CONCILIO PLENARIO DE LA AMÉRICA LATINA


 

TÍTULO XII

DEL MODO DE CONFERIR LOS BENEFICIOS ECLESIÁSTICOS

CAPÍTULO I

Del sujeto de los beneficios

809. Las Constituciones de Alejandro III en el Concilio general de Letrán, de Gregorio X en el de León, de Inocencio III y de otros Romanos Pontífices, nos enseñan cuánta diligencia debe emplearse en la colación de los beneficios eclesiásticos, sobre todo, cuando hay que proveer las Iglesias parroquiales de personas dignas e idóneas, que en ellas residan y ejerzan personalmente la cura de almas[803]. También el Santo Concilio de Trento con gran sabiduría, decretó, que el gobierno de las Iglesias parroquiales se confíe a aquellos cuya vida entera, desde la niñez hasta la edad madura, se haya deslizado en la práctica de la eclesiástica disciplina, de suerte que no haya lugar a dudar que, en madurez de juicio, en ciencia, en moralidad, y en méritos adquiridos en los trabajos del ministerio, son superiores a los demás[804].

810. No basta, pues, la exclusión de los indignos, sino que se necesita la acertada elección, o designación, de los dignos; y la práctica contraria ha sido condenada por la Iglesia, como nos enseña Benedicto XIV con estas palabras: "Por cuanto ha empezado a prevalecer entre muchos, la perniciosa opinión de que los decretos del Tridentino no prescriben la elección del más digno, sino únicamente prohiben que las Iglesias parroquiales, y otros beneficios, a que está aneja la cura de almas, se confieran a los indignos, Nuestro Predecesor Inocencio XI condenó tan errónea doctrina, que dista mucho del verdadero y sincero sentir de los Padres, y enseñó cuán prudente y diligente ha de ser la dispensación del cargo pastoral"[805].

811. Por tanto, todo el que tiene que concurrir a la presentación, designación, nombramiento, aceptación o confirmación de esta clase de beneficiados, ha de ponderar con atención estas importantes palabras del citado Benedicto XIV: "Nada puede acaecer de tanta trascendencia en el transcurso de la vida, como el dar su voto para que un varón bien probado se ponga al frente de una parroquia... Por tal motivo, no hay que precipitarse sino antes bien, hay que rogar a Dios con fervientes súplicas, que nos ilumine liberalmente con su luz celestial... Así como los perjuicios causados por médicos, marinos o generales inexpertos, se atribuyen, no sin razón, a aquellos que los eligieron, así aquel que, cediendo a sus propias pasiones, desecha a un sacerdote idóneo y de brillantes cualidades, y da su voto a otro menos apto para el gobierno de las almas, será juzgado por Dios como autor de los males que de aquí se siguieren. De igual suerte, pedirá Dios estrecha cuenta a aquellos que le negaron su voto, de los beneficios que habría prodigado el sacerdote más eminente, si se le hubiera conferido la parroquia. Tal es la opinión del gran Maestro de espíritu Fray Luis de Granada: "Quien prefiere a un indigno (dice) tiene que responder de las almas que se pierden por su indignidad; tiene que responder de los crímenes que sean consecuencia de esta falta; tiene, por último, que responder de las limosnas y de todas las buenas obras que habría llevado a cabo el celo de un buen Párroco"[806]. Nuestro Señor Jesucristo pedirá a aquellos, cuenta de la sangre de sus ovejas, que perecieren por culpa de los pastores negligentes y olvidados de sus deberes[807].

812. Los candidatos, al probar su idoneidad, conforme a las reglas del derecho y de la modestia cristiana, con moderación y movidos sólo por el deseo de obedecer a Dios y procurar la salud de las almas, aduzcan los comprobantes de su propia virtud, y declaren su voluntad de obtener una parroquia, si así conviene a la felicidad y provecho de los feligreses; luego hagan a un lado toda zozobra, y dejen a la soberana providencia de Dios el éxito total de la empresa[808].

813. Los Magistrados, u otros, si los hubiere, a quienes compete el derecho de patronato o de presentación a algunos beneficios, se abstendrán por completo de toda promesa concerniente a beneficios aún no vacantes; y deben saber que tales promesas, una vez que sobrevenga la vacante, son nulas y de ningún valor. Por lo demás, a ningún hombre de sano juicio se oculta "que entrañan grave responsabilidad estos nombramientos, a que sólo mueven razones de amistad y parentesco, cuando sólo se ha de atender en ellos al honor de Dios y al provecho de la Iglesia"[809].

814. Los poderosos y magnates de este mundo, se abstendrán de importunas instancias para la colación de beneficios, atendiendo a lo que dice Benedicto XIV con el Angélico Doctor: "Cuando se hacen instancias en favor de un indigno, por algún poderoso que las acompaña con amenazas, y se llaman en este caso súplicas armadas, claro es que se comete simonía, si por esto se da el beneficio eclesiástico. Cuando se hacen por un sujeto digno... si, no obstante, lo mueven principalmente las súplicas, o el temor del que las hace, en la presencia de Dios cometen simonía tanto el que acepta las instancias como el que las hace, si esta es su intención, y ya sea que pida para sí o para otro"[810]. De aquí resulta que, si grave sería el pecado del Prelado que, para la colación de un beneficio, se dejara mover principalmente por tales súplicas, o tales temores, más grave sin comparación sería el de los potentados que hicieran violencia a la autoridad y a la conciencia de los Prelados, ya abiertamente, ya, lo que a veces es peor, indirectamente y por caminos torcidos. Ni les servirían de excusa, sino antes agravarían el reato de violencia moral, esas razones que se llaman de política o de Estado; y sería, bajo todos aspectos, imperdonable, el crimen de los clérigos que, para obtener un beneficio, recurrieran a tales intercesores.

815. Por último, recuerden todos los clérigos que solicitan la protección de los poderosos, y sus injustos protectores, que incurren en excomunión latae sententiae reservada al Romano Pontífice[811]: "los reos de simonía real en cualquiera clase de beneficios, y sus cómplices". Por tanto, si, lo que Dios no quiera, se hubiere algún clérigo contaminado con esta mancha, y quisiere obtener la absolución de simonía real, ante todo, pondere este consejo y póngalo en práctica cuanto antes: "Renuncie, advierta, restituya" es decir, renuncie el beneficio que con vedados artificios adquirió; advierta a aquel que recibió la paga, que la invierta en socorrer a la Iglesia o a los pobres; restituya todos los frutos que hubiere percibido de la Iglesia[812].

CAPÍTULO II

De los beneficios parroquiales

816. El Obispo asignará a cada parroquia, o a determinado número de parroquias, si la escasez de sacerdotes así lo exigiere, su propio párroco[813]; de suerte "que ninguno invada el territorio o los derechos de otra parroquia, sino que cada cual esté contento dentro de sus propios confines, y de tal manera gobierne la Iglesia y la feligresía que se le ha confiado, que pueda rendir cuenta ante el tribunal del Eterno Juez, de todos y cada uno de los que se le han encomendado, y reciba, no castigo, sino recompensa por sus acciones"[814].

817. Por lo que toca a las renuncias de las parroquias, conferidas a título inamovible, "los Obispos, y otros que para ello tengan facultad, sólo podrán admitir y aceptar las renuncias de aquellos que, o agobiados por la vejez, o enfermos, o impedidos, o defectuosos corporalmente, o culpables de algún crimen, o envueltos en censuras eclesiásticas... no pueden o no deben servir a la Iglesia, o desempeñar el beneficio... como también de los que, por enemistades mortales, no pueden o no se atreven a residir en el lugar de su beneficio"[815], y de los demás de que trata la Constitución de San Pío V, Quanta Ecclesiae Dei. "Pero aun de estos, ninguno, ya con órdenes sagradas, podrá renunciar el beneficio u oficio eclesiástico, salvo para entrar en religión, si no tiene por otra parte un modo decoroso de mantenerse. A esto puede añadirse, el admitir las permutas de beneficios y oficios, permitidas por las sanciones canónicas y las constituciones Apostólicas[816].

818. Si, en alguna parte, hubiere algunos párrocos, nombrados a título inamovible, que abusen de su situación para vivir torpe y escandalosamente, los Obispos. después de amonestarlos, los corregirán y castigarán; y si todavía permanecieren incorregibles en su conducta, tendrán facultad de privarlos de sus beneficios, conforme a las constituciones de los sagrados Cánones, sin que haya lugar a exención o apelación de ningún género[817]. Pero cuando, por impericia, o ineptitud, o por odio grave, o aversión de la feligresía, no puede ya el cura gobernar su parroquia, entonces, por medida económica puede removérsele, aun contra su voluntad, del ejercicio de las funciones parroquiales, sea temporal sea perpetuamente, según lo requiera la naturaleza del impedimento; pero conservando el beneficio: en cuyo caso administrará la parroquia un ecónomo o coadjutor con plenos derechos, observándose lo que manda el derecho, por lo que toca a la congrua, que señalará el Ordinario. El nombramiento de tales ecónomos, o coadjutores, se hará únicamente por el Ordinario, y no por el cura que, sea cual fuere la causa, ha sido separado de su parroquia[818].

819. Para que todos aquellos a quienes concierne, tengan una regla segura para conocer las causas de privación de una parroquia, conferida a título inamovible, ante todo atenderán a las causas especificadas en el derecho común, y en especial en el Concilio de Trento (sess. 21, cap. 6 de ref.) por las cuales se decreta la privación del oficio y beneficio parroquial, ya sea ipso facto incurrenda, ya sea después de una sentencia condenatoria.

820. Además, implorando para ello, si necesario fuere, una declaración Apostólica para toda la América Latina, declaramos que son causas especiales de privación del oficio y beneficio parroquial las siguientes:

I. La pública, larga y gravemente culpable infamia, tocante a la moralidad sacerdotal, no corregida aun después de la amonestación legítima, y por la cual padezca grave daño la cura de almas.

II. La admisión temeraria al matrimonio, repetida con contumacia, después de las admoniciones legales, de aquellos que tienen impedimentos no dispensados.

III. La omisión temeraria de la enseñanza del catecismo, aun los domingos y fiestas solemnes, durante la mayor parte del año, continuada pertinazmente después de las amonestaciones legítimas. Además, la negligencia temeraria y reiterada, después de dichas admoniciones, en la administración de los sacramentos, a los fieles en peligro de muerte, aun por la única causa de la distancia de la parroquia.

IV. La injusticia grave, pública y repetida, después de las amonestaciones legítimas, y la desobediencia en exigir los derechos, sobre todo por los matrimonios y entierros, contra las leyes diocesanas sobre aranceles.

V. La negligencia grave, pública, y prolongada temerariamente la mayor parte del año, y continuada con pertinacia después de la admonición jurídica, en el cuidado espiritual y educación cristiana, de que han de ser objeto los indios y negros de la parroquia, conforme a los estatutos diocesanos.

821. Si se diere el caso de proceder a la privación del oficio o beneficio parroquial, por alguna de estas causas legítimas, nunca se hará sin observar las formalidades canónicas, por lo menos del proceso sumario, instruido conforme a la Instrucción de la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares, de 11 de Junio de 1880[819].

CAPÍTULO III

Del Concurso

822. Siendo muy difícil, en muchas de nuestras regiones, la celebración del concurso, para la colación, en especial, de los beneficios parroquiales, queremos que, en esas comarcas, implorando el permiso de la Silla Apostólica, todas las parroquias se confieran a título amovible.

823. En aquellas comarcas en que, a juicio de los Obispos de la provincia, pueden tenerse los concursos, guárdense las reglas prescritas por la Santa Sede (implorando el indulto Apostólico sobre el modo, si fuere necesario) y en especial las Constituciones de San Pío V: In conferendis y de Benedicto XIV: Cum illud[820].

TÍTULO XIII

DEL DERECHO QUE TIENE LA IGLESIA DE ADQUIRIR Y POSEER
BIENES TEMPORALES

CAPÍTULO I

Del derecho que tiene la Iglesia de adquirir y poseer bienes temporales

824. La Iglesia Católica, siendo una sociedad visible y perfecta que, para sus fines propios, requiere necesariamente bienes temporales, tiene precisamente, por su naturaleza misma, el derecho legítimo de adquirirlos y poseerlos[821].

825. Este derecho que compete a la Iglesia, de adquirir y poseer bienes temporales, no se limita por su naturaleza misma y su objeto determinado, a los bienes muebles, sino que tiene que extenderse a los bienes raíces. Por tanto, violan gravemente los derechos y la libertad de la Iglesia, cuantos le niegan la facultad de adquirir y conservar bienes raíces, conforme a los sagrados Cánones.

826. Por lo que toca al modo de adquirir dominio, no es posible dudar que la Iglesia puede adquirir bienes temporales, de todas aquellas maneras no vedadas a cualquier hombre honrado y capaz de dominio. No puede, pues, prohibírsele que adquiera el dominio de bienes temporales por ocupación, accesión, prescripción o contrato. Pero en la práctica, lo que más conviene, son las liberales oblaciones de los fieles, las fundaciones piadosas, los legados y testamentos a favor de la Iglesia.

827. Como los bienes temporales adquiridos por la Iglesia, conforme a la intención de los donantes, se destinan a objetos piadosos y, en realidad y verdad, están bajo el dominio de personas sagradas, o de la Iglesia, o de Institutos religiosos, no pueden, sin sacrilegio, arrebatársele, incautarse, ni destinarse a usos profanos. Por lo cual, según el Tridentino, son castigados con la pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda, y reservada al Romano Pontífice, los que, con sacrílega audacia, osaren usurpar, o apoderarse de los bienes de alguna Iglesia o lugar pío, o comprarlos a los detentadores[822]; de la cual no quedan libres, mientras no satisfacen a la Iglesia y reciben la absolución[823]. Pío IX confirmó esta pena en la Constitución Apostolicae Sedis.

828. Todos los bienes temporales que la Iglesia hubiere adquirido, en virtud de los títulos legítimos arriba enumerados, quedan sujetos a la suprema autoridad y tutela del Romano Pontífice, que suele llamarse el alto dominio eclesiástico. Empero, el dominio útil y directo de los bienes eclesiásticos, pertenece a aquellas Iglesias particulares, o institutos, o causas, o sociedades piadosas, a quienes, en el fuero eclesiástico se han adjudicado los títulos de posesión[824]. Y si, con suma injusticia, las leyes civiles de alguna República no reconocen a esos Institutos eclesiásticos como sujetos capaces de poseer bienes temporales, tocará a los Obispos y demás Prelados competentes, después de consultar a eminentes jurisconsultos, y obtener la aprobación de la Silla Apostólica, determinar el modo con que puedan asegurarse los bienes de la Iglesia, con títulos reconocidos por la ley civil.

CAPÍTULO II

De los bienes muebles

829. Las oblaciones de los fieles, así como son la fuente más antigua de las rentas eclesiásticas, así también están en perfecta conformidad con la mente de la Iglesia, y con la piedad y la caridad de los fieles. Porque es más conveniente que los cristianos, guiados por la equidad y el amor hacia sus pastores y a los pobres, y movidos por la reverencia al culto divino, ofrezcan espontáneamente a la Iglesia socorros temporales, que no el que se vean apremiados a hacerlo por leyes y penas. Aunque estas oblaciones casi siempre son libres, a veces también tienen que darlas los fieles por estrecha obligación. Esto sucede, principalmente, cuando la ofrenda se debe por vía de contribución, en virtud de previo convenio, o por voto, o por disposición testamentaria o legado, o es para el culto divino, el socorro de los pobres, o la sustentación de los ministros de la Iglesia, a que no se ha proveído de otra manera, o por costumbre legítima, o per expresa sanción de una ley eclesiástica. En realidad, el mismo derecho natural obliga a los fieles a contribuir, con sus ofrendas, a la sustentación del clero y al alivio de las demás necesidades de la Iglesia. De aquí resulta que la misma Iglesia, en virtud de su autoridad, puede prescribir y exigir esas oblaciones, y que todos los fieles están obligados a pagarlas, en la proporción que aquella determine[825]. Acaece a menudo en nuestras Repúblicas, que la Iglesia esté privada de las rentas, que pudiera percibir de fundaciones estables, para el clero, el culto, los seminarios, hospitales y otras obras pías: queda, pues, en pie la obligación de los fieles, de pagar, según sus recursos, las contribuciones que la equidad de los Obispos les impusiere para sostener las cargas de la Iglesia. Empero, alimentamos la firme esperanza, que los fieles, con su piedad y liberalidad tradicionales, darán a la Iglesia, con ofrendas espontáneas, lo que ella con todo derecho pudiera exigirles[826]. Para que no resulten ilusorias las donaciones de los fieles, para fundar Iglesias y establecimientos piadosos en países de misiones, una vez que estas misiones se hayan podido erigir en verdaderas parroquias, y entregarse al Ordinario, queremos que en toda esta clase de fundaciones, dotaciones, etc. de Iglesias y establecimientos piadosos, se inserte una cláusula especial, declarando con palabras terminantes, que todos los bienes inmuebles de la misión han de quedar sujetos a la omnímoda jurisdicción, propiedad y libre administración de los Obispos, siempre que las mismas misiones hayan podido erigirse en parroquias ordinarias, conforme a la Constitución Romanos Pontífices.

830. Las oblaciones puramente voluntarias, que se acostumbran dar en el templo parroquial o en otras Iglesias y capillas, gástense conforme a la intención de los donantes. Si de ésta no constare, se hará su distribución según el prudente arbitrio del Ordinario. La administración de estas ofrendas voluntarias pertenece al párroco, salvo que la Iglesia o la capilla tengan su propio administrador, en cuyo caso éste deberá ser aprobado por el Ordinario, a quien rendirá cuentas de su manejo.

831. Deben pagarse a los párrocos los derechos de estola[827], establecidos con pleno derecho y conformes con laudables costumbres, con ocasión de ciertas funciones sagradas, como el bautismo, el matrimonio o el entierro. Por otro lado, se obra mal al exigirlos a los verdaderamente pobres, y causa sumo escándalo cuando, con grave daño de las almas, se arrancan con amenazas de diferir el bautismo o el matrimonio, o se cobran al antojo del cura, por sagradas funciones libres de todo gasto, violando así las prescripciones canónicas. Por lo cual, en todas y cada una de las diócesis, se determinará con exactitud el arancel al cual hayan de sujetarse los derechos que se cobren por dichas funciones, siguiendo los Ordinarios las costumbres laudables, los decretos y direcciones especiales, y se notificará de un modo eficaz a eclesiásticos y a seglares. Los mismos Ordinarios, estudiando bien las costumbres y carácter del pueblo que gobiernan, determinarán, donde fuere preciso, quienes son de veras pobres, con relación al pago de los derechos. En ello se cuidará con empeño, de que se aparten los eclesiásticos de toda avaricia o simonía, y de lo que ofrezca las apariencias de una u otra. Ninguno, por tanto, se atreva a negar, a quien sea verdaderamente pobre, la sepultura eclesiástica, o algún sacramento, sólo porque no puede pagar los derechos que señala el arancel. Expresamente queda prohibido a los párrocos y confesores en general el cobrar algo, sea cual fuere el pretexto, por oír la confesión de algún fiel, sano, enfermo o moribundo, de suerte que no le es lícito retener las ofrendas recibidas a este propósito. Si los fieles pueden pagar, y con mayor razón si son ricos, y piden cosas extraordinarias, están obligados a pagar íntegros los derechos señalados por los entierros. De igual manera, no se prohibe al párroco el recibir la acostumbrada limosna, por la bendición de una mujer post partum, o por rezar un responso, sobre todo el día de la Conmemoración de los fieles difuntos, con tal que se guarde la dignidad sacerdotal, y se evite todo escándalo o apariencia de avaricia.

832. Los diezmos, prediales o reales, dondequiera que no hayan sido legítimamente abolidos o conmutados, deben pagarse por todos los que a ello están obligados, íntegros, en el tiempo y lugar debidos, conforme a las costumbres particulares, y a aquellos a quienes se deben. Tan grave es esta obligación, que según lo mandado por el Concilio de Trento, los que se apoderan de los diezmos o impiden que se paguen, han de ser excomulgados, y no pueden ser absueltos sin haber hecho plena restitución. Cuando surja alguna dificultad, para el pago de los diezmos, en algunos casos particulares, sobre todo atendiendo a las circunstancias presentes, se recurrirá al Obispo, quien según las facultades que obtuviere de la Santa Sede, pondrá el oportuno remedio, haciendo arreglos equitativos.

833. Los fieles que no están obligados a los diezmos prediales, tendrán presente que la obligación que les incumbe, de pagar diezmos personales para subvenir a las necesidades de la Iglesia, en la proporción que el Obispo tenga establecida o estableciere, no se ha derogado por la disciplina vigente entre nosotros.

834. Consérvense y páguense las primicias, conforme a las reglas determinadas por costumbres laudables, y aprobadas por los Obispos.

CAPÍTULO III

De los bienes raíces

835. Entre los bienes raíces de la Iglesia, no incluidos en aquellos que se santifican con la bendición o consagración, ocupan el primer lugar los bienes beneficiales. Estos deben comprender, ante todo, una habitación decente para el beneficiado. A los Obispos y a los párrocos particularmente, incumbe la obligación de residir junto a sus Iglesias, en casa distinta de la habitación ordinaria de sus parientes. Donde no existen casas para los Obispos y curas, los Obispos tienen derecho de edificar para sí y para los párrocos casas decentes, con las rentas eclesiásticas; y donde éstas no existieren, nada les prohibe imponer prudentemente, al clero y al pueblo, contribuciones con este fin.

836. En cada diócesis será el palacio episcopal correspondiente a su dignidad, y estará situado tan cerca como sea posible de la Iglesia Catedral. En él, separadamente de la habitación ordinaria de sus parientes y de seglares, fijará el Obispo su habitual residencia, salvo cuando sus deberes lo llamen a otra parte, o cuando se ausente, en los casos que el derecho permite[828].

837. En el palacio episcopal podrá el Obispo poner su oratorio, que goza de los derechos y privilegios de oratorio público[829]; pero para tener en depósito el Santísimo Sacramento, se necesita indulto Apostólico.

838. El Obispo que disfruta de su uso, conservará en buen estado el palacio episcopal, y si fuere menester, lo restaurará y reparará, excepto en el caso de que por razón especial esto corresponda a otras personas. Cuidará el Obispo de que todos los muebles y utensilios pertenecientes al palacio episcopal y de propiedad de la Iglesia, se transmitan al sucesor, de modo seguro y por rigoroso inventario; y esto ha de entenderse, principalmente, de los ornamentos y vasos sagrados, conforme a las reglas establecidas por Pío IX en su Constitución Cum illud de 1o. de Junio de 1847[830]. Y si esta disposición de Pío IX no puede llevarse a efecto, por causa de las leyes civiles, los Prelados, con un testamento legal, o de otro modo eficaz, harán que lo que allí se manda surta sus efectos aun en el fuero civil. Además, conforme a lo mandado por Nuestro Santísimo Padre León XIII, por medio del Cardenal Vicario de Roma, el 26 de Marzo de 1889[831], todos los Obispos legarán a sus sucesores las reliquias del Santo Ligno que llevan en la Cruz pectoral, de suerte que, después de la muerte de cada cual, el Cabildo o el administrador sede vacante, las entregará a aquellos como legítima herencia. Esto se entiende únicamente de las reliquias de la Santa Cruz; pues de los relicarios de metal precioso, en forma de cruces pectorales, dispondrán como mejor les pareciere.

839. Entre los bienes beneficiales, cuyo usufructo se concede al párroco, se cuenta la casa parroquial, que, según la mente de la Iglesia, ha de ser propia del beneficio parroquial, distinta de la de sus parientes u otras personas seglares, y en la cual tendrá el cura, cerca de la Iglesia parroquial, su habitual residencia[832].

840. Deber de los párrocos es conservar la casa parroquial en buen estado. Se les prohibe, por tanto, cuanto pueda deteriorarla; de otra suerte, tendrán que reparar los daños a sus expensas. Periódicamente harán las reparaciones que, según costumbres laudables o los Estatutos diocesanos, les tocare ejecutar; y no podrán pedir por esto compensación, pues por derecho de accesión han pasado al legítimo dominio de la Iglesia. Por último, se guardarán los párrocos de dedicar la casa parroquial a otros usos, fuera de su propia habitación y la utilidad de la Iglesia.

841. Luego que haya tomado posesión del beneficio, hará el párroco el inventario de todos los objetos pertenecientes a la casa parroquial, en la forma aprobada por el Obispo, para que haya un documento en que conste lo que ha recibido. Si no cuidare de conservarlos en buen estado, tendrá que reparar a sus propias expensas, todo lo que en la visita no se encuentre conforme al inventario.

842. La mente de la Iglesia es que los bienes beneficiales, siempre que se pueda, consistan en fincas cuyas rentas se destinen para el uso del beneficiado, conforme a lo establecido en la fundación. Aunque el beneficiado puede administrar personalmente las fincas de su beneficio, casi siempre es mejor que las alquile a personas probas y honradas. En este caso, se observarán las leyes eclesiásticas, para el plazo del arrendamiento. En la administración de bienes beneficiales, sobre todo tratándose de bosques, se guardará el beneficiado de considerarse absoluto dueño y señor de las fincas.

843. Las rentas de un beneficio consisten a veces en los réditos de dinero colocado a interés en bonos del tesoro, o en hipotecas seguras, lo cual se equipara, en cierto modo, a bienes raíces. Aunque este género de bienes beneficiales, generalmente hablando, agrade menos a la Iglesia, no obstante, en los tiempos que corren, en que la adquisición de bienes raíces se prohibe a la Iglesia, u ofrece poca seguridad, puede ser útil para la conservación y resguardo de los bienes eclesiásticos. Al colocar el dinero perteneciente a los beneficios, deben observarse religiosamente las leyes eclesiásticas. Las pensiones que algunos Gobiernos dan a los beneficiados, se consideran como rentas del beneficio.

844. Tendrán presente los beneficiados la grave obligación de gastar el sobrante de las rentas de los beneficios, no en enriquecer a los parientes, ni en objetos profanos, sino en limosnas para los pobres o en obras pías.

845. Es de desearse que los bienes de la Fábrica de la Iglesia, destinados principalmente al culto divino, consistan igualmente en fincas, o al menos en rentas seguras y determinadas. Deberán administrarlos aquellos a quienes toca de derecho, o por legítima costumbre. Si, por legítimo título, hay seglares que tomen parte en la administración de los bienes de la fábrica, no obstante, la administración en su totalidad se hará a nombre de la Iglesia, y salvos los derechos del Obispo, de visitar y exigir cuentas, y reglamentar la administración.

846. No hay nada que más contribuya al público adelanto de una diócesis, que un Seminario bien organizado. Para que corresponda a su fin, tanto por lo que toca a la higiene, como por lo que respecta a los estudios literarios y científicos y la educación religiosa, conviene que se ponga en un edificio sano, sólido, amplio, y a la altura de cuanto exige la dignidad del estado eclesiástico. Por tanto, los Obispos no perdonen trabajo ni sacrificio, para que en cada diócesis haya un Seminario conforme a lo dispuesto por el Concilio de Trento, en que los aspirantes al estado eclesiástico, con buena salud y espíritu contento, y adelantando en los estudios y en la virtud, crezcan para esperanza de la Iglesia. Para proveer a los gastos necesarios a este fin, use el Obispo del derecho que le concede el Tridentino; y para que marche mejor la administración, no deje de llamar a su socorro a la diputación para los negocios temporales, ordenada por dicho Concilio[833].

847. A las casas o establecimientos religiosos hay que añadir los edificios destinados para escuelas, que, construidos a nombre de la Iglesia, con los piadosos donativos y fundaciones de los fieles, quedan sujetos al dominio de la Iglesia, y forman parte de los bienes raíces de la misma. Estos edificios, sobre todo los destinados a escuelas elementales o parroquiales, han de construirse, conforme a las reglas fijadas por el Obispo, del modo más conveniente, no sólo a la higiene de los alumnos, sino a la moralidad y a los ejercicios escolásticos. Por tanto, los párrocos en primer lugar, a cuyo cuidado y vigilancia está confiada la instrucción religiosa y moral de las escuelas parroquiales, atenderán también a los asuntos temporales de las mismas, cuidando de que no sólo se conserven, sino que se amplíen cuando sea necesario, y no salgan del dominio de la Iglesia.

848. Los hospitales y demás edificios destinados a obras de caridad y beneficencia, que están verdadera y propiamente bajo el dominio de la Iglesia, o al menos fueron erigidos con autorización eclesiástica, están sujetos a la visita de los Obispos, aun en su calidad de delegados de la Silla Apostólica, salvo que los exceptúe alguna disposición especial del derecho[834]. Donde es común el peligro de incendios, cuiden los Obispos de asegurar todos los edificios eclesiásticos, en alguna Compañía que goce de la confianza del público.

CAPÍTULO IV

De la administración de los bienes eclesiásticos

849. La Iglesia Católica, teniendo el derecho que le dan la naturaleza y las leyes, de adquirir y poseer bienes temporales, siendo esencialmente una sociedad perfecta, debe igualmente gozar de libertad e independencia en la administración de los mismos bienes[835]. Por tanto, está en su pleno derecho, al procurar conservar los bienes legítimamente adquiridos, mejorarlos de cuantas maneras pudiere, aplicarlos debidamente, asegurarlos contra la dilapidación, y recuperarlos si se han perdido.

850. El derecho de legislar sobre la administración de los bienes eclesiásticos, compete en supremo y perfecto grado al Romano Pontífice. Se guardarán, pues, constantemente con suma reverencia y obediencia las leyes Pontificias sobre esta materia, y las disposiciones de las Sagradas Congregaciones, a quienes están encomendadas estas funciones. Los Obispos son los supremos administradores de los bienes eclesiásticos situados en sus diócesis, salvo que por derecho especial estén fuera de su jurisdicción[836]. De aquí es que todos los administradores subalternos de la diócesis, están sujetos al Prelado diocesano, y tienen que rendirle cuentas, a no ser que se pruebe la excepción en contrario. Aun las mismas monjas exentas y sujetas a los Prelados regulares, cada año deben entregar cuentas al Obispo diocesano[837].

851. La administración de los bienes eclesiásticos se hará a nombre de la Iglesia, y conforme a las reglas prescritas por el derecho canónico común y particular, y en el documento de la fundación[838]. Los que son nombrados administradores de bienes eclesiásticos, formarán ante todo un inventario minucioso, de todos los objetos, rentas, bienes muebles y fincas que se les confían. Un ejemplar se entregará al Obispo para el archivo episcopal, y otro, firmado de propio puño del administrador, se guardará entre los libros de la Iglesia.

852. Deber de un buen administrador es conservar con cuidado, y clasificar, y guardar en un buen archivo o armario, todos los documentos e instrumentos, en que se fundan los derechos de la Iglesia a sus bienes temporales. Como en nuestros días, por benigna concesión o tolerancia de la Santa Sede, las causas meramente civiles de los clérigos, como son las de contratos, deudas o herencias, se conocen y sentencian en los tribunales civiles, todos los documentos se ajustarán a las prescripciones del derecho civil[839].

853. El administrador eclesiástico llevará también, en toda regla, los libros de cargo y data que sean necesarios, según el mayor o menor movimiento de la administración; dará cuenta de ella a su debido tiempo y con exactitud, y no dejará de formar el presupuesto de los gastos por hacerse, y la lista de los réditos anuales.

854. Si no se ha de descuidar la forma de la administración, con mayor empeño habrá que atender a la administración misma. Por consiguiente, el buen administrador se empeñará en conservar, mejorar y aumentar los bienes eclesiásticos a su cuidado cometidos. Tiene que evitar toda pérdida o deterioro, restaurar los edificios que lo necesiten, cultivar mejor las haciendas mal dirigidas, vindicar los bienes dilapidados y defender contra toda usurpación los derechos de la Iglesia. Para que el subalterno no se enrede en pleitos inútiles, no emprenderá ningún litigio en los ramos de su administración, sin previa licencia del Obispo. Se guardará, sobre todo, de gravar los bienes eclesiásticos, con deudas contraídas contra toda prudencia y derecho.

855. Si los bienes consisten en dinero, cuyo legítimo interés haya de proveer a los gastos de la Iglesia, habrá que cuidar mucho de que quede intacto el capital. Por consiguiente, se colocará el dinero de una manera segura y provechosa, y con todas las precauciones necesarias. Nótese que este dinero, conforme a los sagrados Cánones y a las repetidas declaraciones de la Congregación de Obispos y Regulares, debería invertise, en circunstancias ordinarias, en fincas seguras y productivas, y sólo en segundo lugar y con ciertas restricciones, se admite el que se ponga a interés, o en bonos del tesoro público.

856. Cóbrense las rentas eclesiásticas con exactitud y a su debido tiempo, no sea que por la dilación sufra algún perjuicio la Iglesia, y se dé lugar a la prescripción, o por lo menos se impida la acción o ejecución judicial.

857. Las rentas percibidas, se guardarán todo el tiempo necesario en una caja fuerte o en otro lugar seguro, y al fin se aplicarán conforme a la intención de los fundadores, o a lo prescrito por el derecho común o particular. Hay que abstenerse absolutamente de gastos arbitrarios; tampoco se harán los extraordinarios, sino es observando todas las solemnidades de derecho común o particular. Con más razón se atenderá a estas formalidades, si los gastos extraordinarios no han de salir de las rentas ordinarias, sino que haya que contraer deudas. Tengan bien entendido sobre todo los administradores, que no les es lícito el prestar cualquiera cantidad de dinero que fuere, a su antojo, ni invertirla en provecho propio o de su parentela.

858. Como no pocas cosas necesarias para la buena administración de los bienes eclesiásticos, tienen que reglamentarse conforme a los derechos y costumbres particulares, cuidarán los Obispos de arreglar todo el sistema administrativo, con instrucciones en que desciendan hasta las más insignificantes cuestiones, solemnidades y formalidades. A este propósito les recomendamos que tengan siempre presente las normas e instrucciones ya promulgadas y aprobadas por la Sede Apostólica, y que nombren un tribunal de cuentas o intendencia diocesana, y se sirvan de él en la práctica con prudencia y constancia.

CAPÍTULO V

Del Arancel

859. Como la Iglesia, en nuestro siglo sobre todo, se ha visto despojada en muchos países de sus fincas y de sus rentas seguras, con justicia y sobrada razón ha conservado, además de las liberales oblaciones de los fieles, las contribuciones impuestas a sus súbditos, como una fuente de rentas eclesiásticas. Este derecho de imponer contribuciones, se ejerce con sobrada razón sobre las rentas eclesiásticas y bienes temporales, que están bajo el dominio de la Iglesia.

860. Por lo cual el Obispo, cuando es necesario, tiene facultad para exigir cada año, según lo mandado por el Tridentino, a los beneficiados y demás personas expresadas en el derecho, la pensión conciliar para el Seminario[840]; y no se le prohibe pedir en la forma legítima el cathedraticum, o pensión para la sustentación del Prelado[841], con tal que se guarde de exceder el justo límite[842].

861. Aunque por derecho común, sólo en casos extraordinarios, con causa grave y justa, y con el consentimiento del Cabildo, puede el Obispo exigir de las Iglesias y clérigos sujetos a su jurisdicción, el subsidio caritativo, no obstante[843], careciendo de rentas seguras para la propia sustentación y los gastos de la diócesis, puede, siguiendo la costumbre de otros países, cobrar una contribución anual cierta y determinada, guardando siempre la equidad canónica.

862. Con razón, pues, cobran los Obispos los derechos establecidos por ciertos documentos que expide la secretaría episcopal. En esta materia, obsérvese al pie de la letra lo mandado por la Sagrada Congregación del Concilio, en su nota de 10 de Junio de 1896[844].

CAPÍTULO VI

Del estipendio de la Misa

863. Por cuanto quien sirve al altar, del altar ha de vivir, ha sido antiquísima costumbre de los fieles presentar a la Iglesia sus ofrendas aun durante la Misa. De estas oblaciones, ofrecidas para la sustentación del Clero, se originó poco a poco el estipendio de la Misa; pues parecía justo y equitativo que quien, de un modo especial, solicitaba el auxilio espiritual del sacerdote, también con una ofrenda especial contribuyera a su sustento.

864. Por cuanto el estipendio de la Misa se recibe, no como paga, sino a título de alimentos, es lícito al sacerdote, sin que haya simonía, recibir el estipendio manual acostumbrado, o bien ofrecido espontánea y generosamente por la Misa, que por ningún otro título se debe. Guárdense bien los sacerdotes de exigir un estipendio mayor del señalado por el Obispo, o la costumbre legítima, a no ser que se ofrezca de una manera absolutamente espontánea, o que haya el motivo especial de un trabajo adicional y no acostumbrado, como por ejemplo por causa de la hora o del lugar. Pero por la circunstancia de un favor puramente espiritual, como, por ejemplo, por celebrar la Misa en altar privilegiado, o en un santuario milagroso, no se puede exigir mayor estipendio, sin manifiesta simonía.

865. Una vez recibido el estipendio, el sacerdote está obligado de justicia, y con grave obligación, a celebrar el sacrificio prometido; y además, con las condiciones impuestas legítimamente por el que ha dado el estipendio. Esta obligación no consiente una dilación notable, salvo de consentimiento de quien dio el estipendio, o por indulto especial de la Silla Apostólica.

866. Hay que celebrar tantas Misas cuantas son las limosnas recibidas. A este propósito, Alejandro VII, el año de 1663, condenó esta proposición: "No es contra justicia recibir estipendio para muchos sacrificios, y ofrecer uno solo; ni falto a la fidelidad, aunque prometa, hasta con juramento, al que me da el estipendio, que por ningún otro celebraré". Igualmente Inocencio XII, bajo amenaza del juicio de Dios, mandó que absolutamente se celebren tantas Misas, cuantas corresponden a la cantidad de la limosna ofrecida, por pequeño que sea el estipendio[845]. Sobre esto, hoy día ni a los mismos Obispos se ha dejado la facultad de reducir el número de Misas, salvo que el testador la haya concedido de cierto; de otra suerte hay que recurrir para ello a la Silla Apostólica.

867. Por último, hay que evitar todo comercio con el estipendio de las Misas. De aquí es que no se puede rebajar la más mínima parte de la limosna, si la celebración de la Misa se encomienda a otro sacerdote, siempre que el estipendio se haya dado por la sola celebración. Con mayor motivo hay que condenar, y está prohibido bajo pena de excomunión reservada al Romano Pontífice, ese torpe comercio, en virtud del cual hay quien recoja limosnas mayores y haga celebrar las Misas en lugares donde el estipendio es menor, reservándose la diferencia como ganancia[846]. También hay que evitar ese comercio disimulado, que con las limosnas para Misas ejercen algunos libreros y otros comerciantes, y que ha condenado de nuevo la S. Congregación del Concilio[847].

868. Tocando al Obispo definir qué fundaciones pías, y bajo qué condiciones, pueden aceptarse, ninguno admita fundaciones con cargos de Misas perpetuos, o para largo tiempo, sin aprobación del Obispo. Los cargos aceptados apúntense en una tabla, que se tendrá colgada en la sacristía, y cúmplanse con fidelidad[848].

CAPÍTULO VII

De la enajenación de los bienes eclesiásticos y de los contratos prohibidos

869. Se entiende por bienes eclesiásticos, los que pertenecen a la Iglesia, es decir, a la mesa episcopal, a las parroquias y otros beneficios, al seminario, los hospitales erigidos por la autoridad eclesiástica, las cofradías, cabildos, institutos religiosos y templos. La enajenación de los bienes eclesiásticos está prohibida, y es nula y de ningún valor, a no ser que haya causa justa, y se observen las solemnidades prescritas por el derecho. Estas son: las necesidades de la Iglesia, la utilidad evidente, la piedad, lo estorboso del objeto que se enajena. Cuando hay que enajenar fincas, o bienes muebles preciosos, entre las solemnidades se requiere, en primer lugar el beneplácito de la Santa Sede Apostólica[849], fuera de los casos exceptuados por el derecho; de otra suerte se falta gravemente a la ley de la Iglesia, se contrae la obligación de restituir y se incurre en excomunión, conforme a la Constitución de Pío IX Apostolicae Sedis. Los bienes de poco valor, muebles o inmuebles, pueden enajenarse sin el beneplácito de la Sede Apostólica, con tal que se pida el consentimiento del Ordinario y de aquellos a quienes corresponde[850].

870. Como depende, en gran parte, de las circunstancias de los tiempos y los lugares, el que tal o cual valor pueda llamarse pequeño, habrá que pedir a la Santa Sede una declaración oportuna sobre esta materia.

871. Como, en el fuero eclesiástico, se considera que se efectúa la enajenación de bienes, no sólo con aquellos actos con que el derecho de propiedad se transfiere a otro, sino que abraza todos aquellos con que se traslada su dominio útil, o se exponen al peligro de perderse, o se substraen por largo tiempo a la directa posesión de la Iglesia, o se vuelven, en general, de peor condición; por tanto, además de la donación, venta, permuta y otros actos semejantes, también el empeño, la hipoteca especial, la enfiteusis, y el arrendamiento por más de tres años, se cuentan entre las enajenaciones prohibidas[851]. Hay que evitar también absolutamente los arrendamientos que pueden perjudicar al sucesor, sobre todo cuando el pago es anticipado[852].

TÍTULO XIV

DE LAS COSAS SAGRADAS

CAPÍTULO I

De las Iglesias

872. Así como las perfeccion es invisibles de Dios, según dice el Apóstol[853], se han hecho visibles por el conocimiento que de ellas nos dan sus creaturas, así la virtud y la divinidad de Nuestro Santísimo Redentor, resplandece en toda la Iglesia católica, y llena de admiración las almas de los fieles, por medio del culto, ordenado con singular sabiduría y hermosura. Las Iglesias son la mansión principal de ese culto admirable, pues en ellas el Cordero inmaculado, Jesucristo, se inmola en el sacrificio eucarístico, recrea a los fieles con su presencia real, y nutre a los mortales con su preciosísimo Cuerpo y su Sangre. En verdad que son nuestras Iglesias "casa de Dios y puerta del cielo".

873. Por tanto, para que los divinos misterios se celebren en Iglesias dignas de un sacrificio y sacramento tan augustos, y la piedad y devoción de los fieles aumenten, se observarán con filial y entera obediencia, todos y cada uno de los preceptos dictados acerca de las Iglesias, por los Cánones, las Constituciones Apostólicas, y los decretos de la S. Congegación de Ritos.

874. Una Iglesia nueva, sea del clero secular, sea del regular, no se construya sin la licencia por escrito del Obispo diocesano[854]. No se negará la licencia sin justa causa[855], como sería la de no constar de la dotación necesaria en forma debida[856], o de ocasionarse perjuicio cierto al derecho ajeno[857]. Ni aun la construcción debe empezarse antes que el Obispo en persona, o por medio de un delegado, hubiere inspeccionado y aprobado el lugar, plantado en él la cruz, y bendecido la primera piedra de los cimientos[858]. Para que lo que una vez se ha consagrado a Dios no vuelva a destinarse a usos profanos, y pierda la Iglesia por causa de la humana codicia o inconstancia, lo que se le ha dado por Dios y para Dios, mandamos que, en todas las erecciones de nuevas Iglesias, capillas u oratorios públicos, se asegure con documento público, tanto su perpetua consagración al culto católico, como su dependencia perpetua del Ordinario respectivo, y el libre acceso a ellos de parte de los sacerdotes aprobados por el Ordinario, y de los fieles en general, según las reglas que el Obispo prescriba.

875. Ante todo, para la construcción de una Iglesia, escójase un lugar adaptado y conveniente para el sagrado edificio. Por lo cual, para conservar la tradición eclesiástica, en memoria de Jesucristo, que al ir a ofrecer el sangriento sacrificio, subió al Monte Calvario, y para significar que la ciudad santa, es decir la Iglesia, está situada sobre un monte, en cuanto sea posible constrúyanse las nuevas Iglesias en un lugar alto y eminente[859]. Cuando no se pueda, elévense a lo menos sobre el suelo, de suerte que se suba al pavimento por un número, generalmente impar, de escalones[860]. Para mayor decoro del sagrado edificio, procure el Obispo, al aprobar el plan de una obra nueva, que la Iglesia esté separada por completo de casas profanas o poco limpias. Si, por alguna causa racional, tiene que construirse una casa junto a la Iglesia, cuidese de que ni la vista, ni el decoro, ni la tranquilidad de la casa de Dios se menoscaben.

876. Según las formalidades recibidas en la Iglesia, los planos de la fábrica tienen que trazarse oportunamente, y, antes que se pongan en ejecución, los ha de examinar y aprobar el Obispo. Hay que recomendar que las nuevas Iglesias, en cuanto lo permitan el local y la naturaleza del edificio[861], representen la cruz en que estuvo enclavado El que fue la salvación del mundo. Conviene igualmente, si no hubiere grandes obstáculos, que el altar mayor, con el presbiterio, esté vuelto hacia el Oriente, y la puerta principal se construya en el lado occidental de la Iglesia, o sea en la fachada; exceptuando aquellos templos en que el sacerdote celebra la misa en el altar mayor, con la cara vuelta hacia el pueblo[862]. Cuya fachada, como es costumbre antiquísima, debe estar muy ornamentada; y San Carlos Borromeo[863] quiere que en la misma fachada de todas las Iglesias, pero en especial de las parroquiales, se coloquen sobre la puerta principal las estatuas, o imágenes pintadas, de Nuestra Señora, y del Santo o Santa cuyo nombre lleva la Iglesia. Por último el arreglo interior debe corresponder a la construcción exterior.

877. En la construcción de los templos, si bien hay que atender a las leyes y tradiciones de la Iglesia y a los preceptos del arte cristiano, hay que evitar con no menor empeño, los abusos reprobados por la Santa Sede. Por tanto, en las bóvedas o techos de las Iglesias u oratorios, en que se celebran los divinos misterios, no se fabricarán galerías o salas destinadas a usos profanos, ni dormitorios, ni palomares o gallineros[864]. Sin privilegio Apostólico, nadie podrá abrir en la casa contigua, salvo que sea regular o parroquial, puerta o ventana que comunique con la Iglesia, ni tribuna o balcón[865]; y si existiere el privilegio, se pondrán rejas o persianas a la tribuna o ventana[866].

878. Cuando se trate de ampliar o restaurar una Iglesia ya construida, nada se emprenderá antes que el diseño de la nueva obra y los planes de reparación se hayan sujetado al examen del Obispo, y se hubiere recabado su aprobación y licencia.

879. Los rectores de las Iglesias no removerán de sus lugares las estatuas, imágenes y otros objetos semejantes, sin licencia del Obispo; y cuando ésta se hubiere obtenido, cuidarán de que todas las reparaciones e innovaciones se ejecuten al pie de la letra, conforme a los diseños aprobados por el Obispo. Cuanto hemos creído deber decretr o recordar acerca de la construcción o restauración de los templos, sea dicho salvos los derechos legítimos, sobre todo de los Regulares.

880. Por lo que toca a las imágenes de los Siervos de Dios, que aún no han alcanzado los honores de la beatificación o canonización, que se hayan pintado o pinten en adelante en las paredes o vidrieras de las Iglesias, obsérvense puntualmente las precauciones prescritas por la Sagrada Congregación de Ritos[867].

881. Para que los curas, y sacerdotes en general, no sean absolutamente ignorantes del arte nada fácil de edificar y restaurar las Iglesias, conviene que se familiaricen con los principios de arqueología sagrada, de arte cristiano y de jurisprudencia canónica, no sea que, por ignorancia, caigan en no leves errores y defectos. Pero, sea cual fuere la competencia en esta materia, de los sacerdotes y curas, nada hagan sin expresa licencia del Obispo, como se ha dicho en los artículos 878 y 879.

882. Una nueva Iglesia, antes que en ella se celebren los divinos misterios, ha de ser consagrada por el Obispo; o, si la consagración se difiere por cualquier motivo, se bendecirá[868]. Cuya consagración está reservada únicamente al Obispo de la diócesis en que está la Iglesia, y, sin indulto Apostólico, no se puede delegar la facultad de hacerla a un simple presbítero[869]; pero sí puede dársele la facultad de bendecirla[870]. En las consagraciones y bendiciones, han de observarse cuidadosamente los ritos prescritos por el Pontifical y el Ritual Romano, como también los últimos decretos de la Sagrada Congregación de Ritos. Hay que, abstenerse de la consagración y bendición solemne de todo oratorio privado; pero no se prohibe, sino que, por el contrario, conviene, que se santifique con la sencilla "benedictio loci".

883. La Iglesia que, por profanación, ha perdido por completo la consagración o bendición, no podrá servir de nuevo para la celebración de los divinos misterios, si otra vez no se bendice o consagra: se considera profanada una Iglesia, cuando toda ella, o la mayor parte de sus paredes, se ha caído[871]. Igualmente se prohiben las funciones sagradas en una Iglesia consagrada o bendita, cuando ha sido violada, hasta que no se borre la mancha arrojada sobre la santidad que adquirió con la consagración o bendición, por medio de una reconciliación legítima[872]. Se viola una Iglesia por un homicidio público, voluntario e injurioso, cometido en su recinto, por el derramamiento voluntario, gravemente pecaminoso y público, de sangre humana vel seminis, y por la sepultura de un infiel o excomulgado vitando, conforme al decreto de Martino V Ad evitanda[873]. Cuya reconciliación debe hacerse cuanto antes, para que no se interrumpan por largo tiempo los divinos oficios[874]. Si la Iglesia violada hubiere sido consagrada, sólo puede reconciliarse por su propio Obispo, o por otro Obispo a quien éste delegue, conforme al rito prescrito en el Pontifical Romano, y con agua bendita con este objeto por el mismo Obispo[875]. En las facultades que suele conceder la Sede Apostólica, está la de poder hacer la reconciliación, en caso de necesidad, aun con agua no bendita por el Obispo. Si la Iglesia hubiere sido únicamente bendita, puede hacer la reconciliación cualquier sacerdote delegado por el Obispo[876]; y si el caso es urgente, aun sin delegación[877].

884. Aunque una Iglesia sólo sea violada por los delitos que especifica el derecho, en fuerza de la consagración y bendición alcanza la inmunidad, que excluye totalmente, no sólo los actos ilícitos, sino también los simplemente profanos y contrarios a la santidad del lugar. Por lo cual, se vedan las negociaciones en su recinto, los juicios seculares, las asambleas civiles, las conferencias profanas, y con mucha más razón, las representaciones teatrales, los cantos lascivos, y todo lo que pueda perturbar los divinos oficios u ofender la reverencia debida a la casa de Dios[878]. Y como las palabras mueven y el ejemplo atrae, los mismos sacerdotes, con su santa conversación, reverencia y devoción en el templo, excitarán al pueblo cristiano a imitarlos. Este ejemplo dará mayor fuerza y autoridad a las reprensiones que, en cumplimiento de su deber, tengan que dirigir con paternal gravedad y paciencia, ya sea a las mujeres para que guarden la debida modestia, ya a los díscolos que vagan por el templo.

885. Los encargados de las Iglesias tendrán sumo cuidado de que todo cuanto ellas contienen esté limpio de inmundicias, suciedad y polvo. Sacúdanse, por tanto, periódicamente las Iglesias mismas, los altares, los confesonarios y todo lo demás. Y no hay que descuidar la parte exterior, para que la casa de Dios no pierda su belleza y decoro, desfigurándose con hierbas y zarzas, y otras cosas semejantes.

886. Siendo uno de los principales deberes de los encargados de las Iglesias, el conservarlas en estado bueno y decoroso, el mejor medio de lograrlo es ir haciendo, a su debido tiempo, las reparaciones necesarias. Estas deben hacerse a expensas de aquellos que, o por derecho común o por especial costumbre, a ello estén obligados. Para que los fieles, en estos tiempos de tanta malicia, no se vean obligados por la autoridad eclesiástica, a proveer a los gastos de reparación, con contribuciones forzosas, es de desearse que los pastores, con ruegos y consejos, exciten a los fieles a hacerlo con liberales donativos espontáneos. Si la Iglesia es de patronato, al patrono toca (salvo que las leyes de la fundación lo veden) hacer los gastos de reparación. Fíjesele, por tanto, al patrono, un plazo conveniente para la reparación de la Iglesia; y si este expira inútilmente, se podrá declarar que ha perdido su derecho de patronato[879].

887. Como no sólo se ha de desterrar de la Casa de Dios cuanto sea indecoroso y profano, sino que ha de procurarse, en todo y por todo, el decoro y el esplendor de los templos cristianos, se sigue que cada departamento de la Iglesia, y todos los instrumentos que sirven para el culto divino, deben brillar por sus proporciones, orden y verdadera belleza, y han de ser conformes sobre todo a las leyes eclesiásticas.

888. El altar, en que en nuestras Iglesias se ofrece el sacrificio eucarístico y se guarda el augustísimo Sacramento, será en cada templo el principal ornamento. El mayor, al menos, sea fijo, donde se pueda, es decir: conste de una sola tabla de piedra, pegada perfectamente a su base, y consagrada como prescribe el rito. Donde esto no se pueda, constrúyanse los altares de piedra, ladrillos o madera, de tal suerte que se asemejen a los fijos; adheridos a la pared o pavimento, si fueren de madera y con el ara incrustada en la mesa. El ara (o altar portátil) debe ser de piedra, no porosa sino dura, y no de yeso; y, según sea el altar, de tamaño suficientemente grande para contener el cáliz y la patena. Cubrirán la mesa del altar tres manteles o toallas limpias, de lino, de las cuales la superior colgará de ambos lados hasta el suelo. Sobre la grada de la mesa, entre los candeleros, se pondrá una cruz con la imagen de bulto de Jesucristo crucificado, pintada o esculpida, pero de tal tamaño que, tanto el sacerdote que celebra, como el pueblo que asiste al sacrificio, puedan ver cómodamente no sólo la cruz sino el Crucifijo[880].

889. Como uno de los principales deberes de los párrocos, es llevar el Viático a los enfermos, para que no mueran sin la sagrada comunión, en todas las Iglesias parroquiales, y en la Catedral, que es la primera Iglesia de cada diócesis, consérvese decorosamente la santísima Eucaristía. Se permite a los regulares que en sus Iglesias conventuales tengan el sagrado Depósito; pero las monjas tienen que observar lo mandado por el Concilio Tridentino, a saber: que no pueden, en virtud de ningún indulto o privilegio, tener el Depósito dentro de la clausura, sino en parte accesible de la Iglesia[881]. De este indulto gozan únicamente las Ordenes religiosas propiamente dichas; porque las Congregaciones de votos simples, o las casas religioas erigidas tan sólo con autoridad episcopal, han menester de facultad Apostólica, para poder conservar la sagrada Eucaristía[882]. Las Colegiatas, si no son al mismo tiempo parroquias, y mucho menos las Iglesias menores, no pueden tener el sagrado Depósito sin indulto Apostólico. Ni puede el Obispo, si se trata de conservar perpetuamente el Depósito, conceder licencia para ello, porque excede los límites de su autoridad; sólo puede darla por tiempo limitado[883].

890. El tabernáculo colocado en medio del altar, para conservar la sagrada Eucaristía, (que en las Iglesias parroquiales y regulares debe estar ordinariamente en el altar mayor, como en el lugar más digno, pero no en las Catedrales[884], por razón de las funciones que allí se celebran) debe ser, según los recursos de cada Iglesia, de hechura riquísima, y adornado elegantemente con un pabellón[885], o por lo menos con una cortina exterior, del color del día o al menos blanco, y dorado por dentro o forrado de seda blanca[886]; y se tenderá en él un corporal blanco, que se cambiará frecuentemente. Nada más que el augustísimo Sacramento se puede guardar dentro del sagrario: ni los santos Oleos, ni cálices, ni la pequeña píxide para el Viático, ni otro objeto cualquiera, por santo y sagrado que parezc. Nada debe tampoco colocarse sobre el tabernáculo, fuera de la cruz; ni imágenes, ni candeleros, ni vasos con flores, ni reliquias, aun cuando fueren del Santo Ligno[887], porque no es decoroso que sirva de base para sostener otras cosas. Delante de la puerta no deben dejarse ramilletes de flores, ni esculpirse o pintarse en la misma otras imágenes que no sean de Nuestro Señor Jesucristo, o alegorías relativas a la Eucaristía. La puerta será bastante sólida, con su cerradura y su llave, y de tal tamaño que el sagrado copón pueda con facilidad y reverencia meterse y sacarse. La llave será de plata, o al menos plateada, y doble, para que si una se pierde no haya necesidad de cerrajero: siempre la guardará el párroco o el encargado de la Iglesia; jamás el sacristán seglar.

891. El Bautisterio, que siempre se ha considerado, y con justicia, como una parte nobilísima de la Iglesia, deberá estar, donde se pueda, junto a la puerta mayor de la misma, del lado del Evangelio, cerrado con puertas resguardadas por su correspondiente cerradura, y en él habrá, si se puede, una imagen de San Juan bautizando al Señor. La fuente bautismal será de mármol, o siquiera de piedra bruñida y no porosa; también podrá ser de metal. Podrá tener en el interior dos divisiones; una para guardar el agua consagrada, y otra para recibir el agua con que se ha bautizado el infante. Tendrá una cubierta de madera, o metal, que la resguarde perfectamente, y en cuya cima aparezca una cruz de bulto, bien esculpida y dorada. Dos veces al año, antes de consagrarse el agua nueva, los sábados de Pascua y de Pentecostés, la limpiará cuidadosamente el mismo cura, u otro sacerdote, y arrojará en la piscina el agua que sobrare.

892. Haya en todas las Iglesias suficiente número de confesonarios, y colóquense en lugares convenientes, conspicuos y manifiestos, y pónganseles rejas con pequeños agujeros, que separen al penitente del confesor. Por fuera es bueno que tengan alguna imagen de Jesucristo crucificado, o de la Santísima Virgen, para excitar en el penitente santos afectos. Dichos confesonarios no sólo han de ser bien fabricados, un cuanto se pueda, sino que se han de tener en cuenta la decencia y dignidad del sacerdote, el sigilo sacramental y la comodidad a que tiene derecho el penitente.

893. El púlpito, si no puede ser elegante, hágase por lo menos decente, y colóquese, cuando se pueda, en el lado del Evangelio, en lugar conveniente y conspicuo. Los rectores de la Iglesia no deben descuidar el coro, donde se reúnen los cantores y se tañe el órgano: pónganlo de modo que no pueda verlos el pueblo, y sea esto un motivo de distracción. Los bancos o asientos, para los clérigos en el presbiterio, para los seglares en el cuerpo de la Iglesia, se construirán convenientemente y se arreglarán conforme al rito.

894. La sacristía, que debe considerarse parte integrante de una Iglesia, estará situada, en cuanto se pueda, hacia el mediodía o el oriente, para que se puedan celebrar cómodamente las funciones; y tendrá un armario a propósito para guardar los vasos sagrados. En un lugar conspicuo de la misma, habrá un Crucifijo, y una tabla con la lista de los cargos de misas, y no faltará la piscina. Cuidarán los encargados de las Iglesias, de que todo en la sacristía esté limpio y aseado; y en cuanto sea compatible con los deberes de los ministros, se guardará religioso silencio y se evitarán los retozos de los monaguillos, no permitiéndose la entrada a los que no tienen allí que hacer.

895. Conviene que la torre de la Iglesia no sirva para usos profanos. Las campanas destinadas a los usos eclesiásticos, que deben bendecirse por el Obispo, o si éste tiene indulto Apostólico, por un sacerdote por él delegado y con agua bendita por el mismo Obispo[888], no deben servir para usos profanos[889], si no es en casos de necesidad, o en virtud de costumbre legítima aprobada por la Iglesia.

896. Lo que se ha decretado sobre la construcción, conservación y restauración de las Iglesias, debe aplicarse en la debida proporción a los oratorios públicos y semipúblicos. Los oratorios públicos son edificios sagrados que "dedicados perpetuamente al culto público de Dios, benditos o aun consagrados solemnemente, tienen puerta para la calle, o entrada libre para todos los fieles indistintamente desde la calle pública. Llámanse, por el contrario, oratorios privados, en el estricto sentido de la palabra, los que, para comodidad de alguna persona o familia, se erigen con indulto de la Santa Sede en las casas particulares. Los que están entre unos y otros, como su mismo nombre lo indica, son y se llaman oratorios semipúblicos"[890]. Para erigir oratorios públicos y semipúblicos se requiere y basta la licencia del Obispo diocesano[891]. Una vez obtenida, se pueden celebrar en ellos el sacrificio de la Misa y las demás funciones sagradas, conforme a lo mandado por el Obispo, y salvo su derecho de visitar y reformar.

897. Aunque a nadie se prohibe que tenga su oratorio privado, para celebrar en él el sacrificio de la Misa se requiere absolutamente indulto de la Santa Sede Apostólica[892]. Las condiciones que en éste se expresen, se observarán al pie de la letra, y de ninguna manera se permitirá que se extienda arbitrariamente el uso del privilegio de oratorio, a personas, lugares, tiempos o funciones en él no expresados. Para que esto no suceda, los Obispos velarán por medio de los párrocos, y si fuere necesario, usarán de su derecho de visitar y reformar, teniendo presente la Encíclica Magno cum de Benedicto XIV de 2 de Junio de 1751, sobre la extirpación de los abusos introducidos en los oratorios privados, en las casas de los seglares[893]. En ella se encontrará explicado lo que el Obispo tiene facultad de permitir con respecto a las confesiones y comuniones de los fieles, en los oratorios privados.

CAPÍTULO II

De los utensilios y vasos sagrados

898. Si en la antigua Ley, que no era más que sombra de lo que había de suceder, el mismo Dios prescribió, por medio de su siervo Moisés, los ritos de los sacrificios, el número de los vasos sagrados, las vestiduras preciosas del Pontífice, de los sacerdotes y de los levitas; con mucha más razón conviene que, en la nueva Ley, cuanto haya de usarse en la oblación del incruento sacrificio Eucarístico y en la administración de los sacramentos, corresponda a la majestad de los divinos misterios, e infunda en el pueblo cristiano reverencia y devoción.

899. Los cálices y patenas que se usan en el sacrificio de la Misa, deben ser de oro o de plata, o por lo menos la copa del cáliz y la patena han de ser de plata, doradas por dentro[894]. Unos y otras han de consagrarse por el Obispo, antes de usarse para el sacrificio Eucarístico[895]; cuya consagración, sin indulto Apostólico, no puede hacer un simple sacerdote[896]. Pierden la consagración, cuando pierden la forma o se rompen de tal suerte, que ya no puedan servir para el Santo Sacrificio. Esto sucede, cuando se perforan, o la copa del cáliz, por causa de alguna rotura, queda separada del pie, o se desdora el interior de la copa[897]; pero no hay que romperlos antes de entregarlos al platero para que los dore o repare; basta con que se consagren de nuevo, una vez que esto se haya verificado. Se permite un platillo o patena especial para dar la comunión a los fieles, con tal que sea distinta y de diversa forma de la que sirve para la Misa; y se mirará bien y se purificará cada vez que se usare, guardándola en una bolsa especial cerca del sagrario, pero nunca dentro de éste.

900. El copón, en que se conserva, y a veces se expone, la sagrada Eucaristía, debe ser de oro o plata[898], o de algún metal sólido y decente[899], y dorado a lo menos por dentro[900]. Debe bendecirse, antes de usarse, por el Obispo o algún sacerdote delegado por éste. Además del copón se tendrá una píxide pequeña, de la misma materia, para llevar el Viático a los enfermos[901].

901. La custodia, en que se expone la hostia grande a la pública veneración, sería de desearse que fuera toda de oro o de plata; pero si no se pudiere, sea por lo menos el viril de uno de estos metales, aunque lo demás sea de cobre, o estaño, u otro metal blanco conveniente. Se permite, no obstante, que copones, custodias y viriles sean de cobre dorado[902]. La custodia tendrá precisamente en la cima una cruz visible[903], y aquella juntamente con el viril, ha de ser bendecida por el Obispo, o por algún sacerdote que tenga para ello indulto Apostólico[904].

902. Las vestiduras sagradas de los sacerdotes y de los levitas, aunque conviene que sean preciosas, como corresponde a la dignidad de tan gran Sacrificio, no obstante, si la pobreza de las Iglesias no lo permite, estarán por lo menos en buen estado y decentemente limpias, y por lo que toca a la forma, materia y color, en todo conformes a las prescripciones litúrgicas[905].

903. Por lo que toca a la forma de las vestiduras sagradas, aceptada conforme a la disciplina vigente en la actualidad en la Iglesia latina, y aprobada especialmente por el uso de la Iglesia Romana, ninguna innovación se introduzca, sin permiso de la Silla Apostólica[906].

904. Los lienzos que más de cerca sirven para el sacrificio Eucarístico, a saber, los manteles del altar, los corporales, hijuelas y purificadores, no serán de otra tela que no fuere de lino o de cáñamo[907]. Las albas, los amitos, las sobrepellices y los roquetes, el mantel para la comunión y las otras toallas y servilletas, serán igualmente de lino o de cáñamo, y no de algodón ni de otra sustancia cualquiera, aunque sea parecida, o igual, a aquellos, en limpieza, blancura y consistencia. Y aunque la Sagrada Congregación de Ritos haya permitido, que se siguieran usando, hasta que se acabaran, los objetos de algodón que ya existían, este permiso de ninguna manera comprende los purificadores, hijuelas y corporales[908], y es únicamente para las Iglesias pobres. En el centro del amito ha de haber necesariamente una cruz[909]: no son necesarios los encajes en las albas.

905. Los cíngulos será cordones de lino o de cáñamo, y de color blanco; pueden ser de seda o de lana, y del color de los ornamentos. Como el cíngulo significa los cordeles y azotes con que fue atado y flagelado Nuestro Señor, reprobamos absolutamente esos cíngulos de género más o menos bordado, que son más bien bandas o fajas. Pueden tolerarse los que están actualmente en uso hasta que se acaben[910].

906. Las casullas, dalmáticas, tunicelas, estolas, manípulos y capas pluviales de lino, algodón o lana, aunque estén teñidas con los colores prescritos, quedan absolutamente prohibidas, y han de fabricarse de tela de seda, plata u oro. Sería de desearse que fueran todos los ornamentos de seda pura; pero atendiendo a la pobreza de las Iglesias, pueden tolerarse los géneros que parecen de seda, aunque esté mezclada con lana, lino o algodón[911].

907. El color[912] de los ornamentos ha de ser únicamente blanco, rojo, verde, morado o negro. El amarillo o color de oro no es litúrgico[913], y debe excluirse. Igualmente, los ornamentos de seda tejidos con tantos colores y flores, que no se conozca cuál predomina, no han de usarse indistintamente como blancos, verdes o rojos[914]. Fabríquense de tela de un color absolutamente, o con fondo de un color que sea el que predomine, a pesar de los adornos, y distinga el ornamento. Los ornamentos de tisú de oro pueden tolerarse, y usarse como blancos, rojos y verdes[915]: los azules[916] sólo con privilegio Apostólico pueden usarse en las Misas de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora. El velo humeral del subdiácono en la Misa solemne, debe ser del color correspondiente a la Misa; el del sacerdote, en la exposición del Santísimo Sacramento, o en la bendición que se da con el mismo, no ha de ser más que blanco: lo mismo será el velo del copón y el palio para las procesiones del Santísimo Sacramento[917].

908. En los ornamentos negros, no se pondrán figuras de muertos, ni cruces blancas, ni menos atributos paganos[918]. Puede, sí, ponerse en los ornamentos el escudo de armas del donante[919].

909. La bolsa de corporales tendrá una cruz en la parte superior; el manípulo y la estola llevarán tres: una en el centro y dos en las puntas. El paño del cáliz será de seda, del color del ornamento, y bastante grande para cubrir todo el cáliz[920].

910. Toca al Obispo, conforme a derecho, bendecir los ornamentos sagrados; pero si tiene para ello indulto Apostólico, puede delegar a simples sacerdotes la facultad de bendecirlos. Recuerden los Prelados regulares, que gozan de este privilegio, que la Silla Apostólica se lo concede sólo para sus Iglesias, y no para los ornamentos pertenecientes a otras.

911. Los ornamentos sagrados rotos y usados, que ya no pueden remendarse, de seguro que no se pueden destinar a usos indignos o profanos, sino que han de quemarse, arrojándose las cenizas a la piscina. Si acaso, por razón del arte cristiano, se consideraren de algún valor, se preguntará al Obispo lo que haya de hacerse con ellos.

912. Por último, recomendamos a todos los encargados de las Iglesis, que sean muy diligentes y asiduos en remendar, renovar y aumentar los sagrados paramentos. Si no pueden sus Iglesias sobresalir por la riqueza de sus ornamentos, que todos estén por lo menos limpios y decentes; por consiguiente, los objetos de lienzo se han de lavar con frecuencia en la forma que el derecho prescribe. Con esta diligencia, llenarán sus deberes, moverán a devoción a los fieles a su cuidado cometidos, y contribuirán a la mayor gloria de Su Divina Majestad.

CAPÍTULO III

De los Cementerios

913. La Iglesia sigue prestando sus servicios después de la muerte a los fieles, a quienes después de haber hecho renacer con el santo Bautismo, ha colmado de beneficios durante su vida; y cree también firmemente en la vida eterna, en la resurrección de la carne y en el purgatorio, donde los sufragios de la Iglsia militante pueden aliviar a las almas de los fieles allí detenidas. De aquí resulta que, desde los primeros siglos, los cuerpos de los fieles se depositaron en lugar sagrado, o en los cementerios; porque juzgamos que los cristianos, más bien que descansar en sus sepulcros, duermen aguardando el día de la resurrección universal, en que se despertarán como de un largo sueño, para entrar en la eterna felicidad. En nuestros días, la Iglesia con justicia condena y reprueba las maquinaciones de aquellos que, empapados en perversas doctrinas, defienden y promueven la cremación de los cadáveres[921], o erigen cementerios puramente civiles, en que, sin hacer distinción entre aquellos que han muerto en el seno de la Iglesia, y los que fuera de ella han fallecido, despreciando los sagrados ritos eclesiásticos, todos se sepultan con iguales honores.

914. Por lo cual este Concilio Plenario, ante todo, solemnemente declara el derecho que tiene la Iglesia católica sobre todos los cementerios católicos, puestos bajo su dominio, o por lo menos sujetos por la bendición ritual a la jurisdicción eclesiástica; y exhorta y conjura a todos los Prelados y fieles, a que con todas sus fuerzas, y por todos los medios legítimos, eviten la usurpación y profanación de los cementerios, y donde ya se ha consumado tal atentado, no descansen hasta que hayan recobrado sus sagrados derechos.

915. Tratándose de erigir nuevos cementerios, es indudable el derecho que compete a la Iglesia, de establecer camposantos reservados exclusivamente a sus fieles. Ordinariamente, cada parroquia debe tener el suyo propio, a no ser que, en las ciudades divididas en varias parroquias, se prefiera tener uno solo.

916. Ninguno, ni el mismo párroco, proceda a establecer un nuevo cementerio, antes que el Obispo del lugar haya ratificado sus planes y aprobado las condiciones de la empresa en su totalidad. Fácil será obtener la aprobación, si se escoge un lugar conveniente, bastante amplio, seco, en cuanto lo permita el clima, un poco elevado, y con todos los requisitos que la higiene prescribe; y que, además, no esté muy apartado, de modo que las exequias puedan celebrarse cómodamente y sin obstáculos, y los fieles acudir a visitar los sepulcros de sus deudos, siempre que se lo sugieran la devoción y la caridad.

917. Para que los cementerios, siendo, como son, lugares sagrados, estén al abrigo de todo peligro de profanación, se resguardarán con buenas cercas por todos lados, y tendrán puertas sólidas y seguras. Se colocará una cruz en el centro, alta, con base sólida, y lo mejor adornada que se pudiere. Conviene también que haya en el cementerio una capilla, con su correspondiente altar, y provista de ornamentos y vasos sagrados, para que pueda celebrarse el santo Sacrificio de la Misa.

918. El cementerio, para que pueda servir para la sepultura de los fieles, tiene previamente que santificarse con la bendición de rito, cuya bendición debe darse por el Obispo del lugar[922], o por un sacerdote por él delegado, y en la forma prescrita[923] por el derecho.

919. Como, con la bendición, queda el cementerio convertido en lugar sagrado, tengan cuidado los curas de evitar absolutamente que en los epitafios, elogios, estatuas y monumentos, haya nada inconveniente y profano. Aunque no es decoroso que los cementerios se cultiven como jardines de recreo, tampoco es conveniente que los camposantos cristianos carezcan del orden y decoro debidos.

920. Donde sea posible, los sepulcros de los sacerdotes y clérigos de inferior grado, estarán separados de los de los seglares, y como el Ritual Romano prescribe, en lugar más decente.

921. Conforme a la antigua y laudable costumbre de varias Iglesias, los infantes bautizados, y los párvulos que han fallecido antes del uso de razón, tendrán sus sepulturas especiales, si puede hacerse cómodamente; si no, se sepultarán en las tumbas de sus padres o en las comunes y ordinarias de los camposantos[924].

922. En el cementerio parroquial, en los lugares en que no hay uno exclusivamente para los no católicos, sepárese una porción sin bendecir, de la parte bendita, con una cerca, pared, reja o de otro modo conveniente, para enterrar a aquellos a quienes no se puede dar sepultura eclesiástica.

923. Siendo la sepultura eclesiástica un rito sagrado, así como el cementerio es lugar sagrado, a la Iglesia sola compete el derecho de declarar a quienes se ha de dar, y a quienes se ha de negar, la sepultura eclesiástica. De cuyo derecho la Iglesia ha usado siempre con discreción, y excluye de la sepultura eclesiástica, primero a los que no han entrado a la Iglesia por el bautismo; luego a los notorios apóstatas, herejes, cismáticos y excomulgados que fueron contumaces hasta la muerte[925]; también a los que mueren en desafío, aunque antes de morir hayan dado señales inequívocas de arrepentimiento[926], y a los que por desesperación o ira, pero no por locura, se matan a sí mismos[927]. Si hay alguna duda en este último caso, se concederá la sepultura eclesiástica, pero sin pompa, ni solemnes exequias. Por último, se niega a los pecadores públicos y manifiestos, que han fallecido impenitentes y de una manera impía. Cuando ocurriere alguna duda en algún caso particular, se acudirá al Obispo[928]; y si esto no se puede, por razón de la distancia o de otro grave obstáculo, sigan los párrocos la conducta más conforme a la suavidad y a la cristiana misericordia, sobre todo cuando se trata de fieles fallecidos repentinamente sin poder dar señales de arrepentimiento.

924. Se viola el cementerio del mismo modo que la Iglesia; y si ésta se viola, queda violado el cementerio cuando está a ella contiguo[929]. Con la sepultura de los indignos queda violado el cementerio, no sólo si estos son infieles, sino cuando en él se entierra a los herejes, a los cismáticos, a sus fautores, denunciados públicamente, o a los excomulgados vitandos.

925. Por cuanto, en algunos lugares, existen cofradías que pretenden gozar de total exención con respecto a la sepultura eclesiástica; para que todo camine en orden, y se aseguren los derechos de los curas, queremos que los Ordinarios examinen cuidadosamente el tenor de los documentos, en que tales exenciones se conceden, y destierren todos los abusos contrarios a la letra y al espíritu de los mismos, así como las pretensiones injustamente gravosas para los párrocos; y si alguna dificultad seria se presentare, sujétenla al fallo de la Santa Sede.

926. Para que no se multipliquen las dificultades en la sepultura de los que no la merecen, los párrocos, teniendo presentes las normas de una previsión paternal, y cumpliendo, ante todo, con todas sus fuerzas, los deberes de la caridad, con prudencia y empeño dispongan a los enfermos católicos, que han llevado una vida poco conforme con los principios cristianos, escandalizando con ella a los fieles, para que al menos mueran cristianamente: y si se prevee que han de ser inútiles y vanos los esfuerzos para convertirlos, no dejen de acudir oportunamente al Obispo, pidiéndole instrucciones y órdenes.

927. Para evitar la profanación de las sepulturas cristianas de los fieles, no se haga exhumación alguna de los cadáveres, o cenizas, de los que descansan en el Señor, sin expresa licencia del Obispo, aun cuando se trate de cementerios secularizados o profanados; y si el caso es tan urgente que no haya tiempo de recurrir al Ordinario, pídase, por lo menos, licencia al Vicario Foráneo o al cura, quienes cuidarán que la nueva sepultura sea decente y religiosa.

928. Cuando se viola el cementerio, necesita reconciliación, que practicará el Obispo del lugar en la forma prescrita por el derecho[930], o un sacerdote por él delegado, según la fórmula del Ritual Romano[931].

929. En los lugares donde los cementerios han sido profanados, o secularizados por las leyes civiles, téngase presente la respuesta del Santo Oficio de 13 de Febrero de 1862[932], en que se dan reglas oportunas para los párrocos que no tienen cementerio católico, a saber: 1o. Procurará el Obispo que los católicos tengan su propio cementerio; 2o. si esto no se pudiere, se verá si al menos se puede tener en el mismo cementerio un lugar distinto, para la sepultura de los católicos; 3o. si ni aun esto es posible, mientras se consigue la licencia, cada vez que se sepulta el cadáver de un católico, bendígase el lugar de la sepultura.


803. S. Pius V. Const. In conferendis, 18 Marzo 1567.
804. Bened. XIV Const. Cum illud, 14 Diciembre 1742.
805. Bened. XIV, Const. Cum illud, 14 Diciembre 1742.
806. Bened. XIV. Instit. 12. n. 3-5.
807. Conc. Trid. sess. 24. cap. 1 de ref.
808. Bened. XIV. Instit. 12. n. 11.
809. Bened. XIV. Ibid. n. 8.
810. Ben. XIV. Inst. 12. n. 12.
811. Pius IX. Const. Apostolicae Sedis.
812. Bened. XIV. Institut. 12. n. 12.
813. Conc. Trid. sess. 24 c. 13 de ref.
814. Cap. Ecclesias, caus. 13. q. 1.
815. S. Pius V. Const. Quanta Ecclesiae Dei, 1 Abril. 1568.
816. S. Pius V. Const. Quanta Ecclesiae Dei, 1 Abril. 1568.
817. Conc. Trid. sess. 21. cap. 6 de ref.
818. Cfr. Conc. Trid. ibid.
819. V. Appen. n. XLV.
820. V. Appen. n. XII.
821. Syllab. Pii IX, prop. 26-27.
822. S. Off. 8 Julio 1874 (Coll. P. F. n. 1631).
823. Conc. Trid. sess. 22. cap. 11 de ref.
824. Conc. Prov. Neo-Granat. an. 1868, tit. 9, cap. 1.
825. S. Poenit. 25 Agosto 1887 (Mon. Eccl. V. p. 1 pag. 150).
826. V. Appen. n. CXXVII.
827. Cap. 42 de simon.
828. Cfr. decr. S. C. C., ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 2. n. 6-9.
829. Cfr. Ferraris, verb. Oratorium, n. 69-70. S. R. C. 19 Mayo 1896 (n. 3906).
830. V. Appen. n. XVII.
831. S. C. C. pluries, ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 3. n. 218 seq.
832. Coll. P. F. n. 140.
833. V. Append. n. XCV.
834. Conc. Trid. sess. 22. cap. 9 de ref.
835. Syllab. Pii IX, prop. 19, 26, 27.
836. Cap. 2 de relig. dom. in Clem.; Conc. Trid. sess. 7. cap. 15 de ref.
837. Greg. XV. Const. Inscrutabili, 5 Febrero 1602.
838. Cit. cap. 2. de relig. domib. in Clem.; Conc. Trid. l. c.
839. Cfr. decr. S. Off. 23 Enero 1886 (Coll. P. F. n. 1011).
840. Sess. 23. cap. 18 de ref.; S. C. Episc. et Reg. 21 Junio 1889 (Mon. Eccl. VI, p. 1. pag. 243).
841. Cap. 9. 20. de censibus.
842. Cfr. Conc. prov. Westmonaster. III an. 1859, tit. 2. decr. 17, in Collect. Lac. tom. III. p. 1022 seq.
843. Cap. 6 de censibus; S. C. C. in Gerunden. 17 Febrero 1663, 26 Enero 1760. Cfr. Collect. Pallottini,
v. Episcopus **** XVIII.
844. V. Appen. n. XC.
845. Const. Nuper, 23 Diciembre 1697.
846. Cfr. decr. S. C. C. 21 Nov. 1898 (Mon. Eccl. XI. pag. 9).
847. S. C. C. Decret. Vigilanti, 25 Mayo 1893. V. Appen. n. LXXVIII.
848. Decret. Urbani VIII 21 Junio 1625; Innoc. XII, Const. Nuper, 23 Diciembre 1697.
849. Cap. 2 de rebus Eccles. in Sext.; Paul II. Const. Ambitiosae, 1 Marzo 1468, in cap. unic. de reb.
Eccles. in Extravag. com. V. Appen. n. I; II.
850. Can. Terrulas, 53. C. XII. q. 2; S. C. C. in caus. Forosempr., 21 Julio 1827. Cfr. Lucidi, de Vis. SS.
Lim. cap. 7. n. 276 seq.
851. Paul. II. Const. Ambitiosae. V. Appen. n. II.
852. Conc. Trid. sess. 25. cap. II de ref.
853. Ad Roman. I. 20.
854. Cap. Auctoritate 4, de privileg. in Sext.; Concil. Trid. sess. 25. cap. 3 de reg.; Leo XIII. Const.
Romanos Pontífices, 8 Mayo 1881.
855. Cap. Ad audientiam 3, de ecclesiis aedif.
856. Pintificale Roman., P. II. De bened. et impos. primi lapidis etc.
857. Cap. Intelleximus I, Cum ex iniuncto 2, de novi oper. nunt.
858. Pontif. Roman. l. c.
859. Act. XX. 7. seq.; Matth. v. 14, 16, 18; Apoc. XXI. 10.
860. Conc. Prov. Prag. an. 1860, tit. 5. cap. 2; Conc. Prov. Vallisolet. an. 1887, p. 4. tit. 9.
861. Conc. Prov. Prag. ibid.
862. Act. Eccles. Mediol. I. 470.
863. Ibid. p. 468.
864. S. R. C. 11 Mayo 1641 (n. 756); 31 Agosto 1867, ad 5 (n. 3157); 4 Febrero 1898, ad 2 (n. 3978).
Cfr. Mach. Tes. del Sac. n. 418.
865. S. R. C. 4 Febrero 1898, ad 5 (n. 3978).
866. S. R. C. 4 Setiembre 1875, ad 2 (n. 3376).
867. S. R. C. 14 Agosto 1894 (n. 3835).
868. S. R. C. 7 Agosto 1875, ad 1 (n. 3364).
869. Cap. Aqua 1. 10. de relig. domib.; Cap. 9 de consecr. eccl.; Conc. Trid. sess. 6 cap. 5 de ref.; S.
R. C. 14 Abril 1674 (n. 1505).
870. Rit. Rom. de Benedict.
871. Cap. Ligneis 6. 10, de consecr. eccl.
872. Cap. Is. qui 18, de sent. excom. 5, 11 in Sext.
873. Cap. Proposuisti 4, Consuluisti 7, Si Ecclesia 10, de consecr. eccl. S. R. C. 23 Abril 1875 (n.
3344).
874. Cap. Si Ecclesia 10.
875. Cap. Aqua 9.
876. Ritual. Roman. de Benedict.
877. Cfr. Mach. Tes. del Sac. n. 432.
878. Cap. Decet 2. de immunit. eccles. 3. 25. in Sexto.
879. Benedict. XIV. Instit. C. n. 14; S. C. EE. et RR. in Bononiensi. Aedif. Eccles., 15 Junio 1855, ap.
Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 1. n. 52.
880. S. R. C. 17 Setiembre 1822, ad 7 (n. 2621).
881. Conc. Trid. sess. 25 de regul. C. 10.
882. Bened. XIV. Const. Quamvis iusto, 30 Abril 1749.
883. S. C. C. in Cassanen. 12 Aug. 1747, ap. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap. 1. n. 98.
884. S. R. EE. et RR. in Lucensi 10 Febrero 1579. Cfr. Lucidi, ibid. n. 91.
885. Ritual. Rom. de Euchar.
886. S. R. C. 20 Junio 1899, ad 4 (n. 4055).
887. S. R. C. 22 Enero 1701, ad 10 (n. 1067); 31 Marzo 1821, ad 6 (n. 2613); 12 Marzo 1836, ad I (n.
2740).
888. S. R. C. 19 Abril 1687 (n. 1781); 9 Mayo 1857, ad 2 (n. 3042).
889. S. R. C. 16 Julio 1594, ad I (n. 52).
890. S. R. C. 23 Enero 1899 (n. 4007), super Oratoriis semipublicis V. Appen. n. CXVI.
891. Can. 9. de consecr.; cap. Auctoritate 4, de privil. in Sext.
892. Conc. Trid. sess. 22. decret. de obser. et evit. in celebr. Missae. Cfr. Lucidi, de Vis. SS. Lim. cap.
I. n. 98.
893. Vid. Appen. n. XIV.
894. Missale Roman., Rit. celebr. 1. 1; Defect. in celebr. 10. 1, ubi toleratur et calix stanneus.
895. Cap. Cum venisset 1. **** 8. de sacr. unct. 1. 15.
896. S. R. C. 9 Mayo 1857, ad 1 (n. 3042).
897. S. R. C. 20 Abril 1822, ad 1 (n. 2620).
898. Caeremon. Episc. lib. II. cap. 30 n. 3.
899. Rituale Rom. de Euchar.
900. S. R. C. 31 Agosto 1867, ad 6 (n. 3162).
901. Caerem. Ep. lib. II, cap. 33. n. 14.
902. S. R. C. 31 Agosto 1867 ad 6 (n. 3162).
903. S. R. C. 11 Setiembre 1847 (n. 2957).
904. S. R. C. 16 Noviembre 1649, ad 5 (n. 926).
905. Missale Roman. Rubr. Gen. XVIII-XX; Ritus celebr. 1. 2.
906. Conc. prov. Ultraiect. an. 1865, tit. cap. 2.
907. S. R. C. 23 Junio 1892, ad 1. 2 (n. 3779); 15 Mayo 1819 (n. 2600).
908. S. R. C. 15 Mayo 1819 (n. 2600).
909. Missal. Rom., Rit. celebr. 1. 3.
910. S. R. C. 24 Noviembre 1899, ad 6 (n. 4048).
911. S. R. C. 23 Marzo 1882 (n. 3543).
912. Missale Roman. Rubr. gen. XVIII.
913. S. R. C. 26 Marzo 1859 (n. 3082); 5 Diciembre 1868, ad 4 (n. 3191).
914. S. R. C. 23 Setiembre 1837, ad 5 (n. 2769).
915. S. R. C. 5 Diciembre 1868, ad 4 (n. 3191).
916. S. R. C. 23 Febrero 1839, ad 2 (n. 2788).
917. Caeremon. Ep. l. 1. cap. 14. n. 1; Rit. Rom. de Euchar. Cfr. S. R. C. 9 Julio 1678, ad 7 (n. 1615).
918. Caerem. Episc. lib. II. cap. 9. n. 1.
919. S. R. C. 7 Diciembre 1844 (n. 2875).
920. Rit. celebr. Miss. 1. n. 1.
921. S. Off. 19 Marzo 1886 (Coll. P. F. n. 1669).
922. Pontifical. Rom. P. II. De bened. coemet.
923. Ritual. Roman. de Benedict.
924. Ritual. Rom. de Exequiis.
925. Ritual Rom. de Exequiis.
926. Conc. Trid. sess. 25. cap. 19 de ref.; Bened. XIV. Const. Detestabilem, 10 Noviembre 1752.
927. S. Off. 16 Mayo 1886 (Coll. P. F. n. 1605).
928. Ritual. Rom. l. c.
929. Cap. Si Ecclesiam unic. de consecr. in Sext.
930. Pontificale Rom. P. 11 De reconc. coemet.
931. De Benedict.
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