20 HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
18-20

 

18.Retorno al paraíso

RAÚL HASBÚN Z.

Los relatos sobre el bautismo de Jesús en el Jordán destacan que al salir del agua los cielos se abrieron, el Espíritu Santo bajó sobre él en figura de paloma, y la voz del Padre lo proclamó como su Hijo amado, el predilecto.

Los cielos, el Paraíso en que Dios se paseaba y entretenía familiarmente con el Hombre, estaban cerrados desde el pecado de Adán. Querubines con espadas de fuego impedían el acceso. La obra maestra del Espíritu Santo, la creación y su rey, el Hombre, estaba dolorosamente frustrada: el Espíritu es vida, comunión y libertad. Trilogía santa que el pecado de Adán había sustituido por una triple maldición: muerte, división, esclavitud. Las últimas palabras de Dios antes de la expulsión no hacían más que ratificar esta triste lejanía y rechazo que el Hombre se había granjeado por propia culpa.

No es que Dios hubiera reaccionado con ira, castigando una trasgresión: "por haberme desobedecido, yo te echo fuera de casa". Fue como en la parábola del hijo pródigo: nadie lo echó, él se quiso ir. En su inexperiencia e ignorancia, creyó que podía realizarse mejor fuera de casa, lejos del padre. Confió más en los extraños que en aquel que mejor lo conocía.

Bajo el símbolo del árbol del bien y del mal, cuyos frutos están vedados al consumo humano, se reivindica una verdad salvadora: el hombre, con su libertad, debe buscar la voluntad de Dios y hacerla. La voluntad de Dios refleja y promulga la sabiduría de Dios. Quien hace la voluntad de Dios es sabio, y con ello participa de la omnipotencia y felicidad de Dios. Quien a sabiendas se obstina en hacer su voluntad y no la voluntad de Dios, cambia el bien por el mal, la vida por la muerte, la libertad por la esclavitud.

El destino del hombre se juega en la aceptación o rechazo de su condición filial.

Si el Paraíso se perdió por negarse el hombre a ser y actuar como hijo, la única vía de recuperación del Paraíso es volver a los orígenes y proclamar: "Abba, Padre". El hijo pródigo actuó conforme a esa lógica, cuando para salir de su estado de servidumbre volvió a la casa paterna. Ese simple gesto de confianza filial le valió el reintegro pleno de sus derechos de hijo. Si lo que a Dios le causa pena es que su hijo esté lejos, la alegría de Dios es que su hijo se acerque y le diga: Padre, aquí estoy, ya no quiero hacer mi voluntad sino la tuya.

El reino de los cielos, con sus tesoros de paz, justicia y alegría en el Espíritu Santo es patrimonio de los que vuelven al estado de niño. La oración dicha por un niño, con espíritu de niño: humildad, entrega confiada, perseverancia indómita, penetra los cielos y toca el corazón de Dios Padre. Entonces vale aquello de "pedid y recibiréis, llamad a golpes y se os abrirá".

En la versión de Lucas sobre el bautismo de Jesús, se dejó constancia de que el cielo se abrió "mientras Él oraba". La oración inaugura y asegura nuestra conectividad con el cielo. Por eso nada hemos de hacer sin orar. Y por eso hay que orar así: "Padre nuestro que estás en el cielo, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo".

Entonces vuelve a ocurrir el prodigio de la primera Creación. El Espíritu que aleteaba sobre las aguas fecunda otra vez la vida con su calor, nos regala alegría e inmortalidad. Se escucha, de nuevo, la voz del Padre: no ya la que deplora el exilio, sino la que anuncia el regreso y reafirma la promesa: "tú eres mi hijo, mi elegido, mi preferido".

Nuestra fe bautismal es una nueva Creación. Por el agua y el Espíritu Santo, la Iglesia nos introduce en el camino de retorno al Paraíso perdido. Allí donde entran, allí donde pertenecen y permanecen los que quieren ser niños.


19. La maravilla de ser hijos de Dios

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio A. Córdova

Reflexión

En algunas ocasiones –pocas, por fortuna— he escuchado decir a ciertas parejas: “A nuestro hijo no lo vamos a bautizar porque no queremos imponerle nada; mejor, cuando crezca, que él escoja qué religión quiere tener”. La verdad es que a mí me causan una grandísima pena quienes así piensan porque, además de reflejar la poca fe que ellos mismos tienen y su escasa formación religiosa, hacen ver con esos comentarios que no tienen ni idea de lo que es realmente el bautismo. Si dicen que no quieren imponer la fe a sus hijos, entonces, ¿por qué no les preguntaron también si querían venir a esta vida o no, si querían nacer o preferían no haber vivido nunca?

A lo mejor puede sonar esto un poco duro. Pero así es. Esos padres de familia no se dan cuenta de que, así como la vida es un don gratuito que se ofrece al hijo, sin condiciones, sólo por amor, con el bautismo sucede algo bastante semejante. La fe es un inmenso regalo, un don de Dios de un valor incalculable, y los padres –si son de verdad cristianos— consideran que es la mejor herencia que pueden dar a sus hijos. Es como si un señor muy rico quisiera regalar a un niño un millón de dólares y sus padres se opusieran rotundamente dizque para no “obligar” a su hijo a recibir algo sin su consentimiento. ¿Verdad que sería el absurdo más grande del mundo, aunque se hiciera en nombre de una supuesta “libertad”?

Cuentan que san Luis, rey de Francia, cuando alguno de sus hijos pequeños recibía el bautismo, lo estrechaba con inmensa alegría entre sus brazos y lo besaba con gran amor, diciéndole: “¡Querido hijo, hace un momento sólo eras hijo mío, pero ahora eres también hijo de Dios!”. El apóstol san Juan se expresa así, con inmensa emoción: “Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre para llamarnos hijos de Dios. ¡Y lo somos realmente!” (I Jn 3,2). Y un poco más adelante dice también: “Quien ha nacido de Dios no peca, porque la semilla de Dios está en él, y no puede pecar” (I Jn, 3,9).

El Evangelio de hoy nos narra el bautismo de Cristo, y nos refiere san Lucas que mientras Jesús era bautizado, “se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma y se dejó oír la voz del Padre que venía del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Es entonces cuando el Padre da ante el mundo ese maravilloso testimonio a favor de Cristo, ratifica solemnemente la condición divina de Jesús e inaugura con su sello la misión que su Hijo estaba para iniciar sobre la tierra.

Jesús es el Hijo eterno del Padre, el Hijo por naturaleza, el predilecto por antonomasia. Pero también nosotros, por una especialísima dignación de Dios y una predilección de su amor, a través del bautismo, también quedamos constituidos “hijos en el Hijo” y llegamos a ser hijos de Dios por adopción.

El bautismo es, pues, el sacramento por el que nacemos a la vida eterna y el que nos abre las puertas del cielo. El mismo Juan nos refiere en su evangelio aquellas profundas palabras que dirigió Jesús a Nicodemo: “En verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no podrá entrar en el reino de los cielos. Lo que nace de la carne, es carne; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu” (Jn 3, 5-6).

Después de las hermosas fiestas navideñas que todos hemos podido pasar estos días en familia, hoy la Iglesia quiere celebrando con todos sus hijos la fiesta del bautismo del Señor. De esta forma, así como Cristo inició su vida pública con su bautismo, nosotros ahora iniciamos nuevamente la vida “ordinaria” recordando y reviviendo el bautismo del Señor.

Pero no es sólo una celebración para iniciar el tiempo ordinario. La Iglesia, como buena Madre, quiere atraer nuestra atención hacia las verdades más esenciales y fundamentales de nuestra vida. Nos remonta hasta los orígenes de nuestra fe.

Se cuenta que san Francisco Solano, siendo ya religioso franciscano, fue un día a visitar su pueblo natal de Montilla, en España. Y, entrando a la iglesia de Santiago, en donde había sido bautizado, se fue derecho a la pila bautismal, se arrodilló en el suelo con la frente apoyada sobre la piedra y rezó en voz alta el Credo para dar gracias a Dios por el don de su fe. Algo casi idéntico repitió Juan Pablo II, cuando visitó Polonia por primera vez como Papa, en el año 1979. Acudió de peregrinación a su natal Wadowice y, entrando a la iglesia parroquial, encontró rodeada de flores la pila bautismal donde fue bautizado en 1920. Entonces se arrodilló ante ella y la besó con profunda devoción y reverencia. ¡Los santos sí saben lo que es el bautismo!

Gracias a Dios, también nosotros hemos recibido este don maravilloso. Pero, ¿cuántos de nosotros somos conscientes de este regalo tan extraordinario y nos acordamos de él con frecuencia para darle gracias al Señor, para renovar nuestra fe con el rezo del Credo y ratificar nuestro compromiso cristiano? El Vaticano II nos recuerda que, por el bautismo, todos los cristianos tenemos el deber de tender a la santidad y de ser auténticos apóstoles de Cristo en el mundo: con nuestra palabra, nuestro testimonio y nuestra acción. ¿Somos cristianos de verdad? ¿De vida y de obras, y no sólo de nombre, de cultura o tradición?

¡Ojalá que cada día vivamos más de acuerdo con nuestra condición y agradezcamos a Dios, con nuestro testimonio, el maravilloso privilegio de ser sus hijos predilectos!


20. 2004

LECTURAS: IS 40, 1-5. 9-11; SAL 103; TI 2, 11-14; 3, 4-7; LC 3, 15-16. 21-22

TÚ ERES MI HIJO, EL PREDILECTO; EN TI ME COMPLAZCO

Comentando la Palabra de Dios

Is. 40, 1-5. 9-11. Ha llegado el momento de retornar del destierro a la tierra prometida. Dios ha vuelto su mirada compasiva hacia su pueblo. Su victoria sobre los enemigos de su pueblo le lleva a presentarse como un rey pastor que cargará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito a sus madres. Podrá, incluso, una madre olvidarse del hijo de sus entrañas; pero Dios jamás se olvidará de los suyos. Dios se acerca a nosotros como aquel que nos libera de todas nuestras esclavitudes, y nos da la libertad de hijos de Dios. Pero hay que preparar el camino al Señor. Nuestro camino no puede ser el de la maldad, pues con nuestros pecados estaríamos dando a entender que no deseamos que la salvación llegue a nosotros. En cambio, al reconocernos pecadores, y pedir perdón, y estar dispuestos a vivir con mayor rectitud, estamos indicando que estamos dispuestos a hacer nuestra la salvación deseada. En Cristo tenemos el Camino que nos salva. Unirnos a Él por medio de la fe y del Bautismo lleva a cabo la salvación de Dios en nosotros y nos pone en camino hacia la posesión de los bienes definitivos.

Sal. 103. Nuestro Dios es el creador de todo lo que existe. A Él se debe todo honor y toda gloria por siempre. Y no sólo es el creador de todo, sino que su amor providente conserva y alimenta todas sus criaturas. Por encima de todo Dios está. Él ha enviado a nuestros corazones su Espíritu para renovar el aspecto de la tierra. Mediante el Bautismo nosotros entramos a formar parte de la familia divina, por nuestra unión al Hijo amado del Padre. A nosotros corresponde el cuidado de todo lo creado, sin esclavitudes que nos alejen de Dios o nos cierren al amor fraterno, pues quien posee el Espíritu de Dios tiene puesta su mirada en los bienes eternos y su alegría en servir a sus hermanos.

Ti. 2, 11-14; 3, 4-7. Dios, en Cristo Jesús, a salido al encuentro de todo hombre de buena voluntad para ofrecerle el perdón. Mediante su entrega Él nos ha redimido de todo pecado y nos ha purificado. Quienes hemos aceptado la salvación que Dios nos ofrece, estamos llamados a entregarnos a practicar el bien. Esa vida divina se ha hecho realidad en nosotros mediante el Bautismo que hemos recibido. El Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, nos hace ser herederos, junto con Cristo, de los bienes eternos. Quienes hemos sido hechos hijos de Dios no podemos continuar manifestándonos con una vida de maldad, como si fuésemos hombres sin fe y sin esperanza. Teniendo la mirada puesta en Cristo, nuestro Salvador, hemos de pasar haciendo el bien, como Él lo hizo mientras estuvo entre nosotros, pues nosotros prolongamos su presencia salvadora en el mundo.

Lc. 3, 15-16. 21-22. Se han abierto las compuertas del cielo y, en plenitud, el Espíritu Santo ha descendido sobre Jesús, a quien impulsará y acompañará durante todo su ministerio. La fidelidad amorosa de Jesús a la voluntad del Padre Dios hará que este lo reconozca y nos lo presente como a su Hijo amado, en quien Él se complace. Cumplida su misión, a quienes nos unimos a Jesucristo por la fe y el Bautismo, nos hace participar de su mismo Espíritu, para que continuemos en la historia su obra salvadora. Bautizados en un mismo Espíritu no podemos ocultar cobardemente esa luz en nuestro propio interior. El fuego del Espíritu Santo en nosotros nos ha de impulsar para ser valientes testigos del Señor, aceptando todas las consecuencias que nos vengan por creer en Cristo y por proclamar su Evangelio.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Mediante la participación en esta Eucaristía afianzamos nuestra relación de Hijos, pues unimos, de un modo cada vez más fuerte, nuestra vida a Cristo Jesús. Dios vuelve también su mirada hacia nosotros. Ojalá y pueda decir de nosotros que somos sus hijos amados en quien Él se complace por nuestra fidelidad a su voluntad. Pero, puesto que somos demasiado frágiles, pidámosle al Señor que derrame abundantemente su Espíritu Santo en nosotros para que sea Él quien nos conduzca por el camino del bien. Estando en comunión de vida con el Señor debemos ser un signo claro de Él en el mundo. Y ese ser un signo claro se ha de manifestar a través de una vida que se realice al estilo de Jesucristo, que por amor a nosotros dio su vida para que nosotros tuviéramos vida. Esa es la misma vocación de quienes unimos nuestra vida al Señor mediante la participación en la Eucaristía.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Quienes hemos sido bautizados y participamos de la misma Vida y del mismo Espíritu del Señor, hemos de ser un Evangelio viviente en el mundo y su historia. No podemos claudicar de la responsabilidad que tenemos que trabajar para que el Reino de Dios se vaya abriendo paso entre nosotros. Al abrirse los cielos el Don de Dios, el Espíritu Santo, no sólo se ha derramado en Jesús, sino también en toda su Iglesia, no sólo para que esta se dedique a distribuirlo mediante los sacramentos, sino para convertirse en un signo del amor salvador de Dios en medio de todos los pueblos. Por eso, además de la vida sacramental, además del anuncio del Evangelio, la Iglesia ha de convertirse en un signo del Señor que sigue acercándose a todo hombre que sufre para consolarlo, a todo hombre pecador para perdonarlo y dar la vida por él con tal de salvarlo. Y en este aspecto estamos involucrados todos. No se puede enviar a los laicos a llenar de Evangelio los diversos ambientes del mundo, mientras los pastores se quedan cómodamente instalados y olvidados del dolor de sus hermanos pobres y necesitados. Todos hemos de ser un signo de Cristo buen pastor que sale a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. El Espíritu Santo nos ha de dar la valentía suficiente y la fortaleza necesaria para poder cumplir con amor la misión salvadora que el Señor nos ha confiado.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir con fidelidad nuestro ser de hijos de Dios, dejándonos formar como tales por obra del Espíritu Santo, al cual hemos de permitir que nos conduzca como fieles testigos del Señor, sin miedo a las consecuencia que por ello pudiesen venir sobre nosotros. Amén.

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HOMILÍAS PARA LOS TRES CICLOS