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HOMILÍAS PARA LA FIESTA DE
SAN PEDRO Y SAN PABLO
1-8
1. I/SANTA-PECADORA.
En este episodio se hace evidente la diferencia entre reprensión y perdón (PERDON/RECREACION).
La reprensión vuelve a hacer presente la falta. El perdón la aleja hasta hacerla desaparecer. Crea una situación nueva.
Con la reprensión se echa en cara una culpa que pertenece al pasado, se la hace todavía actual. Con el perdón Cristo nos echa en cara -o sea, nos pone delante- el futuro, nuestras posibilidades (y no nuestros defectos).
La reprensión termina por hacer replegar al individuo sobre sí mismo, sobre su pecado. Con el perdón, Cristo nos hace salir del pecado.
La reprensión con frecuencia es estéril. El perdón, que es ofrecimiento de amor, siempre es creador.
Con la reprensión se demuestra que se conoce a una persona y sus culpas. Cristo, por el contrario, con el perdón más que conocernos, demuestra que nos inventa. Inventarnos "distintos".
La reprensión nos obliga a mirar hacia atrás. El perdón nos obliga a mirar hacia adelante.
Cristo cierra el pasado. Lo hace desaparecer definitivamente.
Ya no existe. Y no es que lo mantenga oculto, acaso, para echárnoslo en cara, cuando llegue el momento oportuno.
Cristo nos entrega el futuro.
Se ha observado con mucha agudeza que la penitencia que Jesús impuso a Pedro fue el encargo que ya antes le había confiado.
Como si dijese: "¡Anda, de ahora en adelante tienes que hacer de papa!". ("Ahora que te he enseñado como se hace... sabrás confesar, sabrás perdonar los pecados de los otros...") (L.Evely).
También a nosotros nos pone el Señor este tipo de penitencia comprometedora. "Ahora anda... Pongo en tus manos el porvenir".
El perdón, más que saldar una cuenta con el pasado, abre una cuenta con el futuro. Pero el episodio precisa también el sentido con que es necesario entender la expresión: "Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia": la piedra no es la de Pedro. La piedra de su presunción, de su seguridad se ha hecho añicos por la experiencia de las negaciones. Y después ha sido disuelta, definitivamente, por las lágrimas del arrepentimiento.
Ahora Pedro, y nosotros con él, está en disposición de entender que la piedra, la roca es únicamente Cristo. Solamente él ofrece todas las garantías de firmeza. La fidelidad es la suya. Y es una fidelidad que no decae nunca, a pesar de las traiciones y debilidades de los hombres.
Por otra parte, también la experiencia de otro apóstol, de quien hoy celebramos la fiesta, demuestra la misma realidad.
El mismo Pablo no duda en reconocer: "Ya estáis enterados de mi conducta anterior en el judaísmo, cuàn encarnizadamente perseguía la Iglesia de Dios y la devastaba..." (Ga/01/13).
Tiene que reconocer que ha sido "un blasfemo, un perseguidor y un violento" (1 Tim 1, 13). Pero se siente orgulloso al subrayar: "Por la gracia de Dios soy lo que soy" (1 Cor 15, 10).
Así pues, la Iglesia se funda en la misericordia de Dios, no en la fuerza de los hombres.
La Iglesia es la comunidad de los pecadores perdonados, "indultados", no de los perfectos.
Nota justamente un estudioso: "El jefe de los apóstoles ha vivido esa hora oscura, ¡el hombre de piedra ha sido tan débil y flojo! Pero en aquellos tiempos se sabía que los apóstoles no eran ni santos, ni héroes, sino sólo servidores, mandados, solamente pecadores justificados, semejantes a todos los demás hombres. Se sabía que la Iglesia no se funda sobre hombres de piedra o sobre héroes, sino solamente en Cristo, y que la caída y el pecado de los hombres de Dios no hacen sino poner en más evidencia el poder de la gracia" (G. Dehn).
Permítanme ahora una confesión personal. Hubo un tiempo en mi vida en que no lograba aceptar sino a la Iglesia de los perfectos.
Cada pequeño desgarrón en sus vestidos me escandalizaba, cada mancha me indignaba. Cada arruga en su rostro me fastidiaba. Cualquier debilidad provocaba condenas implacables por parte del pequeño juez agazapado dentro de mí.
Hoy, por suerte, estoy curado de estas pretensiones idealistas. He entendido que aquella era la Iglesia de mis sueños, no la Iglesia fundada por Cristo y sobre Cristo. He caído en la cuenta, sin hacer de ello un drama, que la Iglesia revela, pero también esconde a Dios. Lo manifiesta, pero -en ciertos momentos- lo oscurece. Lo hace presente, pero a veces nos lo aleja. Sí. La Iglesia es santa, pero hecha por pecadores.
La Iglesia nos entrega a Dios, ciertamente. Pero nos lo ofrece como envuelto en la corteza de la propia miseria, en la maraña de las propias contradicciones. En Dios no hay ni sombra, ni arruga ni mancha. La Iglesia, por el contrario, está hecha de hombres, y consiguientemente hecha de miserias, debilidades, culpas, desórdenes varios. Tiene razón A. Maillot cuando observa que los delirantes de una pureza idealista de la Iglesia son "enemigos del Reino".
He aprendido a amar y a aceptar con alegría la Iglesia tal como es. Porque yo también soy Iglesia. Y también yo tengo necesidad de ser aceptado por la Iglesia con mi peso de miserias y mis sombras. Estoy seguro de que nunca me avergonzaré de la Iglesia. Es más, le estaré siempre agradecido. Incluso por sus sombras. Porque hace resaltar la luz que viene de Otro.
ALESSANDRO
PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO C
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1985.Pág.
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2.
Hay verdades que, por sabidas, se tienen olvidadas. Verdades éstas elementales, de sentido común, y, generalmente, verdades muy importantes para la vida. Tal es, por ejemplo, la siguiente: que "nadie puede comenzar de cero", o, lo que es lo mismo, que el hombre, cada hombre que viene a este mundo, no puede inventarlo todo y decirlo todo como si fuera el primero y el único habitante, sin tradición alguna que respetar y de la que vivir.
Hablamos hoy de ruptura. Y habría que decir que sí, que hace falta romper con el pasado, sobre todo con el más inmediato, pero sin desmadres, esto es, sin llegar a decir como aquel adolescente: "yo no me encuentro bien en la familia porque no la he elegido." Según este razonamiento, deberíamos dejar a nuestros padres y vivir tan pronto como fuera posible con los amigos.
Deberíamos también olvidar la lengua materna, que tampoco hemos elegido, y renunciar al legado cultural de los mayores, lo que sería evidentemente insensato. Con todo, hay en la actitud de nuestro adolescente una exigencia legítima y profundamente humana: la exigencia de convertir las relaciones naturales en relaciones personales, mediando la libertad. Queremos decir, por ejemplo y en el ejemplo anterior, que el adolescente puede y debe elegir a sus padres con tal de que éstos se hagan dignos de elección. En cuyo caso el instinto cede y comienza el amor, y lo que parecía ser un impedimento se convierte en espacio de libertad. Las relaciones naturales se han convertido en relaciones personales. El que ama a sus padres no los cambiaría nunca; por lo tanto, el que ama a sus padres los elige.
TRADICIÓN: El hombre vive en el curso de la tradición como el pez en el agua. Es su medio. Salir de la tradición y seguir viviendo es imposible. En este sentido, todos somos tradicionales, pues nadie puede comenzar su vida a partir de cero; incluso aquellos que hacen gala de ser poco tradicionales tienen sus raíces escondidas y, lo que es peor, las tienen ocultas ante sus propios ojos. Con lo que aumenta el riesgo de dependencia respecto al pasado y disminuyen las posibilidades de un futuro verdaderamente nuevo. Ahora bien, la tradición verdadera no se transmite biológicamente como el color de los ojos. No es tampoco un proceso mecánico, sino histórico, donde entra en juego la conciencia y la libertad.
ANTICUARIO-TRADICIONAL El hombre tradicional, en el mejor de los sentidos, es un hombre consciente, que sabe lo que recibe y un hombre libre que interviene como persona en el curso de la tradición viva. Sí, tradición viva, porque la tradición, como la vida, viene de lejos, pero va siempre hacia delante. El pasado es entonces la posibilidad del futuro y éste la plenitud sorprendente de aquél, la nueva plenitud. La tradición no es costumbre, rutina, repetición mecánica o herencia biológica, sino historia, vida y, por lo tanto, cambio. Es vida humana, vida en libertad y desde la libertad humana, y, por lo tanto, es también riesgo y aventura, esperanza y promesa, responsabilidad... Evidentemente, en este segundo sentido no son tradicionales todos los hombres. Más aún, aquellos que se llaman tradicionales y detienen la tradición, la ponen en conserva, son en verdad los sepultureros de la tradición. Estos pueden ser anticuarios, pero no son hombres de tradición. El cristiano es un hombre de tradición. La tradición cristiana es la que viene de Cristo; no puede tener otra fuente. En Cristo reciben los creyentes toda la vida y la verdad de Dios.
Verdad y vida que llega hasta nosotros de fe en fe, a partir de los apóstoles. Pablo, cuando llega al fin de su vida, "de su carrera", como él dice, se alegrA de haber mantenido encendida la antorcha de la fe y de haber realizado pulcramente la delicada operación del relevo: "... he llegado a la meta de la carrera, he conservado la fe"; "... el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles". Pero Pablo era ya un hombre de la segunda generación, que no había conocido a Jesús en vida, que no lo había acompañado a partir del bautismo en el Jordán y hasta su ascensión a los cielos. También él vivió, como nosotros, en el curso de la tradición. Pedro, en cambio, es uno de los doce, apóstol en sentido pleno. En Pedro comenzó la fe su camino, comenzó su camino la tradición. En eso estamos y de eso vivimos, del testimonio apostólico, del testimonio de Pedro cuando dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". La Iglesia, la asamblea de los creyentes que ha sido convocada por los heraldos del evangelio, es y será siempre una comunidad apostólica.
FE/CREENCIAS: Dice Pablo a los romanos que "el justo vive de la fe". Esto no significa que viva de la fe de los mayores, pues la fe es, en cada caso, personal: Nadie puede creer por otro. Cierto que la fe es la respuesta al evangelio de Jesucristo, que no hemos inventado nosotros; pero es nuestra respuesta. Y es, además, la respuesta que sólo nosotros podemos dar en una situación nueva e irrepetible. De ahí que la fe cambie sus expresiones en la historia hasta que se manifieste la plenitud del reino de Dios en Jesucristo. No debemos confundir la fe viva, que se renueva constantemente, con las "creencias" que se transmiten como una costumbre. Hay cristianos que lo son porque ya lo fueron sus padres, son cristianos de "herencia" y de "creencias", pero los hay también que lo son porque han creído, porque han apostado hoy por el evangelio: éstos son cristianos por elección, éstos son los que viven de la fe y en los que vive la verdadera fe de la Iglesia. En ellos la tradición sigue su camino y va haciendo la historia de salvación.
EUCARISTÍA 1976, 40
3. I/UNIDAD.
Entre San Pedro y San Pablo hubo también tensiones. No sólo en Corinto, en donde unos se llamaban de Pedro, y otros de Pablo, y otros de Apolo, sino ya antes, en Antioquía: "Cuando vino Cefas a Antioquía me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión .... Cuando vi que no procedía con rectitud, según la verdad del Evangelio, dije a Cefas (San Pablo suele llamar así a Simón, como le llamó Cristo: Cefas, esto es, la "roca") en presencia de todos: "Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?" (/Ga/02/11/14). Este texto, ciertamente difícil, es, sin embargo, también alentador. Detrás de estas palabras de Pablo se esconde toda su lucha por la libertad del Evangelio. San Pablo se refiere al problema que se había planteado en la Iglesia al extenderse la evangelización más allá de las fronteras del pueblo de Israel.
Era éste un problema que ya se había planteado San Pedro el año 38, cuando recibió en la Iglesia a Cornelio sin exigirle antes la circuncisión. En aquella ocasión, el mismo San Pedro tuvo que reducir al silencio con su autoridad la protesta de algunos cristianos palestinenses que no comprendían el sentido universal del Evangelio (Hechos 11, 1 ss). El año 43, San Pedro tuvo que abandonar Palestina para escapar de la persecución de Herodes Agripa I y, posiblemente, sólo pudo regresar poco antes del Concilio de Jerusalén (48-49). Durante el tiempo de su ausencia, la situación político-religioso había cambiado notablemente en Palestina: el año 44 terminaba el reinado de Herodes Agripa y de nuevo el país pasó a ser gobernado por procuradores romanos, con lo cual el nacionalismo judío se recrudeció y, de una manera indirecta, también las tendencias judaizantes de los cristianos.
La cuestión de si los convertidos de la gentilidad debían o no someterse a las costumbres judías y a la ley mosaica se replanteó con mayor virulencia, hasta el punto de ser necesaria una decisión conciliar. San Pedro, en el concilio de Jerusalén, defendió claramente el universalismo del Evangelio y su libertad por encima de la ley mosaica. Las decisiones conciliares se dieron a conocer pronto en Antioquía a través de dos emisarios del concilio de Jerusalén, Judas y Silas. Sin embargo, la tensión seguía, y San Pedro pensó que era oportuno abandonar definitivamente Palestina, dirigiéndose también a Antioquía. No tardaron los grupos más intransigentes de Jerusalén en seguir los pasos de Pedro, para observar su comportamiento en Antioquía. Y fue entonces cuando la ambigüedad del comportamiento de Pedro provocó la reacción de San Pablo.
No debiéramos escandalizarnos de las tensiones que hoy vemos en nuestra Iglesia, pues éstas no sólo son inevitables, sino también provechosas para encontrar el camino hacia el futuro que Dios le depara. San Pedro y San Pablo cupieron perfectamente en una misma Iglesia, los dos predicaron el mismo Evangelio y supieron ambos morir por él en la persecución de Nerón. Por eso caben hoy en un mismo recuerdo y celebramos su nombre en una misma festividad.
Hoy se dice que vivimos en un mundo pluralista, en el que resulta imposible reducir todas las verdades a una sola verdad y decidirlo todo desde una sola instancia suprema. Es este un mundo en el que es menester contar siempre con la diversidad y en el que la unidad solamente es posible dentro del respeto y el amor mutuo. Este es el mundo con el que la Iglesia quiere dialogar, y por eso la Iglesia debe admitir en su propio seno cierto pluralismo. Si la Iglesia fuera una unidad monolítica, sin grietas, homogénea y compacta, no tendría tampoco ventanas y puertas abiertas para ver este mundo y para que el mundo encontrara comprensión dentro de ella. Esto produce tensiones, pero también vida y esperanza hacia un futuro siempre mayor. Por encima de todas las diferencias, nuestra unidad es posible en Cristo, de quien es, en definitiva, la Iglesia. Y el ministerio de Pedro, que es la autoridad suprema dentro de la Iglesia, ha de ser también el servicio para la constante edificación de la unidad de todos en Cristo. No temáis: La Iglesia no es de Pedro ni de Pablo, sino de Cristo. Por eso, las puertas del infierno no podrán con ella.
EUCARISTÍA 1970, 39
4. CELEBRAMOS EL ORIGEN APOSTÓLICO DE LA IGLESIA
Hoy celebramos la muerte, con su testimonio martirial, de los dos Apóstoles; no porque murieran juntos, sino porque desde el principio la comunidad unió su recuerdo, viéndolos como las dos columnas de la Iglesia. Recordemos que además hay otra fiesta de Pedro (la cátedra) y de Pablo (la conversión).
Pero hoy no se trata sólo de la fiesta de dos mártires, por importantes que sean, sino de la identidad misma de la Iglesia en cuanto "apostólica". La Iglesia tal como la quiso Cristo, fundada visiblemente en el ministerio de los apóstoles, sobre todo de Pedro: "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Es como la fiesta del origen de la comunidad cristiana: "tú entregaste a la Iglesia las primicias de tu obra de salvación mediante el ministerio apostólico de San Pedro y san Pablo" (colecta de la vigilia), "fueron fundamento (exordium) de nuestra fe cristiana" (colecta de la fiesta). Es como si hoy dijéramos con énfasis: "creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica...
-DIFERENTES Y COMPLEMENTARIOS Con ocasión de esta fiesta solemos comparar las personalidades de Pedro y Pablo. El mismo prefacio de hoy da dos pinceladas en esta dirección: "Pedro fue el primero en confesar la fe; Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundo la primitiva Iglesia con el resto de Israel; éste, la extendió a las gentes".
Pero no habría que exagerar este contraste: Pedro y Pablo no se pueden catalogar como símbolos de "la autoridad" y "el carisma" (entre otras cosas porque también Pedro fue un auténtico carismático, y Pablo un defensor de la autoridad), o del particularismo y la universalidad (fue Pedro el que ya antes de Pablo admitió a la primera familia pagana a la fe, la de Cornelio). Es verdad que en toda la historia de la Iglesia ha habido y sigue habiendo tensión dialéctica entre estos valores, como ya lo hubo en el episodio de Antioquía entre ellos dos. Pero habría que presentar a Pedro y Pablo como complementarios: con sus caracteres diversos, ambos tuvieron en común la fe y el amor entusiasta por Cristo y su seguimiento testimonial hasta la muerte. "Por caminos diversos ambos congregaron la única Iglesia de Cristo" (prefacio). De Pedro el evangelio acentúa su confesión de fe, el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos, la misión de apacentar la grey de Cristo, como símbolo de la unidad eclesial; Pablo es el infatigable difusor de la fe entre las naciones. Ambos, desde luego, aparecen en el NT como pecadores y débiles.
-APLICACIONES La homilía -y toda la celebración- debería acentuar nuestra confesión de fe en la Iglesia. La fe cristiana supone también aceptar a la Iglesia tal como la ha querido Cristo: en este caso, fundada sobre los apóstoles y sus sucesores, el papa y los obispos. Habría que presentar esta característica, no tanto en tono apologético, sino teológico, y con consecuencias de sensibilidad práctica. La aceptación del papa y de los obispos, no porque valen mucho y son muy sabios, o porque aciertan en todo (ojalá tuvieran todo esto): sino por motivos teológicos. Cristo lo ha querido así. Ha querido salvar a la humanidad a través de una Iglesia centrada en el ministerio de unos hombres, sobre todo del papa y los obispos. Las estructuras (tanto de la Iglesia local como de la universal) no son superfluas. Hoy es un buen día para recordar que toda Eucaristía que celebra la comunidad cristiana está legitimada por la comunión eclesial que formamos con el obispo, con los demás obispos y con el papa.
El nombrar, como hacemos, en la Plegaria Eucaristía, al papa y a nuestro obispo, es un signo de esta comunión. No somos un grupo aislado, ni parroquial ni de jóvenes ni de una comunidad religiosa: somos parte y realización concreta de una Iglesia universal edificada sobre los Apóstoles y sus Sucesores, fundamentos visibles, y en último término sobre Cristo y su Espíritu.
J.
ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1986, 14
5. ADVERTENCIAS GENERALES
1.Los orígenes de la Iglesia. La fiesta de hoy es importante. Por ello tiene prioridad sobre el domingo. La fe de aquellos hombres se halla en los orígenes de nuestra comunidad. Deberá ponerse de manifiesto y subrayar su continuidad. Por eso conviene no mitificar los orígenes: los alejaría de nuestra experiencia y de nuestra cotidianeidad.
2. La predicación de hoy. Es conocida la insistencia en el primado del Papa, con cariz apologético. Sin embargo, la lectura de todo los textos (lecturas, colecta, prefacio) parece exigir una predicación más global de orden eclesial, centrada en la fe.
3. Cuatro pistas sobre la Iglesia. Se prestan (bien actualizadas) a cuestionar directamente a los asistentes a la celebración,.
Puede seguirse una de ellas o pueden combinarse. Habría también otro camino: hablar de los apóstoles.
PISTAS CONCRETAS
1. La Iglesia, obra del Señor. Tomando pie en las primeras palabras de Jesús a Pedro y en la primera lectura, podría presentarse la Iglesia como obra del Señor: él la edifica y vela por ella, a pesar de la debilidad de cuantos la componemos.
Precisamente Pedro (la piedra sobre la que el Señor edifica) nos aparece lleno de debilidades, de reacciones humanas, y termina por negarle en el momento más comprometido. Por este camino, superaremos crisis y escándalos: las faltas o debilidades de los dirigentes de la Iglesia no nos sirven de excusa para alejarnos de ella. Todos nosotros somos de carne y sangre, débiles. Pero la Iglesia (que por esta misma razón debe estar abierta a la autocrítica, a la revisión, al diálogo fraternal, e incluso al contraste de opiniones y de corrientes) no es fruto de la carne y la sangre, sino obra del Señor: es la Iglesia de Jesús, la comunidad de Jesús y "el poder del infierno no la derrotará".
2. La iglesia confesante. Obra del Señor, la Iglesia es una comunidad de creyentes, que confiesan a Jesús como el Mesías, el Hijo de Dios vivo. La fe es un misterio, un don de Dios ("te lo ha revelado mi Padre que está en el cielo"); nos conduce de conocer a Jesús como un hombre importante (Juan bautista...) a confesarlo como el Hijo. Nótese la contraposición: la gente dice y piensa cosas diversas de Jesús. Nosotros no decimos esto o pensamos aquello, sino que "confesamos". Nos sentimos expresados en las palabras de Pedro como se sentían los discípulos; aquí estriba lo que nos hace cristianos y nos sitúa en continuidad con ellos y con todos los que lo han sido en esta larga sucesión de generaciones, en medio de tantos cambios y en situaciones tan distintas.
El cristianismo no es cuestión de organización, de devociones o de costumbres: es confesión de fe en Jesús y vida de acuerdo con esta confesión (irse con Jesús, seguirle, acompañarle, decía el evangelio del domingo anterior). En esto nos diferenciamos de "la gente". Por eso cada domingo venimos a celebrar, expresar y alimentar esta fe. Y también debemos confesarla (expresarla y vivirla) en la vida de cada día en seguimiento de Jesús. ¿Qué significa, concretamente, esta confesión de fe en nuestra vida diaria?
3. La Iglesia martirial. La confesión de fe compromete la vida y está abierta a todo lo que pueda presentarse. Herodes detuvo a algunos de la Iglesia, hizo matar a Santiago y prender a Pedro.
Esta vez se escapa; pero ya sabemos cómo terminó su aventura. La segunda lectura nos ofrece expresiones bellísimas de fe en Jesús al final de una larga vida de trabajo para expandir y construir la iglesia. Pablo ha ofrecido su vida como una copa llena que se derrama, ha combatido un noble combate, ha consumado una trabajosa carrera y -dice- "he mantenido la fe". ¡Qué actitud tan diferente podemos ver hoy! (¿quizás es la nuestra?): los años nos han hecho perder la candidez y nos han aguado la ilusión; ya solamente sobrevivimos: como hombres y como creyentes. En cambio Pablo, anciano y preso, reconoce: "El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje". Hasta el extremo; hasta derramar la copa. Sin concesiones a la comodidad; sin reivindicar unos derechos; sin ponerse a la defensiva. ¿Estamos dispuestos a jugarnos la vida -creyentes y comunidades creyentes- en la confesión de fe?
4. La Iglesia de la esperanza. El Señor nos ha liberado de las manos de Herodes y de la boca del león; el poder del infierno no podrá derrotar a la Iglesia. Pero la muerte está rondándonos: ahora cae éste, ahora aquél, mañana caeremos nosotros: yo, tú, cada uno. Ante esta certidumbre, ya inminente, Pablo no habla de ser engullido, sino de desatar las amarras y de dejar el puerto para emprender un nuevo viaje, de la corona que el Señor va a darle, de la añoranza de su manifestación. "El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo". El anciano luchador mantiene intacta la esperanza del primer día: una esperanza que ha ido enriqueciéndose, tomando cuerpo y experimentándose a lo largo de una vida de fidelidad.
Nosotros somos una sociedad cada día más desencantada (es decir, desesperanzada), las perspectivas no aparecen nada halagüeñas y uno tiende a refugiarse en la fruición pasajera del instante presente, mientras se pueda. Los cristianos, ¿aparecemos como la comunidad de la esperanza, de quienes nos sabemos llevados por el Señor Jesús? ¿En que se nota?
J.
TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1980, 14
6.
La fiesta de hoy es UNA FIESTA DE FAMILIA. Pero nuestra familia (esta familia que formamos los cristianos) está un poco EN CRISIS. De ahí que esta memoria de Pedro y Pablo, los dos santos que ocupan un primer plano en los inicios de nuestra familia pueda ayudarnos a reflexionar un poco sobre esto que sucede en la Iglesia actual. Sin que por ello dejemos de celebrar festivamente el día de hoy.
Pedro y Pablo, son dos personajes muy distintos por su modo de ser y obrar, pero muy iguales en su fe y en su amor por su Señor JC. Y también muy iguales por su entrega incondicional, hasta la muerte, al trabajo de reunir una comunidad que viviera de la fe y del amor de JC. Aunque uno y otro realizaran este trabajo de un modo bastante distinto. Pedro y Pablo, son dos personajes vivos. Por ello podriamos intentar preguntarnos QUE NOS DICE EL EJEMPLO DE UNO Y OTRO en este momento de la iglesia. EL EJEMPLO DE PEDRO, en primer lugar.
1. Los evangelios parecen empeñados en insistir en DOS COSAS (aparentemente contradictorias) de Pedro: es el primero en confesar su fe en JC, pero también es el primero en equivocarse al desaconsejar a JC que siga el camino que lleva a la cruz (un camino que era demasiado difícil para Pedro y por ello negó aquella fe antes generosamente proclamada). La equivocación de Pedro, la traición de Pedro, le convierten -sin embargo- en el hombre de fe, de fe radical. Precisamente PORQUE APRENDE A DESCONFIAR DE SI MISMO, Pedro puede ser piedra, roca, fundamento de la iglesia. Porque él solo tiene una cosa: fe y amor (o amor y fe: es lo mismo).
-Este es el trabajo de Pedro EN LA PRIMERA IGLESIA, en las primeras comunidades. Es la fe sencilla, la fe radical, la fe incondicional. ES LO QUE UNE, lo que es común a todos; lo que Pedro puede recordar con sencillez cuando surgen dificultades o divisiones o conflictos (también la primera iglesia tenía sus crisis). Por esto él es piedra fundamental: porque es la fe incondicional en JC.
-Esta es también la palabra de Pedro PARA NOSOTROS. En la gran familia que es la iglesia, caben muchas diferencias, y como en toda familia no faltan las dificultades, los conflictos. Pero nada de ello puede romper ni ahogar lo que es fundamental: LA COMUNIÓN sencilla, incondicional, generosa EN UNA MISMA FE. En la fe de Pedro, la fe que es JC. Sobre esta fe cada uno ha de construir; fuera de este fundamento no hay construcción cristiana posible.
Ser hoy signo de esta fe fundamental de Pedro, es EL SERVICIO DEL SUCESOR DE PEDRO, del obispo de Roma, del papa, signo y servidor de la unidad entre los cristianos, de la fidelidad incondicional a la fe de JC. EN segundo lugar, el EJEMPLO DE PABLO.
2 El que había sido esforzado perseguidor de la iglesia (de JC, dice él), y luego se convirtió en el más eficaz anunciador de la fe y del amor de JC, constructor de UNA IGLESIA ABIERTA A TODOS los pueblos, a todas las culturas, a todas las religiones. Este iglesia que es nuestra iglesia.
-Este es trabajo de Pablo EN LA PRIMERA IGLESIA. No tener miedo, aventurarse, romper con todo lo que sea un impedimento, un obstáculo, para el anuncio de JC. Sin Pablo, la primera iglesia se quedaba encerrada en el pequeño círculo del pueblo judío. Pablo se arriesga y a menudo ha de vencer las incomprensiones de sus hermanos cristiano; pero él NO ABANDONA SU APERTURA A TODOS, no renuncia a la libertad de JC, sin miedos.
-Esta es la palabra de Pablo PARA NOSOTROS. La iglesia no puede quedarse encerrada, no puede anclar sus naves en el pasado, HA DE ABRIRSE a las nuevas culturas, a las nuevas costumbres, a las nuevas ideologías. JC es para todos, no solo para nosotros. El anuncio de JC exige liberarse de todo lo que dificulte su compresión. La iglesia no ha de tener miedo, ha de ser libre (libre de los mismos cristianos) para mantener viva la fe de JC, PARA PODER ANUNCIARLA A TODOS, sin exclusiones.
Pedro y Pablo, dos ejemplos para nosotros. Dos ejemplos, en el fondo, de una misma y única fe en JC, de un mismo y único amor por JC. Ser fiel a la fe es vivirla como fundamento incondicional, como comunión entre todos los cristianos. Y ser fiel a la fe es también vivirla con libertad, como levadura que puede fecundar el mundo de cualquier época.
El ejemplo de Pedro y Pablo, vivo en nuestra Iglesia. Su memoria, su recuerdo, es motivo de fiesta para nosotros. Pero lo que es más aún que su fe siga viva en nosotros. La fe de JC, la fe que proclamamos hoy nosotros.
JOAQUÍN
GOMIS
MISA DOMINICAL 1976, 13
7.
La fiesta de los apóstoles san Pedro y san Pablo nos llega este año cuando aún resuenan los ecos de la cincuentena pascual; no hace mucho nos parábamos a contemplar el misterio de Dios en la Trinidad, y el próximo domingo vamos a contemplar el amor de Cristo, que son dos elementos centrales del misterio de Pascua.
Pero hoy nuestra atención se detiene en dos cristianos que, desde el principio, fueron, cada uno a su manera -y una manera no precisamente igual- los grandes proclamadores de la Pascua de Jesucristo.
1. Lo que hoy celebramos de san Pedro y san Pablo es su muerte.
Otros días, durante el año, los celebramos por otros motivos distintos; pero hoy, lo que nos atrae es su muerte. Y no como un simple hecho biológico, sino su muerte como testimonio decisivo, personal, irrevocable y ejemplar, sobre cuanto había sido su vida al servicio de Jesucristo. En eso, como tantos cristianos antes y después que ellos, en todo tiempo y en todo lugar, los santos Apóstoles fueron imitadores de Jesucristo: no murieron simplemente, sino que les mataron. Su muerte fue como el desenlace de una lucha entre dos terquedades: la terquedad de la fe y de la fidelidad a la misión recibida, y la terquedad de la ofuscación, del oportunismo, del no saber medir el alcance de los propios actos. San Pedro lo había dicho ya, al principio ante el sanedrín: "Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres, y fuera de Jesús no hay salvación!". La fe de los Apóstoles en Jesús y su amor por él fueron más fuertes que la muerte, como lo fueron también el amor de Jesús por el Padre y por los hombres. Y por eso es gloriosa la muerte de los Apóstoles, porque es la garantía de su participación en la resurrección gloriosa de Jesucristo.
2. LBT/LIBERACIÓN Pero en realidad, las lecturas que acabamos de escuchar no nos hablan de la muerte de san Pedro y san Pablo. Más bien nos hablan de liberación. San Pedro es liberado de la cárcel, y san Pablo habla de que el Señor lo ha librado de quienes le perseguían, para que así pudiera cumplir su misión. ¿Qué ha pasado pues, cuando han muerto? ¿No los ha liberado el Señor, en aquel momento? O quizá mejor: ¿no ha sido la muerte el momento culminante de su libertad? Sería muy pobre entender las palabras de los apóstoles con un sentido meramente material, como si ser libre significase sólo no llevar cadenas en las manos y en los pies. Para el cristiano, ser libre es algo más profundo; lo hemos aprendido de los labios de Jesucristo: "La verdad os hará libres!" (/Jn/08/32). Ser libre es lo mismo que vivir en la fe, en la esperanza y en el amor. Y este es el sentido de la profesión de fe de San Pedro que hemos escuchado en el evangelio de hoy. Pedro no habla atado a la carne ni a la sangre, esta cárcel que nos quita a todos tantas veces sutilmente la libertad; Pedro no mira a Jesús de Nazaret dentro de los estrechos límites de su experiencia inmediata. En cierto modo, como diría luego Pablo, hablando de su conocimiento de Jesucristo, no malgasta el tiempo para conocerlo según la carne.
Dios, el Padre, el que conoce realmente a su Hijo, le ha revelado quién es el Hijo del Hombre, y Pedro, liberado, proclama su fe, que es la fe de la Iglesia: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!".
La predicación de los apóstoles es el ejercicio de esta libertad, como lo es la fe de todo cristiano, y en la muerte esta fe se manifiesta de modo culminante. En la muerte, a ellos como a todo hombre fiel, Dios libera definitivamente de la carne y la sangre, y lo que era profesión de fe se convierte en contemplación amorosa de la faz inmensa del Padre. Por ello, la muerte de los apóstoles no es un momento oscuro en el que Dios no libera, sino que es el momento glorioso en el que se consuma la libertad de la Fe.
3. Esta es, hermanos, nuestra vocación: una vocación de vida en la fe hasta la muerte, una vocación que nos conduce de libertad en libertad. Esta vocación la vivimos siguiendo las huellas de san Pedro y de san Pablo; en la comunidad que ellos plantaron con su sangre, de Oriente a Occidente, que es católica y apostólica, animada por el Espíritu que es liberación, pese a las limitaciones del tiempo actual: ¡somos cristianos en la iglesia! Y en esta Iglesia vivimos la fe, y celebramos los sacramentos de la fe. Hoy es un día especialmente indicado para recitar la profesión de fe lentamente, conscientemente, libremente. La fe de san Pedro y san Pablo es la que nosotros vamos a proclamar ahora. Y hoy, como siempre, se nos convoca para celebrar la Muerte de Cristo y su Resurrección; con una comunión personal, profunda, emocionada, como lo fue la de los apóstoles Pedro y Pablo, en la vida y en la muerte.
PEDRO
TENA
MISA DOMINICAL 1973, 3b
8.
EL PRIMERO EN TODO
Jesús, ante de expresar su última voluntad, el mandamiento nuevo, se despidió de sus discípulos con estas palabras: "Adonde yo voy, vosotros no sois capaces de venir" (Jn 13,33). A continuación les dijo cuál era su mandamiento: entre ellos tenían que tratarse como hermanos y quererse tanto que, si fuera necesario, debían estar dispuestos a ir, por amor a los hermanos, adonde muy pronto iría él: a la muerte. Esa sería la señal que los identificaría como discípulos suyos (Jn 14,34-35). Pedro no lo entendió y preguntó a Jesús que adónde iba, recibiendo como respuesta la misma afirmación que había hecho Jesús un poco antes: "Adonde me voy no eres capaz de seguirme ahora, pero, al fin, me seguirás." El temperamento de Pedro, al que le gustaba aparecer siempre como el primero en todo, se manifiesta en su reacción ante estas palabras de Jesús: "Señor, ¿por qué no soy capaz de seguirte ya ahora? Daré mi vida por ti." No era una fanfarronada. Seguramente que se habría jugado la vida por él si Jesús hubiera actuado tal y como Pedro suponía que debía hacerlo. De hecho, se la jugó cuando, en el huerto (Jn 18,10), sacó el machete para defender a Jesús, él solo contra todo un batallón (Jn 18,3). Pero su problema era que no había entendido ni a Jesús, ni su mensaje, ni su manera de ser Mesías.
Por eso se había opuesto a que Jesús le lavara los pies: pensaba que era una humillación para Jesús lavar los pies a quienes, según su mentalidad, eran inferiores (Jn 13,6-9), y por eso, al final, cuando llegó la hora de la verdad, en un momento de esos que sirven para descubrir dónde están los auténticos amigos, desalentado quizá por el rumbo que tomaban los acontecimientos, renegó por tres veces de Jesús cuando le preguntaron si lo conocía (Jn 18,15-27). Y no es que no hubiera sido sincero en lo que había dicho antes, es que le costó mucho trabajo y tardó bastante en entender en qué consistía amar y seguir a Jesús.
UNA NUEVA OPORTUNIDAD
"Cuando acabaron de almorzar, le preguntó Jesús a Simón Pedro:
-Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?...
La tercera vez le preguntó:
-Simón de Juan, ¿me quieres?"
Después de la resurrección, Jesús ofrece a Pedro una nueva oportunidad y le hace comprender, de una vez por todas, cuál es el amor que espera de él.
Por tres veces le pregunta si le quiere, y por tres veces, a la respuesta afirmativa de Pedro, Jesús le pide un signo de ese amor: "Apacienta mis corderos", "Pastorea mis ovejas", "Apacienta mis ovejas".
La señal que Jesús le pide consiste en que se identifique con él como pastor. "Pastor" se usaba en el Antiguo Testamento para referirse a los responsables de la administración y el gobierno, pero Jesús cambia su sentido al aplicarse a sí mismo este término. Jesús se había definido como "el pastor modelo" por dos características fundamentales: porque con su actividad comunica vida a sus ovejas, "yo he venido para que tengan vida y les rebose" (Jn 10,10), y porque, buscando y defendiendo la vida de sus ovejas llegará a darse a sí mismo, a entregar su propia vida por las ovejas: "el pastor modelo se entrega él mismo por las ovejas" (Jn 10,11). Las ovejas de Jesús son todos los seres humanos (Jn 10,16); a todos ellos va destinado su mensaje, a todos se debe ofrecer el proyecto de vida y libertad, de amor y de convivencia solidaria que él ha presentado de parte de Dios a Pedro y a los que hasta ahora han sido sus discípulos.
Jesús, al decirle que la muestra de amor que le debe dar es apacentar o pastorear a sus corderos y ovejas, le está pidiendo a Pedro que le demuestre su amor de un modo muy concreto, no con palabras altisonantes, sino con hechos: luchando por la vida de los hombres, empezando por los más pequeños (los corderos) hasta dar la propia vida en el empeño. Amar al hombre, por tanto, amar a la humanidad, es el modo de amar a Jesús.
SÍGUEME
"Pedro se puso triste porque la tercera vez le había preguntado: "¿Me quieres?", y le respondió:
-Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero.
Le dijo:
-Apacienta mis ovejas. Sí te lo aseguro..., cuando llegues a viejo extenderás los brazos y otro te pondrá el cinturón para llevarte adonde no quieres. Esto lo dijo indicando con qué clase de muerte iba a manifestar la gloria de Dios. Y dicho esto añadió:
-Sígueme".
Poco a poco Jesús le ha ido haciendo comprender a Pedro cuáles eran los obstáculos que él ponía para que el mensaje arraigara en su interior; poco a poco Pedro ha ido poniéndose plenamente en las manos de Jesús y aceptando sin reservas sus exigencias: "Señor, tú lo sabes todo..." Entonces, ya al final del evangelio, Jesús invita a Pedro a ser, de verdad, su discípulo: "Sígueme." Pedro acabó tomando en serio el encargo de Jesús, abandonó su deseo de destacar sobre los demás y dio su vida como le había anunciado Jesús; así respondió a su invitación y así se cumplieron las palabras que había escuchado, seguramente sin comprenderlas del todo, en la cena de Pascua: "...al fin, me seguirás."
Este es el auténtico testimonio de Pedro y no su deseo de ser el primero o sus ambiciones triunfalistas: al final, se olvidó de su propia gloria y de la gloria de su patria y, amando a todos los hombres, dio su vida por amor.
RAFAEL
J. GARCIA AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990. Pág. 255ss