30 HOMILÍAS PARA LA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
9-16

9.

Hoy es la fiesta de los fieles difuntos. Es continuación y 
complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya 
gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. 
Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso 
gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos 
rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto 
difuntos. 

Es un día para presentar ante el Señor la memoria de todos 
nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá 
durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!» puede no expresar tanto quizá un defecto cuanto una limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Nosotros acabamos olvidando a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria. Ellos son los que no se olvidan de nosotros, porque al entrar en la vida eterna entran en el modo de conocer de Dios mismo, para quien todo está presente, y lo está bajo una luz nueva, incomprensible para nosotros. 

Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el 
deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de 
solidaridad el orar por los difuntos. 

Puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el 
sentido de la oración de petición respecto a los difuntos, para lo 
que sugerimos esquemáticamente unos puntos: 
-el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base 
de nuestra responsabilidad personal, no en base a influencias 
externas ("argollas, enchufes, recomendaciones, padrinos, 
coimas");
-Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso 
con nuestros hermanos; 
-no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a 
nosotros mismos; 
-no imaginemos la vida eterna como una simple prolongación 
de este mundo. 

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO



10.

- Recordar a los difuntos 
Hoy, seguro que todos los que estamos aquí llevamos en el 
corazón el rostro y el nombre de familiares, amigos, conocidos 
difuntos. (Y quizá no estaría nada mal que uno a uno subiéramos todos aquí a decir estos nombres de la gente que hemos conocido y hemos amado, la gente que hemos tenido cerca y que ahora ya no están entre nosotros). Nos hemos reunido aquíi, precisamente, para recordarlos a todos, y para orar a Dios, nuestro Padre, con la confianza de que él los ama tanto como nosotros, más que nosotros, y que los acoge en su Reino de vida, de amor y de paz. Recordemos hoy, pues, con este espiritu de fe y de oración, a nuestros hermanos y hermanas difuntos. Los que tenemos más cerca, los que tocan más fuertemente nuestro corazón y nuestros sentimientos, los que forman parte importante de nuestra vida. Y también los otros, los que no conocemos, los que quizás nadie recuerda. Tengámoslos presentes a todos, en esta reunión de la familia cristiana que hoy celebramos. 

- El amor de Dios, la vida nueva de Jesucristo 
Creer en Dios significa creer en un amor que está más allá de 
las debilidades humanas. Un amor que es más fuerte que el mal que los hombres podemos hacer. Un amor que es vida para siempre, esperanza que no falla, confianza infinita. Hoy, en este día de recuerdo de los hermanos y hermanas difuntos, sin duda que en nuestra reunión está presente el dolor que siempre comporta recordar a las personas que ya no están entre nosotros. Pero sin duda que también sentimos la paz que nos da saber que nuestros difuntos están en buenas manos, en las manos de este Dios que quiere acoger a todos sus hijos e hijas. 

Creer en Dios significa esto. Y para nosotros, los cristianos, 
aún significa algo más. Creemos que Dios ha venido a vivir en 
medio de nosotros, creemos que Dios ha vivido nuestra misma 
vida en la persona de su Hijo Jesús. Nuestra misma vida, con sus angustias y dolores, con sus ilusiones y esperanzas. Nuestra 
misma vida, vivida con un amor infinito, totalmente entregado, 
dispuesto a todo. Un amor hasta la muerte. Pero un amor que ha vencido, definitivamente, el mal, el dolor y la muerte misma. Un amor que es resurrección, vida nueva para siempre. Y, por eso, nosotros, los cristianos, cuando recordamos a nuestros difuntos, los recordamos mirando a Jesús, muerto en la cruz por amor, y que ha resucitado, y que vive por siempre, y que nos llama a todos a compartir su vida.
Nosotros, cuando recordamos a nuestros difuntos, lo hacemos 
con la esperanza de que compartirán esta vida nueva de Jesús, 
su resurrección. Y que también nosotros compartiremos un día 
esta vida, si realmente caminamos por este mundo siguiendo 
los pasos de Jesús, amando como Jesús, y confiando en Dios 
como Jesús confiaba. Hoy, en esta Eucaristía que celebramos recordando a nuestros difuntos, comeremos el Cuerpo de Cristo para unirnos a él más fuertemente. Porque la Eucaristía es compartir ya ahora su vida nueva, como prenda de que un día viviremos su resurrección. Tal como él nos dijo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día".

- Saber vivir la muerte
Que este encuentro cristiano de hoy nos ayude a vivir con 
más confianza este hecho tan decisivo en la vida de todos que es la muerte. Que estemos preparados cuando se aproxime para cada uno de nosotros, y que sepamos ayudar a aquellos que tenemos cerca cuando veamos que se les aproxima. Porque a veces nos pasa que no queremos ver la muerte, y la 
escondemos, y nos parece que los niños y los jóvenes deben 
vivir como si no existiera... Y a veces tenemos en casa un 
anciano que está muriendo, y nos empeñamos a llevarlo a un 
hospital para que lo mareen con quién sabe cuantas curas y no 
pueda terminar sus días en paz y en compañía de sus 
familiares...
Sí, hoy es un día importante para recordar a nuestros difuntos, 
y para mirar la muerte de cara, y para consolidar nuestra 
confianza en el Dios de le vida, el Dios que acoge a todos sus 
hijos en su amor que nunca acaba... 

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 14 15-16


11.

Ayer recordábamos a todos los Santos. Hoy, a los Fieles 
Difuntos. Las dos fechas están cercanas y, probablemente, 
muchos ya fueron a visitar a los suyos en el cementerio en la 
tarde de ayer. De entre las muchas lecturas que el Leccionario ofrece para las misas de difuntos, elegimos tres que nos parecen más adecuadas para hoy: /Lm/03/17-26; Salmo 22; Flp 3,20-21; Mc 15,33-39;16,1-6. 
Esta propuesta quiere resaltar que no celebramos las exequias 
de una persona concreta, sino que las recordamos a todas y, 
además, con un tono pascual, a partir del acontecimiento de la 
muerte y la resurrección de Cristo. Hoy es un buen día para leer juntos, en el evangelio, los dos aspectos de un único misterio: la muerte y la resurrección de Cristo, como prototipo de lo que nos espera a todos en la muerte, como paso a la vida. 

EL MIEDO A LA MUERTE Y LA CONFIANZA EN LOS PLANES 
DE DIOS
La muerte nos atemoriza y nos llena de interrogantes. En la 
primera lectura escuchamos: "No hago más que pensar en ello y estoy abatido". Es lo mismo que nos pasa a nosotros cuando 
pensamos en la muerte. Pero ya en el AT triunfaba la esperanza: 
"La misericordia del Señor no termina, no se acaba su 
compasión... El Señor es bueno para los que en él esperan y lo 
buscan. Es bueno esperar la salvación del Señor". 
¡Cuánto más nosotros, que conocemos la salvación de Dios en 
Cristo Jesús! Nosotros sabemos que el plan de Dios es que, al 
final de todo, Cristo Jesús, que ya nos ha precedido en el paso 
de la muerte a la vida, nos transformará a todos "según el 
modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee 
para sometérselo todo", como nos ha dicho Pablo. El modelo es 
el mismo Jesús, que también murió, pero fue resucitado por el 
Espíritu de Dios y pasó a la "condición gloriosa". A esa existencia estamos también destinados nosotros. 
El salmo 22 nos hace cantar esta confianza: "El Señor es mi 
pastor, nada me falta. Aunque camine por cañadas oscuras (¿y 
qué cañadas más oscuras que la muerte?), nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan". No sabemos 
cómo será la muerte. Pero estamos convencidos de que al final 
del camino seremos invitados a participar de la vida de aquél en quien creemos, Cristo Jesús, que es el camino, la verdad y la vida, y a la vez el Juez que nos recibirá más allá de la muerte. Él nos dijo: "No se turbe vuestro corazón: me voy a prepararos un lugar" (Jn 14,1-2). 

LA PASCUA DE CRISTO ILUMINA NUESTRA MUERTE
Nos va bien celebrar este día de los difuntos. Nos recuerda 
que somos peregrinos, que vamos caminando hacia el destino 
como "ciudadanos del cielo", que no tenemos aquí morada 
permanente, sino que estamos destinados a una vida definitiva y mucho mejor. La muerte es algo serio. Nos llena de dolor cuando nos toca de cerca y nos infunde miedo el pensar en ella. Nos plantea interrogantes y sigue siendo un misterio. También Cristo lloró por la muerte de su amigo Lázaro y tuvo miedo ante su propia muerte. Pero lo que nos distingue a los cristianos de los demás es que miramos a la muerte con fe. Dios la ilumina con el hecho de la muerte y resurrección de Cristo, no resolviendo el misterio, sino dando sentido a su vivencia. No sabemos cómo, pero la última palabra no la tiene la muerte. Dios nos ha creado para la vida. Lo mismo que la cruz de Cristo no fue el final, sino el paso a la nueva existencia gloriosa. 
La misa de hoy -con textos que haremos bien en proclamar 
expresivamente- nos ayuda a ver la muerte desde la perspectiva de la Pascua de Cristo, el "primogénito de entre los muertos": "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá"; "resucitaste a tu Hijo... concede a tus siervos difuntos que, superada su condición mortal, puedan contemplarte para siempre". Hemos proclamado la muerte de Cristo: "Dando un fuerte grito, expiró". Pero a la vez escuchamos el gozoso anuncio de los ángeles: "No os asustéis. No está aquí. Ha resucitado". En cada Eucaristía recordamos a los difuntos, y no sólo hoy. 
En la plegaria eucarística nos sentimos unidos a los "que nos 
han precedido con el signo de la fe y duermen el sueño de la 
paz", a quienes "durmieron con la esperanza de la resurrección" 
y "descansan en Cristo". Recordamos incluso a los que no fueron cristianos, a los difuntos, "cuya fe sólo Dios llegó a conocer". Por todos ellos pedimos a Dios que les conceda su luz y su felicidad.
La mejor oración que podemos elevar por los difuntos es la 
Eucaristía. Por eso, en las oraciones le decimos a Dios que se 
cumplan en los difuntos sus planes de amor y de vida: "Que 
nuestros hermanos difuntos, por cuya salvación hemos 
celebrado el misterio pascual, puedan llegar a la mansión de la 
luz y de la paz"; "alimentados con el Cuerpo y la Sangre de 
Cristo, que murió y resucitó por nosotros, te pedimos, Señor, por tus siervos difuntos...". 

J. ALDAZÁBAL
MISA DOMINICAL 1998, 14 11-12


12.

Hoy es también la fiesta de los fieles difuntos. Es continuación 
y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya 
gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. 
Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso 
gentío» que celebrábamos ayer.
Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto 
«santos» sino en cuanto difuntos. Es un día para presentar ante el Señor la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!» puede no expresar tanto quizá un defecto cuanto una limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Nosotros acabamos olvidando a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria. Ellos son los que no se olvidan de nosotros, porque al entrar en la vida eterna entran en el modo de conocer de Dios mismo, para quien todo está presente, y lo está bajo una luz nueva, incomprensible para nosotros. Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de solidaridad el orar por los difuntos. 
Puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el 
sentido de la oración de petición respecto a los difuntos, para lo 
que sugerimos esquemáticamente unos puntos: 
-el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base 
de nuestra responsabilidad personal, no en base a influencias 
externas ("argollas, enchufes, recomendaciones, padrinos, 
coimas");
-Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso 
con nuestros hermanos; 
-no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a 
nosotros mismos; 
-no imaginemos la vida eterna como una simple prolongación 
de este mundo. 

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13.

RESUCITAREMOS CON CRISTO 

Dice el Concilio que "el máximo enemigo de la vida humana es 
la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución 
progresiva del cuerpo, pero su máximo tormento es el temor de un definitivo aniquilamiento. Juzga con instinto certero, cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y de la desaparición definitiva de su personalidad. La semilla de 
eternidad que lleva en sí se subleva contra la muerte" 

2. El mundo secularizado divide la vida humana en dos 
realidades biológicas contrarias: la vida y la muerte. Pretende 
extraer de la vida el máximo rendimiento en éxito, poder, dinero y placer, y ante la muerte experimenta horror, espanto, 
desesperación y angustia. E inconscientemente, adopta la actitud del avestruz, y, silencia la muerte como si no existiera. Luís XIV, el rey Sol francés, sentía tal horror ante la muerte que se construyó el Palacio de Versalles, tratando de escapar de la 
proximidad de panteón de los Reyes de Saint Donis en San 
Germain, porque le recordaba la muerte. Y hasta un día que el 
predicador exclamó conmocionado en el sermón: "Todos mueren, Majestad", le lanzó una mirada fulminante que estremeció al orador y le hizo corregirse: -"Casi todos, Majestad". Como resultado se absolutiza la vida terrena y se rechaza la muerte, que ha quedado convertida en tabú, del que se habla muy poco. 


3. Ante esta visión terrena de la vida que se queda en las 
fronteras de este mundo, los cristianos hemos de tener el coraje de oponer la visión cristiana de la vida y de la muerte, con la fe en la resurrección, que es la gran novedad del evangelio de Jesús. Cristo resucitado, convertido en primicia de los que han muerto, explica nuestra vida terrena y nuestra muerte, y nos garantiza la certeza de nuestra resurrección. A la visión biológica vida-muerte, naturalista y terrena, Cristo añade: RESURRECCION. No hay una separación, sino una continuación y consumación de la misma vida. 

4. Por el Bautismo hemos penetrado los cristianos en la muerte 
de Cristo que destruye el pecado y nos deja la semilla de la vida, "para caminar en una vida nueva" , a través de la continuada muerte y resurrección que anuncia San Pablo: "Cada día muero" . Cristo, la resurrección y la vida, que ha dicho "el que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá", hace caer el muro entre la vida y la muerte con la fuerza de su RESURRECCION. 

5 Cristo ha vencido en su propio terreno a la muerte. En torno 
de la carita de una niña zurea una avispa. Aterrorizada, grita la 
niña. Corre su madre y abraza a la niña y la avispa clava su 
aguijón en el cuerpo de la madre, que recibe en su cuerpo el 
pinchazo de la avispa. Así puede preguntar Pablo: "¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿dónde está, muerte, tu aguijón?" . "Yo los salvaré del poder de la muerte" . 

6. "¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?/. En lugar de la 
muerte tenía la luz", escribió un poeta. "Morir sólo es morir./ Morir se acaba./ Morir es una hoguera fugitiva./ Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba" (Martín Descalzo). Sin embargo la realidad de fe no elimina la 
sensibilidad humana ante el hecho traumático de la muerte, pero le da un sentido. ¿No lloró Jesús ante el sepulcro de Lázaro, a punto de resucitarlo?. Y ¿no se sintió triste hasta la muerte en Getsemaní y pidió al Padre que pasara de Él el cáliz?. 

7. Nuestra resurrección seguirá el modelo de Cristo viviendo 
una vida nueva en la que nos encontraremos a nosotros mismos pero de un modo diverso: "Se siembra en corrupción y resucita en incorrupción; se siembra en vileza y resucita en gloria; se siembra en flaqueza y resucita en fuerza; se siembra cuerpo animal y resucita cuerpo espiritual" . 

8 Nosotros conocemos la muerte, como una realidad que ha 
causado en nuestra carne desgarramientos dolorosos. Vienen a 
nuestra mente nombres de personas, rostros, palabras 
hermosas, que llenan el recuerdo de los días vividos juntos, de 
los lugares animados por personas queridas y amadas. San 
Agustín nos cuenta su tristeza al morir su madre y su llanto 
copioso. El lenitivo nos lo ofrece la fe. Pensemos que están con 
nosotros. Si son invisibles, no están ausentes. Nos podemos 
comunicar con ellos. Están presentes a nosotros con su oración, 
inspiraciones, el amor, que permanece completamente 
purificado, o en vías de purificación. Por eso ofrecemos hoy la 
Eucaristía, para que la Sangre de Cristo la acelere. 

9 "Si el grano no cae en la tierra y muere, queda infecundo, 
pero si muere, produce mucho fruto" . De ese grano muerto en el calvario y enterrado, han brotado tres espigas: la de la vida 
celeste, la de la vida que se purifica y la que peregrina en este 
mundo. Las tres están unidas en la caridad. Estamos unidos con 
nuestros difuntos, y ellos nos ven, como el jardinero ve las rosas en el jardín, aunque las rosas, que viven una vida inferior, no vean al jardinero. Nosotros somos esas rosa visibles pero ciegas. 


10 Los que se fueron, ante la muerte se han sentido como el 
niño que va a nacer: Al tener que salir del seno materno, al aire y 
la luz de este mundo, si el niño tuviera conciencia de su 
momento, creería que iba a morir. La realidad es que va a 
comenzar una nueva etapa en su vida: va a gozar de una vida 
más plena. Cristo Resucitado ha ganado esta victoria para el 
hombre, lleno de ansiedad y pobre ante el misterio de la muerte, 
liberándolo de la muerte con su propia muerte. 

11 Dice el Concilio: "La Iglesia de los viadores, teniendo 
perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el cuerpo 
místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos, guardó con 
gran piedad la memoria de los difuntos y ofreció sufragios por 
ellos, porque "santo y saludable es el pensamiento de orar por 
los difuntos para que queden libres de sus pecados" . 

12 La fe nos ofrece la posibilidad de una comunión con 
nuestros hermanos queridos arrebatados por la muerte, 
dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida 
verdadera. "Este Concilio recibe la venerable fe de nuestros 
antepasados sobre el consorcio vital con nuestros hermanos de 
la gloria celeste, o de los que se purifican después de la muerte y confirma los decretos de los Concilios Niceno II, Florentino y 
Tridentino". "Nuestra debilidad queda más socorrida por su 
fraterna solicitud" . "La iglesia peregrinante, reunida en Concilio, sintió la necesidad de manifestar su conciencia de estar ontológicamente unida a la Iglesia celeste". "Algunos de los discípulos del Señor peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente el mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es; mas todos estamos unidos en fraterna caridad y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios . 

13 La muerte es un episodio, un paso, una pascua, una 
transformación. Habrá dolores, porque el grano de trigo no 
muere sin destrucción. El despojo que la muerte obra en el 
hombre para pasar a la vida nueva, se obra con dolor y 
quebranto. Pero no nos fijemos exclusivamente en esa 
destrucción olvidando sus consecuencias en el más allá. 
Iluminados por la fe hemos de contemplar a nuestros difuntos 
camino de la Pascua de Cristo, que con su muerte destruyó la 
muerte, y con su Resurrección nos dio la vida. Cristo ha hecho 
de su muerte el momento más trascendente de su vida, para 
llevarlos a la vida de Cristo donde viven y vivirán para siempre 
unidos a nosotros. 

14 Cuando nace un niño prematuro, el cariño de sus padres 
lo deposita en la incubadora hasta que llegue a su plena 
maduración. El bautismo nos sembró la semilla de la 
resurrección. Durante nuestra vida se va desarrollando Cristo 
por el ejercicio de las virtudes evangélicas y el alimento de los 
sacramentos, sobre todo de la la eucaristía: "Quien come mi 
carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente" . Esta vida culmina en la muerte, en la cual el cristiano se asimila a Cristo muerto y resucitado. Si al morir está todavía inmaduro, el mismo cristiano al verse ante Dios, se ve imperfecto y dice como San Pedro: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador, aunque quiero estar contigo". El Padre Dios coloca a ese cristiano, a ese hijo inacabado en una incubadora que se llama Purgatorio, negado por los protestantes, pero definido por la Iglesia Católica. Ayudemos hoy y cada día a nuestros difuntos, con nuestra oración y con el santo sacrificio, a culminar su proceso de curación y maduración. 

J MARTI BALLESTER


14.

Al día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, explosión de 
la gracia y de la salvación de Jesucristo en nosotros, en la Iglesia del cielo y de la tierra, la liturgia nos invita a celebrar el día de los Fieles Difuntos. De todos. Originariamente tan sólo de los "fieles", esto es, de los cristianos. Un día destinado a orar por todos aquellos que ya nos dejaron en este mundo y que creemos necesitan de nuestra oración, para que Dios se apiade de ellos y les otorgue, definitivamente, la gloria del cielo.
Orar los unos por los otros, y sobre todo por los difuntos, es 
una práctica muy eclesial, muy cristiana, que nos hace 
conscientes de nuestra comunión. Pero desde nuestra 
sensibilidad moderna y desde la formación teológica, puede 
aparecer alguna cierta contradicción: esta celebración parece 
que no acaba de creer en la salvación de la Pascua de Cristo. 
Nació en Cluny durante el siglo X, fruto de una teología y, sobre 
todo, de una antropología muy alejadas de las nuestras. De 
hecho, la celebración entera, con los textos tomados tanto del 
Ritual de Difuntos -quizás algunos debieran de ser revisados-, 
como de la misma celebración de hoy, ofrece un criterio muy 
diferente del que podía suponer el sentido originario de la 
jornada. Se ha convertido más bien en una reflexión serena 
sobre el misterio de la muerte vista desde la óptica de la fe para nosotros, todavía mortales, y ya no se reduce a un rito de 
purificación de nuestros difuntos para que puedan entrar 
definitivamente en la gloria del cielo. Es también positivo que se mantenga vivo el recuerdo humano, lleno de afecto, hacia las personas amadas que nos han dejado, a las que no podemos olvidar. Se hace evidente el gran misterio de la vida, más allá y 
por encima de la muerte corporal. Es una manera de afirmar 
aquello que dice Jesús: "Dios no es un Dios de muertos, sino de 
vivos, porque gracias a él todos viven" (Lc 20,38).

ENTRE EL DOLOR Y LA ESPERANZA

Corremos el peligro de volvernos insensibles, fríos, ante al 
continuo alud de muertes y de desastres humanos que los 
medios de comunicación nos ofrecen a diario. También se da, a 
menudo, ya desde antiguo pero subsiste hoy, un cierto 
estoicismo ante el dolor y la misma muerte: se cuenta con ella, es algo que "llega" inevitablemente. Ante semejantes posturas es nuestro deber revalorizar la serenidad cristiana, que parte de la profunda esperanza que nos llega de Jesucristo. Serenidad que no equivale a insensibilidad, ni estupidez. Serenidad que hunde profundamente sus raíces en la confianza en Dios. Es lo que Job expresa en la primera lectura que proponemos (ver Jb 19, 01.23-27, Rm 14, 07-09.10b-12, Jn 14, 1-6) con estas palabras: "Yo sé que está vivo mi Vengador y que al final se alzará sobre el polvo... ya sin carne, veré a Dios; yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán". El sentido de nuestra vida, la de ahora y la de después de la muerte, se fundamenta en la fe: "Yo creo". Deberíamos, en este punto, hacer referencia al evangelio de Juan: Jesús deja como herencia a sus discípulos la venida del Defensor: el Espíritu Santo, que es quien ha de infundir en nosotros esta confianza y esta paz. Todo lo cual no está reñido con el dolor humano, profundo, que produce en nosotros toda separación de un ser querido.

UNA VIDA CENTRADA EN JESUCRISTO
En el fragmento de su carta a los Romanos, san Pablo nos 
recuerda una gran verdad cristiana: nuestra vida en Cristo, 
centrada en él. Desde los inicios de nuestra fe, por el bautismo 
cristiano, somos una sola cosa con él, es más -dicho con las 
palabras mismas del apóstol: "Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor". La muerte y la resurrección de Cristo lo han constituido Señor de la vida y de la muerte. De aquí que nuestra esperanza, cristiana, se fundamente en nuestra fe en Jesucristo.
Como me decía una vecina anciana, con motivo de la muerte 
de un familiar mío: " ¡Cuán triste debe de ser la muerte para los que no tienen fe!". Era ésta una mujer sencilla, cristiana de 
pueblo, sin demasiada teología, pero de una madurez y de una 
bondad fuera de serie. Sería bueno recordar que la celebración 
eucarística "en favor de los vivos y de los difuntos" es el 
momento de expresar en la fe nuestra firme participación en la 
vida y en la muerte de Cristo. En él y por él mantenemos viva la esperanza de la resurrección.

LA MUERTE, EL PASO HACIA LA VIDA, HACIA LA CASA DEL 
PADRE
El evangelio de Juan, con su lenguaje bien propio y característico, nos ofrece en este texto breve de despedida de Jesús, el sentido entero de la vida y de la muerte del cristiano: nos encaminamos hacia la "casa del Padre". Se trata de una explicación de lo que hemos dicho anteriormente: unidos a Cristo por la fe y el bautismo participaremos con él, también, de su vida de resucitado. Tanto la imagen de las muchas estancias preparadas, como sobre todo la del camino, la verdad y la vida, son muy sugerentes y fáciles de entender. Nuestra vida de fe (que sólo la "vivimos" ahora, aquí en la tierra) es un camino, un camino que se anda sólo con y en Cristo, él que es la Verdad y la Vida. Si ahora nosotros somos fieles al evangelio (verdad) tendremos vida en él y por él y alcanzaremos la vida eterna junto al Padre: se trata del Camino de Jesús. Nunca debemos olvidar que nuestro destino, que la gran realidad de la salvación de Jesús, es superar el trauma de la muerte inherente a la condición humana. En eso consiste el gran sentido de la esperanza cristiana.

DANIEL CODINA
MISA DOMINICAL 1999, 14 13-14



15.

- Recordar a nuestros difuntos
Hoy nos hemos reunido para recordar. Para recordar a 
aquellas personas, familiares y amigos, que nos han dejado. 
Algunos quizás recientemente, y que aún llevamos muy cerca del corazón, con dolor y tristeza. Y otros quizás no tan cercanos, pero que seguimos teniéndoles presentes, porque de una u otra forma han marcado nuestra vida. Hoy es un día para recordarlos a todos ellos. Porque siempre que muere alguien conocido, alguien con quien hemos compartido algo, es como si también muriese una parte de nosotros mismos. Porque no vivimos solos, no somos un mundo aislado, sino que nuestra vida está llena de otras vidas, está formada por todo lo que los demás nos han dado, por todo lo que hemos compartido, por las alegrías y las tristezas que hemos vivido juntos.
Por eso nos va bien, hoy, aquí, recordar a nuestros difuntos. 
¡Recordarlos, hacer que revivan en nuestro interior, volver a 
sentir lo que han significado para nosotros. Aunque sea 
doloroso, nos va bien mantener este recuerdo. No debemos 
querer olvidarlos, no debemos perder esta parte importante de 
nuestra vida que son nuestros familiares y amigos difuntos.

- Orar por nuestros difuntos
Y también nos va bien convertir este recuerdo en oración. Hoy 
recordamos a los difuntos no sólo en nuestro corazón, sino que 
los recordamos todos juntos, como comunidad cristiana, y los 
recordamos ante Dios.
Nosotros y Dios, reunidos aquí, en esta iglesia, compartimos el 
recuerdo de las personas que nos han dejado. Y lo compartimos 
convencidos de que Dios les ama, y les ama mucho, 
inmensamente, infinitamente.
Por eso, con esta confanza, con esta fe, le decimos a Dios 
nuestra gran esperanza: que nuestros difuntos vivan para 
siempre la vida más plena, más gozosa, más feliz. Sabemos que en este mundo todos fallamos, todos nos alejamos con 
frecuencia de Dios. Pero sabemos también que podemos confiar en el amor de Dios, que es más grande y más fuerte que todo el mal y el pecado que los hombres podamos cometer. Por eso le decimos a Dios esta esperanza nuestra, y le pedimos que tenga con él para siempre, en su Reino eterno, a nuestros difuntos y a todos los difuntos de todos los tiempos y de todo lugar.

- Consolidar nuestra fe en Jesús
Y todo eso, el recuerdo de los difuntos y nuestra oración por 
ellos, lo hacemos hoy dentro de la celebración de la Eucaristía. 
Acabamos de escuchar la palabra de Jesús en el evangelio, y 
ahora él mismo se hará presente entre nosotros en el pan y el 
vino que pondremos encima del altar, este pan y este vino que 
se convertirán en su Cuerpo y su Sangre, el alimento de vida 
eterna.

Nos encontramos aquí, celebrando la Eucaristía, porque 
creemos que Jesús, muerto en la cruz por amor, vive para 
siempre, y nos abre las puertas de su Reino. Le hemos 
escuchado ahora en el evangelio: "Yo soy el camino, la verdad y la vida", nos ha dicho. Seguirle, vivir como él, es lo único que nos puede llenar de felicidad. Y creer en él es creer que todos, 
nosotros y nuestros difuntos, somos llamados a compartir su vida para siempre.
Por eso hoy, al recordar a nuestros difuntos y al orar por ellos 
a Dios nuestro Padre, vale la pena que reafirmemos nuestra fe 
en Jesús y nuestro deseo de seguir su camino. Para vivir, ya 
desde ahora mismo, su vida.

EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1999, 14 17-18


16. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO

Domingo 2 de noviembre del 2003
Día de los Fieles Difuntos

2 Mac 12, 43-46: Si no hubiera resurrección, sería inútil rezar por los muertos
Salmo responsorial: 24, 6-7.17-21
Rom 8, 31-35. 37-39: Si Dios está en favor nuestro, ¿quien podrá estar contra nosotros?
Jn 14, 1-6: Yo soy el camino, la verdad y la vida
Juan 14, 1-6 es parte del gran discurso de despedida de Jesús: capítulos 13-17. Este discurso tiene tres partes: capítulos 13-14, pronunciados dentro de la casa donde Jesús funda la nueva comunidad. Capítulos 15-16: pronunciado fuera de la casa, donde Jesús habla de la misión futura de la comunidad en el mundo. Y capítulo 17 donde tenemos el testamento de Jesús. Jn 14, 1-6 es por lo tanto parte de un discurso eclesiológico de Jesús, fundante de una nueva comunidad. Hay que ver este texto en el contexto de los capítulos 13-14.

Jesús comienza en 14, 1 con una exhortación: no estén agitados, confíen en Dios y confíen en mí. Superar la angustia y tener confianza en Jesús es fundamental para construir la nueva comunidad. La confianza en Dios pasa ahora por la confianza en Jesús. El anuncio de la partida de Jesús ha despertado angustia en sus discípulos. Los discípulos deben superar esa angustia, pues la partida (muerte) de Jesús es para preparar a los discípulos un nuevo hogar, la Casa del Padre de Jesús. Esta Casa está en oposición al Templo. Es ahora más bien un hogar donde hay un Padre, hermanos y hermanas. Es la familia del Padre. Jesús se va, pero vuelve para llevarlos consigo. La ida de Jesús es su muerte y el regreso su resurrección. La nueva casa no está en otro mundo, sino al interior de nuestra historia, pero en el ámbito del Espíritu. La resurrección nos lleva más allá de la muerte, pero no más allá de la historia. En la casa del Padre, donde estaremos todos como hijos y hermanos de Jesús, hay muchas habitaciones. Esto significa que es una casa grande, donde caben todos y todas. Haya espacio para todas las culturas, todos los pueblos, todas las generaciones y todos los géneros. Es una casa sin exclusiones.

Jesús al morir nos abandona, pero al resucitar viene a buscarnos para llevarnos a la Casa del Padre. La muerte es un cambio de casa. Vamos a una casa grande donde nos encontraremos todos y todas. La muerte propia y de otros nos asusta, nos turba, nos agita, pero el evangelio de hoy nos da una visión nueva de la muerte como un encuentro en la casa del Padre. Superamos el temor a la muerte si ponemos nuestra confianza en Jesús y en Dios.

En 14, 4 - 6 la idea central es la del camino (aparece tres veces). Se trata del camino hacia el Padre y Jesús se revela como ese camino: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Jesús es camino en cuanto es verdad y vida. Jesús nos ha mostrado el camino al revelarnos la verdad de Dios, verdad que a su vez se identifica con la vida. Hay una identificación entre Camino, Verdad y Vida. En Jesús se nos revela la Verdad de Dios. El que ve a Jesús ve al Padre (14, 9). Y esta verdad es Camino, lo que indica movimiento (caminar, práctica, acción), dirección, punto de partida y de llegada. La Verdad es también Vida, se identifica con la vida cósmica y humana. La identidad Jesús-Camino-Verdad-Vida resumen todo el cuarto evangelio.

Si el evangelio de Juan nos habla de Camino, Verdad y Vida, en todo el capítulo 8 de la carta a los Romanos Pablo nos habla de Espíritu, Vida y Libertad. El Espíritu que nos libera de la muerte, el que dará vida a nuestros cuerpos mortales, el que rescata nuestros cuerpos y viene en ayuda de nuestra flaqueza. Todo el capítulo es un himno a la Vida, la vida humana concreta, el paso de la muerte a la vida que logramos como Hijos de Dios. Esta vida la conseguimos por medio de la Libertad frente a la ley y como obra del Espíritu. El que busca la vida en el cumplimiento de la ley, cae en el abismo del pecado y de la muerte. La relación Ley-Pecado-Muerte es lo contrario de la relación Libertad-Espíritu-Vida.

La segunda lectura de la liturgia de hoy es el himno al amor de Dios, con el cual termina el capítulo 8 de la carta a los Romanos (8, 31-39). Aquí el autor se plantea varias preguntas: ¿Quién contra nosotros? ¿Quién nos acusará? ¿Quién nos condenará? ¿Quién nos separará del Amor de Dios manifestado en Cristo?

La respuesta no admite dudas: ni nadie ni nada. Esta seguridad viene de nuestra fidelidad al Espíritu, que nos hace pasar de la muerte a la vida. La otra opción es la fidelidad a la ley. Los que ponen su confianza en la ley (en cualquier ley: ley del mercado, ley de los contratos, ley de la propiedad privada) no logran detener el paso de la vida a la muerte. El que absolutiza la Ley, termina sacrificando la vida para honrar la ley. La fidelidad al Espíritu nos abre al Amor de Dios y este Amor de Dios en nosotros es indestructible. No hay realidad humana ni trascendente que pueda separarnos de este Amor de Dios. Ni el sufrimiento ni la muerte, ni los ángeles ni los poderes, ni la altura ni la profundidad puede separarnos del Amor de Dios. Por eso podemos enfrentar la muerte con seguridad y confianza. La fidelidad al Espíritu ha orientado nuestra vida en forma definitiva hacia la Vida, incluso y sobre todo más allá de la muerte.

Es la fe en la Resurrección lo que da sentido a la oración por los muertos. Es lo que nos revela la primera lectura de hoy: 2 Mac 12, 43-46. En realidad no rezamos por los muertos, sino por los que han logrado ya la plenitud de la Vida. En nuestra oración manifestamos hoy nuestra fe que Jesús es Camino, Verdad y Vida, igualmente que la Libertad y fidelidad al Espíritu nos hace pasar de la muerte a la Vida y que nada ni nadie puede separarnos del Amor de Dios que se ha manifestado en Cristo.

Palabras que nos deben acompañar todo este día:

Jesús - Camino - Verdad - Vida

Espíritu - Libertad - Vida

No se turbe vuestro corazón. Creen en Dios, crean también en mí.

¿Quien podrá separarnos del amor de Cristo? Nada ni nadie.

Qué alegría vivir este día, nosotros y nuestros difuntos, en la casa del Padre donde hay muchas habitaciones... En esa casa están nuestros seres queridos y también, en el Espíritu, estamos todos nosotros.

Para la revisión de vida
La muerte es la realidad más seria de la vida. Vivir es caminar hacia la muerte, inevitablemente. ¿Es la muerte, la certeza de mi muerte futura -próxima o lejana, incierta en todo caso-, una realidad con la que cuento? ¿O soy de los que nunca pienso en ello y no integran esa dimensión real de su existencia a su vida diaria?

Para la reunión de grupo
Leer y comentar estos dos pensamientos:

-No cometí fraude contra los humanos, no atormenté a la viuda, no mentí ante el tribunal, no conozco la mala fe, no hice nada prohibido, no mandé diariamente a un capataz de trabajadores más trabajo del que debía hacer, no fui negligente, no estuve ocioso, no quebré, no desmayé, no hice lo que era abominable a los dioses, no perjudiqué al esclavo ante su amo, no hice padecer hambre, no hice llorar, no maté, no ordené la traición, no defraudé a nadie… ¡Soy puro, soy puro, soy puro! (Fórmula para defenderse el alma en el juicio, en el Libro de los Muertos, Escritura Sagrada de los egipcios).

- El pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este asunto, y ese abandono en cosa en que se trata de ellos mismos, de su eternidad, de su todo, me irrita más que me enternece, me asombra y me espanta, y el que así siente es para mí, como para Pascal, cuyas son las palabras señaladas, un monstruo. (UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Austral, 11ª edición, pág. 38).

Para la oración de los fieles
- Para que la Iglesia busque siempre la santidad por el camino de las bienaventuranzas. Roguemos al Señor.
- Para que los creyentes recorramos el Camino que es Jesús, con autenticidad, como transformación gozoza de nuestras vidas. Roguemos...
- Para que todas las personas que viven en la práctica las bienaventuranzas, sean del credo que sean, alcancen la dicha de la vida eterna. Roguemos...
- Para que nuestra condición de hijos de Dios nos ayude a vivir siempre con ilusión, gozo y esperanza. Roguemos...
- Para que todos nosotros nos reunamos un día con toda la Humanidad en el Reino de Dios y gocemos para siempre de su misma vida. Roguemos...

Oración comunitaria
Dios Eterno, Misterio inabarcable, Fuerza creadora, sin principio ni fin, Sabiduría escondida: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato, y ayúdanos a sentir, en la fe, la presencia espiritual de nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido en la existencia y en el amor. Tú que vives y haces vivir, por los siglos de los siglos. Amén.