30 HOMILÍAS PARA LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
1-8


1. MU/VE 
Nada más común que la muerte y, sin embargo, nada más 
asombroso.
La muerte es un acontecimiento que, a pesar de su 
inevitabilidad, no entra en nuestros cálculos. Su venida nos 
sorprende siempre y nos deja, si somos sinceros, perplejos y 
enmudecidos. Yo creo que cuando nos enfrentamos con la 
muerte es uno de esos momentos en los que el silencio es más 
elocuente que las palabras. No es improbable que las palabras 
que pretendemos desgranar para consolar al que se queda o 
para justificar ese tremendo acontecimiento que es la muerte, 
suenen a vacío insoportable.
Naturalmente que toda persona es muy libre para adoptar su 
postura ante la muerte y ante lo que puede suceder después de 
ella. Para muchos, lo sabemos, la muerte es el fin, la nada, el 
abismo. Con la desaparición de la vida acaba todo lo que a la 
vida la caracteriza: el amor y el odio, el trabajo y la iniciativa, la ambición, la esperanza, el orgullo, la soberbia, la bondad. Se ha llegado al final por completo. No hace mucho pasaron por 
televisión una entrevista que Maximilian Schell hacía a 
Marlene-Dietrich (una mujer, creo, de categoría). Una de sus 
preguntas fue si creía en el "más allá". La respuesta, con todos 
los respetos, me pareció una "boutade". "No -dijo-, no habría 
espacio suficiente "allá arriba" para que todos estuviésemos 
dando vueltas". Pero "boutade" o no, ahí quedó reflejada una 
postura que, con unos u otros argumentos, comparten muchos 
hombres que viven a nuestro alrededor y que no son 
precisamente tontos.
Nosotros, los cristianos, hemos hecho, por el contrario, una 
opción. La opción por la VIDA ETERNA, una opción que, no 
olvidemos, se toma desde la fe y que supone un salto, un 
inmenso salto dado con la mano puesta en la mano de Cristo, 
por el que, en definitiva, hemos optado. Creo que no es ocioso 
repetir constantemente que el cristianismo es una elección que el hombre, cada hombre, debe tomar seria y conscientemente; que el cristianismo no puede ser fruto de una herencia familiar o de un contexto social, porque, en ese caso, carecería de contenido auténtico. Pues bien, en esa elección responsable y reflexiva que el ser humano hace al interrogarse sobre los problemas más importantes de su propia vida, está implícita la idea cristiana de que, tras la muerte, está la vida.
Hoy el Evangelio nos dice, con toda rotundidad, que JC nos 
resucitará en el último día, es decir, que nos dará una vida sin 
límites y sin final. A través de todas las páginas del Evangelio en las que Jesús se encontró con la muerte encontramos siempre la misma respuesta: el vencimiento de la muerte que queda doblegada ante la palabra vivificante del Señor. ¡Levántate!, le dirá a Lázaro ya hediondo en su tumba; y la misma palabra imperativa y operativa la repetirá al hijo de la viuda de Naím y a la hija del centurión. Más tarde, su propia resurrección será la respuesta más evidente a su señorío sobre la muerte y la gran piedra angular en la que se apoyará nuestra esperanza cristiana y nuestra seguridad en ese misterio (no lo olvidemos, es un misterio) de la vida tras la muerte.
Por eso, los cristianos, al conmemorar hoy a todos los que 
están más allá de nuestro mundo, a todos los que han convertido su fe en seguridad, junto al dolor por su ausencia, a veces lacerante, otras ya atemperado por el paso del tiempo, no podemos sacar una consecuencia angustiosa, desesperada e 
impotente, sino una llamada a la vida, a esa vida que palpamos y tenemos, a ésa que conocemos y con la que nos estamos 
fabricando esa otra vida en la que esperamos y creemos. Porque aquí está la gran lección de la esperanza cristiana en la vida eterna: la de enseñarnos a vivir ahora de modo que podamos abrir los ojos con paz cuando los cerremos, a ser posible también con paz, en el tiempo y en el espacio concreto. Y para ayudarnos a vivir como lo quiere Cristo, hoy podríamos recordar cuáles van a ser sus palabras cuando nos encontremos con Él más allá de nuestros límites terrenos. Son palabras categóricas que señalan inequívocamente un camino a recorrer: Venid, benditos de mi Padre..., porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve enfermo y me visitasteis, triste y me consolasteis... Nuestra meditación serena hoy, vayamos o no al cementerio, tiene que estar enfocada a la vida para hacerla posible según la quiso Cristo: viviéndola para los demás, trabajando para que la vida sea vida para todos los hombres; haciéndola grata, amable y llevadera.
El mundo está necesitado de hombres que crean firmemente 
en la vida eterna, que le den un sentido de trascendencia, de 
hondura y de espiritualidad a la vida, a la vida del hombre sobre la tierra. Los cristianos deberíamos ser esos hombres. Lo 
seríamos si creyéramos de verdad en Cristo resucitado y en todo cuanto dijo e hizo en su vida y en su muerte. Qué duda cabe que una manera de predicar en silencio nuestra fe en la vida que no acaba es vivir la vida que acaba con sentido de eternidad. 
Intentando reproducir con todas las limitaciones que tenemos, y que tan bien conocemos, el estilo de vida de Cristo. 
Lamentablemente y en general, habría que decir que los 
cristianos vivimos aquí y ahora igual que los que no creen que 
más allá de la muerte existe la vida. Quizá por eso somos tan 
poco convincentes.

ANA MARÍA CORTES
DABAR 1986, 54


2. VE/ALIENACION MU/RESIGNACION 
RAZONES ABSURDAS QUE DAMOS PARA CONFORMAR A LOS DOLIENTES: "DIOS LO NECESITABA", "SE LLEVA A LOS MEJORES"...
Este día (2-XI) es para nosotros un buen momento para 
recordar un serio compromiso, tanto individual como comunitario: anunciar esta Buena Noticia de vida eterna en forma creíble. Se nos han hecho muchas acusaciones de evasionistas, ilusos, engañabobos, adormecedores de las clases sociales más bajas... Y no siempre han sido acusaciones completamente infundadas. El Concilio Vaticano II ya dijo algo sobre esto. Tenemos que mostrar y demostrar, con la vida, que la fe en la resurrección no es un opio para apagar angustias ni un sueño para compensar frustraciones, sino una convicción que nos mueve a trabajar sin miedo y con todas nuestras energías, en la lucha contra toda forma de mal en el mundo. Porque estamos convencidos de que ni la muerte puede con nosotros, luchamos sin miedo a nada ni a nadie para transformar nuestra sociedad. Es un día, el de hoy, para pensar no sólo en la otra vida, sino para pensar en ésta. (...).
Y es un día también para recordar que nuestra fe, en última 
instancia, roza el Misterio de Dios y, por tanto, exige confianza. 
Que podemos y debemos reflexionar sobre nuestra fe, ver que 
es razonable, que tiene su coherencia, que podemos explicarnos muchas cosas; pero al final siempre toparemos con el Misterio, y ante el Misterio sólo nos cabe la actitud que Jesús nos enseñó: confiar en Dios, porque Dios es Padre, y por tanto nada nos puede hacer temer; estamos en buenas manos y nada DEFINITIVAMENTE MALO puede sucedernos en nuestra 
persona. Así, cuando bordeamos esas cuestiones "difíciles" (la 
muerte, el dolor...) hemos de reconocer que no tenemos 
respuestas claras y rotundas (la de cosas que hay que oír en 
quienes pretenden lo contrario, para no responder a nada y, con frecuencia, crear más confusión: "Dios lo necesitaba en el cielo", "Hay que resignarse", "Dios se lleva siempre a los mejores", "¿Qué habré hecho yo para que Dios me castigue así?"...); pero tenemos la promesa de JC de que todo eso tiene respuesta, y un día nos será dada. (...).
...................

Deberíamos dejar de encerrar a nuestros seres queridos 
difuntos en una añoranza del pasado para tener presente que 
nos hemos de reunir con ellos en el futuro. Tanto mirar al pasado revela una buena dosis -aunque sea inconsciente- de recelo, de desconfianza, de sensación de haberlos perdido para siempre, cosa que nosotros no podemos, en absoluto, admitir, por lo ya dicho antes de que nos encontraremos con ellos en el futuro y porque debemos recordar nuestra fe en la comunión de los santos, en que seguimos estando unidos a ellos porque ellos 
siguen vivos, aunque no sepamos explicar muy bien cómo es esa vida de la que ellos gozan ya.
No olvidar nunca que Dios es un Dios de vida y de vivos, no un 
Dios de muerte.El de hoy es, finalmente, un día para la esperanza. Si la muerte ha sido vencida, ¿qué nos puede hacer temblar? Nada. Si vencer la muerte es posible -ha sido realidad ya en JC-, todo el mundo nos ha abierto sus puertas, ningún horizonte está cerrado; para quien sepa encontrarle a la vida su más profundo sentido, todo será posible; para quien sepa ponerse confiadamente en manos de Dios ("Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"), habrá desaparecido toda esclavitud, toda opresión, toda muerte. Y todo esto llevará al hombre de fe a vivir en verdadera y continua esperanza; una esperanza tan lejos de una utopía irrealizable como de un sueño para compensar amarguras. Una esperanza que lo llevará a trabajar con toda confianza por ese mundo nuevo, distinto, en paz, en armonía y fraternidad que todos queremos, pero que pocos ponen los medios eficaces para alumbrarlo entre nosotros.

LUIS GRACIETA
DABAR 1986, 54


3. MU/RS.
-Asamblea de fe y esperanza
Ayer celebrábamos con espíritu de familia, en un ambiente de 
fiesta y de gozo, el éxito de la tarea de Cristo: que es posible vivir -con la ayuda de la gracia- el estilo de vida que El mismo nos enseñó y practicó. Celebrábamos, en definitiva, con gozo la 
gloria de aquella muchedumbre inmensa de bienaventurados que ya ven a Dios tal cual es.
Hoy, en cambio, en nuestra asamblea planea como un cierto 
tono de melancolía, de tristeza: la tristeza de la separación, del 
recuerdo lleno de añoranza y de amor, de todos los millones de 
hombres y mujeres "que nos han precedido con el signo de la fe 
y duermen ya el sueño de la paz".
El dolor, la tristeza, la añoranza son sentimientos muy 
humanos, ciertamente, y es bueno tenerlos. El recuerdo de 
nuestros seres queridos ya difuntos está presente a lo largo de 
nuestra vida.
Nos acordamos de ellos y les echamos en falta. Pero debemos 
tener claro que nuestra reunión es una reunión de cristianos, 
una reunión en la que está presente el Señor Resucitado, el 
Señor de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte. Por eso 
la humana tristeza debe dejar paso a la fe y a la esperanza, a la confianza: confianza plena en el Padre-Dios porque "la 
misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; 
antes bien se renuevan cada mañana". Y confianza plena en 
Cristo Jesús: porque nos ha liberado de la humana tristeza, de la desesperanza, y ha dado sentido al hecho absurdo de la muerte. Por eso, la jornada de hoy, más que un día de duelo, de llanto y de tristeza, tiene que ser una jornada de plegaria intensa y confiada al Padre-Dios para que conceda "los gozos de la eterna bienaventuranza a los que creyeron en la resurrección futura".

-Hay que atravesar el estrecho para llegar a la playa del sol sin 
ocaso
Ciertamente que por nuestra naturaleza humana contingente 
nos vemos abocados a una muerte física inevitable. Y este hecho nos entristece. Pero creemos firmemente que en Cristo Jesús la muerte ha sido definitivamente vencida -la muerte ha sido matada. La muerte ya no tiene la última palabra. Ya no es un fracaso. Ya no es el punto final: todo acabó. Desde la muerte- resurrección de Cristo, la muerte ya no es la puerta cerrada contra la que se estrella nuestra humana naturaleza, sino el estrecho que hemos de atravesar para llegar a la playa del sol sin ocaso, para entrar en la vida plena y por siempre. Por Jesucristo y con El estamos llamados a participar de la misma vida de Dios.
Por eso, aunque el hecho de la muerte ineludible nos 
entristece, es más fuerte el consuelo que nos da la esperanza 
cierta de que El "transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa".
Estemos bien, seguros, hermanos, el Padre-Dios no nos ha 
abandonado al dominio de la muerte, sino que nos ha llamado 
-nos llama- a participar de su plenitud de vida en Cristo Jesús.

-"HA RESUCITADO. Mirad el sitio donde lo pusieron"
(/Mt/28/06  /Mc/16/06  /Lc/24/06)
La cruz es nuestro signo de identidad. Ahora bien, la cruz, no 
obstante, no la encontramos nunca sola. En la cruz encontramos siempre al Crucificado, y hacia El dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón. El Crucificado preside nuestras exequias. Y ante este instrumento de suplicio, pero sobre todo ante el Crucificado, el centurión que mandaba las tropas que custodiaban el Calvario exclamó: "Realmente este hombre era Hijo de Dios".
Este acto de fe no es sólo un sincero testimonio de humana 
admiración. Es el preanuncio exultante -aún envuelto en 
tinieblas- de la mañana de Pascua.
A pesar de todas las apariencias, en el corazón de los que 
vivieron el primer Sábado Santo, brotó el convencimiento de la 
victoria de Cristo Jesús. Un convencimiento que no es ilusorio, 
sino bien fundado: el Crucificado se les ha aparecido vivo y ha 
comido y bebido con ellos. Y de este convencimiento, de esta 
certidumbre, nacerá el anuncio exultante de Pascua: "HA 
RESUCITADO. Mirad el sitio donde lo pusieron".
Esta es nuestra fe y nuestra esperanza, nuestro 
convencimiento firme. Esta es la fe, la esperanza, el 
convencimiento firme, de la Iglesia. No es sólo la afirmación de un acontecimiento que afecte únicamente a Jesús: "Ha resucitado". Es un acontecimiento de alcance cósmico, un acontecimiento que nos afecta a todos nosotros. Es el acontecimiento que caracteriza nuestra fe: creemos -creo- que Cristo Jesús, el Resucitado, es la fuente inagotable de vida para cada uno de nosotros, para todos y cada uno de los millones de hombres y mujeres que viven en nuestro mundo.
Ahora celebraremos la Eucaristía, el sacramento pascual de 
Jesucristo, que fue inmolado por nosotros y que resucitó 
glorioso.
Respetando la humana tristeza y el recuerdo cargado de 
añoranza de nuestros hermanos difuntos, hagamos revivir en 
nuestros corazones otros pensamientos que nos alimenten la 
esperanza:llenemos nuestros corazones de esperanza y, por qué no, de gozo: "HA RESUCITADO. Mirad el sitio donde lo pusieron". 

A. ALVAR PEREZ
MISA DOMINICAL 1991, 15


4. /Lc/07/13 
-"No llores" 
De algún modo aquel "No llores" que dijo Jesús a aquella viuda 
a la salida de Naín, podemos escucharlo como dicho a cada uno 
de nosotros cuando recordamos a nuestros difuntos. Porque si El no nos devuelve a nuestros difuntos, sí nos dice que ellos viven, viven felices por y en su amor.
No nos devuelve la compañía de nuestros difuntos, pero nos 
asegura que es posible una comunión real entre ellos y nosotros. Es lo que hoy, en esta Conmemoración de los fieles difuntos, celebramos. Y nuestra oración, especialmente en esta Eucaristía, es la expresión muy real de esta comunión entre ellos y nosotros.

-Dios salvador da vida plena 
Es natural que el hombre muera, como muere todo lo que 
sobre la tierra vive. Pero hay al mismo tiempo en el hombre un 
anhelo de inmortalidad, de que la vida no termine. Y la voluntad del Dios salvador que se nos ha dado a conocer por Jesucristo es hacer realidad este anhelo del hombre: su voluntad es que el hombre viva, que la muerte inevitable sea una puerta que se abre a una vida superior, plena, de comunión participativa con la felicidad de Dios.
Con frecuencia, en nuestro modo de hablar espontáneo, 
tendemos a compadecer a los que mueren: "Pobre, tan joven..." o "Pobre, no ha podido ver crecer a los nietos que tanto quería", etc., etc. En realidad, si fuéramos más capaces de una mejor visión de la verdad de las cosas, deberíamos compadecernos de nosotros y alegrarnos por ellos. Los difuntos no viven en una especie de reino de sombras, sueños o irrealidades -como a veces parece que imaginemos- sino que viven en la realidad más viva y plena que es el Reino de Dios, aquel Reino que Jesús tantas veces compara a una gran fiesta, a un banquete gozoso y multitudinario. Son ellos los felices, ellos llegaron ya a la meta querida por el Dios de amor total; nosotros somos los que estamos aún en esta etapa difícil que es camino y no meta.

-El abrazo purificador de Dios.
Por eso, nuestra oración de hoy, nuestra oración de comunión 
con nuestros difuntos, debe estar penetrada de esperanza. 
Porque, como dice el nuevo Catecismo (n. 1037), "es necesaria 
una aversión voluntaria a Dios que persista hasta el final" para 
que un hombre se vea privado de vivir en la comunión de amor 
con Dios (aquella privación que denominamos "infierno"). Y no 
creemos que ninguno de nuestros difuntos que nos han querido 
viviera en esta aversión voluntaria y definitiva.
PURGATORIO/QUÉ-ES: Por eso podemos abrirnos con 
confianza a la esperanza. Sabemos que todo hombre, antes de 
poder vivir en esta inmensa felicidad que es el cielo -lo que san 
Pablo llama "la libertad gloriosa de los hijos de Dios"- es 
purificado de todo aquel polvo que arrastra de su paso por el 
camino terrenal. Una purificación que no es castigo sino el 
abrazo amoroso y renovador con que Dios recibe al hombre. Los teólogos dicen que el purgatorio no es un lugar o un tiempo -no es una especie de sala de espera- sino este estado de 
purificación con que el fuego del amor de Dios renueva -da 
nuevos ojos para ver y mejor corazón para amar- a todos sus 
hijos llamados por gracia a compartir su plenitud de vida.

-Oración de comunión 
La oración cristiana se caracteriza porque está tan llena de 
confianza en Dios que nos atrevemos a pedirle todo lo que 
deseamos. En nuestra vida de cada día, es a quien sabemos que más nos quiere a quien más nos atrevemos a pedir. Por eso, nosotros pedimos a Dios lo que anhelamos, con toda confianza.
Y hoy pedimos eso: que todos nuestros hermanos difuntos, 
especialmente aquellos que conocimos y quisimos, vivan en su 
felicidad. Y pedimos también que algún día nosotros 
compartamos esta felicidad. En una comunión plena de la que es inicio la comunión en la oración. Y más aún, la comunión con 
Jesús, el que ha abierto definitivamente las puertas del Reino de Dios, del Reino de los cielos. 

JOAQUIM GOMIS
MISA DOMINICAL 1993, 14


5.
En un antiguo artículo de la escritora estadounidense 
·Pearl-S-Buck, en el que hablaba sobre la vida y la muerte, 
citaba la carta que le escribió una mujer desconocida que había 
perdido a su marido:
«Cuando mis pequeños no pudieron comprender el silencio de 
su padre, recientemente fallecido y que les quería mucho, traté 
de explicárselo describiéndoles el ciclo vital de su caballito de 
mar. Comienza como un gusano en el mar; pero, en el momento justo, emerge, y cuando se da cuenta de que tiene alas, vuela. Supongo -les dije- que los que se quedan en el agua se preguntan dónde se ha ido y por qué no vuelve. No puede volver porque tiene alas, ni los que se quedaron pueden volar junto a él porque todavía no las tienen». Y la escritora y premio Nobel concluye: «Es cierto; aún no tenemos alas, pero llegará un día».

La historia es, sin duda, muy bella y consoladora, ¿pero es 
real? ¿Es verdad que «aún no tenemos alas», pero que llegará 
un día en que todos nos volvamos a reunir de nuevo? Como es 
bello y consolador ese texto del Apocalipsis, en el que se 
presenta también simbólicamente lo que es la vida que nos 
espera detrás de la muerte: ha pasado este primer cielo y esta 
primera tierra con sus angustias y sus tristezas -también con sus amores, con sus alegrías y sus ilusiones-, y pasamos a ese cielo nuevo y esa nueva tierra, donde ya no hay llanto ni luto ni 
lágrimas ni dolor, porque el primer mundo ha pasado; donde Dios le ha dicho al corazón de nuestro hermano fallecido: "Yo soy tu Dios y tú eres mi hijo", y donde, sobre todo, la sed, la sed de felicidad y de perpetuidad que está grabada, como a fuego, en la entraña del ser humano, encontrará finalmente descanso porque «los sedientos beberán de balde de la fuente de agua viva». Pero, todo esto, ¿es algo más que un sueño, que un deseo humano, que una utopía..., que se acaban dando de bruces con la dura y trágica realidad de la muerte?
Si ese canto al amor que es el Cantar de los cantares decía 
que el amor es más fuerte que la muerte, si la esquela de sus 
amigos al hablar del amigo tenía que acabar diciendo que 
«siempre estarás con nosotros», también podemos creer que el 
amor del Dios que es Amor -con mayúsculas- es más fuerte que la misma muerte; que el destino de sus amores, de sus luchas, de sus alegrías y de sus tristezas, no fue la muerte definitiva, sino la vida que no se acaba ya junto a Dios, desde la que podemos ya decir también, con una fe humilde pero 
esperanzada: «¡Dichosos los muertos que mueren en el Señor! 
Sus obras les acompañan".
Y aquí cito el salmo, que juntos hemos rezado:
«El Señor es mi luz y mi salvación»: que el que ayudó a 
muchos a ver mejor, se haya encontrado ya con ese Dios que es la única y definitiva luz que nos ilumina. «Dice mi corazón: busca su rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Porque detrás de nuestras búsquedas, de nuestros deseos de ver, está el rostro de Dios a quien nuestros ojos van buscando en la vida, aunque no nos demos cuenta de ello, hasta que, finalmente, nuestros ojos se encuentren con el Dios Amor a quien buscábamos.
Quiero acabar con la oración de un creyente ante la muerte de 
un amigo: «Al morir un amigo, algo de mí, que ya era él, se fue. Algo de mí, resucitó en él. Algo de él, que todavía es yo, se quedó. Algo de él espera a mi resurrección». Es la palabra de fe y de esperanza que hoy podemos pronunciar: «Es cierto: aún no tenemos alas, pero llegará el día» en que vuestros ojos vean finalmente al amigo, al esposo, al padre, al hijo..., que allí les espera y donde será realidad la frase final de la esquela: 
«Estarás siempre con nosotros". 

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994. Pág. 408 ss.


6. LA DAMA DEL ALBA 
¡Qué impresionantes «El séptimo sello» de Ingmar Bergman! 
Aquel caballero que regresa de «las cruzadas» vuelve hundido, 
amargado por la experiencia de la guerra y las calamidades 
sufridas. Para colmo, en momentos críticos de su camino de 
regreso, en paisajes siempre desolados, se le aparece la Muerte, en una figura negra y espigada que produce en el espectador un escalofrío. Como el caballero no quiere morir, juega con la Muerte al ajedrez, inventando nuevas jugadas --¿os acordáis?-- para ir retrasando el «jaque-mate» que la muerte le tiene planteado.
He ahí el tema. El hombre no quiere morir. Ni tampoco pensar 
en que tiene que morir. El individuo de todos los tiempos, con los medios de que dispone, trata de ganar jugadas a la muerte. ¡Ya que tiene que llegar, que se retrase lo más posible! En los 
tiempos actuales, más que nunca. Son tantos los adelantos de la ciencia en pro de la salud y tantos los medios de divertirnos, que nos agarramos a ellos desesperadamente, tratando de 
«evadirnos» y no pensar en esa realidad.
Pero esa realidad está ahí. Alejandro Casona, en «La tercera 
palabra» describió hermosamente la historia de un joven que va creciendo solitaria y salvajemente en el monte. Y, sin embargo, en aquella soledad, en plena naturaleza, es capaz de encontrar por sí mismo la verdad escondida en estas tres palabras: Dios, Amor y Muerte.
Sí. La muerte es una realidad que va creciendo en nosotros. 
Cabodevilla, con esa agudeza y serenidad con que mira las 
cosas, viene a observar que «lo mismo que de una botella medio llena podemos decir que está medio vacía», de un individuo «que ha consumido la mitad de la vida, se puede decir que la muerte le llega hasta la cintura». Y añade un pensamiento bien realista: La palabra «desvivirse» no sólo la podemos emplear refiriéndonos al individuo que «emplea su vida en favor de un ideal», sino que podemos aplicarla --«nos desvivimos»-- a cada uno de nosotros, ya que «vivir, al pie de la letra, es ir dejando de vivir».
Quizá, al leer mi glosa de hoy, «os estáis entristeciendo como 
los hombres que no tienen esperanza». Pues no es ése mi 
deseo, sino todo lo contrario.
Los textos de la liturgia de este 2 de noviembre, nos presentan 
un espléndido horizonte de luz. La Palabra de Dios, sin negar 
esa realidad descrita, abre ventanas y realidades ulteriores. Así, comienza por colocar en el centro, como causa y razón de esa visión de luz y esperanza, el hecho de «la Muerte y Resurrección de Cristo», la cual ocurrió «propter nos homines y propter nostram salutem». Admitido ese suceso, las conclusiones van saliendo por sí solas: «Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección», dirá Pablo. Y en otro sitio, más tajantemente: «Si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos». O las consoladoras palabras del mismo libro de La Sabiduría: «La vida de los justos está en manos de Dios y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraban su tránsito una desgracia..., pero ellos están en paz». Conviene leer igualmente «aquella voz del cielo» que oyó el apóstol Juan: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor, porque sus obras les van acompañando». Y para no alargar este florilegio, quedémonos con las palabras de Jesús: «cuando yo me vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros».
Sí, impresionaba aquella figura de la Muerte que puso Bergman en «El séptimo sello». Era un rostro tétrico y blanquísimo rodeado de negro por todas parte, un manto negro que caía hasta el suelo. Alejandro Casona escribió un poema dramático sobre la muerte y la encarnó en una dama dulce, blanca y bellísima. La llamó «la dama del alba».
Me gusta más. Mucho más. Porque la muerte en Cristo lleva al 
cristiano al Alba de un Día que no termina. El prefacio de la Misa de hoy asegura: «La vida no termina, se transforma».

ELVIRA-1. Págs. 109 s.


7.
El sufrimiento de una derrota 
El fragmento del libro de las Lamentaciones, que hemos 
escuchado como primera lectura, fue escrito con motivo de la 
destrucción de Jerusalén por los babilonios, cuando los judíos 
principales fueron desterrados a su imperio. Este libro recoge la 
vida de unos hombres que sufrieron la derrota de su país y 
tuvieron que luchar con tesón contra la muerte de su pueblo. 
Pero no pudieron impedir la destrucción de Jerusalén y de su 
templo, que habían sido construidos con mucho esfuerzo y 
durante algunos siglos. Y, ahora, ¡ya no quedaba nada de ellos! 

La muerte es una derrota 
El testimonio de aquellos hombres (conservado en el libro de 
las Lamentaciones) forma parte de la Palabra de Dios y, hoy, 
Conmemoración de los Fieles Difuntos, puede iluminar nuestra 
situación. Porque nosotros hemos tomado conciencia de que el 
enemigo mayor que tenemos es la muerte, cuando ésta se ha 
llevado a su Imperio a personas que amábamos. A muchas de 
ellas las perdimos después de luchar con fuerza contra la 
enfermedad y la misma muerte. Y ahora nos damos cuenta de 
que, de su vida, construida con tantos años de trabajo y 
esfuerzo, ya no queda casi nada; sólo queda su recuerdo 
apreciado.
Y nosotros, abatidos como los judíos de Babilonia, decimos: 
"Me han arrancado la paz y ni me acuerdo de la dicha. Me digo: 
se me acabaron las fuerzas y mi esperanza en el Señor".

Hay razones para no desesperar 
Pero no vamos a pasarnos la vida dando vueltas y más vueltas 
a la desgracia; porque, sólo mirando hacia fuera, podremos 
volver a encontrar nuestro propio camino y el sentido de nuestra vida. Por eso, san Pablo, en la segunda lectura que 
escuchábamos, nos ha dicho: "Por el Bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva". Son palabras que, hoy, hemos de hacer muy nuestras; porque es cierto que nuestra esperanza recibe un duro golpe cada vez que topa con la muerte de una persona querida; pero, también es cierto que el recuerdo del Amor y la Fidelidad de Dios, que hemos encontrado expresadas en el evangelio de hoy, renuevan cada mañana nuestra esperanza.

En la casa de mi Padre hay muchas estancias 
Hoy tendríamos que hacer muy nuestras las palabras del 
evangelio que hemos escuchado y que ponen en boca de Jesús 
esta Buena Noticia: "En casa de mi Padre hay muchas 
estancias". Porque nos ayudarían a creer que nuestros difuntos 
ya han sido acogidos en ellas; porque Dios es Padre y ama 
siempre y, en su amor, todos tenemos un sitio. Dios, a quien 
nada pasa por alto, no quiere que se pierda ni la más pequeña 
migaja del amor que tenemos a los demás, por pequeño que éste sea. Por tanto habrá sabido descubrir el amor (sea poco, sea mucho) que vivieron nuestros difuntos y no permitirá que quede enterrado por siempre.

El porqué de nuestra oración 
Alguien se podría preguntar: si todos tenemos un sitio 
asegurado en la casa del Padre, si la salvación es un don 
gratuito que él nos ofrece, ¿por qué debemos orar por nuestros 
difuntos, como lo hacemos hoy? Pues bien, nosotros oramos 
porque la oración es siempre un diálogo renovador con Dios: 
nosotros aportamos en él las graves preocupaciones que 
tenemos y él se nos da totalmente. Sabemos que Dios ama a los que quieren permanecer fieles a su alianza. Y sabemos que 
nuestros difuntos no querían romperla, esta alianza con Dios, y 
nosotros mismos estamos aquí porque la queremos vivir 
intensamente. Por eso, la oración, hoy, brota de nuestros labios con la seguridad de que Dios nos escucha, porque nunca se hace el sordo.
Y ahora que nos disponemos a celebrar el memorial de 
Jesucristo, contemplamos su Resurrección: es la respuesta de 
Dios a los que le aman y es también un poco de luz que nos 
permite, en medio de las tinieblas que la muerte provoca en 
nosotros, ver nuevamente el camino y seguir adelante. Con la 
tranquilidad que nos da el saber que nuestros difuntos están en 
buenas manos. 

JAUME GRANÉ
MISA DOMINICAL 1994, 14


8. 
Queridos hermanos y hermanas: 
La celebración litúrgica de hoy, 2 de noviembre, nos encamina 
hacia pensamientos de eternidad, la cual abre ante nosotros 
perspectivas de aquel "nuevo cielo" y de aquella "nueva tierra" 
(Apocalipsis 21,1), que serán la "morada de Dios entre los 
hombres" (v. 3). Entonces Dios enjugará las lágrimas de sus 
ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos. ni 
trabajo, porque todo esto es ya pasado" (v. 4). Esta es ya 
realidad vivida por la inmensa multitud de los santos que en el 
cielo gozan de la visión beatifica de Dios. Nos hemos reunido aquí para contemplar su gloria, alegrándonos con la esperanza de poder un día compartir con ellos la misma alegría, acordándose de las promesas de Jesús: "En la casa de mi padre hay muchas moradas... voy a prepararos el lugar" (Juan 14,2).
Radica en esta certeza la serenidad del cristiano frente a la muerte. Dicha certeza no procede de una especie de insensibilidad o de apática resignación al dato de hecho, sino del convencimiento de que la muerte no tiene en el destino humano —contrariamente a lo que parece— la última palabra. La muerte puede y debe ser vencida por la vida. La perspectiva última, la esperanza para el cristiano que vive en gracia de Dios no es la muerte, sino la vida. Y la vida eterna, como dice la Escritura: Es decir, una participación plena e indefectible, más allá de los confines de la vida presente y más allá de la muerte, en la vida misma infinita de Dios. 

No debe eliminarse el pensamiento de la muerte La conmemoración, hoy, de todos los fieles difuntos nos lleva 
lógicamente a meditar sobre la muerte, sobre este hecho 
misterioso y desconcertante, que todos conocemos bien, pero 
que, a veces, acaso nos esforzamos por eliminar del horizonte 
de nuestra conciencia como un pensamiento importuno y 
fastidioso, creyendo llevar, de esta forma, una vida más serena. 
Sucede, por ello que, incluso en ciertas circunstancias —por 
ejemplo, en ciertas enfermedades graves— durante las cuales el pensamiento de la muerte aparece espontáneamente, se busca, en cambio, alejarlo de nosotros o de los demás, creyendo acaso que, de esta forma nos mostramos piadosos o delicados. Deberemos, más bien, preguntarnos, también nosotros cristianos, si es así y en qué medida, sabemos pensar en la muerte. Y cómo sabemos hablar de la muerte. 
Ahora bien, una de las verdades fundamentales de nuestro 
credo ¿no es, acaso, una cierta concepción de la muerte? 
¿Acaso no ofrece nuestra fe una luz decisiva —y 
extraordinariamente consoladora— sobre el significado y 
-podríamos decir- el valor de la muerte? En efecto, es justamente así, queridos hermanos y hermanas. Para nosotros, cristianos, la muerte es un valor. Es, sin duda alguna, cierto que la muerte, para nosotros cristianos, es y sigue siendo un hecho negativo, ante el cual nuestra naturaleza se rebela; sin embargo, como sabemos, Cristo ha sabido hacer de la muerte un acto de ofrecimiento, un acto de amor, un acto de rescate y de liberación del pecado y de la muerte misma. Aceptando cristianamente la muerte vencemos —y para siempre—la muerte. 

¿Qué pedimos, queridos hermanos, para nuestros hermanos 
difuntos? ¿Qué esperamos? Su liberación de todo mal, tanto de 
la culpa como del sufrimiento. Es la esperanza inspirada por la 
indestructible palabra de Cristo y por el trascendente mensaje de la Sagrada Escritura. El cristianismo es victoria final y cierta 
sobre toda forma de mal, sobre el pecado, en primer lugar, y, "en el ultimó día", sobre la muerte y sobre todo sufrimiento. 
Aquí abajo nuestra liberación comienza con la libertad del 
pecado, que es lo fundamental y la condición para todo el resto. El sufrimiento permanece como medio de expiación y de rescate. Pero, si morimos en gracia de Dios, sabemos con certeza que entramos en la vida y en la bienaventuranza y que nuestra alma asumirá de nuevo, un día, aquel cuerpo que ha sido deshecho por la muerte, para que también éste participe, de alguna forma, en la bienaventurada visión del paraíso. 
"El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
EI Señor es baluarte de mi vida.
¿Quién me hará temblar? 
Una cosa pido al Señor, 
y esta sola buscaré: 
Habitar en la casa del Señor 
todos los días de mi vida" (Salmo 26-27, 14). 

La vida de aquí abajo no es un camino hacia la muerte, sino 
hacia la vida, hacia la luz, hacia el Señor. La muerte, 
comenzando por la del pecado, puede y debe ser vencida. 
Recemos por nuestros hermanos que nos han precedido en el 
camino de aquí abajo, combatiendo "el buen combate" de la fe, y pidamos para ellos: 
"Dales el eterno descanso, oh Señor, 
y brille para ellos la luz perpetua." 
Así los recordamos para que se encuentren en el descanso, 
estén en la paz, para que puedan gozar los frutos de sus fatigas 
y de sus renuncias, para que sus sufrimientos no hayan sido 
vanos. Para que gocen de lo que han deseado: "Habitar en la 
casa del Señor todos los días de la vida." 
Con mi bendición 

JUAN PABLO II
Discurso en la audiencia general de 
noviembre de 1988