EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

CAPÍTULO II

LOS EVANGELIOS SINÓPTICOS O LA PRIMERA PREDICACION A LOS JUDÍOS Y PAGANOS


Carácter progresivo de los relatos

RV/PROGRESIVA: Los hombres en medio de los cuales viene 
Jesús al mundo son los judíos. Ahora bien, un dogma se halla 
firmemente establecido en Israel: el monoteísmo. «Yahvé nuestro 
Dios, Yahvé es uno» (Deut., VI, 4), repite el piadoso israelita. ¿Va 
Dios a revelarle brutalmente la Trinidad? Es evidente que, hecho 
así, no tendría resultado y sólo lograría ser rechazado 
definitivamente. Dios, que es pedagogo, lo sabe. Por su Hijo, a 
quien envía, va a descubrir con mesura su misterio. La tarea de 
Cristo será, pues, ésta: transformar la fe en Dios-Uno sin destruirla, 
mas dejando entrever que en el seno del monoteísmo más estricto 
es necesario introducir una pluralidad de personas, que viven de la 
misma vida e iguales en todas las cosas. Se comprende que Jesús, 
y después de Pentecostés, los Apóstoles, habrán de respetar, al 
dirigirse a los judíos, la ley de las inteligencias, que es asimilar 
progresivamente la verdad. Lo sabemos bien. Cuando escuchamos 
a alguien, las palabras que pronuncia no tienen todavía más que el 
valor de verdad y afectividad que en ellas puede poner nuestra 
experiencia y no forzosamente la de nuestro interlocutor, tal vez 
mucho más rica. El amor, en un niño de seis años, no tiene todavía 
más sentido que el que le aporta una breve experiencia. No debe ir, 
casi, más allá de una busca de sí, pese al interés que parece 
dedicar a sus padres o a unos familiares que lo son todo para él. 
Pero, a los veinticinco años, a la hora de los esponsales o del 
matrimonio, ¡qué profundización y ya qué altruísmo! Y cuando 
llegue a la cuarentena, esta misma palabra, amor, estará cargada 
de resonancias, que van desde todo lo que ha podido haber en él 
de imperfecto y egoísta en una vida de hombre hasta el puro don 
de sí mismo. Si ahora se piensa en el amor de un santo Cura de 
Ars, de una Santa Teresa y de un San Pablo, ¡qué revelación nueva 
no fue para ellos en cada etapa de su vida! ¡Qué densidad distinta 
en esta misma palabra amor en el gozador y en el santo! 
Pues bien, el Evangelio, libro divino, pero escrito por hombres y 
para hombres, no puede menos que conformarse a esta ley 
universal de la revelación. La palabra de Dios hace percibir en ella 
diferentes resonancias más o menos ricas, por una parte porque 
Dios conoce la debilidad de aquellos a quienes habla y la indigencia 
de su espiritu; por otra parte, porque los beneficiarios de la 
revelación no pueden comprender los rodeos de que se vale para 
dar de Él una luz más rica. 
Esas advertencias nos ayudarán a leer el Nuevo Testamento. 
Habría que librarse de poner todos sus libros en un pie de igualdad. 
No que uno sea más santo que el otro, o mayormente la palabra de 
Dios. Sino que unos han sido escritos para comunidades ya 
cristianas (escritos de San Pablo y San Juan), los otros para 
comunidades judías (Mateo y Marcos) o para el medio pagano 
(Lucas). Además, los Sinópticos fueron recogidos unos veinte o 
treinta años después de la Ascensión del Señor, pero a poco 
después de ésta eran ya transmitidos oralmente y constituian una 
predicación oral para judíos o paganos. Ahora bien, a esos 
auditorios de no cristianos, había que insinuar a menudo, más que 
decir brutalmente, la verdad. Los Apóstoles, fortalecidos con el 
Espíritu de Pentecostés, debían, sin embargo, tener en cuenta que 
se dirigían a judíos monoteístas o a griegos paganos y sólo de una 
manera progresiva introducirles en el misterio de Jesús y de Dios. 
Mas San Pablo, por el mismo tiempo, escribía a las primeras 
comunidades cristianas, como lo hará todavía más tarde San Juan, 
sin esa preocupación de una enseñanza progresiva. La verdad será 
dada por ellos total y compacta. Las palabras tendrán en lo 
sucesivo un sentido determinado, cristiano, y no ya el que tenían en 
el Antiguo Testamento. 
Con este espíritu es como nosotros vamos a leer algunos textos 
de los Sinópticos para entender sus relatos como los entendieron 
los judíos. Mas vamos también a hacer esa lectura, con la fuerza de 
la certeza de que los Evangelistas, en su enseñanza oral, querían 
enseñar a la Iglesia naciente verdades nuevas. Comprendámoslo 
bien. La revelación que nos es dada en la Escritura reposa en el 
sentido que el autor ha querido dar a sus palabras y a su relato y 
no en el sentido que había creído hallar primeramente en las 
palabras de Jesús. El sentido inspirado, pues se ha escrito para la 
Iglesia de todos los tiempos, está encerrado en el espíritu del autor, 
que nos descubre hoy la palabra escrita. «A nadie en efecto, 
escapa—ha escrito el Papa Pío XII—que la regla capital de 
interpretación consiste en descubrir lo que el autor ha querido 
decir»17. Los Apóstoles han podido no descubrir primeramente en 
Jesús más que al Mesías prometido. Después de Pentecostés, 
estemos seguros de ello, es del Hijo de Dios de quien atestiguan. 

Textos trinitarios

El relato de la Anunciación: Lucas, I, 26-38. /Lc/01/26-38
Cada versículo de ese texto se enraiza en el Antiguo Testamento. 

V. 26. El Angel de Yahvé viene a traer un mensaje; se llama 
Gabriel. 
V. 27 y 31. Se presenta ante una virgen Maria y le anuncia que 
dará a luz un hijo a quien pondrá el nombre de Jesús. Ahora bien, 
Lucas nos hace saber que Maria es «virgen». Hay en ello una 
alusión a la «aAlmah» de Isaías, VII, 14, donde el profeta anuncia 
una intervención decisiva de Dios orientada hacia el reino mesiánico 
definitivos 18, figurada ya en el nacimiento del futuro rey Ezequías, 
hijo de Acaz. Allí, el hijo vislumbrado para los tiempos mesiánicos se 
llamará Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros», nombre profético, 
prometedor de los favores divinos. Aquí el hijo de la virgen Maria se 
llamará Jesús, palabra que, en hebreo, significa «Yahvé salva», 
equivalente por el sentido a «Dios con nosotros». 
V. 28. El ángel saluda a María. Habitualmente se suele leer: «Dios 
te salve, llena de gracia». Ahora bien, el verbo griego «jaire» dice 
más que «Salve», dice: «Regocijate», como se traduce en Sofonias, 
III, 14. Se comienza a adivinar por qué Maria ha de regocijarse: «el 
Señor es con ella», el ángel le da seguridad de ello. Pero esa 
seguridad reposa también en el anuncio mesiánico, como está 
escrito en Zacarías, IX, 9: 
¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; 
grita jubilosa, oh hija de Jerusalén! 
He aquí que tu rey llega a ti»... 19. 

V. 29-31. Maria está trastornada. El ángel la tranquiliza: ha 
encontrado gracia a los ojos de Dios. Lo cual significa, como es fácil 
entrever, que su infecundidad actual y deliberada a causa de su 
ideal de virginidad 20 va a concluir: concebirá y dará a luz un hijo. 
V. 32-33. Jesús será «grande», será llamado «Hijo del Altisimo». 
Esa «grandeza» subraya la benevolencia especialisima que Dios 
tiene sobre él, análoga a la de Juan Bautista que «será grande a los 
ojos del Señor» y «lleno del Espíritu Santo desde el seno de su 
madre» (versículo 15) pero, más perfecta aún, la continuación lo da 
a entender. No sólo Jesús será un «justo perfecto», en el sentido 
señalado en el capitulo precedente, sino el Mesías: «El Señor Dios 
le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob 
para siempre, y su reino no tendrá fin». El ángel anuncia, pues, a 
Maria que va a realizarse en ella y por ella la profecía de Isaías, VII, 
14, y la que el profeta Natán había hecho a David: que el Mesías 
descendería de su raza (11 Sam., VII, 12-16). 
V. 35. El hijo de Maria será también llamado «Hijo de Dios». Pero 
eso no nos asombra. ¡No se sabe que era habitual considerar a los 
privilegiados de Dios como a sus «hijos»! Un gran exegeta del siglo 
XVI, Maldonado, decia ya que las palabras del ángel no querían dar 
a entender cuál sería la naturaleza de este «hijo de Dios», sino la 
manera cómo se produciría su nacimiento. A causa de su 
concepción que resulta de una operación divina, la del Espiritu 
Santo, y del poder del Altísimo que hace fecunda a una virgen, el 
niño será santo, «hijo de Dios» y «Mesías». 
Nada que no nos sea, en adelante, familiar, aquí. La acción del 
Espiritu de Dios era conocida de María. También la «nube», que es 
la presencia activa de Yahvé. Casi se podría adelantar: No se dice 
aquí nada más que en el Génesis, XVIII, 14, donde la presencia 
operante de Dios estaba sobre Sara para que, no obstante su 
esterilidad, le fuese dado Isaac. El ángel lo insinúa incluso en el 
versículo 37, al citar las palabras que Yahvé había dicho al 
antepasado de Maria y dirigiéndoselas, a su vez: «Nada es 
imposible para Dios». 
La enseñanza del texto se ilumina. Cuando esta escena tuvo 
lugar en la obscuridad de una humilde casa de Nazaret, hubo, para 
Maria, el anuncio de su maternidad mesiánica: yo soy quien llevaré 
al mundo, pudo pensar, el Salvador prometido a Israel. Dios se 
manifestaba a ella, reposaba sobre ella, por la «nube» y el 
«Espiritu». Era el primer anuncio del mensaje trinitario, todavía muy 
velado. Dios comenzaba a ampliar el ámbito de la fe. Pero Maria 
estaba lejos aún de sospechar toda la profundidad del misterio de la 
Encarnación. Más tarde, cuando su hijo alcanzó la edad de doce 
años, ella lo había de dejar ver bastante: «¿No sabíais, dijo Jesús a 
sus padres, que le buscaban, que yo había de estar en casa de mi 
padre? Y ellos no comprendieron lo que les dijo» (Lucas, II, 49-50). 

Pero lo que es admirable en esa hora de los preparativos, es la fe 
obediente de la Virgen, que la hace fiel al plan de Dios y ejecutora 
de su voluntad. Su prima Elisabeth se lo dirá: «Y dichosa la que 
creyó que tendrán cumplimiento las cosas que le han sido dichas de 
parte del Señor» (Lucas, I, 45). Maria entra en los designios de Dios 
sin el beneficio de una revelación particular, únicamente por su fe 
en el Mesías Salvador, del que va a ser la Madre. El «Fiat» enuncia 
su obediencia a Dios, su adoración sumisa a Aquel que quiere, a 
través de ella, salvar a Israel. Más allá de este «Fiat» del presente, 
se ofrece la perspectiva del porvenir, con todo lo que él aporta de 
pruebas, de claridad y de exigencia de amor. 
Mas cuando Lucas escribió esta escena siguiendo el relato que 
María le hizo, sabía, por haber recibido el Espíritu de Pentecostés, 
el que «enseña todas las cosas» (Juan, XIV, 26), el alcance del 
mensaje del arcángel San Gabriel. Al consignarlo, insinuaba a los 
judíos y paganos y quería revelar a los siglos por venir, la novedad 
entrevista en Dios: la adorable Trinidad. 

El Bautismo de Jesús: Lucas, III, 21-22; Mat., III, 13-17; Marc., I, 
9-11.
Jesús es bautizado por Juan Bautista. El Espíritu Santo desciende 
sobre él en forma corporal, parecido a una paloma. Una voz viene 
del cielo: «Tú eres mi Hijo muy amado, en quien tengo mis 
complacencias». 
Para comprender algo en ese pasaje, hay que retrotraerse 
también al Antiguo Testamento. La voz que viene del cielo es la del 
Padre. ¿Qué dice? Los Evangelistas nos contestan: cita a Isaías, 
XLII, 1, salvo en dos términos, que cambia. Allí donde Isaías ponía 
«siervo», escriben «hijo»; allí donde se leía «elegido», se lee «muy 
amado»: «Tú eres mi siervo, a quien yo he escogido («elegido»), en 
el que se complace mi alma» 
Pues bien, el término «muy amado», en el Antiguo Testamento, 
recobra también, en la versión griega de los Setenta, el sentido de 
«único». Por ejemplo, allí donde el texto hebreo del Génesis, XXII, 2 
y 16, dice de Isaac que era el hijo «único» de Abraham, la versión 
griega dice «muy amado». Se capta el procedimiento: la lengua 
griega bíblica se vale de una palabra que recobra los dos sentidos: 
muy amado y único. Cuando los Evangelistas citan el texto de 
Isaías, XLII, 1, anuncian, pues dos cosas: 
a) Que Jesús es «el siervo» de Dios en el sentido bíblico, el 
Mesías de que habla Isaías, XLII, 1, y LIII, el elegido de Dios, que 
tomará sobre sí la iniquidad del pueblo. Pero declaran también que 
este servidor es «el Hijo». 
b) En segundo lugar quieren dar a entender que este 
«servidor-Hijo» es «muy amado»; es decir, elegido por encima de 
todos 21, y por consiguiente único. En otras palabras, Jesús es «el 
Hijo único de Dios». 
La enseñanza está, pues, clara. Cuando los asistentes que 
rodean a Jesús en su Bautismo en el Jordán oyeron la voz celestial, 
fueron invitados a reconocer en Jesús al Mesías, Hijo privilegiado de 
Dios hasta el punto de que es declarado su «Hijo único». Había en 
todo ello mucha materia para hacer reflexionar a los israelitas sobre 
el sentido de la filiación de Jesús. Es igualmente posible que se 
sospechara ya, bajo la forma corporal parecida a una paloma, al 
Espíritu de Yahvé y su acción operante. Por cuanto que esta forma 
podía evocar a los espíritus la imagen del Génesis, I, 2: «El espíritu 
de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (para hacerlas 
fecundas). Es poco probable, sin embargo, que los judíos pudieran 
siquiera entrever aquí una manifestación trinitaria. Mas cuando 
nuestros Evangelistas nos afirman que «la forma corporal parecida 
a una paloma es el Espíritu Santo» quieren instruirnos acerca del 
papel y naturaleza de su manifestación, como acerca del sentido de 
esta «teofanía». Con toda la Iglesia, no nos quepa duda acerca de 
ello: el Evangelio nos enseña aquí que Jesús es el Hijo del Padre de 
los cielos, en el sentido absoluto de la palabra, y que la tercera 
persona de la Santísima Trinidad reposó sobre él en su Bautismo. 
La pluma de los autores sagrados fue inspirada para darnos la 
certeza de ello. 
El último mensaje trinitario: la orden de bautizar (Mat., XXVIII, 
19).
Es en la mañana del día de la Ascensión, el día de la separación 
de Jesús de los suyos. Es, pues, la hora de las confidencias, es 
decir, de las supremas revelaciones. Jesús dice: 
«Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra. Id, pues, 
y amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del 
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». 
Cristo declara, pues, ante todo que ha recibido del Padre todo 
poder. Ya antes había dicho que todas las cosas le habían sido 
entregadas por el Padre (Mat., XI, 27). Mas no es éste el único 
rasgo por el cual esa última escena se enraiza en las revelaciones 
pasadas. La del Bautismo lo explica a causa del paralelismo de las 
situaciones. El Padre, en el comienzo de la vida pública de su 
Mesías, declaró que Éste tenía todas sus complacencias y que, por 
tanto, había que escucharlo. Era una invitación apremiante a 
escuchar y creer sus palabras. Ahora bien, en este último día de su 
vida terrestre, Cristo libera de toda obscuridad su mensaje. Un rito, 
el Bautismo, debe ser conferido por los Apóstoles, y en el nombre 
de las tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Personas 
lo son, pues Jesús las pone en un pie de igualdad perfecta respecto 
de la eficiencia de este rito, que procede de su poder. Mas esto era 
declarar paladinamente que las tres son Dios. 
Después de esta revelación última, Mateo pone fin a su 
Evangelio. Era natural que Jesús hablara sin ambages en aquel día 
y que el Evangelista diese más tarde a sus lectores la última palabra 
del mensaje cristiano, que es conocer a las tres Personas divinas, 
especialmente en el papel que desempeñan en este rito en que 
descansa la instauración de la religión cristiana.


Progreso de la revelación respecto de cada una de las 
personas divinas

Aquí, además, Padre, Hijo y Espíritu Santo constituyen el objeto 
de una revelación que se inserta en plena vida. Pero, más 
particularmente, en torno de la persona de Jesús es donde se 
cristaliza la nueva doctrina, y, por Jesús, el Dios-Trinidad se 
impondrá a las inteligencias y a los corazones. Jesús anuncia 
discretamente su filiación misteriosa. Y su mensaje tiene mayor 
riqueza a medida que se va aproximando al término de su misión. 
Pero necesita toda su vida terrestre para llamar la atención de los 
judíos sobre las relaciones particularísimas que afirma tener con 
Dios, a quien llama su Padre, y con el Espíritu Santo. Así, 
progresivamente, es como se va entrando en su misterio. 

1. El Padre y el Hijo, en el Evangelio: 
A lo largo de toda su vida, Jesús se esforzó por hacer que sus 
discípulos descubrieran la especialisima relación que tiene con 
Dios-Padre, absolutamente trascendente a la de aquellos. 

El Evangelio de la infancia. 
«¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» 
(Lucas, II, 49). Jesús subraya la atención particularísima que debe 
prestar a las cosas de su Padre. En otros términos, debe ser 
enteramente de Dios, abandonando las preocupaciones de José y 
Maria. Y ellos no comprenden nada de lo que les dice (versículo 
50). 

Los comienzos de la vida pública. 
Jesús se llama «Hijo de Dios» por un título distinto que los 
hombres. Léase a este respecto, Mat., VI, 32; VII, 11, 21; X, 32; XII, 
50 Lucas, XI, 13, XII, 32. 
Es llamado «Hijo de Dios» por Satanás (Mat., IV, 1-11), por los 
demonios (Mat., VIII, 20) y por el centurión cuando muere en la Cruz 
(Mat., XXVII, 55). Mas, como puede observarse, nada en dichos 
textos permite decir qué filiación unía a Jesús con su Padre. Se 
debe también recusar el que se le haya creído Hijo de Dios igual a 
Dios. La muchedumbre, ¿no decía: «Por ventura no es éste el 
carpintero, el hijo de María...»? (Marcos, VI, 3). O también se le 
llama «Hijo de Dios», es decir, el Mesías (Mateo, IX, 2; XII, 23; XX, 
30-34; XXI, 9). Sin embargo, se admiran de que el Mesías pueda 
hacer tales milagros. Plantear unos puntos de interrogación, 
solicitar la reflexión sobre su persona, ser signo de contradicción, 
como Simeón lo había profetizado (Lucas, II, 34), eso es lo que 
desea Jesús. Como se dice en la actualidad: «¡se envuelve en 
misterio!» 

En mitad de la vida pública. 
Un hermoso texto que tiene gran fuerza en la boca de Jesús es 
Mat., XI, 25-27. Jesús afirma en él que el Padre es el único que 
conoce al Hijo y que El mismo tiene del Padre un conocimiento 
superior, que le corresponde además comunicar a quien le place. 
Semejante declaración posee una fuerza extrema. No es posible 
interpretarla más que como un conocimiento en el sentido más total, 
que sólo hace posible una intimidad sin igual entre el Padre y el 
Hijo. El Antiguo Testamento sabía, en efecto, muy bien que Dios es 
el único que conoce sus propios designios (Isaías, XL, 13). Ahora 
bien, si Jesús los conoce, es porque es Dios. Tal era el valor de su 
declaración. ¿Qué eco despertó su palabra en el corazón de sus 
discípulos? ¿No puede plantearse esta pregunta? Mas el desarrollo 
de los hechos harto muestra que no la comprendieron de inmediato. 
En efecto, poco tiempo después, Jesús y los doce están en Cesarea 
de Filipo. Jesús pretende sondear el grado de fe que éstos tienen 
en El (Mat., XVI, 13-21). Leamos el texto con detenimiento. La 
profesión de fe de Pedro no implica más que el reconocimiento de la 
condición mesiánica de Jesús. Sin duda San Mateo refiere que 
Pedro afirmó: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Pero San 
Marcos anota solamente: «Tú eres el Mesías» (VIII, 29), y San 
Lucas: «El Mesías de Dios» (IX, 20). Y era esto lo que Jesüs quería 
que se dijese en aquel momento de Él. Sabía que la gente se 
planteaba a su respecto muchos interrogantes. Mas nunca habíase 
llegado a afirmar de Él algo bien determinado. Se decía: «Es el hijo 
del carpintero», o: «es el hijo de María y José». La duda, sin 
embargo, flotaba sobre su persona, que era para muchos una 
piedra de escándalo. Cautivadora, por las reflexiones que nos 
sugiere, es la narración de la tempestad apaciguada (Marcos, IV, 
35-41). En ella Jesús da prueba de un poder extraordinario, 
paralelo al que Yahvé, en otro tiempo, había mostrado, según 
Jonás, I, 3. Allí era Jonás el que dormía en la barca, sin 
preocuparse de la tempestad. Ésta no se había de apaciguar más 
que con la plegaria de los marineros a Yahvé y cuando Jonás fuese 
echado al mar. Aquí la tempestad se apacigua cuando, una vez 
despertado de su sueño, Jesús ordena al mar que se aquiete. 
Ambas situaciones tienen, pues, una notable semejanza, con la 
única excepción de que ya no es Yahvé el que aplaca las olas, sino 
Jesús mismo. Esto sobrecogió inmediatamente a todo el mundo. 
Temor sagrado, por lo demás: el que se experimenta ante las 
manifestaciones del poder divino. Jesús era, para todos, un 
«misterio». Nadie osaba afirmar todavía que fuese el enviado de 
Dios. Pero se preguntaban: «¿Quién, pues, será éste a quien los 
vientos y el mar obedecen? 
A Pedro, a quien Jesús va a poner a la cabeza de los otros, era 
pues, a quien estaba reservado el honor y la gracia de pronunciar 
la palabra decisiva. Pedro proclama su fe en el Mesías de Dios. De 
momento, eso bastaba, pues la comunidad de Israel debía 
reconocer, ante todo, a su Mesías. De él, además, afirmará Pedro el 
día de Pentecostés que «Dios ha hecho Señor y Mesías a este 
Jesús a quien habéis crucificado» (Hechos, II, 36). Cuando Pedro 
hubo hablado en nombre de todos, se había adelantado, por 
consiguiente, un paso: había sido proclamado que el Mesías estaba 
en medio de su pueblo, que habían llegado los tiempos mesiánicos. 
Para los doce, equivalía a saber que la salvación de Dios había 
llegado hasta ellos. Y, sin embargo, no había sonado la hora de 
extenderla a todas partes. Jesús prohibió, pues, a los discípulos que 
dijesen a nadie «que Él era el Mesías» (Mat., XVI, 20). 
¡Debilidad y dificultad de la fe de Pedro! Unos instantes después 
el Apóstol privilegiado probará que no ha captado todavía la 
profundidad del misterio, ni todos los caracteres del Mesías. Si no, 
¿habría reconvenido, como lo hizo, que el Mesías debiese sufrir? 
(XVI, 22). ¿Qué diferencia entre esta hora en que Pedro da prueba, 
en un punto tan capital, de tanta ignorancia y falta de audacia en la 
fe, y aquella otra en que hablará con emoción del «Cordero sin 
mancha» que le ha rescatado, como lo había anunciado Isaías, LIII 
(Primera epístola de San Pedro, I, 18-21). En esta época de su 
madurez espiritual, el siervo sufriente no tiene ya nada que pueda 
chocarle. Isaías, LIII, ha sido transfigurado gracias al 
descubrimiento—obra del Espíritu (Juan XIV, 26)—de la divinidad de 
Jesús, en la luz de la mañana de Pascua y los fuegos de 
Pentecostés. 

Antes de la Pasión. 
En la parábola de los viñadores homicidas (Mat., XXI, 33-46) 
Jesús refiere que se da muerte primero a los criados y luego al Hijo. 
Esta oposición entre el Hijo, heredero de la viña, y los criados, 
encargados simplemente de vigilar la cosecha, subraya la 
preeminencia de Jesús: ésta le pone por encima de los profetas que 
le han precedido. Trascendencia sobre la cual nadie se engaña: a 
partir de aquel instante se comenzó a querer perderle. 
Poco después Jesús fuerza a los fariseos a reconocer que Él, de 
quien se sabe que es el hijo de David, es también su Señor: 
«Dijo el Señor a mi Señor: 
Siéntate a mi diestra».
Lo cual significa: «Dijo el Señor (Yahvé) a mi Señor (el Mesías 
que descenderá de mí, David): siéntate a mi diestra». Así pues, 
concluyó Jesús, «si David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo 
suyo?» (Mat., XXII, 41-46). 

La Pasión. 
Retengamos el texto de Mat., XXVI, 63-66. A Caifás, que le 
interroga, Jesús declara que es «el Hijo de Dios». Ahora bien, esta 
afirmación es tenida por blasfema. ¿Por qué? 
Se observará que Jesús, en aquel instante solemne en que 
peligra su vida, afirma ante todo que él es el Mesías de quien habló 
Daniel, VII, 13: Él se sentará «a la diestra del Poder y vendrá sobre 
las nubes del cielo». Mas los rasgos del Mesías, en el texto de 
Daniel, eran celestes a causa de su origen misterioso: vendrá sobre 
las nubes del cielo. Mientras que el origen de Jesús es conocido de 
todos como terrestre: es el hijo de José y María. De ahí, a los ojos 
de Caifás, la inverosimilitud de las palabras de Jesucristo: ¿cómo va 
a poder ser el Mesías-Hijo de Dios de quien habla Daniel? Su 
pretensión excede todos los límites y alcanza la categoría de 
blasfemia Tampoco aquí se deja entrever sin ninguna duda la 
exacta filiación de Jesús. Pero ¿quién se atreverá a poner en duda 
que Mateo, escritor inspirado, haya querido enseñarnos el origen y 
la naturaleza divinas del enviado de Dios? 
Cuando Jesús muere en la Cruz, nos dice San Mateo, se 
realizaron prodigios: terremoto, rompimiento de rocas, 
resurrecciones, etc. El centurión y los soldados que estaban de 
guardia junto a los crucificados, presas de terror, exclamaron: 
«Verdaderamente, Hijo de Dios era éste» (XXVII, 54). ¿Qué 
significaba esta exclamación? Respetemos el sentido de la escena. 
Aquel buen soldado romano ignoraba en absoluto lo que podía ser 
un «verdadero Hijo de Dios». Mas, interesado con toda certeza por 
la jactancia lanzada poco antes sobre la persona de Cristo: 
«Veamos si Elías le viene a salvar», no puede abstenerse de 
proclamar que Jesús es, en efecto, un justo. Por lo demás, ésta es 
la exclamación que en sus labios pone San Lucas y que comporta, 
no un carácter de verdad más grande, sino un sentido explicativo 
mejor: «Realmente este hombre era justo» (Luc., XXIII, 47). 

Después de la Resurrección. 
Volvamos a leer el episodio del encuentro de Jesús y los dos 
discípulos en Emaús (Lucas, XXIV, 26-47) El resucitado no anuncia 
aún más que la glorificación del Mesías sufriente de Isaías LIII: 
«Él les abrió el espíritu para comprender las Escrituras. Y les dijo: 
Así está escrito que el Mesías debía sufrir y resucitar de los muertos 
al tercer día». 

2. El Hijo, «servidor» glorificado, Mesías y Señor, en la 
predicación de los Apóstoles. 

El Espíritu de Dios ha llenado el alma de los Apóstoles. El 
Espíritu, no nos quepa duda de ello, ha iluminado sus inteligencia 
como lo había anunciado Jesús (Jn., XV, 25-26) A pesar de todo, los 
Apóstoles, fieles en esto al método de Jesús, van a hablar en la 
misma forma progresiva y con la misma prudencia, O mejor, éste es 
el método, lento pero estimulante para el espíritu, que los 
Evangelios sinópticos nos han consignado únicamente. 
Véseles aquí, en los Hechos de los Apóstales, arrancar de la 
profecía del «Siervo» de Yahvé (Isaías, LII, I, y LIII) para declarar 
que Jesús es, no «Hijo de Dios», sino su «siervo:, (III, 13). Dios 
continúa siendo el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, mas es 
también el «que ha glorificado a su siervo Jesús» a quien los judíos 
entregaron y renegaron ante Pilatos. Sin embargo, de siervo que 
era (III, 13-26; IV, 27, 30, etc.) ha pasado a ser, por su 
Resurrección, Señor y Mesías, exactamente el que se esperaba 
como Salvador (II, 32-36). Mas cuando estaba en la tierra Jesús no 
era, dice San Lucas, más que un hombre «acreditado» por Dios 
gracias a los milagros que hacía (Hechos, II, 22). Será necesaria, 
pues, la boca de Pablo para que la expresión «Hijo de Dios» 
sobrepase, en los Hechos, el sentido mesiánico 22. 
¿Qué vamos, pues, a concluir sino que la primera predicación de 
los Apóstoles, cuando menos el mensaje que ha sido consignado 
por escrito a mediados del siglo I, en los Hechos y los Evangelios 
sinópticos, anunciaba que Jesús es el Mesías de Dios, su Hijo 
escogido, amado por encima de todo, único? No hemos de ver, 
sobre todo, en ello una deficiencia en el conocimiento que los 
Apóstoles hayan tenido de Jesús, aun después de Pentecostés, 
sino más bien la voluntad de presentar a su Maestro de una forma 
tal que el auditorio pudiese aceptarlo sin sentirse en violencia. Lo 
sabían muy bien, por su parte: el Maestro había obrado así para 
con ellos, para con todos. Si lo hubiese hecho de otra suerte, le 
habrían lapidado sin tardanza. ¿No prohibía la Ley de Moisés tener 
por Dios a otro que a Yahvé? (Exodo, X, 5; Dent., VI, 5). Mas Jesús, 
y los Apóstoles después de él, obraron mejor. Forzaron a los 
hombres a ponerse en su presencia, a meditar sus palabras y a 
escrutar sus actos, a fin de que descubriesen el misterio de su 
relación con el Padre y de su propia persona. Un ejemplo resumirá 
semejante método. Yahvé, y sólo Él, tenía derecho a exigir la 
adhesión absoluta de toda criatura. Se presentaba como objeto 
único de su amor: 
«Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, Yahvé es uno, 
Amaras, pues, a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu 
alma y con toda tu fuerza» (Deut., Vil,-5). 

Ahora bien, Jesús exige a su vez este mismo amor, que no 
soporta partición, hasta perderlo todo para seguirlo. Mas 
haciéndose centro de la religión de los hombres, Cristo usurpaba de 
algún modo las prerrogativas de Yahvé, era verdaderamente un 
signo de contradicción. Mantiene el precepto del Deuteronomio con 
firmeza (Mat., XXII, 37). Sostiene, al mismo tiempo, que es necesario 
seguirle y que le corresponderá retribuir a los que le hayan sido 
fieles (Mat., X, 38; XIX, 27-29; Lucas, IX, 23; XXII, 28-30). Este último 
precepto era más fuerte que todo y el dualismo de esas distintas 
declaraciones no podía resolverse más que en una sola afirmación: 
Jesús es Dios como Yahvé es Dios, y aquél no es con éste más que 
un solo Dios. Pero qué salto se precisaría poder dar para resolver 
esas antinomias, para afirmar al mismo tiempo que Yahvé lo es todo 
(Mat., IV, 10) y que Jesús no es un impostor, puesto que el Padre 
declara que es su «muy amado» (Mat., III, 17; XVII, 5); para alcanzar 
el límite esperado, en el sentido de que Jesús es lo que deja 
entrever que es. En estas perspectivas habría sido necesario 
entender además a Mal., XI, 25-27. Mas precisamente Jesús 
declaraba que no se podía entrar en su revelación más que por la 
humildad: 
«Bendigote, Padre, Señor del cielo y de la tierra, 
porque encubriste esas cosas a los sabios y prudentes 
y las descubriste a los pequeñuelos...» 

Antes de ser el Hijo de Dios, conocido como tal, Jesús era ante 
todo un hecho. Habría convenido examinarlo como tal, sin idea 
preconcebida, en la simplicidad. Reconozcamos que el monoteísmo 
tan cerrado de un pueblo que no vivía más que de la Ley y cuya 
roca de sustentación era, ofrecía serios obstáculos a ello. Pero la 
afectada gravedad farisaica se había hecho, además, una máscara 
con esta actitud, que sólo la humildad habría sido capaz de quitar. 
Hasta tal punto la ceguera espiritual había de ser la enfermedad de 
los judíos. 

3. El Espiritu-Santo de Dios. 

San Gregorio Nacianceno veía muy claro cuando nos aseguraba 
que la era que se inaugura con Pentecostés es la del Espíritu 
Santo, cuya manifestación se ilumina en la Iglesia. Nadie extrañará, 
pues, si aquí, también, en los Evangelios sinópticos y los Hechos, la 
revelación del Espíritu se sitúa en la prolongación del Antiguo 
Testamento. Fuerza que viene de Dios más que persona divina. 
Correspondería a la Iglesia discernir su carácter personal. 
El Espíritu Santo y Jesús, en los Evangelios sinópticos. 
Juan Bautista, dice el ángel Gabriel, estará lleno del Espíritu 
Santo desde el seno de su madre (Lucas, I, 15). Éste es el signo de 
su vocación profética, análoga a la de Jeremías (I, 5) y a la del 
Mesías (Isaías, XI, 1-5). En el mismo sentido Mateo I, 1820, y Lucas, 
I, 35, atribuyen al Espíritu Santo el nacimiento virginal de Jesús. 
Mas, como para mejor acreditar la misión de Jesús, el Espíritu 
Santo está con él y le dirige a lo largo de toda su vida. 
Se posa sobre él en su Bautismo: Lucas, III, 22. 
Le impulsa hacia el desierto: Lucas, IV, 1. 
Le conduce a Galilea: Lucas, IV, 14. 
Bajo su acción Jesús se estremece de gozo: Lucas, X, 21. 
Por su virtud Jesús arroja a los demonios: Mal., XII, 28. 
Pero, a su vez, Jesús lo promete a los Apóstoles: 
- sea de una forma enteramente general: Lucas, XXIV, 49; 
Hechos, I, 5 y 8; 
- sea para que los asista en funciones bien determinadas. 
Así, les comunicará el espíritu de oportunidad, cuando sean 
acusados falsamente (Marcos, XIII, 11). 
El Espíritu de Yahvé pasa a ser, por tanto, el Espíritu de Jesús: lo 
posee como suyo, sobre todo dispone de él. 

El Espíritu Santo, alma de la Iglesia, en los «Hechos de los 
Apóstoles». 
Los Hechos de los Apostoles, libro admirable por el papel que en 
él desempeña el Espíritu, del cual se ha dicho que sería llamado 
más justamente Los Hechos del Espíritu Santo. Éste lo ocupa 
totalmente 
Jesús ha cumplido su palabra: ha venido el Espíritu, don del 
Señor glorificado (II, 33). Su nombre es «Espíritu», o «Espíritu 
Santos o «Espíritu del Señor» (V, 9; VIII, 39) y una vez «el Espíritu 
de Jesús» (XVI, 7). 
La venida del Espíritu Santo está vinculada con los ritos: 
- del Bautismo: I, 5, II, 38; XI 15. 
- de la imposición de manos: VIII, 15-19; XIX, 6. 
Desciende sobre aquellos que han escuchado la palabra de los 
Apóstoles: II, 4, X, 44. 
Los efectos que produce en los fieles son extraordinarios, mas a 
veces temporales, para una misión o una función determinada: don 
de lenguas (II, 4, 11; X, 46); de profecía (XI, 28; XX, 22, 23); de 
sabiduría (VI, 10); de intrepidez en el testimonio (IV, 8, 31). 
Mas se sabe también que habita de modo permanente en ellos 
(VI, 3; XI, 24), lo que no asombra si uno recuerda que ésa era ya 
una de sus prerrogativas en el Antiguo Testamento Ahora bien, este 
Espíritu Santo es también aquel mismo que Jesús poseía durante su 
vida (I, 2; X, 38). Había sido guía de Jesús, según los Evangelios. 
Ahora pasa a serlo de los Apóstales: impulsa al diácono Felipe a ir a 
catequizar al etíope (VIII, 29); traza a Pedro una linea de conducta 
frente al pagano Cornelio (X, 19, y XI, 12); escoge a Bernabé y a 
Saulo como misioneros (XIII 2-4); les impide ir a Asia, para dirigirles 
hacia la Tróade (XVI, 6-8). 
Se sabe también que es Él quien ha inspirado las Escrituras. 
¿Cómo iba a dejar de darles sentido? (I, 16; II, 16; IV, 25; VII, 51). El 
Antiguo Testamento se ilumina, pues, gracias a Él. Pero, 
igualmente, lo mismo que Él había inspirado a sus autores, en 
adelante guiará también a los Apóstoles en el gobierno de la Iglesia 
y les hará infalibles. En el primer concilio celebrado en Jerusalén, 
les dicta las decisiones que deben tomar (XV, 28). Fuerza activa, 
luz, guía de los jefes de la Iglesia, he aquí lo que es el Espíritu de 
los Hechos. 
Pero hay todavía más. El Espíritu Santo es tratado también como 
una persona, sobre todo en el paralelo que se le hace sostener con 
Jesús. Al igual que Jesús envía a Ananías junto a Saulo para 
instruirse sobre la conducta que debe llevar (IX, 10), así el Espíritu 
Santo envía a Pedro al lado de Cornelio (X, 19). Al igual que Jesús 
no había permitido a Pablo que permaneciese en Jerusalén, sino 
que le había enviado entre los paganos (IX, 15), a su vez el Espíritu 
Santo, más tarde, le impedirá que vaya a Bitinia para enviarle a la 
Tróade (XVI, 7). En fin, el Espíritu Santo está también personificado 
cuando Pedro reprocha a Ananías por haber mentido al Espíritu 
Santo (V, 3, 9). Jesús mismo había declarado que la blasfemia 
contra el Espíritu Santo no tendría perdón (Mat., XII, 31). 
La Iglesia no ha tenido la preocupación de olvidar esta 
enseñanza. Sabe que el guía que la ha dirigido en sus primeros 
pasos en medio de un mundo hostil y cerrado para Cristo, sigue 
siendo aún su luz y su defensor. Cada año, en la semana de 
Pentecostés, repite esas palabras de la admirable secuencia: 
«O lux beatissima,
Reple cordis intima
Tuorum fidelium.»
«¡Oh luz felicísima,
Llena, en lo más íntimo,
El corazón de tus fieles»

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958

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17. Encíclica Divino afflante Spiritu. 
18. Biblia de Jerusalén, en nota a dicho versículo. 
19. Ese texto adquirió aún más importancia cuando Jesús entró en 
Jenusalén el «día de Ramos», montado en la asnilla (Mat., XXI, 5, se 
refiere a él explícitamente). 
20. La elección de la virginidad era inhabitual por lo común entre los 
judíos por la razón de que la esterilidad que comportaba era la vergüenza 
de la mujer judía (véase Lucas, I, 25). Sin embargo, este ideal era 
conocido, los documentos de Qumran (manuscritos descubiertos en las 
proximidades del Mar Muerto) lo atestiguan, de ciertas sectas esenias. 
21. Se puede captar ese mismo procedimiento en la escena de la 
Transfiguración: Lucas, IX, 35. El Evangelista acude nuevamente aquí al 
mismo versículo de Isaías, XLII, 1, pero no escribe ya «muy amado». El 
verbo empleado en participio perfecto significa «elegido por encima de 
todos los otros», y por tanto único y amado más que todo. 
22. Dos textos en este sentido: IX, 20, y XIII, 33. 38