SEGUNDA
PARTE
ALGUNOS
PROBLEMAS MAS URGENTES
Introducción
46.
Después de haber expuesto la gran dignidad de la persona humana y la misión, tanto
individual como social, a la que ha sido llamada en el mundo entero, el Concilio, a la luz
del Evangelio y de la experiencia humana, llama ahora la atención de todos sobre algunos
problemas actuales más urgentes que afectan profundamente al género humano.
Entre
las numerosas cuestiones que preocupan a todos, haya que mencionar principalmente las que
siguen: el matrimonio y la familia, la cultura humana, la vida económico-social y
política, la solidaridad de la familia de los pueblos y la paz.
Sobre
cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo, para
guiar a los cristianos e iluminar a todos los hombres en la búsqueda de solución a
tantos y tan complejos problemas.
CAPITULO
I
DIGNIDAD
DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
El
matrimonio y la familia en el mundo actual
47. El
bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a
la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con
todos lo que tienen en gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios
medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en
el respeto a la vida y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa
misión; de ellos esperan, además, los mejores resultados y se afanan por promoverlos.
Sin
embargo, la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo
esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el
llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda
frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación.
Por
otra parte, la actual situación económico, social-psicológica y civil son origen de
fuertes perturbaciones para la familia. En determinadas regiones del universo, finalmente,
se observan con preocupación los problemas nacidos del incremento demográfico.
Todo lo
cual suscita angustia en las conciencias. Y, sin embargo, un hecho muestra bien el vigor y
la solidez de la institución matrimonial y familiar: las profundas transformaciones de la
sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades a que han dado origen, con muchísima
frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de tal institución.
Por
tanto el Concilio, con la exposición más clara de algunos puntos capitales de la
doctrina de la Iglesia, pretende iluminar y fortalecer a los cristianos y a todos los
hombres que se esfuerzan por garantizar y promover la intrínseca dignidad del estado
matrimonial y su valor eximio.
El
carácter sagrado del matrimonio y de la familia
48.
Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal
de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su
consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se
dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por
la ley divina.
Este
vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la
sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del
matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma
importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada
miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad
de la misma familia y de toda la sociedad humana.
Por su
índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por
sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con
su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no
son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y
actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la
logran cada vez más plenamente.
Esta
íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos,
exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.
Cristo
nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de
la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como
Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de
fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro
de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio.
Además,
permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua
fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor
conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de
Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a
Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad.
Por
ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están
fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su
misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de
fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua
santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.
Gracias
precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los
hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el
camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad.
En
cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre,
realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a
ellos, sobre todo, compete.
Los
hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de
los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a
los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades
de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por
todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas
espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que
es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a
todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia,
ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la
cooperación amorosa de todos sus miembros.
Del
amor conyugal
49.
Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y
fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos
contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer,
manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas.
Este
amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la
voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una
dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como
elementos y señales específicas de la amistad conyugal.
El
Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la
gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los
esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de
ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se
perfecciona.
Supera,
por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del
egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.
Esta
amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello
los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y
dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don
recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud.
Este
amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es
indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por
tanto, queda excluído de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de
la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia
también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor.
Para
hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una
insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad,
cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de
sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.
Se
apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública
sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad
y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan
en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de
la familia.
Hay que
formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y
ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así,
educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto
noviazgo al matrimonio.
Fecundidad
del matrimonio
50. El
matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación
y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y
contribuyen sobremanera al bien de los propios padres.
El
mismo Dios, que dijo: No es bueno que el hombre esté solo (Gen 2,18), y que desde el
principio ... hizo al hombre varón y mujer (Mt 19,4), queriendo comunicarle una
participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer
diciendo: Creced y multiplicaos (Gen 1,28).
De
aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar
que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar
a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del
Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
En el
deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su
propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como
sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y
con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común
esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al
bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los
tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo
en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia
Iglesia.
Este
juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su
modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su
antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley
divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta
ley a la luz del Evangelio.
Dicha
ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la
perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la
divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden
a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen
su misión procreadora.
Entre
los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de
mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad
una prole más numerosa para educarla dignamente.
Pero el
matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia
naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que
también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando
ordenadamente.
Por
eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio
como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad.
El amor
conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana
51. El
Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia
se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse
en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede
aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus
dificultades para mantenerse.
Cuando
la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y
quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la
fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay
quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera
retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer
contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida
y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues
Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la
vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde
su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio
son crímenes abominables.
La
índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de
esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la
vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran
reverencia.
Cuando
se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida,
la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y
apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de
la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de
la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es
imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal.
No es
lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el
Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.
Tengan
todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a
este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira
el destino eterno de los hombres.
El
progreso del matrimonio y de la familia, obra de todos
52. La
familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y
misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los
cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos. La
activa presencia del padre contribuye sobremanera a la formación de los hijos; pero
también debe asegurarse el cuidado de la madre en el hogar, que necesitan principalmente
los niños menores, sin dejar por eso a un lado la legítima promoción social de la
mujer.
La
educación de los hijos ha de ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno
sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de
vida; y si éste es el matrimonio, puedan fundar una familia propia en condiciones
morales, sociales y económicas adecuadas. Es propio de los padres o de los tutores guiar
a los jóvenes con prudentes consejos, que ellos deben oír con gusto, al tratar de fundar
una familia, evitando, sin embargo, toda coacción directa o indirecta que les lleve a
casarse o a elegir determinada persona.
Así,
la familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una
mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de
la vida social, constituye el fundamente de la sociedad. Por ello todos los que influyen
en las comunidades y grupos sociales deben contribuir eficazmente al progreso del
matrimonio y de la familia.
El
poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza
del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y
favorecer la prosperidad doméstica. Hay que salvaguardar el derecho de los padres a
procrear y a educar en el seno de la familia a sus hijos. Se debe proteger con
legislación adecuada y diversas instituciones y ayudar de forma suficiente a aquellos que
desgraciadamente carecen del bien de una familia propia.
Los
cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero,
promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia así con el testimonio
de la propia vida como con la acción concorde con los hombres de buena voluntad, y de
esta forma, suprimidas las dificultades, satisfarán las necesidades de la familia y las
ventajas adecuadas a los nuevos tiempos.
Para
obtener este fin ayudarán mucho el sentido cristiano de los fieles, la recta conciencia
moral de los hombres y la sabiduría y competencia de las personas versadas en las
ciencias sagradas.
Los
científicos, principalmente los biólogos, los médicos, los sociólogos y los
psicólogos, pueden contribuir mucho al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de
las conciencias si se esfuerzan por aclarar más a fondo, con estudios convergentes, las
diversas circunstancias favorables a la honesta ordenación de la procreación humana.
Pertenece
a los sacerdotes, debidamente preparados en el tema de la familia, fomentar la vocación
de los esposos en la vida conyugal y familiar con distintos medios pastorales, con la
predicación de la palabra de DIos, con el culto litúrgico y otras ayudas espirituales;
fortalecerlos humana y pacientemente en las dificultades y confortarlos en la caridad para
que formen familias realmente espléndidas.
Las
diversas obras, especialmente las asociaciones familiares, pondrán todo el empeño
posible en instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién
casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y
apostólica.
Los
propios cónyuges, finalmente, hechos a imagen de Dios vivo y constituidos en el verdadero
orden de personas, vivan unidos, con el mismo cariño, modo de pensar idéntico y mutua
santidad, para que, habiendo seguido a Cristo, principio de vida, en los gozos y
sacrificios de su vocación por medio de su fiel amor, sean testigos de aquel misterio de
amor que el Señor con su muerte y resurrección reveló al mundo. |