CAPÍTULO II
LA OBRA MISIONAL
INTRODUCCIÓN
10. La Iglesia, enviada
por Cristo para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos,
sabe que le queda por hacer todavía una obra misiónal ingente. Pues los dos mil millones
de hombres, cuyo número aumenta sin cesar, que se reúnen en grandes y determinados
grupos con lazos estables de vida cultural, con ancestrales tradiciones religiosas, con
los fuertes vínculos de las relaciones sociales, todavía nada o muy poco han oído del
Evangelio; de los cuales unos siguen una de las grandes religiones, otros permanecen
alejados del conocimiento del mismo Dios, otros niegan expresamente su existencia e
incluso a veces lo combaten. La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la
salvación y la vida traída por Dios, debe introducirse en todos estos grupos con el
mismo afecto con que Cristo se amoldó por su encarnación a las condiciones sociales y
culturales concretas de los hombres con quienes convivió.
ARTÍCULO I
EL TESTIMONIO CRISTIANO
El testimonio de la
vida y el diálogo
11. Es necesario que la
Iglesia esté presente en estos grupos humanos por medio de sus hijos, que viven entre
ellos o que a ellos son enviados. Porque todos los fieles cristianos, dondequiera que
vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de la
palabra el hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo, y la virtud del Espíritu
Santo, por quien han sido fortalecidos con la confirmación, de tal forma que, todos los
demás, al contemplar sus buenas obras, glorifiquen al Padre (cf. Mt., 5, 16) y perciban
más hondamente el sentido auténtico de la vida y el vínculo universal de la unión de
los hombres.
Para que los mismos
fieles puedan dar fructuosamente este testimonio de Cristo, reúnanse con aquellos hombres
por el aprecio y la caridad, reconózcanse como miembros del grupo de hombres entre los
que viven, y tomen parte en la vida cultural y social por las diversas relaciones y
negocios de la vida humana; estén familiarizados con sus tradiciones nacionales y
religiosas; descubran con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas laten;
pero atiendan, al propio tiempo, a la profunda transformación que se realiza entre las
gentes y trabajen para que los hombres de nuestro tiempo, demasiado entregados a la
ciencia y a la tecnología del mundo moderno, no se alejen de las cosas divinas, más
todavía, para que despierten a un deseo más vehemente de la verdad y de la caridad
revelada por Dios. Como el mismo Cristo escrudriñó el corazón de los hombres y los
condujo con un coloquio verdaderamente humano a la luz divina, así sus discípulos,
inundados profundamente por el espíritu de Cristo, dense a conocer a los hombres entre
los que viven, y a tratar con ellos, para que en el diálogo sincero y paciente aprendan a
descubrir las riquezas que Dios generoso ha distribuido a las gentes; y, al mismo tiempo,
esfuércense en examinar estas riquezas con la luz evangélica, librarlas y reducirlas al
dominio de Dios Salvador.
Presencia de la caridad
12. La presencia de los
fieles cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la caridad con que Dios
nos amó, pues quiere que también nosotros nos amemos unos a otros con la misma caridad.
En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, de condición
social o de religión; no espera lucro o agradecimiento alguno; pues como Dios nos amó
con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo
con el mismo sentimiento con que Dios lo buscó. Pues como Cristo recorría las ciudades y
las aldeas curando todos los males y enfermedades en prueba de la llegada del Reino de
Dios (cf. Mt., 9, 35 ss.; Hech., 10, 38), así la Iglesia se une, por medio de sus hijos,
con los hombres de cualquier condición, pero especialmente con los pobres y afligidos, y
a ellos se consagra gozosa (cf. 2 Cor., 12, 15). Participa en sus gozos y en sus dolores,
conoce los anhelos y los enigmas de la vida, y sufre con ellos en las angustias de la
muerte. A los que buscan la paz desea responderles en diálogo fraterno ofreciéndoles la
paz y la luz que brotan del Evangelio.
Trabajen los fieles
cristianos y colaboren con los demás hombres en la recta ordenación de los asuntos
económicos y sociales. Entréguense con especial cuidado a la educación de los niños y
de los adolescentes por medio de las escuelas de todo género, que hay que considerar no
sólo como medio extraordinario para formar y atender a la juventud cristiana, sino como
servicio de gran valor a los hombres, sobre todo de las naciones en vías de desarrollo,
para elevar la dignidad humana y para preparar unas condiciones de vida más favorable.
Tomen parte, además, los fieles cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que,
luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan en conseguir
mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo. Gusten los fieles de cooperar
prudentemente a este respecto con los trabajos emprendidos por instituciones privadas y
públicas, por los gobiernos, por los organismos internacionales, por diversas comunidades
cristianas y por las religiones no cristianas.
La Iglesia, con todo,
no pretende mezclarse de ninguna forma en el régimen de la comunidad terrena. No vindica
para sí otra autoridad que la de servir, con el favor de Dios, a los hombres con amor y
fidelidad (cf. Mt., 20, 26; 23, 11)[29].
Los discípulos de
Cristo, unidos íntimamente en su vida y en su trabajo con los hombres, esperan poder
ofrecerles el verdadero testimonio de Cristo, y trabajar por su salvación, incluso donde
no pueden anunciar a Cristo plenamente. Porque no buscan el progreso y la prosperidad
meramente material de los hombres, sino que promueven su dignidad y unión fraterna,
enseñando las verdades religiosas y morales, que Cristo esclareció con su luz, y con
ello preparan gradualmente un acceso más amplio hacia Dios. Con estos se ayuda a los
hombres en la consecución de la salvación por el amor de Dios y del prójimo y empieza a
esclarecerse el misterio de Cristo, en quien apareció el hombre nuevo, criado según Dios
(cf. Ef., 4, 24), y en quien se descubre el amor divino.
ARTÍCULO 2
PREDICACIÓN DEL EVANGELIO Y REUNIÓN DEL PUEBLO DE DIOS
Evangelización y
conversión
13. Dondequiera que
Dios abre la puerta de la palabra para anunciar el misterio de Cristo (cf. Col., 4, 3) a
todos los hombres (cf. Mc., 16, 15), confiada y constantemente (cf. Hech., 4, 13, 29, 31;
9, 27, 28; 13, 46; 14, 3; 19, 8; 26, 26; 28, 31; I Tes., 2, 2; 2 Cor., 3, 12; 7, 4; Fil.,
1, 20; Ef., 3, 12; 6, 19, 20) hay que anunciar (cf. I Cor., 9, 15; Rom., 10, 14) al Dios
vivo y a Jesucristo enviado por El para salvar a todos (cf. I Tes., 1, 9-10; I Cor., 1,
18-21; Gal., 1, 31; Hech., 14, 15-17; 17, 22-31), a fin de que los no cristianos,
abriéndoles el corazón el Espíritu Santo (cf. Hech., 16, 14), creyendo se conviertan
libremente al Señor y se unan a El con sinceridad, quien por ser "camino, verdad y
vida" (Jn., 14, 6) satisface todas sus exigencias, más aún, las colma hasta el
infinito.
Esta conversión hay
que considerarla ciertamente como inicial, pero suficiente para que el hombre sienta que,
arrancado del pecado, entra en el misterio del amor de Dios, que lo llama a entablar una
comunicación personal consigo mismo en Cristo. Puesto que, por la gracia de Dios, el
convertido emprende un camino espiritual por el que, participando ya por la fe del
misterio de la Muerte y de la Resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre
perfecto según Cristo (cf. Col., 3, 5-10; Ef., 4, 20-24). Trayendo consigo este tránsito
un cambio progresivo de sentimientos y de costumbres, debe manifestarse con sus
consecuencias sociales y desarrollarse poco a poco durante el catecumenado. Siendo el
Señor, al que se confía, blanco de contradicción (cf. Lc., 2, 34; Mt., 10, 34-39), el
nuevo convertido sentirá con frecuencia rupturas y separaciones, pero también gozos que
Dios concede sin medida (cf. I Tes., 1, 6). La Iglesia prohibe severamente que a nadie se
obligue o se induzca o se atraiga por medios indiscretos a abrazar la fe, lo mismo que
exige el derecho a que nadie sea apartado de ella con vejaciones[30].
Investíguense los
motivos de la conversión, y si es necesario purifíquense, según la antiquísima
costumbre de la Iglesia.
Catecumenado e
iniciación cristiana
14. Los que han
recibido de Dios, por medio de la Iglesia, la fe en Cristo[31], sean admitidos con
ceremonias religiosas al catecumenado; que no es una mera exposición de dogmas y
preceptos, sino una formación y noviciado convenientemente prolongado de la vida
cristiana, en que los discípulos se unen con Cristo su Maestro. Iníciense, pues, los
catecúmenos convenientemente en el misterio de la salvación, en el ejercicio de las
costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que han de celebrarse en los tiempos
sucesivos[32], introdúzcanse en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del
Pueblo de Dios.
Libres luego por los
Sacramentos de la iniciación cristiana del poder de las tinieblas (cf. Col., 1, 13)[33],
muertos, sepultados y resucitados con Cristo (cf. Rom., 6, 4, 11; Col., 2, 12-13; I Pedr.,
3, 21-22; Mc., 16, 16), reciben el Espíritu (cf. I Tes., 3, 5-7; Hech., 8, 14-17) de
hijos de adopción y asisten con todo el Pueblo de Dios al memorial de la muerte y de la
resurrección del Señor.
Es de desear que la
liturgia del tiempo cuaresmal y pascual se restaure de forma que prepare las almas de los
catecúmenos para la celebración del misterio pascual, en cuyas solemnidades se regeneran
para Cristo por medio del bautismo.
Pero esta iniciación
cristiana durante el catecumenado no deben procurarla solamente los catequistas y
sacerdotes, sino toda la comunidad de los fieles, y de un modo especial los padrinos, de
suerte que sientan los catecúmenos, ya desde el principio, que pertenecen al Pueblo de
Dios. Y como la vida de la Iglesia es apostólica, los catecúmenos han de aprender
también a cooperar activamente en la evangelización y edificación de la Iglesia con el
testimonio de la vida y la profesión de la fe.
Expóngase por fin,
claramente, en el nuevo Código el estado jurídico de los catecúmenos. Porque ya están
vinculados a la Iglesia[34], ya son de la casa de Cristo[35] y, con frecuencia, ya viven
una vida de fe, de esperanza y de caridad.
ARTÍCULO 3
FORMACIÓN DE LA COMUNIDAD CRISTIANA
Formación de la
comunidad cristiana
15. El Espíritu Santo,
que llama a todos los hombres a Cristo por la siembra de la palabra y proclamación del
Evangelio, y suscita el homenaje de la fe en los corazones, cuando engendra para una nueva
vida en el seno de la fuente bautismal a los que creen en Cristo, los congrega en el
único Pueblo de Dios que es "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
de adquisición" (I Pedr., 2, 9)[36].
Los misioneros, por
consiguiente, cooperadores de Dios (cf. I Cor., 3, 9), susciten tales comunidades de
fieles que, viviendo conforme a la vocación con que han sido llamados (cf. Ef., 4, 1),
ejerciten las funciones que Dios les ha confiado, sacerdotal, profética y real. De esta
forma la comunidad cristiana se hace signo de la presencia de Dios en el mundo: porque
ella, por el sacrificio eucarístico, incesantemente pasa con Cristo al Padre[37], nutrida
cuidadosamente con la palabra de Dios[38] da testimonio de Cristo[39] y, por fin, anda en
la caridad y se inflama de espíritu apostólico[40].
La comunidad cristiana
ha de establecerse desde el principio de tal forma que, en lo posible, sea capaz de
satisfacer por sí misma sus propias necesidades.
Esta comunidad de
fieles, dotada de las riquezas de la cultura de su nación, ha de arraigar profundamente
en el pueblo: florezcan las familias henchidas de espíritu evangélico[41] y ayúdeseles
con escuelas convenientes; eríjanse asociaciones y grupos por los que el apostolado
seglar llene toda la sociedad de espíritu evangélico. Brille, por fin, la caridad entre
los católicos de los diversos ritos[42].
Cultívese el espíritu
ecuménico entre los neófitos para que aprecien debidamente que los hermanos en la fe son
discípulos de Cristo, regenerados por el bautismo, partícipes con ellos de los
innumerables bienes del Pueblo de Dios. En cuanto lo permitan las condiciones religiosas,
promuévase la acción ecuménica de forma que, excluida toda especie, tanto de
indeferentismo y confusionismo cuanto de emulación insensata, los católicos colaboren
fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del Decreto sobre el
Ecumenismo, en la común profesión posible de la fe en Dios y en Jesucristo delante de
las naciones y en la cooperación en asuntos sociales y técnicos, culturales y
religiosos. Colaboren, sobre todo, por Cristo, su común Señor: ¡que su nombre los
junte! Esta colaboración hay que establecerla no sólo entre las personas privadas, sino
también, a juicio del ordinario del lugar, entre las iglesias o comunidades eclesiales y
sus obras.
Los fieles cristianos,
congregados de entre todas las gentes en la Iglesia, "no son distintos de los demás
hombres ni por el régimen, ni por la lengua, ni por las instituciones políticas de la
vida"[43]; por tanto, vivan para Dios y para Cristo según las costumbres honestas de
su pueblo; cultiven como buenos ciudadanos verdadera y eficazmente el amor a la Patria,
evitando enteramente, con todo, el desprecio de las otras razas y el nacionalismo
exagerado, y promoviendo el amor universal de los hombres.
Para conseguir todo
esto son de grandísimo valor y dignos de especial atención los seglares, es decir, los
fieles cristianos que, incorporados a Cristo por el bautismo, viven en medio del mundo. Es
muy propio de ellos, repletos del Espíritu Santo, el convertirse en constante fermento
para animar y ordenar los asuntos temporales según el Evangelio de Cristo[44].
Sin embargo, no basta
que el pueblo cristiano esté presente y establecido en un pueblo, ni basta que desarrolle
el apostolado del ejemplo; se establece y está presente para anunciar con su palabra y
con su trabajo a Cristo a sus conciudadanos no cristianos y ayudarles a la recepción
plena de Cristo.
Ahora bien, para la
implantación de la Iglesia y el desarrollo de la comunidad cristiana son necesarios
varios ministerios que todos deben favorecer y cultivar diligentemente, con la vocación
divina suscitada de entre la misma congregación de los fieles, entre los que se cuentan
las funciones de los sacerdotes, de los diáconos y de los catequistas y la acción
católica. Prestan, asimismo, un servicio indispensable los religiosos y religiosas con su
oración y trabajo diligente, para enraizar y asegurar en las almas el Reino de Cristo y
ensancharlo más y más.
Constitución del clero
local
16. La Iglesia da
gracias, con mucha alegría, por la merced inestimable de la vocación sacerdotal que el
Señor ha concedido a tantos jóvenes de entre los pueblos convertidos recientemente a
Cristo. Pues la Iglesia profundiza sus más firmes raíces en cada grupo humano, cuando
las varias comunidades de fieles tienen de entre sus miembros los propios ministros de la
salvación en el orden de los obispos, de los presbíteros y diáconos, que sirven a sus
hermanos, de suerte que las nuevas iglesias consigan, paso a paso, con su clero, la
estructura diocesana.
Todo lo que ha
establecido este Concilio sobre la vocación y formación sacerdotal, obsérvese
cuidadosamente en donde la Iglesia se establece por primera vez y en las nuevas iglesias.
Hay que tener particularmente en cuenta lo que se dice sobre la necesidad de armonizar
íntimamente la formación espiritual con la doctrinal y la pastoral, sobre la vida que
hay que llevar según el modelo del Evangelio, sin consideración del provecho propio o
familiar, sobre el cultivo del sentimiento íntimo del misterio de la Iglesia. Con ello
aprenderán maravillosamente a entregarse por entero al servicio del Cuerpo de Cristo y a
la obra del Evangelio, a unirse con su propio obispo como fieles cooperadores y a
colaborar con sus hermanos[45].
Para lograr este fin
general hay que ordenar toda la formación de los alumnos a la luz del misterio de la
salvación como se presenta en la Escritura. Descubran y vivan este misterio de Cristo y
de salvación humana presente en la Liturgia[46].
Armonícense, según
las normas del Concilio[47], estas exigencias comunes de la formación sacerdotal, incluso
pastoral y práctica, con el deseo de acomodarse al modo peculiar de pensar y de proceder
de su propio pueblo. Abranse, pues, y avívense las mentes de los alumnos para que
conozcan bien y puedan juzgar la cultura de su pueblo; conozcan claramente en las
disciplinas filosóficas y teológicas las diferencias y semejanzas que hay entre las
tradiciones y la religión patria y la religión cristiana[48]. Atienda también la
formación sacerdotal a las necesidades pastorales de la región; aprendan los alumnos la
historia, el fin y el método de la acción misional de la Iglesia, y las especiales
condiciones sociales, económicas y culturales de su pueblo. Edúquense en el espíritu
del ecumenismo y prepárense convenientemente para el diálogo fraterno con los no
cristianos[49]. Todo esto exige que los estudios para el sacerdocio se hagan, en cuanto
sea posible, en comunicación y convivencia con su propio pueblo[50]. Cuídese también la
formación en la buena administración eclesiástica, e incluso económica.
Elíjanse, además,
sacerdotes idóneos que, después de alguna experiencia pastoral, realicen estudios
superiores en las universidades incluso extranjeras, sobre todo de Roma, y otros
institutos científicos, para que las Iglesias jóvenes puedan contar con elementos del
clero local dotados de la ciencia y de la experiencia conveniente, para desempeñar cargos
eclesiásticos de mayor responsabilidad.
Restáurese el orden
del diaconado como estado permanente de vida según la norma de la constitución "De
Ecclesia"[51] donde lo crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues parece bien
que aquellos hombres que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal, o que predican
la palabra divina como catequistas, o que dirigen en nombre del párroco o del obispo
comunidades cristianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales y
caritativas sean fortalecidos y unidos más estrechamente al servicio del altar por la
imposición de las manos, transmitida ya desde los apóstoles, para que cumplan más
eficazmente su ministerio por la gracia sacramental del diaconado.
Formación de los
catequistas
17. Digna de alabanza
es también esa legión, tan benemérita de la obra de las misiones entre los gentiles,
que forman los catequistas, hombres y mujeres, quienes, llenos de espíritu apostólico,
prestan con grandes sacrificios una ayuda singular y enteramente necesaria para la
propagación de la fe y de la Iglesia.
En nuestros días, el
oficio de los catequistas tiene una importancia extraordinaria porque resultan escasos los
clérigos para evangelizar tantas multitudes y para ejercer el ministerio pastoral. Su
educación, por consiguiente, debe efectuarse y acomodarse al progreso cultural de tal
forma que puedan desarrollar lo mejor posible su cometido agravado con nuevas y mayores
obligaciones, como cooperadores eficaces del orden sacerdotal.
Multiplíquense, pues,
las escuelas diocesanas y regionales en que los futuros catequistas estudien la doctrina
católica, sobre todo en su aspecto bíblico y litúrgico, y el método catequético, con
la práctica pastoral, y se habitúen a las costumbres de los cristianos[52], procurando
practicar sin cesar la piedad y la santidad de vida. Hay que tener, además, reuniones o
cursos en tiempos determinados, en los que los catequistas se renueven en la ciencia y en
las artes convenientes para su ministerio y se nutra y se robustezca su vida espiritual.
Además, hay que procurar a quienes se entregan por entero a esta obra una condición de
vida decente y la seguridad social por medio de una justa remuneración[53].
Es de desear que se
provea de un modo congruo a la formación y sustento de los catequistas con subsidios
especiales de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide. Si pareciere necesario y
oportuno, fúndese una Obra para los catequistas.
Además las iglesias
reconocerán, agradecidas, la obra generosa de los catequistas auxiliares, de cuya ayuda
necesitarán. Ellos presiden la oración y enseñan en sus comunidades. Hay que atender
convenientemente a su formación doctrinal y espiritual. E incluso es de desear que, donde
parezca oportuno, se confiera a los catequistas debidamente formados misión canónica en
la celebración pública de la acción litúrgica, para que sirvan a la fe con más
autoridad delante del pueblo.
Hay que promover la
vida religiosa
18. Promuévase
diligentemente la vida religiosa desde el momento de la implantación de la Iglesia, que
no solamente proporciona a la actividad misional ayudas preciosas y enteramente
necesarias, sino que por una más íntima consagración a Dios, hecha en la Iglesia,
indica claramente también la naturaleza íntima de la vocación cristiana[54].
Esfuércense los
Institutos religiosos, que trabajan en la implantación de la Iglesia, en exponer y
comunicar, según el carácter y la idiosincrasia de cada pueblo, las riquezas místicas
de que están totalmente llenos, y que distinguen la tradición religiosa de la Iglesia.
Consideren atentamente el modo de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones
ascéticas y contemplativas, cuyas semillas había Dios esparcido con frecuencia en las
antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio.
En las iglesias
jóvenes hay que cultivar diversas formas de vida religiosa que presenten los diversos
aspectos de la misión de Cristo y de la vida de la Iglesia, y se entreguen a variadas
obras pastorales y preparen convenientemente a sus miembros para cumplirlas. Con todo,
procuren los obispos en la Conferencia que las Congregaciones que tienen los mismos fines
apostólicos no se multipliquen, con detrimento de la vida religiosa y del apostolado.
Son dignos de especial
mención los varios esfuerzos realizados para establecer la vida contemplativa, por los
que unos, reteniendo los elementos esenciales de la institución monástica, se esfuerzan
en implantar la riquísima tradición de su Orden, y otros, vuelven a las formas más
sencillas del antiguo monacato. Procuren todos, sin embargo, buscar la adaptación genuina
a las condiciones locales. Conviene establecer por todas partes en las iglesias nuevas la
vida contemplativa porque pertenece a la plenitud de la presencia de la Iglesia.
28 Hilario Pict., In
Ps. 14: PL.: 9, 301; Eusebio de Cesarea, In Isaiam, 54, 2-3: PG., 24, 462-463; Cirilo de
Alej., In Isaiam V, cap. 54, 1-3: PG., 70, 1.193.
29 Cf. Pablo VI, Alloc.
tenida en el Concilio el día 21 de noviembre de 1964: A.A.S. (1964), p. 1.013.
30 Cf. Conc. Vat. II,
Decl. De libertate religiosa, nn. 2, 4, 10; Const. De Ecclesia in mundo huius temporis.
31 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 17.
32 Cf. Conc. Vat. II,
Const. De Sacra Liturgia, nn. 64-65.
33 Sobre esta
liberación de la servidumbre del demonio y de las tinieblas, en el Evangelio cf. Mt., 12,
28; Jn., 8, 44; 12, 31 (cf. I Jn., 3, 8; Ef. 2, 1-2). En la liturgia del bautismo, cf. el
Ritual Romano. En los primeros siglos, cf. S. Foster, After the Apostles, London 1951.
34 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 14.
35 Cf. S. Agustín,
Trat. in Joann, 11, 4: PL., 35, 1.476.
36 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 9.
37 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 10, 11, 34.
38 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. De divina revelatióne, n. 21.
39 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 12, 35.
40 Cf. Ibídem, nn. 23,
36.
41 Cf. Ibídem, nn. 11,
35, 41.
42 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. De Ecclesiis Orientalibus, n. 30.
43 Epístola ad
Diognetum, 5: PG., 2, 1.173; cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium.
44 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 32; Decr. De Apostolatu laicorum.
45 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. De Institutióne Sacerdotali, nn. 4, 8, 9.
46 Cf. Conc. Vat. II,
Const. De Sacra Liturgia, n. 17.
47 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. De Institutióne sacerdotali, n. 1.
48 Cf. Juan XXIII,
Princeps Pastorum: A.A.S. (1959), pp. 843-844.
49 Cf. Conc. Vat. II,
Decr. De Oecumenismo, n. 4; Decl. De habitudine Ecclesiae ad Religiónes non chris-
tianas.
50 Cf. Juan XXIII,
Princeps Pastorum: A.A.S. (1959), p. 842.
51 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, n. 29.
52 Cf. Juan XXIII,
Princeps Pastorum: A.A.S. (1959), p. 855.
53 Se trata de los
llamados "catequistas de plena dedicación".
54 Cf. Conc. Vat. II,
Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 31, 44. |