DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO


PRIMERA LECTURA

Comienza la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 1,1-14

Acción de gracias en medio de las tribulaciones

Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y el hermano Timoteo, a la Iglesia de Dios que está en Corinto y a todos los santos que residen en toda Acaya: os deseamos la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! El nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios. Si los sufrimientos de Cristo rebosan sobre nosotros, gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo. Si nos toca luchar es para vuestro aliento y salvación; si recibimos aliento es para comunicaros un aliento con el que podáis aguantar los mismos sufrimientos que padecemos nosotros. Nos dais firmes motivos de esperanza, pues sabemos que si sois compañeros en el sufrir, también lo sois en el buen ánimo.

Queremos que tengáis noticia, hermanos, de la lucha que tuvimos en Asia. Nos vimos abrumados tan por encima de nuestras fuerzas que perdimos toda esperanza de vivir. En nuestro interior dimos por descontada la sentencia de muerte; así aprendimos a no confiar en nosotros, sino en Dios que resucita a los muertos. El nos salvó y nos salva de esas muertes terribles; en él está nuestra esperanza, y nos seguirá salvando, si vosotros cooperáis pidiendo por nosotros; así, viniendo de muchos el favor que Dios nos haga, muchos le darán gracias por causa nuestra.

Si de algo podemos preciarnos es del testimonio de nuestra conciencia: nos asegura que procedemos con todo el mundo, y sobre todo con vosotros, con la sencillez y sinceridad que Dios da, y no por talento natural, sino por gracia de Dios. Por ejemplo, en nuestras cartas no hay más de lo que leéis o entendéis; ya nos habéis entendido en parte, esperamos que entenderéis del todo que somos vuestro apoyo, como vosotros el nuestro, para el día de nuestro Señor Jesús.


SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre la segunda carta a los Corintios (4-5: PG 61, 397-399)

Eficacia de la oración

Muchísimas veces, cuando Dios contempla a una muchedumbre que ora en unión de corazones y con idénticas aspiraciones, podríamos decir que se conmueve hasta la ternura. Hagamos, pues, todo lo posible para estar concordes en la plegaria, orando unos por otros, como los corintios rezaban por los apóstoles. De esta forma, cumplimos el mandato y nos estimulamos a la caridad. Y al decir caridad, pretendo expresar con este vocablo el conjunto de todos los bienes; debemos aprender, además, a dar gracias con un más intenso fervor.

Pues los que dan gracias a Dios por los favores que los otros reciben, lo hacen con mayor interés cuando se trata de sí mismos. Es lo que hacía David, cuando decía: Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre; es lo que el Apóstol recomienda en diversas ocasiones; es lo que nosotros hemos de hacer, proclamando a todos los beneficios de Dios, para asociarlos a todos a nuestro cántico de alabanza.

Pues si cuando recibimos un favor de los hombres y lo celebramos, disponemos su ánimo a ser más solícitos para merecer nuestro agradecimiento, con mayor razón nos granjearemos una mayor benevolencia del Señor cada vez que pregonamos sus beneficios. Y si, cuando hemos conseguido de los hombres algún beneficio, invitamos también a otros a unirse a nuestra acción de gracias, hemos de esforzarnos con mucho mayor ahínco por convocar a muchos que nos ayuden a dar gracias a Dios. Y si esto hacía Pablo, tan digno de confianza, con más razón habremos de hacerlo nosotros también.

Roguemos una y otra vez a personas santas que quieran unirse a nuestra acción de gracias, y hagamos nosotros recíprocamente lo mismo. Esta es una de las misiones típicas del sacerdote, por tratarse del más importante bien común. Disponiéndonos para la oración, lo primero que hemos de hacer es dar gracias por todo el mundo y por los bienes que todos hemos recibido. Pues si bien los beneficios de Dios son comunes, sin embargo tú has conseguido la salvación personal precisamente en comunidad. Por lo cual debes, por tu salvación personal, elevar una común acción de gracias, como es justo que por la salvación comunitaria ofrezcas a Dios una alabanza personal. En efecto, el sol no sale únicamente para ti, sino para todos en general; y sin embargo, en parte lo tienes todo: pues un astro tan grande fue creado para común utilidad de todos los mortales juntos. De lo cual se sigue que debes dar a Dios tantas acciones de gracias como todos los demás juntos; y es justo que tú des gracias tanto por los beneficios comunes como por la virtud de los otros.

Muchas veces somos colmados de beneficios a causa de los otros. Pues si se hubieran encontrado en Sodoma al menos diez justos, los sodomitas no habrían incurrido en las calamidades que tuvieron que soportar. Por tanto, con gran libertad y confianza, demos gracias a Dios en representación también de los demás: se trata de una antigua costumbre, establecida en la Iglesia desde sus orígenes. He aquí por qué Pablo da gracias por los romanos, por los corintios y por toda la humanidad.


EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS



LUNES


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 1, 15-2, 11

Por qué cambió el Apóstol sus planes de viaje

Hermanos: Con este convencimiento decidí empezar por visitaros, así os tocaría un regalo doble: pensé ir a Macedonia pasando por Corinto y volver de Macedonia otra vez para Corinto, para que vosotros me preparaseis el viaje a Judea. ¿Procedí a la ligera haciendo ese proyecto?; ¿o es que mis planes los organizo con miras humanas, quedándome entre el sí y el no?

¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no». Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya. Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. El nos ha ungido, él nos ha sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.

Dios me es testigo, por mi vida, que renuncié a ir a Corinto únicamente por consideración con vosotros; y no es que seamos señores de vuestra fe; como en la fe os mantenéis, somos cooperadores en vuestra alegría.

Tomé la decisión de no volver a causaros pena con mi visita. Si os entristezco yo, ¿quién me va a alegrar entonces, cuando el único capaz está triste por causa mía? Esto precisamente pretendía con mi carta, que, cuando fuera, no me causarais tristeza, vosotros, que debéis darme alegría; persuadido como estoy de que todos tenéis mi alegría por vuestra. De tanta pena y agobio como sentía, me puse a escribiros con muchas lágrimas, pero no era mi intención entristeceros, sino mostraros el amor tan especial que os tengo. El que ha dado el disgusto no me lo ha dado a mí, sino hasta cierto punto, para no exagerar, a todos vosotros.

Bástale a ése el correctivo que le ha impuesto la mayoría. Ahora, en cambio, más vale que lo perdonéis y animéis, no sea que la excesiva tristeza se lo lleve.

Por eso os recomiendo que confirméis la comunión con él; éste fue el propósito de mi carta, comprobar vuestro temple y ver si respondíais en todo. Si perdonáis algo, lo perdono yo también, porque mi perdón, si algo tengo que perdonar, sigue al vuestro, teniendo delante a Cristo; quiero evitar que me atrape Satanás, pues no se me ocultan sus intenciones.
 

SEGUNDA LECTURA

Eusebio de Emesa, Sermón 14 (7-8: ed. E. M. Buytaert, Spicilegium S. Lovaniense 26 [1953], 326-328)

Los apóstoles predicaban a Jesús crucificado

Dos hombres entraban en la ciudad; dos hombres sin provisión de pan, sin dinero, sin túnica de repuesto. ¿Quién te imaginas que los recibía? ¿Qué puertas se les abrían? ¿Quién era el que los reconocía? ¿Qué hospedaje se les preparaba y dónde? ¿No te admira el poder de quien los envía y la fe de los que son enviados? Dos peregrinos hacían su entrada en la ciudad. ¿De qué eran portadores? ¿Qué es lo que predicaban? «Fue crucificado», decían. Para los judíos, eran hombres de humilde extracción, ignorantes, sin cultura, pobres. Su predicación: ¡la cruz! De ahí la fe. Pero el valor se abre paso a través de las dificultades. Se predica la cruz y los templos son destruidos; se predica la cruz y son vencidos los reyes. Se predica la cruz y los sabios son convencidos de error, las fiestas paganas son abolidas y sus dioses suprimidos.

¿Por qué te admiras de que se haya dado crédito a los apóstoles, o de que hayan sido capaces de creer, o de que se hayan convertido, o de que hayan sido acogidos? Que no se nos pasen por alto tantas maravillas. Unos peregrinos, desconocidos, que a nadie conocían, portadores de nada llamativo, recorrieron el mundo predicando al crucificado, oponiendo el ayuno a la crápula, la molesta castidad a la lascivia. Normas estas que tenían que resultarles poco menos que intolerables a gentes las menos predispuestas a aceptar unas exhortaciones de honestidad tan reñidas con sus nefandas costumbres.

Y sin embargo, se adueñaban de la gente y ocupaban ciudades. ¿Con qué efectivos? Con la fuerza de la cruz. El que los envió no les dio oro. Lo tenían –y en abundancia–los reyes. Pero les dio algo que los reyes son incapaces de adquirir o poseer: a unos hombres mortales les dio el poder de resucitar muertos; a ellos, hombres sujetos a la enfermedad, les autorizó a curar las enfermedades. Un rey no puede resucitar a un soldado de entre los muertos, y el mismo rey está sujeto a la enfermedad.

En cambio, quien los envió resucita y cura a los enfermos. Compara ahora las riquezas de los reyes y las riquezas de los apóstoles. Fíjate en la diversa condición social: el rey es noble, los apóstoles, humildes; pero siendo mortales, realizaron cosas divinas con la ayuda de Dios. Y si alguien pretende que los apóstoles no hicieron milagros, nuestra admiración sube de punto. En efecto, si resucitaron muertos, dieron vista a los ciegos, hicieron caminar a los cojos y limpiaron a los leprosos, mediante estos signos barrieron la irreligiosidad e implantaron la fe; es realmente admirable que no den fe a estos milagros de los que existe constancia escrita. Antes de la crucifixión los discípulos no hicieron milagro alguno; después de la crucifixión sí que los hicieron. Y si algo hicieron antes de la crucifixión, no tuvo resonancia alguna: mas cuando la sangre divina borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; cuando nosotros, inmundos, fuimos lavados en la sangre; cuando la muerte fue vencida por la muerte; cuando, por un hombre, Dios derrocó al que devoraba a los hombres; cuando, por la obediencia, dio muerte al pecado; cuando Adán fue rehabilitado por un Hombre; cuando por medio de la Virgen, fue cancelado el error originario, entonces es cuando losapóstoles obedecen y las sombras despiertan a los hombres que duermen.

Y es que la fuerza divina se había adueñado de aquellos a quienes les fue enviada. Ya no eran lo que eran, lo que éramos: habían sido revestidos. Y así como el hierro, antes de ser puesto en contacto con el fuego, es frío y en todo semejante a cualquier otro hierro, pero cuando es metido en el fuego y se vuelve incandescente, pierde su frigidez natural e irradia otra naturaleza incandescente, idéntica operación realizan los hombres mortales que se han revestido de Jesús. Así lo enseña Pablo cuando dice: Vivo yo, pero no soy yo –¡estoy muerto con una óptima muerte!–, es Cristo quien vive en mí.



MARTES


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 2, 12—3, 6

Pablo, ministro de una alianza nueva

Hermanos: Llegué a Troas para anunciar el Evangelio de Cristo, pues se presentaba una ocasión de trabajar por el Señor; pero, al no encontrar allí a Tito, mi hermano, no me quedé tranquilo; me despedí de ellos y salí para Macedonia.

Doy gracias a Dios, que siempre nos asocia a la victoria de Cristo y que, por medio nuestro, difunde en todas partes la fragancia de su conocimiento. Porque somos el incienso que Cristo ofrece a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para éstos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida que da vida. Pero, ¿quién está a la altura de esto? Por lo menos no somos como tantos otros que falsean la palabra de Dios, sino que hablamos con sinceridad, de parte de Dios y bajo la mirada de Dios, como miembros de Cristo.

¿Ya empezamos otra vez a hacernos la propaganda?; ¿será que, como algunos individuos, necesitamos presentarnos o pediros cartas de recomendación? Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres. Sois una carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón. Esta confianza con Dios la tenemos por Cristo.

No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo, como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser ministros de una alianza nueva, no de código escrito, sino de espíritu; porque la ley escrita mata, el Espíritu da vida.
 

SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 92 (2: CCL 39, 1292)

Somos el incienso de Cristo

Bien sabéis, hermanos, que cuando nuestro Señor vino en la carne y predicaba el evangelio del reino, agradaba a unos y desagradaba a otros. Sobre él corrían diversas opiniones entre los judíos: Unos decían: «Es buena persona». Otros, en cambio: «No, que extravía a la gente». Así pues, unos hablaban bien de él, otros lo desacreditaban, lo cubrían de ironía y sarcasmo, lo ultrajaban. Para aquellos a quienes agradaba, se vistió de majestad; para aquellos, en cambio, a quienes desagradaba, se ciñó de poder. Imita también tú a tu Señor, para que puedas ser el vestido que él se ciñe; preséntate vestido de majestad a aquellos a quienes agradan tus obras; sé fuerte frente a los detractores.

Escucha cómo el apóstol Pablo, imitador de su Señor, supo también presentarse con majestad y con poder. Somos –dice– el incienso que Cristo ofrece a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden. En efecto, los que aman el bien, se salvan; los que lo desprecian, perecen. El, por su parte, poseía el incienso; más aún: era el incienso. ¡Pero desdichados los que mueren incluso con el incienso!

Pues no dijo: para unos somos olor bueno, para otros olor malo; sino: Somos el incienso que Cristo ofrece a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden. Y añade a renglón seguido: Para éstos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida que da vida. Para quienes era olor de vida que da vida, se vistió de majestad; para quienes era olor de muerte que mata, se ciñó de poder. Si te alegras tan sólo cuando te alaban los hombres y aprueban tus buenas obras, mientras que cejas en el bien obrar cuando te censuran, y piensas haber perdido el fruto de las buenas obras porque has topado con gente que te critica, señal de que no estás firme, señal de que no perteneces al orbe de la tierra que no vacila. El Señor, vestido y ceñido de poder. De esta majestad y este poder habla en otra parte el apóstol Pablo: Con la derecha y con la izquierda empuñamos las armas de la justicia. He visto dónde está la majestad, dónde el poder: A través de honra y afrenta. En la honra, majestuoso; en la afrenta, poderoso. Unos le proclamaban digno de honra; otros le despreciaban como innoble. Confería majestad a aquellos a quienes agradaba; se ceñía de poder contra aquellos a quienes desagradaba. Y así va el Apóstol enumerando una serie de contraposiciones, para concluir diciendo: Los necesitados que todo lo poseen. Cuando todo lo posee, está vestido de majestad; cuando está necesitado, se ciñe de poder.



MIÉRCOLES


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 3, 7–4, 4

Gloria del ministerio del nuevo Testamento

Hermanos: Aquel ministerio de muerte –letras grabadas en piedra– se inauguró con gloria; tanto que los israelitas no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, por el resplandor de su rostro, caduco y todo como era. Pues con cuánta mayor razón el ministerio del Espíritu resplandecerá de gloria. Si el ministerio de la condena se hizo con resplandor, cuánto más resplandecerá el ministerio del perdón. El resplandor aquel ya no es resplandor, eclipsado por esta gloria incomparable. Si lo caduco tuvo su resplandor, figuraos cuál será el de lo permanente. Teniendo una esperanza como ésta, procedemos con toda franqueza, no como hizo Moisés, que se echaba un velo sobre la cara para evitar que los israelitas fijaran la vista en el sentido de lo caduco. Tienen la mente obtusa, porque hasta el día de hoy el velo aquel cubre la lectura del antiguo Testamento sin quitarse, porque es Cristo quien lo destruye.

Hasta hoy, cada vez que leen los libros de Moisés, un velo cubre sus mentes; pero, cuando se vuelvan hacia el Señor, se quitará el velo. El Señor del que se habla es el Espíritu; y donde hay Espíritu del Señor hay libertad. Y nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor, que es Espíritu.

Por eso, encargados de este ministerio por misericordia de Dios, no nos acobardamos; al contrario, hemos renunciado a la clandestinidad vergonzante, dejándonos de intrigas y no adulterando la palabra de Dios; sino que, mostrando nuestra sinceridad, nos recomendamos a la conciencia de todo hombre delante de Dios. Si nuestro Evangelio sigue velado es para los que van a la perdición, o sea, para los incrédulos: el dios de este mundo ha obcecado su mente para que no distingan el fulgor del glorioso Evangelio de Cristo, imagen de Dios.


SEGUNDA LECTURA

Del libro de la Imitación de Cristo (Lib 3, cap 14)

La fidelidad del Señor dura por siempre

Señor, tus juicios resuenan sobre mí con voz de trueno; el temor y el temblor agitan con violencia todos mis huesos, y mi alma está sobrecogida de espanto.

Me quedo atónito al considerar que ni el cielo es puro a tus ojos. Y si en los mismos ángeles descubriste faltas, y no fueron dignos de tu perdón, ¿qué será de mí?

Cayeron las estrellas del cielo, y yo, que soy polvo, ¿qué puedo presumir? Se precipitaron en la vorágine de los vicios aun aquellos cuyas obras parecían dignas de elogio; y a los que comían el pan de los ángeles los vi deleitarse con las bellotas de animales inmundos.

No es posible, pues, la santidad en el hombre, Señor, si retiras el apoyo de tu mano. No aprovecha sabiduría alguna, si tú dejas de gobernarlo. No hay fortaleza inquebrantable, capaz de sostenernos, si tú cesas de conservarla.

Porque, abandonados a nuestras propias fuerzas, nos hundimos y perecemos; mas, visitados por ti, salimos a flote y vivimos.

Y es que somos inestables, pero gracias a ti cobramos firmeza; somos tibios, pero tú nos inflamas de nuevo.

Toda vanagloria ha sido absorbida en la profundidad de tus juicios sobre mí.

¿Qué es toda carne en tu presencia? ¿Acaso podrá gloriarse el barro contra el que lo formó? ¿Cómo podrá la vana lisonja hacer que se engría el corazón de aquel que está verdaderamente sometido a Dios?

No basta el mundo entero para hacer ensoberbecer a quien la verdad hizo que se humillara, ni la alabanza de todos los hombres juntos hará vacilar a quien puso toda su confianza en Dios.

Porque los mismos que alaban son nada, y pasarán con el sonido de sus palabras. En cambio, la fidelidad del Señor dura por siempre.



JUEVES


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 4, 5-18

Debilidad y confianza del Apóstol

Hermanos: Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, predicamos que Cristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús. El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo.

Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros.

Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el agradecimiento, para gloria de Dios.

Por eso, no nos desanimamos. Aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro interior se renueva día a día. Y una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno.


SEGUNDA LECTURA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 43 (89-90: CSEL 64, 324-326)

Ha resplandecido sobre nosotros la luz de tu rostro

¿Por qué nos escondes tu rostro? Cuando estamos afligidos por algún motivo nos imaginamos que Dios nos esconde su rostro, porque nuestra parte afectiva está como envuelta en tinieblas que nos impiden ver la luz de la verdad. En efecto, si Dios atiende a nuestro estado de ánimo y se digna visitar nuestra mente, entonces estamos seguros de que no hay nada capaz de oscurecer nuestro interior. Porque, si el rostro del hombre es la parte más destacada de su cuerpo, de manera que cuando nosotros vemos el rostro de alguna persona es cuando empezamos a conocerla, o cuando nos damos cuenta de que ya la conocíamos, ya que su aspecto nos lo da a conocer, ¿cuánto más no iluminará el rostro de Dios a los que él mira?

En esto, como en tantas otras cosas, el Apóstol, verdadero intérprete de Cristo, nos da una enseñanza magnífica, y sus palabras ofrecen a nuestra mente una nueva perspectiva. Dice, en efecto: El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo. Vemos, pues, de qué manera brilla en nosotros la luz de Cristo. El es, en efecto, el resplandor eterno de las almas, ya que para esto lo envió el Padre al mundo, para que, iluminados por su rostro, podamos esperar las cosas eternas y celestiales, nosotros que antes nos hallábamos impedidos por la oscuridad de este mundo.

¿Y qué digo de Cristo, si el mismo apóstol Pedro dijo a aquel cojo de nacimiento: Míranos? El miró a Pedro y quedó iluminado con el don de la fe, porque no hubiese sido curado si antes no hubiese creído confiadamente.

Si ya el poder de los apóstoles era tan grande, comprendemos por qué Zaqueo, al oír que pasaba el Señor Jesús, subió a un árbol, ya que era pequeño de estatura y la multitud le impedía verlo. Vio a Cristo y encontró la luz, lo vio, y él, que antes se apoderaba de lo ajeno, empezó a dar lo que era suyo.

¿Por qué nos escondes tu rostro?, esto es: «Aunque nos escondes tu rostro, Señor, a pesar de todo, ha resplandecido sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor. A pesar de todo, poseemos esta luz en nuestro corazón y brilla en lo íntimo de nuestro ser; porque nadie puede subsistir si tú le escondes tu rostro».



VIERNES


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 5, 1-21

La esperanza de la casa celestial. El ministerio de la reconciliación

Hermanos: Es cosa que ya sabemos: Si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenemos un sólido edificio construido por Dios, una casa que no ha sido levantada por mano de hombre y que tiene una duración eterna en los cielos; y, de hecho, por eso suspiramos, por el anhelo de vestirnos encima la morada que viene del cielo, suponiendo que nos encuentre aún vestidos, no desnudos. Los que vivimos en tiendas suspiramos bajo ese peso, porque no querríamos desnudarnos del cuerpo, sino ponernos encima el otro, y que lo mortal quedara absorbido por la vida. Dios mismo nos creó para eso y como garantía nos dio el Espíritu.

En consecuencia, siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal nuestra confianza que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle. Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo.

Conscientes, pues, del temor debido al Señor, tratamos de sincerarnos con los hombres, que Dios nos ve como somos; y espero que vosotros en vuestra conciencia nos veáis también como somos. No estamos otra vez haciéndonos la propaganda, queremos nada más daros motivos para presumir de nosotros, así tendréis algo que responder a los que presumen de apariencias y no de lo que hay dentro. Si empezamos a desatinar, a Dios se debía; si ahora nos moderamos es por vosotros. Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.

Por tanto, no valoramos a nadie según la carne. Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado la palabra de la reconciliación. Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios.


SEGUNDA LECTURA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 48 (14-15: CSEL 64, 368-370)

Cristo reconcilió el mundo con Dios
por su propia sangre

Cristo, que reconcilió el mundo con Dios, personalmente no tuvo necesidad de reconciliación. El, que no tuvo ni sombra de pecado, no podía expiar pecados propios. Y así, cuando le pidieron los judíos la didracma del tributo que, según la ley, se tenía que pagar por el pecado, preguntó a Pedro: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?». Contestó: «A los extraños». Jesús le dijo:

«Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti.»

Dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar pecados propios; porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. Pues el Hijo libera, pero el esclavo está sujeto al pecado. Por tanto, goza de perfecta libertad y no tiene por qué dar ningún precio en rescate de sí mismo. En cambio, el precio de su sangre es más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás.

Pero aún hay más. No sólo Cristo no necesita rescate ni propiciación por el pecado, sino que esto mismo lo podemos decir de cualquier hombre, en cuanto que ninguno de ellos tiene que expiar por sí mismo, ya que Cristo es propiciación de todos los pecados, y él mismo es el rescate de todos los hombres.

¿Quién es capaz de redimirse con su propia sangre, después que Cristo ha derramado la suya por la redención de todos? ¿Qué sangre puede compararse con la de Cristo? ¿O hay algun ser humano que pueda dar una satisfacción mayor que la que personalmente ofreció Cristo, el único que puede reconciliar el mundo con Dios por su propia sangre? ¿Hay alguna víctima más excelente? ¿Hay algún sacrificio de más valor? ¿Hay algún abogado más eficaz que el mismo que se ha hecho propiciación por nuestros pecados y dio su vida por nuestro rescate?

No hace falta, pues, propiciación o rescate para cada uno, porque el precio de todos es la sangre de Cristo. Con ella nos redimió nuestro Señor Jesucristo, el único que de hecho nos reconcilió con el Padre. Y llevó una vida trabajosa hasta el fin, porque tomó sobre sí nuestros trabajos. Y así, decía: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.



SÁBADO


PRIMERA LECTURA

De la segunda carta a los Corintios 6, 1-7, 1

Tribulaciones de Pablo y exhortación a la santidad

Hermanos: Secundando su obra, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios, porque él dice: «En tiempo favorable te escuché, en día de salvación vine en tu ayuda»; pues mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación.

Para no poner en ridículo nuestro ministerio, nunca damos a nadie motivo de escándalo; al contrario, continuamente damos prueba de que somos ministros de Dios con lo mucho que pasamos: luchas, infortunios, apuros, golpes, cárceles, motines, fatigas, noches sin dormir y días sin comer; procedemos con limpieza, saber, paciencia y amabilidad, con dones del Espíritu y amor sincero, llevando la palabra de la verdad y la fuerza de Dios. Con la derecha y con la izquierda empuñamos las armas de la justicia, a través de honra y afrenta, de mala y buena fama. Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los penados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobretones que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen.

Nos hemos desahogado con vosotros, corintios, sentimos el corazón ensanchado. Dentro de nosotros no estáis encogidos, sois vosotros los que estáis encogidos por dentro. Pagadnos con la misma moneda, os hablo como a hijos, y ensanchaos también vosotros.

No os unzáis al mismo yugo con los infieles: ¿qué tiene que ver la justicia con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo?, ¿van a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo del Dios vivo; así lo dijo él: «Habitaré y caminaré con ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo.» Por eso, salid de en medio de esa gente, apartaos, dice el Señor. No toquéis lo impuro, y yo os acogeré. Seré un padre para vosotros, y vosotros para mí hijos e hijas, dice el Señor omnipotente.

Estas promesas tenemos, queridos hermanos; por eso, limpiemos toda suciedad de cuerpo o de espíritu, para ir completando nuestra consagración en el temor de Dios.
 

SEGUNDA LECTURA

San Juan Crisóstomo, Homilía 13 sobre la segunda carta a los Corintios (1-2: PG 61, 491-492)

Sentimos el corazón ensanchado

Sentimos el corazón ensanchado. Del mismo modo que el calor dilata los cuerpos, así también la caridad tiene un poder dilatador, pues se trata de una virtud cálida y ardiente. Esta caridad es la que abría la boca de Pablo y ensanchaba su corazón. «No os amo sólo de palabra –es como si dijera–, sino que mi corazón está de acuerdo con mi boca; por eso os hablo confiadamente, con el corazón en la mano». Nada encontraríamos más dilatado que el corazón de Pablo, el cual, como un enamorado, estrechaba a todos los creyentes con el fuerte abrazo de su amor, sin que por ello se dividiera o debilitara su amor, sino que se mantenía íntegro en cada uno de ellos. Y ello no debe admirarnos, ya que este sentimiento de amor no sólo abarcaba a los creyentes, sino que en su corazón tenían también cabida los infieles de todo el mundo.

Por esto, no dice simplemente: «Os amo», sino que emplea esta expresión más enfática: «Nos hemos desahogado con vosotros, sentimos el corazón ensanchado; os llevamos a todos dentro de nosotros, y no de cualquier manera, sino con gran amplitud.» Porque aquel que es amado se mueve con gran libertad dentro del corazón del que lo ama; por esto, dice también: Dentro de nosotros no estáis encogidos, sois vosotros los que estáis encogidos por dentro. Date cuenta, pues, de cómo atempera su reprensión con una gran indulgencia, lo cual es muy propio del que ama. No les dice: «No me amáis», sino: «No me amáis como yo», porque no quiere censurarles con mayor aspereza.

Y si vamos recorriendo todas sus cartas, descubrimos a cada paso una prueba de este amor casi increíble que tiene para con los fieles. Escribiendo a los romanos, dice: Tengo muchas ganas de veros; y también: Muchas veces he tenido en proyecto haceros una visita; como también: Pido a Dios que alguna vez por fin consiga ir a visitaros. A los gálatas les dice: Hijos míos, otra vez me causáis dolores de parto; y a los efesios: Por esta razón doblo las rodillas por vosotros; a los tesalonicenses: ¿Quién sino vosotros será nuestra esperanza, nuestra alegría y nuestra honrosa corona? Añadiendo, además, que los lleva consigo en su corazón y en sus cadenas.

Asimismo escribe a los colosenses: Quiero que tengáis noticia del empeñado combate que sostengo por vosotros y por todos los que no me conocen personalmente; busco que tengáis ánimos; y a los tesalonicenses: Como una madre cuida de sus hijos, os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaron no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas. Dentro de nosotros no estáis encogidos, dice. Y no les dice solamente que los ama, sino también que es amado por ellos, con la intención de levantar sus ánimos. Y da la prueba de ello, diciendo: Tito nos habló de vuestra añoranza, de vuestro llanto, de vuestra adhesión a mí.