Encíclica sobre la educación cristiana de la
juventud
31 de diciembre de 1929
Representante, en la tierra, de aquel Divino Maestro
que, sin dejar de abrazar en la inmensidad de su amor a todos los hombres,
aunque pecadores e indignos, mostró, sin embargo, predilección y ternura
especialísima hacia los niños y se expresó con aquellas palabras tan
conmovedoras: Dejad que vengan a Mí los niños[i],
también Nos hemos procurado en todas las ocasiones mostrar la predilección
verdaderamente paternal que les profesamos, particularmente en los cuidados
asiduos y oportunas enseñanzas que se refieren a la educación cristiana de la
juventud.
2. Así, haciéndonos eco del Divino Maestro, hemos
dirigido palabras saludables, ya de aviso, ya de exhortación, ya de dirección,
a los jóvenes y a los educadores, y a los padres y madres de familia, sobre
varios puntos referentes a la educación cristiana, con aquella solicitud que
conviene al Padre común de todos los fieles, y con aquella insistencia oportuna
y aun importuna que el oficio pastoral requiere, inculcada por el Apóstol: Insiste
con ocasión y sin ella, reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina[ii],
reclamada por nuestros tiempos, en los cuales, desgraciadamente, se deplora una
falta tan grande de principios claros y sanos, aun en los problemas más
fundamentales.
3. Pero la misma condición general ya indicada de
los tiempos, el diverso modo con que hoy se plantea el problema escolar y pedagógico
en los diferentes países, y el consiguiente deseo manifestado a Nos con filial
confianza por muchos de vosotros y de vuestros fieles, Venerables Hermanos, y
Nuestro afecto tan intenso, como dijimos, hacia la juventud, Nos mueven a volver
más de propósito sobre la misma materia, si no para tratarla con toda su
amplitud, casi inagotable en la teoría y en la práctica, a lo menos para
resumir sus principios supremos, establecer con toda claridad sus principales
conclusiones e indicar sus aplicaciones prácticas.
Sea éste el recuerdo que de Nuestro jubileo
sacerdotal, con intención y afecto muy particular, dedicamos a los amados jóvenes
y recomendamos a cuantos tienen la misión y el deber de ocuparse de su educación.
4. En verdad que nunca como en los tiempos presentes
se ha hablado tanto de educación; por esto se multiplican los maestros de
nuevas teorías pedagógicas, se inventan, proponen y discuten métodos y
medios, no sólo para facilitar, sino para crear una educación nueva de
infalible eficacia, capaz de formar las nuevas generaciones para la ansiada
felicidad en la tierra.
Y es que los hombres, creados por Dios a su imagen y
semejanza, y destinados para Dios, perfección infinita, al advertir, hoy más
que nunca en medio de la abundancia del moderno progreso material, la
insuficiencia de los bienes terrenos para la verdadera felicidad de los
individuos y de los pueblos, sienten por lo mismo en sí más vivo el estímulo
hacia una perfección más alta, arraigado en su misma naturaleza racional por
el Creador, y quieren conseguirla principalmente por la educación. Sólo
que muchos de entre ellos, como insistiendo con exceso en el sentido etimológico
de la palabra, pretenden sacarla de la misma naturaleza humana y realizarla con
solas sus fuerzas. Y en esto ciertamente yerran, pues en vez de dirigir la
mirada a Dios, primer principio y último fin de todo el universo, se repliegan
y descansan en sí mismos, apegándose exclusivamente a lo terreno y temporal;
por eso será continua e incesante su agitación mientras no dirijan sus
pensamientos y sus obras a la única meta de la perfección, a Dios, según la
profunda sentencia de San Agustín: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en Ti[iii].
5. Es, por lo tanto, de suma importancia no errar en
la educación, como no errar en la dirección hacia el fin último, con el cual
está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la educación. En efecto,
puesto que la educación esencialmente consiste en la formación del hombre tal
cual debe ser y como debe portarse en esta vida terrenal, a fin de conseguir el
fin sublime para el cual fue creado, es evidente que, como no puede existir
educación verdadera que no esté totalmente ordenada al fin último, así, en
el orden actual de la Providencia, o sea después que Dios se nos ha revelado en
su Unigénito Hijo, único que es camino, verdad y vida, no puede existir
educación completa y perfecta si la educación no es cristiana.
6. De donde queda manifiesta la importancia suprema
de la educación cristiana, no sólo para los individuos, sino también para las
familias y toda la sociedad humana, pues la perfección de ésta no puede menos
de resultar de la perfección de los elementos que la componen. E igualmente de
los principios indicados resulta clara y manifiesta la excelencia, que puede con
verdad llamarse insuperable, de la causa de la educación cristiana, pues, bien
examinada, tiende a asegurar la consecución del Bien Sumo, Dios, para las almas
de los educandos y el máximo bienestar posible en esta tierra para la sociedad
humana. Y esto en la mejor manera realizable por parte del hombre, cooperando
con Dios al perfeccionamiento de los individuos y de la sociedad, pues la
educación imprime en los ánimos la primera, la más potente y la más duradera
dirección de la vida, según la conocidísima sentencia del sabio:
La senda por la cual comenzó el joven a andar desde
un principio, esa misma seguirá también cuando viejo[iv].
Por eso decía con razón San Juan Crisóstomo: ¿Qué cosa hay mayor que
dirigir las almas, que moldear las costumbres de los jovencitos?[v].
7. Pero no hay palabra que tanto nos revele la
grandeza, belleza y excelencia sobrenatural de la obra de la educación
cristiana como la sublime expresión de amor con que Jesús, Señor nuestro,
identificándose con los niños, declara: Cualquiera que acogiere a uno de
estos niños por amor mío, a Mí me acoge[vi].
8. Así, pues, para no errar en esta obra de suma
importancia y encaminarla del mejor modo que sea posible con la ayuda de la
gracia divina, es menester tener una idea clara y recta de la educación
cristiana en sus puntos esenciales, a saber: a quién toca la misión de educar,
cuál es el sujeto de la educación, cuáles las circunstancias necesarias del
ambiente y cuál es el fin y la forma propia de la educación cristiana, según
el orden establecido por Dios en la economía de su Providencia.
9. La educación es obra necesariamente social, no
solitaria. Ahora bien; tres son las sociedades necesarias, distintas, pero armónicamente
unidas por Dios, en el seno de las cuales nace el hombre: dos sociedades de
orden natural, es decir, la familia y la sociedad civil; la tercera, la Iglesia,
de orden sobrenatural.
Ante todo, la familia, instituida inmediatamente por
Dios para un fin suyo propio, que es la procreación y educación de la prole,
sociedad que por esto tiene prioridad de naturaleza y, consiguientemente, cierta
prioridad de derechos respecto a la sociedad civil.
Sin embargo, la familia es sociedad imperfecta,
porque no tiene en sí todos los medios para su propio perfeccionamiento;
mientras la sociedad civil es sociedad perfecta, pues encierra en sí todos los
medios para su propio fin, que es el bien común temporal; de donde se sigue que
bajo este respecto, o sea en orden al bien común, la sociedad civil tiene
preeminencia sobre la familia, que alcanza precisamente en aquélla su
conveniente perfección temporal.
La tercera sociedad, en la cual nace el hombre, por
medio del Bautismo, a la vida divina de la Gracia, es la Iglesia, sociedad de
orden sobrenatural y universal, sociedad perfecta, porque contiene en sí todos
los medios para su fin, que es la salvación eterna de los hombres; y, por lo
tanto, es suprema en su orden.
Por consiguiente, la educación que abarca a todo el
hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el de la
gracia, pertenece a estas tres sociedades necesarias, en una medida proporcional
y correspondiente a la coordinación de sus respectivos fines, según el orden
actual de la providencia establecido por Dios.
10. Y, ante todo, pertenece de un modo supereminente
a la Iglesia la educación, por dos títulos de orden sobrenatural,
exclusivamente concedidos a Ella por el mismo Dios, y por esto absolutamente
superiores a cualquier otro título de orden natural.
El primero consiste en la expresa misión y
autoridad suprema del magisterio que le dio su Divino Fundador: A Mí se me
ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas
las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo; enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad
ciertos que yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos[vii].
Y Cristo a este Magisterio confirió la infalibilidad junto con el mandato de
enseñar su doctrina; por lo tanto, la Iglesia ha sido constituida, por su
Divino Autor, columna y fundamento de la verdad para que enseñe a todos los
hombres la fe divina, y custodie íntegro e inviolable su depósito a ella
confiado, y dirija e informe a los hombres y a sus asociaciones y acciones en
honestidad de costumbres e integridad de vida, según la norma de la doctrina
revelada[viii].
11. El segundo título es la maternidad sobrenatural
con que la Iglesia, Esposa Inmaculada de Cristo, engendra, alimenta y educa las
almas en la vida divina de la Gracia, con sus Sacramentos y su enseñanza. Con
razón, pues, afirma San Agustín: No tendrá a Dios por padre el que
rehusare tener a la Iglesia por madre[ix].
Por lo tanto, en el objeto propio de su misión
educativa, es decir, en la fe e institución de costumbres, el mismo Dios ha
hecho a la Iglesia partícipe del divino magisterio y, por beneficio divino,
inmune del error; por lo cual es maestra, suprema y segurísima, de los hombres
y lleva en sí misma arraigado el derecho inviolable a la libertad de magisterio[x].
Así, por necesaria consecuencia, la Iglesia es independiente de cualquier
potestad terrena, tanto en el origen como en el ejercicio de su misión
educativa, no sólo respecto a su objeto propio, sino también respecto a los
medios necesarios y convenientes para cumplirla. Por esto, con relación a toda
otra disciplina y enseñanza humana, que en sí considerada es patrimonio de
todos, individuos y sociedades, la Iglesia tiene derecho independiente de
emplearlas y principalmente de juzgarlas en todo cuanto pueda ser provechoso o
contrario a la educación cristiana. Y esto, ya porque la Iglesia, como sociedad
perfecta, tiene derecho independiente a los medios que emplea para su fin, ya
porque toda enseñanza, lo mismo que toda acción humana, tiene necesaria relación
de dependencia con el fin último del hombre, y, por lo tanto, no puede
sustraerse a las normas de la ley divina, de la cual es guarda, intérprete y
maestra infalible la Iglesia.
Lo cual, con luminosas palabras, declara Pío X, de
s. m.: En cualquier cosa que haga el cristiano, aun en el orden de las cosas
terrenas no le es lícito descuidar los bienes sobrenaturales, antes al
contrario, según los preceptos de la sabiduría cristiana, debe dirigir todas
las cosas al bien supremo como a un último fin; además, todas sus acciones, en
cuanto son buenas o malas en orden a las costumbres, o sea en cuanto están
conformes o no con el derecho natural y divino, están sometidas al juicio y
jurisdicción de la Iglesia[xi].
Y es digno de notarse cuán bien ha sabido entender
y expresar esta doctrina católica fundamental un seglar, tan admirable escritor
como profundo y concienzudo pensador: La Iglesia no dice que la moral
pertenezca puramente (en el sentido de exclusivamente) a ella, sino que
pertenece a ella totalmente. Jamás ha pretendido que, fuera de su seno, y sin
su enseñanza, el hombre no pueda conocer verdad alguna moral; antes bien, ha
reprobado tal opinión más de una vez, porque ha aparecido en más de una
forma. Dice, por cierto, como ha dicho y dirá siempre, que, por la institución
recibida de Jesucristo y por el Espíritu Santo que el Padre le envió en su
nombre, ella sola posee originaria e inadmisiblemente la verdad moral toda
entera (omnem veritatem), en la cual todas las verdades particulares de
la moral están comprendidas, tanto las que el hombre puede alcanzar con el
simple medio de la razón, como las que forman parte de la revelación, o se
pueden deducir de ésta[xii].
12. Así, pues, con pleno derecho, la Iglesia
promueve las letras, las ciencias y las artes en cuanto son necesarias o útiles
para la educación cristiana y además para toda su obra de la salvación de las
almas, aun fundando y manteniendo escuelas e instituciones propias en toda
disciplina y en todo grado de cultura[xiii].
Ni se ha de estimar como ajena a su Magisterio maternal la misma educación, que
llaman física, precisamente porque ésta tiene razón de medio que puede ayudar
o dañar a la educación cristiana.
Esta obra de la Iglesia en todo género de cultura,
así como cede en inmenso provecho de las familias y de las naciones, que sin
Cristo se pierden, pues justamente observa San Hilario: ¿Qué hay más
peligroso para el mundo que no acoger a Cristo?[xiv],
así no causa el menor inconveniente a las ordenaciones civiles, porque la
Iglesia, con su maternal prudencia, no se opone a que sus escuelas e
instituciones educativas para seglares se conformen en cada nación con las legítimas
disposiciones de la autoridad civil, y aun está en todo caso dispuesta a
ponerse de acuerdo con ésta y a resolver amistosamente las dificultades que
pudieran surgir.
13. Además, es derecho inalienable de la Iglesia, y
a la vez deber suyo indispensable, vigilar toda la educación de sus hijos, los
fieles, en cualquier institución, pública o privada, no sólo en lo referente
a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en toda otra disciplina y en
todo plan cualquiera, en cuanto se refieren a la religión y a la moral[xv].
Ni el ejercicio de este derecho podrá estimarse
como ingerencia indebida, sino como preciosa providencia maternal de la Iglesia,
para preservar a sus hijos de los graves peligros de todo veneno doctrinal y
moral. Además, esta vigilancia de la Iglesia, como no puede crear ningún
inconveniente verdadero, tampoco dejará de reportar eficaz auxilio al orden y
bienestar de las familias y de la sociedad civil, manteniendo a la juventud
alejada de aquel veneno moral, que en esa edad inexperta y tornadiza suele tener
más fácil entrada y pasar más rápidamente a la práctica.
Pues sin una recta formación religiosa y moral
-como sabiamente advierte León XIII- toda la cultura de las almas será
malsana: los jóvenes, no habituados al respeto de Dios, no podrán soportar
norma alguna de honesto vivir, y sin ánimo para negar nada a sus deseos, fácilmente
se verán inducidos a trastornar los Estados[xvi].
14. En cuanto a la extensión de la misión
educativa de la Iglesia, ella comprende a todas las gentes, sin límite alguno,
según el mandato de Cristo: Enseñad a todas las gentes[xvii];
y no hay potestad terrena que pueda legítimamente disputar o impedir su
derecho. Primeramente se extiende a todos los fieles, cuyo cuidado tiene solícita
como Madre la más tierna. Por esta razón, para ellos ha creado y fomentado en
todos los siglos una ingente muchedumbre de escuelas e instituciones en todos
los ramos del saber: porque -como dijimos en ocasión reciente- "hasta en
aquel lejano tiempo medieval, en el que eran tan numerosos [alguno ha llegado a
decir que hasta excesivamente numerosos] los monasterios, los conventos, las
iglesias, las colegiatas, los cabildos catedrales y no catedrales, junto a cada
una de esas instituciones había un hogar escolar, un hogar de instrucción y
educación cristiana. Y a todo esto hay que añadir las Universidades todas,
Universidades esparcidas por todos los países y siempre por iniciativa y bajo
la vigilancia de la Santa Sede y de la Iglesia. Aquel magnífico espectáculo
que ahora vemos mejor, porque está más cerca de nosotros y en condiciones más
cerca de nosotros y en condiciones más grandiosas, como lo permiten las
condiciones del siglo, fue el espectáculo de todos los tiempos, y los que
estudian y confrontan los hechos, quedan maravillados de cuanto supo hacer la
Iglesia en este orden de cosas; maravillados del modo con que la Iglesia logró
corresponder a la misión que Dios le había confiado de educar a las
generaciones humanas en la vida cristiana, y alcanzar tantos y tan magníficos
frutos y resultados. Pero si causa admiración que la Iglesia haya sabido en
todo tiempo reunir alrededor de sí centenares, millares y millones de alumnos
de su misión educadora, no es menor la que deberá sobrecogernos cuando
reflexionemos sobre lo que ha llegado a hacer, no sólo en el campo de la
educación, sino también en el de la instrucción verdadera y propiamente tal.
Porque si tantos tesoros de cultura, civilización y literatura han podido ser
conservados, débese a la actitud de la Iglesia que, aun en los tiempos más
remotos y bárbaros, ha sabido hacer brillar tanta luz en el campo de las
letras, de la filosofía, del arte y particularmente de la arquitectura"[xviii].
Tanto ha podido y ha sabido hacer la Iglesia, porque
su misión educativa se extiende aun a los no fieles, por ser todos los hombres
llamados a entrar en el reino de Dios y a conseguir la eterna salvación. Como
en nuestros días, con sus Misiones esparce a millares las escuelas en todas las
regiones y países aun no cristianos, desde las orillas del Ganges hasta el río
Amarillo y las grandes islas y archipiélagos del Océano, desde el Continente
negro hasta la Tierra del Fuego y la glacial Alaska, así, en todos los tiempos,
la Iglesia con sus misioneros ha educado en la vida cristiana y en la civilización
a las diversas gentes que ahora forman las naciones cristianas del mundo
civilizado.
Con lo cual queda con evidencia asentado, cómo de
derecho, y aun de hecho, pertenece de manera supereminente a la Iglesia la misión
educativa, y cómo a ningún entendimiento libre de prejuicios se le puede
ocurrir motivo alguno racional para disputar o impedir a la Iglesia una obra de
cuyos benéficos frutos goza ahora el mundo.
15. Tanto más cuanto que con tal supereminencia de
la Iglesia no sólo no están en oposición, sino antes bien en perfecta armonía
los derechos, ya de la familia, ya del Estado, y aun los derechos de cada uno de
los individuos respecto a la justa libertad de la ciencia, de los métodos científicos
y de toda cultura profana en general. Puesto que para apuntar, ya desde el
primer momento, la razón fundamental de tal armonía, el orden sobrenatural al
cual pertenecen los derechos de la Iglesia, no sólo no destruye ni merma el
orden natural, al cual pertenecen los otros derechos mencionados, sino que lo
eleva y perfecciona, y ambos órdenes se prestan mutua ayuda y como complemento
respectivamente proporcionado a la naturaleza y dignidad de cada uno,
precisamente porque uno y otro proceden de Dios, el cual no se puede
contradecir: Perfectas son las obras de Dios, y rectos todos sus caminos[xix].
Lo mismo se verá más claramente considerando por
separado y más de cerca la misión educativa de la familia y del Estado.
16. Primeramente, con la misión educativa de la
Iglesia concuerda admirablemente la misión educativa de la familia, porque
ambas proceden de Dios de una manera muy semejante. En efecto, a la familia, en
el orden natural, le comunica Dios inmediatamente la fecundidad, principio de
vida y consiguientemente principio de educación para la vida, junto con la
autoridad, principio de orden.
Dice el Angélico Doctor con su acostumbrada nitidez
de pensamiento y precisión de estilo: El padre carnal participa
singularmente de la razón de principio, la que de un modo universal se
encuentra en Dios... El padre es principio de la generación, educación y
disciplina, y de todo cuanto se refiere al perfeccionamiento de la vida humana[xx].
La familia, pues, tiene inmediatamente del Creador
la misión, y, por lo tanto, el derecho de educar a la prole, derecho
inalienable por estar inseparablemente unido con una estricta obligación,
derecho anterior a cualquier otro derecho de la sociedad civil y del Estado, y
por lo mismo inviolable por parte de toda potestad terrena.
17. Acerca de la inviolabilidad de este derecho da
la razón el Angélico: En efecto, el hijo naturalmente es algo del padre...;
así, pues, es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté
bajo el cuidado del padre. Sería, pues, contra la justicia natural que el niño
antes del uso de la razón fuese sustraído al cuidado de los padres o de alguna
manera se dispusiera de él contra la voluntad de los padres[xxi].
Y como l obligación del cuidado de los padres continúa hasta que la prole esté
en condición de proveerse a sí misma, perdura también el mismo inviolable
derecho educativo de los padres. Porque la naturaleza no pretende solamente
la generación de la prole, sino también su desarrollo y progreso hasta el
perfecto estado del hombre en cuanto es hombre, o sea el estado de virtud[xxii],
dice el mismo Angélico Doctor.
Por esto la sabiduría jurídica de la Iglesia se
expresa así en esta materia, con precisión y claridad comprensiva en el Código
de derecho canónico, en el can. 1113: Los padres tienen gravísima obligación
de procurar con todo empeño la educación de sus hijos, tanto la religiosa y
moral como la física y la cívica, y de proveer también a su bienestar
temporal[xxiii].
En este punto es tan concorde el sentir común del género
humano, que se pondrían en abierta contradicción con él cuantos se atreviesen
a sostener que la prole, antes que a la familia, pertenece al Estado, y que el
Estado tiene sobre la educación absoluto derecho.
Es, además, insubsistente la razón, que los tales
aducen, de que el hombre nace ciudadano y que por ello pertenece primariamente
al Estado, sin atender a que, antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y
la existencia no la recibe del Estado, sino de los padres, como sabiamente
declara León XIII: Los hijos son como algo del padre, una extensión, en
cierto modo, de su persona: y, si queremos hablar con propiedad, los hijos no
entran a formar parte de la sociedad civil por sí mismos, sino a través de la
familia, dentro de la cual han nacido[xxiv].
Por lo tanto: La patria potestad es de tal naturaleza, que no puede ser
extinguida ni absorbida por el Estado, como derivada que es de la misma fuente
que la vida de los hombres[xxv], afirma en la misma
encíclica León XIII. De lo cual, sin embargo, no se sigue que el derecho
educativo de los padres sea absoluto o despótico, porque está inseparablemente
subordinado al fin último y a la ley natural y divina, como lo declara el mismo
León XIII en otra memorable encíclica suya, de los principales deberes de
los ciudadanos cristianos, donde expone así en resumen el conjunto de los
derechos y deberes de los padres, a quienes la misma naturaleza da el derecho
de educar a sus hijos, imponiéndoles al mismo tiempo el deber de que la educación
y enseñanza de la niñez corresponda y diga bien con el fin para el cual el
Cielo les dio los hijos. A los padres toca, por lo tanto, tratar con todas sus
fuerzas de rechazar todo atentado en este particular, y de conseguir a toda
costa que en su mano quede el educar cristianamente, cual conviene, a sus hijos,
y apartarlos cuanto más lejos puedan de las escuelas donde corren peligro de
que se les propine el veneno de la impiedad[xxvi].
Obsérvese, además, que el deber educativo de la
familia comprende no sólo la educación religiosa y moral, sino también la física
y civil[xxvii], principalmente en
cuanto tienen relación con la religión y la moral.
18. Este incontrastable derecho de la familia ha
sido varias veces reconocido jurídicamente por las naciones que se cuidan de
respetar el derecho natural en las disposiciones civiles.
Así, para citar un ejemplo de los más recientes,
el Tribunal Supremo de la República Federal de los Estados Unidos de la América
del Norte, al resolver una importantísima controversia, declaró que no
compete al Estado ninguna potestad general de establecer un tipo uniforme de
educación en la juventud, obligándola a recibir la instrucción de las
escuelas públicas solamente, y añadió la razón de derecho natural: El
niño no es una mera criatura del Estado; quienes lo alimentan y lo dirigen
tienen el derecho, junto con el alto deber, de educarlo y prepararlo para el
cumplimiento de sus deberes[xxviii].
19. La historia testifica cómo, particularmente en
los tiempos modernos, ha habido y hay de parte del Estado violación de los
derechos conferidos por el Creador a la familia, y a la vez demuestra espléndidamente
cómo la Iglesia los ha tutelado siempre y defendido; y de hecho la mejor prueba
está en la especial confianza que las familias han puesto en las escuelas de la
Iglesia, como escribimos en Nuestra reciente Carta al Cardenal Secretario de
Estado: "La familia ha caído pronto en la cuenta de que es así, y desde
los primeros tiempos del cristianismo hasta nuestros días, padres y madres, aun
poco o nada creyentes, mandan y llevan por millones a sus propios hijos a los
institutos educativos fundados y dirigidos por la Iglesia"[xxix].
20. Es que el instinto paterno, que viene de Dios,
se orienta confiadamente hacia la Iglesia, seguro de encontrar en ella la tutela
de los derechos de la familia, es decir, la concordia que Dios ha puesto en el
orden de las cosas. La Iglesia, en efecto, aunque consciente como es de su
divina misión universal y de la obligación que todos los hombres tienen de
seguir la única religión verdadera, no se cansa de reivindicar para sí el
derecho -y de recordar a los padres el deber- de hacer bautizar y educar
cristianamente a los hijos de padres católicos: con todo, es tan celosa de la
inviolabilidad del derecho natural educativo de la familia, que no consiente, a
no ser con determinadas condiciones y cautelas, que se bautice a los hijos de
los infieles, o se disponga como quiera de su educación contra la voluntad de
sus padres, mientras los hijos no puedan determinarse por sí, abrazando
libremente la fe[xxx].
21. Tenemos, pues, como lo declaramos en Nuestro
discurso ya citado, dos hechos de altísima importancia: "La Iglesia, que
pone a disposición de las familias su oficio de maestra y educadora, y las
familias que acuden presurosas para aprovecharse de él, y confían sus propios
hijos a la Iglesia, por centenares y millares, y estos dos hechos recuerdan y
proclaman una gran verdad, importantísima en el orden moral y social, a saber:
que la misión de la educación corresponde, ante todo y sobre todo, en primer
lugar a la Iglesia y a la familia, y que les corresponde por derecho natural y
divino, y, por lo tanto, de manera inderogable, ineluctable, insubrogable"[xxxi].
22. De esta primacía de la misión educativa de la
Iglesia y de la familia, así como resultan grandísimas ventajas, según hemos
visto, para toda la sociedad, así también ningún daño puede seguirse a los
verdaderos y propios derechos del Estado respecto a la educación de los
ciudadanos, conforme al orden por Dios establecido.
Estos derechos los ha comunicado a la sociedad civil
el mismo autor de la Naturaleza, no a título de paternidad, como a la Iglesia y
a la familia, pero sí por la autoridad que le compete para promover el bien común
temporal, que es precisamente su fin propio. Por consiguiente, la educación no
puede pertenecer a la sociedad civil del mismo modo que pertenece a la Iglesia y
a la familia, sino de manera diversa, correspondiente a su fin propio.
Ahora bien; este fin, el bien común de orden
temporal, consiste en la paz y seguridad de que las familias y cada uno de los
individuos puedan gozar en el ejercicio de sus derechos, y a la vez en el mayor
bienestar espiritual y material que sea posible en la vida presente, mediante la
unión y la coordinación de la actividad de todos. Doble es, pues, la función
de la autoridad civil que reside en el Estado: proteger y promover, pero no
absorber a la familia y al individuo, o suplantarlos.
23. Por lo tanto, en orden a la educación, es
derecho o, por mejor decir, deber del Estado proteger en sus leyes el derecho
anterior -que arriba dejamos descrito- de la familia en la educación cristiana
de la prole, y, por consiguiente, respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia
sobre tal educación cristiana.
Igualmente toca al Estado proteger el mismo derecho
en la prole, cuando llegare a faltar, física o moralmente, la obra de los
padres por defecto, incapacidad o indignidad, ya que el derecho educativo de
ellos, como arriba declaramos, no es absoluto o despótico, sino dependiente de
la ley natural y divina, y, por lo tanto, sometido a la autoridad y juicio de la
Iglesia, y también a la vigilancia y tutela jurídica del Estado en orden al
bien común, y además la familia no es sociedad perfecta que tenga en sí todos
los medios necesarios para su perfeccionamiento. En tal caso, por lo demás
excepcional, el Estado no suplanta ya a la familia, sino que suple el defecto y
lo remedia con medios idóneos, siempre en conformidad con los derechos
naturales de la prole y los derechos sobrenaturales de la Iglesia.
Además, en general, es derecho y deber del Estado
proteger, según las normas de la recta razón y de la fe, la educación moral y
religiosa de la juventud, removiendo de ella las causas públicas que le sean
contrarias.
24. Principalmente pertenece al Estado, en orden al
bien común, promover de muchas maneras la misma educación e instrucción de la
juventud. Ante todo y directamente, favoreciendo y ayudando a la iniciativa y
acción de la Iglesia y de las familias, cuya grande eficacia demuestran la
historia y la experiencia. Luego, completando esta obra, donde ella no alcanza o
no basta, aun por medio de escuelas e instituciones propias, porque el Estado más
que ningún otro está provisto de medios, puestos a su disposición para las
necesidades de todos, y es justo que los emplee para provecho de aquellos mismos
de quienes proceden[xxxii].
Además, el Estado puede exigir y, por lo tanto,
procurar que todos los ciudadanos tengan el conocimiento necesario de sus
deberes civiles y nacionales, y cierto grado de cultura intelectual, moral y física
que el bien común, atendidas las condiciones de nuestros tiempos,
verdaderamente exija.
Sin embargo, claro es que en todos estos modos de
promover la educación y la instrucción pública y privada, el Estado debe
respetar los derechos innatos de la Iglesia y de la familia a la educación
cristiana, además de observar la justicia distributiva. Por lo tanto, es
injusto e ilícito todo monopolio educativo o escolar, que fuerce física o
moralmente a las familias a acudir a las escuelas del Estado contra los deberes
de la conciencia cristiana, o aun contra sus legítimas preferencias.
25. Pero esto no quita que para la recta
administración de la cosa pública y para la defensa interna y externa de la
paz, cosas tan necesarias para el bien común, y que exigen especiales aptitudes
y especial preparación, el Estado se reserve la institución y dirección de
escuelas preparatorias para algunos de sus cargos, y señaladamente para la
milicia, con tal que tenga cuidado de no violar los derechos de la Iglesia y de
la familia en lo que a ellas concierne. No es inútil repetir aquí en
particular esta advertencia, porque en nuestros tiempos (en los que se va
difundiendo un nacionalismo tan exagerado y falso como enemigo de la verdadera
paz y prosperidad) se suele pasar más allá de los justos límites al ordenar
militarmente la educación que llaman física de los jóvenes (y a veces de las
jóvenes, contra la naturaleza misma de las cosas humanas), y aun, con
frecuencia, usurpando más de lo justo, en el día del Señor, el tiempo que
debe dedicarse a los deberes religiosos y al santuario de la vida familiar. No
queremos, por lo demás, censurar lo que puede haber de bueno en el espíritu de
disciplina y de legítimo valor en tales métodos, sino solamente el exceso,
como, por ejemplo, el espíritu de violencia, que no hay que confundir con el
espíritu de fortaleza ni con el noble sentimiento del valor militar en defensa
de la patria y del orden público; como también la exaltación del atletismo,
que aun para la edad clásica pagana señaló la degeneración y decadencia de
la verdadera educación física.
26. En general, pues, no sólo para la juventud,
sino para todas las edades y condiciones, pertenece a la sociedad civil y al
Estado la educación que puede llamarse cívica, la cual consiste en el arte de
presentar públicamente a los individuos asociados tales objetos de conocimiento
racional, de imaginación y de sensación que inviten a las voluntades hacia lo
honesto y las muevan con una necesidad moral ya sea en la parte positiva que
presenta tales objetos, ya sea en la negativa, que impide los contrarios[xxxiii].
Esta educación cívica, tan amplia y múltiple que comprende casi toda la obra
del Estado en favor del bien común, así como debe conformarse con las normas
de la rectitud, así no puede contradecir a la doctrina de la Iglesia,
divinamente constituida Maestra de dichas normas.
27. Cuanto hemos dicho hasta aquí acerca de la
intervención del Estado en orden a la educación, descansa sobre el fundamento
solidísimo e inmutable de la doctrina católica de civitatum constitutione
christiana, tan egregiamente expuesta por Nuestro predecesor León XIII,
particularmente en las encíclicas Immortale Dei y Sapientiae
christianae, a saber:
Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo el
linaje humano a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida
directamente de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales
y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su género; ambas tienen
sus propios límites dentro de los cuales actúan, definidos por la naturaleza y
fin próximo de cada una; por lo tanto, en torno a ellas, se describe como una
esfera, dentro de la cual cada una dispone iure proprio. Mas como
el sujeto sobre que recaen ambas potestades soberanas es uno mismo, y como, por
otra parte, suele acontecer que una misma cosa pertenezca, si bien bajo
diferente aspecto, a una y otra jurisdicción, claro está que Dios, providentísimo,
no estableció aquellas dos potestades, sino después de haberlas ordenado
convenientemente entre sí. "Y aquéllas (las potestades), que
son, están ordenadas por Dios"[xxxiv].
28. Ahora bien: la educación de la juventud es
precisamente una de esas cosas que pertenecen a la Iglesia y al Estado, aunque
de diversa manera, como arriba hemos expuesto. Necesaria es, por lo tanto
-prosigue León XIII-, que las dos potestades estén coordinadas entre sí;
coordinación no sin razón comparada a la del alma y el cuerpo en el hombre. La
cualidad y el alcance de dichas relaciones no se puede precisar, si no se
atiende a la naturaleza de cada una de las dos soberanías, relacionadas así
como es dicho, teniendo buena cuenta de la excelencia y nobleza de sus
respectivos fines, pues la una atiende directa y principalmente al cuidado de
las cosas temporales, y la otra a la adquisición de los bienes sobrenaturales y
eternos.
Así que todo cuanto en las cosas y personas, de
cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado; todo lo que pertenece a la
salvación de las almas y al culto de Dios, bien sea tal por su propia
naturaleza o bien lo sea en razón del fin a que se refiere, todo ello cae bajo
el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero las demás cosas que el régimen civil
y político, como tal, abraza y comprende, justo es que estén sujetas a éste,
pues Jesucristo mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios[xxxv].
29. Quienquiera que rehúse admitir estos
principios, y consiguientemente el aplicarlos a la educación, vendrá
necesariamente a negar que Cristo ha fundado la Iglesia para la salvación
eterna de los hombres, y a sostener que la sociedad civil y el Estado no están
sujetos a Dios y a su ley natural y divina. Lo cual es evidentemente impío,
contrario a la sana razón y, de un modo particular, en materia de educación,
extremadamente pernicioso para la recta formación de la juventud y seguramente
ruinoso para la misma sociedad civil y el verdadero bienestar de la sociedad
humana. Al contrario, de la aplicación de estos principios no puede menos de
provenir una utilidad grandísima para la recta formación de los ciudadanos.
Los sucesos de todas las edades lo demuestran sobradamente; por eso como
Tertuliano, para los primeros tiempos del Cristianismo, en su Apologético,
así San Agustín, para los suyos, podía desafiar a todos los adversarios de la
Iglesia Católica -y nosotros, en nuestros tiempos, podemos repetir con él: Por
cierto, los que dicen que la doctrina de Cristo es enemiga del Estado, que
presenten un ejército tal como la doctrina de Cristo enseña que deben ser los
soldados; que presenten tales súbditos, tales maridos, tales cónyuges, tales
padres, tales hijos, tales señores, tales siervos, tales reyes, tales jueces y,
finalmente, tales contribuyentes y exactores del fisco, cuales la doctrina
cristiana manda que sean, y atrévanse luego a llamarla nociva al Estado: mas no
duden un instante en proclamarla, donde ella se observe, la gran salvación del
Estado[xxxvi].
Y tratándose de educación, viene aquí a propósito
hacer notar cuán bien ha expresado esta verdad católica, confirmada por los
hechos, para los tiempos más recientes, en el periodo del Renacimiento, un
escritor eclesiástico muy benemérito de la educación cristiana, el piísimo y
docto Cardenal Silvio Antoniano, discípulo del admirable educador San Felipe de
Neri, maestro y secretario para las cartas latinas de San Carlos Borromeo, a
cuya instancia y bajo cuya inspiración escribió el áureo tratado De la
educación cristiana de los hijos, en que él razona así:
30. Cuanto el gobierno temporal más se armoniza
con el espiritual, y más lo favorece y promueve, tanto más concurre a la
conservación de la república. Porque, mientras el jefe eclesiástico procura
formar un buen cristiano con su autoridad y medios espirituales, conforme a su
fin, al mismo tiempo procura por consecuencia necesaria hacer un buen ciudadano,
tal cual debe ser bajo el gobierno político. Ocurre así, porque en la Santa
Iglesia Católica Romana, ciudad de Dios, una misma cosa es absolutamente el
buen ciudadano y el hombre honrado. Por esto, yerran gravemente los que separan
cosas tan unidas, y piensan poder tener buenos ciudadanos con otras reglas y por
otras vías distintas de las que contribuyen a formar el buen cristiano. Diga y
hable la prudencia humana cuanto le plazca, no es posible que produzca verdadera
paz ni verdadera tranquilidad temporal nada de cuanto sea enemigo y se aparte de
la paz y eterna felicidad[xxxvii].
31. Como el Estado, tampoco la ciencia, el método
científico y la investigación científica tienen nada que temer del pleno y
perfecto mandato educativo de la Iglesia. Los institutos católicos, sea
cualquiera el grado a que pertenezcan en la enseñanza y en la ciencia, no
tienen necesidad de apología. El favor de que gozan, las alabanzas que reciben,
las producciones científicas que promueven y multiplican, y más que nada los
sujetos plena y exquisitamente preparados que proporcionan a la gobernación, a
las profesiones, a la enseñanza, a la vida en todas sus manifestaciones,
deponen más que suficientemente en su favor[xxxviii].
32. Hechos que, por lo demás, no son sino una espléndida
confirmación de la doctrina católica, definida por el Concilio Vaticano: La
fe y la razón no sólo no pueden jamás contradecirse, sino que se prestan recíproca
ayuda porque la recta razón demuestra las bases de la fe, e iluminada con la
luz de ésta cultiva la ciencia de las cosas divinas; a su vez, la fe libra y
protege de errores a la razón y la enriquece con variados conocimientos. Tan
lejos está, pues, la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y de las
disciplinas humanas, que de mil maneras lo ayuda y lo promueve. Porque ni ignora
ni desprecia las ventajas que de ellas provienen para la vida de la humanidad;
antes bien, confiesa que ellas, como vienen de Dios, Señor de las ciencias, así,
rectamente tratadas, conducen a Dios con la ayuda de su gracia. Y de ninguna
manera prohíbe que semejantes disciplinas, cada una dentro de su esfera, usen
principios propios y propio método; pero, una vez reconocida esta justa
libertad, cuidadosamente atiende a que, oponiéndose por ventura a la doctrina
divina, no caigan en errores o, traspasando sus propios límites, ocupen y
perturben el campo de la fe[xxxix].
33. Esta norma de la justa libertad científica es,
a la vez, norma inviolable de la justa libertad didáctica o libertad de enseñanza
rectamente entendida; y debe ser observada en cualquier manifestación doctrinal
a los demás, y, con obligación mucho más grave de justicia en la enseñanza
dada a la juventud, ya porque respecto a ésta ningún maestro público o
privado tiene derecho educativo absoluto, sino participado, ya porque todo niño
o joven cristiano tiene estricto derecho a una enseñanza conforme a la doctrina
de la Iglesia, columna y fundamento de la verdad, y le causaría grave
injusticia quienquiera que turbase su fe, abusando de la confianza de los jóvenes
para con los maestros y de su natural inexperiencia y desordenada inclinación a
una libertad absoluta, ilusoria y falsa.
[i]
Marc. 10, 14.
[ii] 2 Tim. 4, 2.
[iii]
Conf. 1, 1.
[iv]
Prov. 22, 6.
[v]
Hom. 60 in c. 18 Mat.
[vi]
Marc. 9, 36.
[vii] Mat. 28, 18-20.
[viii]
Pius IX, enc. Quum
non sine 14 iul. 1864.
[ix]
De Symbolo ad cateh. 13.
[x] Enc. Libertas 20 jun. 1888.
[xi] Enc. Singulari quadam 24 sep. 1912.
[xii]
A. Manzoni
Osservazioni sulla Morale Cattolica c. 3.
[xiii]
C.I.C. c. 1375.
[xiv]
Comment. in Mat. c. 18.
[xv]
C.I.C. cc. 1381, 1382.
[xvi]
Enc. Nobilissima Gallorum gens 8 febr. 1884.
[xvii]
Mat. 28, 19.
[xviii] Oratio habita ad alumnos Tusculani Conlegii, vulgo di Mondragone, 14 maii 1929.
[xix] Deut. 32, 4.
[xx] 2. 2ae., 102, 1.
[xxi]
Ibid. 10, 12.
[xxii]
Suppl. 3a., 41, 1.
[xxiii]
C.I.C. c. 1153.
[xxiv]
Enc. Rerum novarum 15 maii 1891.
[xxv]
Ibid.
[xxvi]
Enc. Sapientiae christianae 10 ian. 1890.
[xxvii]
C.I.C. c. 113.
[xxviii] "The fundamental theory of liberty upon which all governments in
this union repose excludes any general power of the State to standarize its
children by forcing them to accept instruction from public teachers only.
The child is not the mere creature of the State, those who nurture him and
direct his destiny have the right coupled with the high duty, to reorgnize,
and prepare him for additional dutles". U. S. Supreme Court Decision in
the Oregon School Cases, June 1, 1925.
[xxix]
Ep. ad Card. a publicis Ecclesiae negotiis, 30
maii 1929.
[xxx]
C.I.C. 750, 2; S. Th. 2. 2ae., 10, 12.
[xxxi] Oratio habita ad alumnos Tusculani Conlegii, vulgo di Mondragone, 14 maii 1929.
[xxxii]
Ibid.
[xxxiii] P. L. Taparelli Saggio teorico di Diritto Naturale n. 922. "Obra nunca bastante alabada y recomendada a los estudiosos universitarios". (Cf. Nuestro discurso del 18 de diciembre de 1929).
[xxxiv]
Enc. Immortale Dei 1 nov. 1885.
[xxxv]
Ibid.
[xxxvi]
Ep. 138.
[xxxvii] Dell'educazione cristiana dei figliuoli 1, 43.
[xxxviii]
Ep. ad Card. a publicis Ecclesiae negotiis, 30
maii 1929.
[xxxix]
Conc. Vat. sess. 3, c. 4.