CONCILIO PLENARIO DE LA AMÉRICA LATINA


 

TÍTULO II

DE LOS IMPEDIMENTOS Y PELIGROS DE LA FE

CAPÍTULO I

De los principales errores de nuestro siglo

97. Así como la verdad es la libertadora y defensora de los pueblos, así la falsedad y el error son el obstáculo que se opone a la felicidad tanto de los individuos como de las sociedades; y si casi en todos los Estados que se glorían de su civilización, hay tantas y tan terribles calamidades, debe atribuirse con justicia a los errores y falacias de los impíos. A nadie se oculta que en este nuestro siglo nefasto han declarado cruda guerra al catolicismo, esos hombres que, unidos entre sí en nefando consorcio, no sufriendo la sana doctrina, y cerrando los oídos a la verdad, se esfuerzan por sacar de sus escondrijos todo género de abominables errores, por hacinarlos cuanto pueden, y por divulgarlos y diseminarlos. Nos horroriza y aflige en extremo el recordar los mostruosos errores, los variados e innumerables artificios para hacer daño, las asechanzas y maquinaciones con que estos enemigos de la verdad y de la luz, y hábiles inventores de engaños, trabajan por extinguir en todos los corazones el amor a la honestidad, por corromper las costumbres, trastornar todo derecho divino y humano y conmover, derribar, y si fuera posible, arrancar de cuajo la religión católica y la sociedad civil[129].

98. Para evitar tantos y tan grandes peligros en todas líneas, procuren los fieles con todas sus fuerzas huir como de peste mortífera, aun de toda apariencia de error. Y por cuanto, como dice S. Bernardo[130], nunca se engaña al bueno sino simulando lo bueno, por ningún motivo escuchen los fieles, antes bien, con mayor fortaleza desechen las falacias de aquellos que invocando falsamente los nombres de civilización, progreso, ciencia, humanidad, beneficencia o filantropía, y fingiendo motivos de amistad y cariño, poco a poco enredan a los incautos en los lazos de la perdición. Teman más todavía las declamaciones de aquellos, que no siendo muy ortodoxos en materia de religión, quieren ser considerados y aparecer religiosos, en algunas solemnidades públicas del culto católico.

99. Con el Concilio ecuménico Vaticano condenamos la impiedad de los que, engañándose a sí mismos y a los demás, se jactan de profesar el ateísmo. Por tanto si alguno negare que hay un solo Dios verdadero, Creador y Dueño de las cosas visibles e invisibles, sea anatematizado[131].

100. Condenamos igualmente las falsas doctrinas de los materialistas, que reducen al hombre a un mero organismo corporal y suprimen por completo la espiritualidad del alma y toda moralidad. Por tanto, si alguno no se avergonzare de afirmar que fuera de la materia nada existe, sea anatematizado[132]. De igual manera condenamos la increíble aberración de aquellos que, olvidados de la dignidad humana, no temen afirmar que los hombres, dotados de alma espiritual y de razón, descienden de los animales.

101. Desechamos y condenamos los delirios de los panteístas, y declaramos lo siguiente con el Concilio Vaticano: Si alguno dijere que la sustancia y la esencia de Dios y la de todas las cosas es una y la misma; o que las cosas finitas así corpóreas como espirituales, o por lo menos las espirituales, emanaron de la divina sustancia; o que la divina esencia en la manifestación o evolución de sí propia se convierte en todas las cosas; o que Dios es un ente universal o indefinido, que determinándose constituye la totalidad de las cosas, separada en géneros, especies e individuos; sea anatematizado[133]. Igualmente, si alguno no confiesa que el mundo y todas las cosas que en él se contienen, tanto espirituales como materiales, en toda su substancia, fueron creadas por Dios de la nada; o dijere que Dios las creó, no por una voluntad exenta de toda necesidad, sino por una necesidad igual a la necesidad que tiene de amarse a sí mismo, o negare que el mundo fue creado para la gloria de Dios, sea anatematizado[134].

102. Condenamos y desechamos los errores de los racionalistas, quienes proclamando que la razón humana es la única fuente de toda verdad especulativa y práctica, excluyen el orden sobrenatural, y despreciando la autoridad de Dios revelador y de la Iglesia docente, juzgan que el hombre debe ser guiado sólo por la luz de la razón. Por tanto, con el Concilio Vaticano declaramos: Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y una perfección superior a la natural, sino que por sí solo puede y debe llegar con progreso continuo a la posesión de toda verdad y todo bien, sea anatematizado[135]. Por tanto, condenamos el error de aquellos que no temen afirmar que la razón humana, sin tener a Dios en cuenta en modo alguno, es el único juez de la verdad y del error, del bien y del mal, que ella es su propia ley, y que con sus fuerzas naturales basta para procurar la prosperidad de los hombres y de los pueblos[136]. Desechamos igualmente todos los errores de cuantos discurren de esta manera: Puesto que la razón humana es equivalente a la misma religión, por tanto las ciencias teológicas han de tratarse ni más ni menos que como las filosóficas: o que raciocinan de esta obra: Todos los dogmas de la religión cristiana sin diferencia alguna, son objeto de las ciencias naturales o de la filosofía; la filosofía no puede ni debe someterse a autoridad alguna; la filosofía debe tratarse sin tener en cuenta para nada la revelación sobrenatural[137].

103. Condenamos aquí, como contagiados por la peste del naturalismo bien a aquellos que en el orden especulativo ensalzan a tal grado la ciencia humana y los derechos de la razón, que desechan hasta la misma noción de la revelación, bien a aquellos que en el orden práctico, quitando a la sociedad toda revelación, y toda autoridad de Dios y de la Iglesia, proclaman la separación de la Iglesia y del Estado y el ateísmo político, cubierto con la máscara de civilización y de progreso. Condenamos de igual suerte las falsas doctrinas del positivismo, que tan absurda como impíamente pretende que la mente humana no alcanza a tocar la naturaleza de las cosas, sino únicamente los fenómenos que caen bajo los sentidos; que enseña que ninguna fuerza demostrativa ha de atribuirse a los argumentos llamados a priori, sino únicamente a los hechos probados con observaciones y experimentos, como suele hacerse en las cosas físicas; y que todas las doctrinas metafísicas acerca de Dios, del mundo y del alma, deben ser consideradas otras tantas quimeras como que se refieren a materias impenetrables a la investigación humana. De este fatal error que defiende a la par el ateísmo, el materialismo y el naturalismo, juntos en uno solo, guárdense con gran cuidado los incautos estudiantes de medicina y ciencias naturales, cuya atención suelen llamar los libros y tratados casi innumerables de autores hostiles a la fe católica, escritos con grande aparato de falsa erudición y ciencia, pero ajenos por completo a la sólida y recta filosofía.

104. Del naturalismo se derivan todos los errores del liberalismo. El blanco a que miran en filosofía los Naturalistas y Racionalistas, es el mismo a que tienden en materias morales y políticas los fautores del Liberalismo, quienes llevan a la vida práctica los principios sentados por los Naturalistas. Pretenden que en ella no hay autoridad divina que obedecer, sino que cada cual es su propia ley; de donde nace esa filosofía moral que llaman independiente, que con apariencia de libertad aparta la voluntad de la observancia de los divinos preceptos, y suele dar al hombre desenfrenada licencia[138].

105. El peor carácter del Liberalismo, y la mayor degeneración de la libertad, consiste en desconocer por completo la soberanía de Dios y en rehusarle toda obediencia, así en la vida pública, como en la privada y en la doméstica. Grande afinidad tienen con él, los principios de aquellos que convienen en que es preciso sujetarse a Dios, mas en cuanto a las leyes dogmáticas o morales que no alcanza a comprender la naturaleza, pero que han sido dadas con autoridad divina, las rechazan audazmente, o por lo menos declaran que no se deben tener en cuenta, especialmente en la vida pública del Estado[139].

106. Divídese el liberalismo en dos opiniones. Muchos quieren que el Estado esté separado de la Iglesia radicalmente y en su totalidad, de suerte que en la constitución de la sociedad, en sus estatutos, costumbres, leyes, empleos públicos, o en la educación de la juventud, no haya que tomarse la Iglesia en más consideración que si no existiese; permitiéndose a lo sumo individualmente a los ciudadanos el practicar en lo privado la religión si les pluguiere. Admiten, por tanto, este absurdo principio: que el ciudadano venere a la Iglesia y el Estado la desprecie. Otros no desconocen, ni pueden desconocer, la existencia de la Iglesia; pero la despojan de su índole y de sus derechos naturales de sociedad perfecta, y pretenden que no le compete legislar, juzgar, castigar, sino únicamente amonestar, exhortar y gobernar a los que espontánea y voluntariamente se le sujeten. Exageran, además, el poder y autoridad del Estado hasta el extremo de sujetar la Iglesia de Dios al imperio y potestad del mismo Estado, como una de tantas compañías o asociaciones voluntarias de ciudadanos[140].

107. A muchos, por último, no agrada la separación de la Iglesia y del Estado; pero juzgan que aquella debe plegarse a las exigencias de los tiempos, y acomodarse a lo que la prudencia actual requiere para la buena administración de las naciones. Justa es esta opinión, si se entiende de ciertas medidas equitativas compatibles con la verdad y la justicia; es decir, cuando la Iglesia, con la esperanza de algún gran bien se muestra indulgente, y concede a los tiempos cuanto buenamente puede, salva la santidad de su misión. Sobre ésto no toca a ningún particular decidir sino sólo a la Iglesia y a su Jefe Supremo. Otra cosa debe decirse, si aquella opinión se refiere a asuntos o doctrinas que las transformación en las costumbres, o erróneos juicios, han introducido contra todo derecho. No hay época alguna en que se pueda vivir sin verdad sin religión y sin justicia; habiéndolas puesto Dios, santas y de grande importancia como son, bajo la tutela de la Iglesia, extraño sería el querer que disimularan lo que es falso o injusto, o prestaran su connivencia a las maquinaciones contra la religión[141].

108. Desechamos y condenamos los errores del indiferentismo, o sea de aquellos que afirman que cada cual es libre para abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de su conciencia, juzgare verdadera; que los hombres, sea cual fuere su culto y religión, pueden hallar el camino de la salvación y conseguir la eterna gloria; o que por lo menos, hay que fomentar esperanzas sobre la eterna salvación de aquellos que no viven en el seno de la verdadera Iglesia[142].

109. Nadie ignora, dice el Concilio Vaticano, que las herejías que condenaron los Padres Tridentinos, por cuanto habiendo desechado el magisterio divino de la Iglesia sometieron al juicio individual todo lo perteneciente a la religión, se han ido poco a poco disolviendo en muchas sectas, que disintiendo entre sí y combatiendo las unas contra las otras, han dado por resultado que la fe en Jesucristo se ha perdido en muchos de sus adeptos. Así es que la misma Biblia sagrada que antes se proclamaba única fuente y juez de la doctrina cristiana, ya no se considera divina, sino que ha empezado a relegarse entre las fábulas mitológicas[143]. De lo cual ha tenido que resultar que surgiesen muchas sentencias diversas y opuestas entre sí, aun sobre aquellas materias que son las principales entre los conocimientos humanos[144]. Por tanto, yerran cuantos afirman que el Protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana, en la cual se puede agradar a Dios ni más ni menos que en la Iglesia Católica[145].

110 Del Protestantismo han emanado todos los errores político-sociales que perturban las naciones. "A la que llaman Reforma (dice N. Smo. Padre León XIII) cuyos favorecedores y caudillos hicieron cruda guerra con sus nuevas doctrinas a los poderes eclesiásticos y civiles, siguieron repentinos tumultos y audaces rebeliones, sobre todo en Alemania, que acarrearon tales matanzas y disensiones civiles tan sangrientas, que casi no hubo lugar que no se viera presa de revoluciones e inundado en sangre fraterna. De aquella herejía nacieron el siglo pasado esa mentida filosofía y ese derecho que llaman nuevo, y la soberanía popular y esa desenfrenada licencia que muchos juzgan es únicamente libertad. De estas se pasó a las plagas colindantes, del Comunismo, del Socialismo y del Nihilismo, negros verdugos y casi sepulcros de la sociedad civil"[146]. Lo que con igual motivo ha de entenderse del Anarquismo.

111. Desechando juntamente con los mencionados, cualesquiera otros errores, y en especial aquellos que se asientan en las Letras Apostólicas Testem benevolentiae[147], declaramos que no puede la Iglesia aprobar esa libertad, que engendra el desprecio de las leyes santísimas de Dios y desecha la obediencia debida a la potestad legítima. Esta es licencia más bien que libertad; y con justicia la llaman, S. Agustín libertad de perdición, y el Apóstol S. Pedro velo de malicia (I Petr. 11. 16): no sólo, sino que siendo irracional es verdadera esclavitud, porque quien comete el pecado es esclavo del pecado (Joan. VIII. 34). Por el contrario la libertad verdadera y apetecible es aquella que, si se atiende a la vida privada, no permite al hombre ser esclavo de los errores y pasiones, que son los tiranos más crueles; y si se trata de la vida pública, es la prudente reina de los Estados, suministra abundantemente los medios de aumentar el bienestar y la prosperidad, y defiende las naciones de la dominación extranjera. Ahora bien, todo lo que en los Estados contribuye al bienestar general; todas las instituciones útiles para poner coto a la licencia de los gobernantes que abusan del pueblo o que por el contrario impiden al gobierno que viole las libertades municipales o domésticas; cuanto sirve para sostener el decoro y la dignidad humana, y establecer la igualdad de derechos individuales, de todo esto la Iglesia Católica ha sido siempre inventora, favorecedora o defensora, como atestiguan los documentos de los siglos pasados. Siempre consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la libertad desenfrenada, que acarrea la licencia y la esclavitud al individuo y a la sociedad, por otra parte acepta de buena gana las mejoras que traen los tiempos presentes, siempre que de veras constituyan la prosperidad de esta vida, que es como una jornada que nos conduce a la vida sin fin. Por tanto, el decir que la Iglesia se opone a la constitución moderna de las naciones, y que sistemáticamente rechaza cuanto produce el adelanto de nuestro siglo, es una vana y pura calumnia[148].

CAPÍTULO II

De los libros y periódicos malos

112. Declaramos que por derecho natural está prohibido leer y retener libros y periódicos malos por el peligro de perversión inminente para los lectores de semejantes lucubraciones. En cuanto a los libros prohibidos por la Iglesia, no es lícito leerlos ni tenerlos, aun cuando alguno juzgue que no hay para él peligro en su lectura.

113. Entre los diversos géneros de asechanzas con que los astutos enemigos de la Iglesia y de la sociedad tratan de seducir y corromper a los pueblos, uno de los principales es el que hace tiempo suministra a sus perversos designios el mal uso del arte de la imprenta. Por consiguiente todo su empeño es publicar, divulgar y multiplicar continuamente folletos, periódicos y hojas sueltas, llenas de mentiras, calumnias y seducciones.

114. La solícita y providente vigilancia de la Iglesia ha trabajado siempre con ahinco en apartar a los fieles de la lectura de aquellos libros, que pudieran causar daño a los incautos y sencillos sobre todo, e imbuirles ideas u opiniones contrarias a la pureza de la moral, o a los dogmas de la religión católica[149].

115. Sepan, pues, los fieles, que incurren en excomunión latae sententiae reservada de un modo especial al Romano Pontífice todos y cada uno de los que a sabiendas leyeren, sin autoridad de la Silla Apostólica, los libros de los apóstatas y herejes que defienden la herejía, y los libros de cualquier autor nominalmente prohibidos por Letras Apostólicas, y los que retienen, imprimen, o defienden de cualquier manera los mismos libros[150]; cuya censura alcanza también a aquellos que a sabiendas leen las publicaciones periódicas encuadernadas como folletos, que tienen por autor a un hereje y defienden la herejía[151].

116. Siendo público y notorio que los libros sagrados de la Biblia se imprimen en algunos lugares en idioma vulgar, sin que se observen las saludables leyes sobre la materia; y siendo, por tanto, de temerse que (según la tendencia de los malvados, especialmente hoy día) se insinúen los errores con más seguridad, encubiertos con el santo velo de los divinos libros, juzgamos deber recordar a todos, que las versiones de la Biblia en lengua vulgar no deben permitirse, salvo las que fueren aprobadas por la Sede Apostólica, o publicadas bajo la vigilancia de los Obispos, con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia y de doctos y católicos escritores. Se prohiben, por tanto, todas las versiones de la Sagrada Biblia hechas por heterodoxos en cualquier idioma vulgar, y particularmente las que divulgan las Sociedades Bíblicas y han sido condenadas más de una vez por los Romanos Pontífices, pues en ellas se violan abiertamente las saludables leyes de la Iglesia sobre la publicación de los Libros Santos. Los que sin aprobación del Ordinario imprimen o mandan imprimir los libros de la Sagrada Escritura y sus notas y comentarios, incurren en excomunión no reservada a ninguno[152].

117. En las ediciones auténticas del Misal, Breviario, Ceremonial de Obispos, Pontifical Romano y demás libros litúrgicos aprobados por la Santa Sede Apostólica, ninguno presuma inmutar cosa alguna: si se hiciere, quedan prohibidas estas nuevas ediciones[153].

118. Ninguno, sin licencia de la autoridad legítima, publique libros o libritos de oraciones de devoción, de doctrina o educación religiosa, moral, ascética, mística u otros asuntos de esta clase, aunque parezca que conducen al aumento de la piedad en el pueblo cristiano: de otra suerte ténganse por prohibidos.

119. Los diarios, hojas y cuadernos periódicos que ex professo atacan la religión y la moral, considérense prohibidos no sólo por derecho natural, sino también por derecho eclesiástico.

120. Procuren los Ordinarios, donde fuere preciso, advertir oportunamente a los fieles el peligro y daño de tales lecturas. Ningún católico, sobre todo si fuere eclesiástico, publique cosa alguna, sino es por motivo justo y racional, en esta clase de diarios, hojas o cuadernos periódicos[154].

121. A veces salen a luz ciertos libros en que se exponen y refieren dogmas falsos o reprobados, o sistemas perniciosos para la religión o la moral, simplemente como descubrimientos u opiniones ajenas sin que el autor que ha tenido a bien cargar su obra con estas mercancías de mala ley, tome el trabajo de refutarlas. Los que tal hacen, creen que no merecen reprobación o censura porque ellos nada afirman acerca de las opiniones ajenas, sino que las refieren históricamente. Pero sea cual fuere su opinión o sentir, lo que está fuera de duda es que con estos libros se causa grave daño y perdición a la cristiana República, propinándose a los incautos lectores el veneno, sin ofrecerles ni preparar el antídoto[155].

122. Los libros de los apóstatas, herejes, cismáticos y cualesquiera escritores que defiendan la herejía o el cisma, o ataquen como quiera los fundamentos de la religión, se prohiben absolutamente. Prohíbense además los libros de heterodoxos que tratan ex professo de religión, a no ser que conste que nada contienen contrario a la fe católica.

123. Los libros que narran o enseñan ex professo materias lascivas y obscenas, puesto que hay que tener en cuenta no sólo la fe sino la moral, que suele fácilmente corromperse con la lectura de tales libros, se prohiben absolutamente.

124. Se condenan los libros en que se ataca a Dios, a la Santísima Virgen María, a los Santos, a la Iglesia Católica y su culto, los Sacramentos o la Sede Apostólica. Sujetas a la misma reprobación quedan aquellas obras en que se pervierte el concepto de la inspiración de la Sagrada Escritura, o se coarta demasiado su extensión. Se prohiben también los libros que de propósito deliberado atacan la Sagrada Jerarquía, o el estado clerical o religioso.

125. Es ilícito imprimir, leer o retener libros en que se enseñan o recomiendan los sortilegios, la adivinación, la magia, la evocación de los espíritus y otras supersticiones de este género.

126. Los libros o escritos que narran nuevas apariciones, revelaciones, visiones, profecías o milagros, o introducen nuevas devociones, aunque sea con el pretexto de que son privadas, si se publicaren sin la legítima licencia de los Superiores Eclesiásticos, quedan prohibidos.

127. Prohíbense igualmente los libros que declaran lícito el duelo, el suicidio o el divorcio, que tratan de las sectas masónicas u otras sociedades de este juez, y pretenden que son útiles y no perniciosas a la Iglesia y a la sociedad civil, y que defienden los errores proscritos por la Sede Apostólica.

128. Obsérvense, por tanto, al pie de la letra las reglas y leyes sobre la publicación, corrección y prohibición de los malos libros; y todos los sacerdotes, sobre todo los párrocos y confesores, procuren tener presentes los decretos de la Santa Sede, o al menos los últimos, en que se prohiben ciertos libros. A los Ordinarios tocará juzgar si acaso es oportuno insertar en el Directorio o Calendario diocesano, la lista de los libros prohibidos durante el año correspondiente.

129. Siendo absolutamente imposible incluir en el Indice sin dilación alguna, todos los malos libros que acaban de publicarse, los Ordinarios, obrando aun como Delegados de la Sede Apostólica, procuren prohibir los libros y demás escritos que se publiquen y circulen en sus diócesis, y quitarlos de las manos de los fieles. Sometan al fallo de la Sede Apostólica las obras y opúsculos que exijan un examen más profundo, o en que para conseguir un efecto más eficaz, parezca necesitarse la sentencia de la Autoridad Suprema[156]. Los libros condenados por la Sede Apostólica, deben considerarse prohibidos en todo el mundo, aunque se traduzcan a otro idioma[157].

130. Para que los pastores de las almas, sobre todo en los casos dudosos, puedan entender fácilmente cuales son los libros o escritos que deben arrebatar de manos de los fieles, aunque nominalmente no estén prohibidos, tengan por infectos no sólo aquellos que expresamente contienen herejías, errores, impiedades u obscenidades, sino también todos los que admiten, defienden o sostienen doctrinas contrarias, sea como fuere, a la fe, la moral, o la piedad cristiana. Señalen, por consiguiente, como que deben evitarse en general, todos los libros y opúsculos, y aun hojas sueltas y periódicos de pequeñas dimensiones, en que los enemigos de la Iglesia y los adversarios de la libertad cristiana son celebrados con epítetos honoríficos; los que tienen resabios de superstición o de paganismo; los que atacan el buen nombre del prójimo, sobre todo de los eclesiásticos y los gobernantes; los contrarios a las buenas costumbres y a la disciplina cristiana, a la libertad, inmunidad y jurisdicción eclesiástica; los que contienen ejemplos y sentencias, narraciones o ficciones que hieren o vilipendian los ritos eclesiásticos, las órdenes religiosas o su estado y dignidad; y sobre todo los que propagan el llamado Volterianismo, o sea el desprecio, irrisión o por lo menos indiferentismo hacia la religión y la pureza de costumbres[158].

131. Por consiguiente, los confesores y predicadores con frecuencia repasarán las reglas que dan los Teólogos acerca de los que leen o retienen libros, diarios u otros escritos, condenados ya o que deban condenarse, y procurarán ponerlas en práctica. No les faltarán argumentos y ejemplos para demostrar que todos aquellos, por buena que haya sido su índole, que se han entregado temerariamente a las malas lecturas, se han contagiado con esa peste mortífera que apaga en las almas la luz de la fe y corrompe la castidad[159].

132. Por cuanto entre todos los malos escritos los más peligrosos son aquellos que enervan o impiden el vigor de la virtud cristiana bajo la forma especiosa y afectada de mentida erudición, y de esas fingidas narraciones que llamamos Novelas, o que se representan en la escena con grave daño a la moral pública y privada, todos los curas de almas, predicadores y confesores, procurarán con todas sus fuerzas que los fieles se abstengan por completo de tan peligrosa lectura. Con todo ahinco deberá evitarse la pestífera propagación de los malos periódicos, porque consta por la experiencia de todos los días que el vigor de la fe y la moral cristiana se pierden fácilmente en los que no se guardan de su lectura. Ilícito es, por tanto, el cooperar de cualquier modo que fuere a la redacción de estos periódicos, o sostenerlos con dinero, sea por subscripción o de otro modo; ni se admitirá fácilmente la excusa que a menudo se alega de la necesidad de conocer los negocios públicos en diversas fuentes, ni la presuntuosa afirmación de que no hay peligro alguno, debido a la firmeza de principios católicos del lector, pues quien ama el peligro, en él perece. En esta materia los confesores tendrán presentes las doctrinas que enseñan autores aprobados. Todos, y en particular los Ordinarios, los curas, predicadores y confesores, tendrán a la vista los decretos sobre censura y prohibición de libros, contenidos en la Constitución de Nuestro Smo. Padre León XIII Officiorum de 25 de enero de 1897[160]. Los transgresores de dichos decretos, según la diversa gravedad de su culpa, serán amonestados seriamente por el Obispo; y si fuere oportuno, castigados con penas canónicas.

133. No basta desechar los malos escritos; sino que es necesario oponer escritos a escritos en competencia no desigual. Por tanto, útil y saludable será que cada región tenga su periódico que luche por la religión y por la patria, y esté fundado de tal suerte que en nada se aparte del juicio de los Obispos, sino que en todo se conforme con empeño a su prudencia y miras[161]. Para que sepan los fieles, cuales son los periódicos que pueden leer con provecho, tocará a los Obispos dar prudentes reglas según la ocasión lo pidiere.

CAPÍTULO III

De las escuelas heterodoxas y neutrales

134. La Iglesia siempre ha calentado en su maternal regazo, a la niñez; mucho ha trabajado por ella con amoroso afán y ha inventado mil medios para instruir a la adolescencia en las artes y en las ciencias, y especialmente para educarla en la virtud y cristiana sabiduría. Justos son, por tanto, los motivos que tiene para llorar amargamente, al ver que hoy día en muchos países se le arrebatan sus hijos desde la más tierna edad, y se les obliga a frecuentar escuelas, donde o se guarda absoluto silencio sobre la existencia de Dios, o no se dan acerca de ella sino noticias imperfectas y erróneas; donde no hay barrera contra la multitud de errores, ni fe en la enseñanza divina, ni se da cabida a la verdad para que ésta se defienda a sí misma[162].

135. Es preciso que los buenos padres de familia procuren que sus hijos, desde que llegan al uso de razón, aprendan los preceptos de nuestra religión, y que nada pase en las escuelas que ponga en peligro la fe o la pureza de costumbres. La ley natural y la divina exigen a la par este esmero en la educación de la prole, ni hay motivo alguno que pueda eximir a los padres de este deber. La Iglesia, guardadora y defensora de la integridad de la fe, que con la autoridad que le ha conferido Dios, su fundador tiene que llamar a todas las naciones a la sabiduría cristiana, y que ver incesantemente qué clase de instrucción y educación recibe la juventud que está bajo su tutela siempre ha condenado abiertamente las escuelas que llaman mixtas o neutrales[163].

136. Por tanto, en aquellos lugares en que, merced a las maquinaciones y engaños de los heterodoxos y demás enemigos de la Iglesia, se estiman y frecuentan las escuelas llamadas neutrales, mixtas o laicas, con el fin de que los alumnos crezcan en la más perfecta ignorancia de todo lo bueno y sin preocuparse de la religión[164], debe procurarse con todo empeño persuadir a los padres de familia que no pueden hacer peor servicio a su prole, a su patria y al catolicismo, que el poner a sus hijos en peligro tan grande[165].

137. Condenamos, por tanto, desechamos la educación que llaman puramente civil, propagada por la secta masónica para la perdición de las almas, sobre la cual se expresa de esta manera Nuestro Santísimo Padre León XIII: "La única educación moral que agrada a la Masonería, y con la cual pretenden que se ha de formar la juventud, es la que llaman civil, independiente y libre; es decir que no comprende noción alguna de religión. Cuán pobre sea esta educación, cuán poco sólida, cuán expuesta a verse agitada por el menor soplo de las pasiones, se ve claramente por los tristísimos frutos que ha producido. Donde ha prevalecido, echando por tierra la educación cristiana, inmediatamente ha acabado con la honradez y la pureza de costumbres, las opiniones más monstruosas se han infiltrado, y ha crecido la audacia del crimen. Lo lamentan y deploran todos en general; y lo atestiguan a veces aun no pocos de aquellos que no quisieran, pero que se ven obligados a abrir los ojos a la evidencia"[166].

138. Procuren los padres con valor vindicar sus derechos a la educación cristiana de sus hijos. Es necesario que se esfuercen y luchen, para repeler toda injusticia en esta materia, hasta lograr por completo la libertad de educar a sus hijos cristianamente, como es justo, y alejarlos de esas escuelas en que corren peligro de beber el veneno de la impiedad[167].

139. Esta solicitud debe comprender no sólo las escuelas primarias, sino también las de segunda enseñanza y las superiores. Los jóvenes de más edad suelen correr mayor peligro de una educación viciosa; que muchas veces sirve no para infundir el conocimiento de la verdad, sino para infatuar a la juventud con engañosas sentencias; y una vez corrompido el ánimo con perversas doctrinas, se infiltra en las venas y en el meollo la corrupción de costumbres[168].

140. Oigan, pues, cuantos han aceptado la cura de almas en la Iglesia de Dios, las advertencias de Pío IX a los Obispos: "Por cuanto, también los niños destinados al siglo, merecen indudablemente vuestra solicitud pastoral, vigilad, Venerables Hermanos, sobre todas las demás escuelas públicas y privadas, y en cuanto esté de vuestra parte, procurad con todo ahínco y empeño, que el método de estudios en ellas sea conforme a la doctrina católica... Reclamaréis una autoridad absoluta y completa, y la libertad de inspección sobre los profesores de ciencias sagradas, y en todo lo demás que atañe directamente a la religión o con ella se relaciona íntimamente. Velad para que en todos los estudios, pero especialmente en los religiosos, se empleen libros de texto libres de toda sospecha del más mínimo error"[169].

141. Con Nuestro Santísimo Padre León XIII decimos a todos los fieles: "Cuando se trata de formar bien a la juventud, no hay empeño ni trabajo por grande que sea, que no admita y exija otros todavía mayores. Dignos de todo encomio son los católicos de diversas naciones, que no han perdonado gastos, por ingentes que sean, para fundar escuelas para sus niños. Dondequiera que las circunstancias lo exijan, conviene imitar tan brillante ejemplo"[170].

CAPÍTULO IV

Del trato con los heterodoxos

142. La Iglesia, madre piadosa, nos manda rogar hasta por los herejes, cismáticos e infieles, para que todos reconozcan y adoren al mismo Dios y Señor Nuestro Jesucristo y entren o vuelvan a su regazo materno; puesto que fuera de la Iglesia nadie puede alcanzar la salvación[171]. Aunque, por la gracia de Dios, en estas nuestras Provincias eclesiásticas, no han podido arraigarse de un modo estable los absurdos dogmas de los heterodoxos; se van diseminando doctrinas que poco a poco corrompen la conciencia religiosa de los pueblos y contaminan la pureza de sus costumbres. Para desterrar los errores ya introducidos e impedir que se divulguen más y más[172], decretamos que se establezca en cada diócesis un consejo de miembros distinguidos de uno y otro clero, que tengan el deber de mirar si se introducen nuevos errores, y con qué artificios se diseminan, y dar cuenta de todo al Obispo, para que, después de madura deliberación tome las medidas oportunas para poner coto al mal desde un principio, no se vaya a difundir más y más, para la perdición de las almas.

143. Velen los párrocos para que no se levanten en sus parroquias hombres que, sentándose en la cátedra de pestilencia, declamen contra la fe católica para atraerse discípulos (Act. XX. 30), y si encuentran a alguno de estos seductores, denúncienlo al Obispo para que se oponga con todas sus fuerzas al escándalo[173].

144. Si supiere el párroco que alguno de sus feligreses tiene intenciones de abandonar la religión católica, con amor y prudencia hágale ver su error y la gravedad del crimen de apostasía; avíselo a sus parientes y amigos que viven en el santo temor de Dios; investigue las causas de su funesta defección y trate de removerlas.

145. Aunque es cierto que algunas veces son lícitas las disputas públicas entre católicos y herejes, es a saber, cuando hay alguna esperanza de mayor provecho, y concurren otras condiciones enumeradas por los Teólogos, no obstante, hay que saber que la Santa Sede Apostólica y los Romanos Pontífices, para evitar toda imprudencia y temeridad en asunto tan grave, las han prohibido frecuentemente; pues muchas veces la locuacidad y audacia del adversario y los aplausos del pueblo hacen que prevalezca la mentira y quede humillada la verdad[174]. Por consiguiente, ningún miembro del clero presuma entablar esta clase de disputas públicas sin permiso del Obispo, quien procederá conforme a las reglas dadas por la Santa Sede[175].

146. Sepan nuestros fieles que de ninguna manera les es permitido el celebrar juntamente con los herejes, actos religiosos en que se tiene participación en la fe, o comunión en las cosas sagradas; y que está absolutamente vedado asistir a los sermones que se predican en sus reuniones, o a los actos de su culto, de manera que parezca que se unen a ellos. Los que hacen esto, entregándose a los herejes, así como sus receptores, sus fautores y en general sus defensores, incurren en excomunión latae sententiae, reservada especialmente al Romano Pontífice[176].

147. Excepto en caso de urgente necesidad, impida el párroco que obstetrices heterodoxas asistan a mujeres católicas. Cuide que los maestros particulares no tengan a niños católicos mezclados a heterodoxos en la misma escuela, y mucho menos los tengan en el mismo internado[177]. Procuren los padres de familia que sus allegados no presten servicios domésticos en casas de amos que pongan en peligro su fe o sus costumbres, o que les impidan practicar la religión o guardar los mandamientos de la Iglesia[178]. Si alguna vez se tiene motivo legítimo para servir a amos herejes o sin religión, conviene hacer expreso pacto de que se gozará de plena libertad para practicar la religión católica y observar cuanto manda la Iglesia: de otra suerte, abandónese un servicio, que no puede prestarse sin peligro para el alma[179].

148. Huyan los fieles del trato con los heterodoxos y otros que suelen burlarse de la fe católica, de sus ritos y sacramentos, del culto de los Santos, de los sufragios por los difuntos y de otras prácticas de la Iglesia[180]. Recuerden la advertencia del Apóstol: (Rom. XVI. 17, 18): Os ruego, hermanos, que os recatéis de aquellos que causan entre vosotros disensiones y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido: y evitad su compañía... porque con palabras melosas y con adulaciones, seducen los corazones de los sencillos[181]. Tengan presente el ejemplo de San Antonio Abad, que como afirma S. Atanasio "jamás se mezcló con los cismáticos, conociendo su antigua maldad y pecados, nunca dirigió a los Maniqueos u otros herejes ni siquiera palabras de amistad, sino es aquellas que pudieran apartarlos de sus errores; proclamando que la amistad y conversación de tales hombres, es la perdición del alma[182].

149. Al mismo tiempo que la Iglesia retrae a los fieles del trato peligroso y la familiaridad con los heterodoxos, procura con materna caridad atraer al buen camino las almas de los descarriados, y suele prestarles todos los servicios que demanda la caridad. Hay, pues, que tomar providencias eficaces, para que los que viven en la herejía o en la apostasía, se atraigan a la fe verdadera, y se remuevan los obstáculos que pudieran oponerse a sus piadoso deseo de abrazar la fe católica. Por tanto, sepan los descarriados que desean volver al seno de la Iglesia, que ésta, como madre amorosa está dispuesta a ser con ellos indulgente y a recibirlos con amor.

CAPÍTULO V

De la ignorancia en materia de fe y de moral

150. Todos los fieles están obligados a aprender exactamente y a conservar en la memoria los rudimentos de la fe. No basta para alcanzar la bienaventuranza, creer de una manera confusa y oscura los misterios revelados por Dios y propuestos por la Iglesia Católica: es preciso que esta celestial doctrina revelada, y que entra por el oído, se enseñe por el ministerio de un Doctor legítimo, de tal suerte que se expliquen uno a uno sus artículos, y se propongan a los fieles, para que crean en unos por necesidad de medio y en otros por necesidad de precepto. Además, aunque se dice que la fe nos justifica, puesto que es el principio y fundamento de la salvación de los hombres, no obstante, para merecer llegar algún día a la eterna felicidad a que aspiramos, no basta la sola fe; sino que es necesario saber y seguir constantemente el camino que a ella nos guía, es decir, guardar los mandamientos de Dios y de la Iglesia[183].

151. Quien ignora los rudimentos de la fe, que está obligado a saber bajo precepto grave, mientras pudiendo no los aprende, se encuentra en estado de pecado mortal. Lamentable sobre toda ponderación es ver a tantos cristianos sumergidos en la más profunda ignorancia en materia de religión[184]; y tenemos la firme convicción de que de esta ignorancia general, como de fuente corrompida, emanan muchas calamidades públicas[185].

152. Esta ignorancia, madre de todos los errores[186], lleva a muchísimos fieles de todas edades al camino de la perdición. Por todas partes se encuentran, como la experiencia demuestra, no sólo jóvenes y personas de edad madura que ignoren los divinos misterios, sino hombres perfectos y aun ancianos que de la doctrina cristiana nada saben: bien sea porque nunca la aprendieron, bien sea porque poco a poco se ha ido olvidando. A este mal también podrá oponer oportunos remedios la vigilancia de los Obispos, haciendo que los suministren sus colaboradores en el sagrado ministerio[187].

153. "Los infantes y niños educados en santas prácticas y con buenas costumbres (dice S. Pío V) casi siempre llevan una vida pura, honesta, ejemplar y a veces hasta santa; por el contrario, los que por orfandad, o por pobreza, descuido o desidia de sus padres no son educados de esta manera, muy a menudo corren a su propia perdición, y lo que es peor, arrastran a otros consigo en su ruina, mientras que si recibieran una educación esmerada y se les instruyera en la doctrina cristiana, se retraerían de muchos vicios y de muchos errores"[188].

154. Por tanto, altamente laudables son los clérigos que se entregan a este utilísimo oficio, y beneméritos de la Iglesia son los seglares piadosos e instruidos, que bajo la dirección y con la aprobación del propio Pastor, ayudan a los sacerdotes en ocupación tan importante. Imitan, en verdad, a aquellos fieles de quienes escribía S. Pío V diciendo: "Algunos fieles de vida intachable, llamados por la caridad, que es la suprema de las virtudes, a esta obra tan piadosa y tan útil a la sociedad, los domingos y fiestas de guardar, en diversas iglesias y otros lugares, han emprendido la tarea santísima de congregar a los niños y otras personas miserables, ignorantes de la verdad cristiana, y allí los instruyen en la moral y sana doctrina, y los guían con diligencia por el sendero de los mandatos del Señor, lo cual ha producido ya abundantes frutos, que con el auxilio divino, esperamos que se aumentarán más y más[189].

155. Para que no sea ligera o peligrosa la instrucción de los fieles en materia de fe o de costumbres, guárdense los curas y sus colaboradores en la obra del catecismo, de dejarse llevar por el viento de peregrinas y nuevas doctrinas, a guisa de nubes sin agua, y eviten las novedades profanas en las expresiones o voces y las contradicciones de la ciencia que falsamente se llama tal, ciencia vana, que profesándola, algunos vinieron a perder la fe (1 Tim. VI. 20. 21)[190]. No permitan los Obispos que las antiguas y bien probadas fórmulas de los rudimentos de la fe se cambien en lo más mínimo, so pretexto de un lenguaje más elegante y castizo; porque esto no podría llevarse a cabo sin graves inconvenientes y escándalo. Tampoco sean fáciles en permitir o aprobar catecismos nuevos: los cambios en lo que el pueblo fiel ha acostumbrado en esta materia, rara vez traerán algún bien, muy a menudo acarrearán graves males.

156. Para que la falta de libros, sobre todo en el campo, no haga que la enseñanza cristiana sea defectuosa o imperfecta, y para mejor evitar el peligro de errar, se procurará eficazmente, que en cada parroquia haya algunos ejemplares del Catecismo Romano, o del Concilio Tridentino, traducido al castellano, para que sean como la mina de todos los párrocos y catequistas. Este áureo libro, compuesto a iniciativa de S. Carlos Borromeo, conforme al decreto del mismo Concilio, por varones doctísimos, y publicado por orden de S. Pío V, ha sido recomendado por otros Sumos Pontífices, y en especial por Clemente XIII a todos los curas de almas, como arma poderosa para remover las fraudes de las perversas opiniones y propagar y arraigar la doctrina sana y verdadera[191].

157. Hay que evitar con especial cuidado toda ligereza y novedad en el manejo de asuntos religiosos, cuando se trata del culto divino; procuren, por tanto, los Obispos, que se observe en todas sus partes esta gravísima admonición de la Suprema Congregación del Santo Oficio, de 13 de enero de 1875. "Hay que advertir también a los demás escritores que aguzan el ingenio sobre estos y otros argumentos del mismo género, y con resabios de novedad y con apariencia de piedad tratan de promover, aun por los periódicos, cultos no acostumbrados, que desistan de su empeño, y consideren el peligro que hay de inducir a los fieles en error aun acerca de los dogmas de fe, y de suministrar armas a los enemigos de la religión, para atacar la pureza de la doctrina católica y la verdadera piedad"[192].

CAPÍTULO VI

De las Supersticiones

158. Para evitar y discernir los peligros de superstición, tengan los sacerdotes a la vista esta segurísima norma del Angélico Doctor: "El fin del culto divino es que el hombre de gloria a Dios, y se sujete a él con el espíritu y el cuerpo. Por consiguiente, todo lo que haga el hombre perteneciente a la gloria de Dios, y con el objeto de que la mente del hombre se sujete a Dios, y también el cuerpo, refrenando moderadamente la concupiscencia, conforme a la ordenación de Dios y de su Iglesia, y la costumbre de aquellos con quienes vive el hombre, no es superfluo en el culto divino. Pero si hay algo, que en cuanto le toca, no pertenece a la gloria de Dios, ni tiene por objeto que la mente del hombre se eleve a Dios, o que se refrene la concupiscencia desordenada de la carne; o si es contra las instituciones de Dios o de su Iglesia, o contra la costumbre general (que según S. Agustín debe tenerse por ley) todo esto ha de reputarse superfluo y supersticioso, porque consistiendo todo en exterioridades, no pertenece al culto interior de Dios"[193].

159. El remedio eficaz contra las supersticiones es el conocimiento y la profesión de la fe católica, que disipa la ignorancia y engendra la piedad. Consta por experiencia que los hombres se vuelven más supersticiosos y emponzoñados cuanto más se apartan de la fe católica y de la obediencia y sumisión a la Iglesia: desechan los dogmas revelados, cuya fe ilumina y ennoblece el entendimiento, y por justo juicio de Dios aceptan verdaderas locuras e inepcias. Así se ve a muchos impíos y racionalistas, que mientras rechazan la doctrina de la Iglesia, dan fácil crédito a las apariciones de los muertos, buscan la interpretación de los sueños, investigan lo futuro con números cabalísticos, y cometen otras torpezas parecidas.

160. Entre todas las supersticiones, que desvían a los fieles del recto sendero de la verdad católica y de la pureza de costumbres, y que ha inventado el padre de las mentiras, las más peligrosas que existen en nuestros días son las que provienen del uso ilícito y condenado del Mesmerismo, o Magnetismo, o Hipnotismo[194]. Conforme al Decreto del Santo Oficio de 28 de julio de 1847 "removiendo todo error, sortilegio, o invocación del demonio explícita o implícita, el uso del magnetismo, es decir, el mero acto de emplear medios físicos, por otra parte lícitos, no está moralmente vedado, siempre que no tienda a un fin ilícito, o malo por cualquier motivo. La aplicación de principios y medios puramente físicos a cosas y efectos verdaderamente sobrenaturales, para que se expliquen físicamente, no es más que un engaño ilícito y herético".

161. Como consta, empero, por experiencia, que en la práctica rara vez o nunca deja de haber en estas cosas ese engaño ilícito y herético que la Santa Sede condenó en el citado Decreto, procuren con todas sus fuerzas los curas de almas apartar a los fieles a su cuidado cometidos de todos estos peligros. Impidan especialmente toda cooperación al Sonambulismo, y no toleren por ningún motivo que aun por mera curiosidad asistan a espectáculos de sonambulistas o impiedades parecidas.

162. Ha crecido tanto la malicia de los hombres, que descuidando el estudio lícito de la ciencia, y buscando más bien descubrimientos curiosos, con gran daño de las almas y de la sociedad, se glorían de haber alcanzado el principio de adivinar. Con los prestigios del sonambulismo y de la claravidencia como la llaman, las mujercillas en medio de gesticulaciones no siempre modestas, fingen que ven las cosas invisibles, y con audacia increíble presumen disertar sobre asuntos religiosos, evocar las almas de los muertos, recibir respuestas, descubrir lo que está oculto o muy lejos, y practicar mil otras supersticiones, seguras de alcanzar grandes ganancias para sí y sus señores con estas adivinanzas. En todo esto, sea cual fuere el artificio o ilusión de que se sirvan, como se ponen en acción medios físicos para efectos no naturales, se encuentra el engaño ilícito y el escándalo contra la honestidad. Por tanto, debe excitarse con ahinco la solicitud pastoral, el celo y la vigilancia de todos los Obispos, a poner un freno eficaz a tanto desmán, perniciosísimo a la religión y a la sociedad"[195].

163. Entre todas las locas supersticiones que invocando el progreso y la civilización de nuestro siglo se exhiben con gran aparato científico para mejor engañar a los incautos, la más perniciosa es la que se arroga el nombre de espiritismo. Así como el naturalismo y el racionalismo contienen como en compendio todos los errores de nuestro siglo, así el espiritismo ha adunado todas las supersticiones y engaños de la moderna incredulidad; y aunque en apariencia opuesto al naturalismo, en realidad tiene la misma raíz y produce los mismos funestos efectos. El espiritismo es el astuto hacinamiento de necias doctrinas, recibidas por muchos con sarcasmo y risa, un cúmulo de supersticiones conocidas hace varios siglos bajo otras formas y con otros nombres y debidamente castigadas, y que en la actualidad no merecerían mencionarse entre la gente cuerda, si no fuera por los estragos que hacen sus prestigios entre los ignorantes[196].

164. Como los espiritistas, que con innumerables ficciones y mentidos espectáculos engañan a los incautos, admiten a menudo y promueven operaciones diabólicas, y no temen propagar muchas herejías, sobre todo contra la eternidad de las penas del Infierno, el sacerdocio católico y los derechos de la Iglesia, no pueden ellos, ni en el fuero interno ni en el externo, ser tratados como simples pecadores ordinarios, sino que han de considerarse y juzgarse como herejes, y fautores y defensores de herejes, y no podrán admitirse a los Sacramentos, sino es reparando el escándalo, abjurando el espiritismo, y haciendo la profesión de fe, conforme a las reglas prescritas por los Teólogos.

165. Exhortamos a los párrocos a que trabajen con celo infatigable, en limpiar el campo que se les ha confiado, de otras varias supersticiones, que como malas hierbas que brotan de la ignorancia, y se deslizan de preferencia entre los rudos, corrompen a menudo la fe y las costumbres. No dejen los párrocos de denunciar al Obispo las supersticiones que descubrieren, para que tome sus providencias y de su fallo.

CAPÍTULO VII

De la secta Masónica y otras sociedades ilícitas

166. La solicitud Apostólica de los Romanos Pontífices no cesó de reprobar, condenar, y castigar con gravísimas penas las sociedades secretas desde que por primera vez brotaron para ruina de la Religión, del Estado y de la sociedad. Admirables han sido el celo y la sabiduría de N. Smo. Padre León XIII, quien en su Encíclica Humanum genus de 20 de abril de 1884[197], proscribió solemnemente la secta Masónica y todas las que de ella emanaren. En dicha Encíclica revela las doctrinas, fines y designios de esas sectas, narra los afanes de los Romanos Pontífices para librar a la humana familia de peste tan mortífera, de nuevo marca esas sectas con el estigma de condenación y de censuras, y enseña al mismo tiempo de qué manera y con qué medicinas es posible curarse de las heridas hechas por ellas.

167. Como las declaraciones de los Romanos Pontífices contra las sociedades secretas, se encuentran en la citada Encíclica[198], reunidas y renovadas, y expresadas en lenguaje tan grave como erudito, las hemos insertado íntegras en el Apéndice[199], para que sirvan a los pastores de almas de regla segura, para prevenir oportunamente a los fieles a ellos encomendados. Mandamos igualmente que las Instrucciones y Decretos de la Santa Sede[200] sobre la materia se observen al pie de la letra y se apliquen con rigor, para que esa plaga mortífera se destierre por fin de la sociedad civil y religiosa.

168. Como en muchos de nuestros países las maquinaciones y engaños de los impíos, tienden a hacer vanos los saludables decretos y mandatos Apostólicos contra la peste de las sociedades secretas, bajo el mentido pretexto varias veces condenado por Pío IX y León XIII, de que la índole de la secta Masónica no es la misma en todas las naciones, sino que la misma que en unas partes es peligrosa y digna de proscribirse, en otras es inocente y honrada, porque, como dicen, son diversos sus dogmas, sus fines y sus obras; procuren empeñosamente los pastores de almas que error tan pernicioso, pretensión tan audaz, excogitada por el padre de las mentiras para engañar a los incautos, sea eliminada por completo. Tal es la naturaleza y gravedad de la materia misma, y tal el tenor de las Constituciones Apostólicas, que no es posible dudar que los citados Pontífices hayan querido obligar con ellas a todos y cada uno de los fieles, sin diferencia de lugares, tiempos, naciones o ritos[201].

169. Sepan todos los fieles, que incurren en excomunión latae sententiae reservada al Romano Pontífice "los que se afilian en la secta Masónica o Carbonaria u otras sectas del mismo juez, que maquinan abierta o clandestinamente contra la Iglesia o los poderes legítimos, o que prestan a dichas sectas auxilio y favor, o que no denuncian a los ocultos corifeos y caudillos, mientras no los denunciaren"[202]. Esta obligación de denunciar es urgente, aunque los corifeos sean conocidos públicamente como masones, pero no como corifeos o jefes de la secta; ni excusa de la obligación de denunciar, la razón de que en ese país los masones, y por consiguiente sus corifeos, son tolerados por el gobierno civil, y la autoridad eclesiástica no puede castigarlos, ni apremiarlos en modo alguno[203].

170. En cualquiera parte del mundo, no puede el confesor lícita ni válidamente dar la absolución sacramental a los afiliados a la sociedad de francmasones, aunque se arrepientan del juramento prestado, antes que absoluta y positivamente hayan abandonado para siempre dicha sociedad condenada por la Iglesia[204].

171. Juntamente con la Sede Apostólica, y para quitar de en medio todo peligro de error, condenamos y proscribimos todos los catecismos de la sociedad masónica y de las que de ella emanan, y los libros compuestos para su defensa, ya impresos, ya manuscritos, y todos y cada uno de sus diarios y periódicos[205].

172. Pecan gravemente, y las más veces incurren en la pena de excomunión reservada al Romano Pontífice, los fieles que concurren a los bailes y otras diversiones que suelen dar los miembros de la sociedad masónica en su calidad de tales[206]. Tengan asimismo por cierto que siempre incurren en la censura, cuando su presencia o participación en tales reuniones produce alguna ganancia efectiva a la secta o a sus miembros[207].

173. Prohibimos absolutamente que los masones notorios desempeñen el oficio de padrino en la administración del Bautismo o la Confirmación. Perteneciendo a una sociedad condenada por la Iglesia, son los menos a propósito para dar a sus ahijados, si llega el caso, una educación cristiana[208]. Unicamente es permitido, cuando median especiales y gravísimas circunstancias, admitirlos como meros testigos[209].

174. De ninguna manera puede permitirse que los masones en forma oficial, es decir, delegados por la secta, asistan al S. Sacrificio de la Misa u otras funciones eclesiásticas. Prohíbase igualmente al clero atender a las órdenes o deseos de los masones, celebrando misas o funciones eclesiásticas como mandadas o pedidas por los masones, o anunciadas como tales en los convites y periódicos[210]. Tengan todos los fieles especial horror a la secta y a los fraudes de los masones, con que, bajo la máscara de la religiosidad, y aun con la sacrílega, impía y blasfema pretensión del culto de su secta hacia S. Juan Bautista, no temen cohonestar su pestífera pravedad para engañar a los incautos, no apareciendo ante el pueblo católico tales como son en realidad.

175. Bajo ningún concepto puede tolerarse que los matrimonios contraídos por los masones se celebren con toda la solemnidad del rito católico. Si algún masón bien conocido por tal se presenta pretendiendo contraer matrimonio, el cura debe empeñarse con todas sus fuerzas para que renuncie a la secta: si no quisiere, procúrese con prudentes exhortaciones, apartar a la novia y a sus padres de tal enlace. Cuando el párroco no puede en modo alguno impedir el matrimonio, y teme con justicia que el negarse a asistir a él ocasione grave escándalo o daño, se referirá el asunto al Ordinario, quien conforme a las instrucciones da la Santa Sede y la doctrina de S. Alfonso, decretará lo que haya de hacerse en cada caso; entonces el párroco asista al matrimonio de un modo pasivo, es decir, sin bendición ni otro rito eclesiástico, y sólo como testigo autorizado, con tal que se asegure la educación católica de toda la prole, y se pongan otras condiciones convenientes[211].

176. No puede concederse sepultura eclesiástica a los masones notorios, salvo que hubieren hecho la debida retractación y reconciliándose con Dios y con su Iglesia por medio de la absolución. Si alguna vez sorprendidos por la muerte no hubieren podido hacer retractación en forma, pero si hubieren dado antes de la muerte señales de penitencia y devoción, entonces se les podrá dar sepultura eclesiásticas pero evitando toda pompa eclesiástica y sin solemnes exequias. Debe privarse además de sepultura eclesiástica, quien, aun después de recibidos los Sacramentos, pidió personalmente ser sepultado con las insignias masónicas, a no ser que después se hubiere retractado. Pero si por empeño de otros malvados, contra o sin la voluntad del difunto, se pusieren en el féretro los emblemas de la secta masónica, quítense apenas se les vea, antes que empiece el cortejo fúnebre[212].

177. Además de estas hay otras sectas prohibidas y que deben evitarse so pena de grave pecado, teniendo que poner entre éstas en primer lugar a aquellas en que, bajo de juramento, se exige el secreto absoluto y la obediencia omnímoda a jefes desconocidos. Hay que notar que existen algunas sociedades, que aunque no pueda decirse que pertenecen a las que hemos mencionado, son de dudosa bondad y están llenas de peligros, tanto por las doctrinas que profesan, como por la conducta que observan los jefes que las reunieron y gobiernan. Declaramos que también de éstas hay que apartar a los fieles, y con tanto mayor ahinco, cuanto menos puede sospecharse y precaverse especialmente por los hombres sencillos y por los jóvenes, el peligro de corrupción que en ellas se esconde, dadas las apariencias de honradez y bondad que guardan[213].

178. Para evitar toda imprudencia en asunto tan importante, los párrocos, al presentarse casos más difíciles, en que se temen mayores males y más graves inconvenientes, acudan al Obispo, quien ya sea para la admisión de padrinos, ya sea para los casamientos o la sepultura eclesiástica, podrá determinar lo que mejor le parezca en conciencia, conforme a las reglas establecidas en los Decretos del S. Oficio de 21 de Febrero de 1883[214], 25 de Mayo de 1897[215], 6 de Julio de 1898[216], 5 de Agosto de 1898[217], y 11 de Enero de 1899[218].


129. Pius IX. Encycl. Qui pluribus. 9 Noviembre 1846.
130. Serm. 66. in Cant.
131. Const. Dei Filius.
132. Ibid.
133. Ibid.
134. Const. Dei Filius.
135. Ibid.
136. Syllab. prop. 3.
137. Syllab. prop. 8. 9. 10. 14.
138. Leo XIII. Encycl. Libertas. 20 Junio 1888.
139. Ibid.
140. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1888.
141. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1888.
142. Syllab. prop. 15. 16. 17.
143. Const. Dei Filius.
144. Leo XIII. Encycl. Aeterni Patris, 4 Agosto 1879.
145. Sullab. prop. 18.
146. Leo XIII. Encycl. Diuturnum, 29 Junio 1881.
147. Leo XIII. Epist. Apost. Testem benevolentiae ad Card. Gibbons, 22 Enero 1899 (De Americanis-
mo). V. Appen. n. CXV.
148. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
149. Bened. XIV. Const. Sollicita 9 Julio 1753.
150. Pius IX. Const. Apostolicae Sedis.
151. Dec. S. Officii 13 Enero 1892 (Coll. P. F. n. 1892).
152. S. C. Indicis 7 Enero 1836, insert. post regul. Indicis; Pius IX. Const. Apostolicae Sedis; Decr. S.
Officii 22 Diciembre 1880 (Coll. P. F. n. 1891); Leo XIII Const. Officiorum, 25 Enero 1897. V.
Appen. n. XCIV.
153. Leo XIII. Const. Officiorum, 25 Enero 1897.
154. Leo XIII. Const. Officiorum, 25 Enero 1897.
155. Bened. XIV. Const. Sollicita, 9 Julio 1753.
156. S. C. Indicis 24 Agosto 1864 (Coll. n. 1889).
157. Leo XIII. Const. Officiorum, 25 Enero 1897.
158. Cfr. Instr. Clem. VIII Ad Fidei catholicae, Regulis Indicis adiectam.
159. Conc. Plen. Balt. III. an. 1884, art. 224.
160. V. Appen. n. XCIV.
161. Leo XIII. Epist. In ipso supremi pontificatus 3 Marzo 1891.
162. Leo XIII, Epist. Officio sanctissimo, 22 Dec. 1887.
163. Leo XIII. Encycl. Nobilissima Gallorum gens. 8 Febr. 1884.
164. Leo XIII. Encycl. Quod multum, 22 Agosto 1886.
165. Instr. S. Officii 26 Marzo 1886. V. Append. n. XXVIII.
166. Encycl. Humanum genus, 20 Abril. 1884.
167. Leo XIII. Encycl. Sapientiae christianae, 10 Enero 1890.
168. Leo XIII. Encycl. Exeunte iam anno, 25 Diciembre 1888.
169. Encycl. Nostis et Nobiscum, 8 Diciembre 1849.
170. Encycl. Sapientiae christianae, 10 Enero 1890.
171. Conc. Prov. Venet. an. 1859, p. 1, cap. 6.
172. Consess. Episc. Umbriae an. 1849, tit. 2.
173. Conc. Prov. Ravennat. an. 1855, p. 1. cap. 4.
174. Cfr. decr. S. C. de Prop. Fide 8 Marzo 1625; 18 Diciembre 1662, etc. (Coll. P. F. n. 294, 302,
1674); et Epist. Leonis XIII. Testem benvolentiae ad Card. Gibbons, 22 Enero 1899.
175. Cfr. decret. cit.
176. Pius IX. Const. Apostolicae Sedis; Conc. Prov. Vallisolet. 1887, p. 1. tit. 6, **** 2, n. 3.
177. Conc. Prov. Venet. an. 1859, p. 1. cap. 6.
178. Conc. Prov. Vallisolet. 1887. p. 1. tit. 6 **** 2. n. 9.
179. Cfr. Conc. Prov. Smyrnen. an. 1869, sect. 4. cap. 2.
180. Cfr. Conc. Prov. Antequeren. an. 1893, p. 1, sect. 1, tit. 7.
181. Rom. XVI, 17. 18.
182. S. Athan. in vita S. Anton. n. 90 ap. Bolland.
183. Bened. XIV. Const. Etsi minime, 7 Febr. 1742.
184. Conc. Prov. Albien. an. 1850, tit. 4, decr. I.
185. Conc. Prov. Avenionen. an. 1849, tit. I, cap. 7.
186. Cap. Ignorantia, I. dist. 38.
187. Bened. XIV. Const. Etsi minime, 7 Febrero 1742.
188. S. Pius V. Const. Ex debito pastoralis officii, 6 Octubre 1571.
189. S. Pius V. Const. Ex debito pastoralis officii, 6 Octubre 1571.
190. 1 Tim. VI, 20. 21.
191. Const. In Dominico agro, 14 Junio 1761.
192. Coll. Miss. n. 1892, 1894, 1897, 1898.
193. S. Th. 2. 2 q. 93. a. 2.
194. V. Appen. n. CXXIII.
195. Epist. Encycl. S. Officii, 4 Agosto 1856 (Coll. P. F. n. 1743; 1754) V. Appen. n. XIX.
196. Cfr. Conc. Prov. Valent. an. 1889, p. 1. tit. 2. cap. 1.
197. V. Appen. n. LII.
198. Cfr. Conc. Plen. Baltim. III. an. 1884, art. 244.
199. V. Appen. n. LII.
200. V. Appen. n. XV; XXXVIII; XLII; XLIX; LIII; XCVII; CVII; XIC; CXIV. Cfr. Coll. P. F. n. 1856-1865.
201. S. C. de Prop. Fide Litt. Encycl. an. 1867 ad Delegat. Apost. et Episc. Orient. (Coll. P. F. n.
1859).
202. Pius IX. Const. Apostolicae Sedis.
203. Decr. S. Officii 19 Abril 1893 (Mon. Eccl. tom. VIII. p. I, pag. 77).
204. Decr. S. Officii 5 Julio 1837 (Coll. P. F. n.; 1856).
205. Cfr. Pii VII Const. Ecclesiam, 13 Septiembre 1821.
206. Cfr. Litt. S. C. de Prop. Fide 14 Julio 1876 (Coll. P. F. n. 1862).
207. Cfr. S. C. de Prop. Fide 15 Julio 1876 (Coll. P. F. n. 1862).
208. Inst. S. Officii 5 Julio 1878 (Coll. P. F. n. 1863).
209. Instr. S. Officii ad Praef. Miss. Tripol. an. 1763 (Coll. P. F. n. 606).
210. Instr. S. Officii 5 Julio 1878 (Coll. P. F. n. 1863).
211. Cfr. cit. decr. S. Officii 5 Julio 1878 (Coll. P. F. n. 1863); 25 Mayo 1897 (Mon. Eccl. tom. X. p. II,
pag. 3); S. Poenit. 10 Diciembre 1860 (Coll. P. F. n. 1528); S. Alph. de Ligor., Theol. Mor., lib. VI,
tract. I, cap. 2, n. 54.
212. Instr. S. Officii 5 Julio 1878 (Coll. P. F. n. 1863).
213. Instr. S. Officii 10 Mayo 1884 (Coll. P. F. n. 1865).
214. V. Appen. n. XLIX. Cfr. etiam Instr. Card. Antonelli 15 Noviembre 1858 V. Appen. n. XXI.
215. V. Appen. n. XCVII.
216. V. Appen. n. CVII.
217. V. Appen. n. CIX.
218. V. Appen. n. CXIV.