MAGISTERIO
DE LA IGLESIA
(1758-1816)
CLEMENTE XIII,1758-1769
CLEMENTE XIV, 1769-177
PIO
Vl, 1775-1799
De
los matrimonios mixtos en Bélgica
[Del
rescripto de Pío Vl al Card. de Frauckenberg, arzobispo de Malinas, y a los
obispos de Bélgica, de
13 de julio de 1782]
...Por
ello no debemos apartarnos de la sentencia uniforme de nuestros predecesores y
de la disciplina eclesiástica, que no aprueban los matrimonios entre ambas
partes heréticas o entre una parte católica y herética otra, y eso mucho
menos en el caso en que sea menester de dispensa en algún grado...
Pasando
ahora a otro punto sobre la asistencia mandada a los párrocos en los
matrimonios mixtos, decimos que, si previamente hecha la admonición
anteriormente dicha a fin de apartar a la parte católica del matrimonio ilícito,
ésta persiste no obstante en la voluntad de contraer el matrimonio y se prevé
que éste ha de seguirse infaliblemente, entonces el párroco católico podrá
ofrecer su presencia material; con la salvedad, sin embargo, de que está
obligado a guardar las siguientes cautelas: En primer lugar, que no
asista a tal matrimonio en lugar sagrado, ni revestido de ornamento alguno que
indique rito sagrado, y no recitará sobre los contrayentes oración eclesiástica
ninguna ni en modo alguno los bendecirá. Segundo, que exija y reciba del
contrayente hereje una declaración por escrito, presentes dos testigos que
deberán también firmarla, en la que con juramento se obligue a permitir a su
comparte el libre uso de la religión católica y a educar en ella a todos los
hijos que nacieren sin distinción alguna de sexos. Tercero, que el mismo
contrayente católico haga una declaración firmada por si y por dos testigos en
que prometa bajo juramento que no sólo no apostatará él jamás de su religión
católica, sino que en ella educará a toda la prole que naciere y procurará
eficazmente la conversión del otro contrayente acatólico.
En
cuarto lugar, por lo que atañe a las proclamaciones mandadas por decreto
imperial, que los obispos censuran por actos civiles más bien que sagrados,
respondemos: como quiera que están preordenadas a la futura celebración del
matrimonio y contienen por consiguiente una positiva cooperación al mismo, lo
que ciertamente excede los limites de la simple tolerancia, nosotros no podemos
dar nuestra anuencia para que éstas sean hechas.
Réstanos
ahora hablar aún de un punto que, si bien no se nos ha preguntado expresamente
sobre él; no creemos, sin embargo, haya de pasarse en silencio, pues puede con
demasiada frecuencia presentarse en la práctica, a saber: Si el contrayente católico,
queriendo posteriormente participar de los sacramentos, ¿debe ser admitido a
ellos? A lo cual decimos que si demuestra que está arrepentido de su pecaminosa
unión, podrá concedérsele, con tal que declare sinceramente antes de la
confesión que procurará la conversión del cónyuge herético, renueve la
promesa de educar a la prole en la religión ortodoxa y que reparará el escándalo
dado a los otros fieles. Si tales condiciones concurren, no nos oponemos Nos a
que la parte católica participe de los sacramentos.
De la potestad del Romano Pontífice
(contra
el febronianismo)
[Del
Breve Super soliditate, de 28 de noviembre de 1786]
Y
a la verdad, habiendo Dios puesto, como advierte Agustín, en la cátedra de la
unidad la doctrina de la verdad, ese escritor funesto, por lo contrario, no deja
piedra por mover para atacar y combatir por todos los modos esta Sede de Pedro;
la Sede en que los Padres con unánime sentir veneraron constituida la cátedra
en la cual sola había de ser por todos guardada la unidad; de la cual dimanan a
todas las otras los derechos de la veneranda comunión; en la cual es preciso
que se congregue toda la Iglesia, todos los fieles, de dondequiera que sean [cf.
Conc. Vaticano, 1824]. Él no tuvo rubor de llamar fanática a la muchedumbre, a
la que veía romper en estas voces a la vista del Pontífice: que éste era el
hombre que había recibido de Dios las llaves del reino de los cielos con
potestad de atar y desatar; aquel a quien ningún obispo se le podía igualar;
de quien los obispos mismos reciben su autoridad, al modo que él mismo recibió
de Dios su suprema potestad; que él a la verdad es el vicario de Cristo, la
cabeza visible de la Iglesia, el juez supremo de los fieles. Así, pues —¡horrible
blasfemia!— fue fanática la voz misma de Cristo, al prometer a Pedro las
llaves del reino de los cielos con poder de atar y desatar [Mt. 16, 19]; llaves
que, para ser comunicadas a los demás, Optato de Milevi, después de
Tertuliano, no dudó en proclamar que sólo Pedro las ha recibido. ¿Acaso han
de ser llamados fanáticos tantos solemnes y tantas veces repetidos decretos de
los Pontífices y Concilios, por los que son condenados los que nieguen que en
el bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, el Romano Pontífice,
sucesor suyo, fue por Dios constituido cabeza visible de la Iglesia y vicario de
Jesucristo; que le fue entregada plena potestad para regir a la Iglesia y que se
le debe verdadera obediencia por todos los que llevan el nombre cristiano, y que
tal es la fuerza del primado que por derecho divino obtiene, que antecede a
todos los obispos, no sólo por el grado de su honor, sino también por la
amplitud de su suprema potestad? Por lo cual es más de deplorar la precipitada
y ciega temeridad de un hombre que se ha empeñado en renovar con su infausto
libelo errores condenados por tantos decretos, que ha dicho y a cada paso
insinuado con muchos rodeos: que cualquier obispo está por Dios llamado no
menos que el Papa para el gobierno de la Iglesia y no está dotado de menos
potestad que él; que Cristo dio por si mismo el mismo poder a todos los Apóstoles;
que cuanto algunos crean que sólo puede obtenerse y concederse por el Pontífice,
ora penda de la consagración, ora de la jurisdicción eclesiástica, lo mismo
puede igualmente obtenerse de cualquier obispo; que quiso Cristo que su Iglesia
fuera administrada a modo de república; que a este régimen le es necesario un
presidente por el bien de la unidad, pero que no se atreva a meterse en los
asuntos de los otros que juntamente con él mandan; que tenga, sin embargo, el
privilegio de exhortar a los negligentes al cumplimiento de sus deberes; que la
fuerza del primado se contiene en esta sola prerrogativa de suplir la
negligencia de los otros, de mirar por la conservación de la unidad con las
exhortaciones y el ejemplo; que los pontífices nada pueden en una diócesis
ajena fuera de caso extraordinario; que el Pontífice es cabeza que recibe de la
Iglesia su fuerza y su firmeza; que los Pontífices tuvieron para si por licito
violar los derechos de los obispos, y reservarse absoluciones, dispensaciones,
decisiones, apelaciones, colaciones de beneficios, todos los demás cargos, en
una palabra, que el autor registra uno por uno y denuncia como indebidas
reservas, jurídicamente lesivas para los obispos.
De
la exclusiva potestad de la Iglesia sobre los matrimonios de los bautizados
[De
la Epístola Deessemus nobis al obispo de Mottola, de 16 de septiembre de
1788]
No
nos es desconocido haber algunos que, atribuyendo demasiado a la potestad de los
principes seculares e interpretando capciosamente las palabras de este canon [v.
982], han tratado de defender que, puesto que los Padres tridentinos no se
valieron de la fórmula de expresión: “a los jueces eclesiásticos solos”
o “todas las causas matrimoniales”, dejaron a los jueces laicos la
potestad de conocer por lo menos las causas matrimoniales que son de mero hecho.
Pero sabemos que esta cancioncilla y este linaje de sutileza está destituido de
todo fundamento. Porque las palabras del canon son tan generales que comprenden
y abrazan todas las causas; y el espíritu o razón de la ley se extiende tan
ampliamente, que no deja lugar alguno a excepción o limitación. Pues si estas
causas no por otra razón pertenecen al solo juicio de la Iglesia, sino porque
el contrato matrimonial es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos
de la Ley evangélica; como esta razón de sacramento es común a todas las
causas matrimoniales, así todas estas causas deben competir únicamente a los
jueces eclesiásticos.
Errores
del Sínodo de Pistoya
[Condenados
en la Constit. Auctorem Fidei, de 28 de agosto de 1794]
[A.
Errores sobre la Iglesia]
Del
oscurecimiento de las verdades en la Iglesia
[Del
Decr. de grat. § 1]
1.
La proposición que afirma: que en estos últimos siglos se ha esparcido un
general oscurecimiento sobre las verdades de más grave importancia, que miran a
la religión y que son base de la fe y de la doctrina moral de Jesucristo, es
herética.
De
la potestad atribuída a la comunidad de la Iglesia, para que por ésta se
comunique a los pastores
[Epist.
convoc.]
2.
La proposición que establece: que ha sido dada por Dios a la Iglesia la
potestad, para ser comunicada a los pastores que son sus ministros, para la
salvación de las almas; entendida en el sentido que de la comunidad de los
fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico,
es herética.
De
la denominación de cabeza ministeral atribuída al Romano Pontífice
[Decr.
de fide § 8]
3.
Además, la que establece que el romano Pontífice es cabeza ministerial; explicada
en el sentido que el Romano Pontífice no recibe de Cristo en la persona del
bienaventurado Pedro, sino de la Iglesia, la potestad de ministerio, por la que
tiene poder en toda la Iglesia como sucesor de Pedro, vicario de Cristo y cabeza
de toda la Iglesia, es herética.
De
la potestad de la Iglesia en cuanto a establecer y sancionar la disciplina
exterior
[Decr.
de fide §§ 13-14]
4.
La proposición que afirma: que seria abuso de la autoridad de la Iglesia
transferirla más allá de los límites de la doctrina y costumbres y extenderla
a las cosas exteriores, y exigir por la fuerza lo que depende de la persuasión
y del corazón; y además que: mucho menos pertenece a ella exigir por la
fuerza exterior la sujeción a sus decretos, en cuanto por aquellas palabras
indeterminadas: extenderla a las cosas exteriores, quiere notar como
abuso de la autoridad de la Iglesia el uso de aquella potestad recibida de Dios
de que usaron los mismos Apóstoles en establecer y sancionar la disciplina
exterior, es herética.
5.
Por la parte que insinúa que la Iglesia no tiene autoridad para exigir la
sujeción a sus decretos de otro modo que por los medios que dependen de la
persuasión, en cuanto entiende que la Iglesia no tiene potestad que le haya
sido por Dios conferida, no sólo para dirigir por medio de consejos y
persuasiones, sino también para mandar por medio de leyes, y coercer y obligar
a los desobedientes y contumaces por juicio externo y saludables castigos [de
Benedicto XIV en el breve Ad assiduas del año 1755 al Primado,
arzobispos y obispos del reino de Polonia], es inductiva a un sistema otras
veces condenado por herético.
Derechos
indebidamente atribuídos a los obispos
[Decr.
de ord. § 25]
6.
La doctrina del Sínodo, por la que profesa: estar persuadido que el obispo
recibió de Cristo todos los derechos necesarios para el buen régimen de su diócesis,
como si para el buen régimen de cada diócesis no fueran necesarias las
ordenaciones superiores que miran a la fe y a las costumbres, o a la disciplina
general, cuyo derecho reside en los Sumos Pontífices y en los Concilios
universales para toda la Iglesia, es cismática, y por lo menos errónea.
7.
Igualmente al exhortar al obispo a proseguir diligentemente una constitución
más perfecta de la disciplina eclesiástica; y eso contra todas las
costumbres contrarias, exenciones, reservas, que se oponen al buen orden de la
diócesis, a la mayor gloria de Dios y a la mayor edificación de los fieles; al
suponer que es lícito al obispo, por su propio juicio y arbitrio, establecer y
decretar contra las costumbres, exenciones, reservas, ora las que tienen lugar
en toda la Iglesia, ora también las de cada provincia, sin permiso e intervención
de la superior potestad jerárquica, por la cual fueron introducidas y aprobadas
y tienen fuerza de ley, es inductiva al cisma y a la subversión del régimen
jerárquico y errónea.
8.
Igualmente, lo que dice estar persuadido: que los derechos del obispo,
recibidos de Jesucristo para gobernar la Iglesia no pueden ser alterados ni
impedidos, y donde hubiere acontecido que el ejercicio de estos derechos ha sido
interrumpido por cualquier causa, puede siempre y debe el obispo volver a sus
derechos originales, siempre que lo exija el mayor bien de su Iglesia, al
insinuar que el ejercicio de los derechos episcopales no puede ser impedido o
coercido por ninguna potestad superior, siempre que el obispo, por propio
juicio, piense que ello conviene menos al mayor bien de su diócesis, es
inductiva al cisma y subversión del régimen jerárquico y errónea.
Derecho
indebidamente atribuído a los sacerdotes del orden inferior en los decretos
sobre fe y disciplina
[Epist.
convoc.]
9.
La doctrina que establece: que la reforma de los abusos acerca de la
disciplina eclesiástica, en los sínodos diocesanos, depende y debe
establecerse igualmente por el obispo y los párrocos, y que sin libertad de
decisión sería indebida la sujeción a las sugestiones y mandatos de los
obispos, es falsa, temeraria, lesiva de la autoridad episcopal, subversiva
del régimen jerárquico, favorecedora de la herejía Aeriana renovada por
Calvino [cf. Benedicto XIV, De syn. dioec. 13, 1].
[De
la Epist. convoc. De la Epist. ad vic. for. De la or. ad syn. §
8. De la sesión 3]
10.
Igualmente, la doctrina por la que los párrocos u otros sacerdotes congregados
en el Sínodo, se proclaman juntamente con el obispo jueces de la fe, y a la vez
se insinúa que el juicio en las causas de la fe les compete por derecho propio
y recibido también precisamente por la ordenación, es falsa, temeraria,
subversiva del orden jerárquico, cercena la firmeza de las definiciones y
juicios dogmáticos de la Iglesia y es por lo menos errónea.
[Orat.
Synod. § 8]
11.
La sentencia que anuncia que por vieja institución de los mayores, que se
remonta hasta los tiempos apostólicos, guardada a lo largo de los siglos
mejores de la Iglesia, fue recibido no aceptar los decretos, definiciones o
sentencias, aun de las sedes mayores, si no hubieran sido reconocidas y
aprobadas por el sínodo diocesano, es falsa, temeraria, deroga por su
generalidad la obediencia debida a las constituciones apostólicas y también a
las sentencias que dimanan de la legítima potestad superior jerárquica, y es
favorecedora del cisma y la herejía.
Calumnias
contra algunas decisiones en materia de fe emanadas de algunos siglos acá
[De
fide §
12]
12.
Las aserciones del Sínodo complexivamente tomadas acerca de decisiones en
materia de fe, emanadas de unos siglos acá, que presenta como decretos que han
procedido de una iglesia particular o de unos cuantos pastores, no apoyados en
autoridad suficiente alguna, destinados a corromper la pureza de la fe y excitar
a las muchedumbres, inculcados por la fuerza y por los que se han infligido
heridas que están aún demasiado recientes; son falsas, capciosas, temerarias,
escandalosas, injuriosas al Romano Pontífice y a la Iglesia, derogadoras de la
obediencia debida a las constituciones apostólicas, y son cismáticas,
perniciosas y por lo menos erróneas.
Sobre
la paz llamada de Clemente IX
[Or. synod. §
2 en nota]
13.
La proposición, recogida entre las actas del Sínodo que da a entender que
Clemente IX devolvió la paz a la Iglesia por la aprobación de la distinción
de hecho y de derecho en la firma del formulario propuesto por Alejandro VII [v.
1099], es falsa, temeraria, e injuriosa a Clemente IX.
14.
Y en cuanto se favorece esa distinción, exaltando con alabanzas a sus
partidarios y vituperando a sus adversarios; es temeraria, perniciosa, injuriosa
a los sumos Pontífices, favorecedora del cisma y de la herejía.
De
la composición del cuerpo de la Iglesia
[Appen. n. 28]
15.
La doctrina que propone que la Iglesia debe ser considerada como un solo
cuerpo místico, compuesto de Cristo cabeza y de los fieles, que son sus
miembros por unión inefable, por la que maravillosamente nos convertimos con El
mismo en un solo sacerdote, una sola víctima, un solo adorador perfecto del
Padre en espíritu y en verdad, entendida en el sentido de que al cuerpo de
la Iglesia sólo pertenecen los fieles que son adoradores del Padre en espíritu
y en verdad, es herética.
[B.
Errores sobre la justificación, la gracia y las virtudes]
Del
estado de inocencia
[De
grat. §§ 4 y 7; de
sacr. in gen. § 1; de poenit. § 4]
16.
La doctrina del Sínodo sobre el estado de feliz inocencia, cual la representa
en Adán antes del pecado y que comprendía no sólo la integridad, sino también
la justicia interior junto con el impulso hacia Dios por el amor de caridad, y
la primitiva santidad en algún modo restituida después de la caída; en cuanto
complexivamente tomada da a entender que aquel estado fue secuela de la creación,
debido por exigencia natural y por la condición de la humana naturaleza, no
gratuito beneficio de Dios, es falsa, otra vez condenada en Bayo [v. 1001 ss] y
en Quesnel [v. 1384 ss], errónea y favorecedora de la herejía pelagiana.
De
la inmortalidad considerada como condición natural del hombre
[De
bapt. § 2]
17.
La proposición enunciada en estas palabras: Enseñados por el Apóstol,
miramos la muerte no ya como condición natural del hombre, sino realmente como
justa pena del pecado original, en cuanto bajo el nombre del Apóstol,
astutamente alegado, insinúa que la muerte que en el presente estado es
infligida como justo castigo del pecado por justa sustracción de la
inmortalidad, no hubiera sido la condición natural del hombre, como si la
inmortalidad no fuese beneficio gratuito, sino condición natural, es capciosa,
temeraria, injuriosa al Apóstol y otras veces condenada [v. 1078].
De
la condición del hombre en estado de naturaleza
[De
grat § 10]
18.
La doctrina del Sínodo que enuncia que: después de la caída de Adán, Dios
anunció la promesa del futuro libertador y quiso consolar al género humano por
la esperanza de la salvación que había de traer Jesucristo; que Dios, sin
embargo, quiso que el género humano pasara por varios estados antes de
llegar a la plenitud de los tiempos; y primeramente, para que abandonado
el hombre a sus propias luces en el estado de naturaleza aprendiera a
desconfiar de su ciega razón y por sus aberraciones se moviera a desear el
auxilio de la luz superior; tal como está expuesta, es doctrina capciosa,
y, entendida del deseo de ayuda de una luz superior en orden a la salvación
prometida por medio de Cristo, para concebir el cual se supone que pudo moverse
el hombre a sí mismo, abandonado a sus propias luces, es sospechosa y
favorecedora de la herejía semipelagiana.
De
la condición del hombre bajo la Ley
[Ibid.]
19.
Igualmente, la que añade que el hombre bajo la Ley, por ser impotente para
observarla, se volvió prevaricador, no ciertamente por culpa de la Ley, que era
santísima, sino por culpa del hombre que bajo la Ley sin la gracia, se hizo más
y más prevaricador, y añade todavía que la Ley, si no sanó el corazón del
hombre, hizo que conociera sus males y, convencido de su flaqueza, deseara la
gracia del mediador; por la parte que da a entender de manera general que el
hombre se hizo prevaricador por la inobservancia de la Ley, que era impotente
para observar, como si pudiera mandar algo imposible el que es justo, o como si
el que es piadoso hubiera de condenar al hombre por algo que no pudo evitar (SAN
CESAREO, Serm. 73 en apéndice de SAN AGUSTIN, Serm. 273, ed. Maurin; SAN
AGUSTIN, De nat. et grat. c. 43; De grat. et lib. arb. c. 16; Enarr. in psal. 56
n. 1), es falsa, escandalosa, impía y condenada en Bayo [v. 1054].
20.
Por la parte que se da a entender que el hombre bajo la Ley sin la gracia pudo
concebir deseo de la gracia del mediador, ordenado a la salud prometida por
medio de Cristo, como si no fuera la gracia misma la que hace que sea invocado
por nosotros (Concilio de Orange II C. 3 [v. 176]), la proposición, tal como
está, es capciosa, sospechosa y favorecedora de la herejía semipelagiana .
De
la gracia iluminante y excitante
[De
grat. § 11]
21.
La proposición que afirma: que la luz de la gracia, cuando está sola, sólo
hace que conozcamos la infelicidad de nuestro estado y la gravedad de nuestro
mal; que la gracia en tal caso produce el mismo efecto que producía la Ley: y,
por tanto, es necesario que Dios cree en nuestro corazón el amor santo e
inspire el santo deleite contrario al amor dominante en nosotros; que este amor
santo, este santo deleite es propiamente la gracia de Jesucristo, la inspiración
de la caridad por la que hacemos con santo amor lo que conocemos; que ésta es
aquella raíz de que brotan las buenas obras; que ésta es la gracia del Nuevo
Testamento, que nos libra de la servidumbre del pecado y nos constituye hijos de
Dios; en cuanto entiende que sólo es propiamente gracia de Jesucristo la que
crea al amor santo en el corazón y la que hace que hagamos, o también aquella
por la que el hombre, liberado de la servidumbre del pecado, es constituído
hijo de Dios; y que no sea también propiamente gracia de Cristo aquella gracia
por la que es tocado el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu
Santo (Trid. ses. 6, c. 5 [v. 797]), y que no se da verdadera gracia interior de
Cristo a la que se resista, es falsa, capciosa, inductiva al error y condenada
como herética en la segunda proposición de Jansenio, que por esta ha sido
renovada [v. 1093].
De
la fe como gracia primera
[De
fide § 1]
22.
La proposición que insinúa que la fe, por la que empieza la serie de las
gracias y por la que, como por voz primera, somos llamados a la salvación y a
la Iglesia, es la misma excelente virtud de la fe, por la que los hombres se
llaman fieles y lo son; como si no fuera antes aquella gracia que, como previene
la voluntad, así previene también la fe (SAN AGUSTIN, De dono persev. c. 16,
n. 41), es sospechosa de herejía, sabe a ella, fue condenada en Quesnel [v.
1377] y es errónea.
Del
doble amor
[De
grat. § 8]
23.
La doctrina del Sínodo sobre el doble amor, de la concupiscencia dominante y
del amor dominante, que proclama que el hombre sin la gracia está bajo el poder
del pecado y él mismo en ese estado inficiona y corrompe todas sus acciones por
el influjo general de la concupiscencia dominante; en cuanto insinúa que en el
hombre, mientras está bajo la servidumbre o en el estado de pecado, destituído
de aquella gracia por la que se libera de la servidumbre del pecado y se
constituye hijo de Dios, de tal modo domina la concupiscencia que por influjo
general de ésta todas sus acciones quedan en sí mismas inficionadas o
corrompidas, o que todas las obras que se hacen antes de la justificación, de
cualquier modo que se hagan, son pecados —como si en todos sus actos sirviera
el pecador a la concupiscencia que le domina—, es falsa, perniciosa e
inductiva a un error condenado como herético por el Tridentino y nuevamente
condenado en Bayo, art. 40 [véase 817 y 1040].
§
12
24.
Mas por la parte en que entre la concupiscencia dominante y la caridad dominante
no se pone ningún afecto medio —afectos insertos por la naturaleza misma y de
suyo laudables— que, juntamente con el amor de la bienaventuranza y la natural
propensión al bien, nos quedaron como los últimos rasgos y reliquias de la
imagen de Dios (SAN AGUSTIN, De Sprit. et litt. c. 28) —como si entre el amor
divino que nos conduce al reino y el amor humano ilícito, que es condenado, no
se diera el amor humano lícito, que no se reprende (SAN AGUSTIN, Serm. 349 de
car., ed. Maurin.)—, es falsa y otras veces condenada [v. 1038 y 1297].
Del
temor servil
[De
poenit. § 3]
25.
La doctrina que afirma de modo general que el temor de las penas sólo no puede
llamarse malo, si por lo menos llega a detener la mano; como si el mismo temor
del infierno, que la fe enseña ha de infligirse al pecado, no fuera en sí
mismo bueno y provechoso, como don sobrenatural y movimiento inspirado por Dios,
que prepara al amor de la justicia, es falsa, temeraria, perniciosa, injuriosa a
los dones divinos, otras veces condenada [v. 746], contraria a la doctrina del
Concilio Tridentino [v. 798 y 898], así como también a la común sentencia de
los Padres, de que es necesario, según el orden acostumbrado de la preparación
a la justicia, que entre primero el temor, por medio del cual venga la caridad:
el temor, medicina; la caridad, salud (SAN AGUSTIN, In [I] epist. Ioh. c. 4,
Tract. 9; In loh. Evang., Tract. 41, 10; Enarr. in Psalm. 127, 7; Serm. 157, de
verbis Apost. 13; Serm. 161, de verbis Apost. 8; Serm. 349, de caritate, 7).
De
la pena de los que fallecen con sólo el pecado original
[Del
bautismo § 3]
26.
La doctrina que reprueba como fábula pelagiana el lugar de los infiernos (al
que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos),
en que las almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con
pena de daño sin la pena de fuego —como si los que suprimen en él la pena
del fuego, por este mero hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de
culpa y pena, como intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna,
como lo imaginaban los pelagianos—, es falsa, temeraria e injuriosa contra las
escuelas católicas.
[C.
Errores] sobre los sacramentos y primeramente sobre la forma sacramental con
adjunta condición
[De
bapt. § 12]
27.
La deliberación del Sínodo que, bajo pretexto de adherirse a los antiguos cánones,
declara su propósito, en caso de bautismo dudoso, de omitir la mención de la
forma condicional, es temeraria, contraria a la práctica, a la ley y a la
autoridad de la Iglesia.
De
la participación en la víctima en el sacrificio de la Misa
[De
Euch. § 6]
28.
La proposición del sínodo por la que, después de establecer que la
participación en la víctima es parte esencial al sacrificio, añade que no
condena, sin embargo, como ilícitas aquellas misas en que los asistentes no
comulgan sacramentalmente, por razón de que éstos participan, aunque menos
perfectamente, de la misma víctima, recibiéndola en espíritu, en cuanto insinúa
que falta algo a la esencia del sacrificio que se realiza sin asistente alguno,
o con asistentes que ni sacramental ni espiritualmente participen de la victima,
y como si hubieran de ser condenadas como ilícitas aquellas misas en que
comulgando solo el sacerdote, no asista nadie que comulgue sacramental o
espiritualmente, es falsa, errónea, sospechosa de herejía v sabe a ella.
De
la eficacia del rito de la consagración
[De
Euch. § 2]
29.
La doctrina del Sínodo, por la parte en que proponiéndose enseñar la doctrina
de la fe sobre el rito de la consagración, apartadas las cuestiones escolásticas
acerca del modo como Cristo está en la Eucaristía, de las que exhorta se
abstengan los párrocos al ejercer su cargo de enseñar, y propongan estos dos
puntos solos: 1) que Cristo después de la consagración está verdadera, real y
sustancialmente bajo las especies; 2) que cesa entonces toda la sustancia del
pan y del vino, quedando sólo las especies, omite enteramente hacer mención
alguna de la transustanciación, es decir, de la conversión de toda la
sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, que
el Concilio Tridentino definió como artículo de fe [v. 877 y 884] y está
contenida en la solemne profesión de fe [v. 997]; en cuanto por semejante
imprudente y sospechosa omisión se sustrae el conocimiento tanto de un artículo
que pertenece a la fe, como de una voz consagrada por la Iglesia para defender
su profesión contra las herejías, y tiende así a introducir el olvido de
ella, como si se tratara de una cuestión meramente escolástica, es perniciosa,
derogativa de la exposición de la verdad católica acerca del dogma de la
transustanciación y favorecedora de los herejes.
De
la aplicación del fruto del sacrificio
[De
Euch. § 8]
30.
La doctrina del Sínodo por la que, mientras profesa creer que la oblación del
sacrificio se extiende a todos, de tal manera, sin embargo, que pueda en la
liturgia hacerse especial conmemoración de algunos, tanto vivos como difuntos,
rogando a Dios particularmente por ellos, luego seguidamente añade: no es, sin
embargo, que creamos que está en el arbitrio del sacerdote aplicar a quien
quiera los frutos del sacrificio; más bien condenamos este error como en gran
manera ofensivo a los derechos de Dios, que es quien solo distribuye los frutos
del sacrificio a quien quiere y según la medida que a El le place —por donde
consiguientemente acusa de falsa la opinión introducida en el pueblo de que
aquellos que suministran limosna al sacerdote bajo condición de que celebre una
misa, perciben fruto particular de ella—, entendida de modo que, aparte la
peculiar conmemoración y oración, la misma oblación especial o aplicación
del sacrificio que se hace por parte del sacerdote, no aprovecha ceteris paribus
más a aquellos por quienes se aplica que a otros cualesquiera, como si ningún
fruto especial proviniera de la aplicación especial, que la Iglesia recomienda
y manda que se haga por determinadas personas u órdenes de personas,
especialmente de parte de los pastores por sus ovejas, cosa que claramente fue
expresada por el sagrado Concilio Tridentino como proveniente de precepto divino
(ses. XXIII, C. 1; BENED. XIV, Constit. Cum semper oblatas § 2); es falsa,
temeraria, perniciosa, injuriosa a la Iglesia e inductiva al error ya condenado
en Wicleff [v. 599]
Del
orden conveniente que ha de guardarse en el culto
[De
Euch. § 5]
31.
La proposición del Sínodo que enuncia ser conveniente para el orden de los
divinos oficios y por la antigua costumbre, que en cada templo no haya sino un
solo altar y que le place en gran manera restituir aquella costumbre: es
temeraria e injuriosa a una costumbre antiquísima, piadosa y de muchos siglos
acá vigente y aprobada en la Iglesia, particularmente en la latina.
[Ibid.]
32.
Igualmente, la prescripción que veda se pongan sobre los altares relicarios o
flores es temeraria e injuriosa a la piadosa y aprobada costumbre de la Iglesia.
[Ibid.
§ 6]
33.
La proposición del Sínodo por la que manifiesta desear que se quiten las
causas por las que en parte se ha introducido el olvido de los principios que
tocan al orden de la liturgia, volviéndola a mayor sencillez de los ritos,
exponiéndola en lengua vulgar y pronunciándola en voz alta —como si el orden
vigente de la liturgia, recibido y aprobado por la Iglesia, procediera en parte
del olvido de los principios por que debe aquélla regirse—, es temeraria,
ofensiva de los piadosos oídos, injuriosa contra la Iglesia y favorecedora de
las injurias de los herejes contra ella.
Del
orden de la penitencia
[De
poenit. § 7]
34.
La declaración del Sínodo por la que, después de advertir previamente que el
orden de la penitencia canónica de tal modo fue establecido por la Iglesia a
ejemplo de los Apóstoles, que fuera común a todos, y no sólo para el castigo
de la culpa, sino principalmente para la preparación a la gracia, añade que él,
en ese orden admirable y augusto reconoce toda la dignidad de un sacramento tan
necesario, libre de las sutilezas que en el decurso del tiempo se le han añadido
—como si por el orden en que, sin seguir el curso de la penitencia canónica,
se acostumbró administrar este sacramento en la Iglesia, se hubiera disminuído
su dignidad— es temeraria, escandalosa, inductiva al desprecio de la dignidad
del sacramento tal como por toda la Iglesia acostumbra administrarse e injuriosa
a la Iglesia misma.
[De
poenit. § 10 n. 4]
35.
La proposición concebida en estas palabras: si la caridad es siempre débil al
principio, es menester, de vía ordinaria, para obtener el aumento de esta
caridad, que el sacerdote haga preceder aquellos actos de humillación y
penitencia que fueron en todo tiempo recomendados por la Iglesia; reducir estos
actos a unas pocas oraciones o a algún ayuno después de dada ya la absolución,
parece más bien un deseo material de conservar a este sacramento el nombre
desnudo de penitencia que no medio iluminado y apto para aumentar aquel fervor
de la caridad, que debe preceder a la absolución; muy lejos estamos de reprobar
la práctica de imponer penitencias que han de cumplirse aun después de la
absolución: Si todas nuestras buenas obras llevan siempre juntos nuestros
defectos, cuanto más hemos de temer no hayamos cometido muchas imperfecciones
en el cumplimiento de la obra, dificilísima y de grande importancia, de nuestra
reconciliación, en cuanto insinúa que las penitencias que se imponen para ser
cumplidas después de la absolución deben más bien ser miradas como un
suplemento por las faltas cometidas en la obra de nuestra reconciliación, que
no como penitencias verdaderamente sacramentales y satisfactorias por los
pecados confesados —como si para guardar la verdadera razón de sacramento, y
no su nombre desnudo, de vía ordinaria fuera menester que precedan
obligatoriamente a la absolución los actos de humillación y penitencia que se
imponen por modo de satisfacción sacramental—, es falsa, temeraria, injuriosa
a la práctica común de la Iglesia e inductiva al error que fue marcado con
nota herética en Pedro de Osma [v. 728; cf. 1306 s].
De
la disposición previa necesaria para admitir a los penitentes a la reconciliación
[De
grat. § 15]
36.
La doctrina del Sínodo por la que, después de advertir previamente que cuando
se dan signos inequívocos del amor de Dios dominante en el corazón del hombre,
puede con razón juzgársele digno de ser admitido a la participación de la
sangre de Cristo que se da en los sacramentos, añade que las supuestas
conversiones que se cumplen por la atrición, no suelen ser ni eficaces ni
durables; y consiguientemente debe el pastor de las almas insistir en los signos
inequívocos de la caridad dominante antes de admitir a sus penitentes a los
sacramentos, signos que, como seguidamente enseña (§ 17) podrá deducirlos el
pastor de la cesación estable del pecado y del fervor en las buenas obras; y
presenta este fervor de la caridad (De poenit. § 10) como disposición que debe
preceder a la absolución; entendida esta doctrina en el sentido que para
admitir al hombre a los sacramentos, y especialmente a los penitentes al
beneficio de la absolución, se requiere de modo general y absoluto, no sólo la
contrición imperfecta, que corrientemente se designa con el nombre de atrición,
aun la que va junta con el amor por el que el hombre empieza a amar a Dios como
fuente de toda justicia [v. 798], ni sólo la contrición informada por la
caridad, sino también el fervor de la caridad dominante, y éste probado en
largo experimento por el fervor de las buenas obras, es falsa, temeraria,
perturbadora de la tranquilidad de las almas y contraria a la práctica segura y
aprobada en la Iglesia, y rebaja e injuria la eficacia del sacramento.
De
la autoridad de absolver
[De
poenit. § 10, n. 6]
37.
La doctrina del Sínodo que enuncia acerca de la potestad de absolver recibida
por la ordenación, que después de la institución de las diócesis y de las
parroquias es conveniente que cada uno ejerza este juicio sobre las personas que
le están sometidas, ora por razón del territorio, ora por cierto derecho
personal, pues de otro modo se introduciría confusión y perturbación —en
cuanto enuncia que solamente después de la institución de las diócesis y
parroquias es conveniente para precaver la confusión que la potestad de
absolver se ejerza sobre los súbditos—, entendida como si para el uso válido
de esta potestad no fuera necesaria aquella jurisdicción, ordinaria o delegada,
sin la cual declara el Tridentino no ser de valor alguno la absolución
proferida por el sacerdote, es falsa, temeraria, perniciosa, contraria e
injuriosa al Tridentino [v. 903] y errónea.
[Ibid.
§ 11]
38.
Igualmente la doctrina por la que, después de profesar el Sínodo que no puede
menos de admirar aquella venerable disciplina de la antigüedad que, como dice,
no admitía tan fácilmente y quizá nunca a la penitencia a los que después
del primer pecado y de la primera reconciliación, recaían en la culpa, añade
que por el temor de la perpetua exclusión de la comunión y la paz, aun en el
articulo de la muerte, se pondría un gran freno a aquellos que consideran poco
el mal del pecado y lo temen menos, es contraria al canon 13 del Concilio Niceno
I [V. 57], a la decretal de Inocencio I a Exuperio de Tolosa [v. 95] y a la
decretal de Celestino I a los obispos de las provincias Viennense y Narbonense
[v. 111], y huele a la maldad de que en aquella decretal se horroriza el Santo
Pontífice.
De
la confesión de los pecados veniales
[De
poenit. § 12]
39.
La declaración del Sínodo acerca de la confesión de los pecados veniales, que
dice desear no se frecuente en tanto grado, para que tales confesiones no se
vuelvan demasiado despreciables, es temeraria, perniciosa y contraria a la práctica
de los santos y piadosos aprobada por el Concilio Tridentino [v. 899].
De
las indulgencias
[De
ponit. § 16]
40.
La proposición que afirma que la indulgencia, según su noción precisa, no es
otra cosa que la remisión de parte de aquella penitencia que estaba estatuida
por los cánones para el que pecaba —como si la indulgencia, aparte la mera
remisión de la pena canónica, no valiera también para la remisión de la pena
temporal debida por los pecados actuales ante la divina justicia— es falsa,
temeraria, injuriosa a los méritos de Cristo, y tiempo atrás condenada en el
artículo 19 de Lutero [v. 759].
[Ibid.
]
41.
Igualmente en lo que añade que los escolásticos hinchados con sus sutilezas,
introdujeron un mal entendido tesoro de los merecimientos de Cristo y de los
Santos, y a la clara noción de la absolución de la pena canónica sustituyeron
la confusa y falsa de la aplicación de los merecimientos —como si los tesoros
de la Iglesia, de donde el Papa da las indulgencias, no fueran los merecimientos
de Cristo y de los Santos— es falsa, temeraria, injuriosa a los méritos de
Cristo y de los Santos, muy de atrás condenada en el art. 17 de Lutero [v. 757;
cf. 550 ss].
[Ibid.]
42.
Igualmente en lo que añade a que aún es más luctuoso que esta quimérica
aplicación haya querido transferirse a los difuntos, es falsa, temeraria,
ofensiva de los oídos piadosos, injuriosa contra los Romanos Pontífices y la
práctica y sentir de la Iglesia universal, e inductiva al error marcado con
nota herética en Pedro de Osma [cf. 729], condenado de nuevo en el art. 22 de
Lutero [v. 762].
[Ibid.]
43.
En que finalmente ataca con máximo impudor las tablas de indulgencias, altares
privilegiados, etc., es temeraria, ofensiva de los oídos piadosos, escandalosa,
injuriosa contra los Sumos Pontífices y contra la práctica frecuentada en toda
la Iglesia.
De
la reserva de casos
[De
poenit. § 19]
44.
La proposición del Sínodo que afirma que la reserva de casos actualmente no es
otra cosa que una imprudente atadura para los sacerdotes inferiores y un sonido
vacío de sentido para los penitentes, acostumbrados a no preocuparse mucho de
esta reserva, es falsa, temeraria, malsonante, perniciosa, contraria al Concilio
Tridentino [v. 903] y lesiva de la jerarquía eclesiástica superior.
[Ibid.]
45.
Igualmente acerca de la esperanza que muestra de que, reformado el Ritual y
orden de la penitencia, ya no tendrán lugar alguno estas reservas; en cuanto
que, atendida la generalidad de las palabras, da a entender que, por la
reformación del Ritual y del orden de la penitencia hecha por el obispo o el sínodo,
pueden ser abolidos los casos que el Concilio Tridentino (ses. 14, c. 7 [v.
903]) declara que pudieron reservarse a su juicio especial los Sumos Pontífices
según la suprema potestad a ellos concedida en la Iglesia universal, es
proposición falsa, temeraria, que rebaja e injuria al Concilio Tridentino y a
la autoridad de los Sumos Pontífices.
De
las censuras
[De
poenit. §§ 20 y 22]
46.
La proposición que afirma que el efecto de la excomunión es sólo exterior,
porque por su naturaleza sólo excluye de la comunicación exterior con la
Iglesia —como si la excomunión no fuera pena espiritual, que ata en el cielo
y obliga a las almas (de SAN AGUSTIN, Epist. 250 Auxilio episcopo; Tract. 50 in
Ioh. n. 12 —, es falsa, perniciosa, condenada en el art. 23 de Lutero [v. 763]
y por lo menos errónea.
[§§
21 y 23]
47.
Igualmente la proposición que afirma ser necesario según las leyes naturales y
divinas que tanto a la excomunión como a la suspensión deba preceder el examen
personal, y que por tanto las sentencias dichas ipso facto no tienen otra fuerza
que la de una seria conminación sin efecto actual alguno, es falsa, temeraria,
injuriosa a la potestad de la Iglesia y errónea.
[§
22]
48.
Igualmente la que proclama ser inútil y vana la fórmula introducida de unos
siglos a esta parte de absolver generalmente de las excomuniones en que un fiel
pudiera haber caído, es falsa, temeraria e injuriosa a la práctica de la
Iglesia.
[§
24]
49.
Igualmente la que condena como nulas e inválidas las suspensiones “ex
informata conscientia” (por información de conciencia), es falsa, perniciosa
e injuriosa contra el Tridentino.
[Ibid.]
50.
Igualmente en lo que insinúa que no es licito al obispo solo usar de la
potestad, que, sin embargo, le concede el Tridentino (ses. 14, c. 1 de reform.),
de infligir legítimamente la suspensión ex informata conscientia, es lesiva a
la jurisdicción de los prelados de la Iglesia.
Del
orden
[De
ord. § 4]
51.
La doctrina del Sínodo que afirma que en la promoción a las órdenes Se
acostumbró guardar el siguiente modo, según costumbre e institución de la
antigua disciplina, a saber, que si alguno de los clérigos se distinguía por
su santidad de vida, y se le estimaba digno de subir a las órdenes sagradas,
aquél solía ser promovido al diaconado o al sacerdocio, aun cuando no hubiera
recibido las órdenes inferiores y no se decía entonces que tal ordenación era
por salto, como se dijo posteriormente;—
52.
Igualmente la que insinúa que no había otro título de las ordenaciones que el
destino a algún ministerio especial, como fue prescrito en el Concilio de
Calcedonia; añadiendo (§ 6) que mientras la Iglesia se conformó a estos
principios en la selección de los sagrados ministros, floreció el orden eclesiástico;
pero que pasaron ya aquellos días bienaventurados y que se han introducido
después nuevos principios, por los que se corrompió la disciplina en la
selección de los ministros del santuario;—
[§
7]
53.
Igualmente el referir entre esos mismos principios de corrupción haberse
apartado de la antigua institución por la que, como dice (§ 5) la Iglesia,
siguiendo las huellas de los Apóstoles, había estatuído no admitir a nadie al
sacerdocio que no hubiera conservado la inocencia bautismal — en cuanto insinúa
que la disciplina se ha corrompido por los decretos e instituciones:
1)
Ora por aquellos por los que han sido vedadas las ordenaciones por salto;
2)
Ora por aquellos por los que, conforme a la necesidad y comodidad de la Iglesia,
han sido aprobadas las ordenaciones sin título de oficio especial, como
especialmente lo fue por el Tridentino la ordenación a titulo de patrimonio,
salva la obediencia, por la que los así ordenados deben servir a las
necesidades de la Iglesia, en el desempeño de aquellos oficios a que según el
tiempo y el lugar fueren promovidos por el obispo, a la manera que acostumbró
hacerse en la primitiva Iglesia desde los tiempos de los Apóstoles;
3)
Ora por aquellos en que, por derecho canónico, se ha hecho la distinción de
]os crímenes que hacen irregulares a los delincuentes; como si por esta
distinción se hubiera apartado la Iglesia del espíritu del Apóstol, no
excluyendo de modo general e indistintamente del ministerio eclesiástico a
todos, cualesquiera que fueren, que no hubiesen conservado la inocencia
bautismal: —es, en cada una de sus partes, doctrina falsa, temeraria,
perturbadora del orden introducido por la necesidad y utilidad de las iglesias e
injuriosa para la disciplina aprobada por los cánones y especialmente por los
decretos del Tridentino.
[§
13]
54.
Igualmente la que tacha de torpe abuso pretender jamás limosna por la celebración
de las misas o administración de los sacramentos, así como también recibir
derecho alguno llamado de estola y, en general, cualquier estipendio y honorario
que se ofrezca con ocasión de los sufragios o de cualquier función parroquial
—como si los ministros de la Iglesia hubieran de ser tachados de cometer un
torpe abuso, al usar, conforme a la costumbre e institución recibida y aprobada
por la Iglesia, del derecho promulgado por el Apóstol de recibir lo temporal de
aquellos a quienes se administra lo espiritual [Gal. 6, 6]—, es falsa,
temeraria, lesiva del derecho eclesiástico y pastoral e injuriosa contra la
Iglesia y sus ministros.
[§
14]
55.
Igualmente, aquella en que manifiesta desear vehementemente que se hallara algún
modo de apartar al clero menudo (nombre con que se designa el clero de las órdenes
inferiores) de las catedrales y colegiatas, proveyendo de algún otro modo, por
ejemplo, por medio de laicos probos y de edad algo avanzada, asignado el
conveniente estipendio, al ministerio de servir las misas y a los demás
oficios, como de acólito, etc., como antiguamente, dice, solía hacerse, cuando
los oficios de esta especie no se habían reducido a mera apariencia para
recibir las órdenes mayores; en cuanto reprende la institución por la que se
precave que las funciones de las órdenes menores sólo se presten o ejerciten
por aquellos que están adscriptivamente constituídos en ellas (Conc. prov. IV
de Milán) y esto según la mente del Tridentino (ses. 23, c. 17), a fin de que
las funciones de las santas órdenes desde el diaconado al ostiariado,
laudablemente recibidas por la Iglesia desde los tiempos apostólicos y en
algunos lugares por algún tiempo interrumpidas, se renueven conforme a los
sagrados cánones y no sean acusadas de ociosas por los herejes, es sugestión
temeraria, ofensiva de los oídos piadosos, perturbadora del ministerio eclesiástico,
disminuidora de la decencia que, en lo posible, ha de guardarse en la celebración
de los misterios, injuriosa contra los cargos y funciones de las órdenes
menores y además contra la disciplina aprobada por los cánones y especialmente
por el Concilio Tridentino y favorecedora de las injurias y calumnias de los
herejes contra ella.
[§
18]
56.
La doctrina que establece que parece conveniente no se conceda ni admita jamás
dispensa alguna en los impedimentos canónicos que provienen de delitos
expresados en el derecho, es lesiva de la equidad y moderación canónica
aprobada por el Concilio Tridentino y derogativa de la autoridad y derechos de
la Iglesia.
[Ibid.
22]
57.
La prescripción del Sínodo que de modo general y sin discriminación rechaza
como abuso cualquier dispensa para que a uno y mismo sujeto se le confiera más
de un beneficio residencial —igualmente en lo que añade ser para él cierto
que, conforme al espíritu de la Iglesia, nadie puede gozar más de un
beneficio, aunque sea simple— es, por su generalidad, derogativa de la
moderación del Tridentino (ses. 7, c. 5, y ses. 24, c. 17).
De
los esponsales y matrimonio
[Libell.
memor. circa spons. etc. § 8]
58.
La proposición que establece que los esponsales propiamente dichos contienen un
acto meramente civil, que dispone a la celebración del matrimonio y que deben
sujetarse enteramente a la prescripción de las leyes civiles —como si el acto
que dispone a un sacramento, no estuviera sujeto por esa razón al derecho de la
Iglesia—, es falsa, lesiva del derecho de la Iglesia en cuanto a los efectos
que provienen aun de los esponsales en virtud de las sanciones canónicas y
derogativa de la disciplina establecida por la Iglesia.
[De
matrim. §§ 7, 11 y 12]
59.
La doctrina del Sínodo que afirma que originariamente sólo a la suprema
potestad civil atañía poner al contrato del matrimonio impedimentos del género
que lo hacen nulo y se llaman dirimentes, derecho originario que se dice además
estar connexo esencialmente con el derecho de dispensarlos, añadiendo que,
supuesto el asentimiento o connivencia de los principes pudo la Iglesia
constituir justamente impedimentos que dirimen el contrato mismo del matrimonio
—como si la Iglesia no hubiera siempre podido y no pudiera constituir por
derecho propio en los matrimonios de los cristianos impedimentos que no sólo
impiden el matrimonio, sino que lo hacen nulo en cuanto al vínculo, por los que
están ligados los cristianos aun en tierra de infieles, y dispensar de ellos—
es eversiva de los cánones 3, 4, 9 y 12 de la sesión 24 del Concilio
Tridentino y herética [v. 973 ss].
[Lib.
memor. circa sponsat. § lo]
60.
Igualmente el ruego del Sínodo a la potestad civil sobre que quite del numero
de los impedimentos el parentesco espiritual y el que se llama de pública
honestidad, cuyo origen se halla en la colección de Justiniano, además, que
restrinja el impedimento de afinidad y parentesco, proveniente de cualquier unión
lícita o ilícita, hasta el cuarto grado según la computación civil por línea
lateral y oblicua, de tal modo, sin embargo, que no se deje esperanza alguna de
obtener dispensa —en cuanto atribuye a la potestad civil el derecho de abolir
o restringir los impedimentos establecidos o aprobados por autoridad de la
Iglesia e igualmente por la parte que supone que la Iglesia puede ser despojada
por la autoridad civil del derecho de dispensar sobre los impedimentos por ella
establecidos o aprobados—, es subversiva de la libertad y potestad de la
Iglesia, contraria al Tridentino y proveniente del principio herético arriba
condenado [v. 973 ss].
[D.
Errores] sobre los deberes, ejercicios e instituciones pertenecientes al culto
religioso
Y
primeramente, de la adoración a la humanidad de Cristo
[De
fide § 3]
61.
La proposición que afirma que adorar directamente la humanidad de Cristo y más
aún alguna de sus partes, será siempre un honor divino dado a una criatura
—en cuanto por esta palabra directamente intenta reprobar el culto de adoración
que los fieles dirigen a la humanidad de Cristo, como si tal adoración por la
que se adora la humanidad y la carne misma vivificante de Cristo, no ciertamente
por razón de sí misma y como mera carne, sino como unida a la divinidad, fuera
honor divino tributado a la criatura, y no más bien una sola y la misma adoración,
con que es adorado el Verbo encarnado con su propia carne (del Conc.
Constantinopol. II, quinto ecum. [v. 221 ¡ cf. 120]—, es falsa y capciosa, y
rebaja e injuria el piadoso y debido culto que se tributa y debe tributarse por
los fieles a la humanidad de Cristo.
[De
orat. § 17]
62.
La doctrina que rechaza la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús entre
las devociones que nota de nuevas, erróneas, o por lo menos peligrosas
—entendida de esta devoción tal como ha sido aprobada por la Sede Apostólica—,
es falsa, temeraria, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa
contra la Sede Apostólica.
[De
orat, § 10. Appen. n. 32]
63.
Igualmente en el hecho de argüir a los adoradores del corazón de Jesús de no
advertir que no puede adorarse con culto de latría la santísima carne de
Cristo, ni parte de ella, ni tampoco toda la humanidad, separándola o amputándola
de la divinidad —como si los fieles adoraran al corazón de Jesús separándolo
o amputándolo de la divinidad, siendo así que lo adoran en cuanto es corazón
de Jesús, es decir, el corazón de la persona del Verbo, al que está
inseparablemente unido, al modo como el cuerpo exangüe de Cristo fue adorable
en el sepulcro, durante el triduo de su muerte, sin separación o corte de la
divinidad—, es capciosa e injuriosa contra los fieles adoradores del corazón
de Cristo.
Del
orden prescrito en el desempeño de los ejercicios piadosos
[De
orat. § 14. Append. n. 341
64.
La doctrina que nota universalmente de supersticiosa cualquier eficacia que se
ponga en determinado numero de preces y piadosos actos —como si hubiese de ser
tenida por supersticiosa la eficacia que no se toma del número en si mismo
considerado, sino de la prescripción de la Iglesia, que prescribe cierto número
de preces o de actos externos para conseguir las indulgencias, para cumplir las
penitencias y en general para desempeñar debida y ordenadamente el culto
sagrado y religioso— es falsa, temeraria, escandalosa, perniciosa, injuriosa a
la piedad de los fieles, derogadora de la autoridad de la Iglesia y errónea.
[De
poenit. § 10]
65.
La proposición que enuncia que el estrépito irregular de las nuevas
instituciones que se han llamado ejercicios o misiones.... tal vez nunca
o al menos muy rara vez llegan a obrar la conversión absoluta, y aquellos actos
exteriores de conmoción que aparecieron no fueron otra cosa que relámpagos
pasajeros de la sacudida natural, es temeraria, malsonante, perniciosa e
injuriosa a la costumbre piadosa y saludablemente frecuentada por la Iglesia y
fundada en la palabra de Dios.
Del
modo de juntar la voz del pueblo con la voz de la Iglesia, en las preces públicas.
[De
orat. § 24]
66.
La proposición que afirma que sería contra la práctica apostólica y los
consejos de Dios, si no se le procuraran al pueblo modos más fáciles de unir
su voz con la voz de toda la Iglesia —entendida de la introducción de la
lengua vulgar en las preces litúrgicas—, es falsa, temeraria, perturbadora
del orden prescrito para la celebración de los misterios y fácilmente causante
de mayores males.
De
la lectura de la Sagrada Escritura
[De
la nota al final del Decr. de gratia]
67.
La doctrina de que sólo la verdadera imposibilidad excusa de la lectura de las
Sagradas Escrituras y de que por sí mismo se delata el oscurecimiento que del
descuido de este precepto ha caído sobre las verdades primarias de la religión,
es falsa, temeraria, perturbadora de la tranquilidad de las almas y ya condenada
en Quesnel [v. 1429 ss].
De
la pública lectura de libros prohibidos en la Iglesia
[De
orat. § 29]
68.
La alabanza con que en gran manera recomienda el Sínodo los comentarios de
Quesnel al Nuevo Testamento y otras obras de otros autores que favorecen los
errores quesnelianos, aunque sean obras prohibidas, y se las propone a los párrocos
para que cada uno las lea en su parroquia después de las demás funciones, como
si estuvieran llenas de los sólidos principios de la religión, es falsa,
escandalosa, temeraria, sediciosa, injuriosa a la Iglesia y favorecedora del
cisma y la herejía.
De
las sagradas imágenes
[De
orat. 17]
69.
La proposición que, de modo general e indistintamente, señala entre las imágenes
que han de ser quitadas de la Iglesia, como que dan ocasión de error a los
rudos, las imágenes de la Trinidad incomprensible, es, por su generalidad,
temeraria y contraria a la piadosa costumbre frecuentada en la Iglesia, como si
no hubiera imágenes de la santísima Trinidad comúnmente aprobadas y que
pueden con seguridad ser permitidas (del Breve Sollicitudini nostrae de
BENEDICTO XIV, del año 1745).
70.
Igualmente la doctrina y prescripción que reprueba de modo general todo culto
especial que los fieles suelen especial mente tributar a alguna imagen y acudir
a ella más bien que a otra, es temeraria, perniciosa e injuriosa no sólo a la
costumbre frecuentada en la Iglesia, sino también a aquel orden de la
providencia por el que Dios quiso que fuese así, y no que en todas las capillas
de los Santos se cumplieran estas cosas, pues divide sus propios dones a cada
uno como quiere (de SAN AGUST., Epist. 78 al Clero, ancianos y a todo el pueblo
de la Iglesia de Hipona).
71.
Igualmente la que veda que las imágenes, particularmente las de la
bienaventurada Virgen, se distingan por otros títulos que las denominaciones análogas
con los misterios de que se hace mención expresa en la Sagrada Escritura; como
si no pudiera adscribirse a las imágenes otras piadosas denominaciones, que la
Iglesia aprueba y recomienda en las mismas preces públicas: es temeraria,
ofensiva a los oídos piadosos e injuriosa a la veneración debida especialmente
a la bienaventurada Virgen.
72.
Igualmente, la que quiere extirpar como un abuso la costumbre de guardar veladas
algunas imágenes, es temeraria y contraria al uso frecuentado en la Iglesia e
introducido para fomentar la piedad de los fieles.
De
las fiestas
[Libell.
memor. pro fest. retorm, § 3[
73.
La proposición que enuncia que la institución de nuevas: fiestas ha tenido su
origen del descuido en observar las antiguas y de las falsas nociones sobre la
naturaleza y fin de las mismas solemnidades, es falsa, temeraria, escandalosa,
injuriosa a la Iglesia y favorecedora de las injurias de los herejes contra los
días festivos celebrados en la Iglesia.
[Ibid.
§ 8]
74.
La deliberación del Sínodo sobre transferir al domingo las fiestas instituidas
durante el año —y eso por el derecho que dice estar persuadido competirle al
obispo sobre la disciplina eclesiástica en orden a las cosas meramente
espirituales— y, por ende, sobre la derogación del precepto de oir Misa en
los días en que (por antigua ley de la Iglesia) vige aún ese precepto; además,
en lo que añade sobre transferir al Adviento, por autoridad episcopal, los
ayunos que durante el año han de guardarse por precepto de la Iglesia, en
cuanto sienta que es licito al obispo, por propio derecho, transferir los días
prescritos por la Iglesia para celebrar las fiestas y ayunos o derogar el
precepto promulgado (v. 1.: introducido) de oir Misa — es proposición falsa,
lesiva del derecho de los Concilios universales y de los Sumos Pontífices,
escandalosa y favorecedora del cisma.
De
los juramentos
[Libell.
memor. pro iuram. refarm. § 4]
75.
La doctrina que afirma que en los tiempos bienaventurados de la Iglesia naciente
los juramentos fueron estimados tan ajenos a las enseñanzas del divino Maestro
y a la áurea sencillez evangélica, que el mismo jurar sin extrema e ineludible
necesidad hubiera sido reputado acto irreligioso e indigno del hombre cristiano;
y además, que la serie continua de los Padres demuestra que los juramentos por
común sentimiento fueron tenidos por vedados y de ahí pasa a reprobar los
juramentos, que la curia eclesiástica, siguiendo, según dice, la norma de la
jurisprudencia feudal, adoptó en las investiduras y en las mismas sagradas
ordenaciones de los obispos, y establece, por tanto, que debe pedirse a la
potestad civil una ley para abolir los juramentos que incluso en las curias
eclesiásticas se exigen para recibir los cargos y oficios y, en general, para
todo acto curial, es falsa, injuriosa a la Iglesia, lesiva del derecho eclesiástico
y subversiva de la disciplina introducida y aprobada por los cánones.
De
las colaciones eclesiásticas
[De
collat. eccles. § 1]
76.
La invectiva con que el Sínodo ataca a la Escolástica, como la que abrió el
camino para inventar sistemas nuevos y discordantes entre si acerca de las
verdades de mayor precio y que finalmente condujo al probabilismo y al laxismo
en cuanto echa sobre la Escolástica los vicios de los particulares que pudieron
abusar o abusaron de ella—, es falsa, temeraria, injuriosa contra santísimos
varones y doctores que cultivaron la Escolástica con grande bien de la religión
católica y favorecedora de los denuestos malévolos de los herejes contra ella.
[Ibid.]
77.
Igualmente en lo que añade que el cambio de la forma del régimen de la
Iglesia, por el que ha sucedido que los ministros de ella vinieron a olvidarse
de sus derechos que son juntamente sus obligaciones, condujo finalmente a hacer
olvidar las primitivas nociones del ministerio eclesiástico y de la solicitud
pastoral —como si por el conveniente cambio de régimen de la disciplina
constituída y aprobada en la Iglesia, pudiera jamás olvidarse y perderse la
primitiva noción del ministerio eclesiástico o de la solicitud pastoral— es
proposición falsa, temeraria y errónea.
[§
4]
78.
La prescripción del Sínodo sobre el orden de las materias que deben tratarse
en las conferencias, en la que, después de advertir previamente cómo en
cualquier artículo debe distinguirse lo que toca a la fe y a la esencia de la
religión de lo que es propio de la disciplina, añade que en esta misma
disciplina hay que distinguir lo que es necesario o útil para mantener a los
fieles en el espíritu, de lo que es inútil o más oneroso de lo que sufre la
libertad de los hijos de la Nueva Alianza, y más todavía, de lo que es
peligroso o nocivo, como que induce a la superstición o al materialismo, en
cuanto por la generalidad de las palabras comprende y somete al examen prescrito
hasta la disciplina constituida y aprobada por la Iglesia —como si la Iglesia
que se rige por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil
y más onerosa de lo que sufre la libertad cristiana, sino peligrosa, nociva e
inducente a la superstición y al materialismo—, es falsa, temeraria,
escandalosa, perniciosa, ofensiva a los oídos piadosos, injuriosa a la Iglesia
y al Espíritu de Dios por el que ella se rige, y por lo menos errónea.
Denuestos
contra algunas sentencias todavía discutidas en las escuelas católicas
[Orat.
ad synod. § l]
79.
La aserción que ataca con denuestos e injurias las sentencias que se discuten
en las escuelas católicas y sobre las cuales la Sede Apostólica nada ha
juzgado todavía que deba definirse o pronunciarse, es falsa, temeraria,
injuriosa contra las escuelas católicas y derogadora de la obediencia debida a
las constituciones apostólicas.
[E.
Errores sobre la reforma de los regulares]
De
las tres reglas puestas como fundamento por el Sínodo para la reforma de los
regulares
[LibelI.
memor. pro reform. regular. § 9]
80.
La regla I que establece universalmente y sin discriminación: que el estado
regular o monástico es por su naturaleza incompatible con la cura de almas y
con los cargos de la vida pastoral, y que, por ende, no puede venir a formar
parte de la jerarquía eclesiástica, sin que pugne de frente con los principios
de la misma vida monástica, es falsa, perniciosa, injuriosa contra santísimos
padres y prelados de la Iglesia que unieron las instituciones de la vida regular
con los cargos del orden clerical, contraria a la piadosa, antigua y aprobada
costumbre de la Iglesia y a las sanciones de los sumos Pontífices, como si los
monjes a quienes recomienda la gravedad de sus costumbres y la santa institución
de vida y fe, no se agregaran a los oficios de los clérigos, no sólo legítimamente
y sin ofensa de la religión, sino también con gran utilidad de la Iglesia (de
la Epist. decret. de San Siricio a Himerio Tarracon. e. 13 [v. 90] l.
81.
Igualmente, en lo que añade que los santos Tomás y Buenaventura de tal modo
procedieron en la defensa de los institutos de los mendicantes, contra hombres
eminentes, que en sus alegatos hubiera sido de desear menos calor y más
exactitud, es escandalosa, injuriosa contra santísimos doctores y favorecedora
de las impías injurias de autores condenados.
82.
La regla II de que la multiplicación de las órdenes y su diversidad trae
naturalmente perturbación y confusión; igualmente en lo que anteriormente
advierte § 4, que los fundadores de regulares que aparecieron después de los
institutos monásticos, sobreañadiendo órdenes a ordenes, reformas a reformas,
no hicieron otra cosa que dilatar más y más la primera causa del mal,
entendida de las órdenes e institutos aprobados por la Santa Sede —como si la
distinta variedad de piadosos ministerios a que las distintas órdenes están
dedicadas, debiera producir por su naturaleza perturbación y confusión—, es
falsa, calumniosa e injuriosa, ora contra los santos fundadores y sus fieles
discípulos, ora contra los mismos Sumos Pontífices.
83.
La regla III por la que después de sentar previamente que un pequeño cuerpo
que vive dentro de la sociedad civil sin que sea verdaderamente parte de ella y
que fija su pequeña monarquía dentro del Estado es siempre peligroso, y
seguidamente con este pretexto acusa a los monasterios particulares unidos de un
modo especial por el vinculo del común instituto bajo una sola cabeza, como
otras tantas monarquías especiales, peligrosas y nocivas a la república civil,
es falsa, temeraria, injuriosa contra los institutos regulares aprobados por la
Santa Sede para el provecho de la religión y favorecedora de los ataques y
calumnias de los herejes contra esos mismos institutos.
Del
sistema o conjunto de ordenaciones deducido de las reglas alegadas y comprendido
en los ocho artículos siguientes para la reforma de los regulares
[§
10]
84.
Art. I. Debe mantenerse en la Iglesia una sola orden y elegirse con preferencia
a las demás la regla de San Benito, ora por su excelencia, ora por los
preclaros merecimientos de aquella orden; de tal modo, sin embargo, que en
aquellos puntos que tal vez ocurran menos acomodados a la condición de los
tiempos, sea el modo de vida instituído en Port-Royal el que dé luz para
averiguar sobre qué convenga añadir o quitar.
Art.
II. Quienes se incorporaren a esta orden, no han de formar parte de la jerarquía
eclesiástica, ni ser promovidos a las sagradas órdenes, fuera de uno o dos a
lo sumo, que han de ser iniciados como curatos o capellanes del monasterio,
permaneciendo los demás en la simple clase de los legos.
Art.
III. Sólo debe admitirse un monasterio en cada ciudad, y ése colocarlo fuera
de las murallas de la misma, en lugares suficientemente ocultos y apartados.
Art.
IV. Entre las ocupaciones de la vida monástica debe inviolablemente guardarse
su parte al trabajo manual, dejado, sin embargo, el tiempo conveniente para
gastarlo en la salmodia, o, si alguno tiene ese gusto, en el estudio de las
letras; la salmodia debiera ser moderada, porque su extensión exagerada
engendra precipitación, molestia y distracción; cuanto más se han aumentado
las salmodias, oraciones y rezos, otro tanto, en todo tiempo, con exacta
proporción, se ha disminuído el fervor y la santidad de los regulares.
Art.
V. No debiera admitirse distinción alguna entre monjes dedicados al coro o a
los oficios; semejante desigualdad suscitó en todo tiempo gravísimos pleitos y
discordias, y expulsó de las comunidades de regulares el espíritu de caridad.
Art.
VI. El voto de perpetua estabilidad nunca debe tolerarse; no lo conocían
aquellos antiguos monjes que fueron, sin embargo, el consuelo de la Iglesia y el
ornamento del cristianismo; los votos de castidad, pobreza y obediencia no se
admitirán a modo de regla estable. Si alguno quisiere hacer esos votos, todos o
algunos, pedirá consejo y permiso al obispo, el cual, sin embargo, nunca
permitirá que sean perpetuos, ni excederán el término de un año; sólo se
dará facultad de renovarlos bajo las mismas condiciones.
Art.
VII. Será competencia del obispo todo género de inspección sobre la vida de
aquéllos, sus estudios, progreso en la piedad; a él tocará admitir y expulsar
a los monjes, oído siempre, no obstante, el consejo de sus compañeros.
Art.
VIII. Los regulares de las órdenes que aún quedan, aunque sean sacerdotes,
podrían ser admitidos en este monasterio, a condición de que desearan
dedicarse en silencio y soledad a su propia santificación —en cuyo caso habría
lugar a dispensación en la regla establecida en el n. II—, a condición, sin
embargo, de que no sigan una regla de vida distinta a la de los demás, hasta el
punto que no se celebren más que una o a lo sumo dos misas al día, y debe
bastarles a los demás sacerdotes celebrar juntamente con la comunidad.
Igualmente
para la reforma de las monjas
[§
11]
Los
votos perpetuos no deben admitirse hasta los 40 ó 45 años; las monjas deben
ser dedicadas a sólidos ejercicios, especialmente al trabajo, y ser apartadas
de la espiritualidad carnal por la que están retenidas la mayoría de ellas;
debe considerarse si, por lo que a ellas toca, sería bastante dejar un
monasterio en la ciudad.
Es
sistema subversivo de la disciplina vigente y ya de antiguo aprobada y recibida,
pernicioso, opuesto e injurioso a las constituciones apostólicas y a las
sanciones de muchos Concilios, hasta universales, y especialmente del
Tridentino, y favorecedor de los denuestos y calumnias de los herejes contra los
votos monásticos e institutos regulares, entregados a una más estable profesión
de los consejos evangélicos.
[F.
Errores] sobre la convocación de un Concilio nacional
[Libell.
memor. pro convoc. conc. nation. § 1]
85.
La proposición que enuncia que basta cualquier conocimiento de la historia
eclesiástica para que cada uno deba confesar que la convocación del Concilio
nacional es una de las vías canónicas para terminar en las Iglesias de las
respectivas naciones las controversias que tocan a la religión, entendida en el
sentido de que las controversias que tocan a la fe y costumbres surgidas en una
Iglesia cualquiera pueden terminarse con juicio irrefragable por medio de un
Concilio nacional —como si la inerrancia en materia de fe y costumbres
compitiera al Concilio nacional—, es cismática y herética.
Mandamos,
pues, a todos los fieles de Cristo de ambos sexos no se atrevan a sentir, enseñar,
predicar de dichas proposiciones y doctrinas contra lo que en esta Constitución
nuestra está declarado; de suerte que quienquiera las enseñare, defendiere o
publicare, todas o alguna de ellas, conjunta o separadamente, o tratare de
ellas, aun disputando, pública o privadamente, si no fuere acaso impugnándolas,
quede sometido, por el mero hecho, sin otra declaración, a las censuras eclesiásticas
y a las demás penas por derecho establecidas contra quienes perpetran actos
semejantes.
Por
lo demás, por esta expresa reprobación de las predichas proposiciones y
doctrinas, en modo alguno intentamos aprobar lo demás que en el mismo libro se
contiene, como quiera, mayormente, que en él han sido halladas muchas
proposiciones y doctrinas ora afines a las que arriba quedan condenadas, ora que
no sólo demuestran temerario desprecio de la doctrina y disciplina común y
recibida, sino particularmente ánimo hostil hacia los Romanos Pontífices y la
Sede Apostólica. Dos cosas especialmente creemos que deben ser notadas, que si
no con mala intención, sí al menos con harta imprudencia se les escaparon al Sínodo
acerca del augustísimo misterio de la Santísima Trinidad (§ 2 del Decr. de
fide) y que fácilmente pudieran inducir a error, sobre todo a los rudos e
incautos.
Primero,
que después de haber debidamente advertido que Dios permanece uno y simplicísimo
en su ser, al añadir seguidamente que el mismo Dios se distingue en tres
personas, malamente se aparta de la forma común y aprobada en las instituciones
de la doctrina cristiana, por la que Dios se llama ciertamente uno “en tres
personas distintas”, no “distinto en tres personas”; con ese cambio de la
fórmula, por la fuerza de las palabras, se desliza el peligro de error de que
la esencia divina sea tenida por distinta en las tres personas, siendo así que
la fe católica de tal modo la confiesa una en las personas distintas, que a la
vez la proclama en sí totalmente indistinta.
Segundo,
lo que enseña de las mismas tres divinas personas, que ellas según sus
propiedades personales e incomunicables, hablando más exactamente se expresan o
llaman Padre, “Verbo”” y Espíritu Santo; como si el nombre de “Hijo”
fuera menos propio y exacto, cuando está consagrado por tantos lugares de la
Escritura, por la voz misma del Padre bajada de los cielos y de la nube, ora por
la fórmula del bautismo prescrita por Cristo, ora por aquella preclara confesión
en que Pedro fue por Cristo mismo proclamado “bienaventurado”, y no se
hubiera más bien de mantener lo que, por Agustín enseñado, enseñó a su vez
el maestro angélico “El nombre de Verbo importa la misma propiedad que el de
Hijo”, como quiera que dice Agustín: “En tanto se llama Verbo en cuanto es
Hijo”.
Ni
debe tampoco pasarse en silencio aquella insigne temeridad, llena de
fraudulencia, del Sínodo, que tuvo la audacia no sólo de exaltar con amplísimas
alabanzas la declaración de la junta galicana del año 1682 [v. 1322 ss] de
tiempo atrás reprobada por la Sede Apostólica, sino de incluirla
insidiosamente en el decreto titulado “de la fe”, a fin de procurarle mayor
autoridad, de adoptar abiertamente los artículos en aquélla contenidos y de
sellar, por la pública y solemne profesión de estos artículos, lo que de modo
disperso se enseña a lo largo de ese mismo decreto. Con lo cual no sólo se nos
ofrece a nosotros una razón mucho más grave de rechazar el Sínodo que la que
nuestros predecesores tuvieron para rechazar aquellos comicios o juntas, sino
que se infiere no leve injuria a la misma Iglesia galicana, a la que el Sínodo
juzgó digna de que su autoridad fuera invocada para patrocinar los errores de
que aquel decreto está contaminado.
Por
eso, si las actas de la junta galicana, apenas aparecieron las reprobaron,
rescindieron y declararon nulas e inválidas nuestro predecesor, el venerable
Inocencio XI por sus Letras en forma de breve del día 11 de abril del año
1682, y luego más expresamente Alejandro VIII por la constitución Inter
multiplices del día 4 de agosto de 1680 [v. 1322 ss] en razón de su cargo
apostólico; mucho más fuertemente exige de nosotros la solicitud pastoral
reprobar y condenar la reciente adopción de ellas, afectada de tantos vicios,
hecha en el Sínodo, como temeraria, escandalosa, y, sobre todo después de los
decretos publicados por nuestros predecesores, injuriosa en sumo grado para esta
Sede Apostólica, como por la presente Constitución nuestra la reprobamos y
condenamos y queremos sea tenida por reprobada y condenada.
PIO
VII, 1800-1823
Sobre
la indisolubilidad del matrimonio
[Del
Breve a Carlos de Dalberg, arzobispo de Maguncia, de 8 de noviembre de 1803]
El
Sumo Pontífice, a las dudas propuestas, responde entre otras cosas: Que la
sentencia de los tribunales laicos y de las juntas católicas, por las que
principalmente se declara la nulidad de los matrimonios y se atenta a la
disolución de su vínculo, ningún valor y ninguna fuerza absolutamente pueden
conseguir ante la Iglesia...
Que
aquellos párrocos que con su presencia aprueben y con su bendición confirmen
estas nupcias, cometerán un gravísimo pecado y traicionarán su sagrado
ministerio; porque no deben ésas ser llamadas nupcias, sino uniones
adulterinas...
De
las versiones de la Sagrada Escritura
[De
la Carta Magno et acerbo, al arzobispo de Mohilev, de 3 de septiembre de 1816]
De
grande y amargo dolor nos consumimos, apenas supimos el pernicioso designio, no
hace mucho tomado, de divulgar corrientemente en cualquier lengua vernácula los
libros sacratísimos de la Biblia, con interpretaciones nuevas y publicadas al
margen de las salubérrimas reglas de la Iglesia, y ésas astutamente torcidas a
sentidos depravados. Y, en efecto, por alguna de tales versiones que nos han
sido traídas, advertimos que se prepara tal ruina contra la santidad de la más
pura doctrina que fácilmente beberán los fieles un mortal veneno, de aquellas
fuentes de que debieran sacar aguas de saludable sabiduría [Eccli. 15, 8]...
Porque
debieras haber tenido ante los ojos lo que constantemente avisaron también
nuestros predecesores, a saber: que si los sagrados Libros se permiten
corrientemente y en lengua vulgar y sin discernimiento, de ello ha de resultar más
daño que utilidad. Ahora bien, la Iglesia Romana que admite sola la edición
Vulgata, por prescripción bien notoria del Concilio Tridentino [v. 785 s],
rechaza las versiones de las otras lenguas y sólo permite aquellas que se
publican con anotaciones oportunamente tomadas de los escritos de los Padres y
doctores católicos, a fin de que tan gran tesoro no esté abierto a las
corruptelas de las novedades y para que la Iglesia, difundida por todo el orbe,
sea de un solo labio y de las mismas palabras [Gen. 11, 1].
A
la verdad, como en el lenguaje vernáculo advertimos frecuentísimas
vicisitudes, variedades y cambios, no hay duda que con la inmoderada licencia de
las versiones bíblicas se destruiría aquella inmutabilidad que dice con los
testimonios divinos, y la misma fe vacilaría, sobre todo cuando alguna vez se
conoce la verdad de un dogma por razón de una sola silaba. Por eso los herejes
tuvieron por costumbre llevar sus malvadas y oscurísimas maquinaciones a ese
campo, para meter violentamente por insidias cada uno sus errores, envueltos en
el aparato más santo de la divina palabra, editando biblias vernáculas, de
cuya maravillosa variedad y discrepancia, sin embargo, ellos mismos se acusan y
se arañan. “Porque no han nacido las herejías, decía San Agustín, sino
porque las Escrituras buenas son entendidas mal, y lo que en ellas mal se
entiende, se afirma también temeraria y audazmente”.
Ahora
bien, si nos dolemos que hombres muy conspicuos por su piedad y sabiduría han
fallado no raras veces en la interpretación de las Escrituras, ¿qué no es de
temer si éstas son entregadas para ser libremente leidas, trasladadas a
cualquier lengua vulgar, en manos del vulgo ignorante, que las más de las veces
no juzga por discernimiento alguno, sino llevado de cierta temeridad?...
Por
lo cual, con cabal sabiduría mandó nuestro predecesor Inocencio III en aquella
célebre epístola a los fieles de la Iglesia de Metz lo que sigue: “Mas los
arcanos misterios de la fe no deben ser corrientemente expuestos a todos, como
quiera que no por todos pueden ser corrientemente entendidos, sino sólo por
aquellos que pueden concebirlos con fiel entendimiento. Por lo cual, a los más
sencillos, dice el Apóstol, como a pequeñuelos en Cristo, os di leche por
bebida, no comida [1 Cor. 3, 2]. De los mayores, en efecto, es la comida sólida,
como a otros decía él mismo: La sabiduría... la hablamos entre perfectos [1
Cor. 2, 6]; mas entre vosotros, yo no juzgué que sabía nada, sino a
Jesucristo, y éste crucificado [1 Cor. 2, 2]. Porque es tan grande la
profundidad de la Escritura divina, que no sólo los simples e iletrados, mas ni
siquiera los prudentes y doctos bastan plenamente para indagar su inteligencia.
Por lo cual dice la Escritura que muchos desfallecieron escudriñando con
escrutinio [Ps. 63, 7].
“De
ahí que rectamente fue establecido antiguamente en la ley divina que la bestia
que tocara al monte, fuera apedreada [Hebr. 12, 20; Ex. 19, 12 s], es decir, que
ningún simple e indocto presuma tocar a la sublimidad de la Sagrada Escritura
ni predicarla a otros. Porque está escrito: No busques cosas más altas que tú
[Eccli. 3, 22]. Por lo que dice el Apóstol: No saber más de lo que es menester
saber, sino saber con sobriedad [Rom. 12, 3]”. Y conocidísimas son las
Constituciones no sólo del hace un instante citado Inocencio III, sino también
de Pío IV, de Clemente VIII y de Benedicto XIV, en que se precavía que, de
estar a todos patente y al descubierto la Escritura, no se envileciera tal vez y
estuviera expuesta al desprecio o, por ser mal entendida por los mediocres,
indujera a error. En fin, cuál sea la mente de la Iglesia sobre la lectura e
interpretación de la Escritura, conózcalo clarísimamente tu fraternidad por
la preclara Constitución Unigenitus de otro predecesor nuestro, Clemente XI, en
que expresamente se reprueban aquellas doctrinas por las que se afirmaba que en
todo tiempo, en todo lugar y para todo género de personas, es útil y necesario
conocer los misterios de la Sagrada Escritura, cuya lectura se afirmaba ser para
todos y que es dañoso apartar de ella al pueblo cristiano, y más aún, cerrar
para los fieles la boca de Cristo, arrebatar de sus manos el Nuevo Testamento [Prop.
79-85 de Quesnell; v. 1429-1435].