EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
SUMARIO
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA
CAPITULO PRIMERO.
—El Antiguo Testamento y el Dios vivo
La pedagogía divina.
Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los justos
Respecto del Mesías
Los intermediarios
El Angel de YaLvé
La Sabiduría
La Palabra
El Espíritu, 20
Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento
El plural del nombre divino
Las teofanías
Conclusión.
CAPITULO II.
—Los Evangelios sinópticos o la primera predicación a los judíos y
paganos.
Carácter progresivo de los relatos
Textos trinitarios
Progreso de la revelación de cada una de las personas divinas.
CAPITULO III.
—El mensaje de San Pablo a los primeros cristianos.
Las personas divinas
El Padre
El Hijo
El Espiritu Santo
La Trinidad y nuestra salvación
CAPITULO IV.
—Luz revelación de la Trinidad en San Juan
El alma de San Juan
El Padre, fuente de salvación, glorificado por Jesús
El Hijo, Verbo de Dios y su testimonio
La persona de Jesús el Dios-hombre testigo del Padre
El Espiritu Santo, fuente de verdad y de vida
La gran revelación trinitaria.
SEGUNDA PARTE
LAS PROFESIONES DE FE CRISTIANA
CAPITULO PRIMERO.
—El siglo segundo
Primeras herejías, primeras luchas
Primeras luchas en favor del Dios trino
La fe del simbolo de los Apóstoles
La oración cristiana
CAPITULO II.
—La Trinidad en peligro en el siglo III
La Trinidad, ¿símbolo o realidad? Modalismo y sabelianismo
Tertuliano contra Práxeas.
CAPITULO III.
—El gran golpe dirigido contra el Verbo de Dios y contra el Espíritu
Santo en el siglo IV
El arrianismo y los pneumatómacos
Un obispo defensor de la fe: San Alejandro de Alejandría
El Concilio de Nicea (325)
El Espiritu Santo expulsado de la Trinidad
El Credo del Concilio de Constantinopla (381)
TERCERA PARTE
CREER, SABER, VIVIR LA FE EN EL DIOS VIVO
CAPITULO PRIMERO.
—La fe trinitaria del Oriente cristiano
La teología griega católica
Focio en lucha con el Occidente cristiano
CAPÍTULO II.
—Uno y trino .
La sociedad divina en los occidentales
Las procesiones eternas
1. Lo que no procede
El Padre mismo no procede
2. Las procesiones divinas
Las misiones temporales del Hijo y del Espíritu Santo
Las personas divinas y el misterio de sus relaciones eternas
1. Las relaciones divinas
2. La persona divina
CAPITULO III.
—Teología y espiritualidad: personas divinas y sociedad humana
El misterio de la persona divina
El hombre a imagen de Dios
INTRODUCCIÓN
«Todo viene de El,
Todo existe por El,
Todo vive por El;
¡A El se dé gloria
por los siglos de los siglos!»
(Antífona de las Vísperas de la fiesta de la Santísima Trinidad)
Se oye predicar poco sobre la Santísima Trinidad. Acerca de Ella
sólo se escriben eruditos estudios sobre puntos muy particulares en
que los teólogos necesitan afinar mucho para ver claro. Esos trabajos
son necesarios, sin duda, para honor de la ciencia y de la Iglesia. Y no
nos cabe duda de que el teólogo descubre en ellos un alimento
espiritual capaz de hacerle contemplar a Dios: es apasionante revivir
con las pasadas generaciones los mismos dramas de su fe. Mas el fiel
que no puede ser especialista en tales cuestiones porque le reclaman
otras tareas, es necesario, sin embargo, que conozca a Dios Trino
para mejor vivir en Él.
Así, pues, hay que prepararle una mesa en la cual se le ofrezca un
alimento, no de sabio, sino de adulto hambriento. El Misterio de Dios
no puede quedar encerrado en los trabajos de los especialistas, pues
el mundo moriría de hambre. ¿O no será que muere ya de ella? No
queremos decir que no se sepan los artículos de nuestra santa fe:
todo el mundo conoce el Símbolo de los Apóstoles 1. Pero, ¿qué
cristiano, al recitarlo, experimenta hoy aquel fervor que ponía en pie a
sus hermanos de los primeros siglos, vibrando ante la herejía
amenazadora? Fervor, que era también el de los catecúmenos al bajar
a la piscina bautismal, adonde iban, con amor, a profesar su adhesión
a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El objeto de este libro es suplir una deficiencia en los medios que
se ponen a la disposición del cristiano para ampliar su cultura
religiosa. Al hacerlo, quisiéramos hacer sentir que, en nuestro tiempo,
es urgente que se conozca mejor la Santísima Trinidad, y, digámoslo
también, que se contemple Su santo misterio. Maravillarse ante el Dios
que se revela al hombre, ante la vida del mismo Dios, la que posee Él
como Dios-Trino, aquella vida con que nos recompensa; hallar en esa
contemplación la fuente de toda vida espiritual y las grandes
orientaciones para la acción, tal es el fin que querríamos poder
conseguir que alcance quien leyere estas páginas.
Esas pocas advertencias preliminares aspiran a hacer que se
sienta mejor. Y ayudarán a situar la importancia que hay que dar a la
reflexiónn sobre este misterio.
El cristiano no es sólo una persona que cree en Dios, sino que cree
en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ello se distingue de los
filósofos paganos que admitieron la existencia de Dios, pero que
habrían pensado que proclamar un Dios en tres personas entrañaba
una banal recaída en el politeísmo 2. Su laboriosa reflexiónn filosófica
les había conducido hasta el Dios único, pero no hasta la Trinidad.
¿Se advierte bastante que precisamente es ése el drama que
separa a los cristianos del pueblo judío, del Israel un día elegido por
Dios? La cuestión fundamental que nos divide no es otra que la del
Dios único, al mismo tiempo que Trino. Lo que constituye un problema
para Israel, es conceder que Jesús sea Dios. Se teme que la fe en el
Dios único pueda peligrar con ello: Yahvé y Jesús serían dos dioses,
el Espíritu Santo un tercer Dios, lo que destruiría la unidad divina. El
mismo drama rige para el Islam: allí se siente horror de nuestra
Santísima Trinidad. Pues bien, uno es cristiano—y esto desde los
origenes—cuando cree que el Dios único vive en tres personas.
Por otra parte—¿y qué esperanza no podría seguirse de ello para
una reflexión común con nuestros hermanos separados?—, todos los
cristianos convienen en la fe trinitaria. Todos saben lo que es la cruz,
el instrumento por el cual el Hijo de Dios realizó la redención del
mundo. Saben que Dios Hijo murió por ellos, como Dios Padre se lo
había ordenado (Rom., VIII, 3 y 32). Todos, al hacer sobre sí la señal
de su redención, nombran también con piedad a las tres Personas
que les salvan. Todos los cristianos, y aun en su misma separación,
continúan unidos en la fe trinitaria. En ella coincidieron desde los
orígenes en medio de las persecuciones. Las dolorosas heridas que
se infirieron mutuamente sobre estas cuestiones en los siglos IX, XIII y
XV, no les separaron jamás del todo. Hubo más de incomprensión
mutua que de desacuerdo profundo. Y si alguna vez un cristiano
cayese en la cuenta de que ponía en duda la divinidad de una de las
tres personas, en aquel mismo instante perdería todo derecho a
formar parte de una confesión cristiana. El misterio de la Santísima
Trinidad es, pues, el misterio especifico del cristianismo, prerrogativa
que comparte, desde luego, con el misterio de la Encarnación
redentora: en la historia, son inseparables.
Pero, es más todavía, es el misterio por excelencia. Sin duda
nuestro tiempo está ávido de volverse hacia Cristo, hacia su Iglesia y
sus sacramentos. Se le podría echar en cara cuando se sabe que
languidece tan miserablemente por haberlos descuidado. Se muere de
sed, si no se está con Aquel que da el Agua viva (Juan, IV, 14) y que
la derrama con profusión en su Iglesia (Juan, VII, 37-39). Volvámonos,
pues, hacia el misterio de Cristo y sus sacramentos, hacia la liturgia de
la Iglesia.
Mas queda el hecho de que la teología viva del Verbo Encarnadoa
no debe hacer que olvidemos otra dimensión de la revelación: la que
se extiende hasta el misterio de Dios captado en su vida íntima. Dios
ha querido hablarnos de Sí mismo. Así, pues, nos importa conocerle.
Creamos en esto a Jesús: «La Vida eterna es que te conozcan, a Ti,
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado»
(/Jn/17/03). Cristo, por consiguiente, no nos orienta sola ni
exclusivamente hacia el revelador, que es él mismo (Juan, I, 18), sino
también hacia Aquel de quien procede y hacia el cual ha vuelto para
nosotros (Juan, XIV, 2).
El anciano obispo de Antioquía, Ignacio, decía a principios del siglo
II, en el momento mismo en que buscaba a Jesús para imitarle en su
martirio: «Oigo una voz que me dice: Ven al Padre» (A los Romanoss,
VII, 2). Esa voz era la del Espíritu Santo, que le murmuraba al oído la
invitación a dejar gustosamente esta vida perecedera y los placeres
que depara, pues nada iguala a los goces que reserva el Padre a los
que le aman (I Cor., II, 9) Si Jesús es «el camino», el Padre es la meta.
Y Jesús nos ha dado a su Espíritu para que supiéramos alcanzarla
(Juan, XVI, 13-14).
La Vida eterna es, pues, conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo. Ahora bien, como nos enseña San Juan, la Vida eterna
comienza desde acá abajo. En el Bautismo recibimos sus arras: en él
se renace para la eternidad (Juan, III, 3-5), en él se restablece uno en
la amistad del Dios-Trino. Sería inverosímil que llamados a una tal vida
de intimidad, los cristianos no tuviesen ningún interés por ella. Psicari
temblaba de amor al considerar que escribía en presencia de la
Trinidad. Nosotros temblaremos de amor y alegría, también, al
introducirnos, invitados por Jesús, nuestro esposo, en la cámara
nupcial de las Escrituras; al revivir con los Apóstoles, con los cristianos
de todos los tiempos del cristianismo, el misterio del Dios Padre, Hijo y
Espíritu, en quien todo es y de quien todo procede. El amor de Dios
obrará esta maravilla: dos seres desemejantes, el Dios infinito y
nosotros sus criaturas, llegarán a aquella unidad por la que Jesucristo
oró (Juan, XVII, 21). Entonces, desde acá en la tierra, comenzará
nuestra Vida eterna: las Tres Personas divinas reproducirán en
nosotros sus mutuas relaciones, y nosotros lo sabremos. ¡Ah! Que
nos sea dado glorificarlas más por ello: en su momento inicial, esto
sigue siendo el don del Espíritu Santo.
Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium
Teque utriusque Spiritum
Credamus omni tempore 3
Haz (¡oh Espíritu Santo!) que sepamos al Padre
Que conozcamos también al Hijo,
Y a Ti, Espíritu que procede de los dos,
Que te creamos siempre.
PRIMERA PARTE
LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA 4
«Jesús les abrió el espíritu para
que comprendiesen las Escrituras.»
(LUCAS, XXIV, 45)
El misterio de la Santísima Trinidad únicamente ha sido revelado por
Jesús. Sin embargo, antes de emprender la lectura del Nuevo
Testamento, conviene que recorramos la revelación hecha por Dios al
pueblo judío en el Antiguo Testamento para descubrir en ella, no una
enseñanza sobre la Trinidad—que no la hay—, sino una preparación
para la revelación de ese misterio. Dios se nos manifestará allí como
Ser viviente, a la vez distante y próximo del hombre; el Ser misterioso
de obrar trascendente, pero también que incita al hombre a reflexionar
sobre Su vida personal y sobre Su acción en el mundo.
CAPÍTULO PRIMERO
El ANTIGUO TESTAMENTO Y EL DIOS VIVO
La pedagogia divina
Sólo progresivamente ha revelado Dios su misterio. Esta afirmación
liminar domina la inteligencia de toda la Revelación. Dios estableció
firmemente el monoteísmo 1, dogma 2 fundamental que vinculaba a
Israel con el Dios único, Yahvé. A toda costa había que purificar las
concepciones religiosas de los judíos, que el politeísmo ambiental
ponía en peligro. Revelar en aquella época el misterio trinitario, habría
sido amenazar la pureza de la religión en Israel: no se habría dejado
de adorar a tres dioses.
Sin embargo, Dios tenía que preparar las almas para oír un día la
palabra de Cristo y los Apóstoles anunciando que Yahvé era un solo
Dios en quien vivía una Trinidad de personas Así es como uno ve
elaborarse, bajo la inspiración del Espiritu Santo, el alma incluso de
las grandes figuras religiosas de Israel, nociones que un día permitirán
a los «israelitas según el espíritu» recibir con anchura y generosidad
de corazón, el mensaje de Jesús sobre el Dios-Trinidad. Recojamos
algunas de esas nociones:
1. Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los
justos
El Antiguo Testamento no nos dice que en Dios hay un Padre,
persona distinta de las otras dos, dícenos que Dios es Padre, pero sin
descubrirnos las profundidades de su paternidad. Y sin embargo,
Israel tiene perfectamente la conciencia de una paternidad metafórica
de Dios que viene a justificar no una generación física, sino una libre
elección imperada por el amor.
Pueblo de Dios, Israel sabe también que es «hijo de Yahvé»7, su
único hijo, «su hijo primogénito» (Exodo, IV, 22) 8, El profeta Oseas
describe sus sentimientos paternales, que revelan su amor (XI, 1-4).
Los mismos nombres que se le daban en Israel dejan traslucir esa
convicción profunda de que Yahvé es padre. Así Abbiyyá, «mi padre
es Yahvé» (I Crón., VII, 8); Abbitob, «mi padre es bondad» (I Crón.,
VIII, II), Abbiezer, «mi padre es auxilio» (Josué, XVII, 2).
Padre de un pueblo, Yahvé lo es también de los justos. El impío, el
que no observa la Ley de Yahvé, no puede ser llamado su hijo. El
hombre justo, por el contrario, tiene a Dios por padre, es un «hijo de
Dios» y lo sabe:
Llama feliz la suerte final de los justos
y se jacta de tener a Dios por padre.
Veamos si son veraces sus palabras
y pongamos a prueba el paradero de sus cosas.
Que si el justo es hijo de Dios, él le protegerá
y le librará de manos de sus adversarios»
(Sabiduria, II, 16-18) 9.
Pero Dios mismo llama a los justos sus hijos:
«Venid, hijos míos, y oíd mi razón» (Salmo XXXIII, 12) 10.
Él es su pastor y su casa es la de ellos (Salmos XXII y XLI).
Respecto del Mesías
A su vez, justo por excelencia es el Mesías, el más excelente entre
los hijos de Dios. Yahvé le llama así y él reivindica, a su vez, una
filiación que le da derechos sobre la tierra entera:
«EI decreto divino diréos:
El Señor me dictó estas palabras:
«Mi Hijo eres; hoy te he engendrado» (Salmo II, 7).
Le dará a luz una mujer cuya virginidad se anuncia (Isaias, VII, 14).
El profeta le descubre revestido de prerrogativas extraordinarias:
fuerza, eternidad, portador de la paz (Isaias, IX, 5). El espíritu de
Yahvé con todos sus dones reposará sobre él (Isaias, XI, 1-5).
Es evidente que la filiación divina del Mesías no es distinta de la de
los otros justos. Y sin embargo, es, en su orden propio, más perfecta,
en el sentido de que subraya la predilección de Yahvé respecto de un
ser privilegiado por Él. La elección de Yahvé es la fuente de las
cualidades morales del Mesías. Diríase hoy que tiene respecto de
Yahvé una filiación según la gracia.
Por lo demás, ese carácter se halla netamente subrayado por el
profeta Daniel, VII, 13-14. El profeta ve venir sobre las nubes del cielo
al Mesías. Se asemeja a un «hijo de hombre», pese al poder y la
trascendencia particulares, que le sitúan en un halo de misterio,
colocándolo entre los seres divinos. Mas, para el israelita del tiempo
de Isaías o Daniel, así en el siglo VIII, como en el ll antes de Cristo, el
Mesías no es hijo de Dios en el sentido en que nosotros sabemos que
Jesús lo es. El monoteísmo de Israel se opone ferozmente a semejante
idea. La idea de fecundidad interna en Dios carecía para él de
sentido.
2. Los intermediarios
El Mesías, y esto es cosa harto evidente, por el hecho de que había
de ser «hijo de Yahvé», habría de desempeñar un papel en la
comunidad israelita. Plantado en su corazón, su centro y su rey, Israel
se convertiría, ni más ni menos, en la comunidad mesiánica, es decir,
en el pueblo ideal querido y guiado por Dios. Isaías lo había
anunciado:
«Para acrecentamiento del principado y para una paz sin fin,
(se sentará) sobre el trono de David
y sobre su reino, a fin de sostenerlo y apoyarlo
por el derecho y la justicia desde ahora hasta la eternidad.
El celo de Yahvé obrará esto» (IX, 6).
Unos tres siglos después, aproximadamente, un nuevo profeta
describía, en una visión, la realización anticipada de ese oráculo. El
destierro iba a concluir en Babilonia, el pueblo conocería los días
venturosos de la restauración. Isaías, LX, en un fresco suntuoso que
la Iglesia nos invita a leer cada año por la fiesta de la Epifanía, en la
cual precisamente celebra la joven realeza del Hijo de Dios, e Isaías
LXVI, 18-24, nos presenta el perfecto reino mesiánico. Todos los
pueblos acuden a Yahvé para adorarle, todos los pueblos se reunen,
los cielos son nuevos y la tierra nueva, porque han llegado los tiempos
en que reina el Mesías pacificador. Pero el Mesías era justamente un
ser intermediario entre Dios y los hombres, enviado a los tiempos
previstos por Yahvé. Miqueas, V, 1-2, había anunciado el lugar de su
nacimiento y Daniel le vería venir un día sobre las nubes del cielo para
reinar sobre un imperio que no será destruido (Dan., VII, 13-14). Mas
aparecen también en el texto bíblico otros enviados, no menos útiles
para prolongar entre los hombres la actividad de Yahvé. Tales el
Angel de Yahvé, la Sabiduría, la Palabra, el Espíritu. Dios, cuanto más
distante y misterioso va haciéndose, más vivo aparece, más próximo
se hace por medio de sus mensajeros.
El Angel de Yahve
ANGEL-DE-YAHVE
El Angel de Yahvé es un personaje misterioso que habla en nombre
de Dios, de quien es mensajero. En el Génesis XVI, 7-11, se aparece
a Agar, la sierva de Abraham, para conminarle a que vuelva junto a su
dueña y anunciarle de parte de Yahvé, que será madre de una
numerosa posteridad. En el libro de los Jueces, XIII, 3, el Ángel de
Yahvé acaba de encontrar a la mujer de Manué, que era estéril.
También a ella le anuncia que tendrá un hijo, Sanson. En la aurora del
Nuevo Testamento, el ángel Gabriel es enviado por Dios a Zacarías
para llevarle un mensaje parecido: Juan-Bautista nacerá de la estéril
Elisabeth (Lucas, I, 11). Llega también junto a la Virgen María, que, a
su vez, se entera por su medio de que de ella nacerá Jesús, no
obstante su virginidad (Lucas, I, 26).
Otros mensajes son además conocidos gracias a él, como, por
ejemplo, el anuncio de la victoria en la guerra: Jueces, VI, 11, 12, 20,
22; Isaías, XXXVII, 36.
Ahora bien, en otros relatos, de ordinario más antiguos y que la
ciencia histórica y crítica atribuye al documento J, o Yahveista 11,
redactado unos dos siglos antes de Jesucristo, era el mismo Dios el
que se aparecía y hablaba. Se puede ver en este sentido, Génesis,
XVIII: Yahvé sale al encuentro de Abraham y de su esposa Sara, y les
habla. No obstante, en el versículo 2, Yahvé toma la figura de tres
hombres, de pie ante Abraham. Se trata pues, aquí, de intermediarios,
siendo dichos tres personajes los embajadores de Yahvé. En el libro
del Éxodo se hallan mezcladas dos tradiciones. En la Teofanía 12 de
la zarza ardiendo, el Angel de Yahvé se manifiesta desde el principio
(Éxodo, III, 2). Mas, a partir del versículo 6, es Yahvé mismo quien
habla.
De esas pocas notas se pueden sacar las siguientes conclusiones.
Los primeros relatos bíblicos no sintieron escrúpulo de hacer aparecer
a Dios en persona, ni en decir que actuaba personalmente entre los
hombres. Léase el segundo relato de la creación: Yahvé forma al
hombre del barro de la tierra (Gén., II, 7). Más adelante se le ve
pasearse en el Paraíso, el Edén, a la brisa de la tarde (III, 8). Sin
embargo, en una época más tardía, se encontró que resultaba
inconveniente que Dios viniese por sí mismo. Por su palabra actúa en
el capítulo primero del Genesis, relato de la creación más tardío. Pero
los ángeles van a adquirir también una importancia considerable.
Como la palabra indica, en hebreo y en griego, ángel significa «el
enviado». Los ángeles son, pues, los legados y los embajadores de
Yahvé. Incluso cuando, dice una tradición, setenta doctores griegos
hicieron, en el siglo ll antes de Jesucristo, la traducción llamada «de
los Setenta», modificaron a veces los textos al traducirlos del hebreo
al griego. En los pasajes donde se leía Yahvé se puso «Angel de
Yahvé». Compárese, por ejemplo, la traducción del Exodo, IV, 24,
hecha sobre el hebreo, con la que tomó como base el texto de la de
los Setenta. Aquí ya no es Yahvé el que hace morir a Moisés, sino su
Angel. Lo mismo ocurre en Jueces, VI, 14.
La Sabiduría
La Sabiduría, en nuestros relatos más antiguos, era al principio una
cualidad humana, la ciencia y habilidad del maestro de obras o del
artesano (Ex., XXVIII, 3; XXXV, 30-35; I Reyes, VII, 14). En otras
ocasiones era la prudencia política del rey. Salomón será el sabio por
excelencia, se le afirma dotado de discernimiento (I Reyes, III, 9), de
habilidad y de magnificencia (X, 7, XI, 41).
Pero, en una época mas tardía y bajo la influencia de los profetas,
la «Sabiduría» se reviste de un carácter religioso por la razón de que
es ante todo la señal distintiva de Yahvé (Isaías, XXVIII, 29; XXXI, 2).
Ella denota su consejo admirable para crear y gobernar la tierra
(Isaias XL, 13; Jr., X, 12; LI, 15). Mas también viene a ser la
prerrogativa del Mesías, pues Dios ha colmado de ella a su elegido
(Isaias, XI, 2).
En los libros sapienciales ella tiene todavía más fuerza.
El Libro de Job proclama que sólo Dios sabe dónde reside: Él es
quien la posee (XV, 7-8). Abandonado a sí mismo, el hombre es
incapaz de alcanzarla por sus propios esfuerzos (XXVIII, 12-28).
El Libro de los Proverbios. Los capítulos VIII y IX la presentan y
describen.
Habita en Dios (VIII, 22), al menos es su bien, que comunica a los
que le escuchan (VIII, 32-34) para habitar en ellos a su vez (VIII, 2-6 y
35-36). Aun cuando sea anterior al mundo (VIII, 23), sin embargo, no
participaba en la obra de la creación, sino como espectadora de las
realizaciones admirables de Dios (VIII, 23-31). Mas el capítulo IX le
atribuye un papel entre los hombres, que se sitúa principalmente en el
orden moral, análogo al de un consejero cuyas directrices prudentes
llevan a obrar con rectitud (véase ya VIII, 32-36).
El Libro del Eclesiástico nos aporta una profundización acerca de la
Sabiduría. Su origen es el Señor (I, 1-10). Su papel es recorrer la
tierra (XXIV). Se la ve, sin embargo, residir más particularmente en
Israel y en Jerusalén (XXIV, 8-11). El hombre comienza a conseguirla
cuando teme a Dios (I, 14) y cuando le ama (I, 10). Meditar la palabra
de Dios (I, 5) o su Ley (Salmo CXIX), es también hallar la Sabiduría.
El Libro de la Sabiduría la identifica con «un espíritu que ama a los
hombres» (I, 6) y la pone en parangón con el Espíritu del Señor, que
«ha henchido el mundo» (I, 7) para hacer, con él, la educación de los
hombres (IX, 17).
En VIII, I y 6, y VII, 21, la Sabiduría es una persona consciente y
actuante, organizadora y providencia del mundo, cosa que no era en
el Libro de los Proverbios. VII, 27 la ve trasfundirse en las almas
santas de las que «hace amigos de Dios y profetas». IX, 12 la
constituye en protectora y defensora de los justos del pueblo de Dios.
Concluyamos. Cuando uno esté impregnado de esos textos, no
podrá dejar de pensar que la Sabiduría fue, para el pueblo escogido,
la certidumbre de que Yahvé estaba presente en él. La Sabiduría no
era, a su manera de ver, una persona con quien uno conversa, sino la
acción misma de Dios, cuyo carácter subrayaba la elección que Él
había hecho de una nación particular. Era un intermediario vivo, Dios
mismo operando. Por esto la tradición cristiana habla de ver en ella
más tarde el anuncio del Verbo de Dios y la había de identificar con Él.
San Lucas dirá que Jesús estaba lleno de Sabiduría divina (II, 40; IV,
22) refiriéndose con toda certeza a Isaías XI, 2. Mas San Pablo,
audazmente, distinguirá dos sabidurías: una, humana; la otra, que es
el Cristo, Sabiduría de Dios (I Cor., I, 21-30, Col., I, 15-18) 13. La
Epístola a los Hebreos insistirá en lo mismo; aplicará el texto de la
Sabiduría, VII, 26, al verdadero Hijo de Dios, que es «resplandor de la
gloria de Dios» (Hebr., I, 3).
Excepcionalmente, algunos Padres de la Iglesia, como San Teófilo
de Antioquía y San Ireneo, han identificado a la Sabiduría no con el
Verbo, sino con el Espíritu Santo.
La Palabra
Tiene gran afinidad con la Sabiduría. Apuntémosle tres caracteres:
- es creadora, la asociada de Yahvé en sus obras de creación: Dios
dice y todo es hecho (Gén., I, 3; Salmos, XXXIV, 6-9; Isaías, LV,
10-11).
- es reveladora, dada por Dios al hombre para que éste dé a
conocer sus secretos (Jr., I, 9) o para guiarle en la vida y en sus pasos
(Salmo CXIX, 105).
- es juez y ejecutora de los decretos divinos, cosa que es la
consecuencia de su actividad creadora y reveladora. No se conforme
el hombre a la palabra de Dios, ¡por ella será juzgado! El texto más
espléndido sobre el particular es Sabiduría, XVIII, 14-16:
«Y fue así que, mientras un quieto silencio lo envolvía todo
y llegaba la noche a la mitad de su veloz carrera,
tu omnipotente Palabra desde los cielos, dejando el trono real,
se lanzó, guerrero inexorable, en medio de aquella tierra de
exterminio;
trayendo, como espada aguda, tu edicto terminante,
y una vez allí, llenólo todo de mortandad;
y a la vez tocaba el cielo y ponía sus pies sobre la tierra.
Una tal evocación se proponía espontáneamente para resumir la
actividad de Cristo, Rey y Juez glorioso de la Apocalipsis de San Juan.
Cabalgando a través de la tierra como justiciero, con la espada
acerada, símbolo del decreto
que ejecuta, saliendo de su boca, tal le ve San Juan (Apoc., XIX,
11-15). Ahora bien, se sabía precisamente, mucho antes de Cristo
que la palabra del Rey mesiánico «es la vara que hiere al tirano»
(Isaías, XI, 4) y que las naciones rebeldes serán quebrantadas «con
vara de hierro» (Salmo II, 9). El Antiguo Testamento se ofrecía, pues,
para explicar el papel del Cristo glorioso y justiciero. El arte románico
de fines del siglo x ha fijado sus rasgos suntuosos en las bóvedas de
la cripta de la catedral de Auxerre. Impresionante de majestad, Cristo,
en su caballo blanco, huella la tierra para juzgarla. Y, cada año, la
liturgia, a su vez, nos hace releer ese texto admirable en el Introito de
la misa del domingo en la octava de Navidad. El Verbo, cuya
Encarnación se celebra en dicha época, salva volviendo a crear, pero
es también juez. Lo que era anuncio y figura se ha convertido en
realidad.
El Espíritu
El Espíritu de Dios es ante todo acción, una manifestación de su
vida racional y de sus sentimientos.
Los autores inspirados saben que Yahvé tiene un espíritu que obra
(Gén., I, 2). Espíritu que infunde en el hombre, soplo de vida que le
hace semejante a Dios (Gén., II, 7). Mas, cuando le place, se lo retira
(Gén. VI, 3).
Al Espíritu de Dios se atribuyen fenómenos misteriosos superiores a
las fuerzas humanas: potencia para la guerra (Jueces, III, 10; VI, 34; XI,
29); arrebatamiento por los aires (I Reyes, XVIII, 12; 2 Reyes, II, 9;
Hechos, VIII, 39). El Espíritu de Yahvé inspira a los profetas (I Sam., X,
10; Números, XXIV, 2; véase Hechos, II, 4, y VII, 55).
El Espíritu de Dios habita también en el hombre. En la época de los
grandes profetas, la acción del Espíritu no es ya sólo intermitente,
pasajera, sino que se torna permanente; el Espíritu de Yahvé
permanece en el hombre para moverle a obrar con toda justicia
(Isaías, XXX, 1; véase XXXII, 15; I Sam., XVI, 18). Sin el Espíritu de
Yahvé, por el contrario, el espíritu del hombre está en delirio (Oseas,
IX, 7).
Se comprende, era imposible que el Rey-Mesías no lo poseyese.
Adviértesele, pues, reposar sobre él y gratificarle con sus dones
(Isaías, XI, 1-ó). Mas, en los tiempos mesiánicos, se sabe que los
corazones fieles serán santificados por él (Joel, III, 1-5). Los Hechos
de los Apóstales, II, 16, anuncian la realización de esta profecía en el
día de Pentecostés. Isaías vislumbraba que una paz perfecta
distinguiría aquellos tiempos (XI, 6-9), puesto que el Espíritu habitaría
en el hombre. Ezequiel profetizaba que el Espíritu de Yahvé vendría a
infundir en su pueblo un espíritu nuevo, que cambiaría su corazón y le
haría obediente a las leyes de Yahvé (XXXVI, 23-26). Los Salmos LI,
12-13, y CIV, 29-30, expresan el deseo, o simplemente describen esta
misma actividad de Yahvé en el interior del hombre. La liturgia del IV
miércoles de Cuaresma, en el día del gran escrutinio, cuando, en la
Iglesia antigua, eran inscritos los nombres de los candidatos al
Bautismo que les había de ser conferido en el curso de la gran vigilia
pascual, sigue siendo bautismal. Y también la vigilia de Pentecostés.
Esos dos días litúrgicos continúan sirviéndose del gran texto de
Ezequiel, para recordar así a los catecúmenos y cristianos de nuestro
tiempo la santa renovación que el agua bautismal opera en su
corazón. En el siguiente capítulo, el Espiritu de Yahvé viene a
reanimar los huesos áridos (XXXVII, 1-10). Ezequiel anunciaba de esta
forma la resurrección de Israel, pueblo de Dios, tras la cautividad del
destierro.
Fulgurante, como se ve, es el papel del Espíritu de Yahvé. Pero,
¿qué es él mismo? Hay que responder, no una persona distinta de
Dios, sino una fuerza, un poder creador o santificador que proviene de
Él para ejecutar en este mundo las acciones que pretende llevar a
cabo, particularmente cuando han de revestir carácter religioso. Era,
desde luego, lo esencial para dar a los judíos el sentido de la actividad
espiritual y santificadora de Yahvé. Era, añadámoslo—y esto vale para
lo que precede—una preparación de los espíritus que un día serían
movidos a reflexionar sobre el carácter personal del Espíritu de Dios,
cuando Jesús hubiese venido para llevar a su perfección el depósito
de las verdades reveladas. Por eso los «israelitas según el Espíritu»,
como llamará San Pablo a los no-fariseos, reconocerán en el Espíritu
de los Hechos de los Apóstales a una persona. Hasta entonces no se
trata más que de los altos hechos realizados por Dios, en el orden de
la santidad sobre todo. Mas, sin sorpresa ninguna un día se podrá
escuchar que el Espíritu Santo ha reposado sobre la Virgen en la
Anunciación (Lucas, I, 35) y entender por ello que han llegado los
tiempos mesiánicos, ya que el Mesías y el Espíritu sobre Él están
presentes, como Isaías lo había anunciado (VII, 14, y XI, 2).
Pentecostés será la efusión de ese mismo Espiritu sobre el pueblo
mesiánico, como estaba escrito en Joel, III, 1-5. (Véase Hechos, II, 16.)
La Tradición posterior habría de precisar el carácter personal, así
de la Sabiduría y la Palabra de Dios como del Espiritu.
Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento
El nombre de Dios es Yahvé, pero también «Elohim», que es un
plural en hebreo. ¿Qué significa? ¿Ocultará, por ventura, la fe en una
pluralidad de dioses? Por otra parte, ¿qué debemos pensar de las
«teofanías» o manifestaciones de Dios, ya examinadas? Ésas son las
dos preguntas a las cuales vamos a aportar rápidamente unos
elementos de respuesta.
El plural del nombre divino
Sobre unas 2.000 veces, en el Antiguo Testamento Dios es llamado
«Elohim». Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que este
nombre, que es un plural, no significa nada en contra del monoteísmo
de Israel. Por el contrario, los exegetas ven más bien en él un plural
de intensidad o de excelencia y de majestad, significativo de que el
Dios de Israel es el único Dios verdadero. Pero en modo alguno cabe
sospechar en él una revelación, siquiera oculta, de la Trinidad. Los
semitas carecían del sentido de tal misterio, para comprometerse en
ese camino.
Por la misma razón no se puede admitir tampoco que Génesis, 1,
26, donde Dios-Elohim dice: «Hagamos un hombre», sugiera una
deliberación de las tres divinas personas. Si dicho plural es atribuido a
Dios, es para subrayar que es un viviente y que, ante la importancia
de la obra que va a realizar: el hombre, su libertad se determina bajo
la guía del amor. En el mismo sentido Dios dice, después del pecado
de Adán: «Ahí tenéis al hombre vuelto como uno de nosotros» (Gén.,
III, 22). Dios dialoga consigo mismo y comprueba que el hombre, al
juzgar del bien y del mal, se ha erigido en juez, es decir, ha obrado
como un dios.
Se volverán a encontrar deliberaciones parecidas de Dios en
Génesis, 7, e Isaías, VI, 8. Dios es un viviente, sus reflexiones afirman
su soberana libertad en las obras que realiza.
Las teofanías
Las manifestaciones de Dios hay que interpretarlas en el mismo
sentido. Era comúnmente admitido en Israel, en una época incluso
antigua, que no se podía ver a Dios sin morir (Exodo, XXXIII, 20-23, y
III, 6). Mas otras tradiciones, más tardías, afirmaban al contrario que
Moisés y los setenta ancianos habían visto a Dios en la montaña
(Exodo, XXXIV, 6, 11), que el pueblo había oído la voz de Yahvé
(Deuteronomio, IV, 12-15).
Pero más a menudo las apariciones no ponían a Dios directamente
en escena. Una de las más célebres es la de Mamré (Gén., XVIII).
Yahvé se apareció a Abraham, que vió a tres hombres de pie ante sí.
Pues bien, ese texto ha sido interpretado a menudo por los Padres de
la Iglesia en el sentido de una manifestación trinitaria. San Ambrosio
ha comentado así el pasaje: «Abraham vió tres hombres y no adoró
en ellos más que a un solo Dios». Éste es el sentido que el Breviario
Romano da también al segundo responso de los Maitines, el jueves
después del Miércoles de Ceniza. Pero San Hilario había dicho:
«Abraham vió a tres hombres y no adoró más que uno, reconociendo
a los otros dos como ángeles». Ni una ni otra interpretación de esta
escena es perfectamente exacta. En el Antiguo Testamento, Dios se
manifestaba y hablaba a través de enviados, el Dios espíritu purísimo
no podía obrar de otra forma. Cuando Dios, por consiguiente, se
aparecía revistiendo una forma humana, era un individuo que hacía
sus veces. Este misterio se asemeja al del «Ángel de Yahvé». Con
frecuencia se dice que Dios viene a conversar con aquellos a quienes
escoge para misiones particulares: con Abraham (Gén., XII, 7; XV, 18,
XVII, 1); con Isaac (Gén., XXVI 2); con Jacob con quien lucha (Gén.,
XXXII, 26-31). Ya en el Paraíso terrenal con Adán y Eva (Gén., III,
8-24).
Otra teofanía célebre se lee en Isaías, VI. Aquí son los serafines, o
los «que arden de amor», quienes ocultan la majestad divina. El triple
«sanctus» que hacen resonar proclama, no una alabanza de gloria a
la Trinidad, sino la infinita santidad de Yahvé.
Bajo el tema de la «Nube», nos es propuesto otro ejemplo de
teofanía. La «nube» o «shekiná», de un verbo hebreo que significa
«habitar», designa la presencia divina. La nube es, pues, el lugar
donde Dios mora. Es de ordinario el signo de su protección eficaz,
como se ve en el Éxodo, XIV, 19-20, en que Yahvé protege con ella la
retirada de los hebreos salidos de Egipto. Tenebrosa por detrás a fin
de ocultar la caravana a las miradas de los egipcios, es luminosa por
delante para alumbrar la noche. Dios es, al mismo tiempo, bajo su
símbolo, protector y guía.
Volverá a encontrarse la nube en la tienda de reunión para
significar que Dios está presente en ella (Exodo, XL, 34-35) y en el
Templo construido por Salomón (I Reyes, VIII, 10-11). Pero un día se
la verá posarse sobre Maria (Lucas, I, 35), lo que significará que Dios
está con la virgen y obra en ella. siempre el intermediario, incluso en
las teofanías, obra una acción divina.
Conclusión
Misterio de Dios en el Antiguo Testamento. El Dios Uno es un
Viviente. El Dios viviente hace vivir a los hombres, sus enviados
concurren. Gracias a ellos Israel tuvo el alma, al menos habría podido
tener un alma, abierta enteramente para recibir un mensaje más
perfecto: el de la adorable Trinidad. Mas nada de ese misterio está
descubierto todavía antes de la llegada de Jesús. Mucho más tarde,
cuando instruidos por el Nuevo Testamento, los doctores cristianos se
vuelvan hacia el Antiguo, es entonces cuando proyectarán sobre el
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, toda la riqueza entrevista en
nuestros textos. Un Padre del siglo IV, San Gregorio Nacianceno, ha
hecho, a propósito de la revelación del misterio de la Santísima
Trinidad, estas observaciones muy atinadas. Con ellas cerraremos el
presente capítulo: «El Antiguo Testamento anunció claramente al
Padre, y al Hijo de una manera obscura 14. El Nuevo Testamento ha
revelado al Hijo y deja entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el
Espíritu habita entre nosotros y se manifiesta más claramente. Cuando
la divinidad del Padre 15 no era reconocida aún, no habría sido
prudente anunciar de un modo abierto la del Hijo; y cuando la
divinidad del Hijo no era aún admitida, no había que imponer, si me
atrevo a hablar así, una nueva carga a los hombres hablándoles del
Espiritu Santo. Sino, tal como gentes que están fatigadas con un
alimento excesivamente pesado, o que han mirado la luz del sol con
ojos enfermos aún, habrían corrido el riesgo de perder las fuerzas ya
adquiridas. Había que proceder, pues, por perfeccionamientos
sucesivos, por «ascensiones», según la palabra de David (Salmo
LXXXIII, 6, según el texto griego); había que avanzar de claridad en
claridad, por progresos y avances cada vez más brillantes, para ver
lucir la luz de la Trinidad» 16.
BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958
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1. Símbolo de los Apóstoles o el Credo de nuestra oración familiar.
2. Politeísmo, doctrina que profesa la existencia de varios dioses.
3. Sexta estrofa del himno Veni, Creator Spiritus.
4. La lectura de esta primera parte supone que se tiene una Biblia
abierta al lado. Las citas más importantes que reproduciremos procederán
de la Sagrada Biblia, traducción de Bover-Cantera (B.A.C., 1947), salvo en
algunos pasajes que completaremos con la confrontación del texto de la
Biblia Hebraica, Ed. de Rudolf Kittel o de la Ed. de la Biblia graeca et
latina del P. Bover.
5. Doctrina que profesa la existencia de un solo Dios.
6. Dogma, verdad contenida en la Escritura y en la enseñanza de la
Tradición y, como tal, propuesta por el Magisterio de la Iglesia (Definición
del Concilio Vaticano).
7. Yahvé, nombre divino revelado a Moisés (Ex., III, 14) y que significa,
en la tradición de las Escrituras, «El que es».
8. Véase también Deut., XIV; Isaías, LXIV, 7; Jr., III, 19; XXXI, 20.
describe sus sentimientos paternales, que revelan su amor (XI, 1-4).
9. Léanse también los Salmos LXXIII, 28, y CIII, 13-14.
10. La misma forma de llamar en Proverbios, VIII, 32-33.
11. Así denominado porque Dios es llamado en él Yahvé.
12. Teofanía, manifestación de Dios.
13. Véase la explicación de I Cor., I, 21-30, en el capítulo III.
14. Obscuramente, dice, porque, como todos los Padres griegos, el
santo doctor admitía que era el Hijo quien se revelaba progresivamente en
las teofanías.
15. Entendemos de Dios (el monoteísmo).
16. Cinquieme discours théologique, nº 26, trad. Gallay, Ed. Vitte.