18. "PROEMIO"
Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituye en su
Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que
poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos
son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad cristiana, tiendan
libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación. Este Santo Concilio,
siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con él, que Jesucristo,
eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había
sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los sucesores de éstos, los
Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para
que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás apóstoles
al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el principio visible y perpetuo
fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El santo Concilio propone nuevamente
como objeto firme de fe a todos los fieles esta doctrina de la institución, perpetuidad,
fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio
infalible, y prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos,
profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los
cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la
Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
19. LA INSTITUCIÓN DE LOS DOCE APÓSTOLES
El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El
quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a predicar el Reino de
Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc., 6, 13) los fundó a
modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en
medio de ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de
Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la potestad que les
entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen
(cf. Mt., 28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20, 21-23) y así dilatasen la
Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días
hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En esta misión fueron confirmados
plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2, 1-26), según la promesa del Señor:
"Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis
testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de
la tierra" (Hech., 1, 8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el
Evangelio (cf. Mc., 16, 20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo,
reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el
bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo Jesús
(cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].
20. LOS OBISPOS, SUCESORES DE LOS APÓSTOLES
Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin de los
siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es el
principio de la vida para la Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los Apóstoles, en esta
sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores. En efecto,
no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a fin de que la
misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los Apóstoles, a modo de
testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la
obra por ellos comenzada[41], encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de
la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hech.,
20, 28). Establecieron, pues, tales colaboradores y dejaron dispuesto que, a su vez, otros
hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio[42]. Entre los varios
ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según
testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos
en el Episcopado, por una sucesión que surge desde el principio[43], conservan el
vástago de la semilla apostólica[44]. Así, según atestigua San Ireneo, por medio de
aquellos que fueron establecidos por los Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos
hasta nosotros, se manifiesta[45] y se conserva la tradición apostólica en el mundo
entero[46]. Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47],
recibieron el ministerio de la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la
que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente
a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser transmitido a sus sucesores,
así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que debe ser
ejercitado continuamente por el orden sagrado de los Obispos[50]. Enseña, pues, este
sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los
Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y
quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].
21. EL EPISCOPADO COMO SACRAMENTO
Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo
Nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque,
sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus
pontífices[53], sino que principalmente, a través de su excelso ministerio, predica la
palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los
creyentes y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15) va agregando nuevos
miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su
sabiduría y prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey
del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf.
1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios
(cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del Espíritu y de la justicia
(cf. 2 Cor., 3, 8-9). Para realizar estos oficios tan altos, fueron los Apóstoles
enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2,
4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus
colaboradores el don del Espíritu (cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado
hasta nosotros en la consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la
consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se
llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo
sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"[55]. Ahora bien: la
consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los de
enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino
en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la
tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la
Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que con la imposición de las
manos se confiere la gracia del Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57]
de tal manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo,
Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos el
admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.
22. EL COLEGIO DE LOS OBISPOS Y SU CABEZA
Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo
Colegio Apostólico, de semejante modo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de
Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, conforme
a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo
de Roma con el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz[59], como también los
Concilios convocados[60] para resolver en común las cosas más importantes[61],
contrastándolas con el parecer de muchos[62], manifiestan la naturaleza y forma colegial
propia del orden episcopal. Forma que claramente demuestran los Concilios ecuménicos que
a lo largo de los siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso,
introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a tomar parte en el rito de
consagración cuando un nuevo elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio.
Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental
y por la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. El Colegio o cuerpo
episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano
Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder
primacial de éste tanto sobre los Pastores como sobre los fieles. Porque el Pontífice
Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia,
potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer
libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el magisterio y en el
régimen pastoral al Colegio apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y
nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la
universal Iglesia[63], potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del
Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de
la Iglesia (Mt., 16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21, 15 y
ss.); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al
Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18, 18; 28, 16-20)[64]. Este Colegio
expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto por
muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado bajo una sola cabeza.
Dentro de este Colegio, los Obispos, respetando fielmente el primado y principado de su
Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus propios fieles, sino incluso de
toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y
su concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se
ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio Ecuménico que
no sea aprobado, o al menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa
del Romano Pontífice convocar estos Concilio Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos[65].
Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los Obispos dispersos por el mundo,
a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o
por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un
verdadero acto colegial.
23. RELACIONES DE LOS OBISPOS DENTRO DEL COLEGIO
La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las
Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de
Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad[66] así de los Obispos
como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y
fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a imagen de la Iglesia
universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda integrada la sola y
única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos
ellos, a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y
de la unidad. Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular,
ejercita su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no
sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros del
Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella
solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen[69], la
cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo,
grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto, deben
promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia, instruir
a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente de los
miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5, 10),
promover en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la
dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los
hombres. Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como
porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo
Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70]. El cuidado de anunciar el
Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos en
común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el Papa
Celestino a los Padres del Concilio de Efeso[71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto
se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el
sucesor de Pedro, a quien particularmente se ha encomendado el oficio de propagar la
religión cristiana[72]. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer a las misiones no
sólo de operarios para la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya
sea directamente por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles.
Procuren finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar
una fraternal ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres,
dentro de esta universal comunión de la caridad. La divina Providencia ha hecho que en
diversas regiones las varias Iglesias fundadas por los Apóstols y sus sucesores, con el
correr de los tiempos se hayan reunido en grupos orgánicamente unidos que, dentro de la
unidad de fe y la única constitución divina de la Iglesia, gozan de disciplina propia,
de ritos litúrgicos propios y de un propio patrimonio teológico y espiritual. Entre las
cuales, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe,
engendraron a otras y con ellas han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más
estrechos de caridad tanto en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos
y deberes[73]. Esta variedad de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra con mayor
evidencia la indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias
Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el
afecto colegial tenga una aplicación concreta.
24. EL MINISTERIO DE LOS OBISPOS
Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien se
ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las
gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren
la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cfr.
Mt., 28, 18; Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño de esta misión,
Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien envió de hecho el
día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus
testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos y los reyes (cf.
Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los pastores de su
pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se llama muy significativamente
"diaconía", o sea ministerio (cf. Hech., 1, 17 y 25; 21, 19; Rom., 11, 13; 1
Tim., 1, 12). La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas
costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia,
ya se por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también
directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a tal
oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica[74].
25. EL OFICIO DE ENSEÑAR DE LOS OBISPOS
Entre los oficios principales de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio[75].
Porque los Obispos son los heraldos de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo, que
predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a
la vida, la ilustran con luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación
las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13, 52), la hacen fructificar y con
vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim., 4, 1-4). Los
Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por
todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, tienen
obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su
Obispo en materias de fe y de costumbres cuando las expone en nombre de Cristo. Esta
religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento, de modo particular se debe al
magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal
manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera
al parecer expresado por él según la mente y voluntad que haya manifestado él mismo y
que se descubre principalmente, ya sea por la índole del documento, ya sea por la
insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas
empleadas. Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la
infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero
manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un
mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las
cosas de fe y de costumbres, en ese caso enuncian infaliblemente la doctrina de
Cristo[76]. Pero esto se ve todavía más claramente cuando reunidos en Concilio
Ecuménico son los maestros y jueces de la fe y de la moral para la Iglesia universal, y
sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión[77]. Esta infalibilidad que el Divino
Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de la moral, se
extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación que debe ser
celosamente conservado y fielmente expuesto. Esta infalibilidad compete al Romano
Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio cuando proclama como
definitiva la doctrina de la fe o de la moral[78] en su calidad de supremo pastor y
maestro de todos los fieles a quienes confirma en la fe (cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con
razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la Iglesia son
irreformables, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo
prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni
admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano
Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro
supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la
infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica[79].
La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando
ejerce el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones
nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud
de la cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe[80]. Cuando
el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina, lo hacen siempre
de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse todos, y que por
escrito o por transmisión de la sucesión legítima de los Obispos y sobre todo por el
cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y en la Iglesia se conserva
celosamente y se expone fielmente, gracias a la luz del Espíritu de la verdad[81]. El
Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su cargo y la importancia del asunto,
celosamente trabajan con los medios adecuados[82], a fin de que se estudie como se debe
esta Revelación y se la proponga apropiadamente, y no aceptan ninguna nueva revelación
pública dentro del divino depósito de la fe[83].
26. EL OFICIO DE SANTIFICAR DE LOS OBISPOS
El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es "el
administrador de la gracia del supremo sacerdocio"[84] sobre todo en la Eucaristía,
que él mismo ofrece, ya sea por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir y crecer a la
Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el nombre
de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el Pueblo nuevo, llamado
por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena convicción (cf. 1 Tes., 1, 5). En
ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el
misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor
todos los hermanos de la comunidad queden estrechamente unidos"[87]. En todo altar,
reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo[88], se manifiesta el símbolo
de aquella caridad y "unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no puede haber
salvación"[89]. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y
pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a
la Iglesia, una, católica y apostólica[90]. Porque "la participación del cuerpo y
sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos"[91].
Ahora bien: toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha
sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana
y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las
cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis. Así, los
Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y abundantemente de la
plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican a los
creyentes la fuerza de Dios para su salvación (cf. Rom., 1, 16) y por medio de los
sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad[92],
santifican a los fieles. Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual
se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros
originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes y moderadores de
la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que
participe con fe y reverencia en la liturgia y sobre todo en el santo sacrificio de la
Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de su vida,
guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en
bien dentro de lo posible para llegar a la vida eterna juntamente con la grey que se les
ha confiado[93].
27. EL OFICIO DE REGIR DE LOS OBISPOS
Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les
han encomendado[94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero
también con su autoridad y con su potestad sagrada que ejercitan únicamente para
edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de
hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc., 22,
26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e
inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad suprema,
y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda quedar circunscrita
dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado
derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular
todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado. A ellos se les confía
plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas y
no deben ser tenidos como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ostentan una
potestad propia y son, con toda verdad, los Jefes del pueblo que gobiernan[95]. Así,
pues, su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal, sino que al revés
queda afirmada, robustecida y defendida[96], puesto que el Espíritu Santo mantiene
indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia. El
Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante los
ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt., 20,
28; Mc., 10, 45) y a entregar su vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11). Tomado de entre
los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los
errados (cf. Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a
verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.
Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17), trabaje con la
oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por
los que todavía no son de la única grey, a quienes debe tener por encomendados en el
Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a
evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad
apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo como
la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas
las cosas se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor., 4,
15).
28. LOS PRESBÍTEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON
LOS OBISPOS, CON EL PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO
CRISTIANO
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10, 36), ha hecho
participantes de su consagración y de su misión por medio de los Apóstoles a sus
sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su
ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia[98]. Así el ministerio
eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos
que ya desde antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos[99]. Los Presbíteros,
aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen
de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio[100] y, en
virtud del sacramento del Orden[101], han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del
Nuevo Testamento[102], según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10;
7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio, y apacentar a los fieles y para celebrar el
culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo,
único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado
lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la
persona de Cristo[103] y proclamando su Misterio, unen al sacrificio de su Cabeza, Cristo,
las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor., 11, 26), representando y aplicando en el
sacrificio de la Misa[104], hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo
Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia
inmaculada (cf. Heb., 9, 1-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan
principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre
las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en
la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de
Dios como una comunidad de hermanos[106], animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo
en el Espíritu, la conducen hasta el Padre Dios. En medio de la grey le adoran en
espíritu y en verdad (cf. Jn., 4, 24). Se afanan finalmente en la predicación y en la
enseñanza (cf. 1 Tim., 5, 17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del
Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan[107]. Los
Presbíteros, como próvidos colaboradores[108] del orden episcopal, como ayuda e
instrumento suyo, llamados para servir al pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un
presbiterio[109], dedicado a diversas funciones. En cada una de las congregaciones locales
de fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con quien están confiada y
animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la
ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la
porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia
universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4,
12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo
pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia. Los Presbíteros, en virtud de
esta participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al Obispo como verdadero
padre y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes
como hijos y amigos, tal como Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino
amigos (cf. Jn., 15, 15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están,
pues, adscritos al Cuerpo Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien
de toda la Iglesia según la vocación y la gracia de cada cual. En virtud de la común
ordenación sagrada y de la común misión, los Presbíteros todos se unen entre sí en
íntima fraternidad que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto
espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión
de vida, de trabajo y de caridad. Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la
doctrina han engendrado espiritualmente (cf. 1 Cor., 4, 15; 1 Pe., 1, 23), tengan la
solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5, 3)
gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el
nombre que es gala del pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1
Cor., 1, 2; 2 Cor., 1, 1, y passim). Acuérdense que con su conducta de todos los días y
con su solicitud muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos la imagen del
verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar el
testimonio de la verdad y de la vida y que como buenos pastores deben buscar también (cf.
Lc., 15, 4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin
embargo, la práctica de los sacramentos, e incluso la fe. Como el mundo entero cada día
más tiende a la unidad de organización civil, económica y social, así conviene que
cada vez más los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los
Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo conato de dispersión para que todo el género
humano venga a la unidad de la familia de Dios.
29. LOS DIÁCONOS
En el grado inferior de la jerarquía están los Diáconos que reciben la imposición de
manos no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio[110]. Así, confortados con la
gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios
en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del
Diácono, según la autoridad competente se lo asignare, la administración solemne del
bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y
bendecir los matrimonios, llevar el Viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a
los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles,
administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios. Dedicados a los
oficios de caridad y administración, recuerden los Diáconos el aviso de San Policarpo:
"Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta conforme a la verdad del Señor
que se hizo servidor de todos"[111]. Teniendo en cuenta que estas funciones tan
necesarias para la vida de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente en la
Iglesia latina, en muchas regiones difícilmente se pueden desempeñar, se podrá
restablecer en adelante el Diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía.
Tocará a las distintas Conferencias Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo
Pontífice, si se cree oportuno y en dónde, el establecer estos diáconos para la cura de
las almas. Con el consentimiento del Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a
hombres de edad madura, aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para
éstos debe mantenerse firme la ley del celibato.
[37] Cf. Conc. Vat. I. Ses. IV. Const. Dogm. Pastor
aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz., 694
(1.307), et Con. Vat. I, Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1826 (3.059).
[39] Cf. Liber sacramentorum. S. Gregorio. Praefacio in
Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152 S. Hiliario, In
Ps., 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, página 286. S. Jerónimo, Adv. Iovin, 1, 26: PL 23, 247
A. S. Agustín, In Ps., 86, 4: PL 37, 1.103. S. Gregorio, M., Mor. in Iob., XXVIII V: PL
76, 455-456. Primasio, Comm. in Apoc., V: PL 68. 924 C. Pascasio, In Mt., L. VIII,
capítulo 16: PL 120, 561 C. Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888),
p. 321.
[40] Cf. Hech., 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; I
Tes., 5, 12-13; Filp., 1, 1.
[41] Cf. Hech., 20, 25-27; 2 Tim., 4, 6 s., coll. c. 1
Tim., 5, 22; 2 Tim., 2, 2. Tit. 1, 5; S. Clem. Rom., Ad Cor., 44, 3; edición Funk, I, p.
156.
[42] S. Clem. Rom., Ad Cor., 44, 2; ed. Funk, I, pp. 154
s.
[43] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 52 s. S.
Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 53.
[45] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848 A;
Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 2, 2: PG 7, 847;
Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1.053;
Harvey, 2, 236, además IV, 33, 8; col. 1.077; Harvey, 2, 262.
[47] S. Ign. M., Philad., Praef.; ed. Funk, I, p. 264.
[48] S. Ign. M., Philad., 1, 1; Magn., 6, 1; ed. Funk, I,
páginas 264 et 234.
[49] S. Clem. Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2; Ed.
Funk, I, 152, 156, 172. S. Ign., M., Philad., 2; Smyrn., 8; Mag., 3; Trall., 7; ed. Funk,
I. pp. 266, 282, 232, 246 s., ec.; S. Justino, Apocalypsis, 1, 65; PG 6, 428; S. Cipriano,
Epist., passim.
[50] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitun, 29
jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., Sess. 23, Decr. de sacr. Ordinis,
capítulo 4; Denz, 960 (1768); Conc. Vat. I. Sess. 4, Const. Dogm., 1, De Ecclesia
Christi, cap. 3; Denz., 1828 (3.061). Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun.
1943: AAS 35 (1943), páginas 209 et 212. Cod. Iur. Can., C. 329, *** 1.
[52] Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21
(1888), pp. 321 s.
[53] S. León, M., Serm., 5, 3: PL 54, 154.
[54] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 3, cita las palabras de
2 Tim., 1, 6-7, para demostrar que el Orden es verdadero sacramento: Denz., 959 (1766).
[55] In Trad. Apost., 3, ed. Botte, Sources Chr., pp.
27-30. Al Obispo se le atribuye "el primado del sacerdocio" Cf. Sacramentarium
Leonianum, ed. C. Mohlberg, Sacramentarium Veronense, Romae, 1955, p. 119: "ad summi
sacerdotii ministerium... Comple in sacerdotibus tuis mysterii summam"... Lo mismo,
Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae, Romae, 1960, pp. 121-122: "Tribuas eis.
Domine, cathedram
episcopalem ad regendam Ecclesiam tuam et plebem universam". Cf. PL 78, 224.
[56] Trad. Apost., 2, ed. Botte, p. 27.
[57] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 4, enseña que el
sacramento del Orden imprime carácter indeleble: Denz., 960 (1767). Cf. Juan XXIII, Aloc.
Iubilate Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960), p. 4; Paulo VI, Homilía en Bas. Vaticana, 20
octubre 1963: AAS 55 (1963), p. 1.014.
[58] S. Cipriano, Epist., 63, 14: PL 4, 386; Hartel, III
B, p. 713: "Sacerdos vice Christi vere fungitur". Juan Crisóstomo, In II Tim.,
Hom., 2, 4: PG 62, 612: Sacerdos est "symbolon" Christi. S. Ambrosio, In Ps.,
38, 25-26: PL 14, 1.051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster, In I Tim., 5, 19: PL 17, 479
C et In Eph., 4, 11-12; col. 387 C. Theodoro Mops., Hom. Catech., XV, 21 et 24; ed.
Tonneau, pp. 497 et 503. Hesychius Hieros., In
Lev., L. 2, 9, 23: PG 93, 894 B.
[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl., V, 24, 10: GCS II, 1, p.
495; edición Bardy. Sources Chr., II, p. 69. Dionisio según Eusebio, ib. VII, 5, 2: GCS
II, 2, p. 638 s.; Bardy, II, pp. 168 s.
[60] Cf. sobre los antiguos Concilios, Eusebio, Hist.
Eccl., V, 23-24: GCS II, 1, pp. 488 ss.; Bardy, II, pp. 66 ss. et passim. Conc. Niceno.
Can., 5; Conc. Oec. Decr., p. 7.
[61] Tertuliano, De Ieiunio, 13: PL 2, 972 B; CSEL 20,
página 292, lin. 13-16.
[62] S. Cipriano, Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649;
Bayard, p. 154.
[63] Cf. Relación oficial Zinelli, en el Conc. Vat. I:
Mansi, 52, 1.109 C.
[64] Cf. Conc. Vat. I. Esquema Const. dogm. II, de
Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. relación Kleutgen sobre el Esquema reformado:
Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración Zinelli: Mansi, 52, 1.110 A. cfr. también S.
León M., Serm., 4, 3: PL 54, 151 A.
[65] Cf. Cod. Iur. Can., can. 277.
[66] Cf. Conc. Vat. I. Const. Dogm. Pastor aeternus:
Denz., 1821 (3.050 s.).
[67] Cf. S. Cipriano, Epist., 66, 8: Hartel, III, 2 p.
733: "El Obispo en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo".
[68] Cf. S. Cipriano, Epist., 55, 24: Hartel, p. 642,
lin. 13: "Una Iglesia en todo el mundo constituida por muchos miembros". Epist.,
36, 4: Hartel, p. 575, lin. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr.
1957: AAS 49 (1957), p. 237.
[70] Cf. S. Hilario Pict., In Ps., 14, 3: PL 9, 206:
CSEL, 22, página 86. S. Gregorio M., Moral, IV, 7, 12: PL 75, 643 C. Ps. Basilio, In Is.,
15, 296: PG 30, 637 C.
[71] S. Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Efeso: PL 50,
505 AB; Schwartz, Acta Conc. Oec., I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. Epist. Apost. Maximum
illud: AAS 11 (1919), página 440. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926:
AAS 18 (1963), p. 69, Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, I, c.
[72] León XIII, Litt. Encycl. Grande munus, 30 sept.
1880: AAS 13 (1880), p. 154. Cf. Cod. ur. Can., c. 1.327; c. 1.350 *** 2.
[73] Acerca de los derechos de las Sedes patriarcales,
cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alejandría y Antioquía, y can. 7 de Jerusalén: Conc. Oec.
Decr., p. 8 Conc. Later: IV, año 1215. Constit. V: De dignitate Patriarcharum: ibid., p.
212, Conc. Ferr. Flor.: ibid. p. 504.
[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can. 216-314:
sobre los Patriarcas, can. 324-339: sobre los Arzobispos mayores, can. 362-391: sobre
otros dignatarios: especialmente el can. 238, *** 3; 216; 240; 251; 255: sobre los Obispos
que deben ser nombrados por los Patriarcas.
[75] Cf. Conc. Trid., Decr. de reform., Ses. V, c. 2, n.
9 et Ses. XXIV, can. 4; Conc. Oec., Decr., pp. 645 et 739.
[76] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Dei Filius, 3, Denz.
1712 (3.011). Cr. nota añadida al Esquema I de Eccl. (tomada de S. Rob. Bellarm.): Mansi,
51, 579 C: además el Esquema reformado Const. II de Ecclesia Christi, con el comentario
de Kleutgen: Mansi, 53, 313 AB, Pío IX Epist. Tuas libenter: Denz., 1638 (2.879).
[77] Cf. Cod. Iur. Can., c. 1.322-1.323.
[78] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus:
Denz., 1839 (3.074).
[79] Cf. explicación Gasser in Conc. Vat. I: Mansi, 52,
1.213 AC.
[80] Gasser, ib.: Mansi, 1214 A.
[81] Gasser, ib.: Mansi, 1215 CD, 1216-1217 A.
[82] Gasser, ib.: Mansi, 1213.
[83] Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus, 4: Denz.
1836 (3.070).
[84] Oración de la consagración episcopal en rito
bizantino: Euchologion to mega Roma, 1873, p. 139.
[85] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p.
282.
[86] Cf. Hech. 8, 1; 14, 22-23; 20, 17, et passim.
[87] Oración mozárabe: PL 96, 759 B.
[88] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p.
282.
[89] Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3.
[90] Cf. S. Agustín. C. Faustum, 12, 20; PL 42, 265:
Serm., 57, 7: PL 38, 389, etc.
[91] S. León M., Serm., 63, 7: PL 54, 357 D.
[92] Traditio Apostolica de Hipólito 2-3; ed. Botte, pp.
26-30.
[93] Véase el texto del examen al principio de la
consagración episcopal y la oración al final de la Misa de consagración después del Te
Deum.
[94] Benedicto XIV. Br. Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, ***
1: Bullarium Benedicti XIV, t. IV, Romae, 1758. 21: "El Obispo representa la persona
de Cristo, y desempeña su oficio" Pío XII Litt. Encycl. Mystici Corporis, l. c., p.
21 "cada uno apacienta y gobierna en nombre de Cristo el rebaño a él
encomendado".
[95] León XIII. Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun.
1896: AAS 28 (1895-96), p. 732. Idem Epist. Officio sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 29
(1887), p. 264. Pío IX. Carta Apost. a los Obispos de Alemania, 12 marzo 1875 y Aloc.
Consist. 15 marzo 1875: Denz., 3112-3117 solamente en la nueva edición.
[96] Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, 3;
Denz., 1828 (3.061). Cf. Relación Zinelli: Mansi, 52, 1114 D.
[97] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 6, 1: ed. Funk, I,
página 218; y el Martyrium Polycarpi, 12, 2: lb, p. 328.
[98] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 5, 1: ed. Funk, 1, p.
216.
[99] Cf. Conc. Trid., Ses. 23, De sacr. Ordinis, cap. 2:
Denz., 958 (1765), y can. 6: Denz., 966 (1776).
[100] Cf. Inocencio, I. Epist. ad Decentum: PL 20, 554 A:
Mansi, 3, 1029: Denz., 98 (215): "Los presbíteros, aunque son sacerdotes de segundo
grado (respecto a los diáconos), no tienen sin embargo la plenitud del pontificado".
S. Cipriano, Epist., 61, 3: ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid., 1, c., Denz., 956-968 (1763-1778),
y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío XII, Const. Apost. Sacramentum Ordinis:
Denz., 2301 (3.857-61).
[102] Cf. Inocencio, I, 1, c., c. S. Gregorio Naz.,
Apol., II, 22: PG 35, 432 B. Ps. Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG 3, 372 D.
[103] Cf. Conc. Trid., Ses. 22; Denz., 940 (1743). Pío
XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 553. Denz., 2300 (3.850).
[104] Cf. Conc. Trid., Ses. 22: Denz., 938 (1.739-40).
Concilio Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, n. 7 y n. 47.
[105] Cf. Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei, l. c. en
el n. 67.
[106] Cf. S. Cipriano, Epist., 11, 3: PL 4, 242 B:
Hartel, II 2, p. 497.
[107] Ordo consecrationis sacerdotalis, en la imposición
de los ornamentos.
[108] Ordo consecrationis sacerdotalis, en el prefacio.
[109] Cf. S. Ignacio, M., Philad, 4: ed. Funk, I, p. 266
S. Cornelio, I en S. Cipriano, Epist., 48, 2: Hartel, III, 2. p. 610.
[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae, III, 2: ed.
Funk, Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant., 37-41: Mansi, 3, 954.
[111] S. Policarpo, Ad Phil., 5, 2: ed. Funk, I, p. 300: Se
dice de Cristo "que se ha hecho servidor, diácono, de todos". Cf. S. Clemente
Rom., Ad. Cor., 15, 1: ib., p. 32 S. Ignacio, M., Trall., 2, 3: ib., p. 242.
Constitutiones Apostolorum, 8. 28, 4: Funk. Didascalia, I, p. 530.
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