20 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DE PASCUA
7-12

7. 

1.La experiencia de Cristo

La experiencia de Cristo debiera ser normal en el cristiano. Es lo que realmente le define. Cristiano no es el que sabe de oídas sobre Cristo, sino el que conoce por experiencia la realidad maravillosa de Cristo, de manera que su vida queda ya marcada y orientada por él.

Caben grados y son muchas las maneras del conocimiento experiencial del Señor. Hay un ver, un oír, un sentir, un estar, un vivir, un permanecer, un ser. Depende de la gracia del Señor y de la acogida de cada uno.

-Ver a Cristo

Hoy empiezan las lecturas con una experiencia de Saulo, que cuenta a los apóstoles «cómo había visto al Señor en el camino, lo que le había dicho». Se trata de un ver y un escuchar, pero de una intensidad cegadora. ¡Qué maravilla! El Señor salió al encuentro de Saulo en el camino. El Señor habló a Saulo y se dejó ver. Los ojos de Saulo quedaron afectados por tanta luz. El Señor le tendría que cambiar los ojos. Eso, dicen, que es la fe. Ojos nuevos para Saulo. Y corazón nuevo, y personalidad nueva. Ya se le puede cambiar de nombre. Pablo nació cuando Saulo fue quemado en una experiencia de fuego. Saulo vio al Señor. Pero no se puede ver al Señor y quedar con vida. Por eso Saulo muere para que nazca el hombre nuevo. Muere el ciego perseguidor, para que nazca el apóstol clarividente. ¡Con qué seguridad habla Pablo de esta experiencia! «He visto al Señor en el camino».

Casi podría decir: he visto al Señor, que es el Camino. Desde entonces, Jesús será su sol y su Señor. Jesús será su imán y su punto permanente de referencia, su tesoro y su encanto, su pasión y su canción, su fuerza y su sabiduría, la vida de su vida. Saulo llegará a ser el gran apóstol de Cristo y el gran maestro del cristianismo.

Sería bueno que cada uno pudiera decir con Pablo: «He visto al Señor en el camino», que pudiese contar los efectos de su experiencia. Puede ser una experiencia íntima o una experiencia comunitaria. Puede ser en el camino de la alegría o en el camino del dolor. Siempre será en el camino del amor.

Puedes encontrarle en la palabra escrita o proclamada, en la celebración, en la comunidad. Puedes encontrarle en un éxito o en un fracaso. Puedes encontrarle en el hermano al que sirves o con el que trabajas. Puedes encontrarle en el hijo que nace o en el amigo que muere. Puedes encontrarle en la contemplación de las cosas o en la destrucción de las cosas. Puedes encontrarle en la creación de algo o en la enfermedad que incapacita. Lo encontrarás donde quiera el Señor salga a tu encuentro.

-Estar en Cristo

No debemos conformarnos con ver a Jesús. Debemos aspirar a estar con él y a estar en él. No se trata de una experiencia pasajera, sino de una presencia ,envolvente, de una realidad penetrante, de una comunión permanente. El mismo Pablo nos hablará de esta realidad de compenetración con Cristo, con multitud de expresiones y metáforas, como revestirse de Cristo, vivir en Cristo, comulgar con Cristo, ser Cristo y, sobre todo, «estar en Cristo», una frase feliz que repite casi doscientas veces y que resume el misterio de la cristificación.

Estar en Cristo es acoger a Cristo y escucharle, es tener sus mismos sentimientos y actitudes, es morir y vivir en él, es crucificar la carne para vivir en el Espíritu, es vivir en la libertad y el amor, es vivir la filiación y la fraternidad, es vivir en total comunión con él y no tener otra vida que Cristo. El que está en Cristo desaparece para dar cabida al Señor; vive de-en-por y para Cristo. No ser cristiano; ser Cristo. (Puedes meditar algunos textos como: Ga. 2, 20; 5, 24; 6,14; Flp 1, 21; 3, 8; 3, 12; Ef. 4, 24; Col. 2, 6; 3, 1...).

2.La vid y los sarmientos

Estas mismas ideas las expresa Juan en términos parecidos, aunque utilizando más su estilo poético y alegórico. Hoy podemos saborear una espléndida alegoría, vitalista y sugestiva: la de la vid y los sarmientos.

No dice Jesús: Yo soy un cedro, yo soy un ciprés, yo soy un roble. Dice: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos». Algo más humilde y más íntimo. La alegoría nos habla de unión permanente, de poda constante, de frutos abundantes. Y nos habla de un Padre que es el dueño de la viña, el esmerado agricultor. Dios es un conocido agricultor.

-Unión permanente

El sarmiento tiene que estar constantemente unido a la vid, si no quiere secarse. Y un sarmiento seco, ya se sabe, no sirve para nada, absolutamente para nada; como las zarzas o los cardos. Sin mí, seréis cardos y zarzas. Sin mí, no seréis nada.

Estar unido a la vid es recibir su savia y su vida. Estar unido a Cristo es vivir en cOmunión con él, es dejarse alentar por él; que su Espíritu me inspire y me vivifique. Se realiza, naturalmente, a través de la escucha, la oración, la colaboración, los compromisos, el amor. La savia es como la sangre del cuerpo; todos los miembros concorpóreos y consanguíneos.

Pero Jesús insiste mucho en la necesidad de permanencia. Sólo en los ocho versículos de este evangelio aparece siete veces la palabra permanecer. Si seguimos leyendo toda la alegoría, la encontraremos cuatro veces más. Se insiste en el «permaneced en mí», en que «mis palabras permanezcan en vosotros», en «permaneced en mi amor», en «un fruto que permanezca». No quiere el Señor encuentros esporádicos, sino una vida enteramente inspirada por él. «Permaneced»: que no nos separemos de su órbita, que nuestros ojos y nuestros corazones estén siempre levantados hacia él. Que nos revistamos de Cristo, pero no con un vestido de quita y pon, sino un vestido entrañable. Todo lo que hagamos sea en él y para él. «Permaneced en mi amor», sintiéndonos siempre amados por él y amándole nosotros a él. «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor» (Rm 14, 8). Cristo es la vida de nuestra vida.

«Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5, 15).

-Unión con las demás sarmientos

Es una deducción lógica: si todos los sarmientos tienen que estar unidos a la vid, necesariamente estarán unidos entre ellos. Si corre por ellos la misma savia, no puede haber distancias y diferencias, mucho menos incomprensiones, desconocimientos y rivalidades. Si Cristo está en todos los sarmientos, la unión con Cristo significa estar unidos a todas sus ramificaciones y prolongaciones. Cristo se prolonga en todos los hermanos. No se puede conocer y amar a un Cristo y desconocer o desamar al otro Cristo. Amor en vertical y horizontal: es un mismo amor.

-Poda constante

La poda no siempre es fácil de entender. Nos da pena y nos cuesta el hacha o coger las tijeras y empezar a cortar sin contemplaciones. Pobres ramas, pobres sarmientos, con sus muñones sangrantes, desnudos, sin ningún tipo de concesiones. Nos cuesta el corte y el desapego. Nos parece que no podremos vivir sin nuestro hermoso follaje y hojarasca, y nuestros caprichosos entretenimientos. Así, vamos acumulando cosas y dispersándonos en múltiples diversiones.

Pero se necesita la poda. Es un corte purificador y liberador. Al quitarnos el follaje y las peligrosas desviaciones, la savia puede concentrarse y conseguir el fruto deseado. Este y no otro es el objetivo del sarmiento y de la savia. Si perdonáramos al sarmiento este corte doloroso, la savia se disiparía entre tanta hoja innecesaria y el fruto sería raquítico o nulo. Para nuestros ambientes consumistas, la poda se hace totalmente necesaria y urgente. Estamos excesivamente recargados y dispersos. Mucha ganga y mucho vicio. No hay que descuidarse. Más austeridad y más sobriedad: para cada uno, para las instituciones, para toda la Iglesia. Para crecer hay que cortar. Sea la renuncia, sea la enfermedad, sea el fracaso, sea el cambio. La tijera liberadora siempre en la mano, podador.

-Frutos abundantes

A otros árboles bastaría con pedirles un poco de sombra o de madera. A ciertas plantas les pedimos las flores. Pero a la vid sólo le pedimos sus frutos. Y frutos abundantes y sazonados. No queremos el vinagre y la «mala uva».

Los frutos que Dios quiere son el derecho, la justicia, el respeto, la compasión, el servicio. Los frutos que Dios quiere son todos los del Espíritu, los frutos de la verdad y del amor. En la segunda lectura, San Juan nos explica cómo han de ser esos frutos de amor, «no de palabra ni de boca, sino con obras y según verdad».

Así podremos ofrecer en la mesa del Señor, y en todas las mesas de la vida, el fruto exquisito de nuestra vid, el «vino bueno» de nuestro amor.

CARITAS
UN AMOR ASI DE GRANDE
CUARESMA Y PASCUA 1991.Pág. 220 ss.


8.

Frase evangélica: «El que permanece en mí da fruto abundante»

Tema de predicación: Los FRUTOS DE VIDA

1. Cualquier árbol frutal es buena imagen para dar a entender lo que se dice en el evangelio de hoy. Hay veces en que el árbol se seca por falta de riego; otras veces es una rama seca la que no da fruto. Todos tenemos una parcela en la vida que debemos cultivar, como lo hace un buen labrador paciente. Las ramas que no sirven se echan al fuego, y las que sirven se podan para que den más fruto.

2. Jesús es como la savia. Así es su palabra, su sangre, su cuerpo. El cristiano debe estar unido a Cristo y a todos los hermanos. Jesús, Primogénito de la nueva humanidad y Señor de la comunidad de creyentes, se dirige a la casa del Padre -a través de un nuevo Éxodo y una nueva Pascua- para preparar una morada a sus discípulos.

3. El verdadero dinamismo cristiano se muestra en la "permanencia" del creyente con Jesús, o de la palabra de Jesús en el discípulo. Ser discípulo es dar gloria al Padre y ofrecer frutos en el mundo.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Qué cristianos son capaces de dar frutos?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 197


9. LIBERACION/FRACASO

VIDAS ESTÉRILES

Sin mí no podéis nada...

Los hombres somos un deseo intenso de vida y cumplimiento. Hay dentro de nosotros algo que quiere vivir, vivir intensamente y vivir para siempre. Más aún, los hombres nacemos para hacer crecer la vida.

Sin embargo, la vida no cambia fácilmente. La injusticia, el sufrimiento, la mentira y el mal nos siguen dominando. Parece que todos los esfuerzos de los hombres por mejorar el mundo terminan tarde o temprano en el fracaso.

Movimientos que se dicen comprometidos en luchar por la libertad terminan provocando iguales o mayores esclavitudes. Hombres y mujeres que buscan la justicia terminan generando nuevas e interminables injusticias.

¿Quién de nosotros, incluso el más noble y generoso, no ha tenido un día la impresión de que todos sus proyectos, esfuerzos y trabajos no servían para nada? ¿Será la vida algo que no conduce a nada? ¿Un esfuerzo vacío y sin sentido? ¿Una «pasión inútil" como decía J.P. Sartre?

CREER/QUE-ES: Los creyentes hemos de volver a recordar que la fe es «fuente de vida». Creer no es afirmar que debe existir Algo último en alguna parte. Creer es descubrir a Alguien que nos "hace vivir" superando nuestra impotencia, nuestros errores y nuestro pecado.

Una de las mayores tragedias de los cristianos es la de «practicar la religión» sin ningún contacto con el Viviente. Y sin embargo, uno empieza a descubrir la verdad de la fe cristiana cuando acierta a vivir en contacto personal con el Resucitado. Sólo entonces se descubre que Dios no es una amenaza o un desconocido, sino Alguien vivo que pone nueva fuerza y nueva alegría en nuestras vidas.

Con frecuencia, nuestro problema no es vivir envueltos en problemas y conflictos constantes. Nuestro problema más profundo es no tener fuerza interior para enfrentarnos a los problemas diarios de la vida.

La experiencia diaria nos ha de hacer pensar a los cristianos la verdad de las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada».

¿No está precisamente ahí la raíz más profunda de tantas vidas estériles y tristes de hombres y mujeres que nos llamamos creyentes?

JOSE ANTONIO PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 173 s.


10.

1. Podar la viña

El Evangelio de Juan vuelve a urgirnos a la intimidad de la reflexión. La liturgia pascual, domingo tras domingo, parece no querer desprenderse de una idea esencial: la presencia del Señor y la intimidad de vida establecida entre él y sus discípulos.

Hoy el tema es: permanecer en Cristo como sarmientos aferrados a la vid...

Palestina era famosa por sus viñedos y sus higueras, de ahí que los profetas compararan al pueblo hebreo con una vid o con una higuera, según los casos. Con su cepa robusta y sus mil ramificaciones, la vid expresa magníficamente lo que debe ser la comunidad de Dios.

Nada extraño, entonces, que hoy Jesús nos diga: «Yo soy la verdadera vid.» El es la verdadera, la auténtica, la que fue plantada y podada por el Padre para que fructificara en la sangre de sus racimos, el nuevo pueblo de Dios. Cristo parece identificado con esta misteriosa planta, cuya sangre, el vino, es asumida como su propia sangre derramada en la cruz y entregada en la Eucaristía.

Aparentemente, parece haber cierta contradicción en la alegoría de Jesús: podríamos pensar que sería más exacto afirmar que él es la cepa, nosotros los sarmientos, que todos juntos formamos la vid. Pero Jesús quiere insistir en la unidad que existe entre él y los suyos, a tal punto que él mismo se define como la vid verdadera, ya que está presente en cada uno de sus discípulos, y cada discípulo, a su vez, está presente y vive en Cristo.

Podríamos así afirmar que Cristo es la comunidad y que la comunidad es Cristo. Y llega tan allá esta identificación, que el Señor no teme afirmar en el juicio final, según lo describe Mateo: "Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... ¿Cuándo, Señor?... Cuando lo hicisteis con uno de mis hermanos" (25,35 s).

La vid -es decir, la comunidad en Cristo- es una sola, a pesar de sus extensas ramificaciones; o, como dice Pablo: «Todos formamos un solo cuerpo, porque Cristo es uno en todos» (2 Cor 12).

Jesús insiste en la unidad de los creyentes y sabe que esa unidad es posible si partimos de la misma fe en su presencia en cada uno de los miembros. Separarse de la comunidad o de un solo hermano, es separarse de Cristo, ya que se destroza su único cuerpo.

Cuando Juan (o sus discípulos) escribía esta página a fines del primer siglo, ya habían aparecido algunas divisiones en el seno de la Iglesia; mas ¡qué lejos se estaba aún de los tremendos odios que llevarían un día a la viña del Señor a desgajarse entre Oriente y Occidente, y más tarde, entre católicos y protestantes, sin contar otras divisiones menores! ¿No se hubieran podido evitar tales disensiones si la fe en Cristo resucitado, presente en toda la Iglesia y en cada miembro, hubiera estado viva?

Y si Cristo es la vid, el Padre es el viñador: «El corta todos los sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda y lo limpia para que dé más todavía.»

El Padre quiere que su viña dé frutos, es decir: que viva en el cumplimiento de su proyecto. Para eso hace la poda, es decir, para eso están las persecuciones, las dificultades, la vida de pobreza, para impedir que la energía de la comunidad se malgaste en tantas cosas que nada tienen que ver con la vivencia del Evangelio.

El primero en ser podado en la cruz fue Cristo, y en los primeros siglos las permanentes persecuciones constituyeron la mejor oportunidad para afianzar la fe y discernir quiénes querían dar frutos y quiénes sólo especulaban al amparo de la vid.

La experiencia de la historia de la Iglesia demuestra bien a las claras que cuando falló la poda, entonces creció el follaje estéril de las riquezas, de la vanidad mundana, de la superficialidad en el culto, y todo esto fue en más de una ocasión la triste oportunidad para que la vid se desgajara irremediablemente.

Cuando en una comunidad existe espíritu de renuncia y de pobreza, valentía para afrontar las persecuciones y la oposición del mundo, entonces se enriquece la vida de fe, reviven las comunidades, se afianzan las responsabilidades de los laicos y florece un culto vivo. Pero cuando nos ponemos a pensar en el inmenso poderío de la Iglesia en recursos humanos, haciendas, influencias políticas, congregaciones religiosas, campos y edificios, colegios y editoriales..., y que sólo una mínima parte de su esfuerzo está realmente orientado al anuncio del Reino y a la evangelización, uno se pregunta si no hará falta una poda, radical y extensa...

Y miremos también nuestra comunidad parroquial: ¿Qué cosas habría que podar para que la energía del Espíritu corra con más libertad, para que suspendamos discusiones inútiles, para que prescindamos de tantas cosas que no son más que signo de lucro y vanidad, para que cortemos ciertos esquemas de pensamiento que obstaculizan el encuentro de Cristo con los hombres de hoy?

¿Y qué tiene que podar cada uno de nosotros: en su manera de tratar a los demás, en el uso del dinero, en el empleo del tiempo, en sus ambiciones...?

Cuando el viñador hace la poda, siente cierta tristeza porque tantos sarmientos van a parar al fuego y la vid de pronto se transforma en un esqueleto desnudo e inútil... Y, sin embargo, si no lo hace, sólo podrá cosechar hojas en la próxima temporada... Aceptemos, pues, esta poda del Padre, sobre todo la poda del corazón, para que toda la energía del Espíritu, la savia de la vid, se transforme en el otoño en frutos de amor, de santidad y de liberación. El fruto de la vid es el Reino de Dios...

2. Permanecer en Cristo

"Permaneced en mí como yo permanezco en vosotros... El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto, porque, separados de mí, no podéis hacer nada".

Jesús supone como condiciones para que demos fruto el que permanezcamos en él... Y nosotros necesitamos preguntarnos hoy: ¿qué significa permanecer en Cristo?

-- En primer lugar, significa permanecer en el amor. Pero sobre este tema reflexionaremos el próximo domingo, ya que el texto evangélico de hoy continúa la semana viene.

--En segundo lugar, permanecer en Cristo es unirse a la comunidad. Esto se clarifica con la primera lectura de hoy, extractada de los Hechos de los Apóstoles. Pablo o Saulo, después de su conversión en el camino de Damasco, siente la necesidad de venir a Jerusalén para conocer a los demás apóstoles y a los miembros de la comunidad madre, y sentirse de esta manera integrado de lleno a la Iglesia.

Como dice el texto: «trata de unirse a los discípulos», pero éstos desconfían, ya que no estaban del todo seguros de que el antiguo perseguidor de la Iglesia hubiera abrazado sinceramente la fe de Cristo.

Es importante subrayar este esfuerzo de Pablo por acercarse y unirse a una comunidad que, incluso, tenía una mentalidad bastante distinta a la suya, ya que eran de espíritu un tanto cerrado y se oponían a la apertura a los paganos, salvo que primero se judaizaran. (Este recelo no desaparecerá nunca y, tiempo después de este episodio, se transformará en abierta oposición cuando Pablo se convierta en el evangelizador de los gentiles y postule la libertad en la fe, prescindiendo de la ley judaica)

Entonces interviene Bernabé, su amigo, y hace de intermediario. Es un magnífico gesto. Bernabé, un «viejo de la comunidad», sirve de enlace entre un miembro nuevo y la comunidad. Bernabé da testimonio de cómo Pablo ha visto al Señor resucitado y de cómo ha predicado ya su evangelio. Pero eso no es suficiente: ahora hay que integrarlo de lleno en la comunidad, en la única vid del Señor, pues él no puede ser un miembro aislado ni un francotirador.

Así lo comprende la comunidad de Jerusalén, y por eso concluye el texto: «Desde ese momento permaneció con los discípulos, actuando con libertad en Jerusalén y predicando decididamente en el nombre del Señor.» Tiempo después, cuando la vida de Pablo se halla en peligro por la oposición judía a su antiguo colaborador, la misma comunidad lo ayuda a ponerse a salvo.

Es reconfortante considerar todo esto, tan humano en sus elementos y que, sin embargo, nos hace ver que el "permanecer en Cristo" no es una frase más sino que halla concreción en nuestra inserción plena en la comunidad.

Para unirse a la comunidad y permanecer en Cristo, hace falta querer unirse y acercarse. Pablo hace un largo viaje para ello.

Pero también hace falta que la comunidad elimine sus prejuicios y recelos, y se abra al nuevo miembro que quiere incorporarse... a pesar de que, en el caso de Pablo, tal miembro había sido hasta hacía poco un encarnizado perseguidor de los cristianos. Muchas veces nuestras comunidades se anquilosan y vegetan por cierto endurecimiento de los "antiguos fundadores", que llegan a sentirse dueños de la comunidad y que, más que acoger a los nuevos, los espantan con sus recelos.

Jesús enfatiza que la no integración del miembro a la comunidad, y de la comunidad al miembro, hace estéril a la vid. ¿Quién de nosotros duda ya de esto?

El anuncio evangélico sólo tiene fuerza cuando surge del testimonio de una comunidad unida. El estar unidos no significa que no existan diferencias de criterios sobre ciertos aspectos, como lo demuestra con claridad meridiana el libro de los Hechos: hubo discusiones y distintos puntos de vista entre Pablo y Bernabé, entre Pedro y Pablo, entre los cristianos judíos y los helenistas, entre la comunidad de Jerusalén y la de Antioquía... Pero jamás la diversidad de criterios fue tal como para no sentirse todos identificados con la única comunidad de Cristo.

Eso exige madurez. Ser miembro de la Iglesia es comprender con espíritu realista que no puede existir una comunidad ideal en la que todos piensen lo mismo, como si fuese un horizonte uniforme, en la que no haya discusiones ni enfrentamientos, o en la que todos tengan que someter sus pensamientos y voluntad al criterio de uno solo. Nuestra inmadurez afectiva nos lleva a ser sectarios frente a los que no son iguales que nosotros, a considerar con menosprecio a los que tienen puntos de vista diferentes a los nuestros; a separar definitivamente a un miembro o a no querer recibirlo por algún suceso de su vida pasada, cuando quizá -como en el caso de Pablo- hay muchos otros hechos que ponen en evidencia aspectos sinceros de su personalidad.

Se nos exige madurez para apoyar nuestra fe en Cristo y no en las contingencias históricas de la Iglesia. Creer en este Cristo que da unidad a una Iglesia tan múltiple, es encontrar una razón profunda para respetar a los demás, para no querer imponer nuestras ideas, para hacer el bien a todos sin distinción alguna y sin sectarismos.

Quizá a alguno le pueda sonar demasiado místico eso de que «hay que permanecer en Cristo»; de ahí a no tenerlo en consideración no hay más que un paso.

C/V/DIFICIL: Pero particularmente Pablo y Juan -ciertamente dos grandes místicos en el mejor de los sentidos-, que fueron los dos apóstoles que más reflexionaron sobre el misterio de la Iglesia como comunidad de Cristo y en Cristo, no abrigan duda alguna de que si no partimos de esa premisa, el concepto de Iglesia es una simple ficción.

A todos nos cuesta aceptar esta misteriosa unión con Cristo en la comunidad, pero no tanto por sus elementos teóricos, cuanto por las consecuencias prácticas. Aceptar que somos una única vid en unión intima y estrecha con el Señor resucitado, nos obliga a cambiar muchos cómodos esquemas mentales.

A partir de ese momento hay que dejar a un lado las distinciones sociales y culturales, como las divisiones basadas en cerrados egoísmos; hay que comenzar a amar al pobre y al rico, al docto y al ignorante; hay que aprender a hacer silencio para escuchar al otro; hay que dejar toda postura de mandamás y sabelotodo... En fin, hay que aprender a vivir en comunidad, en esta comunidad concreta y real en la que estamos insertos, sin vanos sueños, sin rencores y sin resentimientos...

3. Cumplir la Palabra de Cristo

Y una última reflexión surgida de este evangelio, a pesar de que el material de hoy ya es harto espeso y un tanto duro de digerir.

Jesús concluye diciendo: «Si permanecéis en mi y mis palabras permanecen en vosotros..., pedid lo que queráis y lo obtendréis.»

Según el paralelismo semita, no cabe duda de que Cristo identifica permanecer en él y permanecer en sus palabras.

Es decir: no podemos decir que estamos unidos a Cristo si hacemos caso omiso de sus palabras. En este sentido, podemos correr el riesgo de cierto sentimentalismo por el que afirmamos que estamos muy unidos a nuestro Jesús-amigo, al que hacemos a nuestra imagen y semejanza.

En efecto, es muy común decir: «Cristo es mi amigo, yo le cuento todo, él me comprende, siempre me escucha...» Sin entrar a discutir ahora sobre la validez de estos sentimientos, cuidémonos de hacer de Jesús un paño de lágrimas barato. Ser amigos de Jesús, estar unidos a él, etc., son expresiones que están en los evangelios...; pero también tienen un sentido muy preciso: Jesús es el que es, el que se dio a conocer, y es a ese Cristo al que debemos unirnos. De otra forma, caeríamos irremediablemente en un sentimentalismo adolescente.

Por lo tanto, ¿cómo unirnos a Cristo? El mismo lo responde: aceptando su evangelio con el corazón sincero y poniéndolo en práctica.

Sin un profundo conocimiento del evangelio, las antedichas expresiones no son más que un lirismo inmaduro que termina cuando encontramos otro paño de lágrimas para nuestras penas.

No basta escuchar el evangelio, hay que permanecer en él. Tampoco es la simple permanencia en el recuerdo sino en la vida, en la praxis cristiana. Permanece si está vivo en lo que sentimos, decimos o hacemos.

Concluyendo...

La alegoría de la vid es una página cargada de criterios fundamentales para la vida de la comunidad. Se nos obliga a ir al fondo de ciertas frases o eslogans que se han hecho rutina en la liturgia y en nuestras reuniones.

Cristo opta claramente por la calidad de la vid y de sus frutos, y no por el follaje de una comunidad que sólo sirve para dar sombra...

No hagamos de la vid una simple enredadera a cuya sombra nos sentamos para descansar y hablar de trivialidades. A la vid-comunidad se le exigen frutos. Y el fruto de la vid es el vino que hoy en la Eucaristía se hace sangre de Cristo y sangre nuestra, sangre que debe ser derramada para la liberación de muchos.

SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs. 238 ss.


11.

Los capítulos 15-17 del evangelio de Juan parecen estar en una situación anómala con relación al 14, que, al terminar con unas palabras de Jesús de partida a Getsemaní, entronca perfectamente con el comienzo del capítulo 18.

Son varias las soluciones que se han dado a esta dificultad.

Unos piensan que Jesús, una vez dada la orden de partida, continuó en la misma sala de la cena sus discursos. Otros opinan que los pronunció por el camino. Un tercer grupo prefiere cambiar el orden de capítulos, dando a éstos una hipotética situación primitiva. Finalmente, algunos los consideran como añadidos a la primitiva redacción del evangelio. Jesús pudo pronunciar estos discursos en la misma cena o en situaciones anteriores distintas; y fueron incluidos aquí, en retoques posteriores, por razón de la temática común. Esta opinión es la más probable, si tenemos en cuenta que los textos evangélicos se fueron elaborando en el transcurso de unos años y que el autor primero no les dio la última mano. Si hubiera sido únicamente obra del evangelista, lo hubiera presentado de forma más ordenada, sin tantas repeticiones.

1. La vid y el labrador

Discuten algunos el género literario de este pasaje, sobre si es alegoría o parábola. Hay elementos de ambas, aunque prevalece la alegoría. Podemos considerarlo como lenguaje metafórico, en el que unas palabras se toman en sentido propio y otras en sentido figurado.

La imagen de la viña-vid -símbolo de Israel- es usada frecuentemente en el Antiguo Testamento, casi siempre en relación con la infidelidad del pueblo de Dios (Is 5,1-7; Jer 2,21; 5,10; Ez 15,1-8; 17,5-10; 19,10-14; Os 10,1; Sal 80,9-17). Aquí no se habla de la historia de una vid o de una viña -imágenes equivalentes-, como en los textos citados, sino únicamente de algunos trabajos realizados en la vid en orden a un mayor fruto. La primera parte señala las exigencias que Dios impone al que pretenda ser discípulo del Hijo; la segunda subraya la necesidad de mantenerse constantemente en comunión o relación vital con Jesús para producir frutos verdaderos.

Jesús se presenta como "la verdadera vid", el verdadero pueblo de Dios, formado por la vid y sus sarmientos. Una afirmación que se contrapone a la Escritura, en la que el pueblo de Israel era la viña plantada por Dios. La vid -muy abundante en Palestina- expresa magníficamente lo que debe ser la comunidad de Dios. Con estas palabras, Jesús continúa el tema de las sustituciones: él es el verdadero templo (Jn 2,19), la nueva ley (Jn 13,34- 35), mayor que el sábado (Mt 12,8)..., el nuevo pueblo de Dios.

No hay más pueblo de Dios que el que se construye a partir de él, por ser el único dispensador de la auténtica vida: la vida divina (Jn 1,4).

Y si Jesús es la vid, el Padre "es el labrador". Un labrador que quiere que su viña dé los frutos convenientes. Un Padre que trabaja para que todos los miembros de su pueblo lleguen a vivir con autenticidad y plenitud. El texto no dice que el Padre plantó la vid, pero lo da por supuesto.

2. La poda

Parece que nuestra sociedad ha perdido el sentido de la vida, arrastrada por infinidad de reclamos e intereses que difícilmente podrán colmar sus ilusiones más queridas. Nos jugamos todo en el dilema de sarmiento vivo o sarmiento muerto. En la opción de vivir con responsabilidad o dejarnos llevar por el ambiente consumista y facilón que nos rodea. También los cristianos tenemos necesidad de profundizar nuestra adhesión personal a Jesús. Es frecuente que, junto a una abundancia de prácticas y actividades religiosas, se encuentre una vida vacía, sin ilusión, sin lucha por lograr una sociedad mejor para todos. Hacemos compatible la adhesión exterior o supuesta a Jesús con una carencia total de adhesión interior y afectiva.

Gente de muchas misas, novenas, reuniones, actividades pastorales..., a las que, de pronto, se les hunde todo; que nunca han conocido una emoción religiosa personal, un rato de plegaria íntima...

Es preciso que nos esforcemos por querer vivir, en la vida concreta de cada día, nuestra fe en un Dios que es amor y quiere que vivamos en el amor; que nos dediquemos a traducir en hechos -"frutos"- nuestra fe.

"A todo sarmiento mío que no da fruto lo corta". Advertencia severa de Jesús, que se refiere a los miembros de su comunidad -"sarmiento mío"- que no producen los frutos que debieran. Son los que dicen y no hacen, los que comen el "pan eucarístico" sin intentar seguir el camino de vida de Jesús, los que no responden a las insinuaciones del Espíritu... Todos los cristianos -como todos los hombres- tenemos una misión que cumplir; un crecimiento que realizar, a nivel de individuo y de comunidad, en intensidad y en extensión, realizado a través del don de nosotros mismos a los demás. Jesús no fundó una comunidad cerrada, sino en expansión.

Los sarmientos que no producen frutos son cortados por el labrador. No se dice cuándo ni los frutos que deben producir.

Son indudablemente los frutos de un amor como el de Jesús. El cristiano que se niega a amar y no hace caso al Hijo, se separa él mismo de la vid al no hacer caso de la vida que se le comunica.

"Y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto". No es suficiente que los discípulos produzcan frutos; deben producirlos en la mayor cantidad posible. El que practica el amor tiene que seguir un proceso ascendente, un desarrollo. En este camino no existe más final que amar "hasta el extremo" (Jn 13,1). como Jesús.

Cuando en las vides proliferan los sarmientos, hay que podarlas para que produzcan más. Cuando el labrador hace la poda, siente cierta tristeza porque muchos sarmientos son cortados y la vid queda transformada en un desnudo esqueleto inútil, muerta aparentemente. Pero sabe que. si no lo hace, la próxima temporada sólo podrá cosechar hojas. No es exactamente ése el sentido que tiene la poda que realiza el Padre: cortar unos sarmientos para que produzcan más los que quedan. Sí significa cortar los que no cumplen la misión encomendada: dar frutos. Es, además, una poda continuada, orientada a quitar los obstáculos que vayan surgiendo y que impiden al sarmiento fiel fructificar y expansionarse. Corta unos y limpia otros, porque sabe que con rebajas no se consiguen verdaderos seguidores. La limpieza simboliza las dificultades de la vida, la lucha, las persecuciones e incomprensiones..., que van aumentando en la medida en que crece el compromiso con el evangelio. Esta enseñanza de la poda es el mejor comentario que puede hacerse al libro de Job: por qué sufre el justo. Es el "negarse a sí mismo" (Mc 8,34). La poda es una actividad positiva: elimina factores de muerte, haciendo que el discípulo sea cada vez más auténtico, más libre, tenga mayor capacidad de entrega y aumente su eficacia. ¡Cuántas veces son las dificultades, las incomprensiones y marginaciones, las que nos despiertan y nos empujan a seguir a Jesús! ¿Qué se puede esperar del que vive sin dificultades y sin problemas? Así como el grano de trigo tiene que morir para producir fruto (Jn 12,24) y la mujer sufrir para que nazca el niño (Jn 16,21), también el discípulo debe ser "podado" del propio interés, del apego a la propia vida (Jn 12,25)... y así impedir que la vida personal y de la comunidad se malgasten en tantas cosas que nada tienen que ver con la vivencia del evangelio.

La historia de la Iglesia nos enseña con claridad que cuando prescindió del seguimiento de Jesús, cuando buscó otros intereses, creció en ella el follaje estéril de las riquezas, el poder, la vanidad, la superficialidad en el culto y en los sacramentos. Y que cuando vivió el espíritu de pobreza y de renuncia y afrontó con valentía las persecuciones y la oposición de los poderes de este mundo, revivieron las comunidades, se afianzaron las responsabilidades de los cristianos y floreció un culto vivo.

Cuando observo el inmenso poderío de la Iglesia en recursos humanos, bienes económicos, influencias políticas, congregaciones religiosas, colegios, campos y edificios..., la administración masiva de sacramentos, y que sólo una mínima parte de su esfuerzo está realmente orientado a la evangelización, me pregunto si no hará falta una gran poda; una poda inmensa que haga posible el retorno al evangelio. ¿Cuándo dejaremos de obstaculizar el encuentro de Jesús con los hombres que trabajan actualmente por su reino, aunque lo hagan alejados de la Iglesia? Buscar el reino es sufrir la persecución de los que defienden esta sociedad injusta, es la poda necesaria para que la viña-vid -la Iglesia- dé abundantes frutos.

3. Limpieza inicial y su crecimiento

Repite Jesús lo afirmado en el lavatorio de los pies (Jn 13,10): "Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado". Aquí sin ninguna exclusión, por haberse marchado ya Judas. Es la limpieza inicial de los que han optado por el seguimiento de Jesús -por el amor- rompiendo con el mundo -orden injusto-. Han asimilado lo suficiente de sus palabras para empezar a dar fruto. Si permanecen dóciles al Espíritu, serán purificados cada vez más, como los sarmientos que fructifican y que siguen siendo podados para que den frutos más abundantes. Es ir descubriendo que la limpieza no se logra porque nos laven los pies, sino por lavárselos a los demás. Quien demuestra con hechos concretos su amor, queda limpio. Más limpio cuanto mayor sea el amor.

¿Qué significa "permanecer" en Cristo? Permanecer es un término propio y técnico de Juan. Lo usa cuarenta veces en su evangelio y veintitrés en su primera carta. Expresa la intima, permanente y vital unión del discípulo con Jesús. Es permanencia mutua: vosotros "en mí y yo en vosotros".

A Jesús no lo podemos improvisar; no nos lo "sabemos", como tenemos el riesgo de creernos lo que hemos oído hablar de él desde pequeños. Jesús es Jesús, a pesar de nuestras ideas, de nuestros manejos para que sea lo que nosotros queremos que sea, para así evadirnos del compromiso. Un compromiso de amor con la humanidad que debe crecer todos los días. Permanecer en Jesús y él en nosotros significa trabajar por transformar el mundo en el reino de Dios, empezando por nuestra vida. Es humanizarnos, única forma de divinizar la vida humana.

Sólo puede dar frutos verdaderos el que vive en comunión con Jesús. Comunión que hace posible la existencia de la nueva humanidad en medio de la sociedad. Una humanidad que no depende de una institución, sino de la participación en la vida de Jesús, de la comunicación de su Espíritu. Es la alternativa de vida que ofrece Jesús al orden injusto de este mundo: la humanidad del amor fraterno y universal.

La necesidad de esta mutua permanencia para producir frutos en orden al reino de Dios se ilustra con la analogía de lo que sucede entre la vid y sus sarmientos: éste no puede vivir ni dar fruto alguno si no recibe la vida y la fecundidad de la vid, por carecer de vida propia. De la misma forma, los discípulos sólo pueden dar fruto a condición de mantenerse en contacto vital con Jesús. Interrumpir esta relación vital con él significa reducirse a la esterilidad. La ausencia de frutos delata la falta de unión con Jesús. Una unión que no se consigue de modo ritual ni automático; necesita nuestra decisión personal e interna. La unión mutua entre Jesús y sus discípulos, considerados aquí como grupo, será la condición para la existencia de la comunidad y para los frutos que éste debe producir. Una comunidad que mostrará su amor a Jesús a través de los frutos que realice en favor de los hombres.

El anuncio evangélico sólo tiene fuerza cuando surge del testimonio de una comunidad unida en el amor a Jesús en el prójimo.

Unidad compatible con diferencias de criterios sobre ciertos aspectos secundarios, lo que exige madurez. Una unidad que no podemos tratar de conseguir a cualquier precio, sometiendo los propios pensamientos y actuaciones al criterio de uno solo o de unos pocos, porque debe fundamentarse, inexcusablemente, en Jesús. ¿De qué sirve una uniformidad si margina el evangelio?

Si queremos saber si permanecemos en Jesús y él en nosotros, miremos las obras que hacemos en favor de los demás. Son la medida de su presencia en nuestro interior.

4. Todo lo puede el que cree J/VID "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos". ¿No hubiera sido más exacto afirmar que Jesús es la cepa o tronco, nosotros los sarmientos y todos juntos la vid? Parece que no, porque Cristo es la cepa y cada uno de los sarmientos, cada uno de los miembros de la familia humana. Está unido entrañablemente a cada persona que ama, hasta el punto de vivir en cada uno. Podemos afirmar que Jesús es la comunidad y la comunidad es Jesús. Recordemos la parábola del juicio final (Mt 25,31-46). La vid -la comunidad de Cristo- es una sola: un solo cuerpo (1 Cor 12). Separarse de la comunidad de Jesús o de uno solo de sus miembros es separarse de él. Todos somos sarmientos entroncados directamente con la vid. Jesús -la vid- comunica la vida. Para que los discípulos -la comunidad de los creyentes- podamos tener vida es necesario que vivamos unidos vitalmente con Jesús por medio del amor mutuo. Una corriente de vida -la savia- circula de él hacia nosotros. Si la aceptamos, damos un fruto que se nota en toda nuestra existencia.

La consecuencia inevitable de esa vida que circula por la vid es la acción social incontenible, el trabajo por una sociedad justa y libre, fraternal. La fe es inseparable de la tarea social de transformar el mundo de lo mucho que tiene de inhumano. Es más, en las personas que no tienen una fe explícita en Cristo -no le conocen- , pero sí implícita a través de una vida humana auténtica, se percibe el trabajo por el desarrollo del hombre y de la humanidad. Y es que Jesús trabaja a través de todos los que edifican su reino en este mundo, un reino que es mucho más grande que la Iglesia. Cuando los cristianos descubrimos y aceptamos que pertenecemos a una única vid en unión íntima con Jesús resucitado, nos vemos obligados inmediatamente a cambiar muchos de nuestros cómodos esquemas mentales.

¿No hubiera evitado la Iglesia muchas disensiones si hubiera mantenido siempre viva la fe en Jesús resucitado? Todos y cada uno hemos de descubrir personalmente esta comunicación viva con Jesús si queremos ir entendiendo los fundamentos de nuestra fe, porque la vida cristiana nace de él. Entrar en esta comunión es asequible a todos, en cualquier momento al margen de cualquier organización. Ninguno lo puede hacer por otro. Solamente podemos animarnos unos a otros a realizar la experiencia. Cuanto más en comunión estemos con Jesús a través de la fe, de la oración, de los sacramentos... más en comunión estaremos con el prójimo, compartiendo sus alegrías y sus tristezas, sus luchas y sus esperanzas. Y viceversa, a condición de que la fe sea verdadera.

"El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante".

Es el fruto de las buenas obras, que sólo puede realizar el discípulo que permanezca vitalmente unido a Jesús, por participar de su misma vida, lo que supone la ruptura con el mundo injusto, hasta dar la vida. Es la asimilación a Jesús la que produce el fruto. No se trata de voluntarismo o activismo. Donde faltan estas buenas obras, es evidente que no existe la fe en Jesús.

Seamos conscientes de esta permanencia y de que nuestros frutos no son simplemente nuestros. Esta verdad, a la vez que nos hace más realistas y conocedores de nuestros límites y pecados, nos abre a un futuro esperanzador por las maravillas que Jesús puede operar en nuestras vidas.

"Porque sin mí no podéis hacer nada". Es la sentencia fundamental de todo el pasaje. Afirma tajantemente la absoluta necesidad de Jesús para poder realizar la más mínima obra buena. Jesús es la fuente de la vida y de las obras buenas. Anunciar que los hombres nos realizamos, vivimos únicamente si nos abrimos a una comunión de amor con Jesús, es el corazón del evangelio. A esa comunión nos impulsa el Espíritu. Y eso es lo que debe traducirse en hechos, probablemente muy sencillos, mezclados inevitablemente con nuestros pecados y mediocridades.

La clave de la vida cristiana es la constante fidelidad a Jesús, el encuentro con él. Su fruto no es moverse mucho, sino dejarle actuar a través de nosotros; dejarle que nos "construya" por dentro. Sólo así lograremos realizar la máxima obra buena: ser para hacer ser, amar para hacer amar. Porque, ¿cómo encontrarse con Jesús sin sentir la urgencia de comunicarlo a los demás?

"Al que no permanece en mí..." Es el riesgo de vivir al margen del amor, al margen de la verdadera vida. Es la falta de respuesta. Su futuro es "secarse", vivir vacío, muerto; porque quien renuncia a amar renuncia a vivir. Su final es la destrucción. El que vive muerto acaba en la muerte definitiva, opuesta a la vida plena y para siempre del que permanece en comunión con Jesús.

Me parece que nos sería muy útil a todos medir nuestro seguimiento de Jesús por los frutos que estemos dando en el terreno del amor, de la verdad, de la justicia social, de la liberación de tantos pueblos oprimidos por los grandes, de la fraternidad... Todo lo demás puede ser peligrosamente ilusorio.

5. No podemos dejar la oración

Jesús identifica permanecer en él y permanecer en sus palabras. Une la fe y la práctica de sus enseñanzas, la profesión de fe y las obras. No podemos decir que creemos en Cristo si no tratamos de vivir sus palabras. Siempre sin olvidar que Jesús es el que es, el que se da a conocer a través del evangelio, y no esa especie de caricatura que circula entre nosotros. Es al Cristo del evangelio al que debemos unirnos, y al que necesitamos liberar del secuestro de la piedad burguesa. Sin un profundo conocimiento del evangelio no es posible seguirle, permanecer en él. Permanece en nosotros si está vivo en lo que sentimos, decimos o hacemos.

¿Cómo podemos permanecer unidos a Jesús después de su marcha sin una oración constante? ¿Cómo saber lo que debemos hacer en cada momento sin preguntárselo a él? El que vive unido a Cristo va captando, por la plegaria, el plan de Dios sobre la humanidad, y es movido a realizarlo. La oración, personal y comunitaria, es un momento privilegiado de encuentro con Jesús y con su palabra. que permite que sigan vivos y en crecimiento la fe y el amor.

Aquellos que permanecen en unión vital con Jesús y hacen de sus palabras la norma de la propia conducta, reciben la promesa de que todas sus peticiones serán escuchadas. Se les concederá cualquier cosa que pidan. Aunque no se especifica, las peticiones escuchadas serán las que se hagan en orden a la tarea de continuar su misión. Si la vida es según Jesús, el éxito es seguro en nuestra vida, pero... después de la muerte. Es lo que atestiguan con sus vidas los profetas, Jesús, los apóstoles y tantos otros.

Cuando una comunidad vive en comunión con Jesús y entregada a la tarea de continuar su obra, puede pedir lo que quiera en favor del hombre, porque Jesús sigue actuando por medio del Espíritu que ha comunicado a los suyos.

La eucaristía resume, condensándolos, todos los lazos de unión con Jesús. Cada vez que la celebramos invade nuestro interior la vida glorificada de Jesús y nos renueva.

La fecundidad de los discípulos, y de sus continuadores a través de los tiempos, que los revela como verdaderos seguidores de Jesús, contribuye a la "gloria del Padre". Lo mismo que Jesús lo glorificó por el fiel cumplimiento de su misión, lo harán los cristianos que sigan su mismo camino.

De nuevo, machaconamente, las obras. Las palabras no sirven para nada cuando no están respaldadas por la fidelidad a la vida de Jesús.

FRANCISCO BARTOLOME GONZALEZ
ACERCAMIENTO A JESUS DE NAZARET- 4
PAULINAS/MADRID 1986.Págs. 200-208


12.

1. «Yo soy la verdadera vid».

En la parábola de la vid encontramos ante todo una maravillosa certeza: que estamos enraizados en algo que nos da estabilidad y fuerza, que no somos niños abandonados tras nuestro nacimiento, que no somos seres aislados sin más apoyo que su problemático yo, que tampoco somos criaturas de un Creador incomprensible que puede darnos la vida y -hasta que le place- también conservárnosla, sino que más bien estamos vinculados a un origen que nos da fuerza y produce fruto, en virtud del cual podemos vivir una existencia útil y llena de sentido. Pero la afirmación que atraviesa todo el evangelio es más que esta certeza: es, en razón de esta última, la exigencia de permanecer en este origen: «Permaneced en mí y yo en vosotros». Esta exigencia es tan apremiante que tras ella aparece una amenaza: el que no permanece en Cristo, se seca, se lo corta y se lo quema. Esto se produce por así decirlo naturalmente -como muestra la parábola de la vid y los sarmientos-, pero se produce también personalmente, pues el propio Dios Padre procura la unidad del Hijo con sus sarmientos o miembros. Esta unidad es el acontecimiento central del mundo y de su historia, y es tan estrecha que no permite las medias tintas: o el sarmiento está unido a la cepa o está separado de ella. Esto es lo que tenemos que meditar en nuestro corazón: «Sin mí no podéis hacer nada».

2. La primera lectura sobre la incorporación de Pablo a la Iglesia recibe su significación del evangelio. Los discípulos de Jerusalén desconfían y no pueden creer que el célebre perseguidor de la Iglesia se haya convertido de repente en un verdadero sarmiento de la vid. Es el mismo Jesucristo, y no los hombres, el que elige a los hombres para ser sus sarmientos. El futuro demostrará hasta qué punto Pablo ha quedado implantado en la Iglesia y cuántos frutos producirá como sarmiento («he rendido más que todos ellos»: 1 Co 15,10), aunque la Iglesia desconfía a menudo de los conversos, como demuestra el hecho de que Pablo sea despedido de Jerusalén y devuelto a su patria. El mismo Bernabé, que lo presenta aquí a los apóstoles, irá a buscarlo a Tarso para el apostolado común (Hch 11,25).

3. «Dios es mayor que nuestra conciencia».

Pero nosotros, hombres inconstantes, podemos preguntarnos: ¿estoy yo realmente enraizado como sarmiento en la vid o no? ¿Qué predomina en nosotros: la confianza en la gracia de Dios en mí o la desconfianza fundada de que yo no corresponda realmente a esa gracia? La segunda lectura nos da la respuesta a las dos preguntas. Puede predominar en nosotros la «confianza», pero si esto es así es «porque guardamos sus mandamientos» o intentamos guardarlos. Pero también puede ocurrir que «nos condene nuestra conciencia», en cuyo caso es justo e incluso necesario refugiarse en la misericordia de Dios: El, que «es mayor que nuestra conciencia, conoce todo». Digámoslo con palabras del Pedro contrito a causa de su negación: «Señor, tú conoces todo, sabes que te quiero» (Jn 21,17). Que esto presupone una auténtica voluntad de conversión, nos lo muestra el propio Pedro; de lo contrario no podríamos estar seguros de que «hablamos en el Espíritu que él nos dio».

HANS URS von BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág. 157 s.