CONCILIO PLENARIO DE LA AMÉRICA LATINA


 

TÍTULO VI

DE LAS SACRAMENTALES

CAPÍTULO ÚNICO

601. Llámanse sacramentales las cosas que tienen alguna semejanza con los Sacramentos; pues son ciertas cosas o acciones, instituidas o empleadas por la Iglesia, para que produzcan ciertos efectos, sobre todo en el orden espiritual. Tales son: 1) Los ritos y ceremonias que usa la Iglesia en la administración de los Sacramentos, o al destinar algunas cosas o personas a cierto culto o ministerio, como la consagración de Templos, altares, cálices, vírgenes, o reyes, la bendición de abades, la prima tonsura etcétera. 2) Las bendiciones y exorcismos, independientemente de la administración de los Sacramentos. 3) Las cosas consagradas o benditas a que está aneja alguna virtud saludable, como son el agua lustral, los Agnus Dei, las palmas y velas benditas etcétera. 4) Ciertas prácticas piadosas, como son el Padre Nuestro, el Confiteor, la limosna, el lavatorio el jueves Santo, etc.

602. Las Sacramentales no tienen, por cierto, la virtud de santificar, que existe en los Sacramentos instituidos por Cristo Nuestro Señor; no obstante, si nos servimos de ellas con devoción, en virtud de las preces con que la Iglesia ha consagrado esas cosas, como enseña Santo Tomás, alcanzamos el perdón de los pecados veniales; y merced a las oraciones, obtenemos gracias actuales, y repelemos a los enemigos del alma. También, por medio de ellas, suele la benignidad de Dios conceder muchos beneficios corporales.

603. En la colación de las Sacramentales, se observarán escrupulosamente las prescripciones de la S. Congregación de Ritos[706]. En la duda de si es lícita alguna costumbre que se refiera a las Sacramentales, se recurrirá a la Santa Sede, exponiéndole bien todas las circunstancias.

604. Cuiden especialmente los predicadores y curas de explicar a los fieles la naturaleza, significado y efectos de las Sacramentales, sobre todo de las que son más comunes, y el recto uso de las mismas, haciendo a un lado toda superstición y temeraria confianza. Los curas de almas se prestarán con facilidad a aliviar las necesidades de sus feligreses, con estos remedios espirituales.

TÍTULO VII

DE LA FORMACIÓN DEL CLERO

CAPÍTULO I

De la elección y preparación de los niños al estado clerical en el Seminario

605. Entre las muchas y gravísimas necesidades que angustian a la Iglesia de Dios en nuestras vastísimas comarcas, y deben preocupar los ánimos y estimular el celo, no sólo de los Pastores sino de los fieles, se cuenta, sin duda alguna, la de proveer con suma diligencia a la formación de los clérigos. Una triste experiencia nos enseña que, cuando en la educación y formación del clero no se llega a la altura debida, poco se adelanta en la reforma de costumbres de los fieles. Por tanto, acerca de la formación del clero, nos ha parecido bien decretar cuanto se hallará en los siguientes capítulos.

606. Nadie se atreva a revestirse de la altísima dignidad, y los honores del estado clerical y del sacerdocio, sino el que, como Aarón, es llamado por Dios[707]. Al Señor le toca elegir a los que quiere que le pertenezcan, y sean dispensadores de sus misterios.

607. Empéñense, por tanto, los párrocos y confesores en apartar de los peligros del mundo a los niños y adolescentes que parezcan llamados por Dios al sacerdocio, en excitarlos a la piedad y a los estudios, y en fomentar en ellos el germen de la divina vocación. Con igual ahinco amonesten, por una parte, a aquellos que ponen impedimentos a la vocación de sus hijos, y por otra, a los que, impulsados por motivos humanos o profanos, quieren encaminar hacia el santuario a aquellos de sus hijos, en que no se notan ni aun las más leves señales o probabilidades de vocación eclesiástica.

608. Es la mente de la Santa Madre Iglesia, que los niños llamados al Santuario se formen en colegios clericales o seminarios, y en ellos se eduquen religiosamente, se preparen al santo ministerio y se instruyan en las ciencias sagradas.

609. Cada diócesis ha de tener su Seminario. Aun sería de desearse que tuviera dos: uno menor, en que los niños estudien las humanidades, y uno mayor para los alumnos que se dedican al estudio de la filosofía y de la Teología, y que han de ser promovidos en breve a las órdenes sagradas. Se deja al prudente arbitrio de los Obispos, el permitir que se cursen los estudios filosóficos también en los Seminarios menores, con tal que se enseñe la filosofía escolástica, desterrando los textos en lengua vulgar, y llenando el tiempo prescrito para el curso filosófico.

610. Elíjanse para rectores y profesores de los Seminarios, conforme a lo mandado por el Concilio de Trento, personas que no sólo se distingan por su ciencia, sino también por su piedad, virtud y prudencia, y que sirvan de guía a los alumnos, no sólo con la palabra sino con el ejemplo.

611. Cada Obispo, con el consejo de dos canónigos, escogidos entre los más graves y ancianos[708], conforme a lo prescrito en la Instrucción de la S. Congregación del Concilio de 15 de Marzo de 1897[709], forme cuanto antes un reglamento para su Seminario diocesano, ajustado a las normas que aquí se dan, para que tanto los alumnos que en él se educan para servir más tarde a la Iglesia, como los que trabajan en formar y educar al clero, sepan lo que han de sentir, obrar y observar.

CAPÍTULO II

De los Seminarios menores

612. Del sapientísimo decreto del Concilio de Trento, sobre la preparación de los niños y adolescentes al estado clerical, se deduce claramente, que las escuelas o seminarios menores de que aquí se trata, no han de ser gimnasios mixtos, en que la juventud destinada al siglo y a la Iglesia crezca y se eduque promiscuamente, sino casas verdaderamente clericales y planteles de sacerdotes, donde todo ha de conspirar al único fin de la educación sacerdotal. Permanezcan los jóvenes, primero en el Seminario menor, luego en el mayor, hasta haber terminado los estudios y llegado al sacerdocio, sin que se les permita volver a sus casas, excepto en caso de grave necesidad[710]. Por tanto, las puertas de esta clase de escuelas y seminarios sólo deben abrirse, a aquellos cuya índole y voluntad den esperanzas de que hayan de consagrarse perpetuamente al ministerio eclesiástico.

613. Cuando una grave necesidad, o circunstancias especiales, exijan que algunos clérigos se admitan como externos en los seminarios, o que se reciban jóvenes destinados al siglo en calidad de alumnos, o que pasen las vacaciones en sus casas, lo podrán permitir los Obispos con precauciones positivas y eficaces; y por lo que toca a los externos y seglares, se tendrá por condición indispensable que, en el régimen espiritual y literario del Seminario, todo tienda principalmente y de preferencia a la educación perfecta, en cuanto cabe, del clero, y que los niños y jóvenes sean recomendables por su cristiana educación, índole religiosa y pureza de costumbres. Tocará a los Concilios Provinciales exigir las garantías que se juzguen oportunas sobre esta materia, o aun dictar leyes más severas, según las circunstancias de cada Provincia.

614. Los niños que se admitan en las escuelas clericales han de tener las condiciones canónicas, conforme a las reglas dadas por la Santa Sede.

615. El Concilio de Trento quiere que se escoja principalmente a los hijos de los pobres; pero no excluye a los ricos, siempre que se eduquen a sus propias expensas y tengan el propósito de servir a Dios y a la Iglesia.

616. Cuiden los maestros con todo empeño, no sólo de que el discípulo aprenda las letras y las ciencias, sino, lo que importa más todavía, de que se forme su ánimo en los sanos principios y en el amor a la cristiana piedad. Ocupe, por tanto, el primer lugar entre los estudios la ciencia de la religión, que a todos los alumnos se ha de enseñar con suma diligencia, aunque de un modo proporcionado a los años y capacidad de cada uno. Por lo que toca a los ejercicios de piedad, aplíquense a los alumnos del Seminario menor, a juicio del Obispo, y en la proporción que sugiera la diferencia de edades, las reglas que más abajo se trazan.

617. Téngase cuidado especial de que todos aprendan bien la lengua latina, que, consagrada perpetuamente por el uso de la Iglesia, es intérprete de la tradición católica, y la puerta casi indispensable a las ciencias eclesiásticas. Aprendan también el canto litúrgico y el cómputo eclesiástico, como está mandado por el Concilio de Trento, sess. 23. C. 18 de ref.

618. Háganse todos los esfuerzos posibles para que no falte en los colegios el estudio de la lengua griega, que es de grande utilidad, sobre todo para la inteligencia de los Libros Santos.

619. No sólo no han de descuidar los alumnos la lengua patria, sino que han de estudiar desde temprano sus principios y reglas, y se han de ir ejercitando poco a poco, hasta llegar a hablarla y escribirla con propiedad y elegancia. Convendría también adquirir nociones de las lenguas de los indígenas de cada comarca, para poder mejor administrarles los Sacramentos.

620. Dedíquense con empeño a la retórica; y en sus ejercicios, aplíquense los alumnos preferentemente a ese género de elocuencia, que sin ser inculto es claro y sencillo, y sin ser inflado y ampuloso es sublime y digno.

621. Al cultivo de los idiomas antiguos y modernos, agréguese el estudio de la historia sagrada y profana y de la geografía, como también el de la aritmética y las ciencias naturales, tan necesario a la educación en general y a la del clero en particular.

622. No sirvan de texto en las escuelas más que aquellos autores aprobados por el Obispo. Apártense con especial cuidado de las manos de los alumnos todos aquellos libros que, sea cual fuere el idioma en que estén escritos, puedan introducir en el ánimo de los jóvenes la corrupción de costumbres y el espíritu mundano, o el indiferentismo, la irreligión o la desobediencia.

CAPÍTULO III

De los Seminarios Diocesanos Mayores

623. No haya para los Obispos empresa de mayor importancia o preferencia, que la de procurar con todo ahinco, empeño y eficacia que se funden Seminarios clericales en sus respectivas diócesis, si aún no los hubiera, y de ampliarlos y mejorarlos donde ya existan; proveyéndolos de rectores y maestros de primera calidad, y cuidando con sumo empeño de que allí se eduquen los clérigos santa y religiosamente en el temor de Dios y la disciplina eclesiástica, y se instruyan en las ciencias sagradas conforme a la doctrina católica[711].

624. Cada alumno al entrar al Seminario, practicará a la primera oportunidad los ejercicios espirituales, y previo el consejo del confesor, hará confesión general de toda su vida. Igualmente harán ejercicios espirituales todos los alumnos cada año después de las vacaciones.

625. Al formar la distribución de las horas en los Seminarios, ténganse presentes las siguientes normas. Muy de mañana congréguense todos en el oratorio, y después de rezar las oraciones matutinas consagren media hora a la oración mental. Oigan devotamente la Santa Misa. A determinadas horas hagan examen de conciencia y visiten al Santísimo Sacramento. Recen todos los días la tercera parte del Rosario, y no omitan las oraciones de la noche. Una vez por semana acérquense todos al tribunal de la Penitencia, y todavía más a menudo, si el prudente confesor lo aprobare, reciban con gran fervor el Pan Eucarístico. Frecuentes conferencias, exhortaciones y lecturas piadosas, fomenten en los alumnos la devoción, la pureza, la vocación sacerdotal, y extirpen de sus ánimos la soberbia, la ambición, la sed y avidez de bienes temporales y de honores. Frecuentemente durante el día eleven el alma a Dios y excítense a continuos progresos en la virtud. Dirijan sus estudios a la mayor gloria de Dios, y esfuércense por adquirir eficazmente aquella ciencia necesaria para el dificilísimo ministerio sacerdotal; porque no basta arder interiormente con el fuego de la propia virtud, sino que es preciso para lograr la perfección, arder en amor divino y resplandecer con los fulgores de la ciencia.

626. Ninguno sea admitido en el Seminario mayor sin haber terminado el curso regular de estudios preparatorios. El curso de Filosofía en los Seminarios abrace por lo menos dos años, y el de Teología cuatro. A nadie se confiera el subdiaconado, a menos que haya frecuentado un año entero la cátedra de Sagrada Teología. Para el diaconado se exigirán dos, para el presbiterado, tres; y mandamos que en esta materia no se conceda dispensa alguna, sino en caso de grave necesidad. Tanto en la escuela de Filosofía como en la de Teología, sigan los profesores con todo empeño las doctrinas de Santo Tomás, y en sus cátedras no se estudien más que autores cuya doctrina sea del todo aprobada.

627. Además de la de Teología Dogmática y Moral, haya cátedras de Hermenéutica y Exegesis Bíblica, de Historia Eclesiástica, de Instituciones de Derecho Canónico, de Liturgia y Elocuencia Sagrada, y asimismo instrúyanse los alumnos en todo lo concerniente a la Teología Pastoral y a la recta administración del Sacramento de la Penitencia. Perfecciónense en el estudio de las lenguas indígenas empezado en el Seminario menor, para que puedan debidamente administrar los Sacramentos. Todos los alumnos practiquen en el Seminario mayor el Canto ritual, cuyos principios aprendieron en el menor, asistiendo en el coro del mismo Seminario a las Misas y demás divinos Oficios. Deseamos que, donde sea posible, no se omita un estudio más perfecto de la Teología positiva basada en las doctrinas de los Santos Padres; y aun es la mente del Concilio, que haya una cátedra especial a ella consagrada. Expóngase también de una manera más amplia la ciencia apologética, que defiende los dogmas cristianos, principalmente contra los sofismas de los incrédulos del día.

628. Una o dos veces cada año, por lo menos, sujétese a cada uno de los alumnos a serio examen sobre las materias que se han cursado. Asiéntense en el libro correspondiente los resultados de estos exámenes. El alumno que, después de admitido, diere pruebas de mal comportamiento, y no obstante serias reprensiones, no diere señales de enmienda, sea expulsado cuanto antes. Si alguno, aunque por otra parte de buena índole, diligente y laudable por su piedad, es tan obtuso de entendimiento, que se dude prudentemente que pueda adelantar en los estudios, resérvese su causa al juicio del Obispo.

629. Obsérvese sin interrupción la vida común en el Seminario mayor, bajo uno y el mismo reglamento, y no se admitan externos sino por gravísimas causas aprobadas por el Obispo. Porten todos el traje talar, y arreglen de tal suerte sus modales, que en el hábito, el gesto, el andar, la conversación, y en todas sus acciones, demuestren mucha gravedad, moderación y religiosidad, y eviten hasta las más leves faltas, de suerte que se capten la veneración universal[712]. Rogamos ardientemente en el Señor a los Rectores y profesores del Seminario, que consideren atentamente el grave cargo que pesa sobre sus hombres, pues de la buena formación de los alumnos dependen casi exclusivamente la prosperidad de toda la diócesis, el culto divino y la salvación de los pueblos. Cuiden, por tanto, que todos observen con fidelidad y religiosa exactitud los reglamentos aprobados y el plan de estudios; y como los sacerdotes deben hacerse todo para todos, para ganar a todos para Cristo, con empeño enseñen los superiores a los jóvenes las reglas de la urbanidad verdadera y cristiana, y muévanlos con su propio ejemplo a observarlas; corrijan los modales rústicos e incultos que observaren, y recomienden con eficacia la limpieza en la persona y el traje, y la cortesía en el trato, unida a la modestia y gravedad.

CAPÍTULO IV

Del examen de los sacerdotes recién ordenados

630. Una vez terminado en los Seminarios el acostumbrado curso de estudios, no por eso se han de dar por concluidos los estudios sagrados del clero, y en especial de los sacerdotes recién ordenados. Aun más, deben los Obispos trabajar incesantemente, y velar sin interrupción, para que nunca dejen de estudiar y de perfeccionarse más y más en las ciencias sagradas. Deseamos, por tanto, que durante los primeros cinco años después de recibido el presbiterado, se sujeten los sacerdotes, cada año, a un examen de Teología Moral y Dogmática por lo menos, ante un jurado de doctos y graves varones.

TÍTULO VIII

DE LA VIDA Y HONESTIDAD DE LOS CLÉRIGOS

CAPÍTULO I

Del Clero Diocesano

631. "Con muchísima razón, dice el Concilio de Trento (sess. 14. cap. 9 de reform.) se han dividido las diócesis y las parroquias; y a cada grey se le ha asignado su propio pastor, y a cada Iglesia inferior su párroco, para que cada cual apaciente sus propias ovejas". También a todos los demás que son sublimados a las órdenes sagradas, se les han asignado sus funciones y el lugar de su residencia, para que ni uno solo de los innumerables ministros de la Iglesia "ande vagando sin asiento fijo" fuera del cuerpo clerical (ibid. sess. 33 cap. 16). Con este fin se ha decretado que, todo el que en una diócesis se ordena, para desempeñar el ministerio sacerdotal, ya sea por el propio Obispo, ya sea por otro con su licencia, sea cual fuere el título con que recibe las sagradas órdenes, queda por lo mismo adscripto a esa diócesis. Por tanto, también este Concilio Plenario de toda la América Latina decreta, como ya lo enseñó Benedicto XIV[713], que todo sacerdote que fuere ordenado para cualquiera diócesis de estas provincias, queda obligado, aun en fuerza de la promesa que hace en su ordenación, a permanecer en la misma diócesis y a estar sujeto a su Prelado, mientras no se le relaje canónicamente el domicilio.

CAPÍTULO II

De los Clérigos o Sacerdotes de ajena Diócesis

632. Por varias causas, suele suceder que un sacerdote, adscrito a una diócesis en virtud de su ordenación, quiera pasar a otra, o un sacerdote regular separado canónicamente de su orden, pida ser agregado al clero secular. Para evitar toda clase de abusos en materia tan importante, ténganse presentes y obsérvense fielmente las prescripciones del Decreto de la S. Congregación del Concilio: A primis Ecclesiae saeculis de 20 de Julio de 1898[714]. Por lo que toca a los clérigos Italianos, obsérvese además lo que, para evitar abusos, decretó la misma Congregación del Concilio, el 31 de Julio de 1890, sobre su emigración a América[715].

633. Por la que atañe a los sacerdotes religiosos a quienes, después de haber pronunciado los votos solemnes, se permite por indulgencia Apostólica vivir en el siglo, o que, habiendo hecho sólo votos simples, han salido de sus Congregaciones o Institutos, si se presentan al Obispo y piden agregarse a la diócesis, debe éste guardar al pie de la letra, las condiciones prescritas en el rescripto de secularización, y tener presentes las reglas contenidas en el decreto Auctis admodum de la S. Congregación de Obispos y Regulares de 4 de Noviembre de 1892[716], y las declaraciones de la misma a los dubios del Obispo de Avila de 20 de Noviembre de 1895[717]. Adviértase que aquí no se trata de los religiosos que, habiendo obtenido en debida forma la relajación de sus votos, se hallan en las mismas condiciones que los demás presbíteros del clero secular.

634. Recomendamos a todos los Obispos de estas provincias que se sirvan de las mismas fórmulas para la relajación de domicilio y adscripción a una diócesis[718]; y aun sería más conforme a la uniformidad en la disciplina, en asunto tan grave, que fueran idénticos los formularios impresos de los certificados de ordenación.

635. Cuanto se ha dicho sobre la relajación de domicilio y adscripción de los sacerdotes en otra diócesis, no es un obstáculo a la costumbre que permite a los Obispos, en cuyas diócesis hay abundancia de clero, conceder licencia a algunos sacerdotes, para que presten sus servicios temporalmente en otras más necesitadas. La Santa Sede ha encomiado esta costumbre, como indicio de celo Apostólico[719].

CAPÍTULO III

De los Sacerdotes enfermos

636. "Los presbíteros que cumplen con su oficio, sean remunerados con doble honorario, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar" (1 Tim. V. 17). Estas palabras del Apóstol se han de aplicar principalmente a aquellos sacerdotes que, durante largos años, se consagran al cultivo de la Viña del Señor, o a los arduos trabajos que pide su santa vocación; y con mucha más razón todavía, se han de entender de aquellos que, atacados de grave enfermedad en medio de sus trabajos, quedan inhábiles para desempeñar entre los fieles sus funciones Apostólicas. Movidos del singular amor y veneración que nos inspiran estos hermanos enfermos, ardientemente deseamos que, del mejor modo que se pueda, se provea a su alivio y provecho, de suerte que, ni se vean afligidos por la inopia, ni por otra cualquiera angustia temporal, sino que tengan cuanto necesitan para el amparo de su vejez, y el pronto alivio de sus enfermedades.

637. Deseamos, por tanto, que en cada una de nuestras diócesis, el Obispo, previo el consejo del Cabildo o sus consultores, determine cuanto antes el modo y los medios oportunos, para tener a la mano socorros con que proveer a la decente sustentación de esos sacerdotes. A cuyo fin, formará el Obispo una caja formada de las generosas oblaciones de los fieles, o con limosnas de otra manera recogidas, y de que pueda disponer a su arbitrio.

638. Deseamos que, donde se pueda, se funde una piadosa hermandad clerical de sufragios mutuos por los sacerdotes difuntos, que tenga también la atribución de proveer a las necesidades temporales de los socios, conforme a las reglas que el Obispo determinare o aprobare.

CAPÍTULO IV

Del hábito y la tonsura

639. Siempre ha sido la mente de la Iglesia, y lo ha exigido el orden de la disciplina, como se deduce del Pontifical Romano, que aquellos a quienes se ha impuesto el hábito de la sagrada religión, profesen manifiestamente que han renunciado al siglo. Es cierto que el hábito no hace al monje; pero la decencia en el traje exterior, demuestra la honestidad interior[720]. De aquí es que el Concilio de Trento manda que castigue el Obispo, y por cierto con graves penas, "a los que no llevaren el honesto hábito clerical correspondiente a su orden y dignidad, y conforme a las disposiciones y órdenes del mismo Obispo"[721]. Ahora bien, todos los Concilios celebrados después del Tridentino, han obligado a los clérigos a usar traje talar de color negro, de corte especial para ellos, y muy conveniente a su estado.

640. Mandamos, por tanto, que todos los sacerdotes y demás clérigos, aun los simplemente tonsurados, lleven traje talar; y en consecuencia, prohibimos que aun en camino, o dentro de la casa, se muestren en público, o delante de las visitas, vestidos con hábito seglar. Ninguno, pues, se atreva ni aun con pretexto de viaje, a andar vestido con modas aseglaradas; puede, sí, tolerarse que, en los viajes a caballo, se use un traje más corto; pero su forma y color han de ser tales, que convengan a la decencia clerical e indiquen que es clérigo quien lo lleva. No obstante, sería mejor que aun a caballo se usase la sotana. Por último, en cada provincia eclesiástica o diócesis, sea uniforme el traje clerical, excluyendo cuanto tenga resabios de vanidad, espíritu mundano y ligereza, y sin llevar indebidamente anillos, manteletes y otras insignias propias de Prelados. Para alcanzarlo eficazmente, los Obispos dictarán las reglas que juzgaren convenientes en el Señor, y teniendo en consideración la diversidad de lugares, de abusos, etc. En atención a las circunstancias peculiares de nuestras comarcas, con especial permiso de la Santa Sede decretamos, que el clérigo, aun simplemente tonsurado, que haya estado suspenso de oficio y beneficio por más de tres años, pasado el trienio de la suspensión, se considere privado ipso facto del derecho de llevar el hábito talar y la tonsura, salvo que obtenga especial licencia, por escrito, del Ordinario. Todo esto se publicará del modo que a cada Obispo pareciere.

641. Todos los clérigos deben llevar la tonsura, que llamamos corona, visible y del tamaño que conviene al orden de que están revestidos. Indigno sería del regio sacerdocio, quien se avergonzara de esta veneranda insignia. Péinense sencillamente, y no dejen crecer los cabellos. Sin licencia del Obispo no pueden usar peluca; y para decir Misa con ella, se requiere licencia Apostólica: en todo caso nada debe tener ésta de vano o pretencioso. Esta ley sobre el hábito y la tonsura clerical comprende a todos los clérigos, aun simplemente tonsurados y minoristas, quienes de otra manera quedan privados del privilegio del canon y del foro.

CAPÍTULO V

De las cosas prohibidas a los Clérigos

642. Los que han sido llamados a la herencia del Señor, no sólo deben evitar lo que es malo, sino lo que parece malo, o da ocasión al mal, o puede servir de escándalo a los fieles, o impedir que el sacerdote desempeñe santa y debidamente su sagrado ministerio, como también todo lo que desdice de la gravedad de un varón serio, o de la dignidad sacerdotal. Por lo cual, el Concilio de Trento manda con palabras muy expresivas, que se observe en lo futuro, bajo las mismas penas y aun mayores, a arbitrio del Ordinario, cuanto los Sumos Pontífices y los Concilios sabia y abundantemente decretaron acerca de la vida, honestidad, cultura y doctrina de los clérigos, y su obligación de evitar el lujo, los festines, bailes, juegos de azar y toda clase de crímenes y negocios mundanos; y ordena asimismo que, si por acaso algo se hubiera relajado la disciplina, se ponga cuanto antes en vigor por los mismos Ordinarios, no sea que la justicia divina los castigue, por haber descuidado la enmienda de sus súbditos[722].

643. Por dos motivos lo quiere y manda la santa Madre Iglesia. Primero, porque le interesa la santidad de aquellos que son los más nobles de sus hijos; y no quiere que, mientras predican a los demás, ellos mismos incurran en la eterna reprobación. En segundo lugar, porque toma a pechos la salvación del pueblo, pues la vida de los clérigos es el espejo de los seglares, que en ellos tienen fijos los ojos. A este propósito, dice S. Gregorio: "Ninguno hace más daño en la Iglesia, que quien se porta mal, perteneciendo a una categoría que exige la santidad, o teniendo reputación de santo. Porque nadie se atreve a reprender a tal delincuente, y cunde más el mal ejemplo, cuando por la reverencia debida a su clase, se honra al pecador" (Pastor. p. 1. c. 2).

644. Así, pues, teniendo presente la gravísima obligación de guardar el celibato y una castidad angélica, que es la joya más preciosa del orden sacerdotal, huyan con la mayor cautela de cuanto puede empañar esta celeste virtud. Absténganse del trato frecuente con mujeres, aun con aquellas que son modelos de modestia y de piedad. Aunque la castidad puede conservarse en medio de mujeres, difícil es guardar intacta la reputación. Por tanto, para no dar ni la más leve ocasión de escándalo o de sospecha, sigan esta regla de S. Buenaventura: con las mujeres, sin exceptuar las de alto rango y conocida virtud, sea breve y seria la conversación, y nunca se reciban sin testigos en la propia casa, aun con el objeto de darles saludables consejos. Cuando no puedan conseguir criados para el arreglo de la casa (y esto sería lo mejor) no tengan por ningún motivo criadas menores de cuarenta años, y éstas sean bien probadas, de buena fama, y recomendables por su piedad. De ninguna manera conserven las que ya tienen en su casa, aunque sean parientas cercanas, si empiezan a tener mala reputación. Ningún clérigo presuma dar lecciones de lectura, escritura, canto u otros ramos, a niñas o señoritas, por ilustres que sean, sin permiso del Obispo, y bajo las penas que éste decretare en caso de desobediencia.

645. No se sienten a la mesa con sus sirvientas, ni entren sin necesidad a sus dormitorios, o a los cuartos en que se entregan a los quehaceres domésticos. No salgan con ellas públicamente a paseo, a no ser que sean, y sepan todos que son, de tal edad y tan estrecho parentesco que, atendidas todas las circunstancias, no den ni el más leve motivo de sospecha. Tampoco les permitan, aunque sean parientas, hacer nada que no convenga al decoro de una casa sacerdotal, o que perturbe el orden de los negocios eclesiásticos.

646. Eviten, especialmente los curas, que las mujeres, aunque sean sus parientas, entren sin verdadera necesidad en los aposentos, en que se tratan los negocios pertenecientes al ministerio, o donde se guardan los libros, apuntes y escritos que a ellos se refieren; y nunca les permitan hablar de estos asuntos delante de seglares. Se acabó la autoridad de un cura, cuando los fieles juzgan que depende de los caprichos de una mujer.

647. La templanza es compañera de la continencia y del pudor; la crápula y la embriaguez son sus enemigos jurados, lo mismo que de toda clase de santidad. Sea frugal la mesa de los clérigos, y cuando asistan a banquetes de seglares, sean cautos y parcos. Los exhortamos vehementemente a que, en cuanto sea posible, se abstengan de asistir a convites y cenas con motivo de bodas o bautismos, sobre todo cuando se prolongan hasta avanzadas horas de la noche. Fácilmente se desprecia al clérigo que nunca rehusa asistir a banquetes, a que con frecuenia se le convida; y si falta la sobriedad, se extingue en el sacerdote todo espíritu de santidad.

648. No entren a fondas, sino en caso de necesidad o en viaje. Cuando por necesidad lo hicieren, sea brevísima su permanencia, y pórtense con suma gravedad y modestia. Prohibimos que, fuera del caso en que su ministerio lo exija, entren en las que están en su propia parroquia o en las limítrofes.

649. En lugares públicos, no se entreguen a ninguna clase de juego, por honesto que sea; a los juegos de azar, que ni a seglares convienen, ni siquiera asistan. Cuando alguna vez, en su casa, por legítimo solaz o por cultivar amistades, entre sí, o con algún seglar de buena fama, se dediquen a esos juegos en que desempeñan mayor papel el talento y la habilidad que el azar (pues los demás hasta en particular están prohibidos) guárdense de emplear en ellos un tiempo excesivo, que debería consagrarse a más nobles funciones. No es permitido a los clérigos, aun en juegos lícitos y honestos, apostar una cantidad notable de dinero, pues lo que les sobra de los réditos de su beneficio, debe gastarse en socorrer a los pobres, o en otras obras de caridad y de piedad. "El juego, dice el Angélico Doctor, debe convenir a la persona, al tiempo y al lugar, y ha de arreglarse conforme a las demás circunstancias, de tal suerte que sea digno del tiempo, y del hombre" (2. 2. quaest. 168. art. 2).

650. A los clérigos, que por Cristo sirven de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres, de ninguna manera conviene concurrir, adonde sería de desearse que ni los seglares asistieran. Les prohibimos, por tanto, que asistan a los públicos espectáculos, fiestas y bailes; no frecuenten las tertulias en que se ven acciones indecorosas, o se cantan canciones lúbricas o de amores; ni asistan en teatros públicos a representaciones de cualquier género que sean. Esta prohibición declaramos expresamente que se extiende a las corridas de toros.

651. Absténgase el clérigo de la caza que se lleva a cabo con grande aparato y estrépito, y que vedan los sagrados Cánones. No reprobamos la caza lícita, y que se practica sólo por recreación, con tal que no se deje el traje clerical, ni se lleve a cabo en los días festivos o consagrados al ayuno y la penitencia. Sobre esta materia toca a los Obispos dictar las medidas que juzgaren necesarias y oportunas para eliminar los abusos, teniendo presente la doctrina de Benedicto XIV De Synodo Dioecesana, lib. II. 10. 9.

652. No puede un clérigo aceptar el cargo de curador o de tutor, sin licencia, ni practicar la medicina sin indulto Apostólico, ni ejercer en un tribunal civil los empleos de procurador, abogado, escribano o notario, ni desempeñar un cargo público, aunque sea gratuito y meramente honorífico, sin licencia del Obispo; ni aun uno privado, si requiere mucho tiempo y exige demasiada fatiga de alma o de cuerpo. Los Cánones prohiben a los clérigos ejercer oficios serviles o mecánicos, con objeto de lucrar. Absténganse también de frecuentar los mercados, lonjas y ferias; los que tal hacen, es, si no por negociar, por pasar el tiempo, y en uno u otro caso son vituperables, porque dan grave ocasión de escándalo al pueblo, sea que dejen, sea que conserven, el hábito clerical.

653. Nada hay más criminal que la avaricia: nada más inicuo que el amor al dinero; porque el avaro es capaz de vender hasta su alma (Eccl. X. 9. 10). Nada hay que mengüe tanto la confianza del pueblo en un clérigo, como su desenfrenado apego al dinero. Por consiguiente, eviten todos hasta la más leve apariencia de avaricia. Vana es la disculpa de aquellos que alegan su solicitud para lo porvenir, cuando no saben lo que sucederá el día de mañana. No olviden lo que se dijo al rico avariento: [exclamdown]Insensato! esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma; ¿de quién será cuanto has almacenado? (Luc. XII. 20). Sepan que no están inmunes de la tacha de faltos de misericordia, los que anteponen sus necesidades futuras, y por consiguiente imaginarias, a las urgencias presentes de los miembros de Cristo.

654. Puesto que el Apóstol ha dicho: Ninguno que se ha alistado en la milicia de Dios, debe embarazarse con negocios del siglo (2 Tim. 11. 4), prohibimos a los Clérigos que se ocupen en compras o ventas, o tráfico de cualquiera clase. Gravemente pecan los que se dedican al comercio, sea cual fuere, por sí o por otros, y entran en compañía con seglares, o contratan obras públicas a nombre propio o ajeno; y los Obispos deben castigar a los desobedientes. Si surgiere alguna duda sobre si es lícito algún contrato, consúltese la S. Congregación del Concilio, y póngase en práctica su resolución[723].

655. No tengan consigo ni lean libros, folletos o periódicos cuya lectura pueda entibiar su deseo de obrar bien, sus costumbres, su caridad o su temor de Dios; mucho menos aquellos cuyos autores están en guerra abierta con el reino de Dios y de Cristo; pues la experiencia cotidiana enseña que hasta los mismos buenos, aunque no sean indoctos, beben en ellos poco a poco el veneno. Si la necesidad, o la caridad, los moviere alguna vez a leer, con las debidas licencias, los libros de nuestros adversarios, se portarán de tal manera, que ni para sí propios resulte peligro, ni se de a los fieles ocasión de escándalo. Quien se subscribe a malos periódicos, o los compra y lee públicamente, aun cuando no corra ningún peligro con su lectura (lo cual juzgamos harto difícil) comete doble pecado, de desobediencia a la Iglesia y de escándalo; y además contribuye con su dinero a la difusión del mal.

656. Absténgase el clero prudentemente de las cuestiones, tocante a asuntos meramente políticos y civiles, sobre los cuales, sin salir de los límites de la ley y la doctrina cristiana, puede haber diversas opiniones; y no se mezcle en partidos políticos, no sea que nuestra Santa Religión, que debe ser superior a todos los intereses humanos, y unir los ánimos de todos los ciudadanos con el vínculo de la caridad y benevolencia, parezca que falta a su misión, y se haga sospechoso su saludable ministerio. Absténganse, pues, los sacerdotes de tratar o discutir estos asuntos en público, ya sea fuera del templo, ya sea, y con más razón, en el púlpito. Esto no ha de entenderse, como si el sacerdote hubiera de guardar perpetuo silencio acerca de la gravísima obligación, que tiene todo ciudadano, de trabajar siempre y en todas partes, aun en los asuntos públicos, conforme al dictamen de su conciencia, y ante Dios, por el mayor bien de la religión, de la patria y del Estado; pero una vez declarada la obligación general, no favorezca el sacerdote a un partido más que a otro, salvo que uno de ellos sea abiertamente hostil a la Religión.

657. Más que todo, recomendamos encarecidamente a los Sacerdotes la unión y concordia de voluntades, para que sea uno el espíritu de todos, así como es una la fe, y una la esperanza de nuestra vocación (Ephes. IV. 4. 5). Para obtener más eficazmente esta concordia, observen los Sacerdotes las instrucciones de los Ordinarios; y estos, conferenciando entre sí, elijan el camino que mejor les pareciere en el Señor.

CAPÍTULO VI

De la piedad de los Clérigos

658. Sabiendo de ciencia cierta que los que se alistan en la malicia clerical, no sólo deben resplandecer por la modestia del traje, sino por el brillo de toda clase de virtudes, y particularmente de la piedad, los exhortamos con vehemencia, para que, atendiendo a su vocación, consagren todos los días, por lo menos, una media hora a la oración mental; purifiquen a menudo su conciencia en el sacramento de la Penitencia; no por amor al estipendio, sino por hambre del Manjar Eucarístico, celebren todos los días el Santo Sacrificio; estén inflamados con singular afecto de piedad hacia el Santísimo Sacramento, y no dejen de visitarlo y adorarlo a menudo. Teniendo siempre presente la excesiva caridad con que nos ha amado Nuestro Señor Jesucristo, procuren alimentarse con las dulzuras de su Corazón, e inflamarse de tal manera en su amor, que lleven impresa en sí mismos su imagen y semejanza. Acójanse al amparo de la Virgen Madre de Dios, que es también Madre del amor hermoso y de los Clérigos muy particularmente; nunca cesen de implorar su patrocinio, tengan de continuo su dulcísimo y poderoso nombre en el corazón y en los labios; y, con la palabra y con el ejemplo, traten empeñosamente de insinuar en los ánimos de todos, la piedad hacia la Madre de Dios.

659. Dentro de casa, como buenos soldados de Cristo, dedíquense al estudio y a la oración, y a imitación de Jesús, en todas partes procuren ser humildes en el andar, graves y rectos en la conversación, afables con el pueblo, no sedientos de vanagloria, no agitados con el aguijón de la soberbia, porque no han sido llamados a la dominación, sino al trabajo, conforme al dicho de Jesucristo: "El mayor de entre vosotros pórtese como el menor" (Luc. XXII. 26).

660. Por causa de la fragilidad tan lamentable de la humana naturaleza, y por las tentaciones de Satanás, que siempre ha buscado de preferencia a los ministros del Salvador para trillarlos como trigo, a veces sucede [exclamdown]oh dolor! que quien ha sido sublimado a la dignidad del sacerdocio lleve una vida contraria a la santidad de su estado, al provechoso ejercicio de su ministerio, a la debida obediencia y a la regularidad. Por tanto, para que, quien debiera edificar a los fieles en la Iglesia de Cristo, no se convierta en piedra de escándalo para su destrucción, se verá el Obispo en la dura necesidad, si ya ha recurrido en vano a otros medios para reducir al extraviado al buen camino, de privar al ministro descarriado de sus sagradas funciones, con la suspensión u otras penas espirituales. Tristísima es, en verdad, la situación de tal sacerdote, sobre todo por las peculiares circunstancias de nuestras regiones, de suerte que por su miseria tanto temporal como espiritual, bien puede compararse al hijo pródigo del Evangelio. Pero no es menos cierto que Nosotros, a semejanza del padre de la parábola, recibimos con paternal amor y compasión a nuestros hijos descarriados. Siempre estamos dispuestos a recibirlos con los brazos abiertos, con tal que, arrepentidos y llenos de confianza, vuelvan a la casa paterna; y les devolveremos los derechos del hijo menor que nunca la abandonó, regocijándonos porque el que había muerto ha resucitado, y el que había perecido, se ha encontrado.

661. Aunque los sacerdotes suspensos de sus sagradas funciones, no puedan exigir del Obispo, que provea a su propia sustentación, si carecen de otros recursos, habrá que ayudarles de algún modo, con paternal afecto, para que más fácilmente vuelvan al buen camino. Para conseguirlo mejor, recomendamos que los que den fundadas esperanzas de conversión vivan, el tiempo que determinare el Obispo, en alguna casa religiosa, o monasterio, o casa de ejercicios que se les señale. De qué manera hayan de conseguirse los fondos para la manutención del sacerdote suspenso, en uno o en otro caso, juzgamos conveniente dejarlo a la resolución que tomaren los Obispos en concilio provincial o sínodo diocesano.

662. No podemos poner punto a este negocio que tanto nos interesa, sin rogar a todas las órdenes religiosas de varones, en nuestras diócesis, con todo encarecimiento, que nos presten su poderoso auxilio en esta obra de caridad sacerdotal, para mayor gloria de Dios y honra de nuestra Madre la Iglesia.

CAPÍTULO VII

De los ejercicios espirituales

663. A nadie se oculta que las virtudes necesarias a la perfección sacerdotal, están expuestas a grandes peligros, y exigen mucho trabajo para defenderlas y conservarlas. Para soportar este trabajo y sostener las fuerzas del espíritu, no bastan siempre los ejercicios ordinarios de piedad, y hay que emplear a veces medios extraordinarios. Entre estos ocupan el primer lugar los ejercicios espirituales que, como escribía Nuestro Santísimo Padre León XIII al Cardenal Vicario el 18 de Diciembre de 1889, "gozan de eficacia maravillosa, para alcanzar la enmienda y la perseverancia en el bien, e infundir nuevo vigor al espíritu en medio de tantos peligros, y de tantas causas de divagación como presenta el mundo". Obsequiando estas paternales admoniciones, decretamos, que perpetuamente se observe la práctica de los ejercicios espirituales, que ya existe en muchas diócesis, y que cada Obispo la promueva y reglamente según las circunstancias locales, pero siempre de modo que cada tres años, cuando no pueda ser con más frecuencia, se sujeten a ellos todos los clérigos de la diócesis, reunidos en alguna santa casa destinada al efecto, donde en medio de la oración, la frugalidad, el silencio y las obras de humildad, se renueven de corazón y de espíritu, escuchen las santas exhortaciones, purifiquen muy de veras y santamente su conciencia con la confesión sacramental, se edifiquen mutuamente, y recreados con más abundantes dones del Espíritu Santo, vuelvan a sus parroquias, a desempeñar con más fruto las funciones de su ministerio.

664. Ninguno se tenga por excusado, a no ser que se vea impedido realmente por alguna causa aprobada por el Obispo; y para que todos puedan asistir, acudan por turnos, en las épocas fijadas por el Obispo. Si por razón de enfermedad, o por falta absoluta de sacerdote que lo sustituya, no puede alguno dejar su parroquia, hágalo saber al Obispo y, si éste otra cosa no dispone, haga los ejercicios en particular para su propia santificación. Recomendamos esta misma práctica en el año o años intermedios en que no puedan asistir a los ejercicios generales del clero. Con no menor ahinco recomendamos, que además de los ejercicios hagan cada mes un día de retiro espiritual, para renovar sus propósitos, corregir los defectos, excitar el fervor y prepararse a la muerte.

665. Estando mandado por los Sumos Pontífices, para muchas regiones, que los que van a recibir las sagradas órdenes se dispongan a ellas con un retiro espiritual, queremos que esta ley se cumpla no sólo a la letra sino con espíritu verdaderamente eclesiástico, y que se practiquen los ejercicios conforme al método ordenado por el Obispo, y bajo el régimen de algún piadoso y experimentado director.

666. Los que son nombrados párrocos, antes de encargarse de la cura de almas practiquen los ejercicios espirituales, siempre que al Obispo pareciere conveniente; para que inflamados de celo y fervor, y enriquecidos con los dones del Espíritu Santo, trabajen más empeñosamente en el cultivo de la Viña del Señor.

CAPÍTULO VIII

De las Conferencias Teológico-litúrgicas

667. Para conservar el conocimiento de las ciencias sagradas, y fomentarlo y aumentarlo con la continua práctica, sirven muchísimo las conferencias sobre materias teológicas y litúrgicas, que se introdujeron en la Iglesia desde los tiempos antiguos, que San Carlos Borromeo llama escuelas y ejercicios, no sólo de los estudios sino de los deberes eclesiásticos, y que Benedicto XIII en el Concilio Romano encareció con vehemencia, con la intención de que no sólo en Roma, donde él las fundó, sino en todo el mundo, se establecieran, como expresamente escribió Benedicto XIV[724].

668. Pío IX igualmente tomó empeño en recomendar que, para que los sacerdotes que deben aplicarse a las ciencias y a la lectura, y están ligados con el deber de enseñar al pueblo, no den punto al estudio de las ciencias sagradas, ni dejen entibiarse su aplicación a las mismas, se establezcan con oportuno reglamento reuniones, en que se trate de Teología moral ante todo y de Sagrados Ritos, y a las cuales deberán asistir los sacerdotes principalmente y disertar sobre dichas materias[725].

669. Por tanto, obsequiando los deseos de la Santa Sede Apostólica, y prestándoles la debida obediencia, queremos que dichas conferencias no sólo se conserven y continúen, donde ya existen, sino que se restablezcan donde por las vicisitudes de los tiempos y otras dificultades han caído en desuso, y se funden donde no las hay.

670. A cada Obispo tocará redactar sus estatutos sobre esta materia, acomodados a las circunstancias de los diversos lugares y del clero, y proponer el método que más estimule a los sacerdotes al cultivo de los estudios, y haga más fructífero para el pueblo el resultado de sus trabajos.

671. Reúnanse todos los sacerdotes, y pórtense de tal suerte, que su santa concordia les permita ayudarse con sus mutuos pareceres, y el pueblo, al ver tanta caridad, conciba mayor estimación a la clase sacerdotal, y con mayor docilidad escuche sus exhortaciones y advertencias. Al tratar las materias, evítese toda vana ostentación de talento o espíritu de partido; hágase todo, como enseña el Apóstol, con caridad, y busquen todos y estimen únicamente la verdad, como el bien seguro que resultará de la conferencia. Tengan presentes estas palabras de la Sagrada Escritura: Frecuenta la reunión de los ancianos prudentes, y abraza de corazón su sabiduría: a fin de poder oír todas las cosas que cuenten de Dios (Ecc. VI. 35).

672. Como puede suceder en algunos lugares de nuestras diócesis, que, por la inclemencia del tiempo, lo largo de los caminos, la escasez de sacerdotes, u otras dificultades, algunos no puedan asistir a las conferencias; según ha inculcado varias veces la Sagrada Congregación del Concilio, supla el Obispo esta falta, proponiéndoles cuestiones morales y litúrgicas, a que periódicamente tengan que responder por escrito, mandando fielmente las respuestas a la curia episcopal.

TÍTULO IX

DE LA EDUCACIÓN CATÓLICA DE LA JUVENTUD

CAPÍTULO I

De las Escuelas Primarias

673. Jesucristo, Señor, legislador y Redentor Nuestro[726], que dijo a sus Apóstoles: A mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id. pues, e instruid a todas las naciones en el camino de la salud, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo: enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos que yo mismo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos[727], ha constituido a su Iglesia infalible maestra de religión hasta el fin del mundo. En cumplimiento de esta divina misión, nunca ha cesado la Iglesia de predicar el Evangelio a toda creatura, y de inculcar a los hombres los preceptos de Dios y los principios de la moral, y de encaminarlos a todos por la senda de la salvación. A ejemplo de su divino Maestro, que mandó que los niños se le acercaran, la Iglesia ha mostrado siempre especialísimo empeño por la cristiana educación de la tierna juventud; y a este fin, con solicitud verdaderamente maternal, dondequiera ha erigido escuelas en que han florecido la fe y la piedad. No pudiendo la cristiana educación de la juventud llevarse a cabo dentro del hogar doméstico, ni tampoco en el templo, es de todo punto necesario que se extienda a las mismas escuelas.

674. De aquí claramente se deduce, que la Iglesia, no sólo tiene por su naturaleza el derecho, independiente de toda potestad humana, de erigir y reglamentar escuelas para la cristiana formación y educación de la juventud católica, sino que le ampara igual derecho de exigir que en todas las escuelas, así públicas como privadas, la formación y educación de la juventud católica esté sujeta a su jurisdicción, y que en ningún ramo de enseñanza se enseñe cosa alguna que sea contraria a la religión católica y a la sana moral. Por consiguiente, los Obispos y demás Ordinarios, en toda clase de escuelas, conviene que tengan libertad absoluta para dirigir la enseñanza católica de la fe y la moral, y toda la educación religiosa de la juventud católica. Además, no debe impedírseles en modo alguno, que, en desempeño de su propio ministerio, vigilen e investiguen, si la doctrina que en los diversos ramos se enseña, es o no conforme con la religión católica[728].

675. Con justicia, pues, fueron condenadas por Pío IX las siguientes proposiciones: "El régimen todo de las escuelas públicas, en que se educa la juventud cristiana de alguna república, con excepción únicamente y hasta cierto punto de los Seminarios episcopales, puede y debe conferirse a la autoridad civil, y de tal suerte, que a ninguna otra autoridad se reconozca derecho alguno de mezclarse en la disciplina de las escuelas, en el método de los estudios, en la colación de grados, en la elección o aprobación de los maestros". -"Exige el buen orden de la sociedad civil, que las escuelas populares, abiertas a los niños de todas las clases del pueblo, y, en general, los establecimientos públicos, destinados a la enseñanza de las letras y ramos superiores, y a la educación de la juventud, estén exentos de toda autoridad, dirección e ingerencia de parte de la Iglesia y plenamente sujetos a la autoridad civil y política, conforme a los decretos de los gobernantes y a las opiniones de nuestro siglo". -"Bien pueden aprobar los católicos ese método de educación de la juventud, que la separa de la fe católica y de la potestad de la Iglesia; que se reduce a la enseñanza de las ciencias naturales, y tiene por fin único o principal, los límites de la vida social en la tierra"[729]. -"La sociedad doméstica, o sea la familia, debe toda su manera de ser únicamente al derecho civil; por tanto, solamente de la ley civil dimanan y dependen los derechos de los padres sobre los hijos, y muy particularmente el derecho de la formación y educación de la prole". -"Hay que apartar al clero, como enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y la civilización, de todo cargo y oficio que se refiera a la educación y formación de la juventud"[730].

676. Por cuanto los jóvenes impregnados desde la niñez en el espíritu del siglo, no sólo se vuelven obcecados secuaces del mundo, sino también enemigos de Cristo en la Iglesia, hay que procurar con todo empeño establecer escuelas católicas primarias, en que la doctrina religiosa ocupe el primer lugar en la educación y la formación[731]. Juzgamos que el medio más eficaz para hacer frente a tan graves males, es decir, a la plaga mortal del indiferentismo y a la corrupción de costumbres que provienen de una mala educación, consiste en que, en cada diócesis, y junto a cada Iglesia parroquial, en cuanto sea posible, se establezcan escuelas primarias, en las cuales la juventud católica se eduque, tanto en las letras y en las artes liberales, como en la religión y las buenas costumbres.

677. Por tanto, no sólo exhortamos, sino que mandamos con toda la autoridad de que estamos revestidos, a los padres de familia y tutores católicos, que alejen a la prole a ellos encomendada, de las escuelas en que se excluye la autoridad de la Iglesia y el influjo saludable de nuestra religión; a no ser que concurran tales circunstancias que, por causas suficientes aprobadas por el Obispo, y con las oportunas precauciones y remedios, hagan que el frecuentar tales escuelas pueda tolerarse por cierto tiempo y en algún caso particular. En esta materia hay que tener a la vista las instrucciones del Santo Oficio, en que varias veces se han resuelto ciertas dudas sobre la asistencia a escuelas mixtas o neutrales[732]. Además, exhortamos con ahinco a los mismos padres y tutores, a que envíen la prole confiada a su cuidado, a las escuelas parroquiales, a no ser que en su casa o en otras escuelas católicas, provean suficientemente a la formación y educación de sus hijos. A juicio de los Ordinarios se deja el definir, cuáles puedan llamarse escuelas católicas.

678. Para que los padres de familia católicos puedan desempeñar, como es justo, este importantísimo deber de la educación cristiana que tienen para con sus hijos, mandamos a todos los párrocos que, en aquellas parroquias que todavía no tengan escuelas católicas suficientemente buenas, funden, ya sea personalmente, ya sirviéndose de otros, escuelas primarias que sean de veras católicas, en cuanto esto pueda llevarse a cabo según el juicio del Obispo, y en el tiempo y del modo que defina el Ordinario.

679. Advertimos igualmente a todos los fieles, el gravísimo deber que les incumbe, de ayudar a sus Ordinarios para la fundación y conservación de las escuelas primarias o parroquiales. Por lo cual, son dignos de severa reprensión, si por su descuido no pueden existir escuelas católicas, o si por falta de auxilios pecuniarios tienen que cerrarse las que existen, o si, lo que es peor todavía, por la dejadez de los fieles en el legítimo ejercicio de su derechos de ciudadanos, y por las maquinaciones de los incrédulos, no reprimidas a causa de la desidia de aquellos, se convierten en escuelas contrarias a la mente de la Iglesia.

680. Siendo de altísima importancia que las escuelas católicas una vez erigidas, se constituyan como es debido, se administren con aptitud, y estén a la altura que requieren la educación cristiana y la civil, es necesario poner en juego todos los medios a propósito para alcanzar tan alto objeto. Por tanto, incúlquese ante todo a los seminaristas, que uno de los principales deberes de los sacerdotes en la época presente, es la cristiana educación de la juventud, la cual es imposible sin escuelas paroquiales, u otras que sean de veras católicas. Aprendan también el método de explicar a los niños, de una manera clara y sólida, el catecismo y la historia sagrada. Por último, como sucede que, una vez empleados en la cura de almas, tienen algunas ocasiones que encargarse personalmente de la dirección de las escuelas, en las clases de Teología pastoral y moral explíquenseles, aunque sea someramente, los principios pedagógicos, e indíquenseles los mejores autores que tratan de la materia.

681. Los sacerdotes empleados en la cura de almas, y en especial los párrocos, unidos entre sí, promuevan el adelanto de las escuelas primarias, mírenlas como la niña de sus ojos, y visítenlas con frecuencia, conforme a lo mandado por el Obispo. Tengan especial cuidado de enseñar personalmente el catecismo y la historia sagrada. Y si de ordinario no pueden hacerlo en persona, al menos cuiden de que los maestros no falten a su deber en esta materia. Ni se figuren los párrocos que han cumplido con su deber, limitando su vigilancia a la exacta explicación de los rudimentos de la fe. Miren bien a la moral de los discípulos, y vean cómo se enseñan los otros ramos, de suerte que nada haya que ofrezca peligro a la fe o a la moral; y trabajen para que los libros nada contengan que de cualquier manera disienta de la doctrina de la Iglesia. Cuiden muchísimo al maestro de escuela; excítenlo, enséñenlo, ayúdenlo con toda la diligencia y caridad posible. Donde pueda llevarse a efecto, enséñese en las escuelas el canto, sobre todo el litúrgico.

682. Como el progreso de las escuelas primarias estriba, en su mayor parte, en tener maestros capaces y dignos, hay que tener especial cuidado de que sólo se pongan personas idóneas y buenas al frente de las escuelas. Con toda clase de estímulos debe animarse a los maestros a perseverar en sus arduas tareas; pues es muy noble, y de grande importancia, el oficio que desempeñan. Ellos son eficaces cooperadores de la Iglesia y de los padres de familia, en procurar la salvación de las almas; y de su actividad y trabajo dependen en gran parte el bienestar de la posteridad, y la salvación de las almas y del Estado. Grande es también la necesidad de poner en juego, con tiempo, los medios oportunos para formar y preparar para lo futuro maestros buenos y capaces. Así como nunca se tendrá clero bueno, lleno de celo y distinguido por su vasta erudición, sin buenos seminarios, así también, en vano se buscarán maestros aptos y honrados, si se descuida su formación.

683. Ninguno, pues, se admita para el magisterio, en las escuelas primarias en que la Iglesia ejerce su jurisdicción, si no diere pruebas manifiestas de fe y honradez y presentare el debido examen de capacidad[733]. El Obispo determinará la forma de estos exámenes; conviene, empero, que se hagan en cada diócesis ante un jurado de personas competentes en materias escolásticas, y delegadas a este fin por el Obispo. Terminado el examen, entréguese a todo el que fuere aprobado por los examinadores el correspondiente diploma, o certificado auténtico de aptitud, limitado según las circunstancias a un periodo más breve o más largo.

684. Para que haya siempre disponible un número suficiente de maestros y maestras, a quienes sin dificultad pueda entregarse la dirección de las escuelas católicas, podrán fundarse en las diócesis o provincias eclesiásticas en que esto sea posible, escuelas normales a guisa de los seminarios clericales. La dirección de estas escuelas normales podrá confiarse, con gran provecho, a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, o a otros Institutos análogos, si se trata de maestros; la educación de las maestras podrá confiarse sabiamente a las Congregaciones de piadosas hermanas, que suelen encargarse de esta empresa, conforme al objeto de su fundación[734]. Y si además, (como ardientemente deseamos) se encargan también de nuestras escuelas de primeras letras, religiosos de las mismas escuelas cristianas, o piadosas maestras de diversas congregaciones, de las que en tantas partes del mundo se dedican con tanto provecho a la enseñanza, en breve tiempo también en nuestras diócesis habrá suficiente número de maestros.

685. Por cuanto la disciplina mejor establecida pronto se relaja, y los decretos más sabios caen en desuso, si no hay quien vigile y urja sobre su observancia, mandamos que con frecuencia se visiten las escuelas que de un modo eficaz permanecen sujetas[735] a la jurisdicción del Obispo. Por lo cual, además de la inspección que practica el cura párroco en virtud de su cargo, mandamos que en cada distrito de la diócesis, cuyos límites señalará el Obispo, se nombre un sacerdote competente que ejerza el cargo de inspector de escuelas. Este, una o dos veces al año por lo menos, visitará las escuelas de su distrito, y rendirá al Obispo cuenta de su visita. Aunque el objeto principal de la visita se refiere a la educación religiosa, de ninguna manera ha de limitarse a ésta únicamente, sino que ha de abrazar todo el estado de la escuela parroquial. Transmitiéndose las relaciones de las diversas visitas, a un sacerdote de la curia episcopal que tenga el cargo de jefe de inspectores, el Obispo tendrá fácilmente las noticias oportunas y necesarias de sus escuelas, y de los remedios que, según las opiniones de los diversos inspectores, hayan de emplearse.

CAPÍTULO II

De las Escuelas de segunda enseñanza

686. Creciendo cada día el número de jóvenes, que, terminados los estudios primarios aspiran a un curso de educación superior, ya sea para practicar el comercio con mayor habilidad, ya sea para prepararse a los empleos civiles y políticos, nos ha parecido conveniente proponer a los fieles cometidos a nuestro cuidado, algunos preceptos y advertencias acerca de las escuelas secundarias. A los padres que se ven en la dura necesidad de mandar a sus hijos a seguir alguna carrera especial en colegios no conformes con los principios de enseñanza católica, exhortamos encarecidamente, a que aparten lo más lejos posible de sus hijos los peligros de perder la fe y las buenas costumbres, teniendo siempre presentes las palabras de Jesucristo: ¿De qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? (Matt. XVI, 26). En esta materia, ténganse siempre presentes los decretos e instrucciones de la Santa Sede. Y si hubiere a la mano colegios católicos de estudios superiores, adonde puedan mandar a sus hijos una vez terminados los estudios primarios, les recordamos la gravísima obligación que les incumbe, de no preferir otros colegios a los que son de veras católicos.

687. Rogamos en el Señor a aquellos de nuestros fieles que han sido favorecidos con abundancia de bienes temporales, que contribuyan generosamente a la fundación y mejora de colegios de segunda enseñanza, dotados de cátedras tanto de letras humanas, como de matemáticas y ciencias naturales, y de escuelas de comercio. Aquellos entre los fieles a quienes es dado ocupar altos puestos en el gobierno, procuren con todo ahinco que las leyes civiles nada contengan que sea contrario a la legítima libertad de la Iglesia en asuntos de educación, o lastime las conciencias de los católicos, y conduzca al sostenimiento de escuelas perversas con los fondos públicos. Procuren antes bien, con todas sus fuerzas, que el sistema general de educación en todos los Colegios de segunda enseñanza, sea conforme a la fe católica, y se defienda y lleve adelante por los gobiernos locales y municipios[736].

668. Los rectores y profesores de los Colegios de segunda enseñanza, conviene que sean de tales cualidades, que, teniendo presente lo elevado de su cargo, se dediquen con toda su alma a la educación y formación de la juventud católica. Por tanto, con la palabra y con el ejemplo aparten a sus discípulos de los peligros de perder la fe y la moral, así en los colegios como fuera de ellos, y cuiden de que toda la formación de los niños y adolescentes sea conforme a la doctrina católica, y animada del espíritu cristiano[737].

689. Ante todo, la doctrina católica sobre la fe y la moral, expóngase a todos los discípulos con amplitud y solidez, atendiendo a su edad ya más madura y teniendo presentes los peligros y necesidades de nuestra época; y no se tome cualquiera el cargo de enseñar la religión cristiana por sí y ante sí, sino que tiene que ser legítimamente enviado y aprobado por la competente autoridad eclesiástica. Para explicar la doctrina cristiana, aun en estos Colegios de segunda enseñanza, úsense únicamente los libros de texto y los métodos aprobados por el Obispo[738]. Por otra parte, téngase siempre ante los ojos la Instrucción, que sobre esta materia dio a luz la Suprema Congregación del Santo Oficio, el 24 de Noviembre de 1875[739].

690. Por cuanto no puede arraigarse la religión católica en los ánimos de aquellos niños y jóvenes que se hallan expuestos a tantos peligros y tentaciones, si a la teoría no se añade la práctica de la misma religión, los catequistas, o catedráticos de religión[740], deben poner particular empeño en inculcar a la juventud la práctica de la fe. Por lo cual hay que cuidar que la estudiosa juventud, aun en los colegios de segunda enseñanza, asista todos los días al sacrificio de la Misa, y frecuente los Sacramentos de la Penitencia y Eucaristía; que practique periódicamente los ejercicios espirituales, y agrupada en cofradías se estimule a las obras buenas, y reciba el antídoto contra los peligros que la amenazan. Como en nuestro siglo se va generalizando más y más la costumbre de admitir también a las señoritas a los estudios superiores, en ciertas escuelas e institutos, aprobamos el afán de hacer adelantar también a las niñas en el estudio de las ciencias y en la educación civil; siempre que se lleve a efecto salvos los principios de la fe católica, de la honestidad de costumbres y de la sana razón. Por lo cual recomendamos que las señoritas católicas, cuyas circunstancias exijan o pidan esta instrucción y educación superior, frecuenten los establecimientos de alta enseñanza que con aprobación de los Obispos hayan fundado señoras verdaderamente católicas o monjas. Pero prohibimos terminantemente que las señoritas católicas se manden a esos establecimientos de educación superior en que se educan promiscuamente con niñas no católicas, o que cometan la atroz aberración de frecuentar los colegios superiores que son comunes a los varones.

691. Por último, exhortamos, en el Señor a los Rectores y profesores, que no se contenten con formar discípulos que resplandezcan por la pureza de la fe y la bondad de costumbres, sino que con todas sus fuerzas se empeñen para que prueben con los felices resultados, que los institutos católicos sobrepujan a los demás en las letras, las artes y las ciencias. Con este empeño, colmarán abundantemente los deseos de los padres de familia, confundirán las calumnias de los enemigos de la religión, se harán altamente beneméritos de nuestras Repúblicas y de la Iglesia, y para sí propios ganarán inmarcesible corona, conforme al dicho de Daniel: (XII, 3): Los que hubieren sido sabios brillarán como la luz del firmamente; y como estrellas por toda la eternidad, aquellos que hubieren enseñado a muchos la justicia o la virtud.

CAPÍTULO III

De las Universidades y Facultades Mayores

692. Las Universidades, desde la edad media en que por primera vez se establecieron, quedaron sujetas a la jurisdicción de la Iglesia. Ella fundó la mayor parte de las Universidades o Colegios para estudios generales, o por lo menos las colmó de altísimos favores y privilegios, y con justicia interpuso su autoridad la Sede Apostólica. Por cuanto a los Romanos Pontífices, en virtud del sublime cargo Apostólico que les ha sido confiado, toca principalmente defender la fe católica y conservar íntegro y sin mengua el depósito de su santa doctrina; a ellos toca también necesariamente el dirigir la enseñanza de las ciencias sagradas que públicamente se enseñan en las Universidades. De aquí es que, conforme a la disciplina vigente, es atribución del solo Romano Pontífice, el erigir facultades de Sagrada Teología y Derecho Canónico, darles el derecho de conferir grados académicos, y condecorarlas con el nombre y los privilegios de Universidad católica y eclesiástica[741]. Cuya potestad del Romano Pontífice no es obstáculo a que quede salva la autoridad de los Obispos, sobre la vigilancia, visita y reforma de las Universidades, aprobada por el mismo Concilio de Trento[742].

693. Como, conforme a la mente de la Iglesia, las Universidades han de ser insignes mansiones de las ciencias, a las cuales ha de acudir la juventud estudiosa, aun de las comarcas más remotas, para recoger los preciosos tesoros de la sabiduría, sus profesores deben ser ante todo insignes en toda clase de ciencias, han de resplandecer por su amor a la verdad y esforzarse por defender e ilustrar la fe católica con argumentos invencibles. Porque[743] nunca puede haber verdadero disentimiento entre la fe y la razón, puesto que el mismo Dios, que revela los misterios e infunde la fe, es quien ha encendido en el ánimo del hombre la luz de la razón.

694. Para mejor defender e ilustrar la fe católica, los profesores de ciencias sagradas sean entre todos los más insignes. Para llegar con más seguridad a este noble objeto, sigan las doctrinas aprobadas por la Santa Sede Apostólica[744], y detesten las proposiciones por ella condenadas; sigan las huellas de los SS. Padres y Doctores de la Iglesia, y sean ante todo fieles discípulos e intérpretes de Santo Tomás. Al mismo tiempo que se esfuerzan por apropiarse, cultivar y explicar las doctrinas que los ingenios de los primeros siglos, con inmenso trabajo e igual facilidad nos inculcaron, no desdeñen, y sí examinen los estudios modernos, y aprueben lo que en ellos haya bueno, repudiando los errores que se encontraren. Por tanto, siguiendo el ejemplo de los insignes Doctores de la antigüedad, adviertan a sus discípulos los peligros que amenazan a la fe, fortifíquenlos contra los errores dominantes, fomenten en sus ánimos la reverencia y el amor a la religión, para que puedan llenar su deber como cumple a varones católicos y ser beneméritos de la República cristiana.

695. Aquellos entre nuestros jóvenes que frecuentan las Universidades, dedíquense de tal suerte al estudio de las letras, que mientras aspiran a los supremos grados académicos, reciban al mismo tiempo el último complemento de la educación cristiana, y adunen la perfecta observancia de los mandamientos de esa fe católica que han conservado íntegra. Difícil es que puedan llegar en las Universidades a este último grado de perfección en la educación, si, abandonados a sí propios, carecen de los saludables auxilios de la Iglesia. Por lo cual, hay que poner los medios para que la palabra de Dios se predique a la estudiosa juventud, de una manera adaptada a sus circunstancias, que se induzca a los jóvenes a los ejercicios de piedad, a la asistencia a los templos y frecuentación de los Sacramentos, que se les congregue sobre todo en pías hermandades y asociaciones académicas, donde, apartados de las malas compañías y unidos con los vínculos de la amistad cristiana, crezcan siendo esperanza de la República y de la Iglesia; y unidos entre sí, aun después de terminados los estudios, defiendan la causa de la justicia y de la Iglesia.

696. Sería de desearse que cada república o comarca de la América Latina tuviera su Universidad verdaderamente católica, que fuera centro de las ciencias, de las letras y de las buenas artes. Aunque este fin no pueda lograrse inmediatamente en todas partes, hay por lo menos que preparar el camino y buscar los medios de alcanzarlo. Ante todo hay que procurar con empeño que se multipliquen los establecimientos inferiores, y se perfeccionen con la severa disciplina religiosa y moral, la profundidad y extensión de la enseñanza, y la aptitud y pericia de los maestros. Porque en balde se erigirán universidades, si no hay a la mano competentes profesores y buenos discípulos. Además, las Universidades que ya existen, deben reglamentarse y dirigirse conforme a las reiteradas promesas hechas a la Sede Apostólica por los gobiernos en los concordatos[745]. Entretanto, conviene que los varones doctos en las diversas ciencias, se adunen en asociaciones libres, y con folletos, libros, periódicos y congresos científicos, con la doctrina de varones eminentes y el arreglo y aumento de bibliotecas y archivos, preparen mejores tiempos para la Iglesia y la sociedad.

697. En las regiones en que no puede haber Universidades propiamente dichas, para que no se haga demasiado difícil a los clérigos más distinguidos por piedad y talento el conseguir grados académicos, sería de desearse que en el Seminario Metropolitano, o en otro que designe el voto de los sufragáneos, se erijan, con autorización de la Santa Sede, facultades de estudios mayores, o sea de filosofía escolástica, de Teología y del Derecho canónico, reglamentadas conforme a las constituciones trazadas de común acuerdo por los Obispos de aquella región o provincia, y examinadas como de costumbre por la Sagrada Congregación de Estudios.


705. Cfr. Syn. Ostien. et Velitern. an. 1892, p. 2. art. 10.
706. Cfr. Mach. Tes. del Sac. ed. 12, n. 463 seq. ubi de Benedictionibus.
707. Ad Heb. v. 4.
708. Conc. Trid. sess. 23. cap. 18 de ref.
709. V. Appen. n. XCV.
710. V. Appen. n. CXXVII.
711. Pius IX. Encycl. Qui pluribus, 9 Noviembre 1846.
712. Conc. Trid. sess. 22 cap. I de ref.
713. Epist. Ex quo dilectus, 14 Enero 1747.
714. V. Appen. n. CVIII.
715. V. Appen. n. LXVII.
716. V. Appen. n. LXXV.
717. V. Appen. n. LXXXVI. Cfr. etiam. n. CXI.
718. Ad rem facit formularium in Appen. n. CXXXI positum, vel aliud simile.
719. Epist. S. C. C. ad conv. Ep. Prov. Mediol. an. 1849 (Coll. Lac. VI pag. 724).
720. Conc. Trid. sess. 14, cap. 6.
721. Ibid.
722. Conc. Trid. sess. 22. cap. I. de ref.
723. Bened. XIV. De Syn. l. 10 c. 6. n. 3.
724. Bened. XIV. Instit. 32. n. 7.
725. Pius IX. Encycl. Singulari quidem, 17 Marzo 1856.
726. Conc. Trid. sess. 6. can. 21.
727. Matth. XXVIII. 18-20.
728. Cfr. Conventiones initas cum civitatibus Americae Latinae.
729. Pius IX. Syllab. prop. 45, 47, 48.
730. Pius IX. Encycl. Quanta cura, 8 Diciembre 1864.
731. Pius IX. Litt. Quum non sine, 14 Julio 1864, ad Archiep. Friburg. V. Appen. n. XXIV.
732. V. Appen. n. XXVIII, XXXVII.
733. Cfr. citat. Convent. cum civitatibus Americae Latinae.
734. Ibid.
735. Leo XIII. Const. Romanos Pontífices. V. Appen. n. XLVI.
736. Cfr. citat. Convent. cum civitatibus Americae Latinae.
737. Cfr. citat. Convent. cum civitatibus Americae Latinae.
738. Cfr. citat. Convent.
739. V. Appen. n. XXXVII.
740. Ibid.
741. Leo XIII. Const. Cum Apostolica, 5 Febrero 1889.
742. Sess. 25 cap. 2 de ref.
743. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
744. Leo XIII. Encycl. Aeterni Patris, 4 Agosto 1879.
745. Cfr. cit. Convent. cum civit. Americae Latinae.