CONCILIO PLENARIO DE LA AMÉRICA LATINA


 

TÍTULO I
DE LA FE Y DE LA IGLESIA CATÓLICA

CAPÍTULO I
De la profesión de Fe

1. Por cuanto sin fe es imposible agradar a Dios y contarse en el número de sus hijos, Nos, los Padres de este Concilio Plenario Latino-Americano, empezando por la Fe, que es la raíz de la justificación, con solemne profesión confesamos y enseñamos todas las verdades que, como objeto de nuestra creencia, nos propone la Iglesia Católica, como reveladas por Dios, ya sea en solemne definición, ya sea en el ejercicio ordinario de su magisterio universal.

2. En especial admitimos y abrazamos las tradiciones Apostólicas y Eclesiásticas, y la Sagrada Escritura, conforme al sentido que la Santa Madre Iglesia ha sostenido y sostiene, y todas y cada una de las verdades enseñadas, definidas y declaradas por los Santos Concilios ecuménicos Tridentino y Vaticano, especialmente acerca del primado e infalible magisterio del Romano Pontífice, a quien reconocemos como sucesor de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo, y Pastor y Doctor de toda la Iglesia Católica.

3. Reprobamos todos los errores condenados, ya sea por los Concilios Generales, y en especial el Vaticano, ya sea por los Romanos Pontífices, particularmente los que se expresan tanto en la Encíclica de Pío IX, de santa memoria, Quanta Cura y en el adjunto Sílabo[1], como en las Encíclicas de Nuestro Santísimo Padre el Papa León XIII felizmente reinante que empiezan: Arcanum, del Matrimonio Cristiano, Diuturnum illud, sobre el poder temporal, Humanum genus[2], de la secta masónica, Immortale Dei, de la Constitución cristiana de los Estados, Libertas, de la libertad humana, Sapientiae Christianae, de los principales deberes de los ciudadanos cristianos, y Rerum Novarum, de la condición de los obreros. Y por cuanto no basta evitar la herética pravedad, si no se huye también con diligencia de todos los errores que más o menos se le acercan, advertimos a todos el deber que les incumbe de observar igualmente las Constituciones y Decretos en que la Santa Sede condena y prohibe otras perversas opiniones.

4. Recordando las palabras de Jesucristo: Todo aquél que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del hombre lo confesará ante los Angeles de Dios: y el que me negare delante de los hombres será negado ante los Angeles de Dios (Luc. XII, 8, 9); advertimos a todos los fieles que en ningún caso, ni aún para evitar la muerte, es lícito con palabras o con hechos negar la fe verdadera, por más que en el fondo del corazón se conserve, ni profesar exteriormente o simular una falsa. Por tanto, no es lícito suscribir una fórmula contraria a la fe católica, aunque el que subscribe diga que no quiere apartarse de la fe verdadera; ni tampoco es lícito prometer, de palabra o por escrito, observar lo que de cualquier manera es contrario a la misma fe católica.

5. Adhiriéndonos a las prescripciones Apostólicas declaramos que están obligados a hacer con el corazón y con los labios la canónica profesión de Fe, según la fórmula de Pío IV en la Constitución Iniunctum Nobis, y de Pío IX en el Decreto de la S. Congregación del Concilio de 20 Enero de 1877[3]: a) Todos y cada uno de los que, por derecho o costumbre, asisten al Concilio Provincial o al Sínodo Diocesano; b) los Provisores y Vicarios Generales antes que empiecen a desempeñar su cargo; c) los Vicarios Foráneos; d) todos los que obtengan en las Iglesias Catedrales alguna dignidad, canongía o beneficio residencial, y esto personalmente, y dentro de dos meses después de haber tomado posesión; e) todos los que tienen cura de almas también en persona y dentro de dos meses contados desde la toma de posesión; f) los examinadores sinodales; g) los Rectores de seminarios; h) todos, sean clérigos o seglares, los maestros de letras sagradas o profanas en los Seminarios mayores y menores, en los Institutos, Colegios o escuelas sujetas por legítima obediencia a la jurisdicción eclesiástica, aun cuando en ellas sólo se enseñen los primeros rudimentos a niños o niñas; para los maestros de escuela servirá una fórmula breve de profesión de fe, en idioma vulgar[4]; i) todos los que se convierten de la apostasía o de la herejía, empleándose en este caso una forma especial de abjuración[5].

CAPÍTULO II
De la Revelación

6. Aunque Dios, uno y verdadero, Creador y Señor nuestro, por medio de las creaturas, pueda con certeza ser conocido con la luz natural de la razón humana; no obstante, plugo a su sabiduría y bondad, revelarse a Sí propio y revelar los eternos decretos de su voluntad al género humano, de otro modo diverso y sobrenatural. Y aunque en la divina revelacion se comprendan también algunas cosas no inaccesibles á la razón humana, éstas no obstante, se han revelado a los hombres, para que todos puedan conocerlas fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Fué, por tanto, muy conveniente que por medio de la divina revelación se instruyera el hombre acerca de Dios y del culto que ha de presentarle[6].

7. Pero no por esto ha de decirse que la revelación es absolutamente necesaria, sino porque Dios en su infinita bondad destinó al hombre a un fin sobrenatural, es decir a la participación de bienes divinos, superiores con mucho a cuanto pueda abarcar la inteligencia humana. Así es que, además de muchas cosas que están al alcance de la razón natural, se proponen a nuestra creencia los misterios de Dios escondidos, que si no es por revelación divina no podemos llegar a conocer. Por lo cual yerran los que afirman que es imposible que el hombre se eleve sobrenaturalmente a un conocimiento y perfección superiores a los naturales, sino que antes bien puede y debe por sí solo, en virtud del progreso constante, llegar a la posesión de toda verdad y de todo bien[7].

8. Esta revelación sobrenatural, según la creencia de la Iglesia universal, se contiene en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas que, recibidas por los Apóstoles de los labios de Jesudristo, ó por los mismos Apóstoles, bajo el dictado del Espíritu Santo, transmitidas por decirlo así de mano en mano, han llegado hasta nosotros. La Iglesia tiene por sagrados y canónicos los libros escritos y recibidos del antiguo y nuevo Testamento, porque, habiendo sido compuestos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia[8]. Esta es la doctrina que siempre y abiertamente ha profesado la Iglesia acerca de los libros de ambos Testamentos: los cuales son reconocidos como documentos importantísimos de nuestros mayores, en que se declara que Dios habiendo hablado primero por los Profetas, después por sí mismo y luego por los Apóstoles, compuso también la Escritura que se llama canónica, la cual es el oráculo y lenguaje divino, la carta escrita por el Padre celestial al género humano que anda peregrinando lejos de la patria, y que le ha sido transmitida por los autores sagrados[9].

9. El depósito de esta revelación sobrenatural fue confiado por Cristo nuestro Señor a la Iglesia para que fielmente lo custodiase, es decir fue encomendado a los Apóstoles y a sus sucesores, pero principalmente a San Pedro y a su sucesor en el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia de Dios, es deir al Romano Pontífice, Vicario de Jesucristo en la tierra, Cabeza visible de toda la Iglesia y Padre y Doctor de todos los cristianos.

10. Con los santos Concilios ecuménicos Tridentino y Vaticano, advertimos a todos los fieles que en todas las materias de fe y de costumbres, tocantes a la edificación de la doctrina cristiana, se ha de tener por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquél que ha tenido y tiene la Santa Madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; y por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura de una manera contraria a este sentido, o al unánime consentimiento de los Padres[10].

11. Al mismo tiempo que reprobamos y condenamos los monstruosos errores propalados por los Racionalistas, como oráculos indiscutibles de no sé qué ciencia libre, reprobamos también y condenamos esa temeridad con que las palabras y sentencias de la Sagrada Escritura se aplican torcidamente a mil cosas profanas, es decir a bufonerías, falsedades, mentiras, adulaciones, detracciones, supersticiones, encantamientos impíos y diabólicos, adivinaciones, sortilegios y aun libelos infamatorios; y queremos que todos estos profanadores y violadores de la palabra de Dios, sean castigados por sus respectivos Obispos[11].

CAPÍTULO III
De la Fe

12. Por cuanto Dios, que en su infinito amor elevó desde el principio al género humano hasta hacerlo partícipe de la naturaleza divina y luego levantándolo de la caída y ruina universal lo restituyó a su dignidad primitiva y le ha conferido singulares auxilios para revelarle de un modo sobrenatural los arcanos de su divinidad, sabiduría y misericordia[12]; y dependiendo totalmente el hombre de Dios como su creador y señor, y debiendo la razón creada estar completamente sujeta a la verdad increada, por tanto, estamos obligados a rendir a Dios en su revelación pleno homenaje de nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Yerran, por consiguiente, los que afirman que la razón humana es a tal grado independiente, que la fe no se le puede imponer por Dios[13].

13. Para que este homenaje de nuestra fe sea conforme a la razón, ha querido Dios que a las luces interiores del Espíritu Santo se añadan los argumentos exteriores de la revelación, es decir ciertas obras divinas, y principalmente los milagros y profecías, que al propio tiempo que manifiestan claramente la omnipotencia y sabiduría infinita de Dios, son señales ciertísimas de la revelación, y acomodadas a todas las inteligencias[14]. La Iglesia misma por su admirable propagación, santidad eximia e inagotable fecundidad en toda clase de bienes, por su unidad católica y firmeza inquebrantable, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad, y testimonio irrefragable de su misión divina. De igual manera es evidente que la Iglesia con su admirable doctrina, desde la época de los Apóstoles creció en medio de obstáculos de todas especies, y se extendió por todo el Orbe gloriosa con el brillo de los milagros, engrandecida con la sangre de sus mártires, ennoblecida con las virtudes de sus confesores y vírgenes, corroborada con los testimonios y sapientísimos escritos de sus Padres, y floreció y florece en todas las regiones de la tierra, resplandeciendo con la perfecta unidad de su fe, de sus sacramentos y de su sagrado gobierno[15].

14. Aunque el asentimiento a la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del ánimo, sino un ascenso libre, no obstante, ninguno puede convenir con la predicación Evangélica, de modo que le aproveche para alcanzar la salvación, sin que lo ilumine e inspire el Espíritu Santo, quien ablanda las almas para convenir y creer en la verdad. En tal virtud, la fe por sí sola, aun cuando no obre por medio de la caridad, es un don de Dios y su acto es una obra perteneciente a la salvación, por la cual el hombre presta a Dios libremente obediencia, asintiendo y cooperando a su gracia, a la cual podría resistir[16].

15. Aunque nadie puede alcanzar sin fe la justificación, ni conseguir la vida eterna si no persevera hasta el fin en la misma fe[17], no obstante, ninguno presuma que la sola fe lo constituye heredero de la eterna gloria, ni que ha de alcanzar la celestial herencia, si no padece con Cristo para ser con El glorificado[18]: porque la fe, si no se le agregan la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace al hombre miembro vivo de su cuerpo: por lo cual, con justicia se afirma que la fe sin las obras es muerta e inútil[19].

16. Por cuanto muchos, engañados por la soberbia, quieren reducir todo a la mera humana naturaleza, haciendo a un lado a Dios y a la Iglesia; y con la desenfrenada licencia de que hoy día disfruta el error por perverso que sea, la pública profesión de la verdad cristiana se ata a menudo con pesadas cadenas, cada cual debe ante todas cosas velar por sí propio, y tener gran cuidado de comprender con la mente la fe de una manera profunda, y de conservarla con grande ahinco, precaviendo con incesante diligencia los peligros, y en especial los diversos sofismas y falacias con que se procure arrnacársela. Y como no sólo conviene conservar incólume la fe en nuestras almas sino aumentarla cada día más y más, ha de repetirse con frecuencia la humilde súplica que los Apóstoles solían dirigir a Dios: Aumenta, oh Señor, nuestra fe[20]. Nada hay, en verdad, más a propósito para fomentar y acrecer la fe, que la piadosa costumbre de orar; y es evidente cuán grande es en nuestros tiempos la necesidad de esta virtud, en muchos debilitada, en muchos por completo extinguida[21].

17. Por tanto, todo fiel cristiano debe mantener constantemente la fe, y profesarla, y estar dispuesto a defenderla con valor. Porque en caso de necesidad, no sólo los Prelados que mandan tienen obligación de defender la integridad de la fe, sino que a cada uno de los fieles incumbe el deber de confesar paladinamente su fe, ya sea para la instrucción y confirmación de sus hermanos, ya sea para reprimir la jactancia de los infieles[22]. Ceder ante el enemigo, o callar cobardemente, cuanto tanta grita se levanta en derredor para sofocar la verdad, es propio de un hombre que para nada sirve, o que duda, por lo menos, de la verdad de lo que profesa. Ambos extremos son indignos e injuriosos a Dios; ambos se oponen a la salvación general y particular; y sólo aprovechan a los enemigos de la fe, porque la cobardía de los buenos aumenta en gran manera la osadía de los malos. Y es tanto más reprobable la inacción de los cristianos, siendo tan fácil cosa desvanecer las calumnias y reducir a polvo las perversas doctrinas que se predican; en todo caso con un poco de trabajo puede lograrse tan santo fin[23].

CAPÍTULO IV
De la Fe y la Razón

18. El perpetuo acuerdo de la Iglesia Católica ha sostenido y sostiene que hay dos clases de cognición, distintas no sólo en su principio, sino también por su objeto: en su principio porque en una conocemos por la razón natural, y en otra por la fe divina; por su objeto, porque además de aquello que a la razón natural es dado alcanzar, se proponen a nuestra creencia misterios escondidos en Dios que, si no es por revelación divina, no pueden conocerse[24].

19. La razón, ilustrada por la fe, cuando hace sus investigaciones con diligencia, piedad y moderación, logra, por favor divino, una inteligencia, por cierto preciosísima, de los misterios, ya sea por la analogía con aquellas verdades que naturalmente conoce, ya sea por la relación que tienen los misterios entre sí y con el último fin del hombre, pero nunca llega a ser capaz de percibirlos del mismo modo que las verdades que forman el objeto suyo propio. Porque los divinos misterios, por su propia naturaleza, son a tal grado superiores a la inteligencia creada, que aun después de hecha la revelación y recibida la fe, permanecen cubiertos con el velo de la misma fe y envueltos en una especie de niebla mientras dura nuestra mortal peregrinación[25].

20. Por tanto, siendo evidente que tenemos que aceptar muchas verdades del orden sobrenatural, que superan con mucho la sutileza del mejor talento, la razón humana, conocedora de su propia flaqueza, no se atreva a lo que no puede, ni a negar, o medir por su propio tamaño, o interpretar a su antojo aquellas verdades; sino antes bien, acéptelas con fe plena y humilde, y venérelas profundamente, para que le sea dado, como a sierva y esclava, prestar sus servicios a las doctrinas celestes y alcanzarlas en cierta manera por beneficio del Señor[26].

21. Con justicia, pues, el Concilio Vaticano recuerda los inmensos beneficios que confiere la fe a la razón, diciendo: La Fe libra y defiende de errores a la razón, y la instruye con muchísimos conocimientos. Así es que el hombre, si tiene juicio, no debe acusar a la fe de ser enemiga de la razón y de las verdades naturales, sino antes bien, tributar a Dios gracias rendidas, porque en medio de tantas causas de ignorancia, y entre las fluctuaciones de tantos errores, ha resplandecido la fe santísima, que a guisa de estrella polar, le señala sin temor de que yerre, el rumbo que ha de conducirlo al puerto de salvamento. En prueban de ello, aun los más sabios entre los antiguos filósofos, que carecieron del beneficio de la fe, erraron miserablemente en mil y mil cosas[27].

22. Por lo expuesto, aun cuando la fe sea superior a la razón, nunca puede haber disentimiento real entre la fe y la razón; puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, es quien ha encendido en la mente del hombre la luz de la razón, y Dios jamás puede negarse a sí mismo, ni poner en contradicción la verdad con la verdad. Una vana apariencia de contradicción proviene principalmente o de que los dogmas de fe no se entienden ni exponen conforme a la mente de la Iglesia, o de que se toman por axiomas racionales las que son puras fábulas o suposiciones[28].

23. De aquí es que, si en nuestro siglo, vemos que no pocos tienen en menos o totalmente desechan las verdades reveladas porque juzgan que no pueden avenirse con los principios de las ciencias humanas o con los descubrimientos modernos, se verá por poco que se examine, que la causa de esta lamentable aberración consiste en que en nuestros días, cuanto mayor es el entusiasmo por las ciencias naturales, tanto mayor es la decadencia que se nota en el estudio profundo y severo de las ciencias morales. Algunas se han olvidado por completo; otras se saludan apenas con inconcebible ligereza, y lo que es verdaderamente indigno, ofuscado el brillo de su primitiva dignidad, se corrompen con depravadas sentencias y monstruosas opiniones[29]. Por lo cual, dice el Concilio Vaticano[30], no sólo se prohibe a los fieles defender como legítimas conclusiones científicas las opiniones contrarias a la fe, sobre todo si ya las ha condenado la Iglesia, sino que se les manda expresamente el considerarlas como errores, que de verdad sólo tienen una falaz apariencia.

24. Como no sólo no pueden nunca disentir entre sí la fe y la razón, sino que antes bien mutuamente se prestan auxilio[31]; por tanto, muy lejos de que el divino magisterio de la Iglesia ponga coto al afán de aprender, o al adelanto de las ciencias, o retarde en modo alguno el progreso de la civilización, por el contrario les suministra mayores luces y les sirve de segura salvaguardia. Antes bien, a la Iglesia se debe el inmenso beneficio de haber conservado los más insignes monumentos de la antigua sabiduría; de haber ensanchado los horizontes de las ciencias y de haber dado rienda suelta al vuelo de los ingenios, fomentando con ahinco esas mismas artes de que más se envanece la civilización de nuestro siglo[32].

25. Una sola cosa nos veda la Iglesia, y contra ella está en continua guardia, a saber, el que las artes y ciencias humanas, poniéndose en pugna con la divina doctrina, se manchen con errores, o que, saliéndose de su órbita, arrebaten y trastornen lo que pertenece a la fe. La doctrina de fe que Dios ha revelado, no se propone a los hombres para que, a guisa de sistema filosófico, la vaya perfeccionando su ingenio; sino que ha sido entregada como divino depósito a la Esposa de Jesucristo, para que la guarde con fidelidad y la explique con criterio infalible[33]. No puede, pues, suceder que a los dogmas propuestos por la Iglesia, se haya de atribuir alguna vez, según el progreso de la ciencia, un sentido diverso de aquél que la misma Iglesia ha entendido y entiende[34].

26. Aunque en la doctrina de Cristo y de los Apóstoles, la verdad de la fe haya sido suficientemente explicada, no obstante, porque hombres mavados pervierten la doctrina apostólica y las demás enseñanzas y escrituras para su propia perdición, por lo mismo es necesaria a veces la explicación de la fe[35], o la definición explícita de algún dogma ya contenido en el depósito de la fe. De aquí es que puede admitirse el progreso en el conocimiento de la revelación; pero en el objeto mismo no puede haber aumento ni mutación siendo la doctrina de Cristo perfecta e indefectible. Por lo cual dice el Concilio Vaticano: "Crezca mucho, por tanto, y adelante en alto grado la inteligencia, la ciencia, la sabiduría tanto del individuo como de la sociedad, tanto de cada uno, como de toda la Iglesia a medida que pasan los siglos y las edades: pero sólo en su género, es decir en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia[36]". Todos los que de palabra o por escrito defienden los derechos de la divina sabiduría, en las escuelas o fuera de ellas, pero bajo la tutela de la Iglesia y con sujeción a los legítimos Pastores, recuerden aquel dicho de S. Buenaventura[37]: Disputamos, no para crer mejor, sino para conservar íntegra la fe pues al conocerla podremos precaver los errores, y de esta suerte perseverar en la unidad.

CAPÍTULO V
De Dios

27. Creemos y confesamos que Dios, Creador nuestro y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en entendimiento, voluntad y toda clase de perfección, siendo una sustancia espiritual única, singular, absolutamente simple e inconmutable, debe pregonarse distinto del mundo en realidad y en esencia, felicísimo en sí y por sí, y sobre todas las cosas que además de El existen y pueden concebirse, inefablemente excelso[38].

28. Este solo Dios verdadero, por su bondad y omnipotente virtud, con libérrima determinación desde el principio del tiempo formó de la nada a ambas creaturas, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la mundana, y luego la humana que a una y otra categoría pertenece, compuesta de espíritu y de cuerpo. Dios con su providencia sostiene y gobierna todas las cosas que creó, alcanzando de un extremo a otro extremo con fortaleza, y disponiendo todo con suavidad. Porque todas las cosas están patentes y descubiertas ante sus ojos, aun aquellas que en virtud de la libre acción de las creaturas han de suceder en lo futuro[39].

29. Siendo la fe católica que veneremos un solo Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la unidad, creemos[40] firmemente y con toda sencillez confesamos que hay un solo Dios verdadero, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo: tres personas, pero una esencia, substancia o naturaleza del todo simple: el Padre de ninguno, el Hijo del Padre solo, el Espíritu Santo de uno y otro a la par, sin principio, siempre y sin fin: el Padre engendrando, el Hijo naciendo, y el Espíritu Santo procediendo; consubstanciales e iguales, y coomnipotentes y coeternos: principio único de todas las cosas, creador de lo visible y de lo invisible[41].

30. Este misterio de la augustísima Trinidad, no ha de discutirse con curiosas investigaciones, ni se ha de confirmar con razones humanas, sino que ha de sostenerse con suma veneración y fe firmísima. "Quien se empeña en probar, dice Santo Tomás, la Trinidad de personas con la razón natural, menoscaba la fe de dos maneras. Primera, por lo que atañe a la dignidad de la misma fe... Segunda, por lo que toca a la utilidad de atraer a otros a la fe. Porque cuando alguien para probar la fe, aduce razones que no son apremiantes, se vuelve ludibrio de los infieles, porque juzgan que esas razones son las que sirven de fundamento y que por ellas creemos[42]".

31. Creyendo asimismo fielmente la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, confesamos que el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, concebido de María siempre Virgen por obra del Espíritu Santo, hecho verdadero hombre, compuesto de alma racional y de carne humana, nos ha enseñado más claramente el camino de la vida; y siendo inmortal e impasible según la divinidad, el mismo se hizo mortal y pasible según la humanidad[43].

32. Por cuanto al extenderse la funesta plaga del indiferentismo y del racionalismo se multiplican los esfuerzos de los impíos para combatir hasta la existencia misma del sacrosanto misterio de la Encarnación, y sobre todo de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, cuya augustísima persona no temen vilipendiar con mil blasfemias y sacrílegas injurias, Nos, rechazando enérgicamente tamaña impiedad, con todo el afecto de nuestro corazón y con fe firmísima confesamos la divinidad de Jesucristo, el cual teniendo la naturaleza de Dios, no fue por usurpación sino por esencia el ser igual a Dios: y no obstante se anonadó a sí mismo tomando la forma o naturaleza de siervo (Philip., II, 6, 7).

32. Con tanto ardor amó al género humano, que no sólo no rehusó vivir entre nosotros tomando nuestra naturaleza, sino que se gloriaba del dictado de Hijo del hombre, declarando abiertamente que había adoptado la familiaridad con nosotros para anunciar la libertad a los cautivos (Is. LXI, I; Luc. IV, 19) y libertando al género humano de la peor de las servidumbres que es la del pecado, restaurar en sí todas las cosas de los cielos y las de la tierra (Ephes. 1, 10) y a sacar a toda la descendencia de Adán del abismo en que la había sumergido la culpa original, para reponerla en el primitivo grado de dignidad[44].

34. Por tanto, el Hijo Unigénito de Dios vino al mundo, lleno de gracia y de verdad, para que los hombres, participando de su plenitud alcancen la vida eterna, y logren abundantes gracias y participen de la divina naturaleza. Con este fin multiplica los dones de su gracia, la cual ilustrando el entendimiento, y robusteciendo la voluntad con saludable constancia, la empuja siempre hacia lo que es moralmente bueno, y hace más fácil y seguro el uso de la libertad[45].

35. Acerca de la necesidad de la divina gracia hay que creer firmemente que ningún hombre, después de caído, sea justo o injusto, puede en el presente estado sin la gracia interior que lo prevenga llevar a cabo obra alguna saludable o que lo conduzca a la vida eterna. Esta gracia en medida suficiente para alcanzar la salvación, a nadie se niega.

36. La gracia habitual es un don sobrenatural inherente al hombre de una manera intrínseca y permanente, con el cual se vuelve formalmente santo, agradable a Dios, hijo adoptivo de Dios y heredero de la vida eterna. De aquí es que por la justificación se nos traslada de aquel estado en que nacemos hijos de Adán, es decir de pecado, al estado de gracia y de adopción como hijos de Dios por el segundo Adán Jesucristo[46]; pues la justificación no es solamente el perdón de los pecados, sino la santificación y renovación del hombre interior por la aceptación voluntaria de la gracia y demás dones[47]: y la gracia, en virtud de la cual quedamos renovados es una cualidad divina inherente en el alma, y una especie de luz y esplendor que borra por completo las manchas de nuestras almas y hace las mismas almas más hermosas y resplandecientes[48]. De donde resulta que la gracia y la justificación no es igual en todos, y por esto dice S. Pedro en su Epístola segunda (III, 18): Creced en gracia; y ésta puede perderse, y de hecho se pierde, por el subsiguiente pecado mortal.

CAPÍTULO VI
Del culto que ha de prestarse a Dios y a los Santos

37. De todos los deberes del hombre es sin duda alguna el mayor y más santo aquél que nos manda adorar a Dios con piedad y religión. Esto proviene necesariamente de que estamos perpetuamente en poder de Dios, cuya divinidad y providencia nos rigen, del cual salimos y al cual tenemos que tornar[49].

38. Por tanto el ahincho de los hombres por el honor de Dios y el culto divino ha de ser tan grande, que más bien que amor deba llamársele celo, a ejemplo de Aquél que dijo de sí propio: me he abrasado de celo por el Señor Dios de los ejércitos (3 Reg. XIX, 14), e imitando a Cristo de quien se dijo (Ps. LXVIII, 10): el celo de tu casa me ha consumido. Y por cuanto el hombre ha sido dotado por Dios con alma y cuerpo, no podemos menos que venerar con culto externo y dar gracias al mismo Dios a quien adoramos con nuestros sentidos íntimos, movidos por la fe, y por la esperanza que en él tenemos colocada.

39. Este culto externo ha de ser no sólo personal y doméstico, sino público; porque el Señor es creador no sólo de los individuos, sino de las sociedades. Por tanto, es necesario que la sociedad civil, como tal, reconozca a Dios por su Padre y autor, y tribute a su potestad y señorío el debido culto y adoración. La justicia y la razón prohiben que el Estado sea ateo o, lo que viene a resultar lo mismo, que conceda igual protección e iguales derechos, a las diversas religiones, como ha dado en llamárseles. Por lo mismo la sociedad, en su calidad de persona moral, está obligada a tributar culto a Dios[50]: porque la naturaleza y la razón, que mandan a los individuos adorar a Dios santa y religiosamente, porque estamos bajo su dominio, y habiendo de El emanado a El tenemos de tornar, con la misma ley obliga a la sociedad civil[51]; y otro tanto ha de decirse de la sociedad doméstica.

40. El culto público que los pueblos cristianos han de tributar a Dios, consiste principalmente en santificar el día del Señor. A la observancia o violación de esta ley debe atribuirse en su mayor parte la prosperidad o miseria de toda la República cristiana[52]. No sólo en la vida futura sino en la presente son castigados a menudo con diversas calamidades los transgresores de este precepto[53]; porque su desprecio y olvido conmueven y trastornan el orden moral en sus mismos cimientos; difunden entre los pueblos todo género de males, principalmente la obcecación del entendimiento, la corrupción de costumbres y el amor desenfrenado a todo lo temporal, y hace pedazos los vínculos de la sociedad religiosa, de la civil y aun de la doméstica[54].

41. A Dios solo, como a supremo Creador y Señor de todas las cosas debe rendirse culto de latría y verdadera adoración, como la misma ley natural lo sugiere, y se manda expresamente en esta sentencia: Adorarás al Señor tu Dios y a El solo servirás (Mat. IV. 10). La Humanidad de Jesucristo ha de adorarse con culto absoluto de latría, porque como dice S. Juan Damasceno[55]: Uno es Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, al cual adoramos con el Padre y el Espíritu Santo, en la misma adoración con su carne inmaculada... no tribulamos culto de latría a la creatura, porque no la adoramos como mera carne sino en cuanto está unida a la divinidad.

42. Todos los fieles, como se ha practicado siempre en la Iglesia Católica, han de rendir al Santísimo Sacramento de la Eucaristía el culto de latría que se debe al verdadero Dios; pues no se le ha de adorar menos porque Cristo Nuestro Señor lo estableció para que de él participemos, puesto que creemos que en él está real y verdaderamente presente el mismo Dios de quien el Padre Eterno, al introducirlo en el mundo, dijo (Ps. 96. Heb. 1): Adórenlo todos los Angeles de Dios; a quien los Magos (Mat. II) adoraron postrados, al que, por último como declara la Escritura (Mat. XXVIII, Luc. XXIV) fue adorado por los Apóstoles en Galilea[56].

43. Con el mismo culto de latría adoramos el Corazón de Jesús, corazón de la persona del Verbo al cual está inseparablemente unido, del mismo modo que el exánime cuerpo de Cristo fue adorable en el sepulcro los tres días de su muerte[57], no habiendo habido separación o división de la divinidad. Por medio de esta devoción celebramos con especial culto, bajo el Símbolo del Sagrado Corazón de Jesús, los principales beneficios de amor que Jesucristo Nuestro Redentor ha conferido al género humano[58].

44. A la Santísima Virgen María, cuya Concepción inmaculada definio Pío IX como dogma de fe, y en la cual firmemente creemos, por su excelsa preeminencia sobre todas las demás creaturas se debe veneración de hiperdulía. Ella es nuestra medianera para con Dios, y dispensadora de las gracias celestiales. El implorar el auxilio de María en la oración se funda en el cargo que ejerce sin cesar cerca de Dios, de alcanzarnos la gracia divina, siéndole ella aceptísima por su dignidad y sus méritos, y muy superior en poder a todos los Angeles y Santos[59]. Ni la confianza singular con que los fieles y la Iglesia entera recurren a la Santísima Virgen, menoscaba en lo más mínimo el honor debido a Jesucristo; siéndole en extremo grato y aceptable el ayudar y consolar a cuantos imploran el auxilio de su divina Madre. Todas las gracias que se comunican a este mundo, dice S. Bernardino de Sena[60], pasan por tres escalas: pues se distribuyen en ordenada sucesión por Dios a Cristo, por Cristo a la Virgen, por la Virgen a nosotros.

45. Para que el Señor se muestre más propicio a nuestras oraciones, y habiendo más abogados, con mayor prontitud y largueza socorra a su Iglesia, juzgamos que conviene en alto grado que el pueblo cristiano, juntamente con la Virgen Madre de Dios, se acostumbre a invocar con filial piedad y confianza de ánimo a su castísimo Esposo S. José; pues el fue además de esposo de María, padre putativo de Jesucristo, y de aquí provienen su dignidad, su santidad y su gloria[61].

46. Advertimos a todos los fieles, que los Santos que reinan con Cristo ofrecen oraciones a Dios en nuestro favor, y por razón de la excelencia sobrenatural de su gracia y de su gloria, y porque son amigos y herederos de Dios, hay que honrarlos con culto de dulia, e invocarlos, y que venerar sus reliquias. Han de considerarse sagradas sus imágenes, y como tales se han de conservar y hay que tributarles el debido honor y veneración. Reteniendo en el corazón y mostrando con las obras, que ésta es la doctrina del Santo Concilio de Trento, sepan todos los fieles que la gracia se nos da por los méritos de Jesucristo, que es el único y verdadero Mediador entre Dios y los hombres; y que invocamos a los Santos, no para que nos concedan algo por su propia virtud sino para que lo pidan a Dios para nosotros, y por nosotros intercedan; que no hay en las sagradas imágenes virtud alguna, sino que el culto que les rendimos se refiere a los prototipos. De igual manera, el culto que prestamos a las reliquias, redunda en honor de los mismos santos de quienes son preciosos despojos[62].

CAPÍTULO VII
De la Iglesia

47. Cristo Nuestro Señor, para perpetuar la obra salutífera de la Redención, decretó edificar la Santa Iglesia, en la cual, como en la casa del Dios vivo se albergaran todos los fieles unidos con los vínculos de la misma fe y de la caridad[63]. Predijo también Jesucristo, que la misma aversión y envidia de parte de los hombres que a El había perseguido, pasaría a la institución por El fundada; de suerte que a muchos se impediría de hecho el alcanzar la salvación, obtenida por su bondad. Por lo cual quiso no sólo formar discípulos pertenecientes a su escuela, sino unirlos y vincularlos sólidamente en una sociedad, y en un cuerpo que es la Iglesia (Col. 1, 24) cuya cabeza sería El mismo.

48. Es, pues, la Iglesia, una sociedad exterior y visible, establecida por Dios por medio de su Hijo Unigénito, y provista de notas manifiestas de su institución, que la den a conocer a todos como depositaria y maestra de la palabra revelada. A la sola Iglesia Católica pertenecen todas aquellas cosas que en tanta abundancia y de una manera tan admirable ha ordenado la divina Providencia para la credibilidad evidente de la fe cristiana. No sólo, sino que, como arriba se ha dicho, ella misma es un grande y permanente motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su divina misión[64].

49. Por lo cual, quienquiera que juzgue con prudencia y sinceridad puede ver sin dificultad cuál es la verdadera religión. Mil y mil argumentos, todos de grave peso, como son la verdad de las profecías, la multitud de los milagros, la rapidísima propagación de la fe en medio de tantos enemigos y de tantos obstáculos, el testimonio de los mártires y otros muchos demuestran claramente que la única verdadera es aquella que Jesucristo instituyó en persona, y cuya guarda y propagación encomendó a su Iglesia[65].

50. La Iglesia, cuyo fin es la santificación de las almas y la posesión de la vida eterna, es una, por la unidad de su fe, de su autoridad y su comunión; santa en su Fundador, en su doctrina, en sus sacramentos, en los siervos de Dios preclaros por sus heroicas virtudes y los dones celestiales con que fueron agraciados; católica, por su duración, porque vivirá eternamente, por su extensión, porque ha sido conocida o se conocerá en todo el mundo, por sus adeptos, porque a nadie excluye, por razón de su fe, porque la conserva íntegra y pura; es, en fin apostólica por su origen, doctrina y sucesión. Estas notas que adornan a la verdadera Iglesia de Jesucristo se encuentran de cierto en la Iglesia Romana, la cual, fundada por los Príncipes de los Apóstoles y regada con su sangre, es reconocida como madre y maestra de todas las Iglesias, y a ella, por su singular preeminencia, ha sido siempre necesario que se acojan todas las Iglesias, es decir los fieles de todas las partes del mundo[66].

51. Esta Iglesia verdadera, casa y alcázar de Dios, redil de las ovejas de Cristo, cuya puerta y pastor es El mismo, Esposa de Jesucristo y cuerpo místico suyo[67], es también puerto de salvamento y nave segura, fuera de la cual es imposible alcanzar la salvación y el perdón de los pecados. "Por lo cual no es igual la situación de aquellos que por favor del cielo se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos otros que, guiados por opiniones humnas, profesan una falsa religión; porque los que han abrazado la fe bajo el magisterio de la Iglesia jamás pueden tener una causa justa para cambiar, o dudar de esa fe"[68].

52. Esta sociedad santa de la Iglesia, aunque conste de hombres ni más ni menos que la sociedad civil, no obstante, por el fin que se le ha prefijado y por los instrumentos de que se sirve para llegar al fin, es sobrenatural y espiritual: y por tanto, es distinta y diferente de la sociedad civil, y lo que es más, es una sociedad perfecta en su género y por su propio derecho... Y como el fin a que tiende la Iglesia es muchísimo más noble, así también su potestad es la más excelente de todas, y ni puede considerarse inferior al gobierno civil, ni estarle en modo alguno sujeta[69].

53. Por tanto, la Iglesia y no el Estado, es quien debe guiar a los hombres al reino celestial. Jamás ha dejado la Iglesia de vindicar para sí esta autoridad, absoluta en sí misma y que por derecho le corresponde, por más que cierta filosofía aduladora de los soberanos temporales la haya impugnado. Jamás ha cesado de ejercerla públicamente, siendo los Apóstoles los primeros en defenderla. Estos al querer los Príncipes de la Sinagoga prohibirles la predicación del Evangelio, respondían enérgicamente: conviene obedecer a Dios más que a los hombres. Los Santos Padres de la Iglesia la sostuvieron con sólidos argumentos según las circunstancias; y los Romanos Pontífices nunca dejaron de vindicarla con invicta constancia[70].

54. De todo esto se deduce claramente que el divino magisterio que fue encomendado a la Iglesia por Jesucristo Nuestro Señor, pone sus decisiones acerca de la fe y las costumbres fuera del alcance de la censura y potestad de los que rigen el Estado. De otra suerte los dogmas de fe y los preceptos morales, que son inmutablemente verdaderos y justos, se volverían mudables según el capricho de los gobernantes y la diversidad de tiempos y lugares[71].

55. Por tanto, siendo altísimo deber de la Iglesia mandar y sostener sin cesar, aun a despecho de los hombres, cuanto Jesucristo le ordenó que mande y sostenga, se sigue que si en las leyes o constituciones civiles hay algo que se aparte de los preceptos de la fe o la moral cristiana, el clero no puede aprobarlo ni aun disimularlo con su silencio. ¿Cuál habría sido la suerte de la sociedad cristiana si la Iglesia hubiera siempre acatado cualesquiera constituciones civiles u órdenes de los gobernantes sin mirar si eran justas o injustas? El paganismo antiguo habría continuado bajo la protección de las leyes, y la luz del Evangelio jamás habría iluminado a las naciones[72].

56. Esta perfecta sociedad de la Iglesia, poseyéndolo en sí misma y por sí propia, por voluntad y beneficio de su divino Fundador, cuanto es necesario al sostenimiento de su incolumidad y acción, tiene por lo mismo plena y suprema potestad legislativa, judicial y coactiva. Nuestro Señor Jesucristo dio a sus Apóstoles jurisdicción independiente sobre todas las cosas sagradas, añadiendo tanto la facultad de promulgar verdaderas leyes, como la doble potestad que de aquí se sigue, de juzgar y de castigar: Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra; id pues, y enseñad a todas las naciones, enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado (Mat. XXVIII, 18. 19. 20). Si no los escuchare, dilo a la Iglesia (Mat. XVIII. 17); Teniendo en la mano el poder para vengar toda desobediencia (2 Cor. X. 6); Procederé con rigor, usando de la potestad que Dios me ha dado, para edificación y no para ruina (2 Cor. XIII. 10)[73].

57. De lo dicho fácilmente se deduce, que no toca a la potestad civil definir cuáles son los derechos de la Iglesia, ni los límites en que debe ejercerlos[74]. A la sola potestad eclesiástica corresponde por derecho propio y natural la dirección de la enseñanza teológica[75]; y la obligación a que están sujetos los maestros y escritores católicos, no se limita a aquellas cosas que el juicio infalible de la Iglesia propone a todos como dogmas de fe, sino también se extiende tanto a las decisiones que, como pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones Pontificias, cuanto a todos aquellos puntos de la enseñanza, que el consentimiento constante de los católicos considera verdades teológicas, y conclusiones ciertas hasta tal punto, que las opiniones contrarias, aunque no hayan de tacharse de herejías, si merecen alguna otra censura teológica[76].

58. Además de los ya enumerados, la Iglesia tiene otros derechos, que no le han sido concedidos por la potestad civil, y que el gobierno civil no puede por consiguiente revocar. Tiene, a saber, el derecho natural y legítimo de adquirir y poseer[77]. Además, tanto la misma Iglesia como las personas eclesiásticas, por derecho propio, gozan del privilegio de inmunidad, que no tuvo su origen por cierto en el derecho civil[78]. Por consiguiente, sin una violación manifiesta del derecho natural y de toda equidad, no puede abolirse la inmunidad personal en virtud de la cual los clérigos están exceptuados del servicio militar[79].

CAPÍTULO VIII
Del Romano Pontífice

59. Por cuanto, por disposición divina, se halla establecida en la Iglesia Católica la Jerarquía, que consta de Obispos, presbíteros y ministros, es claro que yerran los que afirman que los Sacerdotes del Nuevo Testamento ejercen una potestad puramente temporal, y que quien una vez ha sido legítimamente ordenado puede otra vez ser lego, si ya no ejerce el ministerio de la palabra de Dios[80]. Que los presbíteros son inferiores a los Obispos, consta, tanto por la naturaleza de la sagrada ordenación, como por la definición del Concilio de Trento[81], con el fin de que el episcopado fuese uno e indiviso, y que por medio de sacerdotes firmemente unidos entre sí se conservara toda la multitud de los creyentes en la unidad de fe y de comunión, Jesucristo al colocar a San Pedro sobre los demás Apóstoles lo constituyó principio perpetuo y visible fundamento de una y otra unidad, sobre cuya robustez había de construirse eterno Templo, y había de elevarse sostenida por su firmeza la sublimidad de la Iglesia para llegar por fin hasta el cielo[82].

60. Por cuanto únicamente a Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de supremo Pastor y rector sobre todo su rebaño, diciendo: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas (Ioan. XXI 15-17) yerran los que afirman que el Apóstol San Pedro no fue constituido por Cristo Nuestro Señor Príncipe de todos los Apóstoles y Cabeza visible de toda la Iglesia militante, y que fue únicamente primado de honor, y no de propia y verdadera jurisdicción el que recibió directa e inmediatamente del mismo Jesucristo Nuestro Señor[83].

61. La institución que Nuestro Señor Jesucristo príncipe de los pastores y pastor primero de sus ovejas fundó en el Apóstol San Pedro para la salvación eterna y bien perenne de la Iglesia, permanecerá firme por su divina voluntad, hasta el fin de los siglos, en su santa Iglesia que está edificada sobre roca. Pedro, entretanto, vive, preside y ejerce la suprema judicatura hasta nuestros días, y siempre, en sus sucesores los Obispos de la Santa Iglesia Romana por él fundada y consagrada con su sangre. De aquí es que con justicia han sido anatematizados los que afirman que no se debe a institución de Cristo Nuestro Señor el que San Pedro tenga en el primado perpetuos sucesores[84]; o que el Romano Pontífice no es sucesor de San Pedro en el mismo primado, o que el Romano Pontífice tiene únicamente el cargo de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no sólo en las materias pertenecientes a la fe y a las costumbres, sino también en las que atañen a la disciplina y gobierno de la Iglesia esparcida por todo el mundo; o que sólo desempeña el principal papel, pero no tiene la plenitud de esta suprema potestad, o que ésta no es ordinaria e inmediata, o sea sobre todas y cada una de las Iglesias, sobre todos y cada uno de los pastores y fieles[85].

62. Creemos asimismo y enseñamos, con el Concilio Vaticano: que el Romano Pontífice cuando habla ex cathedra, es decir, cuando desempeñando el cargo de Pastor y Doctor de todos los Cristianos, en virtud de su autoridad suprema y apostólica, define una doctrina acerca de la fe o la moral, para que haya de profesarse por la Iglesia entera, en virtud de la asistencia divina que le ha sido prometida en la persona de San Pedro, goza de aquella infalibilidad que el divino Redentor quiso que poseyera su Iglesia al definir la doctrina sobre la fe y la moral; y, por tanto, esta clase de definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí, y no en virtud del consentimiento de la Iglesia[86]".

63. Por tanto, todos los fieles deben obediencia al Romano Pontífice, y con la palabra y con las obras, en su vida pública y en la privada han de proclamar con Nicolao I: Todo el que despreciare los dogmas, mandatos, prohibiciones, sanciones y decretos útilmente promulgados por el Prelado de la Sede Apostólica en pro de la disciplina de la fe católica, para la corrección de los fieles, la enmienda de los malvados, o la prevención de males inminentes o futuros, sea anatematizado[87].

64. El Romano Pontífice, quien según la plenitud de su potestad es superior al Derecho Canónico[88], puede dispensar sobre este Derecho[89]: erraron, por tanto, cuantos han afirmado que el uso de la potestad Apostólica se ha de regir por los cánones.

65. Firmemente ha de creerse que el Romano Pontífice es juez supremo de los fieles y que en todas las causas de competencia eclesiástica puede recurrirse al juicio del mismo. La sentencia de la Sede Apostólica, que no reconoce autoridad superior, por nadie puede revocarse, y a ninguno es lícito juzgar de su fallo[90].

66. Por tanto, bajo pena de excomunión se prohibe a todos, cualquiera que sea su rango o condición, apelar de las órdenes o mandatos del Romano Pontífice al futuro Concilio, e impedir directa o indirectamente el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica ya sea en el fuero interno ya sea en el externo[91]. Además, con el Concilio Vaticano condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que afirman que puede lícitamente impedirse la comunicación del Jefe supremo con los pastores o los fieles, o que la declaran subordinada a la potestad civil, de suerte que pretenden que cuanto se determina para el gobierno de la Iglesia, por la Sede Apostólica o en virtud de su autoridad, carece de fuerza y valor, si no lo sanciona la potestad civil[92].

67. Los Romanos Pontífices[93], fundados en la razón de que tienen el supremo dominio sobra la República cristiana, desde la más remota antigüedad han acostumbrado enviar sus Legados a las naciones y pueblos cristianos. Esto se practica no por un derecho conferido por extrañas potestades, sino por derecho natural, porque el Sumo Pontífice... "no pudiendo personalmente recorrer cada país, ni ejercer su pastoral ministerio, tiene a menudo necesidad, en virtud de la servidumbre que se le ha impuesto de mandar a las diversas partes del mundo, según las necesidades que surjan, enviados suyos que haciendo sus veces, corrijan errores, allanen dificultades y suministren a los pueblos que le han sido encomendados nuevos elementos de salvación".

68. Siendo la misión del Legado Apostólico, cualesquiera que sean sus poderes, ejecutar las órdenes e interpretar la voluntad del Pontífice que lo envía, lejos de que ésta cause detrimento a la potestad ordinaria de los Obispos, antes bien le añade fuerza y robustez. Su autoridad será de mucho peso para conservar la obediencia en la multitud; en el Clero la disciplina y la veneración debida al Obispo; en los Obispos la mutua caridad e íntima unión espiritual[94]; y será además firme garantía de mutua concordia entre la potestad civil y la eclesiástica.

69. De esta sublime potestad del Romano Pontífice nada tienen que temer con razón los Jefes de las diversas naciones. La Sede Apostólica siempre ha sido guardadora y maestra de la verdadera paz y de la autoridad; y del mismo modo que no puede en lo más mínimo desviarse de sus deberes o cejar en la defensa de sus derechos, así también suele inclinarse a la benignidad e indulgencia en todo lo que es compatible con la incolumidad de sus derehos y la santidad de sus deberes[95]. Los fieles asimismo, sea cual fuere su rango o posición, tengan plena confianza en la Santa Sede, y acepten con humildad y obediencia todas sus prescripciones y mandatos.

70. No hay que escuchar a aquellos que, llevados de sus propias erróneas opiniones, desviándose bajo apariencias de virtud del recto sendero de la obediencia y la adhesión pintan la prudencia de la Santa Sede en los asuntos que miran a la concordia de ambas potestades, como una infausta y excesiva condescendencia con los poderosos de este mundo. Sepan que a las injustas pretensiones de los príncipes, los Romanos Pontífices, oponiendo invicta resistencia, ya con energía, ya con dulzura, han acostumbrado contestar: "Aunque nos anima el amor más sincero de la paz, no nos es lícito resolver cosa alguna contra las cosas que Dios ordena y sanciona; de tal suerte que por defenderlas, no vacilaríamos, si necesario fuere, en sufrir hasta el último suplicio, conforme al ejemplo de nuestros Predecesores"[96].

71. De igual suerte, es indicio de un ánimo poco sincero en la obediencia, el comparar a un Pontífice con otro. Los que parangonando dos procederes diversos, reprueban el presente para elogiar el antiguo, se muestran poco sumisos a quien tiene el deber y el derecho de gobernarlos; y tienen cierta semejanza con aquellos que, viendo su causa perdida, quisieran apelar al Concilio, o al Pontífice mejor informado. Persuádanse todos que en el gobierno de la Iglesia, salvos los supremos deberes a que obliga a todos los Pontífices el ministerio Apostólico, bien puede cada cual seguir aquella política que, atendidos los tiempos y las circunstancias, mejor le pareciere. Esto es cosa que pertenece al juicio del Pontífice únicamente; porque no sólo esta dotado de luces especiales para este fin, sino que abarca con su mirada las condiciones y tiempos de toda la República cristiana, a los cuales es necesario que corresponda convenientemente su providencia Apostólica[97].

72. "Por cuanto de la suprema autoridad del Romano Pontífice y del libre ejercicio de la misma, depende el bien de toda la Iglesia, e importaba muchísimo que su natural autonomía y libertad se conservasen incólumes, seguras, íntegras y sin menoscabo a través de los siglos, con aquellos apoyos y auxilios que la divina Providencia juzgara a propósito para tan altos fines"[98], las sapientíseimas disposiciones del Señor hicieron que pasadas las luchas de los primeros siglos, se confiriera a la Iglesia Romana el poder temporal, y que se conservase durante largos siglos, en medio de tantas vicisitudes y de las caídas de tantos imperios[99]. Repugna a la recta razón que esté sujeta a un poder humano la potestad espiritual que a todas sobrepuja; repugna que el supremo intérprete de la ley y autoridad divina sea súbdito de un rey de la tierra; repugna que el Pontífice a quien compete la misión más sublime que es la salvación de las almas se vea sometido y coartado por un soberano temporal, a quien competen tan sólo los intereses terrenos y que tiene una alma que salvar. Si en los primeros siglos los Pontífices no gozaban de la libertad que da la soberanía, fue porque la Providencia así lo dispuso para probar la divinidad de la Religión; y aun entonces los Pontífices eran súbditos de hecho y no de derecho, y es ley de las cosas terrenas que éstas vayan poco a poco tomando incremento[100]. Por lo demás, fácilmente se comprende que los pueblos, los reinos, y las naciones fieles nunca lleguen a prestar plena confianza u obediencia al Romano Pontífice, si lo ven sujeto a la dominación de algún Príncipe o Gobierno y sin la necesaria libertad. En tal caso las naciones cristianas abrigarían sin cesar sospechas y temores de que el Pontífice conformase sus actos a la voluntad del soberano en cuyos dominios morase y con este pretexto se opondrían a menudo a tales actos. Digan los mismos enemigos del poder temporal de la Sede Apostólica que ahora reinan en Roma "con qué confianza y obediencia recibirían las exhortaciones, admoniciones, mandatos y constituciones del Sumo Pontífice, si supieran que era súbdito de otro Monarca o Gobierno, sobre todo si éste se hallara en guerra prolongada con los dominadores de Roma"[101].

73. Por estas razones Pío IX[102], renovando y confirmando las referidas protestas contra la usurpación del poder temporal de la Santa Sede, dijo: "Con tiempo declaramos abiertamente que aquella sacrílega invasión tendía no tanto a destruir nuestra soberanía civil cuanto a derribar más fácilmente, una vez echado por tierra nuestro dominio temporal, las instituciones todas de la Iglesia, a aniquilar la autoridad de la Santa Sede, y a enervar la potestad de Vicario de Cristo, que aunque sin merecerlo, ejercemos en la tierra". León XIII añadió: No por ambición de reinar, como mil veces hemos declarado ni por deseos de dominación, los Romanos Pontífices, siempre que percibieron que su soberanía temporal se trastornaba o violaba, juzgaron un deber de su ministerio Apostólico, conservar intactos los sagrados derechos de la Sede Romana, y defenderlos con todas sus fuerzas. nos mismo, siguiendo el ejemplo de Nuestros Predecesores, no hemos cesado ni cesaremos nunca de defender y vindicar estos derechos[103]". Por tanto, Nos, los Padres de este Concilio Plenario Latino Americano, reconociendo solemnemente la necesidad, justicia e inviolabilidad de la soberanía temporal del Romano Pontífice, y teniendo a la vista las reiteradas protestas de Pío IX y León XIII contra la sacrílega ocupación de los Estados Pontificios, reprobamos y condenamos la temeridad de aquellos que dicen: "Los hijos de la Iglesia cristiana y católica disputan entre sí acerca de la compatibilidad de la soberanía temporal y la espiritual: la abolición del poder civil de que goza la Sede Apostólica, contribuiría grandemente a su libertad y bienestar"[104].

CAPÍTULO IX
De la Sociedad Doméstica

74. La Sociedad doméstica, cuyo autor y rector es Dios mismo, de quien emana toda paternidad en el cielo y en la tierra[105], perturbada tristemente en nuestros días, no puede reponerse por manera alguna en su primitiva dignidad, sino por medio de aquellas leyes, bajo las cuales fue constituida la Iglesia por su mismo divino Fundador[106]; y esto también interesa altamente al Estado.

75. A la verdad, el origen de la República proviene de la familia, y la suerte de los Estados se juega en gran parte en el fondo del hogar doméstico. Por consiguiente, los que pretenden arrancarles su espíritu cristiano, empezando por la raíz, acaban por corromper la sociedad doméstica. No los desvía de sus inicuos planes, ni el pensamiento de que esto no puede llevarse a cabo sin inferir grave injuria a los padres de familia, a quienes la naturaleza ha dado el derecho de formar a los hijos por ellos procreados, imponiéndoles el correlativo deber de procurar que la educación y la enseñanza que desde los primeros años den a su prole corresponda al alto fin para que el Señor se la concedió[107].

76. El Matrimonio, cuyo vínculo es indisoluble y perpetuo, y es el fundamento de la vida doméstica, elevado por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento, ha sido establecido, no sólo para propagar el género humano, sino para dar a la Iglesia una progenie de conciudadanos de los santos y familiares de la casa de Dios (Eph. 11. 19); es decir para que el pueblo, como dice el Catecismo Romano, sea procreado y educado en el culto y la religión del verdadero Dios y Salvador Nuestro Jesucristo. El varón es el jefe de la familia y el superior de la mujer; y ésta, siendo carne de su carne y hueso de sus huesos, debe estar sujeta y obedecer al marido, pero no a guisa de esclava, sino de compañera; y de tal suerte que ni el pudor ni la dignidad se menoscaben con la obediencia[108].

77. Los hijos deben estar sujetos a sus padres, y obedecerlos y honrarlos como es debido, todo por conciencia; y a su vez los padres deben enderezar todos sus pensamientos y afanes a velar sobre sus hijos y a educarlos en la virtud. Cristo, por tanto, habiendo elevado el matrimonio a una dignidad tan grande y tan sublime, confió y encomendó a la Iglesia cuanto se refiere a su disciplina[109].

78. La Iglesia de tal manera modera el ejercicio de la potestad de los padres y de los amos y señores, que ésta sea suficiente para contener a los hijos y siervos en su deber, y al mismo tiempo no crezca de un modo excesivo. Conforme a la doctrina católica, la autoridad del Padre y Señor de los cielos se refleja en los padres y señores, y así como de El toma su vigor y su origen, también es necesario que de El imite su índole y su naturaleza. A los criados y a los amos se propone por medio del Apóstol el divino precepto de que los unos sirvan a sus señores carnales como a Cristo... sirviéndoles de buena voluntad como al Señor; y que los otros dejen a un lado las amenazas, sabedores de que el Señor de todos está en los cielos, y que con El no hay acepción de personas (Eph. VI. 5-9)[110].

CAPÍTULO X
De la Sociedad Civil

79. Natural es en el hombre el vivir en sociedad civil; porque no pudiendo en la soledad conseguir lo necesario para la conservación y comodidades de la vida, ni para la perfección del ingenio y del entendimiento, la divina Providencia dispuso que naciera para vivir en unión de otros, formando una sociedad tanto doméstica como civil, que es la única que puede suministrar lo necesario para la perfección de la vida[111].

80. Como no puede subsistir sociedad alguna, sin que alguien la presida, moviendo a todos los miembros al fin común, con impulso eficaz al par que uniforme, de aquí se sigue que la sociedad civil necesita una autoridad que la rija; y ésta, ni más ni menos que la sociedad, proviene de la naturaleza y por consiguiente de Dios mismo; siguiéndose de aquí que el poder público por sí mismo no viene sino de Dios[112].

81. El derecho de gobernar no está ligado por sí mismo con determinada forma de gobierno; y puede con justicia adoptar una u otra, con tal que de veras produzca la utilidad y el bien común. pero sea cual fuere la forma de gobierno, los gobernantes deben tener presente que Dios es el supremo Gobernador del mundo y han de proponérselo como ejemplo y norma en la administración del Estado. Y si los que mandan se precipitan en la tiranía, si pecan por soberbia o falta de tino, si no miran al bien de su pueblo, sepan que alguna vez han de dar cuenta a Dios, y que ésta ha de ser tanto más severa, cuanto más santos hayan sido sus deberes y más alta su dignidad. Los grandes sufrirán grandes tormentos (Sap. VI. 7)[113].

82. No puede el Estado, sin hacerse reo de un gran crimen, manejarse como si Dios no existiese, o desentenderse de la religión como de cosa extraña y que para nada sirve, o indiferentemente adoptar entre muchas la que mejor le plazca. Para los gobernantes ha de ser santo el Nombre de Dios; y han de considerar uno de sus principales deberes, el otorgar a la religión su favor, el velar por ella con benevolencia, protegerla con la autoridad y el peso de las leyes, y nada emprender ni decretar que sea contrario a su incolumidad. Este es un deber que los liga igualmente para con los ciudadanos que gobiernan. La sociedad civil, formada para la utilidad común, al mirar por la prosperidad de la República, tiene por necesidad que atender a los ciudadanos de tal suerte, que no sólo no les ponga tropiezos, sino que de cuantas maneras sea posible les allane los caminos para la consecución y posesión de esa felicidad suma a la cual libremente aspiran. El principal es el trabajar para que se conserve inviolable y en toda su santidad la religión, que une al hombre con Dios[114].

83. Por consiguiente, el indiferentismo civil es la locura más extraña, y una maquinación de pésimo género contra los intereses del mismo Estado. El no proteger la religión públicamente, y en el arreglo y manejo de los negocios del Estado desentenderse de Dios como si no existiera, es una temeridad inaudita aun entre los paganos, en cuyo entendimiento y corazón estaba tan profundamente grabada no sólo la creencia en los dioses sino la necesidad de una religión pública, que más fácilmente habrían concebido una ciudad sin terreno que sin Dios. Así como la voz de la naturaleza excita a los individuos a adorar a Dios con piedad y fervor, porque de El hemos recibido la vida, y todos los bienes que rodean la vida, así también y por la misma causa tiene que suceder con los pueblos y las naciones. Por tanto los que pretenden que el Estado se desentienda de todo homenaje a la religión, no sólo pecan contra la justicia, sino que se muestran ignorantes e inconsecuentes[115].

84. Las relaciones entre gobernantes y gobernados están de tal manera ligadas, conforme a la doctrina y preceptos católicos, por mutuos deberes y derechos, que la tiranía se vuelve imposible, y la obediencia fácil, firme y nobilísima. En prueba de ello la Iglesia no cesa de inculcar a la multitud de gobernados el precepto del Apóstol: No hay potestad que no provenga de Dios: y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual, quien desobedece a las potestades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece. De consiguiente, los que tal hacen, ellos mismos se acarrean la condenación. Y más abajo manda a los fieles que estén sujetos no sólo por temor del castigo, sino por obligación de conciencia, y que paguen a todos lo que se les debe; al que se debe tributo, el tributo, al que impuesto, el impuesto: al que temor, temor; al que honra, honra (Rom. XIII). El que ha creado y gobierna todas las cosas, ha dispuesto en su infinita sabiduría, que cada clase llegue a la consecución de sus fines, valiéndose la ínfima de la media, y la media de la más alta[116].

85. Por consiguiente, para nadie es dudoso que en todo lo que sea justo hay que obedecer a los que mandan, para que se conserve el orden, que es la base de la salud pública; sin que de aquí se siga que esta obediencia implica la aprobación de lo que haya de injusto en la constitución o en el gobierno del Estado[117].

86. Sólo hay un motivo para que los hombres no obedezcan: es a saber, cuando se les pida algo que abiertamente repugna al derecho natural o al divino: porque es igualmente ilícito mandar y hacer aquellas cosas en que se viola la ley de la naturaleza o la voluntad de Dios. Y no hay razón para que se acuse de faltar a la obediencia a los que de tal manera se portan; porque si la voluntad de los gobernantes se opone a la voluntad y las leyes de Dios, éstos se salen de la órbita de su poder y trastornan la justicia; y no puede en tal caso valer su autoridad, que es nula y de ningún valor donde no hay justicia[118].

87. Tengan entendido todos los fieles, que contribuye mucho al bienestar público el cooperar con prudencia al gobierno del Estado; y en éste procurar y esforzarse sobremanera para que se provea a la educación religiosa y moral de la juventud como lo requiere una sociedad cristiana; pues de aquí depende en gran manera la prosperidad de las naciones. Es útil y justo que la acción de los católicos salga luego de este campo tan reducido a otro más vasto y se extienda al gobierno del Estado. Por lo cual se verá que es muy justo que los católicos aspiren a los puestos públicos; no porque lo hagan o deban hacerlo con el objeto de aprobar lo que en estos tiempos hay de malo en diversos gobiernos, sino para que, en cuanto sea posible, encaminen a estos gobiernos hacia el bien público real y verdadero, teniendo por norma invariable, el introducir en las venas todas del Estado, a guisa de sangre y de jugo salubérrimo, la sabiduría y la virtud de la religión católica[119].

88. De esta doctrina de la Iglesia acerca de la sociedad civil, necesariamente se deduce que no al pueblo, sino a Dios, hay que atribuir el origen del poder público; que las revoluciones pugnan con la razón; que tanto en los individuos como en los Estados, es un crimen desentenderse del homenaje debido a la religión, o el mirar a todas las religiones con igual indiferencia; y por último que la desenfrenada libertad de pensar o de manifestar su opinión, no debe contarse entre los derechos del hombre, ni entre los principios que deben en modo alguno favorecerse o patrocinarse[120].

CAPÍTULO XI
De la Iglesia y el Estado

89. Dios ha distribuido el gobierno del género humano entre dos potestades, la eclesiástica y la civil, encomendando a la una los asuntos divinos y a la otra los humanos. Una y otra es soberana en su esfera, y una y otra tiene límites fijos, determinados por la naturaleza y causa próxima de cada una. La misión principal e inmediata de la una, es cuidar de los intereses terrenos, la de la otra alcanzar los bienes celestiales y eternos. Por consiguiente, cuanto de algún modo puede llamarse sagrado en las cosas humanas, cuanto atañe a la salvación de las almas o al culto divino ya por su propia naturaleza, ya porque tenga relación con aquella, cae todo bajo la potestad y el arbitrio de la Iglesia; justo es, por el contrario, que las demás cosas que pertenecen al gobierno civil o a la política, dependan de la autoridad civil, puesto que Jesucristo ha mandado dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios[121].

90. Entre ambas potestades es indispensable que haya cierta alianza bien ordenada; la cual no sin razón se compara con la unión que en el hombre coliga el alma con el cuerpo. Quiso, por tanto, Jesucristo, que en aquellos asuntos que, aunque por diverso motivo, son del mismo fuero y derecho común, la que está encargada de los negocios humanos dependa, de una manera oportuna y conveniente, de aquella a quien fueron confiados los intereses celestiales. Con este acuerdo, y aun puede decirse armonía, no sólo se consigue la perfección de ambas potestades, sino que se logra el modo más oportuno y eficaz de impulsar al género humano a una vida activa y al mismo tiempo a la esperanza de la vida eterna[122].

91. Con los principios expuestos fácil es conocer los errores, con que en nuestro siglo suelen trastornarse los Estados por las maquinaciones y falacias de los sectarios. Teniendo presente la doctrina genuina de la Iglesia sobre esta materia, guárdense los fieles y desechen de todo corazón las pretensiones de aquellos que dicen, que la potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y asentimiento del gobierno civil; que a los Obispos, sin la venia del Gobierno no es lícito promulgar ni aun los Documentos Apostólicos; que las gracias concedidas por el Romano Pontífice han de considerarse nulas y de ningún valor, a no ser que se hayan alcanzado por medio del Gobierno; que al poder civil, aunque esté depositado en la persona de un infiel, compete la potestad indirecta y negativa sobre las cosas sagradas; que al mismo le corresponde, por tanto, no sólo el derecho llamado del exequatur, sino también el derecho de la apelación ab abusu, como suele denominarse; que en caso de conflicto, por último, entre las leyes de ambas potestades, debe prevalecer el derecho civil[123].

92. La potestad civil no tiene per se el derecho de presentar a los Obispos, y está obligada a obedecer al Romano Pontífice en cuanto se refiere a la institución de obispados y Obispos[124]; y sin hacerse rea de sacrilegio, no puede impedir el ejercicio de la potestad eclesiástica, ni imponer gravámenes a las Iglesias y a los clérigos, sin consultar a la Santa Sede.

93. De igual manera no hay que escuchar a aquellos que dicen que la autoridad civil puede mezclarse en los asuntos pertenecientes a la religión, a la moral y al régimen espiritual; que puede juzgar de las instrucciones que los Pastores de la Iglesia, en el desempeño de sus funciones publican para norma de las conciencias, y que puede impedir la libre y recíproca comunicación de los Prelados y fieles con el Romano Pontífice[125].

94. Violan los derechos santísimos de la Iglesia los que pretenden que no sólo no debe en ningún caso condenar doctrinas filosóficas, sino que está obligada a tolerar sus errores, y dejar a la misma Filosofía que los corrija por sí sola. Los violan igualmente cuantos afirman que no es de la exclusiva competencia de la jurisdicción eclesiástica el dirigir la enseñanza de la Teología; que a la autoridad civil corresponde por derecho la dirección de las escuelas en que se educa la juventud en las naciones cristianas, con excepción únicamente y hasta cierto punto de los seminarios episcopales; y que le corresponde tan plenamente, que a ninguna otra autoridad se le reconoce el derecho de mezclarse en la disciplina de las escuelas, en el método de estudios, en la colación de grados, en el nombramiento y la aprobación de maestros; y no sólo, sino que aun en los mismos seminarios clericales debe someterse a la autoridad civil el plan de estudios que haya de seguirse[126].

95. Se desvían asimismo de la verdad y de la justicia los que afirman que el Gobierno tiene derecho de cambiar la edad requerida por la Iglesia para la profesión religiosa tanto de los varones como de las mujeres, y de ordenar a todas las comunidades religiosas que sin su permiso a nadie admitan a pronunciar los votos solemnes. Igual aberración cometen los que pretenden que se deroguen las leyes relativas a la estabilidad de las órdenes monásticas, a sus derechos y obligaciones[127].

96. Por último, yerran por completo cuantos afirman que los supremos Gobernantes de los Estados están exentos de la jurisdicción eclesiástica; y que la Iglesia ha de ser independiente del Estado, y el Estado de la Iglesia[128].


1. V. Append. ad Concilium Plenarium Americae Latinae, n. XXV; XXVI.
2. V. Append. n. LII.
3. V. Append. n. XL.
4. V. Append. n. CXXXV.
5. V. Append. n. CXXXIII.
6. Conc. Vatic. Const. Dei Filius. V. Appen. n. XXXV.
7. Ibid.
8. Conc. Vatic. Const. Dei Filius. V. Appen. n. XXXV.
9. Leo XIII. Encycl. Providentissimus Deus, 18 Noviembre 1893.
10. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
11. Conc. Trid. sess. 4 de edit. et usu Sacr. Librorum.
12. Leo XIII. Encycl. Providentissimus Deus, 18 Noviembre 1893.
13. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
14. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
15. Pius IX, Alloc. Ubi primum, 17 Diciembre 1847.
16. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
17. Ibid.
18. Conc. Trid. sess. 6, cap. 11 de iustif.
19. Conc. Trid. sess. 6. cap. 7.
20. Leo XIII. Encycl. Sapientiae christianae, 10 Enero 1890.
21. Leo XIII. Encycl. Exeunte iam anno, 25 Diciembre 1888.
22. S. Thom. 2. 2. q. 3. a. 2.
23. Leo XIII. Encycl. Sapientiae christianae, 10 Enero 1890.
24. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
25. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
26. Leo XIII. Encycl. Aeterni Patris, 4 Agosto 1879.
27. Leo XIII. Encycl. Aeterni Patris, 4 Agosto 1879.
28. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
29. Leo XIII. Orat. Pergratus Nobis, 7 Marzo 1880.
30. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
31. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
32. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1888.
33. Conc. Vatic. Const. Dei Filius
34. Ibid.
35. S. Th. 2. 2. q. I. a. 10.
36. Conc. Vat. Const. Dei Filius.
37. Sent. lib. 4. d. 10. p. 2. a. 2. q. 1.
38. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
39. Ibid.
40. Symb. S. Athan.
41. Conc. Lat. IV. cap. Firmiter.
42. S. Th. I. q. 32. a. 1.
43. Conc. Lat. IV. cap. Firmiter.
44. Leo XIII. Epist. In plurimis, 5 Mayo 1888.
45. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1888.
46. Conc. Trid. sess. 6 cap. 4 de iustif.
47. Ibid. cap. 7.
48. Catech. Rom. de Bapt. n. 50.
49. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1888.
50. Leo XIII. Encycl. Libertas, 20 Junio 1, 88.
51. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
52. Conc. Prov. Rothom an. 1850, decr. 1.
53. Conc. Prov. Albien. an. 1850, tit. 4. decr. 1.
54. Conc. Prov. Albien. an. 1850, tit. 4. decr. 1.
55. Lib. 3 de Fide orth. cap. 8, ap. Franzelin, de Verbo Incarn. Thes. 45.
56. Conc. Trid. sess. 13 de Euchar. cap. 5.
57. Pius VI. Const. Auctorem fidei, 28 Agosto 1794.
58. Leo XIII. Litt. Benigno divinae Providentiae, 28 Junio 1889.
59. Leo XIII. Encycl. Iucunda, 8 Septiembre 1894.
60. Citat. a Leone XIII in Encycl. lucunda, 8 Septiembre 1894.
61. Leo XIII. Encycl. Quamquam pluries, 15 Agosto 1889.
62. Cfr. Conc. Trid. passim.
63. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus. V. Appen. n. XXXV.
64. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
65. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
66. S. Iren. Adversus haereses l. 3. c. 3.
67. Catech. Rom. de IX. Symb. art. n. 4.
68. Conc. Vatic. Const. Dei Filius.
69. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
70. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
71. Leo XIII. Epist. Sicut acceptum studium, 29 Abril 1889.
72. Leo XIII. Alloc. Mirandum sane, 1 Junio 1888.
73. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
74. Pius IX. Alloc. Singulari quadam, 9 Diciembre 1854.
75. Pius IX. Epist. Tuas libenter, 21 Diciembre 1863.
76. Ibid.
77. Pius IX. Alloc. Nunquam fore, 15 Diciembre 1856; Encycl. Incredibili, 17 Septiembre 1863.
78. Pius IX. Litt. Multiplices inter, 10 Junio 1851.
79. Pius IX. Epist. Singularis Nobisque, 29 Septiembre 1854.
80. Conc. Trid. sess. 23. can. 6. et can. 4 de sacr. Ord.
81. Ibid.
82. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus.
83. Ibid.
84. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus.
85. Ibid.
86. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus.
87. Cap. 18. caus. 25, q. 2.
88. Bened. XIV. Const. Magnae Nobis, 29 Junio 1748.
89. Innoc. III. Cap. Proposuit, 4 de Concess. praebend.
90. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus.
91. Pius IX. Const. Apostolicae Sedis, 12 Octubre 1869.
92. Conc. Vatic. Const. Pastor aeternus.
93. Leo XIII Encycl. Longinqua oceani spatia, 6 Ian. 1895.
94. Leo XIII. Encycl. Longinqua oceani spatia, 6 Ian. 1895.
95. Leo XIII. Encycl. Arcanum, 10 Febrero 1880.
96. Leo XIII. Encycl. Iampridem, 6 Enero 1886.
97. Leo XIII. Litt. Epistola tua, 17 Junio 1885.
98. Leo XIII. Litt. Quantunque Le siano ad Card. Rampolla, Secretarium Status, 15 Junio 1887.
99. Leo XIII. Oratio Ingenti ad ephemer. script., 22 Febrero 1879.
100. Card. Pecci, hodie Leo XIII, in pastorali instr. ad populum dioec. Perusinae, 12 Febrero 1860.
101. Pius IX. Alloc. Quibus quantisque, 20 Abril 1849.
102. In Alloc. Luctuosis, habita die 12 Martii 1877.
103. Leo XIII. Oratio Ingentis ad ephemer. script. 22 Febrero 1879.
104. Syllab. prop. 75. 76.
105. Ephes. v. 15.
106. Leo XIII. Encycl. Inscrutabili, 21 Abril 1878.
107. Leo XIII. Encycl. Sapientiae christianae, 10 Enero 1890.
108. Leo XIII. Encycl. Arcanum, 10 Febrero 1880.
109. Ibid.
110. Leo XIII. Encycl. Quod Apostolici, 28 Diciembre 1878.
111. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
112. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
113. Ibid.
114. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
115. Leo XIII. Encycl. Humanum genus, 20 Abril 1884.
116. Leo XIII. Encycl. Quod Apostolici, 28 Diciembre 1878.
117. Leo XIII. Epist. Perfectae a Nobis, 28 Octubre 1880.
118. Leo XIII. Encycl. Diuturnum, 20 Junio 1881.
119. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
120. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
121. Leo XIII. Encycl. Immortale Dei, 1 Noviembre 1885.
122. Leo XIII. Encycl. Arcanum, 10 Febrero 1880.
123. Syllab. prop. 20. 28. 29. 41. 42.
124. Ibid. prop. 50. 51.
125. Syllab. prop. 44. 49.
126. Ibid. prop. II. 33. 45. 46.
127. Syllab. prop. 52. 53.
128. Ibid. prop. 54. 55.