42 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO III DE CUARESMA

(1-10)

 

1.

Las lecturas que nos presenta la liturgia de este tercer domingo de cuaresma podríamos interpretarlas como la historia de cuatro salidas, de cuatro marchas, de cuatro pasos, lo cual nos viene como anillo al dedo, pues estamos preparándonos para la Pascua, que es la salida, la marcha, el paso de la muerte a la vida.

-MOISÉS SALE DE LA CORTE

La historia de Moisés es bien conocida: hijo del pueblo hebreo, para salir indemne de la matanza de niños es depositado por su madre en el Nilo, en una canastilla que será encontrada por la propia hija del Faraón; esto le llevará a ser educado en la corte, como un príncipe; un sueño hecho realidad, ¡la aspiración de tantos y tantos, conseguida sin esfuerzo!, ¡el gordo de la lotería, el pleno de la quiniela!: ser un príncipe, vivir en la corte rodeado de todo lo que se pueda desear; el gran anhelo, el objetivo fundamental de tantas vidas... hecho realidad; ¡cuántos se cambiarían bien a gusto por Moisés! Pero Moisés tiene otras aspiraciones, otros sueños; y así, en una confrontación entre un hebreo y un egipcio, no duda en ponerse de parte del oprimido; se arriesga a perder sus privilegios y, de hecho, los pierde; de ser un miembro de la corte pasa a ser un perseguido a muerte por el propio Faraón. Pero a Moisés no le importa su posición social, ni sus privilegios, ni su riqueza; a él le interesa el por qué de la esclavitud de su pueblo, o mejor aún: el cómo terminar con ella; si el precio por conseguirlo es pasar de la corte a la esclavitud, Moisés da el paso sin miedo ni vacilación.

-DIOS SALE DE SU CIELO PARA LIBRAR A SU PUEBLO D/NO-NEUTRAL Dentro del mismo episodio nos encontramos con el propio Dios que "sale" de su cielo para ver la opresión de su pueblo, sus quejas contra los opresores, sus sufrimientos, y El personalmente anuncia que va a bajar a librarlos de la opresión.

Frente a un dios al que los hombres acusamos frecuentemente de vivir cómodamente en su cielo, el verdadero Dios se nos revela como el que sale de su olimpo para acercarse al hombre; mejor aún: Dios deja su inmutabilidad para acercarse al que sufre y librarlo de su opresión. Dios nos muestra así cuál es su relación con el hombre a la vez que su actitud se convierte en lección y ejemplo para el hombre.

-EL PUEBLO SALE DE LA ESCLAVITUD PARA EL SERVICIO Y LA LIBERTAD Las salidas, los pasos de Yavéh y de Moisés posibilitan, a su vez, una nueva salida, un paso liberador; el pueblo sale de la esclavitud a la libertad. Una libertad que va a utilizar para el servicio;

- sirvieron al Señor en el desierto, aunque su servicio tuvo no pocos fallos y deficiencias;

- sirvieron a la humanidad, preparando el camino al Mesías, convirtiendo su historia en "figura para nosotros, para que no codiciemos el mal" (cfr. segunda lectura). En cualquier caso, el pueblo sale de la esclavitud y pasa a una vida de libertad, que siempre es una conquista para cualquier hombre y para cualquier pueblo. Dios concede a su pueblo esa libertad, aunque el pueblo, como ha quedado dicho, no sepa usar adecuadamente de la misma.

-EL CRISTIANO DEBE SALIR DE LA BONDAD MORAL A LA FRATERNIDAD La cuarta invitación a salir, a pasar, nos la hace el Evangelio. Allí se nos invita a pasar de la mera bondad moral de quien cumple escrupulosamente todo lo mandado a la vivencia de la fraternidad de quien sabe que todo se debe dar y hacer por el hermano.

El cristiano, en definitiva, está siendo llamado, hoy y siempre, a no confundir su fe con un sistema de leyes cuyo cumplimiento da seguridad y reporta la calificación de "bueno"; ("¿Pensáis que esos galileos? Os digo que no"), sino a ver la fe como la apuesta decidida y valerosa por trabajar en favor de la fraternidad. Es a un estilo de vida, no a una nueva religión, a lo que Jesús está invitando a los que quieran seguirle. Lamentablemente, sin embargo, sigue siendo corriente encontrar personas con ideología de creyente (aceptan sin mayor problema todos los postulados dogmáticos, principios teóricos, normas morales y eclesiásticas...), y con prácticas que en nada les diferencian de los no creyentes (racismo, afán de lucro, desprecio hacia los pobres, búsqueda de prestigio, el trato con los poderosos), en fin: el comamos y bebamos, con mucha seguridad de que mañana moriremos y poca convicción de que hay otra realidad.

-CUATRO PASOS QUE DEBEMOS DAR

Estos cuatro pasos que nos han presentado las lecturas son otras tantas invitaciones para que también nosotros salgamos y pasemos:

-De la riqueza, tenida o deseada, disfrutada o anhelada, tomada, en definitiva, como aspiración fundamental en la vida, a la solidaridad con los pobres, hombres o pueblos; solidaridad que no sea simple discurso o mera compasión, misericordia o beneficencia; solidaridad que sea liberadora.

-De la vida cómoda, basada en la ley del mínimo esfuerzo, la ganancia fácil, la sopa boba, el vivir del cuento, el tráfico de influencia, el abuso de poder, la prevaricación..., a la solidaridad con los oprimidos, hombres o pueblos; solidaridad eficaz, que cambie realmente las condiciones de vida de los que sufren persecución o marginación; solidaridad que no cierre los ojos ante estos problemas o se tranquilice pensando que basta con desplazarlos de sitio para que, desaparecido del propio horizonte, desaparecidos para siempre.

-De la vida sujeta a mil ataduras, artificiales y superfluas, a la libertad necesaria para servir al hombre y a la sociedad; no podemos olvidar cómo la publicidad alardea de crear necesidades (o sea, innecesarias) para vender productos, hacer pensar lo absolutamente imprescindible que son miles y miles de cosas para vivir, y llegar a convertir al hombre en un ser dependiente de tales productos, o de trabajar y ganar más y más para poder hacerse con ellos. Una vida obsesionada con ganar para comprar, con cuidar el físico o cultivar ciertos círculos de una vida esclava, que no tiene ni tiempo ni oportunidad para dedicarse a aquello a lo que el hombre debe dedicarse: servir sirviendo a los demás.

-De la vida dedicada a cumplir para tener contento a Dios, a la vida dedicada a crear fraternidad; de la vida en la que Dios es alguien temible a quien hay que procurar no enfadar, a la vida de quienes se saben hijos y, por tanto, amados incondicionalmente por Dios. La vida dedicada a cumplir normas para agradar a Dios termina por convertirse en una vida estéril, inútil, absurda, pues el único modo de agradar a Dios es vivir la fraternidad.

LUIS GRACIETA
DABAR 1992, 20


2.

-DOMINGO DE MOISÉS

En el camino de la Cuaresma nos sale hoy al paso la figura impresionante de Moisés, conocedor profundo del hombre y, sobre todo, amigo de Dios. "Salvado de las aguas", salvador de su pueblo, Moisés es figura de Jesús. Dios se revela a Moisés en el Sinaí como "El que es" y le encarga la liberación de su pueblo para introducirlo en la tierra de la libertad.

-"HE VISTO LA OPRESIÓN DE MI PUEBLO" Dios ve que su pueblo está "afligido y humillado" y conoce todas sus angustias. Para decirlo con otras palabras: Dios entra en la historia dolorosa de un pueblo que vivía esclavo en Egipto, como comparte también hoy el sufrimiento de todos los hombres y mujeres sometidos a explotación:

-El hambre de millones de seres humanos;

-el paro en las sociedades que llamamos del bienestar;

-la soledad de quienes se sienten inútiles y ven que su vida se va consumiendo sin sentido.

Añadimos a ello los pueblos en guerra, la amenaza nuclear, el terrorismo salvaje, la injusticia en la relaciones internacionales y en los intercambios comerciales, y tenemos un panorama desolador. Es el drama de la opresión humana.

-¿ESTA O NO ESTA DIOS ENTRE NOSOTROS?

Estas situaciones provocan preguntas y hasta acusaciones frente a los creyentes. ¿Se puede hablar de la salvación de Dios en un mundo atravesado por el sufrimiento y la pobreza? El Evangelio de hoy hace referencia a estas preguntas. Algunos oyentes de Jesús le cuentan un hecho monstruoso que acaba de suceder y que llenó de indignación al pueblo: Pilato, el representante de Roma, ha mandado degollar a unos galileos en el preciso momento en que estaban ofreciendo en el templo sus sacrificios.

Podemos imaginar el dramatismo de la escena. La indignación de todos. ¿Por qué? ¿Qué hacer? Jesús no pierde los nervios. Si acaso, aumentar el sufrimiento de los pobres. Aprovecha la ocasión para dar una lección religiosa: "Os digo que si no os convertís, todos pereceréis lo mismo".

Las calamidades y el sufrimiento no son un castigo de Dios, como creían los fariseos piadosos. La explicación última del problema del mal sigue siendo un misterio. Lo que para Jesús no ofrece duda es que todos los hombres somos pecadores. Nadie puede sentirse justo ante Dios. Todo hombre necesita la salvación de Dios. Lo queramos o no reconocer, todos vivimos aún en el país de Egipto, esclavos del pecado, y somos solidarios del sufrimiento y la pobreza de los otros.

-LA CONVERSIÓN DEL CORAZÓN

Para Jesús, el más hondo mal del hombre, su más dura y funesta esclavitud, está radicada en el propio corazón del hombre. Por eso, su mensaje es, ante todo, una llamada al cambio de la persona, a la conversión del corazón. Como nuevo Moisés, Jesús ha venido "a salvar a su pueblo de los pecados" (Mt. 1, 21).

Cuando el hombre entra en esta dinámica de conversión, comienza a descubrir el significado del nombre de Dios. Entonces se llega a comprender, mejor que con definiciones, quién es ese "Dios que salva"=Yavé. Sólo entonces estaremos en condiciones de construir un mundo mejor, el que Dios quiere, el que no perecerá jamás.

COR/CV: La conversión del corazón es condición que hace posible la llegada del reino de Dios. Todo sería distinto, incluso al nivel de la convivencia humana y de la propia relación del hombre con la naturaleza. Un escritor contemporánea ha dicho: "La supervivencia física de la especie humana no depende de las lluvias ni del sol, sino de un cambio radical del corazón humano" (E. Fromm).

-POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS

Ahora bien, la conversión no se reduce a una buena disposición interior ni a un vago deseo de ser mejores. Con la parábola de la higuera que no da frutos Jesús nos enseña que Dios espera de nosotros obras de amor, justicia y verdad. De lo contrario, la conversión no es auténtica.

Tenemos el ejemplo de los santos. El hijo de Bernardone había oído las palabras del Señor: "Si quieres ser perfecto..." Sólo cuando vendió sus bienes, entregó el dinero a los pobres y cambió su forma de vida pudo ser San Francisco de Asís.

La conversión se hace tarea para construir un mundo de hermanos. Hay que hacer, decía Péguy, una "revolución temporal" para la "salvación eterna" de la humanidad. No se puede dejar a los hombres en el país de Egipto de la miseria y opresión. Se trata de una tarea obligatoria para cada cristiano. No podemos olvidar las palabras de Jesús: "Tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestisteis...".

Mientras no sigamos este camino, permanecemos en nuestros pecados y no es fecunda en nosotros la salvación de Dios. Porque, "¿Cómo puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien ve".

-PARÁBOLA DE LA PACIENCIA

Preciosa conclusión del evangelio de hoy: El Señor espera nuestra respuesta libre porque quiere contar con nosotros para transformar el mundo. "Señor, no cortes la higuera; déjala todavía este año, a ver si da frutos". Jesús sabe que la contemplación de la actitud acogedora y entrañable de Dios es lo que puede cambiar nuestro corazón y abrirlo al amor.

Lo mismo que con el pueblo de la antigua Alianza, también hoy el Señor tiene paciencia con nosotros. Construir una nueva humanidad, sólo es posible con la colaboración decidida de hombres nuevos. Por eso espera nuestra respuesta. Como espera la vuelta del hijo pródigo.

Dios, para salvarnos, toma siempre la iniciativa, pero pide nuestra colaboración. Recordemos los signos. Cuando regala el vino, exige primero el agua y cuando multiplica la pesca, pide que echen primero la red. Podría hacerlo de otra manera. Sin nosotros. Podría hacer llover los panes, que brotaran ríos de agua, vino y leche, curar de golpe a todos los enfermos... pero lo ha hecho así por respeto. Para dignificar al hombre.

Porque nos quiere protagonistas de nuestra propia realización como personas y como hijos de Dios. Nada menos. Es nuestra gloria o nuestra tragedia. En todo caso, nuestra responsabilidad.

GREGORIO MUÑIO
DABAR 1989, 15


3.

PACIENCIA E IMPACIENCIA

Se nos ha repetido hasta la saciedad que el tiempo de Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo de reflexión, tiempo de propósitos.

Debe ser cierto y no conviene que nos habituemos a contemplarlo así, sino que al pensar en ello sintamos la comezón de revisar seria y sinceramente nuestra vida, y la convicción profunda de que soy "yo", y no los otros, el que tiene necesidad de convertirse.

El Evangelio de hoy es de lo más expresivo respecto a la necesidad personal de la conversión. Los galileos que murieron aplastados por la represión de Pilatos o por el derrumbamiento de la torre de Siloé, un "accidente" político y un accidente laboral, no eran peores que "vosotros", contesta Jesús al interrogante de sus interlocutores, unos interlocutores imbuidos, al parecer, de una convicción arraigadísima en la naturaleza humana: "los malos son los otros" y, desde luego, una convicción arraigadísima entre muchos cristianos que, consciente o inconscientemente, se consideran al abrigo de cualquier necesidad de conversión, simplemente porque pertenecen al grupo elegido y cumplen lo que consideran -aunque no las llamen así- sus "obligaciones reglamentarias".

La respuesta de Jesús es contundente: "Si no os convertís...". Ahí quedó clara y terminante, cortando de raíz toda curiosidad sobre las cualidades de los otros para volverse sobre los que preguntaban y ponerles de manifiesto la necesidad de mirarse a sí mismos para exigirse, a ellos y no a los demás, las cualidades necesarias para ser agradables a los ojos de Dios.

CR/CV: Porque, evidentemente, no es suficiente pertenecer a un grupo, por muy de élite que sea, para ser agradable a Dios. No lo fueron muchos de los israelitas que atravesaron el desierto junto a Moisés y bebieron de la roca y comieron del pan que bajó del cielo. Y no lo somos muchos de nosotros, aunque estemos "apuntados" al soplo del Espíritu y caminemos cerca de la fuerza vital de Jesucristo, si ese apuntamiento y ese camino no lo hacemos revisando, diariamente quizá, el compromiso personal que ese género de vida lleva consigo.

Y sigue Jesús instruyendo a los suyos sobre la necesidad de la conversión poniendo delante de sus ojos la actitud del dueño de una higuera que llega hasta ella buscando fruto y que, encontrándola reiteradamente estéril, pretende arrancarla. No lo hace porque interviene suplicante el viñador que la cuida y la salva conservándola para una nueva ocasión. Es esperanzador, desde luego, pero indicativo del talante del Señor. No es suficiente estar plantado, hay que fructificar, porque diariamente se acercarán a nosotros los hombres buscando las consecuencias prácticas de nuestra fe, de aquello en lo que decimos creer. Diariamente se acercarán a nosotros los hombres buscando frutos de humildad, para encontrarse, quizá, con una soberbia desafiante; buscando frutos de misericordia, para encontrarse, posiblemente, con un dogmatismo duro y ceñudo especializado en la condena; buscando frutos de paz, para encontrarse con los mismos síntomas de violencia que padece nuestro mundo en todos los sentidos, violencia en el orden de las ideas, violencia en el terreno económico, violencia en las palabras, en los gestos, en las actitudes, violencia que termina en la muerte y en el dolor. Diariamente se acercarán a nosotros los hombres, hartos de tanta palabrería hueca, para ver si somos capaces de tender hacia ellos las manos, el corazón y la vida sin reservarnos cómodamente ante su mirada, como se reservan habitualmente los que consideran que son ellos y sólo ellos el centro del universo, para encontrarse, muy probablemente, con que no somos capaces de abrir para todos los hombres el corazón y cuanto poseemos.

Diariamente se acercará a nosotros el Señor buscando los frutos de nuestra vida, se acercará en el anciano, en el huérfano, en el que carece de alegría y de esperanza; se acercará en el que sufre para encontrar el lenitivo en su dolor y posiblemente el que goza para encontrar auténtico sentido a su alegría. Se acercará a nosotros el Señor y esperará pacientemente -de eso estamos seguros- a que respondamos con el tono con que El quiere que lo hagamos. Posiblemente los que no tengan tanta paciencia sean los hombres que, de hecho, puedan estar cansados de encontrar tantas veces nuestra higuera falta de frutos. Y no les faltará razón.

ANA M. CORTES
DABAR 1986, 17


4.

Vivimos en un mundo lleno de enfrentamientos, guerras, crímenes, revueltas y represiones. Hace poco tiempo todos leíamos en la prensa lo que se calificó macabramente de "carnaval" (me refiero a las terribles matanzas en Guinea). En aquel tiempo -el de Cristo-, el mundo también era teatro de parecidos espectáculos.

Precisamente en el evangelio de hoy, San Lucas nos dice que se presentaron algunos a contar a Jesús lo que había ocurrido con los galileos que habían sido ejecutados violentamente en el momento mismo de ofrecer sus sacrificios en el Templo y cómo la sangre de aquellos infelices había sido mezclada con la de los animales sacrificados. Los galileos eran hombres fogosos por temperamento y hombres en aquella situación los más comprometidos en la lucha por la libertad de Israel. Pilato, gobernador romano, quiso dar a este pueblo un escarmiento ejemplar. He aquí, pues, un acto de represión. Vivimos en un mundo en el que de vez en cuando tremendas catástrofes naturales siembran regiones enteras de cadáveres y de pobreza extremada. Hace unos meses era Pakistán Oriental, hace poco más de un mes fue Mozambique... Estas cosas ocurrían igualmente en tiempos de Jesús: San Lucas se refiere a un terremoto que conmovió la ciudad de Jerusalén y derrumbó la torre de Siloé, sepultando bajo sus ruinas a dieciocho habitantes, de aquella ciudad. Estos hechos fueron para Jesús ocasión de urgir a todos los hombres, sin distinción alguna, la conversión. Entonces, debido a su mentalidad primitiva y, a veces, a una falsa conciencia de autojustificación, llegaban a pensar que todas estas catástrofes naturales o todos estos actos de represión alcanzaban solamente a los culpables, y creían que se trataba de un castigo especial de Dios contra los especialmente pecadores. Por lo tanto, todos los que no habían sido alcanzados por el mismo castigo se consideraban libres de toda culpa. Ahora bien, Jesús interpreta estos hechos esporádicos como la manifestación de un mal que a todos nos atañe y en el que todos somos solidarios: "¿Pensáis que ellos eran más pecadores que los demás galileos porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo".

Este mundo, que no es bueno porque no es bueno para todos -como decíamos el pasado domingo-, no es más que la expresión exterior de un mal radical que a todos nos afecta. Me refiero al pecado: no tanto a los pecados como al pecado, ese pecado que vino Cristo a quitar del mundo. Claro está que el pecado no es nunca "lo que pasa" simplemente, un suceso, sino lo que hacemos o, mejor, lo que sale de nuestra libertad, y en este sentido el pecado es ciertamente evitable; pero, ¿acaso podemos afirmar, puedes tú afirmar que estás libre de pecado? ¿Puede un hombre, ante la muerte, ante su propia muerte, morir en paz confiando en que todo lo ha hecho bien? ¿Es posible conjugar la tranquilidad de conciencia con la sinceridad? Es posible la paz de Dios, la paz que viene de Dios, aquella paz que se funda en la misericordia de Dios, aquella paz que nace de la fe en el perdón de Dios; pero no me refiero yo ahora a esta paz cristiana que es una gracia, que es aquella gracia con la que Dios amorosamente justifica al impío. Me refiero a la paz que el hombre pudiera tener apoyándose sólo en sus buenas obras. ¿Es posible esta paz? ¿Puede un hombre decir: "quién se atreverá a acusarme de pecado"? ¿Es éste un lenguaje humano? Ciertamente es humano, es demasiado humano, es un lenguaje en el que todos experimentamos precisamente la mayor miseria del hombre: el no querer reconocer su propio pecado. No es éste un lenguaje sincero. Y si es un lenguaje sincero, entonces sólo hay uno que pueda decir estas palabras: Cristo.

En este sentido, todos somos solidarios en el pecado del mundo. Todos necesitamos de la salvación de Dios. Para todos es urgente la salvación. Si no nos convertimos, todos pereceremos lo mismo. De la urgencia de esta conversión nos habla también hoy la segunda parte del evangelio según San Lucas: Érase un hombre que tenía una viña y en ella, plantada, una higuera, una higuera estéril. Entonces, el amo dijo al viñador: "Córtala, para que no ocupe terreno en balde"; pero el viñador contestó: "Señor, déjala todavía este año..." La parábola es clara: El amo de la viña es el Padre, Cristo el viñador, y ¿qué otra cosa es la higuera estéril, sino nosotros, el pueblo de Dios, la humanidad entera? La conversión es urgente. La conversión es siempre urgente.

Porque la conversión cristiana es una conversión permanente. Nadie puede decir: "Yo ya me he convertido del todo". Por eso, esta parábola es hoy para nosotros una llamada que no podemos desoír: "Si hoy escucháis la voz de Dios, no endurezcáis vuestro corazón". Todo esto que hemos dicho comentando el evangelio según San Lucas, se desprende claramente también de la segunda lectura, que está tomada de la primera carta del Apóstol San Pablo a los corintios. San Pablo quiere que escarmentemos en cabeza ajena. Nos habla de cómo Dios favoreció especialmente al pueblo de Israel. Nos dice que, a pesar de todo, este pueblo prevaricó y fue castigado por Dios. Y después añade: "todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento vuestro... Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga". San Pablo entendió también que nadie puede presumir de justo. Esto sería ya un pecado. Lo importante es no fiarse de sí mismo y confiar en el perdón de Dios; reconocer, precisamente a la luz del evangelio de la reconciliación, que somos pecadores y que Dios, no obstante, justifica al impío.

EUCARISTÍA 1971, 20


5.

-EL NOMBRE DE DIOS. En la primera lectura de hoy leemos uno de los pasajes más importantes para la fe y para el culto de Israel.

Dios revela su Nombre: se revela a sí mismo. Esta revelación tendrá su paralelismo cristiano en la Resurrección de Jesús, en la Pascua. Tanto en el pasaje de la zarza, como en la glorificación de Jesús, Dios se manifiesta como el Dios que salva, que libera a su pueblo. Dios revela su misión a Moisés para darle una misión bien concreta: el éxodo. "Yo-soy me envía a vosotros". Es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, siempre fiel a las promesas, que ha visto la opresión de su pueblo en Egipto, que ha oído las quejas que le arrancan sus opresores: baja para librarlo. Por eso revela su Nombre: "Soy el que soy", Yahvé: se manifiesta a sí mismo como liberador y también como guía de su pueblo, a través de Moisés, hacia la Tierra prometida.

En la plenitud de los tiempos, la gran manifestación de Dios que es Amor, resplandecerá en la Pascua del Señor Jesús, aquel que nos libera, que nos abre las puertas del Paraíso y del Reino. El Hijo de Dios se manifestará como el que es, como el libertador definitivo, no sólo de Israel sino de todos los hombres, aquel que vive para siempre, a partir de su resurrección de entre los muertos.

La invocación del Nombre de Dios, el único, Yahvé: "Soy el que soy", penetraba todo el culto de Israel y hacía estremecer con un santo temor el corazón de los fieles israelitas. Hoy, a los cristianos nos llena de gozo saber que Aquel que vive para siempre está entre nosotros: en el nombre del Señor celebramos todos los sacramentos de nuestra fe, y ésta es, en definitiva, la proclamación del Nombre del Señor: del Resucitado, del que nos ha liberado porque ha venido a compartir nuestras penas, nuestro clamor, nuestro sufrimiento, y fue entronizado como "Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte" (Rm 1,4).

Insistimos en lo que decíamos el primer domingo: la fe es el fundamento de nuestras celebraciones sacramentales, la fe llevada a su plenitud en el Señor resucitado. Cada vez que nos reunimos en el nombre del Señor, confesamos que hay un único Dios, el que es, el que era, el que vendrá; confesamos que hay un solo Libertador, Jesús, el Hijo único del Padre; y lo confesamos por la fuerza del Espíritu, llama ardiente del amor de Dios en nuestros corazones de creyentes.

-"SI NO OS CONVERTÍS...". Los domingos tercero, cuarto y quinto de Cuaresma en el ciclo C tienen un carácter marcadamente penitencial, recogen perícopas de Lucas (y de Juan, en el domingo quinto) muy adecuadas para subrayar la invitación que cada año la Iglesia hace al pueblo penitente para que se convierta, porque está cerca la Pascua del Señor.

P/CASTIGO: A partir de dos acontecimientos: la represión de Pilato contra el motín de unos galileos, y el accidente de la caída de la torre de Siloé, Jesús invita a una actitud personal de conversión. Porque todos somos pecadores. La gente suele unir, y quizás más en tiempos de Jesús, pecado y castigo-desgracia. Jesús no acepta esta correlación: los galileos muertos en el templo no eran los más pecadores de todos los galileos, ni las dieciocho víctimas del accidente, lo eran más que los otros ciudadanos de Jerusalén.

La invitación de Jesús es clara: todos somos pecadores, a todos nos es muy necesaria la penitencia, no como actitud de miedo ante un juicio inminente de Dios, sino como actitud constante ante nuestro pecado y ante la misericordia del Padre. Seguidamente se presenta la parábola de la higuera estéril. El dueño la quiere arrancar, el viñador (Jesús) pide que tenga paciencia: "cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto".

Esta parábola puede relacionarse perfectamente con la lectura segunda: san Pablo recuerda a los corintios la lección del pueblo de Israel peregrinando por el desierto; habían recibido los favores de Dios, pero la gran mayoría no eran agradables a él. Es un ejemplo para advertirnos a nosotros: no basta con ser del pueblo elegido, no basta con estar bautizados, alimentarse con el pan celestial, estar plantados en la viña del Señor. Esto no basta para quedarse tranquilos: "el que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga". Es una advertencia y una llamada a la conversión.

Hoy habría que insistir mucho en este aspecto: la penitencia se hace con el objeto de ser agradables a Dios, de cumplir su voluntad, de dar fruto. No por miedo, sino por responsabilidad: porque somos miembros de un pueblo santo, lavado por las aguas bautismales, alimentado por la Eucaristía, liberado del país de la esclavitud, que va caminando por este mundo que pasa hacia la Tierra prometida, hacia la Pascua eterna

PERE LLABRES
MISA DOMINICAL 1983, 5


6.

-CONVERSIÓN

1. "Si no os convertís...". - Esta expresión se repite con una cierta insistencia en el evangelio de hoy. Es, indudablemente, una llamada a la conversión. Llamada que encaja perfectamente con el mensaje espiritual de la Cuaresma. Más que un tiempo de ayunos y penitencias corporales, la Cuaresma es enfocada hoy en la nueva liturgia como una ocasión de conversión, como una llamada urgente a la transformación del corazón, al cambio de costumbres, a una nueva visión del mundo y de los valores que rigen nuestra vida.

Convertirse significa hacer un replanteamiento de la propia vida, encaminándola hacia Dios.

La paciencia de Dios (D/PACIENCIA).

-El fragmento evangélico que leemos hoy incluye en su segunda parte la parábola de la higuera. La vida del cristiano es como la higuera. Dios espera que demos fruto abundante, como el dueño de la viña. Pero nuestra vida, como la higuera del evangelio es estéril, infructuosa. No obstante, Dios espera pacientemente, año tras año, a que demos fruto de conversión, de penitencia. El nos espera siempre. El sigue abriendo surcos, abonando y regando. Esta Cuaresma nos brinda una oportunidad excepcional para ofrecer a Dios -al Dios de la paciencia- una respuesta de conversión.

"El que se cree seguro, ¡cuidado no caiga!". -Dios sigue aguantando nuestras infidelidades e impertinencias lo mismo que aguantó las del pueblo de Israel en el desierto. Pero el Dios de la paciencia es también un Dios justo. Por eso, Pablo en la 2.lectura nos amonesta: "El que se cree seguro, ¡cuidado no caiga!". Estas palabras hay que interpretarlas como dichas hoy directamente a la asamblea cristiana reunida para celebrar la eucaristía. A los fieles hay que decirles hoy que no se crucen de brazos, que no confíen en su propia seguridad, que es preciso decidirse a la conversión. Porque el tiempo es corto y Dios puede decidirse a cortar la higuera en cualquier momento.

-MOISÉS. "La zarza ardía sin consumirse". -Así como el personaje principal que nos brindaba la 1. lectura del pasado domingo era Abraham, este domingo la figura es Moisés. Aparece intencionadamente en la primera y en la segunda lectura, vinculada a la experiencia del desierto, imagen de la Cuaresma.

El desierto es un lugar de teofanías. Allí es donde Dios se le manifiesta y revela a Moisés su nombre: "Yo soy el que soy". Del mismo modo la Cuaresma es una ocasión para el encuentro con Dios que se revela y descubre su rostro. Pero Dios se manifiesta de modo misterioso. Ante la luminosidad irresistible de su presencia, sólo podemos caer rostro en tierra para adorar silenciosamente su presencia deslumbrante.

-La travesía del desierto, imagen de la Cuaresma (CUA/CAMINO).-

Es ésta una idea importante que conviene recordar a los fieles con una cierta insistencia a lo largo de la Cuaresma. El paso de Israel por el desierto no sólo es imagen de la Cuaresma, sino de toda la vida cristiana. Esto confirma la convicción de que la Cuaresma viene a ser como un ensayo de lo que debe ser la vida entera del cristiano en el mundo; un camino, una peregrinación alentada por la promesa de la patria futura.

El fragmento de Pablo que leemos en la 2. lectura incorpora algunos elementos que conviene utilizar en la homilía o en las moniciones. A lo largo de esta peregrinación, Dios nos acompaña con su presencia cubriéndonos como si fuera una nube protectora. La vida cristiana es un "paso", una Pascua permanente. Todos hemos atravesado las aguas y hemos sido bautizados en un baño de regeneración. Todos somos alimentados con el alimento espiritual del cuerpo de Cristo. Todos bebemos del cáliz de su sangre, que es bebida espiritual para nosotros. El es -Cristo- la roca de la que brota el agua de la vida; él es la roca inconmovible en la que se apoya nuestra fe.

Para terminar, una advertencia: No seamos nosotros como muchos israelitas que no agradaron a Dios y quedaron tendidos en el desierto. No codiciemos el mal. Nosotros estamos llamados a compartir con Cristo la Pascua definitiva.

JOSÉ MANUEL BERNAL
MISA DOMINICAL 1986, 5


7.SOBRE LA SEGUNDA LECTURA

La misa de hoy presenta una lección: cualquiera que haya sido elegido puede ser rechazado si no vive de la fe; nos hablan de la infidelidad y de la reprobación del pueblo elegido al que Dios quería salvar. La Iglesia nos hace hoy una seria advertencia: el bautismo, la vocación, la Eucaristía no bastan para asegurar la salvación. Quiere que aprendamos una lección: "No endurezcáis vuestros corazones como vuestros padres en el desierto" Que no llore el Señor de nuevo, sobre nuestra ingratitud e insensatez. El tema de hoy es un toque de atención a nuestra condición de cristianos. La historia sagrada, la Historia de la salvación, tiene tres grandes etapas: las del A. T., la de los tiempos de Jesús, y la de nuestra vida actual en la Iglesia.

Todos los hechos reales ocurridos en el A.T, parte de los cuales nos relata hoy san Pablo en la segunda lectura, sucedieron y fueron escritos para nuestra propia enseñanza y corrección. Son figuras que anticipadamente representan lo que después puede ocurrir. Nos advierten de lo que nos puede ocurrir a nosotros, los bautizados, los que hemos pasado a formar parte del cuerpo de Cristo.

El pueblo elegido, el pueblo con el que Dios había formado un tratado de salvación, fue llevado a través del desierto hacia su liberación, conducido por la mano poderosa de Dios. Pero no se dieron cuenta y sólo pensaron en comer, beber, divertirse, danzar.... Igual ocurre en los tiempos de Cristo. El Hijo de Dios se hace hombre para salvar a Israel, y los contemporáneos del Señor, salvo unos pocos, no quisieron advertir que había llegado "el día del Señor".

Por eso Jesús, al acercarse a Jerusalén, lloró sobre la ciudad y profetizó la ruina de la ciudad y la destrucción del santuario. "Porque no comprendiste el momento de mi venida" (Lc/19/41-44). La historia de la ceguera del pueblo elegido se había repetido al igual que en el desierto.

El nuevo pueblo de Dios, la nueva Jerusalén la constituyen los cristianos; cada día, por medio de la celebración litúrgica, recibimos la visita del Señor. Su palabra y su presencia nos llega cada día. Pero el Señor puede quejarse de nuevo porque nosotros, los miembros de su pueblo, podemos volver -una vez más- a rechazarle. Dos maneras:

1. Podemos endurecer nuestros corazones como nuestros padres lo hicieron en el desierto (los que no quieren oir hablar de Cristo ni de las cosas de Cristo. Los que se cansan de oir la palabra de Cristo).

2. Podemos simplemente, entretenernos con el Señor, pero no tomarlo en serio: a El ni a su Palabra. Lo tenemos en la misma consideración que al tonto del circo: para pasar el rato, pero no para cambiar nuestra vida, ajustándola a su Palabra. Para entretenernos, no para comprometernos.

Llorar sobre nosotros antes que llore el Señor.

En la Asamblea Eucarística, por medio de la celebración litúrgica recibimos la visita del Señor. Su palabra y su presencia se hacen vivas entre nosotros. De esta manera recibimos fuerzas para no convertirnos en el pueblo rechazado por nuestra dureza de corazón.


8.

El tercer domingo de Cuaresma, a través de las lecturas que acabamos de escuchar, nos coloca frente a la realidad del pecado y del mal en la historia de la humanidad, en la historia de cada pueblo, y en nuestras vidas personales. Esta comprobación es desde luego dura y amarga, pero el MOTIVO DE RECORDARLO en esta misa no es para hundirnos en la tristeza, el miedo y el descorazonamiento. Muy al contrario, recordamos esta realidad para fortalecernos y convertirnos en VALEROSOS LUCHADORES CONTRA TODO MAL y todo pecado, con todo nuestro esfuerzo y con la ayuda de Dios

-La liberación del poder de los malvados

En la primera lectura, MOISÉS -como figura de Cristo- se nos presenta como el Enviado de Dios al pueblo para promover las voluntades de los israelitas, para unirlos en UN MOVIMIENTO DE liberación de su opresión. Están sufriendo unas condiciones sociales impuestas por el Faraón de Egipto, de injusticias y esclavitud. Dios comunica a Moisés su voluntad de cambiar esta situación, para que éste anime al pueblo a hacer su revolución. JESUCRISTO, el nuevo Moisés, NOS ENVÍA A NOSOTROS los cristianos a luchar en el mundo contra el poder del mal que domina las condiciones sociales y políticas de las naciones, de la humanidad. Nos envía a combatir con el poder del amor, de la libertad de espíritu y de la donación de nosotros mismos, todo mal que se haya convertido en dominador de la convivencia y de las estructuras de nuestra sociedad.

COMO CIUDADANOS, la inspiración cristiana nos debe llevar en los momentos presentes a prestar nuestro apoyo, nuestro voto, nuestra participación, a aquellos grupos que con sus programas y sus actuaciones coherentes, apunten hacia la eliminación de las situaciones de opresión que encontramos a nuestro alrededor: es decir, la inferioridad de condiciones sociales de los trabajadores del campo y de la industria, de los que deben emigrar a otras tierras, los problemas de los barrios periféricos de las grandes ciudades, el poco reconocimiento de los derechos de los pueblos que forman el Estado español... Vivimos ahora unas aplicaciones muy actuales del mensaje bíblico de hoy.

-La conversión de nuestro corazón

La segunda lectura y el evangelio vienen A PRECISAR Y A PERFECCIONAR esta idea de la liberación, de la manera como un cristiano debe profesarla y entenderla. Nos aportan la sabiduría cristiana que nos debe guiar en medio de nuestros criterios, de las doctrinas y movimientos sociales y políticos, en los que ponemos nuestra noble pasión humana. Quien abandona esta sabiduría, pierde su identidad cristiana.

San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, y el evangelio que hemos escuchado, nos recuerdan que LOS CAMBIOS SOCIALES NO SALVAN MECÁNICAMENTE: ni la nueva condición de pueblo libre en el desierto, ni la religiosidad y el nacionalismo de los judíos, conquistan la salvación real de las personas. Existe, tanto en las condiciones favorables como en las adversas de la estructura social, una lucha contra el mal y el pecado EN EL CORAZÓN DE CADA PERSONA. Todos debemos convertirnos constantemente. Jesús nos dice: "Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera".

En todo momento estamos expuestos al pecado y a obrar el mal, a pasar de oprimidos a opresores, de despreciados a despreciadores, de condenados a jueces. Hoy existen muchas tensiones y divergencias, incluso oposiciones, a nivel de familias, de grupos, en la misma Iglesia. Ello conduce a que fácilmente nos volvamos muy DUROS Y EXIGENTES CON LOS DEMÁS, poco comprensivos y respetuosos, y por el contrario justificamos muy fácilmente nuestro modo de actuar, nos criticamos muy poco a nosotros mismos, revisamos poco nuestra actuación. Buscamos convertir a los demás y olvidamos LA DIFÍCIL PERO NECESARIA PROPIA CONVERSIÓN de nuestro grupo, de nuestra generación, etc... Mientras no hagamos LAS DOS COSAS A LA VEZ, es decir, ayudar a los demás con nuestra crítica y criticarnos a nosotros mismos para convertirnos más, no lograremos ir hacia adelante. Hoy las palabras de Jesucristo son especialmente punzantes para nosotros: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo". Pidámoslo en nuestra plegaria, unidos con Jesucristo. Que nuestro camino hacia la Pascua sea camino de liberación para todos y de conversión en el corazón de cada uno de nosotros.

JOSEP HORTET
MISA DOMINICAL 1977, 6


9.

Hermanos:

¡Un extraño evangelio, el de hoy! Seguramente, más de uno habréis pensado: Lo de la higuera ya se entiende; pero lo del principio... Hablemos de ello. "Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían". Es un hecho que la gente comentaba. Tal como nosotros hablamos de aquel accidente de un autocar de jubilados, o de lo que pasó en aquel templo, que se desplomó el techo cuando estaba atestado de gente y mató a cuatro... El caso es que unos galileos (de la tierra de Jesús, pues) estaban en el templo de Jerusalén ofreciendo un sacrificio de animales, cuando la autoridad romana irrumpió violentamente (no se sabe por qué) y mató a algunos.

Realmente, un hecho para ser comentado: ¿por qué Dios había permitido aquellas muerte? ¿qué pecado oculto habían cometido aquellos infelices para ser castigados de ese modo? Ya sabéis que por aquel entonces el pueblo creía que las desgracias eran un castigo de Dios. Y este castigo tan extraordinario alguna explicación debía tener. Los mismos discípulos preguntaron a Jesús cuando se encontraron un día con un ciego de nacimiento: "¿Quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego?" Hacía falta una explicación, porque nacer ciego es algo muy duro. Jesús les contestó: "Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios".

Ahora insiste en lo mismo, quizá a raíz de los comentarios de la gente: "¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no". Y aún les recuerda otro caso que también había hecho hablar mucho: la torre de Siloé había caído y había matado a dieciocho hombres. "¿Pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?", les dice Jesús. "Os digo que no".

D/CASTIGO: Hasta aquí, pues, Jesús nos dice: No busquéis falsas respuestas, quedaos tranquilos. Y nos deis a Dios la culpa de una casualidad que toca a quien toca. Por tanto, cuando nosotros hacemos preguntas como éstas: "¿Por qué Dios me ha castigado con esta enfermedad? ¿qué mal he hecho yo? ¿por qué Dios ha permitido (o ha enviado) esta muerte, precisamente a aquella familia tan buena? ¿por qué Dios esto? ¿por qué Dios aquello?..." Cuando hacemos preguntas como estas no andamos por buen camino. Dejad a Dios tranquilo, nos diría Jesús.

Pero Jesús añadió: "Si no os convertís, todo pereceréis de la misma manera". Ahora ha tergiversado la cosa. Es como si dijese: no tenemos que preguntar: ¿por qué Dios permite estas cosas? sino: ¿qué me dice a mí este hecho? O, mejor todavía: ¿Qué me dice Dios a mí? ¿qué me pide, desde este hecho? Y esto vale para toda clase de hechos, grandes o pequeños; no es preciso que sean extraordinarios.

De los dos casos del evangelio de hoy, Jesús saca esta conclusión: "Si nos os convertís, todos pereceréis de la misma manera". Es decir: Si no os abrís a Dios Padre y a su Reino, acabaréis en la destrucción y en la nada. Esto Jesús lo decía a un pueblo cerrado, que no daba fruto. Por esta razón añade la parábola de la higuera. Y no la comenta, porque ya está bastante clara: Dios tiene paciencia, espera un año y otro, confía en que la cosa cambie: "cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto".

Estamos en el tercer domingo de Cuaresma. Una Cuaresma es un tiempo de gracia, una llamada a la conversión: a ser cristianos de verdad, a centrar nuestra vida en Jesucristo, a tenerlo como punto de referencia, a escucharlo y a hacerle caso. ¿Lo hacemos? ¿O nos limitamos a venir aquí domingo tras domingo y luego si te he visto no me acuerdo? (Con mucha lozanía, eso sí, como la fronda de la higuera, pero sin dar fruto de buenas obras). También san Pablo, exhortaba a su amada comunidad de Corinto: "Nuestros padres -es decir, los israelitas de la generación de Moisés-, todos atravesaron el mar... todos comieron el mismo alimento del maná, y todos bebieron la misma agua sacada de la roca... Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios". Y añade: "Todo esto les sucedía como un ejemplo; y fue escrito para escarmiento nuestro".

En la primera lectura hemos escuchado el impresionante relato de la vocación de Moisés: la llamada de Dios, la experiencia del Dios liberador: "Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob... He visto la opresión de mi pueblo de Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel".

A partir de este momento, Moisés será otro hombre. Emprenderá un nuevo camino: del desierto a Egipto, de Egipto a la tierra prometida. Un largo camino, con acontecimientos de toda clase. No siempre será fiel en todo. Pero se recobrará cada vez y seguirá adelante. Desde ahora, Moisés es Moisés.

La experiencia de Moisés, el ejemplo de los israelitas que salieron con él de Egipto y las palabras de Jesús en el evangelio deberían espolearnos hoy a mantener la atención y el esfuerzo para estos domingos de Cuaresma que se nos acercan. El Señor nos alimenta con la eucaristía para que tengamos energías para continuar nuestro camino.

JOSEP M. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1992, 4


10.

Convertirse o perecer

Los tres últimos domingos de Cuaresma tienen por eje la conversión y la renovación de la vida de quien se convierte. Es interesante constatar cómo en la renovación de la Cuaresma se concede el primer lugar a la conversión. El evangelio del 3er. domingo es muy significativo a este respecto. El problema de la conversión en el evangelio parte de un hecho distinto: Pilatos hizo asesinar en masa a unos Galileos mientras éstos ofrecían un sacrificio; 18 personas fueron muertas por el derrumbamiento de la torre de Siloé. Partiendo de estos acontecimientos, Jesús declara que estas víctimas no eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén. En consecuencia, Jesús sirviéndose como apoyo de estos sucesos quiere insistir en la urgencia de la conversión: "Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera". Y por otra parte, el Señor es paciente y aguarda la conversión.

Ese es el tema de la segunda parte del pasaje evangélico propuesto hoy: "Déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás". Este evangelio de Lucas (13,19) es de una penetrante actualidad: la paciencia de Dios que espera la conversión. Es interesante, no obstante, entrar más de cerca en el significado del texto. En ningún momento afirma Jesús que lo ocurrido a las víctimas de Pilato o de la caída de la torre sea un castigo por sus faltas. Sabemos que afirma de buena gana lo contrario. Desgracias de este tipo no siempre son resultado de faltas. Es el caso del ciego de nacimiento, relatado en San Juan (9, 3) donde Jesús afirma que ese desgraciado estado no es debido a los pecados de este hombre ni a los de sus padres. Igualmente en nuestro pasaje evangélico de hoy Jesús subraya que esos Galileos muertos en masa no eran más pecadores que los demás.

Pero de esos sucesos saca Jesús una lección concreta: Si no os convertís, todos pereceréis. Pone fin al concepto de una retribución temporal y al de un castigo en esta tierra; pero ve en los acontecimientos una advertencia para lo que ocurrirá al final de los tiempos. De hecho, todos nosotros somos culpables y dignos de reprobación; se trata de arrepentirnos para el fin de los tiempos.

El segundo episodio es muy interesante y tiene raíces escriturísticas profundas. Israel es una plantación del Señor (Is 5, 1-4; Jer. 2,21; Ez. 17,6; 19, 10-11; Sal. 80,9.17). Cuando esta plantación se disgrega y se hace estéril, entonces se deja sentir una especie de venganza divina (Is. 5,5-6; Jer. 5,10- 6,9, 12, 10; Ez. 15, 6; 17,10; 19,12-14, etc.). La plantación, más concretamente la viña, designa a Israel.

Pero frente al pecado y al pecador existe una paciencia de Dios que nos conmueve y nos lleva no a esperar, sino a poner manos a la obra para empezar desde hoy mismo nuestra conversión.

A fin de cuentas, lo que parece más importante en el relato de Lucas es precisamente la paciente misericordia del Señor.

La 1ª lectura confirma esta impresión. La teofanía en forma de fuego y el diálogo entre el Señor así presente y Moisés subraya esta inmensa piedad del Dios de Israel: "He visto la opresión de mi pueblo en Egipto..., me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a liberarlos..." Ante el sufrimiento de su pueblo, la piedad del Señor es tal que se revela para siempre como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y ese será el memorial con que quiere ser celebrado por siempre. He ahí toda la lección de Éxodo 3,1... 15. El salmo 102, tomado como canto responsorial, canta la ternura y el amor de este Dios: "El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia...".

La carta de Pablo a los Corintios (1 Co. 10,1... 12) se inscribe en la misma línea. Se trata en ella de la ruta del desierto y de la diversa suerte de los que caminan. Todos atravesaron el mar Rojo, fueron unidos a Moisés como por un bautismo en la nube y en el mar, todos comieron el mismo alimento espiritual. Pero buen número de ellos murieron, cayeron en el desierto porque desagradaron a Dios.

Se trata de una dura advertencia para cada uno de nosotros y una luz para no atascarse en un sacramentalismo que dispensara de vivir en el amor y el respeto a la voluntad de Dios. No se trata tanto de estar bautizado, de "practicar"; aunque eso es fundamental para todo cristiano; con ello no se evita la muerte espiritual: es necesario vivir en el amor y cumplir la voluntad de Dios.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA 
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 164 s