Congregación para la Evangelización de los Pueblos

GUIA PARA LOS CATEQUISTAS

Documento de orientación vocacional,

de formación y de promoción del Catequista

en los territorios de misión que dependen de la

Congregación para la Evangelización de los Pueblos

 

Ciudad del Vaticano 1993

 

Venerables Hermanos en el Episcopado

Queridos Sacerdotes,

Queridos Catequistas.

En este histórico período, que por múltiples razones se manifiesta sumamente sensible y favorable al influjo del mensaje cristiano, la Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha querido brindar una especial atención a algunas de las categorías de personas que, en la actividad misionera, desempeñan un rol imprescindible. Así, luego de considerar la materia concerniente a la formación en los seminarios mayores (1986) y la temática relativa a la vida y al ministerio de los sacerdotes (1989), nuestra Congregación, en ocasión de su Asamblea Plenaria del mes de abril de 1992, ha centrado su atención y su reflexión, en los catequistas laicos.

En el largo camino evangelizador que la Iglesia ha recorrido, los catequistas han tenido siempre un papel de primera importancia. Aun hoy, como justamente afirma la Encíclica Redemptoris Missio, ellos son también "insustituibles evangelizadores". El mismo Santo Padre, dirigiendo su Mensaje a nuestra citada Asamblea Plenaria, ha confirmado nuevamente la singularidad del papel del catequista afirmando que: "Durante mis viajes apostólicos he podido constatar personalmente que los catequistas ofrecen, sobre todo en los territorios de misión, 'una singular e insustituible contribución a la propagación de la fe y de la Iglesia (AG 17)'".

También la Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha percibido y percibe directa y claramente la indiscutible actualidad de los catequistas laicos. Pues ellos, bajo la guía de los sacerdotes, siguen anunciando con franqueza la "Buena Nueva" a sus hermanos no cristianos, preparándolos luego a ingresar en la comunidad eclesial con el bautismo. Mediante la instrucción religiosa, la preparación a los sacramentos, la promoción de la oración y de las obras de caridad, ayudan a los bautizados a crecer en el fervor de la vida cristiana. Donde los sacerdotes son escasos, a ellos es encomendada la guía pastoral de las pequeñas comunidades lejanas al centro. Y también, sosteniendo duras pruebas y dolorosas privaciones, ellos son frecuentemente llamados a testimoniar su propia fidelidad. La historia pasada y reciente de la evangelización ratifican esta coherencia que, siendo tal, no raramente los ha conducido a donar hasta la propia vida. (Verdaderamente los catequistas son un honor de la Iglesia misionera!

La presente Guía para los catequistas, fruto de la última Plenaria de nuestra Congregación, evidencia el interés del Dicasterio misionero en favor de esta "benemérita escuadra" de apóstoles laicos. Ella contiene un material vasto y ordenado que toca variados aspectos de particular importancia, como son: la identidad del catequista, su selección, su formación y espiritualidad, algunas de sus fundamentales tareas apostólicas y hasta su situación económica.

Con grande esperanza encomiendo esta Guía a los Obispos, a los Sacerdotes y a los mismos catequistas, invitando a todos a tomarla seriamente en examen y a esforzarse por actuar las directivas contenidas en ella. A los Centros y a las Escuelas para los catequistas, les pido, en particular, que se esmeren por inserir y hacer específica y práctica referencia de este documento en sus programas de formación y de enseñanza, los cuales, por lo que toca a los contenidos, cuentan ya con el Catecismo de la Iglesia Católica, y que fue publicado sucesivamente a la celebración de la Asamblea Plenaria.

La utilización atenta y fiel de la Guía para los catequistas en todas las Iglesias que dependen de nuestro Dicasterio misionero, además de promover en modo renovado la figura del catequista, contribuirá ciertamente a garantizar un unitario crecimiento en tan vital sector para el futuro de la misión en el mundo.

Es este el auspicio sincero que, con la oración, encomiendo a María "Madre y Modelo de los catequistas", a quien pido los haga ser, cada vez más y siempre, patente y consolante realidad en todas las jóvenes Iglesias.

El Santo Padre, al tomar conocimiento de este empeño asumido por nuestro Dicasterio y visto el texto de la "Guía", ha manifestado su vivo aprecio y aliento por la iniciativa, impartiendo de corazón a todos, con particular miramiento a los catequistas, la reconfortante bendición apostólica.

Roma, Fiesta de San Francisco Javier, 3 de Diciembre de 1993

 

INTRODUCCION

 

1. Ministerio necesario. La Congregación para la Evangelización de los Pueblos (CEP) ha demostrado siempre una atención especial por los catequistas, convencida de que ellos constituyen - bajo la guía de los Pastores - una fuerza de primer orden para la evangelización. Después de haber publicado en el mes de abril de 1970, algunas directrices de orden práctico sobre los catequistas, consciente de su responsabilidad y teniendo en cuenta los profundos cambios ocurridos en el campo misionero, la CEP se propone llamar nuevamente la atención sobre la situación actual, los problemas y las perspectivas de promoción de esa benemérita legión de apóstoles. La CEP se siente reconfortada al respecto por las numerosas y urgentes intervenciones del Santo Padre Juan Pablo II, que, en sus viajes apóstolicos, aprovecha toda oportunidad para subrayar la actualidad y la importancia de la obra de los catequistas, como "fundamental servicio evangélico".

Se trata de un objetivo exigente y comprometedor. Pero teniendo en cuenta que los catequistas, desde los primeros siglos del Cristianismo y en todas las épocas de renovado impulso misionero, han dado siempre, y siguen prestando todavía, "una ayuda singular y enteramente necesaria para la expansión de la fe y de la Iglesia", ese objetivo llega a ser también prometedor e irrenunciable.

Animada por estas constataciones, y después de haber examinado en la Asamblea Plenaria del 27-30 abril 1992 todas las informaciones y sugerencias recibidas como resultado de una amplia consulta realizada entre los Obispos y los centros de catequesis de los territorios de misión, la CEP ha preparado una Guía para los catequistas en la que se tratan de manera sistemática y existencial, los aspectos principales de la vocación, la identidad, la espiritualidad, la elección, la formación, las tareas misioneras y pastorales, la remuneración y la responsabilidad del pueblo de Dios hacia los catequistas, en la situación actual y en perspectiva al futuro.

Se proponen, en cada tema, tanto el ideal que se quiere alcanzar, como los elementos indispensables y realísticos para que un catequista pueda definirse como tal.

Las directrices se expresan, de propósito, en forma general, para que sean aplicables a todos los catequistas de las jóvenes Iglesias. Es tarea de los Pastores competentes especificarlas, en base a las necesidades y de las posibilidades locales.

Los destinatarios de esta Guía son, ante todo, los catequistas, pero también los relacionados con ellos, es decir los Obispos, los sacerdotes, los religiosos, los formadores y los fieles, ya que existe una profunda conexión entre los distintos componentes de la comunidad eclesial.

Antes de la publicación de esta Guía, el Santo Padre Juan Pablo II ha aprobado el Catecismo de la Iglesia Católica, y ordenó su publicación. No hace falta encarecer la importancia extraordinaria para la Iglesia y para todo hombre de buena voluntad, de esta rica y sintética "exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas para la Sagrada Escritura, por la Tradición Apostólica y el Magisterio". Es evidente que el nuevo Catecismo, aunque sea un documento diferente por finalidades y contenidos, proporciona nueva luz a distintos puntos de la Guía y, sobre todo es un seguro y competente punto de referencia para la formación y la actividad de los catequistas. En la redacción final del texto, en particular en las notas, se han indicado las principales conexiones con los temas expuestos en el Catecismo.

Lo que se busca es que esta Guía pueda ser un punto de referencia, de unidad y de estímulo para los catequistas y, a través de su acción, también para las comunidades eclesiales. La CEP, por tanto, la confía a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los Ordinarios, como ayuda para la vida y el apostolado de los catequistas, y como base para la renovación de los Directorios nacionales y diocesanos que les conciernen.

 

PRIMERA PARTE

UN APOSTOL SIEMPRE ACTUAL

 

I. EL CATEQUISTA PARA UNA IGLESIA MISIONERA

2. Vocación e identidad. En la Iglesia, el Espíritu Santo llama por su nombre a cada bautizado a dar su aportación al advenimiento del Reino de Dios. En el estado laical se dan varias vocaciones, es decir, distintos caminos espirituales y apostólicos en los que están involucrados cada uno de los fieles y los grupos. En el cauce de una vocación laical común florecen vocaciones laicales particulares.

Fundamento de la personalidad del catequista, además de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, es, pues, un llamamiento específico del Espíritu, es decir, un "carisma particular reconocido por la Iglesia" hecho explícito por el mandato del Obispo. Es importante que el candidato a catequista capte el sentido sobrenatural y eclesial de ese llamamiento, para que pueda responder con coherencia y decisión como el Verbo eterno: "He aquí que vengo" (Hb 10,7), o como el profeta: "Heme aquí, envíame" (Is 6,8).

En la realidad misionera, la vocación del catequista es específica, es decir, reservada a la catequesis, y general, para colaborar en los servicios apostólicos que sirven para la edificación de la Iglesia y para su crecimiento.

La CEP insiste sobre el valor y sobre la especificidad de la vocación del catequista; de ahí el empeño que debe tener cada uno en descubrir, discernir y cultivar la propia vocación.

Por tanto, el catequista que trabaja en los territorios de misión tiene una identidad propia que lo distingue del catequista que desempeña sus funciones en las Iglesias de antigua fundación, como lo enseñan el mismo Magisterio y la legislación de la Iglesia.

Sintetizando, el catequista en los territorios de misión está caracterizado por cuatro elementos comunes y específicos: un llamamiento del Espíritu; una misión eclesial; una cooperación al mandato apostólico del Obispo; una conexión especial con la realización de la actividad misionera ad Gentes.

3. Función. Estrechamente vinculada a esa identidad está la función del catequista que se desarrolla en relación con la actividad misionera. Esa misión se presenta amplia y diferenciada: al mismo tiempo que anuncio explícito del mensaje cristiano y conducción de los catecúmenos y de los hermanos y hermanas a los sacramentos hasta la madurez de fe en Cristo, es también presencia y testimonio; comprende la promoción del hombre; se traduce en inculturación, se hace diálogo.

Por eso el Magisterio, cuando trata del catequista en tierra de misión, manifiesta una consideración privilegiada y hace una reflexión de amplio alcance. Así, la Redemptoris Missio describe a los catequistas como "agentes especializados, testigos directos, evangelizadores insustituibles, que representan la fuerza fundamental de las comunidades cristianas, especialmente en las Iglesias jóvenes". El mismo Código de Derecho Canónico trata aparte el asunto de los catequistas comprometidos en la actividad misionera propiamente dicha y los describe como "fieles laicos debidamente instruidos y que se destaquen por su vida cristiana, los cuales, bajo la dirección de un misionero, se dediquen a explicar la doctrina evangélica y a organizar los actos litúrgicos y las obras de caridad".

Esta amplia descripción de la misión del catequista corresponde al concepto esbozado en la Asamblea Plenaria de la CEP, en el 1970: "El catequista es un laico especialmente encargado por la Iglesia, según las necesidades locales, para hacer conocer, amar y seguir a Cristo por aquellos que todavía no lo conocen y por los mismos fieles".

Es oportuno, sin embargo, recordar una precisación. Así como a los otros fieles, también al catequista se pueden confiar, según las normas canónicas, algunos cometidos conexos al sagrado ministerio, que no requieren el carácter de la Ordenación. El desempeño de tales funciones, en calidad de suplente, no hace del catequista un pastor, en cuanto su legitimación deriva directamente de la delegación oficial dada por los Pastores.

Conviene, sin embargo, tener presente una precisación hecha en el pasado por este mismo Dicasterio en su actividad ordinaria: "El catequista no es un mero suplente del sacerdote, sino que es, de derecho, un testigo de Cristo en la comunidad a la que pertenece".

4. Categorías y funciones. Los catequistas en los territorios de misión se distinguen no solo de los catequistas que actúan en las Iglesias de antigua tradición, sino que se presentan con características y modalidades de acción muy diversificadas de una experiencia eclesial a otra, por lo que resulta difícil hacer una descripción unitaria y sintética.

En el plan práctico, es útil tener presente que se puede hablar de dos categorías de catequistas: los de tiempo pleno, que dedican toda su vida a este servicio, y, en cuanto tales, son reconocidos oficialmente: y los de tiempo parcial, que ofrecen una colaboración limitada, pero siempre preciosa. La proporción entre estas dos categorías varía de zona a zona, aunque la línea de tendencia muestra que los catequistas de tiempo parcial son mucho más numerosos.

A la dos categorías están confiadas bastantes tareas o funciones. Y precisamente en este aspecto se dan las mayores y más numerosas diversificaciones. Consideramos objetivo el siguiente prospecto global, y puede ayudar a comprender la situación actual en las Iglesias que dependen de la CEP:

- Los catequistas que tienen la función específica de la catequesis, a los que se confían en general estas actividades: la educación en la fe de jóvenes y adultos; la preparación para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana, tanto de los candidatos, como de sus familias; la colaboración en iniciativas de apoyo a la catequesis como retiros, encuentros, etc. Estos catequistas son más numerosos en las Iglesias donde la organización de los servicios laicales está mejor desarrollada.

- Los Catequistas que cooperan en las distintas formas de apostolado con los ministros ordenados en cordial y estrecha obediencia. Sus tareas son múltiples: desde el anuncio a los no cristianos y la catequesis a los catecúmenos y a los bautizados, hasta la animación de la oración comunitaria, especialmente de la liturgia dominical cuando falta el sacerdote; desde la asistencia espiritual a los enfermos hasta la celebración de funerales; desde la formación de otros catequistas en los centros y la dirección de los catequistas voluntarios, hasta el control de las iniciativas pastorales; desde la promoción humana y de la justicia, hasta la ayuda a los pobres, las actividades organizativas, etc. Estos catequistas prevalecen en las parroquias de vasto territorio, y en comunidades de fieles distantes del centro; o también cuando los párrocos, por falta de sacerdotes, escogen colaboradores laicos de tiempo completo.

El dinamismo de las Iglesias jóvenes y su situación socio-cultural favorecen el surgir y aun perdurar de otras distintas funciones apostólicas. Así, existen los maestros de religión en las escuelas, encargados de enseñar la religión a los estudiantes bautizados y la primera evangelización a los no cristianos. Estos prevalecen donde la autoridad del Estado limita enseñanza religiosa en sus escuelas, y son también importantes donde existe una estructura escolar de la Iglesia o donde se trata de recuperar su presencia entre los estudiantes de las escuelas estatalizadas. Hay también Catequistas dominicales encargados de enseñar la religión en escuelas organizadas por las parroquias y enlazadas con la liturgia festiva, especialmente donde el Estado no permite tal enseñanza en las escuelas propias. Y no hay que olvidar tampoco a cuantos operan en los barrios de grandes ciudades, en nuevas zonas urbanas, entre militares, immigrados, encarcelados etc. Las diversas experiencias y sensibilidades eclesiales consideran estas funciones como propias del Catequista, o como formas de servicio laical a la Iglesia y a su misión. La CEP considera esta variedad de cometidos como expresión de la riqueza del Espíritu operante en las Iglesias jóvenes. Y los recomienda a la atención de los Pastores. Pero pide que se promuevan aquellos que responden mejor a las exigencias actuales, poniendo especial atención a las perspectivas para el futuro.

Hay otro aspecto que no debemos desestimar. Los catequistas pertenecen a diversas categorías de personas, y es por tanto claro que el impacto de su actividad varía según el ambiente y las culturas en las que operan. Así, por ejemplo, el hombre casado parece ser más indicado para desempeñar la tarea de animador de la comunidad, especialmente donde la cultura lo considera todavía como el jefe natural de la sociedad; a la mujer se la juzga, en general, más idónea para la educación de los niños y para la promoción cristiana del ambiente femenino; a los adultos se les considera más maduros y estables, sobre todo si son casados, con la posibilidad, además, de testimoniar coherentemente el valor cristiano del matrimonio; los jóvenes, en cambio, son los preferidos para los contactos con los jóvenes y para iniciativas que exigen más disponibilidad y tiempo libre.

En fin, es oportuno tener presente que, al lado de los catequistas laicos, opera en la catequesis un gran número de religiosos y religiosas. Aun sin considerarlos Catequistas por el hecho de ser consagrados poseen una indudable preparación espiritual y plena disponibilidad apostólica. De ahí que, en la práctica, los religiosos y las religiosas ejercen las funciones propias de los catequistas y sobre todo, en virtud de su estrecha colaboración con los sacerdotes, tienen con frecuencia una parte activa a nivel de dirección. Por estas razones, la CEP encomienda al compromiso de los religiosos y de las religiosas, como ya se verifica en muchas partes, este importante sector de la vida eclesial, especialmente al nivel de la formación, de la atención y del cuidado de los catequistas.

5. Perspectivas de desarrollo en un futuro próximo.

La tendencia general que la CEP asume y anima es la de mantener y promover la figura del catequista cono tal, independientemente de las tareas que desesempeña. El valor del catequista, y su eficacia apostólica, son siempre decisivos para la misión de la Iglesia.

La CEP, basada en su experiencia de alcance universal, presenta algunas pistas para promover e iluminar una reflexión en este sentido:

- se ha de dar preferencia absoluta a la calidad. El problema común, reconocido como tal parece ser la escasez de individuos con una preparación adecuada. El objetivo inmediato y prioritario para todos ha de ser, por tanto, la persona del catequista. Esto tendrá consecuencias prácticas en los criterios de elección, en el proceso de formación, en el cuidado y atención al catequista. Las palabras del Santo Padre son muy claras: "Para un servicio evangélico tan fundamental se necesitan numerosos operarios. Pero, sin descuidar el número, hay que procurar con todo empeño sobretodo la calidad del catequista" .

- Teniendo en cuenta el nuevo impulso dado a la misión ad gentes, el futuro del catequista en las Iglesias jóvenes se caracterizará, ciertamente, por el celo misionero. El catequista, por lo tanto, se deberá calificar cada vez más como apóstol laico de frontera. En el futuro deberá seguir distinguiéndose, como en el pasado, por su eficacia insustituible en la actividad misionera ad gentes.

- No basta establecer un objetivo; es preciso elegir los medios adecuados para alcanzarlo. Eso vale también para la cualificación del catequista. Se trata de establecer programas concretos, procurarse adecuadas estructuras y medios económicos, y encontrar formadores preparados para garantizar al catequista la mayor idoneidad posible. Desde luego, la importancia de los medios y el grado de cualificación varían según las posibilidades reales de cada Iglesia, pero todos deben lograr un objetivo mínimo, sin ceder ante las dificultades.

- Reforzar los núcleos de responsables. Se prevé que en todas partes serán necesarios almenos algunos catequistas profesionales, preparados en centros específicos que, bajo la dirección de los Pastores y en puestos claves de la organización catequística, deberán cuidar la preparación de las nuevas fuerzas, introducirlas y guiarlas en el desempeño de sus funciones. Deberán estar situados en los distintos planos: parroquial, diocesano y nacional, y han de garantizar el buen funcionamiento de ese sector tan importante para la vida de la Iglesia.

- Además de estas líneas de renovación para el porvenir de los catequistas, la CEP constata que, con toda probabilidad, pues se vislumbran los síntomas, en un futuro próximo cobrarán fuerza algunas categorías. Habrá que identificar quiénes serán protagonistas del mañana.

En este contexto, será necesario impulsar especialmente a los catequistas que tienen un marcado espíritu misionero, para que "se hagan ellos mismos animadores misioneros de sus respectivas comunidades eclesiales y estén dispuestos, si el Espíritu les llama interiormente y los Pastores les envían, a salir de su propio territorio para anunciar el Evangelio, preparar los catecumenos al Bautismo y construir nuevas comunidades eclesiales".

Se prevé, asimismo, un futuro cada vez más importante para los Catequistas dedicados directamente a la catequesis, porque las Iglesias jóvenes se desarrollan, multiplicando los servicios apostólicos laicales distintos del catequista. Se requerirán por tanto, catequistas especializados. Entre éstos hay que destacar los que trabajan por la renovación cristiana en las comunidades de mayoría de bautizados, pero de escasa instrucción religiosa y vida de fe. Están surgiendo otros tipos de catequistas, que hay que tener en cuenta porque deberán responder a retos ya en parte actuales, como la urbanización, la creciente escolaridad con particular referencia al ambito universitario y, más en general, a los jóvenes, y también las migraciones con el fenómeno de los refugiados, el avance de la secularización, los cambios políticos, la cultura de masa favorecida por los mass-media, etc.

La CEP señala el alcance de estas perspectivas y la necesidad de no eludirlas, puesto que las opciones concretas, y su actuación gradual corresponden a los Pastores locales. Las Conferencias Episcopales y cada uno de los Obispos deberán elaborar un programa de promoción del catequista para el futuro, teniendo en cuenta estas pistas preferenciales que valen para todos, y dedicando especial atención a la dimensión misionera, tanto en la formación como en la actividad del catequista. Estos programas, que no deben ser genéricos sino circunstanciados, deberán responder al contexto local, de manera que cada Iglesia tenga los catequistas que necesita ahora, y forme y prepare a los catequistas que prevé que responderán mejor a sus necesidades futuras.

II - LINEAS DE ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA

6. Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del catequista. Es necesario que el catequista tenga una profunda espiritualidad, es decir, que viva en el Espíritu que le ayude a renovarse contínuamente en su identidad específica.

La necesidad de una espiritualidad propia del catequista se deriva de su vocación y misión. Por eso, la espiritualidad del catequista entraña, con nueva y especial exigencia, una llamada a la santidad. La feliz expresión del Sumo Pontífice Juan Pablo II: "el verdadero misionero es el santo" puede aplicarse ciertamente al catequista. Como todo fiel, el catequista "está llamado a la santidad y a la misión", es decir, a realizar su propia vocación "con el fervor de los santos".

La espiritualidad del catequista está ligada estrechamente a su condición de "cristiano" y de "laico", hecho partícipe, en su propia medida, del oficio profético, sacerdotal y real de Cristo. La condición propia del laico es secular, con el "deber específico, cada uno según su propia condición, de animar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares".

Cuando el catequista está casado, la vida matrimonial forma parte de su espiritualidad. Como afirma justamente el Papa:"Los catequistas casados tienen la obligación de testimoniar con coherencia el valor cristiano del matrimonio, viviendo el sacramento en plena fidelidad y educando con responsabilidad a sus hijos". Esta espiritualidad correspondiente al matrimonio puede tener un impacto favorable y característico en la misma actividad del catequista, y este tratará de asociar a la esposa y a los hijos en su servicio, de manera que toda la familia llegue a ser una célula de irradiación apostólica.

La espiritualidad del catequista está vinculada también a su vocación apostólica y, por consiguiente, se expresa en algunas actitudes determinantes que son: la apertura a la Palabra, es decir, a Dios, a la Iglesia y por consiguiente, al mundo; la autenticidad de vida; el celo misionero y el espíritu mariano.

7. Apertura a la Palabra. El ministerio del catequista está esencialmente unido a la comunicación de la Palabra. La primera actitud espiritual del catequista está relacionada, pues, con la Palabra contenida en la revelación, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia y vivida especialmente por los santos. Y es siempre un encuentro con Cristo, oculto en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Apertura a la Palabra significa, a fin de cuentas, apertura a Dios, a la Iglesia y al mundo.

- Apertura a Dios Uno y Trino, que está presente en lo más íntimo de la persona y da un sentido a toda su vida: convicciones, criterios, escala de valores, decisiones, relaciones, comportamientos, etc. El catequista debe dejarse atraer a la esfera del Padre que comunica la Palabra; de Cristo, Verbo Encarnado, que pronuncia todas y solo las Palabras que oye al Padre (cf. Jn 8,26; 12,49); del Espíritu Santo que ilumina la mente para hacer comprender toda la Palabra y caldea el corazón para amarla y ponerla fielmente en práctica (Cf. Jn 16,12-14).

Se trata, pues, de una espiritualidad arraigada en la Palabra viva, con dimensión Trinitaria, como la salvación y la misión universal. Eso implica una actitud interior coherente, que consiste en participar en el amor del Padre, que quiere que todos los hombres lleguen a conocer la verdad y se salven (cf. 1Tim 2,4); en realizar la comunión con Cristo, compartir sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5), y vivir, como Pablo, la experiencia de su continua presencia alentadora: "No tengas miedo (...) porque yo estoy contigo" (Hch 18,9-10); en dejarse plasmar por el Espíritu y transformarse en testigos valientes de Cristo y anunciadores luminosos de la Palabra.

- Apertura a la Iglesia, de la cual el catequista es miembro vivo que contribuye a construirla y por la cual es enviado. A la Iglesia ha sido encomendada la Palabra para que la conserve fielmente, profundice en ella con la asistencia del Espíritu Santo y la proclame a todos los hombres.

Esta Iglesia, como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, exige del catequista un sentido profundo de pertenencia y de responsabilidad por ser miembro vivo y activo de ella; como sacramento universal de salvación, ella le pide que se empeñe en vivir su misterio y gracia multiforme para enriquecerse con ellos y llegar a ser signo visible en la comunidad de los hermanos. El servicio del catequista no es nunca un acto individual o aislado, sino siempre profundamente eclesial.

La apertura a la Iglesia se manifiesta en el amor filial a ella, en la consagración a su servicio y en la capacidad de sufrir por su causa. Se manifiesta especialmente en la adhesión y obediencia al Romano Pontífice, centro de unidad y vínculo de comunión universal, y también al propio Obispo, padre y guía de la Iglesia particular. El catequista debe participar responsablemente en las vicisitudes terrenas de la Iglesia peregrina que, por su misma naturaleza, es misionera y debe compartir con ella, también el anhelo del encuentro definitivo y beatificante con el Esposo.

El sentido eclesial, propio de la espiritualidad del catequista se expresa, pues, mediante un amor sincero a la Iglesia, a imitación de Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). Se trata de un amor activo y totalizante que llega a ser participación en su misión de salvación hasta dar, si es necesario, la propia vida por ella.

- Apertura misionera al mundo, lugar donde se realiza el plan salvífico que procede del "amor fontal" o caridad eterna del Padre; donde históricamente el Verbo puso su morada para habitar con los hombres y redimirlos (cf. Jn 1,14), donde ha sido derramado el Espíritu para santificar a los hijos y constituirlos como Iglesia, para llegar hasta el Padre a través de Cristo, en un solo Espíritu (cf. Ef 2,18).

El catequista tendrá, pues, un sentido de apertura y de atención a las necesidades del mundo, al que se sabe enviado constantemente y que es su campo de trabajo, aún sin pertenecer del todo a él (cf. Jn 17,14-21). Eso significa que deberá permanecer insertado en el contexto de los hombres, hermanos suyos, sin aislarse o echarse atrás por temor a las dificultades o por amor a la tranquilidad; y conservará el sentido sobrenatural de la vida y la confianza en la eficacia de la Palabra que, salida de la boca misma de Dios, no retorna sin producir un efecto seguro de salvación (cf. Is 55,11).

El sentido de apertura al mundo caracteriza la espiritualidad del catequista en virtud de la "caridad apostólica", la misma de Jesús, Buen Pastor, que vino para "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). El catequista ha de ser, pues, el hombre de la caridad que se acerca a los hermanos para anunciarles que Dios los ama y los salva, junto con toda la familia de los hombres.

8. Coherencia y autenticidad de vida. La tarea del catequista compromete toda su persona. Ha de aparecer evidente que que el catequista, antes de anunciar la Palabra, la hace suya y la vive. "El mundo (...) exige evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible".

Lo que el catequista propone no ha de ser una ciencia meramente humana, ni tampoco la suma de sus opiniones personales, sino el contenido de la fe de la Iglesia, única en todo el mundo, que él ya vive, que ha experimentado y de la cual es testigo.

De aquí surge la necesidad de coherencia y autenticidad de vida en el catequista. Antes de hacer catequesis, debe ser catequista. (La verdad de su vida es la nota cualificante de su misión! (Qué disonancia habría si el catequista no viviera lo que propone, y si hablara de un Dios que ha estudiado pero que le es poco familiar! El catequista debe aplicarse a sí mismo lo que el evangelista Marcos dice con referencia a la vocación de los apóstoles: "Instituyó Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (cf. Mc 3,14-15).

La autenticidad de vida se expresa a través de la oración, la experiencia de Dios, la fidelidad a la acción del Espíritu Santo. Ello implica una intensidad y un orden interior y exterior, aunque adaptándose a la distintas situaciones personales y familiares de cada uno. Se puede objetar que el catequista, en cuanto laico, vive en una realidad que no le permite estructurarse la vida espiritual como si fuera un consagrado y que, por consiguiente, debe contentarse con un tono más modesto. En todas las situaciones de la vida, tanto en el trabajo como en el ministerio, es posible, para todos, sacerdotes, religiosos y laicos, alcanzar una elevada comunión con Dios y un ritmo de oración ordenada y verdadera; no sólo esto, sino también crearse espacios de silencio para entrar más profundamente en la contemplación del Invisible. Cuanto más verdadera e intensa sea su vida espiritual, tanto más evidente será su testimonio y más eficaz su actividad.

Es importante, asimismo, que el catequista crezca interiormente en la paz y en la alegría de Cristo, para ser el hombre de la esperanza, del valor, que tiende hacia lo esencial (cf. Rm 12,12). Cristo, en efecto, "es nuestro gozo" (Ef 2,14), y lo comunica a los apóstoles para que su "alegría llegue a plenitud" (Jn 15,11).

El catequista deberá ser, pues, el sembrador de la alegría y de la esperanza pascual, que son dones del Espíritu. En efecto "El don más precioso que la Iglesia puede ofrecer al mundo de hoy, desorientado e inquieto, es el de formar cristianos firmes en lo esencial y humildemente felices en su fe".

9. Ardor misionero. Un catequista que viva en contacto con muchedumbres de no cristianos, como sucede en los territorios de misión, en fuerza del Bautismo y de la vocación especial no puede menos de sentir como dirigidas a él las palabras del Señor: "También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a éllas las tengo que conducir" (Jn 10,16); "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda creatura" (Mc 16,15). Para poder afirmar como Pedro y Juan ante el Sanedrín: "No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4,20) y realizar, como Pablo, el ideal del ministerio apostólico: "el amor de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14), es necesario que el catequista tenga un arraigado espíritu misionero. Este espíritu se hace apostólicamente operante y fecundo bajo algunas condiciones importantes: ante todo, el catequista ha de tener fuertes convicciones interiores y ha de irradiar entusiasmo y valor, sin avergonzarse nunca del Evangelio (cf. Rm 1,16). Deje que los sabios de este mundo busquen las realidades inmediatas y gratificantes y gloríese sólo de Cristo que le da la fuerza (cf. Col 1,29) y no ansíe saber, ni predicar, nada más que a "Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,24). Como justamente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, del "amoroso conocimiento de Cristo nace irresistible el deseo de anunciar, de 'evangelizar' y de conducir los a otros al 'si' de la fe en Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, se siente la necesidad de conocer cada vez mejor esta fe".

Además, el catequista ha de procurar mantener la convicción interior del pastor que "va tras la oveja descarriada hasta que la encuentra" (Lc 15.4); o de la mujer que "busca con cuidado la dracma perdida hasta que la encuentra" (Lc 15,8). Es una convicción que engendra celo apostólico: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio" (1Co 9,22-23; cf. 2Co 12,15); "(ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). Estos apremios interiores de Pablo podrán ayudar al catequista a acrecentar en sí mismo el celo como corresponde a su su vocación especial, y también a su voluntad de responder a ella y le impulsarán a colaborar activamente en el anuncio de Cristo y en la construcción y al crecimiento de la comunidad eclesial.

El espíritu misionero requiere, en fin, que el Catequista imprima, en lo más íntimo de su ser, el signo de la autenticidad; la cruz gloriosa. El Cristo que el catequista ha aprendido a conocer, es el "crucificado" (cf 1Co 2,2); el que él anuncia es también el "Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1,23), que el Padre ha resucitado de los muertos al tercer día (cf Hch 10,40). El catequista, por consiguiente, deberá saber vivir el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, con esperanza, en toda situación de limitación y sufrimiento personal, de adversidades familiares, de obstáculos en el servicio apostólico, en el deseo de seguir el mismo camino que recorrió el Señor: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24)".

10. Espíritu mariano. Por una vocación singular, María vio al Hijo de Dios "crecer en sabiduría, edad y gracia" (Lc 2,52). Ella fue la Maestra que lo "formó en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su Pueblo en la adoración al Padre". Ella fue, asimismo, "la primera de sus discípulos". Como lo afirmó audazmente S. Agustín, el hecho de ser discípula fue para María más importante que ser madre. Se puede decir, con razón y alegría, que María es un "catecismo viviente", "madre y modelo del catequista".

La espiritualidad del catequista, como la de todo cristiano y, especialmente, la de todo apóstol, debe estar enriquecida por un profundo espíritu mariano. Antes de explicar a los demás la figura de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, el catequista debe vivir su presencia en lo más íntimo de sí mismo y manifestar, con la comunidad, una sincera piedad mariana. Ha de encontrar en María un modelo sencillo y eficaz que debe realizar en sí mismo y poder proponer: "La Virgen fue en su vida un ejemplo del amor maternal con que debe animar a todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres".

El anuncio de la Palabra está siempre relacionado con la oración, la celebración eucarística y la construcción de la comunión fraterna. La comunidad primitiva vivió esa rica realidad (Hch 2-4) con María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,14).

 

III. ACTITUDES DEL CATEQUISTA FRENTE A

DETERMINADAS SITUACIONES ACTUALES

11. Servicio a la comunidad y atención a las distintas categorías. El servicio del Catequista se ofrece a toda clase de personas, sea cual fuere la categoría a la que pertenecen: jóvenes y adultos, hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, sanos y enfermos, católicos, hermanos separados y no bautizados. Sin embargo, no es lo mismo ser catequista de catecúmenos que se preparan a recibir el bautismo, o responsable de una aldea de cristianos con el cometido de seguir las distintas actividades pastorales, o ser Catequista encargado de enseñar el catecismo en las escuelas, o preparar a los sacramentos, o serlo en un barrio de ciudad o en la zona rural.

Por lo tanto, concretamente, todo catequista deberá promover el conocimiento y la comunión entre los miembros de la comunidad, cuidar de las personas que le han sido confiadas, y tratar de comprender sus necesidades particulares para poder las ayudar. Desde este punto de vista, los catequistas se distinguen por tareas propias y por preparación especifica.

Esta situación, de hecho, sugiere que el catequista pueda conocer de antemano su destino, y que se le introduzca a la categoría de personas a las que ha de servir. Para esto serán útiles las sugerencias dadas al respecto por el Magisterio, especialmente en el Directorio Catequético General, nn. 77-97 y en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, nn. 35-45.

En el vasto campo apostólico, el catequista está llamado a prestar especial cuidado a los enfermos y ancianos, por su fragilidad física y psíquica que exige especial solidaridad y asistencia.

El catequista ha de acercarse al enfermo y ayudarle a comprender el sentido profundo y redentor del misterio cristiano de la cruz en unión con Jesús que asumió el peso de nuestras enfermedades (cf. Mt 8,17; Is 53,4). Visita a los enfermos con frecuencia, los conforta con la Palabra y, cuando está encargado de ellos, con la Eucaristía.

El catequista ha de seguir de cerca también a los ancianos, que tienen una función cualificada en la Iglesia, como justamente lo reconoce Juan Pablo II al definir al anciano "el testigo de la tradición de la fe (cf. Sal 44,2; Ex 12,26-27), el maestro de vida (cf. Si 6,34; 8,11-12), el operador de caridad". Ayudar al anciano, para un catequista significa ante todo colaborar a que su familia lo mantenga insertado como "testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes"; además, hacer que experimente la cercanía de la comunidad y animarlo a que viva con fe sus inevitables límites y, en ciertos casos, también la soledad. El catequista no deje de preparar al anciano para el encuentro con el Señor, ayudándole a sentir la alegría que nace de la esperanza cristiana en la vida eterna.

Hay que tener presente, además, la sensibilidad que el catequista deberá demostrar para comprender y prestar su ayuda en ciertas situaciones difíciles, como: la unión irregular de la pareja, los hijos de esposos separados o divorciados. El catequista debe participar y expresar verdaderamente la inmensa compasión del corazón de Cristo (cf. Mt 9,36; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,13).

12. Necesidad de la inculturación. Como toda la actividad evangelizadora, también la catequesis está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas. El proceso de inculturación requiere largo tiempo porque es un proceso profundo, global y gradual. A través de él, como explica Juan Pablo II, "la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; trasmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro".

Los catequistas, en cuanto apóstoles, están implicados necesariamente en el dinamismo de este proceso. Además, con una preparación específica, que no puede prescindir del estudio de la antropología cultural y de los idiomas más idóneos a la inculturación, se les debe ayudar a operar por su parte y en la pastoral de conjunto, siguiendo las directrivas de la Iglesia acerca de este tema particular, que podemos sintetizar así:

- El mensaje evangélico, aunque no se identifica nunca con una cultura, necesariamente se encarna en las culturas. De hecho, desde el comienzo del cristianismo, se ha encarnado en algunas culturas. Hay que tener en cuenta esto para no privar a las Iglesias jóvenes de valores que ya son patrimonio de la Iglesia universal.

- El Evangelio tiene una fuerza regeneradora, capaz de rectificar no pocos elementos de las culturas en las que penetra, cuando no son compatibles con él.

- El sujeto principal de la inculturación son las comunidades eclesiales locales, que viven una experiencia cotidiana de fe y caridad, insertadas en una determinada cultura, corresponde a los Pastores indicar las pistas principales que se deben recorrer para destacar los valores de una determinada cultura; los expertos sirven de estímulo y ayuda.

- La inculturación es genuina si se guía por estos dos principios: se basa en la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y avanza de acuerdo con la Tradición de la Iglesia y las directivas del Magisterio, y no contradice la unidad deseada por el Señor.

- La piedad popular, entendida como conjunto de valores, creencias, actitudes y expresiones propias de la religión católica y purificada de los defectos debidos a la ignorancia o a la superstición, expresa la sabiduría del Pueblo de Dios y es una forma privilegiada de inculturación del Evangelio en una determinada cultura.

Para participar positivamente en ese proceso, el catequista deberá atenerse a estas directivas que favorecen en él una actitud clarividente y abierta; insertarse con toda seriedad en el plan de pastoral aprobado por la autoridad competente de la Iglesia, sin aventurarse en experiencias particulares que podrían desorientar a los demás fieles; y reavivar la esperanza apostólica, convencido de que la fuerza del Evangelio es capaz de penetrar en cualquier cultura, enriqueciéndola y fortaleciéndola desde dentro.

13. Promoción humana y opción por los pobres. Entre el anuncio del Evangelio y la promoción humana hay una "estrecha conexión". Se trata, en efecto, de la única misión de la Iglesia. "Con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza libertadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión de corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica de los 'nuevos cielos y nueva tierra' (cf. Is 65,17; 2Pe 3,13; Ap 21,1), es la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la humanidad".

Es bien sabido que la Iglesia reivindica para sí una misión de orden "religioso", que debe realizarse, sin embargo, en la historia y en la vida real de la humanidad y, por tanto, en forma no desencarnada.

Es tarea, preeminente de los laicos, llevar los valores del Evangelio al campo económico, social y político. El catequista tiene una importante tarea propia y característica en el sector de la promoción humana, del desarrollo y defensa de la justicia. Al vivir en un mismo contexto social con los hermanos, es capaz de comprender, interpretar y resolver las situaciones y los problemas a la luz del Evangelio. Ha de saber, pues, estar en contacto con la gente, estimularla a tomar conciencia de la realidad en que vive para mejorarla y, cuando sea necesario, ha de tener el valor de hablar en nombre de los más débiles para defender sus derechos.

Por lo que se refiere a la acción, cuando es necesario realizar iniciativas de ayuda, el catequista deberá actuar siempre con la comunidad, en un programa de conjunto, bajo la guía de los Pastores.

Aquí surge, necesariamente, otro aspecto relacionado con la promoción: la opción preferencial por los pobres. El catequista, sobre todo cuando está comprometido en el apostolado en general, tiene el deber de asumir esta opción eclesial que no es exclusiva, sino una forma de primacía de la caridad. Y debe estar convencido de que su interés y ayuda a los pobres se funda en la caridad porque, como afirma explícitamente el Sumo Pontífice Juan Pablo II: "El amor es, y sigue siendo, la fuerza de la misión".

El catequista ha de tener presente que por pobres se entiende sobre todo aquellos que se hallan en situación de estrechez económica, tan numerosos en diversos territorios de misión; estos hermanos deben poder experimentar el amor maternal de la Iglesia, aunque todavía no formen parte de ella, y sentirse estimulados a afrontar y superar las dificultades con la fuerza de la fe cristiana, ayudándolos a hacerse ellos mismos artífices de su propio desarrollo integral. Todo acto caritativo de la Iglesia, así como toda la actividad misionera, da "a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo".

Además de atender a los desposeídos, los catequistas han de acercarse y ayudar, porque son también pobres, a los oprimidos y perseguidos, a los marginados y a todas las personas que viven en una situación de grave necesidad, como los minusválidos, los desocupados, los prisioneros, los refugiados, los drogadictos, los enfermos de SIDA, etc..

14. Sentido ecuménico. La división de los cristianos es contraria a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y "daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres".

Todas las comunidades cristianas tienen el deber de "participar en el diálogo ecuménico y demás iniciativas destinadas a realizar la unidad de los cristianos". Pero en los territorios de misión este compromiso asume una urgencia especial para que no sea vana la oración de Jesús al Padre: "sean también ellos en nosotros, una cosa sola, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21).

El catequista, en virtud de su misión, se encuentra necesariamente implicado en esta dimensión apostólica y debe colaborar a madurar la conciencia ecuménica en la comunidad, comenzando por los catecúmenos y los neófitos. Ha de cultivar, pues, un profundo deseo de unidad, insertarse con gusto en el diálogo con los hermanos de otras confesiones cristianas y comprometerse generosamente en las iniciativas ecuménicas, dentro de su cometido, siguiendo las directivas de la Iglesia, especificadas localmente por la Conferencia Episcopal y por el Obispo. Procure sobre todo seguir las directivas acerca de la cooperación ecuménica en la catequesis y en la enseñanza de la religión en las escuelas.

Su acción será verdaderamente ecuménica si se esfuerza en "enseñar que la plenitud de las verdades reveladas y de los medios de salvación instituidos por Cristo se halla en la Iglesia católica"; y si logra también "hacer una presentación correcta y leal de las demás Iglesias y comunidades eclesiales de las que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse como medio de salvación".

En el ambiente donde realiza su actividad, el catequista ha de hacer lo posible por establecer relaciones amistosas con los responsables de las otras confesiones, de acuerdo con los Pastores y, si fuere necesario, en representación suya; ha de evitar que se fomenten inútiles polémicas y concurrencia; debe ayudar a los fieles a vivir en armonía y respeto con los cristianos no católicos, realizando plenamente y sin ningun complejo, su identidad católica; y promueva el esfuerzo común de todos los que creen en Dios, para ser "constructores de paz".

15. Diálogo con los hermanos de otras religiones. El diálogo inter-religioso es una parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. El anuncio y el diálogo se orientan efectivamente hacia la comunicación de la verdad salvífica. El diálogo es una actividad indispensable en las relaciones entre la Iglesia católica y las otras religiones y merece seria atención. Se trata de un diálogo de la salvación, que se realiza en Cristo.

También los catequistas, cuya tarea primordial en las misiones es el anuncio, deben estar abiertos, preparados y comprometidos en ese tipo de diálogo. Se les ha de ayudar, pues, a llevarlo a cabo, teniendo en cuenta las indicaciones del Magisterio, especialmente las de la Redemptoris Missio, del documento conjunto Diálogo y Anuncio, del Pontificio Consejo para el Diálogo Inter-religioso y de la C.E.P., y del Catecismo de la Iglesia Católica, que implican:

- Escucha del Espirítu, que sopla donde quiere (cf Jn 3,8), respetando lo que El ha operado en el hombre, para alcanzar la purificación interior, sin la cual el diálogo no reporta frutos de salvación.

- El correcto conocimiento de las religiones presentes en el territorio: su historia y organización; los valores que, como "semillas del Verbo", pueden ser una "preparación al Evangelio", los límites y errores que se oponen a la verdad evangélica y que se deben, respectivamente, completar y corregir.

- La convicción de fe que la salvación procede de Cristo y que, por consiguiente, el diálogo no dispensa del anuncio; que la Iglesia es el camino ordinario de la salvación y sólo ella posee la plenitud de la verdad revelada y de los medios salvíficos. No es posible, como ha reafirmado S.S. Juan Pablo II haciendo referencia a la Redemptoris Missio: "poner en un mismo nivel la revelación de Dios en Cristo y las escrituras o tradiciones de otras religiones. Un teocentrismo que no reconociera a Cristo en su plena identidad sería inaceptable para la fe católica. (...) El mandato misionero de Cristo, perennemente válido, es una invitación explícita a hacer discípulos a todas la gentes y a bautizarlas para que se abra para ellas la plenitud del don de Dios". El diálogo no debe, pues, conducir al relativismo religioso.

- La colaboración práctica con los organismos religiosos no cristianos para resolver los grandes retos que se plantean a la humanidad, como la paz, la justicia, el desarrollo, etc.. Además, se requiere una actitud de aprecio y acogida a las personas. La caridad del Padre común es la que debe unir a la familia de los hombres en toda obra de bien.

En la realización de un diálogo tan importante, no hay que dejar solo al catequista, este, a su vez, se ha de mantener integrado en la comunidad. Toda iniciativa de diálogo inter-religioso se debe llevar a cabo partiendo de los programas aprobados por el Obispo y cuando es preciso por la Conferencia Episcopal o por la Santa Sede, y ningún catequista ha de actuar por su cuenta, ni mucho menos contra las directivas comunes.

En fin, hay que tener fe en el diálogo, el camino para realizarlo es difícil e incomprendido. El diálogo es a veces el único modo de dar testimonio de Cristo, y es siempre un camino hacia el Reino que no dejará de dar sus frutos, aunque el tiempo y momento están reservados al Padre (cf. Hch 1,8).

16. Atención a la difusión de las sectas. La proliferación de las sectas de origen cristiana y no cristiana es, actualmente, un reto pastoral para la Iglesia en todo el mundo. En los territorios de misión, representan un serio obstáculo para la predicación del Evangelio y para el desarrollo ordenado de las Iglesias jóvenes, pues atacan a la integridad de la fe y a la solidez de la comunión.

Existen zonas más vulnerables y personas más expuestas a su influencia. Lo que las sectas pretenden ofrecer, les favorece aparentemente porque lo presentan como una respuesta "inmediata" y "sencilla" a las necesidades sensibles de las personas, y se sirven de medios apropiados a la sensibilidad y cultura locales.

Como es bien sabido, el Magisterio de la Iglesia ha alertado varias veces respecto a las sectas, animando a que se considere su difusión actual como una ocasión para una "seria reflexión" por parte de la Iglesia. Más que una campaña contra las sectas, en los territorios de misión se debe dar un nuevo impulso a la "actividad misionera" propiamente dicha.

El catequista se presenta, hoy día, como uno de los agentes más aptos para superar positivamente ese fenómeno. Con su tarea de anunciar la Palabra y de acompañar el crecimiento en la vida cristiana, el catequista se encuentra en una situación ideal para ayudar a las personas - tanto cristianos como no cristianos - a comprender cuáles son las verdaderas respuestas a sus necesidades, sin recurrir a las pseudo-seguridades de las sectas. Además, como laico puede actuar más capilarmente y hablar de modo más realista y comprensivo.

Las líneas de acción preferenciales, para un catequista, son las siguientes: conocer bien el contenido y especialmente las cuestiones que las sectas explotan para combatir la fe y a la Iglesia, y así hacer comprender a la gente la inconsistencia de la exposición religiosa de las sectas; cuidar la instrucción y el fervor de vida de las comunidades cristianas para detener la corrosión; intensificar el anuncio y la catequesis para prevenir la difusión de las sectas. El catequista, por consiguiente, ha de empeñarse en realizar una obra silenciosa, perseverante y positiva con las personas, para iluminarlas, protegerlas y, eventualmente, liberarlas de la influencia de las sectas.

No hay que olvidar que muchas sectas son intolerantes y proselitísticas y, en general, se muestran agresivas hacia el Catolicismo. No es posible pensar en un diálogo constructivo con la mayor parte de ellas, si bien hay que partir del respeto y comprensión que merecen las personas. Esta constatación exige que la obra de la Iglesia sea compacta para no dar espacio a confusiones; y también ecuménica, porque la expansión de las sectas representa, asimismo, una amenaza para las otras denominaciones cristianas. Por lo que se refiere a la acción, el catequista deberá actuar dentro del programa pastoral común aprobado por los Pastores competentes.

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