pueblo y su contexto cultural.
En otras palabras: un sano mesianismo es la expresión de la trascendencia del hombre; un hombre que no se conforma con la situación de injusticia y pecado en la que vive, sino que mira más adelante tratando de lograr en el futuro lo que aún no tiene en el presente. Si este mesianismo es religioso, supone de por sí la expectativa esperanzadora de la intervención de Dios en favor de los hombres, oprimidos en una estructura que no les permite crecer ni desarrollarse como auténticos hombres. El mesianismo implica un alto concepto de la persona humana, de sus derechos -los hoy llamados derechos humanos- inalienables, que deben constituir el fundamento de toda vida social.
Es importante considerar al respecto que, según los profetas, el mesías sería todo el pueblo asistido por la fuerza del Espíritu, pueblo que tendría que sufrir como un cordero inocente pero que encontraría en el derramamiento de su propia sangre su total liberación. Si estos textos proféticos serán referidos por los evangelistas a la persona de Jesucristo es porque él, como cabeza de la nueva humanidad, encarna al nuevo pueblo mesiánico; pueblo que, como hemos considerado en domingos anteriores, es pueblo de reyes, sacerdotes y profetas.
Siendo así las cosas, el mesianismo en ningún caso anula la responsabilidad de la comunidad en su propia liberación; al contrario, es la afirmación de que el mismo pueblo que hoy se siente oprimido será un día el sujeto activo de su salvación. En las cartas de san Pablo encontramos frecuentes alusiones a esta verdad bastante olvidada por los cristianos. Según Pablo, toda la Iglesia es el cuerpo de Cristo, quien, a su vez, es su cabeza y señor. Y si Cristo ha tenido sus propios sufrimientos en la cruz, también los cristianos hemos de completar dichos sufrimientos en orden a la restauración de una nueva humanidad (Col 1,24).
Pero basta leer los evangelios para convencerse de lo mismo: Jesús reitera que sus discípulos deben tomar su propia cruz para seguirlo por el camino de la renuncia, del amor, del perdón y de la total liberación. «Mi verdad os hará libres» (Jn 8,32). Y esta verdad de Jesús no es sino lo que expresa la tercera lectura de hoy: un Jesús que abandona sus privilegios divinos para hacerse en todo semejante al hombre, obedeciendo al Padre en la escuela amarga de la cruz.
Resumiendo: un sano mesianismo es la expresión de la trascendencia humana, de esa apertura constante a una vida más interior y más justa. Por eso este mesianismo es esperanza, pero no la esperanza de los brazos cruzados, sino de la responsabilidad compartida como pueblo.
b) Pero el mesianismo es de por sí un concepto bivalente y, por tanto, confuso. Ciñéndonos al mesianismo religioso, suele ser interpretado como la expectativa de una intervención de Dios «en solitario», intervención que no tendría más finalidad que dar satisfacción a ciertos deseos humanos no siempre suficientemente purificados. En este sentido, dicho mesianismo es enfermizo y alienante. Aunque siga usando palabras y fórmulas de liberación, es, en realidad, una antiliberación porque reduce al hombre a un ser incapaz de construir su historia, alimentando el infantil deseo de que algún papá bueno le resuelva de un soplo sus problemas.
Pero también es alienante porque no logra cambiar desde dentro la estructura opresora. La sociedad sólo cambiaría de dueño, no de mentalidad. Es un mesianismo que pretende bajar de sus pedestales a los actuales dominadores para colocar a otros que, so pretexto religioso, practicarán los mismos métodos y mantendrán la misma situación de infantilismo, inmadurez y alienación de la comunidad.
La historia religiosa de Europa tiene demasiados ejemplos, lejanos y cercanos a nuestro país, de cómo en nombre de Dios y de Cristo rey se avasallaron pueblos, se cercenaron libertades y se acallaron a muchas comunidades que cayeron bajo regímenes paternalistas y autoritarios, sostenidos por teologías oportunistas y clérigos ambiciosos.
De ahí la importancia de volver a los evangelios -como hacemos este domingo- para no recaer en estas caricaturas de salvación cristiana que ni responden a las aspiraciones legítimas de los hombres ni tienen que ver nada con la voluntad salvífica de Dios.
2. Mesianismo y Reino de Dios
No podemos comprender el sentido de este día con el que se abre la «hora» de Jesús, si no lo situamos dentro de un contexto más general.
¿Para qué vino Jesús al mundo? Ciertamente que no para buscarse a sí mismo ni para crear un superestado político-religioso mediante el cual Dios ejerciera su poder sobre los hombres.
Jesús no se predicó a sí mismo, ni predicó a la Iglesia, o una moral especial... Vino solamente para anunciar el Reino de Dios.
Por lo tanto, no buscó su propio triunfo sino el advenimiento (mesiánico) del Reino de un Dios que interviene históricamente en favor de los hombres, pero que va más allá de esa historia porque se consumará sólo en la escatología. Por eso aceptó la cruz y la humillación, porque así el Reino podría triunfar en él mismo y en la comunidad de los hombres.
Si Jesús hubiera buscado el triunfo personal -como pretendían los apóstoles- o el triunfo de su Iglesia -como pretenderán los cristianos a lo largo de los tiempos-, hubiera traicionado el designio salvador de Dios.
Jesús predicó el Reino porque creía que las actuales estructuras humanas no eran capaces de promover al hombre; y porque creía que el hombre podría, con la fuerza del Espíritu de Dios, superar sus actuales contingencias. En ese sentido, su propia resurrección de la muerte es el gran signo de que es posible la transformación del hombre por el Reino.
El Reino de Dios sobre el cual hablan los evangelios porque es el centro del mensaje de Jesús, es un reino paradójico. Se llama reino por analogía con los reinos humanos -concreción de un orden social-, pero por ser reino de Dios es la antítesis de un reino humano, como recuerda Jesús en la última cena cuando lava los pies de los apóstoles. («Los reyes mandan como señores absolutos..., pero no hagáis vosotros así...») Es un Reino que está por llegar («que venga tu Reino») pero también que ya ha llegado y está en medio de nosotros. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén es el signo de que ha llegado el Reino. Jesús -aclamado con esperanzadora fe y muerto después en la cruz- es la manifestación de la estructura íntima del Reino y, por lo tanto, modelo del comportamiento del cristiano y de toda la Iglesia.
El triunfo de ese día es el signo de la alegría que inundará al pueblo, liberado de todas sus opresiones, alegría de los pobres, de los ciegos, de los paralíticos, de los prisioneros, según lo proclamó el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,1 s) y en el discurso de las bienaventuranzas. Pero no es el triunfo de un general al frente de un aguerrido ejército; es el triunfo de un hombre que «se rebajó hasta someterse incluso a la muerte..., por eso Dios lo levantó sobre todo y le dio un nombre sobre todo nombre» (tercera lectura).
Esta conducta de Jesús echa por tierra todo mesianismo que postule el poder político o religioso como expresión de la presencia de Dios. No hay más Señor que Dios... Y sólo reconociendo esta única soberanía del Reino de Dios es como toda la Iglesia, laicos v jerarquía, se someten a una única obediencia, que es la garantía de una auténtica comunidad cristiana. Quien pretenda colocarse en el lugar de Dios, quien predique lo institucional de la Iglesia como algo absoluto, traiciona automáticamente a Jesús y distorsiona peligrosamente su mensaje de salvación.
Es todo un síntoma el que Jesús «purifique el templo» como primer gesto de su misión mesiánica. De esta manera nos enseña claramente que el Reino tiene que comenzar a ser expresado aquí y ahora con hechos concretos porque la salvación ya está en marcha. Mantener las actuales estructuras como inamovibles en la espera de un «Reino futuro y eterno», es traicionar el espíritu del Reino.
Desde esa perspectiva, la comunidad que nace a los pies de la cruz -representada por María, Juan y las otras mujeres- y la que abre los ojos a partir de la resurrección, es la respuesta del «pueblo mesiánico» al proyecto de Dios, que no termina en Jesucristo como individuo sino en el Cristo total («pleroma»), que es la nueva comunidad integrada a su Señor.
Pero si cada comunidad en cada tiempo histórico debe anticipar de alguna manera la liberación que proclama el Reino de Dios, de ninguna manera puede confundir dicho Reino con esas estructuras temporales y parciales.
Por eso, ninguna época puede proclamar su forma cristiana de vivir como la absoluta para todos los tiempos.
El Reino «de Dios» siempre está más allá de las concreciones «de los hombres». De ahí que encontremos dos elementos inseparables en el mesianismo de Jesucristo: si, por un lado, anuncia un Reino que ya debe ser realizado por cada comunidad según sus circunstancias concretas, por otro, declara tajantemente que el Reino nos libera de todas las formas históricas para llevarnos cada vez más hasta la plenitud que sólo tiene lugar en el encuentro definitivo del hombre con Dios.
Es imposible que en este día pretendamos extendernos más en tan fundamentales conceptos, pero -de acuerdo con lo dicho- que por lo menos acrecentemos nuestra concepción del Reino para que ya, aquí y ahora, hagamos ciertos actos concretos que lo manifiesten y lo hagan presente.
Si estos sentimientos acompañan la liturgia de este día, tiene auténtico sentido el que hayamos aclamado con palmas y ramos de olivo a nuestro Señor Jesucristo, pues no será efímera ni «opiante» una alegría que nace de la vivencia concreta de un evangelio que nos libera de estas y otras actuales situaciones opresoras, tanto dentro como fuera de la Iglesia.
Y ahora entendemos mejor por qué fue necesariamente "confusa" esta entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, porque esa confusión continúa hasta que no comprendamos que el Reino de Dios exige la instauración de un nuevo orden social que, mientras echa por tierra todo mesianismo de poder sobre los hombres, llama a todos los hombres para vivir en sí mismos una justicia y una paz cada día más universales.
Por lo tanto, no se trata de esperar del Mesías -cualquiera que sea- la solución de nuestros problemas, sino de unirnos al mesías-Jesús -unirnos como pueblo responsable- para que el Reino de Dios se haga más y más presente en medio de los hombres. Unirnos a Jesús no sólo en la concreción de los objetivos del Reino -la liberación total y universal- sino también en el modo de realizar esos objetivos. Ese "modo" se llama la obediencia al Padre y el camino del servicio a los hermanos, como lo expresa el texto de Isaías 50,4-7 (segunda lectura): «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento... El Señor Dios me ha abierto el oído y yo no me he rebelado ni me he echado atrás: ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba... Pero mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido...»
SANTOS
BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 89
ss.
20.
La muerte de Jesús es EL FIN DE UN LARGO PROCESO que ya se intuía. Desde el principio de su actuación se metió en un terreno peligroso. Tanto con su comportamiento como con sus palabras subvertía el modo de pensar y de vivir de sus contemporáneos, provocando así conflictos e incomprensiones que lo llevarían a la perdición (por lo menos aparentemente, ante los hombres de entonces y de ahora).
El pueblo le admiraba, pero quería que restaurase en su provecho el reino terreno. Por eso el éxito de hoy, en su entrada en Jerusalén. Las autoridades políticas y religiosas le temían porque les cuestionaba los fundamentos de la sociedad y de la doctrina sobre los que se apoyaba su poder. Pero Jesús no se ató ni con unos ni con otros. Su obediencia era sólo para el Padre.
Lo que Jesús intenta es indicar a los hombres OTRO CAMINO, que no es el del prestigio, del poder, de la abundancia, de las facilidades egoístas que privilegian a unos en detrimento de otros. Su mensaje de salvación, ES EL DE FRATERNIDAD entre los hombres, el de libertad de espíritu y de corazón, el del don de su vida entregada en favor de los demás. Porque éste es el plan de Dios y el secreto de su vida y de la gloria eterna que nos ofrece, y ningún hombre y ninguna sociedad humana pueden ser salvados al margen de este camino. Nadie lo entendió entonces, excepto María al pie de la cruz y, con ella, los primeros discípulos, el día de Pascua, a la luz de la resurrección.
Nosotros hoy, y durante toda ESTA SEMANA que empezamos, intentaremos comprender mejor, recordando los sufrimientos, la muerte y la resurrección de Cristo, todo aquello a lo que nos comprometen y cuál es el don que Dios nos ha hecho a través de esta muerte y de esta resurrección.
¿CREEMOS DE VERDAD en el Amor, manifestado por Jesús de Nazaret, y estamos dispuestos a vivirlo a la luz de la resurrección ya iniciada? CADA VEZ QUE CELEBRAMOS LA EUCARISTÍA ANUNCIAMOS la muerte del Señor, hasta que él vuelva: recordamos y hacemos actuales los misterios de su pasión, muerte y resurrección, misterios que reviviremos intensamente estos días que se acercan. Cada vez que nos reunimos alrededor del altar debemos revivir, junto con el sacrificio y la entrega de Cristo, NUESTRA PROPIA ENTREGA personal a Dios y a los hombres.
Tomar parte en la celebración eucarística es aceptar totalmente la pasión del Señor para poder resucitar con él.
L.
PRAT
MISA DOMINICAL 1985, 7
21.
MAS
QUE LA VIDA
le cargaron la cruz
La primera palabra de Jesús no es la cruz. Y su mensaje central no es la predicación de la muerte sino el anuncio de una Buena Noticia: la bondad infinita de Dios que quiere la felicidad total del hombre.
Por eso, la actuación de Jesús no ha consistido en «producir cruces» ni crear sufrimiento. Ni su palabra ha sido para legitimar las cruces que unos hombres imponen sobre los hombros de otros.
Toda su vida ha sido, por el contrario, una lucha contra el sufrimiento. Un combate por liberar a los crucificados de toda clase de sufrimiento y de mal.
Es esto lo que resuena a través de todo el evangelio: una llamada a todos para evitar el sufrimiento producido por los hombres, y una esperanza para dar sentido último a la cruz inevitable de nuestra existencia finita y mortal.
Los creyentes no debemos olvidar nunca que toda la actuación y el mensaje de Jesús está orientado a liberarnos de las cruces de la vida y a hacernos más llevadero el peso de nuestra existencia.
Pero tampoco hemos de olvidar que esta Buena Noticia propuesta por Jesús ha sido frontalmente rechazada y ha provocado una reacción violenta contra él. Jesús ha experimentado en su propia carne que es peligroso «ir demasiado lejos» en el amor a los crucificados y que no se puede exigir impunemente a una sociedad que busque realmente la felicidad de todos.
Y es precisamente en este momento en que se ve rechazado por todos cuando Jesús asume la cruz. No deja que el odio tenga la última palabra. Y decide no huir, sino ofrecer su vida y sacrificarse.
Y es entonces cuando se nos desvela el verdadero misterio de la cruz y el significado último del Evangelio: «La vida en la tierra no es el valor supremo. Hay cosas por las que merece la pena entregar la vida. Morir así es un valor supremo» (L. Boff). En el Crucificado descubrimos que es el amor a Dios y la solidaridad con los hermanos lo que da un sentido último a todo nuestro ser y nuestro hacer.
Hay un modo de vivir y de morir que no se perderá jamás en el vacío. Hay algo que es más fuerte que la misma muerte y es el amor.
La resurrección nos revelará todo el vigor y la fuerza salvadora que se encierra en esta vida sacrificada. Esta vida entregada por amor no ha sido vencida. Al contrario, ha encontrado su plenitud en la vida misma de Dios.
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 281 s.