SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA

 

Libro de Miqueas 7,14-15.18-20.

Apacienta con tu cayado a tu pueblo, al rebaño de tu herencia, al que vive solitario en un bosque, en medio de un vergel. ¡Que sean apacentados en Basán y en Galaad, como en los tiempos antiguos! Como en los días en que salías de Egipto, muéstranos tus maravillas. ¿Qué dios es como tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía del resto de tu herencia? El no mantiene su ira para siempre, porque ama la fidelidad. El volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados. Manifestarás tu lealtad a Jacob y tu fidelidad a Abraham, como juraste a nuestros padres desde los tiempos remotos.

Salmo 103,1-4.9-12.

De David. Bendice al Señor, alma mía, que todo mi ser bendiga a su santo Nombre;
bendice al Señor, alma mía, y nunca olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias;
rescata tu vida del sepulcro, te corona de amor y de ternura;
no acusa de manera inapelable ni guarda rencor eternamente;
no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas.
Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen;
cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados.


Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". Jesús les dijo entonces esta parábola: Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'. Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'. El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'. Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".

Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.
 

 

LECTURAS 

1ª: Mi 7, 14-15. 18-20 

2ª: Lc 15, 1-3. 11-32 = CUAREMA 04C



1. 

El profeta suplica a Dios que no abandone a su pueblo, sino que realice en él las promesas, de manera que Israel, ahora triste y abatido, pueda rehacer su vida. La segunda parte de la lectura es como una composición sálmica en la que el profeta exulta de gozo pensando en el futuro perdón de Dios, como garantía de las promesas que se van obrando entre los altibajos de la historia humana.

MISA DOMINICAL 1990/06


2.

En el evangelio de hoy, Jesús narra la parábola del «padre que acoge a su hijo pródigo». Continuidad de los sentimientos de Dios. El Antiguo Testamento contiene páginas equivalentes.

-Señor, conduce tu pueblo con tu cayado, el rebaño de tu heredad, que mora solitario en la maleza...

Es ésta una imagen rural poética, las ovejas alocadas, perdidas en el monte bajo, esperan que vaya el pastor a liberarlas y conducirlas a los verdes pastizales.

-Como en los días de tu salida de Egipto, haznos ver prodigios.

El pasado es garante del presente.

Lo que Dios hizo antaño es garantía de lo que continuará haciendo.

«Si Dios no ha amado tanto dándonos a su Hijo, ¿cómo podría abandonarnos?» dirá San Pablo.

-¿Qué Dios hay como tú,

Que quite la culpa

Que perdone el delito,

Que no mantenga su cólera por siempre

Pues se complace en el amor...?

Este es ya el «padre del hijo pródigo».

Hay que leer de nuevo esas palabras sin comentario.

Considerando que se aplican a nosotros, a mí... y a todo hombre.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

-Una vez más, ¡ten piedad de nosotros! ¡

Pisotea nuestras faltas!

¡Arroja todos nuestros pecados al fondo del mar!

Ciertamente es verdad que deseo hacerte esta súplica.

Quizá no me hubiera atrevido a tanto al expresarla.

Pero, ¡puesto que tú mismo me las sugieres a mi!

-Otorga tu fidelidad... tu gracia... que juraste a nuestros padres desde los días de antaño.

La seguridad de nuestra salvación no está vinculada a nuestros propios méritos sino a la fidelidad de Dios a sus promesas. ¿Afortunadamente!

Pero es preciso confiar en esa fidelidad, creer en ella.

La misericordia de Dios no puede ser un estimulo a la pereza. No me salvaré por mis propias cualidades ¡seguro! Tengo de ello experiencia. Pero, tampoco me salvaré si no colaboro, si no participo por mi parte a esa salvación que Dios me da. Hay por lo menos, que tender la mano y el corazón para acogerla.

De otro modo, el hombre moderno podría acusarnos de estar «alineados»: el término "misericordia" no tiene buena prensa en la literatura de hoy... (Ver Encíclica "Rico en misericordia" de Juan Pablo II). Se le encuentra resabio de sentimentalismo y paternalismo.

De hecho la salvación de Dios suscita nuestra responsabilidad: es preciso que sea esperada y recibida con todo nuestro ser... y, en particular, debemos llegar a ser misericordiosos, cuando uno mismo ha sido beneficiario.

«Perdonad... como habéis sido perdonados...»

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 3
PRIMERAS LECTURAS PARA ADVIENTO - NAVIDAD
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
EDIT. CLARET/BARCELONA 1983
.Pág. 124 s.


3. 

Con el texto de hoy termina el libro de Miqueas. El profeta habla para alentar al pueblo y estimularlo a mantener firme su fe en Yahvé: volverán los tiempos primitivos, cuando el rebaño del pueblo paste solitario, pero confiado y sin miedo a los ataques del enemigo, en las fronteras del Carmelo, de Basán y Galaad. Más aún: el pueblo verá prodigios de Yahvé como los que se narran de la época del éxodo (14-15).

El profeta Miqueas cree que la potencia de las naciones enemigas no puede destruir la obra de Yahvé, que es su pueblo. Al contemplar los prodigios realizados por Yahvé en la nueva liberación de su pueblo, las naciones se avergonzarán de sí mismas, de la confianza que habían puesto en su propio poder (16). Sin embargo, la esperanza de liberación no se limita a Israel: también las naciones volverán a Yahvé, el Dios de Israel, y lo temerán (17).

El fundamento de la esperanza está en la fe en la misericordia de Yahvé, el cual, por puro don suyo, borra la iniquidad y perdona el pecado. Es él, y sólo él, quien al fin «convierte» a los hombres de modo definitivo cuando cesa su ira, se compadece de ellos y limpia sus iniquidades, lanzando sus pecados al abismo del mar (18-19). No podría ser de otra manera, dado el juramento de fidelidad y de benevolencia que Dios hizo en tiempos lejanos a los padres del pueblo (20). Todo sería absurdo en esta vida si el mundo estuviera exclusivamente en manos de los hombres. La llamada palabra de Dios resultaría de una incoherencia inexplicable. El creyente, por encima de todo, cree en la coherencia de Dios y vive de ella.

M. GALLART
LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas
de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 457 s.


4.

La parábola del hijo pródigo presenta toda la riqueza del amor y de la misericordia de Dios: el Padre está siempre dispuesto a acoger sin reservas a todos los hombres que quieran ponerse en sus manos. Sólo existe una barrera que impide este amor de Dios: creer que somos autosuficientes, que somos capaces de salvarnos nosotros solos.

MISA DOMINICAL 1990/06


5. 

Dejarse amar por Dios.

-Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle.

Los fariseos y los escribas murmuraban: "Este acoge a los pecadores y come con ellos."

Una revelación esencial de Dios.

La parábola del hijo perdido y encontrado... por su padre.

La parábola del Padre que no desespera jamás de sus hijos.

Habitualmente llamada: la parábola del "hijo pródigo".

Pero es el "padre", y no el hijo, el que constituye el centro de la parábola. Contemplemos a nuestro Dios, que Jesús nos revela aquí.

-Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo a su padre:

"Dame la parte de hacienda que me corresponde." El padre les dividió la hacienda.

Un padre amoroso, respetuoso de la libertad y de la autonomía de sus dos hijos. Con la muerte en el alma deja partir al menor; pero con la esperanza de que será adulto algún día y comprenderá el amor de su padre.

Un hijo disconforme, que quiere vivir su vida, que rehúsa el estar sometido, que cree que será más libre si está totalmente independizado. Es una rebelión típica de nuestro tiempo y de todos los tiempos: "el rechazo del padre"... el rechazo de Dios. Característica del mundo moderno. Fenómeno global del ateísmo.

-Disipó su hacienda en una vida disoluta... y conoció la miseria.

El pecado siempre se presenta primero como agradable, atrayente, seductor. El Maligno es suficientemente hábil para de momento, disimular su "juego". Vivir su libertad, reivindicar su autonomía... es positivo bajo un cierto aspecto. Eres Tú, Señor, quien nos has dado esta sed de libertad.

Haz que seamos más lúcidos, Señor.

Ayúdanos a detectar lo que es una verdadera dilatación del espíritu, de lo que corre el peligro de acabar en decrepitud.

-Se levantó y partió hacia su padre: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti.

Danos, Señor, este valor... saber reconocer nuestro mal y tomar la postura eficaz para probar que es verdadera nuestra decisión.

-Cuando aún estaba lejos, vióle el padre, y compadecido, corrió a él y se arrojó a su cuello... mandó que le trajeran la más bella túnica, un anillo, unas sandalias... hizo preparar un festín.

Es así como el padre acoge al hijo "rebelde".

Incansablemente, leo y vuelvo a leer estas palabras. Eres Tú, Jesús, quien ha inventado este relato. Eres Tú quien ha acumulado todos esos detalles del retorno del hijo pródigo.

Escucho tu voz. Trato de imaginar las inflexiones de tu voz cuando decías esto por primera vez. Querías darnos a entender algo muy importante.

¿Cómo reaccionaron tus oyentes? ¿Qué hicieron después de haberlo oído? ¿Vinieron a confiarte sus pecados? ¿Oíste confesiones, Señor? ¿Qué confidencias te hicieron? Los "hijos pródigos" de Dios comprendieron delante de quién se encontraban, y ¡cuán grande era su suerte de tener tal Padre!

-Hijo mío, todo lo mío es tuyo.

Fórmula de amor. Y el padre se ve obligado a decirla también al hijo mayor quien, aparentemente, se había quedado "en la casa", ¡pero que tampoco había comprendido gran cosa del amor que su padre le tiene! El menor, precisamente a causa de su pecado, y de su vida lejos del hogar... y a causa también del perdón que acaba de recibir, comprenderá mejor ahora ¡cómo y cuánto es amado! ¡Gracias!

NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 1
EVANG. DE ADVIENTO A PENTECOSTES
EDIT. CLARET/BARCELONA 1984.Pág. 128 s.


6.

Miq 7, 14-15.18-20: ¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado? 
Sal 102, 1-2.3-4.9-10.11-12: El Señor es compasivo y misericordioso 
Lc 15, 1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba perdido, y lo hemos encontrado

Este evangelio nos relata la parábola del padre que tenía dos hijos: uno infiel a su amor y el otro aparentemente muy fiel. El hijo infiel decide marcharse y pide que se le entregue su herencia. Después de malgastarla y de pasar por muchas dificultades, quiso volver a casa de su padre. Este decidió recibirlo con alegría y trató de organizarle una fiesta. El hijo fiel, el que había permanecido en casa fiel a la obediencia, no pudo entender esa actitud de perdón y decidió automarginarse, amargado contra sí mismo, rabioso contra su hermano y resentido contra su mismo padre.

La lección de la parábola era clara: Jesús quería aludir a la posición de los dirigentes judíos frente a la acogida que, en nombre del Padre Celestial, él estaba dando a los pecadores, prostitutas, recolectores de impuestos, etc. Jesús estaba ofreciendo perdón y dando acogida a los que no cumplían la ley. Con esto la oficialidad judía creía que se les quitaba el derecho de precedencia a ellos y a todos los cumplidores de la Ley, que sí se molestaban por guardar todas las prescripciones legales.

Jesús, que había experimentado la presencia de Dios Padre-Madre en sí mismo, sabía que su amor no discriminaba ni excluía a nadie. Los jefes judíos, en cambio, no incluían en el Reino a todos; los pecadores e impuros quedaban excluidos. Para Jesús el amor del Reino no tenía límites; puesto que nadie lo podía merecer; era gratuito. Dios Padre lo daba a quien él quería. Por lo mismo, necesariamente debía estar a merced del perdón y de la misericordia. Esto era lo que abría las puertas al Reino.

Esta enseñanza de Jesús contrasta con nuestras actitudes. En muchas ocasiones nos volvemos obstáculo para que el perdón y el amor de Dios acaezca entre nosotros. Somos implacables en nuestros juicios, ponemos condiciones, nos consideramos la medida de lo demás, y lo que se aleja de esa medida creemos que no merece ser tenido en cuenta.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


7.

1. Una oración humilde, llena de confianza en Dios, es la que nos ofrece Miqueas hoy.

Los rasgos con que retrata a Dios son a cual más expresivos:

- es como el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel que andan perdidas por la maleza;

- volverá a repetir lo que hizo entonces liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto;

- y no los castigará: Dios es el que perdona; ésa es la experiencia de toda la historia: «se complace en la misericordia», «volverá a compadecerse», será «compasivo con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos»;

- «arrojará a lo hondo del mar nuestros delitos». Es una verdadera amnistía la que se nos anuncia hoy.

El salmo 102, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste: «el Señor es compasivo y misericordioso... no nos trata como merecen nuestros pecados». Es un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta despacio diciéndolo en primera persona, desde nuestra historia concreta, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual.

2. La parábola del hijo pródigo es de las que mejor conocemos y que siempre nos interpela, sobre todo en la Cuaresma.

Sus personajes se han hecho famosos.

El padre aparece como persona liberal, que da margen de confianza al hijo que se quiere ir y luego le perdona y le acepta de vuelta. Este padre sale dos veces de su casa: la primera para acoger al hijo que vuelve y la segunda para tratar de convencer al hermano mayor de que también entre y participe en la fiesta.

El hijo pequeño, bastante golfo él, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones que le da la vida, y al fin reacciona bien. Es capaz de volver a la casa paterna.

El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente: en él retrata a los «fariseos y letrados que murmuraban porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos». A ellos les dedica esta parábola y describe su postura en la del hermano mayor.

3. En Cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. Como Miqueas invita a su pueblo a convertirse a Yahvé, porque es misericordioso y los acogerá amablemente, también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza, porque él «arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar».

Pero la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las tres figuras nos vemos reflejados?

¿Actuamos como el padre? El respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni la acepta. Y cuando le ve volver le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿o le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás?

¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún periodo de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos.

Cuando oímos hablar o hablamos del «hijo pródigo», ¿nos acordamos sólo de los demás, de los «pecadores», o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existen en nuestra vida? ¿Nos hemos puesto ya, en esta Cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y serle más fieles desde ahora? ¿sabemos pedir perdón? ¿preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta?

¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿miramos por encima del hombro a «los pecadores», sintiéndonos nosotros «justos»?

La Cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.

«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (entrada)

«¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa?» (1ª lectura)

«Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (evangelio)

«Que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón» (poscomunión)

J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 1
Adviento y Navidad día tras día
Barcelona 1995 . Pág. 57-60


8.

Es la Parábola del Hijo Pródigo o como mejor se la ha llamado últimamente: "del Padre bondadoso.

En un taller sobre las parábolas, se la clasific&emdash; entre las parábolas que nos dicen cómo es el Dios del Reino que queda aquí muy claramente caracterizado. Jesús, para quien todo viene desde su experiencia, así lo ha sentido. Jesús, así lo enseña a sus amigos y nos le repite hoy: es un Dios generoso, paciente, con un amor muy grande, cercano, detallista. Al fin de cuentas es el protagonista del relato.

Para nosotros queda la pregunta de rigor: ¿percibo a ese Dios-Padre-Abbá como el hijo mayor lo percibía, sin esperanza ni alegría? ¿O lo percibo como el hijo menor antes de irse de casa ?

Pero podemos hacer una pregunta más: ¿somos intransigentes e intolerantes como el hijo mayor? La rigidez y el acartonamiento, la envidia, no lo dejaron alegrarse por la recuperación de su hermano perdido.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


9. CLARETIANOS 2002

Queridos amigos:

¿Qué nos falta por decir acerca de la parábola del hijo pródigo o del "padre misericordioso"? En este mismo "Rincón de la Palabra" la hemos comentado ya en un par de ocasiones en los meses pasados. Con Henri Nouwen y su famosa obra "El retorno del hijo pródigo" hemos aprendido que no sólo somos el hijo pequeño o el hijo mayor sino que, sobre todo, estamos llamados a ser un reflejo del "padre misericordioso". He dado vueltas a esto mientras pegaba en un cuadro de madera el póster que reproduce el célebre cuadro de Rembrandt que tenéis al lado. Lo más maravilloso del mensaje de Jesús es esta invitación a convertirnos en padres de nosotros mismos (pródigos a veces; autosuficientes, otras) y de las personas con las que vivimos. Me parece que esta perspectiva está muy encima, aunque no las excluye, de esa otra (tan usadas por la predicación tradicional) que cargaba las tintas en la ingratitud del hijo menor y en su penoso proceso de conversión. También está por encima de otra perspectiva más reciente que nos obligaba a sentirnos mal metiéndonos en la piel del oscuro hermano mayor, cumplidor pero incapaz de misericordia. Ni el hijo menor ni el mayor, con todas sus oscuridades, pueden opacar la luz que viene de un padre que sabe cómo querer a uno y a otro y que desborda todas nuestras interpretaciones moralizantes desde un amor "nunca visto", no homologable a ningún otro.

Os invito a contemplar lentamente el cuadro de Rembrandt. Más aún, os invito a escribir un canto de agradecimiento al Padre que nos acoge y que nos hace capaces de reflejar, siquiera en pequeño, su amor sin límites.

Vuestro amigo.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


10. CLARETIANOS 2003

En alguna ocasión he imaginado al hijo pródigo recitando el salmo 102. Alejado de la casa paterna, pudo anhelar la presencia de su padre compasivo y misericordioso. Y tal vez pudo anticipar el guión de la segunda parte de la azarosa película de su vida: Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura.

Os invito a concentrar la atención en la figura del padre. Me parece que todo lo demás (el despilfarro del hijo menor y su vuelta compungida; la autosuficiencia del hijo mayor y su negativa a entrar en la fiesta) son sólo detalles dramáticos para acentuar cómo es el padre. Creo que Jesús, con esta parábola, quería mostrarnos cómo era su Padre porque sabía muy bien que sólo volviendo a la fuente original podíamos entendernos de otra manera.

Repasemos juntos, siquiera por encima, los verbos que describen lo que el padre/Padre hace y, por tanto, lo que el padre/Padre es. Quizá podemos comprender mejor en qué Dios creemos y hasta qué punto lo hemos deformado.

Les repartió los bienes. El Padre nos ha dado todo en herencia: la vida, la naturaleza, las posibilidades de prolongar su obra creadora y, sobre todo, nos ha dado a su Hijo: Bendito sea Dios que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Su padre lo vio y se conmovió. Somos muy importantes para nuestro Padre. Todo lo que nos pasa le afecta. No lo registra en su archivo para luego pasarnos la factura, sino que se derrite, se le cae la baba, siente como suyas todas nuestras penas y alegrías.

Echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Nuestro Padre no nos espera solemne en su trono sino que se lanza en nuestra búsqueda. Las acciones que Jesús describe en la parábola no pueden ser más expresivas. ¿Cuántas veces hemos imaginado a Dios echándose sobre nuestro cuello y comiéndonos a besos? ¡Sólo a una madre se le ocurren estas cosas!

Vestidlo con el mejor traje. No se trata de dar pequeños retoques. Cuando Dios nos mira nos recrea hasta el fondo. El traje nuevo significa una vida nueva.

Ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies. El anillo sólo se da al heredero (porque puede firmar con él). Las sandalias son símbolo del hombre libre. ¿Qué imágenes actuales podrían devolvernos la fuerza de las imágenes evangélicas? Es como si un padre pusiera en las manos de su hijo toxicómano que vuelve el talonario de cheques. O como si pusiera todos los bienes a su nombre. ¿Cabe imaginar una locura semejante?

Celebremos un banquete. Y, por supuesto, la fiesta. No hay encuentro sin fiesta: Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión. ¡Dios organizando un banquete por todo lo alto! ¡Él, que ha sido presentado tantas veces como un aguafiestas, como enemigo de la alegría y de la dicha!

Su padre salió e intentaba persuadirlo. El Padre no se olvida de ninguno de sus hijos. Si con el pequeño se echa a correr, con el mayor sale. En ambos casos, es siempre él quien da el primer paso. Su amor se parece mucho a la actitud de una madre que hace todo lo posible por persuadir de buenas maneras.

El padre le dijo. Las explicaciones ofrecidas al hijo mayor no tienen precio: Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo.

Después de este cuento de Jesús, ¿todavía podemos convivir con un Dios especializado en amargarnos la vida? Muchos de los que se consideran no creyentes, ¿no están anhelando un Dios así? ¿No se sentirían estremecidos ante un Dios que, lejos de reprocharles nada, se echa a correr, los abraza y se los come a besos?

Las palabras de Jesús tienen la fuerza que tienen. No hay que añadir más.

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


11. 2001

COMENTARIO 1

RESPUESTA EN MASA DE LOS MARGINADOS

«¡Quien tenga oídos para oír, que escuche!» (14,35a): así concluía el primer cuadro, una invitación a aceptar sin condicio­nes el magisterio de Jesús. En el segundo cuadro (15,1-32) se constata la reacción del auditorio: «Se le iban acercando todos los recaudadores y descreídos para escucharlo; por eso tanto los fariseos como los letrados se pusieron a murmurar diciendo: "Este acoge a los descreídos y come con ellos"» (15,1-2). Los proscritos por la sociedad teocrática, atraídos por los plantea­mientos radicales de Jesús, reaccionan en masa y aceptan sus condiciones. Son los que han hecho ya la experiencia de la mar­ginación..., insatisfechos por la vida que llevaban dentro de aque­lla sociedad religiosa. Jesús habla un lenguaje distinto y, sobre todo, muestra hacia ellos una actitud abierta, compartiendo su situación. La flor y nata de la religiosidad judía reacciona hacien­do aspavientos, porque «acoge a los descreídos», rompiendo con el apartheid religioso, y «come» con ellos, sin importarle su men­talidad arreligiosa. «Comer» comporta participar de una misma manera de pensar, crea comunidad.



TRIPTICO PARABOLICO: LA GRAN FIESTA DE LOS CRISTIANOS

Como toda respuesta, Jesús les propone una parábola, prece­dida de dos analogías. Lucas no dejará constancia de reacción alguna de la clase dirigente. La reserva para el libro de los He­chos, donde el retorno de los marginados coincidirá con la con­versión de Felipe, Saulo y Pedro, y la «murmuración» irá a cargo de los creyentes de origen judío por la apertura de Pedro a la causa de los paganos (Hch 8,4-11,18).

La parábola propiamente dicha es la del hijo pródigo. Ahora bien: sin las analogías anteriores se podría entender que el núcleo de la parábola lo constituye la conversión del hijo pródigo. Si eso fuese así, bastaría el encabezamiento: «Un hombre tenía un hijo; éste le dijo a su padre: "Padre, dame la herencia que me corresponde", etc.» La parábola, en cambio, empieza así: «Un hombre tenía dos hijos...» (15,1 la). A la luz de lo que acabamos de ver, el hijo menor representa a los «recaudadores y descreí­dos», mientras que el hijo mayor personifica a «los fariseos y letrados». El primero es el prototipo de los marginados, de los descreídos, de aquellos que, si se enmiendan, tienen gran capa­cidad de hacer fiesta y de mostrarse agradecidos por el don que han recibido, conscientes de que todos los placeres juntos, que desgraciadamente ya han experimentado y que tanta vaciedad ha dejado en ellos, no tienen sentido en comparación de la alegría que sienten en la casa del Padre. El hijo mayor, en cambio, es el prototipo del hombre religioso y observante, quien a pesar de ser hijo se comporta como un sirviente/esclavo en la casa de su padre («Mira: a mí, en tantos años como te sirvo sin saltarme nunca un mandato tuyo...», 15,29), sin que nunca se haya atre­vido a pedirle... lo que era suyo. No ha experimentado jamás confianza alguna, preocupado únicamente por cumplir, obede­cer, observar órdenes y mandatos. No sabe qué significa ser «hijo», y cuando lo descubre en su hermano, «se indigna y se niega a entrar» en la nueva relación afectiva con su padre, en vez de alegrarse y de hacer fiesta por la vida recuperada y redes­cubierta en la persona de su hermano.


COMENTARIO 2

Este evangelio nos relata la parábola del padre que tenía dos hijos: uno infiel a su amor y el otro aparentemente muy fiel. El hijo infiel decide marcharse y pide que se le entregue su herencia. Después de malgastarla y de pasar por muchas dificultades, quiso volver a casa de su padre. Este decidió recibirlo con alegría y trató de organizarle una fiesta. El hijo fiel, el que había permanecido en casa fiel a la obediencia, no pudo entender esa actitud de perdón y decidió automarginarse, amargado contra sí mismo, rabioso contra su hermano y resentido contra su mismo padre.

La lección de la parábola era clara: Jesús quería aludir a la posición de los dirigentes judíos frente a la acogida que, en nombre del Padre Celestial, él estaba dando a los pecadores, prostitutas, recolectores de impuestos, etc. Jesús estaba ofreciendo perdón y dando acogida a los que no cumplían la ley. Con esto la oficialidad judía creía que se les quitaba el derecho de precedencia a ellos y a todos los cumplidores de la Ley, que sí se molestaban por guardar todas las prescripciones legales.

Jesús, que había experimentado la presencia de Dios Padre-Madre en sí mismo, sabía que su amor no discriminaba ni excluía a nadie. Los jefes judíos, en cambio, no incluían en el Reino a todos; los pecadores e impuros quedaban excluidos. Para Jesús el amor del Reino no tenía límites; puesto que nadie lo podía merecer; era gratuito. Dios Padre lo daba a quien él quería. Por lo mismo, necesariamente debía estar a merced del perdón y de la misericordia. Esto era lo que abría las puertas al Reino.

Esta enseñanza de Jesús contrasta con nuestras actitudes. En muchas ocasiones nos volvemos obstáculo para que el perdón y el amor de Dios acaezca entre nosotros. Somos implacables en nuestros juicios, ponemos condiciones, nos consideramos la medida de lo demás, y lo que se aleja de esa medida creemos que no merece ser tenido en cuenta.

1. Josep Rius-Camps, El Éxodo del Hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


12. 2002

Es la Parábola del Hijo Pródigo o como mejor se la ha llamado últimamente: "del Padre bondadoso».

En un taller sobre las parábolas, se la clasifica entre las parábolas que nos dicen cómo es el Dios del Reino, que queda aquí muy claramente caracterizado. Jesús, para quien todo viene desde su experiencia, así lo ha sentido, así lo enseña a sus amigos y nos lo repite hoy: es un Dios generoso, paciente, con un amor infinito, cercano, detallista. A fin de cuentas, es el protagonista del relato.

Para nosotros queda la pregunta de rigor: ¿perci­bo a ese Dios-Padre-Abbá como el hijo mayor lo perci­bía, sin esperanza ni alegría? ¿O lo percibo como el hijo menor antes de irse de casa?

También es importante el personaje del hermano mayor, frecuentemente olvidado: personifica a «los buenos», «los de casa»... ¿Somos intransigentes e in­tolerantes como él? La rigidez y el orgullo no lo deja­ron alegrarse por la vuelta de su hermano perdido.

Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


13. DOMINICOS 2003

QUIEN PIENSA EN LOS DEMÁS SE ENGRANDECE 

En la liturgia de hoy se corona una serie admirable de parábolas evangélicas presentándonos la del perdón del padre a su hijo pródigo.

Al leerla, nuestra comunidad cristiana escucha y se recrea y llora con la narración de una historia triste (la del hijo pródigo) que, al final, resulta grandiosa, desbordante, con el abrazo del padre al hijo recuperado y la entrega del mejor traje de fiesta a quien venía manchado con el estiércol de la granja y el polvo de caminos abandonados.

En la parábola, siguiendo las pistas de reflexión que nos ha ofrecido Teresa de Calcuta, descubrimos cuán dañino es para el espíritu humano

pensar con desmesura en sí mismo,

alimentar el hambre de placeres desenfrenados,

abusar del don de la libertad,

tomar y consumir sin cautela bienes efímeros,

presumir de la propia figura como si fuera inmarchitable,

confundir sueños placenteros con realidades ...

El hijo pródigo quiso vivir en sí, para sí, cantándose a sí mismo y buscando glorias. Y al pensar tanto para sí mismo, rastreramente, se privó del horizonte humano en que otros rostros dan gracia, belleza, luz, calor. ¡Y cuánto le costó recapacitar!

En cambio, el padre de ese hijo no pensaba en sí, para sí, sino que pensaba en él y para él, y todo lo suyo le parecía carente de valor porque le faltaba la belleza, el calor, el amor, de él. ¡Y cuántos disfrutó cuando lo vio venir a sus brazos!

Hijo pródigo, egoista, pasional, derrochador, soy yo, pecador; y el padre pródigo, altruista, feliz en la felicidad del hijo, es Dios que me ama y espera.

Atrevámonos a orar con las palabras de Teresa de Calcuta:

‘Señor, cuando yo piense en mí mismo,

atrae mi atención hacia otra persona’, para que amándola, buscando su bien, siendo solidario con ella, me sienta realizado y encuentre así mi verdadero camino de santidad. Amén.

PALABRA DE AMOR Y MISERICORDIA

Profeta Miqueas 7, 14-15. 18-20:

“Señor, Dios nuestro, pastorea a tu pueblo con el cayado, a las ovejas de tu heredad, a las que se encuentran en medio de la selva ...

¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? Tú no mantienes por siempre la ira sino que te complaces en la misericordia.  Tú volverás a compadecerte, y extinguirás nuestras culpas.

Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros delitos. Tú serás fiel a Jacob, compasivo con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos...”

El texto tiene como tres sabores: de oración de súplica, pues pide a Dios que nos pastoree con amor; de confesión de fe, pues ese Dios pastor es tan cercano y comprensivo que nos perdona; y de esperanza, pues, ese Dios perdonador se mantendrá siempre a nuestro lado.

Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32:

“...Un día Jesús dijo esta parábola a fariseos y letrados: Un padre tenía dos hijos. El menor de ellos pidió a su padre que le diera la parte que le tocaba de su fortuna, y el padre hizo la partición e sus bienes entre los hijos. Sin esperar muchos días, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó sus bienes viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino un hambre terrible por aquel país, y empezó a pasar necesidad, y pidió con insistencia cualquier trabajo a un señor del lugar, y éste la mandó a cuidar una piara de cerdos. El joven tenía tanta hambre que sentía envidia de los animales que se hartaban de algarrobas; pero a él nadie la ofrecía nada. Hasta que un día recapacitó y se acordó: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí muero de hambre!... Y se dijo: me pondré en camino hacia él y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros’...

Cuando el Padre le vio, abrazándole, dijo a sus criados: Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle el anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado...”

Sobra toda explicación. Dios es nuestro Padre. Si nos vamos, sus brazos se alargan como para no dejarnos marchar; y si volvemos a Él, sus brazos se abren para abrazarnos.

MOMENTO DE REFLEXIÓN

La parábola del ‘padre del hijo pródigo’ la construyó Jesús con mano maestra y ha merecido libros enteros de comentarios. Para nuestra meditación en el día de hoy, recojamos algunas piezas más importantes de la misma:

-Un padre rico, es nuestro Dios: en su hogar y en su regazo hay vida, pan, afecto, alegría; y a ello debe agregarse el trabajo, disciplina, exigencia responsable, fidelidad. Pero hay, sobre todo, un Amor cuya vida es derramarse como bendición sobre todos.

-Hijos cargados de pasiones, y desagradecidos, somos nosotros, pecadores, que salimos del hogar del Padre y buscamos una felicidad extraña, ilusoria, fabricada con placeres, dinero, manipulación de los demás y pérdida de nuestra dignidad humana. Quien sale de la Casa de Dios anda perdido por el mundo.

-Hijos arrepentidos, que regresan a la Casa del Padre, somos quienes, experimentada la angustia de haber perdido toda dignidad ennoblecedora, rectificamos nuestra conducta y nos disponemos a volver, con humildad y dolor, a la puerta del perdón y la misericordia.

-Gozo del padre, en dimensiones infinitas de amor, es acogernos de nuevo a los descarriados, que andábamos perdidos como ovejas entre zarzas.

-Traje de fiesta, banquete de boda, es el reencuentro en la amistad, gracia, salvación, para las que fuimos creados, y a las que somos llamados por medio Cristo Jesús.

¡Gracias, Señor, Padre nuestro, por habernos revelado en la parábola tu rostro y tu corazón! Queremos ser hijos de tu hogar. Cuéntanos como a hijos tuyos para siempre.


14.

Fuente: Fundación GRATIS DATE
Autor: P. Manuel Garrido Bonaño, O.S.B.

Entrada: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 144,8-9).

Colecta (del Veronense y Gelasiano): «Señor, Dios nuestro que, por medio de los sacramentos, nos permites participar de los bienes de tu Reino ya en nuestra vida mortal: dirígenos tú mismo en el camino de la vida, para que lleguemos a alcanzar la luz en la que habitas con tus santos».

Comunión: «Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado» (Lc 15,32).

Postcomunión: «Señor, que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón y nos comunique su fuerza divina».

 –Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina, pasión y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, la realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la acción de Dios en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las ovejas de su heredad, a las que habitan apartadas en la maleza».

Por amor a las ovejas instituyó el sacramento de la penitencia, que arroja a lo profundo del mar nuestros pecados, que, más aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz por nosotros. ¿Pudo hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del Crucificado y el recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos en un amor agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para siempre el pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima Eucaristía, en la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra alma.

Para el Buen Pastor, preocupado inmensamente por la profunda debilidad y malicia de los hombres, no bastan ni su generoso y desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su entrega total en la Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de purificación del pecado, de curación de las heridas causadas por él, de fortalecimiento frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la Penitencia.

–Siempre que hay conversión hay perdón, porque el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre arrepentido vuelve, siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura por sus hijos.

Lo vemos en el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos»

Lucas 15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran canto al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador, lección oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín invita a tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:

«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: “Y volvió a sí mismo”. Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: “Me levantaré... e iré a casa de mi padres”. Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: “Y le diré: `He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo´» (Sermón 330,3).

Y el padre lo perdonó y lo agasajó. Se nos perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de la Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:

«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).


15.

Comentario: Rev. D. Llucià Pou i Sabaté (Vic-Barcelona, España)

«Me levantaré, iré a mi padre y le diré: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti’»

Hoy vemos la misericordia, la nota distintiva de Dios Padre, en el momento en que contemplamos una Humanidad “huérfana”, porque —desmemoriada— no sabe que es hija de Dios. Cronin habla de una hijo que marchó de casa, malgastó dinero, salud, el honor de la familia... cayó en la cárcel. Poco antes de salir en libertad, escribió a su casa: si le perdonaban, que pusieran un pañuelo blanco en el manzano, tocando la vía del tren. Si lo veía, volvería a casa; si no, ya no le verían más. El día que salió, llegando, no se atrevía a mirar... ¿Habría pañuelo? «¡Abre tus ojos!... ¡mira!», le dice un compañero. Y se quedó boquiabierto: en el manzano no había un solo pañuelo blanco, sino centenares; estaba lleno de pañuelos blancos.

Nos recuerda aquel cuadro de Rembrandt en el que se ve cómo el hijo que regresa, desvalido y hambriento, es abrazado por un anciano, con dos manos diferentes: una de padre que le abraza fuerte; la otra de madre, afectuosa y dulce, le acaricia. Dios es padre y madre...

«Padre, he pecado» (cf. Lc 15,21), queremos decir también nosotros, y sentir el abrazo de Dios en el sacramento de la confesión, y participar en la fiesta de la Eucaristía: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15,23-24). Así, ya que «Dios nos espera —¡cada día— como aquel padre de la parábola esperaba a su hijo pródigo» (San Josemaría), recorramos el camino con Jesús hacia el encuentro con el Padre, donde todo se aclara: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Concilio Vaticano II).

El protagonista es siempre el Padre. Que el desierto de la Cuaresma nos lleve a interiorizar esta llamada a participar en la misericordia divina, ya que la vida es un ir regresando al Padre.


16. DOMINICOS 2004

"Dios se complace en la misericordia"

La luz de la Palabra de Dios
1ª Lectura: Miqueas 7,14-15.18-20
Apacienta a tu pueblo con tu cayado, el rebaño de tu herencia, que anda solitario en el bosque en medio de un campo feraz. Que pasten como antaño en Basán y en Galaad. Y como cuando los sacaste de Egipto, haznos ver tus prodigios.

¿Qué Dios hay como tú, que quite el pecado y perdone la culpa al resto de tu herencia? No mantendrá su cólera por siempre, porque ama la misericordia. Volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestros pecados, arrojará nuestras culpas al fondo del mar. Concede a Jacob tu fidelidad, tu misericordia a Abrahán, como juraste a nuestros padres desde los días de antaño.

Evangelio Lucas 15,1-3.11-32
Los publicanos y los pecadores se acercaban para oírlo. Y los fariseos y los maestros de la ley lo criticaban: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos».

Entonces les propuso esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.

Y el padre les repartió la herencia.

A los pocos días el hijo menor reunió todo lo suyo, se fue a un país lejano y allí gastó toda su fortuna llevando una mala vida. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Tenía ganas de llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba.

Entonces, reflexionando, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo: tenme como a uno de tus jornaleros.

Se puso en camino y fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos.

El hijo comenzó a decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo.

Pero el padre dijo a sus criados: Sacad inmediatamente el traje mejor y ponédselo; poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron todos a festejarlo.

El hijo mayor estaba en el campo y, al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello.

Y éste le contestó: Que ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano.

Él se enfadó y no quiso entrar. Su padre salió y se puso a convencerlo.

Él contestó a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Ahora llega ese hijo tuyo, que se ha gastado toda su fortuna con malas mujeres, y tú le matas el ternero cebado!

El padre le respondió: ¡Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio, tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado. Convenía celebrar una fiesta y alegrarse».

Reflexión para este día
“Dios se complace en la misericordia”.
En la vivencia religiosa de la historia del pueblo de Israel hay una fuerte dosis de miedo a Dios. En medio de este sentimiento de temor, también palpita una experiencia religiosa de confianza en la misericordia divina. El profeta Miqueas nos lo recuerda hoy, para que el temor y el miedo nunca oscurezca la certidumbre de que la misericordia del Señor prevalece como respuesta esperanzada y liberadora del pecador.

La parábola del hijo pródigo, que hoy nos narra Jesús, ilumina con nitidez todo cuanto los profetas y el salmista dijeron sobre la clemencia y la misericordia del Dios de Israel.

“El hijo pródigo se puso en camino a donde estaba su padre: Cuando todavía estaba lejos, su padre le vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo”.

Después de esta parábola de Jesús, ¿a qué tenemos miedo, a qué esperamos?. Jesús nos abre la puerta de su corazón de par en par. No puede ser más expresivo en su actitud de perdonarnos. Es la acogida gratuita y verdadera de su amor. Es su manifestación meridiana de que “El Padre Dios es Amor”. Esta esperando que reaccionemos como el hijo pródigo: Convertirnos, cambiar la oscuridad y el frío de la lejanía, por la luz y el calor del amor. Si queremos, el Padre nos espera, no para recriminarnos, sino para abrazarnos y colmarnos de besos. Es un abrazo de reencuentro y paz.

Tiempo de Cuaresma, oportunidad privilegiada para vivir una experiencia gozosa de la paternidad de Dios, que “es compasivo y misericordioso”. Desde esta experiencia seremos más conscientes de dos verdades: Dios nos acoge siempre y desea que seamos acogedores con los demás. La primera verdad nos indica que Dios nunca se pone contra nosotros, incluso cuando le traicionamos. Se pone más a nuestro lado, y contra lo que sabe a pecado, a desamor. El Señor desea que le agradezcamos este gesto de su amor aceptándolo y siendo comprensivos, perdonadores y misericordiosos con nuestros hermanos. Así participaremos y compartiremos con Dios y con los demás de la fiesta gozosa del perdón.


17. CLARETIANOS 2004

Queridos amigos y amigas:

Es una pena que hayamos asociado la Cuaresma únicamente al dolor, la tristeza, el pecado, los sacrificios, las renuncias. No se trata de negar esta parte de la Cuaresma y de la vida en general, pero sí es una pena que no insistamos al menos igual, en los acentos que la Palabra de Dios nos sugiere en este tiempo de gracia previo a la Pascua. Ya vemos con qué insistencia se nos recuerda que con la misma fuerza que se hace presente nuestro pecado, así actúa la compasión y la misericordia de Dios. ¡Es más que perdón!

Como cuando un amigo o alguien realmente cercano a ti, a quien quieres y por quien te sabes querido, te pide perdón por algo que ha ocurrido. Puede haberte causado dolor realmente, pero el menor gesto de acercamiento es suficiente para saber que el amor entre los dos es más fuerte y más profundo que el daño cometido. Y si te pide perdón, ¿no le dices tú: “no importa, ya está... ¿perdón por qué?” Pero hay que querer mucho a la otra persona y fiarse mucho de ella para sentirlo.

Algo así, creo yo, dice Jesús a los fariseos y letrados que le critican por acoger a los pecadores y comer con ellos, porque para explicar su actitud, les cuenta la parábola conocida como “El hijo pródigo”.

Con el bellísimo libro de H. Nouwen “El regreso del hijo pródigo” (¡léelo si no lo has hecho ya!) muchos hemos descubierto la cantidad de matices de esta parábola y cómo podría llamarse con mayor acierto, la parábola de los dos hijos o parábola del padre bueno. El nombre que le demos es lo de menos; lo importante es no reducir su sentido a ninguno de sus personajes. Repasa tu propia vida a la luz de cada uno de ellos. No importa que lo hayas hecho otras veces porque nunca estamos exactamente en el mismo sitio.

Puede haber situaciones, ámbitos o decisiones que estás tomando actualmente como el hijo pequeño: alardeando de supuestos privilegios, aprovechándote de ellos y alejándote de la casa del Padre porque supones que así vas a ser más libre y vas a disfrutar más la vida. Pero igual no has sopesado las consecuencias, ni las pérdidas, ni lo que te va a echar de menos ese Padre.

Puedes estar también viviendo como el hijo mayor frente a otras personas. Puede que alardees ante Dios y ante los demás de no haber hecho nunca nada “fuera de tiesto”... o sea, fuera de la casa del Padre. De ser ese hijo o hija que todo padre querría: cumplidor, observante, fiel, justo, abnegado... Pero te olvidas de decir la otra parte: un hijo o una hija rígido, inflexible, exigente con los demás, autoritario, siempre anhelando un cabrito para disfrutar de un banquete que nadie te ofrece... y por eso, cuando tu hermano pequeño desobediente, vividor e irrespetuoso, vuelve a casa hecho un trapo, tú solo deseas decirle: te lo dije. Te avisé. Tienes lo que te mereces . Y te encuentras con tu Padre, que en lugar de ponerte como ejemplo ante los demás, solo se dirige a ti para gritarte loco de contento, que pases a celebrar el regreso.

Por eso, los dos hijos son ocasión propicia para volver al Padre, para con-vertirse. Y todos estamos llamados finalmente, no sólo a dejarnos acoger en la casa de un Padre así, que quiere que todo lo suyo sea tuyo , sino más aún: llamados a ser Padres también en medio de un mundo siempre necesitado de acogida, de paciencia, de invitación a vivir de otra manera. En la casa del Padre. En su fiesta. Misericordiosa fiesta.

Vuestra hermana en la fe,

Rosa Ruiz, rmi (rraragoneses@hotmail.com)


18. Todos somos como el hijo pródigo

Todos nosotros, llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. “La vida humana es, es cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición... Volver por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios “

I. Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos (Romanos 8, 17). La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites, que sólo en el Cielo alcanzará su plenitud y seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malgastar los bienes de modo indigno a nuestra condición de hijos de Dios. Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios, y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Se aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos que ha logrado durante su vida, se incapacita para adquirir otros nuevos, y queda de algún modo sujeto a la esclavitud del demonio. Fuera de Dios es imposible la felicidad, incluso aunque durante un tiempo pueda parecer otra cosa.

II. En el examen de conciencia se confronta nuestra vida con lo que Dios esperaba, y espera de ella. En el examen, con la ayuda de la gracia, nos conocemos como en realidad somos. Los santos se han reconocido siempre pecadores porque, por su correspondencia a la gracia, han abierto las ventanas de su conciencia, de par en par, a la luz de Dios, y han podido conocer bien su alma. En el examen también descubriremos las omisiones en el cumplimiento de nuestro compromiso de amor a Dios y a los hombres, y nos preguntaremos: ¿a qué se deben tantos descuidos? La soberbia también tratará de impedir que nos veamos tal como somos: han cerrado sus oídos y tapado sus ojos, a fin de no ver con ellos (Mateo 13, 15).

III. Todos nosotros, llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. “La vida humana es, es cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición... Volver por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios “(SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa). Hemos de acercarnos a la Confesión sin desfigurar la falta ni justificarla. Con humildad, sencillez y sinceridad. Con verdadero dolor por haber ofendido a nuestro Padre. El Señor, por Su misericordia, nos devuelve en la Confesión lo que habíamos perdido por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Y la vuelta acaba siempre en una fiesta llena de alegría.

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre


19.

Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.

Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.


20.San Pedro Crisólogo (hacia 406-450) obispo de Rávena, doctor de la Iglesia
Sermones 2 y 3; PL 52, 188-189 y 192

“Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre.” (Lc 15,18)

El que pronuncia estas palabras estaba tirado por el suelo. Toma conciencia de su caída, se da cuenta de su ruina, se ve sumido en el pecado y exclama: “Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre.” ¿De dónde le viene esta esperanza, esta seguridad, esta confianza? Le viene por el hecho mismo que se trata de su padre. “He perdido mi condición de hijo; pero el padre no ha perdido su condición de padre. No hace falta que ningún extraño interceda cerca de un padre; el mismo amor del padre intercede y suplica en lo más profundo de su corazón a favor del hijo. Sus entrañas de padre se conmueven para engendrar de nuevo a su hijo por el perdón. “Aunque culpable, yo iré donde mi padre.”

Y el padre, viendo a su hijo, disimula inmediatamente la falte de éste. Se pone en el papel de padre en lugar del papel de juez. Transforma al instante la sentencia en perdón, él que desea el retorno del hijo y no su perdición... “Lo abrazó y lo cubrió de besos.” (Lc 15,20) Así es como el padre juzga y corrige al hijo. Lo besa en lugar de castigarlo. La fuerza del amor no tiene en cuenta el pecado, por esto con un beso perdona el padre la culpa del hijo. Lo cubre con sus abrazos. El padre no publica el pecado de su hijo, no lo abochorna, cura sus heridas de manera que no dejan ninguna cicatriz, ninguna deshonra. “Dichoso el que ve olvidada su culpa y perdonado su pecado.” (Sl 31,1)


21. 2004. Servicio Bíblico Latinoamericano

Análisis
Sabemos el lugar central que da el Evangelio de Lucas a la “misericordia”. Se ha de ser misericordioso como lo es el Padre (6,36), y -como el “buen samaritano”- el oyente debe “hacer lo mismo”. En el capítulo 15, después de una presentación de la situación que causa escándalo: “recibe a los pecadores y come con ellos” Jesús pone 3 parábolas. La idea es la misma en las tres, aunque en la última se incorpora un nuevo elemento en el debate. La idea principal es la de una cosa querida que es perdida, buscada y encontrada. El acento recae en la alegría que causa el encuentro de la cosa perdida, sea esta una oveja, una moneda, o un hijo. Las dos primeras, como es frecuente en Lucas, presenta un par donde se integran un varón y una mujer: el pastor y la mujer (recordar el profeta y la profetisa de Lc 2,25-38, o las parábolas de la mostaza y la levadura en 13,18-21). La liturgia de hoy ha omitido este “par mixto” y se ha detenido -luego de la introducción, que le da el marco a la parábola- en la así llamada “del hijo pródigo”.

Veamos brevemente el marco redaccional de los vv.1-2. Se aproximan a Jesús para oirlo “todos” los publicanos y pecadores. No hace falta demasiada imaginación para saber que se trata de una construcción artificial. “Todos” deberían ser mucha gente, pero el acento está puesto en destacar que estos grupos de rechazados escuchan de boca de Jesús una predicación en la que no se encuentran excluidos. Muchas veces se hace referencia en el Tercer Evangelio a grupos que “oyen” a Jesús, pero es evidente que esto no basta, es necesario “ponerlo en práctica” (6,47-49; ver 8,11-15; 11,28) para ser como una casa edificada sobre roca y no sobre arena. Quedarse sólo en las parábolas no sirve, ya que es oír y no entender (8,10), “quedarse en la cáscara” sin ir al nudo , a diferencia de “la madre y los hermanos” que escuchan la palabra y la cumplen (8,21). Pero escuchar es la actitud primera, es signo de reconocerlo como profeta semejante a Moisés (9,35); luego se trasladará a los suyos: quien los escucha, escucha al Hijo (10,16). Oír es la actitud del discípulo que elige la mejor parte, la única importante (10,39), y por eso los buenos judíos deben “oír" a Moisés y los profetas (16,29.31). El rico no sigue a Jesús al oír sus exigencias y no estar dispuesto a “vender todo” (18,23). Los adversarios no pueden deshacerse públicamente de Jesús porque el pueblo lo oye atento (19,48; ver 20,45; 21,38). Podemos decir, entonces, que “oír” es el primer paso del discipulado, y en esta etapa están “todos los cobradores de impuestos y pecadores”.

Por otra parte encontramos a fariseos y escribas (5,21.30; 6,7; 11,53), siempre los encontramos mirando “de afuera” a Jesús y confrontando con sus opiniones y actitudes. Los escribas, por otra parte, cuando los encontramos con los sacerdotes ya es para conspirar contra Jesús buscando matarlo. Son expresión de lo que en cierta manera podríamos llamar “ortodoxia” judía, los fieles a la ley y las tradiciones, y por ello cuestionan lo “heterodoxo”, lo que no corresponde, como “recibir” a los pecadores. Como es frecuente en Lc, los fariseos se escandalizan de las actitudes de Jesús frente a los pecadores, y murmuran (diagong_zô). El término vuelve a aparecer en 19,7 por única vez en Lc y todo el NT, Jesús se hospeda en lo de Zaqueo y “murmuran”: ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador”; también lo encontramos como murmurar (gong_zô) en 5,7 (8 veces en el NT, Mt 1 Lc 1 Jn 4 Pablo 2): “comen y beben con publicanos y pecadores”. El término es frecuente en las tradiciones del desierto (en ese sentido también en Jn y Pablo) donde el pueblo “murmura” contra Dios y Moisés (Ex 16,7; 17,3; Num 11,1; 14,27-29) y en caso de Jesús, van en aumento. La acusación es que Jesús prosdéjetai: acepta favorablemente, recibe, espera a los pecadores, y -seguramente lo más grave- “come con ellos”.

El tema de las comidas de Jesús es sumamente interesante e importante. La actitud de synesthíô (literalmente “comer con”) marca una actitud. Es la única vez que lo encontramos en los Evangelios, y se repite otras dos veces en Hechos y otras dos en Pablo; los apóstoles se prtesentan como los que “comieron y bebieron con el resucitado” (Hch 10,41) y Pedro recibe una reprimenda de “los apóstoles y hermanos de Judea” porque “has entrado en casa de incircuncisos y comido con ellos” (11,3), como se ve, en este caso el marco es semejante al de los Evangelios. 1 Cor 5,11 habla de no comer con los que se llaman hermanos y viven como paganos, y Ga 2,12 recuerda a los cristianos de Antioquía que comían juntos, pero cuando llegaron “los de Santiago”, los judíos se separaron de la mesa... Como se ve, la imagen es que sólo se puede comer con los que son puros, y la comida con impuros nos vuelve impuros también a nosotros. La comida de Jesús con pecadores es una expresión evidente de que no vino “a llamar a los justos sino a los pecadores” (5,32); es su costumbre contraria a la religiosidad “tradicional” la que está en cuestión; Jesús quiere cambiar el rostro de Dios como se ha dicho más de una vez, quiere reemplazar el Dios de la pureza por el Dios de la misericordia, sus comidas reflejan ese Dios que Jesús propone, uno que recibe a pecadores, a “todos”. Este marco de las comidas de Jesús que revela un nuevo rostro de Dios es el que el Señor quiere ahora mostrar en la parábola.

No vamos a desarrollar un comentario a toda la parábola sino a detenernos en lo fundamental. El movimiento de la parábola es sencillo: presentación de los personajes (vv.11-12), actitud del hijo menor (vv.13-20a), actitud del padre frente al hijo perdido (vv.20b-24), actitud del hijo mayor frente al hijo perdido (vv.25-32). Como se ve, las tres primeras escenas son paralelas a las actitudes del pastor y la mujer ante el objeto perdido, la novedad viene dada por la actitud del hijo mayor. Ciertamente este refleja la actitud de los fariseos y escribas ante los pecadores. No deja de ser interesante el lenguaje de la comida en la parábola, lo que nos recuerda el contexto: “hubo hambre” (v.14), deseaba comer las algarrobas (v.16), los jornaleros del padre “tiene pan en abundancia” (v.17), el padre manda “matar el novillo engordado, comamos y celebremos una fiesta” (v.23), “nunca me diste un cabrito para una fiesta con mis amigos” se queja el mayor (v.29) y aclara “ese hijo tuyo que devoró tus bienes con prostitutas” (v.30); además, en vv.23.24.29.32 utiliza eufrainô que como vimos es festejar en un banquete...

Como se ve, el contraste es entre dos personajes con respecto a una misma situación: el hijo/hermano menor. Como otras parábolas de dos personajes, quizá el título debería reflejar estas dos actitudes más que remitir al “hijo pródigo”.

Por una parte, se ocupa de mostrar qué bajo cayó el hijo menor con una serie de elementos muy críticos para cualquier judío: “país lejano”, “vida libertina/prostitutas”, “pasar necesidad”, “cuidar cerdos”, no le dan ni siquiera algarrobas, que es comida preferentemente de animales (¿las debe robar?), hasta el punto que pretende volver “a su padre” como un asalariado. Hay que prestar atención a palabras como “no merezco” (vv.19.21) y “es bueno/conviene” (v.32), a las que volveremos. Descubriendo su miseria el hijo parte “hacia su padre” (no dice a su casa, aunque se supone “pros”; vv.18.20), el hijo mayor es quien no entra “en la casa” (v.25). El movimiento de partida y regreso del hijo es semejante al perder-encontrar, y más aún a la muerte-resurrección (con este paralelismo termina la intervención del padre y vuelve a repetirse al intervenir el hijo mayor).

El hijo ha preparado un discurso, pero el padre no le permite terminarlo, no se le gana en generosidad e iniciativa: no sólo -contra las costumbres orientales- “corre” al encuentro del hijo al que ve de lejos, sino que le devuelve la filiación que había “perdido”: eso significan el anillo (sello), las sandalias y el mejor vestido, digno de un huésped de honor. La alegría del padre queda reflejada, además, en la fiesta por “este hijo mío”.

El hermano mayor, que viene de cumplir con sus responsabilidades de hijo no quiere ingresar a la casa y participar de la fiesta. Nuevamente el padre sale al encuentro de un hijo y debe escuchar los reproches. El mayor se niega a reconocerlo como hermano (“ese hijo tuyo”) cosa que el padre le recuerda (“tu hermano”). El padre no le niega razón a que el hijo mayor “jamás desobedeció una orden”, es un “siempre fiel”, uno que “está siempre con el padre” y todo lo suyo le pertenece, pero el padre quiere ir más allá de la dinámica de la justicia: el menor “no merece”, pero “es bueno” festejar. La misericordia supone un salir hacia los otros, los pecadores que -por serlo- no merecen, pero el amor es siempre gratuito y va más allá de los merecimientos, mira al caído. Los fariseos y escribas son modelos de grupos “siempre fieles”, pero su negativa a recibir a los hermanos que estaban muertos y vuelven a la vida los puede dejar fuera de la casa y de la fiesta. Los mayores también pueden irse de la casa si no imitan la actitud del padre, o pueden ingresar y festejar si son capaces de recibir a los pecadores y comer con ellos.

Comentario
Para nuestra civilización “tan” civilizada, se hace muy difícil comprender el planteo que escandalizaba a los fariseos: Jesús come con pecadores ... La comida era algo tan sagrado para los antiguos judíos, que uno sólo podía sentarse a la mesa de quien es como uno. Jesús come con pecadores: ¡obviamente es un pecador!

El planteo de Jesús es totalmente diferente: Él es el rostro humano de la misericordia infinita de Dios, es el Dios que se acerca a todo hombre para regalarle su amor. Es el Dios dedicado hasta el extremo a cada uno de los suyos. Es el padre que está amorosamente atento a la vuelta de sus hijos errantes a su casa, a su mesa y a su fiesta. Otros, en cambio, parecen preferir ser un grupo aislado, el grupo de los perfectos, el de los que "no abandonaron la casa del padre"...

Algunos tienen una actitud sectaria, una actitud que rechaza a todos los que ya no están unidos a su origen, o que no aceptan a los que no-son-como-uno. Dios, en cambio, quiere invitarnos a todos a su fiesta, la fiesta de la alegría por recuperar lo perdido. Frente a un mismo acontecimiento, tenemos dos actitudes diferentes, la de un padre, dedicado y preocupado por su hijo perdido, y la de un hermano orgulloso de su "pureza" que rechaza la infidelidad del hermano arrepentido ...

El tema de la comunión de mesa con los pecadores se enmarca en un tema muy amplio: Jesús come con pecadores y prostitutas, con pobres y mujeres. Hasta es acusado de "borracho" por los comentarios del barrio. Pero, en la misma línea, habla del Reino de Dios como un banquete al cual son invitados todos los hombres, y frente al rechazo de los que se creían perfectos (como el hijo mayor), un banquete al que se invita a los pobres y despreciados; incluso lo indica expresamente: cuando des un banquete, invitá a los pobres, a los que no pueden devolverte la invitación. ¿Entraremos a la fiesta?


22. LECTURAS: MIQ 7, 14-15. 18-20; SAL 102; LC 15, 1-3. 11-32

Miq. 7, 14-15. 18-20. No basta con perdonar. El Señor no sólo nos perdona nuestros pecados, conforme a su infinita misericordia; sino que va más allá: aplasta con sus pies nuestras iniquidades y arroja a lo hondo del mar nuestros delitos. Él quiere que, perdonados y reconciliados con Él, caminemos como santos, pues Él, nuestro Dios, es Santo. Para que esta obra de salvación fuera realidad en nosotros, Él nos envió a su propio Hijo, el cual cargó sobre sí nuestras iniquidades y clavó en la cruz el documento que nos condenaba. Quien crea en Jesús y lo acepte en su vida habrá hecho la voluntad de Dios, que no nos ha dado otro nombre bajo el cual podamos salvarnos. Dios ha salido a buscarnos como el pastor busca a la oveja descarriada. Dejémonos encontrar y salvar por Él mientras aún es el tiempo de la salvación. Dios nos ama; dejémonos amar por Él para que lleve a buen término su obra en nosotros y nos transforme de pecadores en justos y en hijos suyos.

Sal. 102. Alabemos a Dios, nuestro Padre, porque ha sido misericordioso para con nosotros. Él nos ha perdonado y ha alejado para siempre de su presencia todos nuestros pecados. En Cristo Jesús hemos conocido el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. El Señor no se ha quedado en promesas de salvación. Él ha cumplido su palabra y nos llama para que, creyendo en Jesús, hagamos nuestros su amor y su vida. Dios sabe que somos frágiles, inclinados al pecado. Tal vez muchas veces la concupiscencia nos llevó por caminos de rebeldía a Dios. Pero el Señor, cuando ve que volvemos a Él con el corazón arrepentido, se nos muestra como un Padre lleno de amor y de ternura para con nosotros. Aprovechemos este tiempo de gracia del Señor para volver a Él y, recibido su perdón, caminar en adelante como hijos de Dios, glorificando su Santo Nombre con nuestras buenas obras.

Lc. 15, 1-3. 11-32. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban en una región de sombras de muerte una luz les brilló. Los que no éramos pueblos hemos sido constituidos en Pueblo de Dios. Y el Padre misericordioso se alegra de haber encontrado a su hijo, el que por muchos años y siglos había vagado lejos de la casa paterna. Dios no quiere la salvación sólo para unos cuantos elegidos. Él nos ama a todos y quiere que todos los hombres se salven. Él ha enviado a su Iglesia a proclamar su Evangelio hasta el último rincón de la tierra. La Buena Nueva de salvación no puede encerrarse cobardemente en un grupo de iniciados. Dios quiere que todos lleguemos a ser hijos suyos. Esa es la misericordia que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo que bajó del cielo para conducirnos a él. Él cargó sobre sí nuestras miserias e hizo suyos nuestros delitos. Él retorna junto con toda la humanidad pecadora, pero arrepentida, para ser recibida como es recibido el Hijo en la casa paterna. Unamos nuestra vida a Cristo para que, perdonados de nuestros pecados, seamos dignos de participar del Banquete eterno en la alegre compañía del Hijo de Dios.

Dios, en Cristo Jesús, ha venido para recibirnos a nosotros, pecadores, y a sentarnos a su mesa. Dios jamás nos ha abandonado, ni se ha olvidado de nosotros. A pesar de que la humanidad ha vivido lejos del Señor, Él nos sigue amando. Y no se queda esperándonos en su casa para que retornemos a Él. Él ha salido a buscarnos y no ha descansado hasta encontrarnos para ofrecernos su perdón. A quienes lo aceptamos como nuestro Dios y Señor nos lleva sobre sus hombros, lleno de alegría, de regreso a la Casa Paterna. Nuestra conversión inicial, culminada en el Bautismo, se vuelve a realizar en este Sacramento Eucarístico, centro y culmen de la vida de la Iglesia. Por eso no sólo venimos a adorar a Dios contemplándolo lejano a nosotros. Venimos para unirnos con el Señor en una Alianza nueva y eterna.

Por eso no podemos volver a nuestra vida diaria revestidos de la maldad. Dios nos ha revestido de su propio Hijo amado en quien Él se complace, para contemplarlo en nosotros. Tal vez en otro tiempo fuimos irreflexivos, rebeldes, descarriados, esclavos de toda clase de malas inclinaciones y placeres, llenos de maldad y de envidia; éramos despreciados y nos odiábamos unos a otros. Pero a pesar de todo eso Dios nos salvó, no por alguna obra buena nuestra, sino sólo por su gran misericordia (cfr Tit 3, 3ss). ¿En verdad habrán quedado atrás nuestros pecados y nuestras pasiones desordenadas? En esta Cuaresma no podemos llegar a celebrar la Pascua sólo por tradición. Debemos permitirle al Señor que renueve nuestro corazón para que, guiados por su Espíritu Santo que habita en nosotros, podamos ir a dar testimonio de lo misericordioso que ha sido el Señor para con nosotros. Quien continúe como esclavo del pecado no puede llamarse hijo de Dios, pues aún no ha iniciado, por lo menos, su camino de retorno al Señor.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda volver a Él, rico en misericordia. Que nos dejemos revestir de Cristo y que hagamos nuestra su Misión para llevar a todos, tanto con las palabras como con el ejemplo, su mensaje de salvación para que vuelvan a Él y sean sus hijos amados. Amén.

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23. ARCHIMADRID 2004

EL QUE SE HUMILLA….

Siete días llevamos meditando sobre la necesidad de humillarse, hoy es el último y espero que haya servido para acercarte de otra manera a Dios y a los demás. Qué mejor colofón a estos comentarios que el evangelio de hoy, la parábola del hijo pródigo.

Seguro que la has meditado cien veces y te has puesto en el lugar del hijo pequeño, del hijo mayor e incluso te recomiendo que te pongas en el lugar del Padre (aunque sea algo pretencioso) para saber tratar a los demás, porque todo lo que el Espíritu Santo te haya iluminado en esas oraciones será mucho más valioso que lo que yo pobremente pueda escribir.

Hay una campaña, no sé si sólo en Madrid o en otras partes, de acogida a niños con carencias que se llama: “Se buscan abrazos”. No es que yo sea especialmente afectivo ni dado a muestras efusivas de cariño, pero de toda la parábola del hijo pródigo nos vamos a quedar buscando el abrazo del padre al hijo.

Ese abrazo resume todo lo que hemos querido meditar durante esta semana. El hijo abrazó su fortuna y se fue desasido de su padre. Se sentía infantil bajo la protección de su padre y se lanzó en busca de otros abrazos. Se echó en los brazos de la “buena vida”, de la juerga, del vino, de los amigotes, de las prostitutas y terminó humillado por todos ellos e intentando abrazar las algarrobas que comían los cerdos, y hasta ese mísero abrazo al alimento de los puercos le estaba vedado. Es como el abrazo de la boa constrictor, al principio es suave, de tacto agradable, pero termina ahogando y, o eres capaz de zafarte de él, o acabas siendo devorado y deglutido lentamente por los jugos gástricos del animalejo.

El otro abrazo, el abrazo del padre, parece mucho más difícil de recibir. Parece que hay que ganárselo, pensar excusas para acercarse a él, darle vueltas a razonamientos que justifiquen nuestra indignidad y hacernos un hueco entre sus brazos. Y, ciertamente, es un abrazo inmerecido, no nos lo ganamos por nuestra locuacidad ni por nuestra capacidad de “dar lástima”. Es Dios Padre quien se conmueve cuando ve que nos acercamos, el que echa a correr a nuestro encuentro, nos abre los brazos en un inmenso abrazo y nos cubre de besos, callando todos nuestros estúpidos razonamientos o nuestras injustificables justificaciones. Toda la humillación de esta semana es elevada en los brazos del Padre y, sintiéndonos otra vez como niños pequeños y balbucientes ante Dios, nos damos cuenta que Él nos quiere y ése es nuestro mayor tesoro, el que nunca querremos perder.

No dejes pasar de hoy el acercarte a tu padre Dios, el acercarte a la Iglesia y recibir el sacramento de la confesión y- aunque creas que te va a costar mucho, que llevas demasiado tiempo cuidando cerdos- en cuanto te decidas será tu padre Dios quien correrá a tu encuentro, verás todos tus pecados atados con clavos a la cruz y encontrarás la vida de la gracia que da vida a lo que parecía un cadáver.

Confíale a María este propósito de no aplazar un día más esa reconciliación con Dios que necesitas y, aunque te cueste avanzar por la humillación de tus pecados, descubrirás que cerealmente cierto que “él que se humilla será enaltecido”.


24. P. Cipriano Sánchez

Confiar en Dios requiere, de cada uno de nosotros, que nos pongamos en sus manos. Esta confianza en Dios, base de la conversión del corazón, requiere que auténticamente estemos dispuestos a soltarnos en Él.

Cada uno de nosotros, cuando busca convertir su corazón a Dios nuestro Señor y busca acercarse a Él, tiene que pasar por una etapa de espera. Esto puede ser para nuestra alma particularmente difícil, porque aunque en teoría estamos de acuerdo en que la santidad es obra de la gracia, en que la santidad es obra del Espíritu Santo sobre nuestra alma, tendríamos que llegar a ver si efectivamente en la práctica, en lo más hondo de nuestro corazón lo tenemos arraigado, si estamos auténticamente listos interiormente para soltarnos en confianza plena para decir: “Yo estoy listo Señor, confío en Ti”

Desde mi punto de vista, el alma puede a veces perderse en un campo bastante complejo y enredarse en complicaciones interiores: de sentimientos y luchas interiores; o de circunstancias fuera de nosotros, que nos oprimen, que las sentimos particularmente difíciles en determinados momentos de nuestra vida. Son en estas situaciones en las que cada uno de nosotros, para convertir auténticamente el corazón a Dios, no tiene que hacer otra cosa más que confiar.
Qué curioso es que nosotros, a veces, en este camino de conversión del corazón, pensemos que es todo una obra de vivencia personal, de arrepentimiento personal, de virtudes personales.

Estamos en Cuaresma, vamos a Ejercicios y hacemos penitencia, pero ¿cuál es tu actitud interior? ¿Es la actitud de quien espera? ¿La actitud de quien verdaderamente confía en Dios nuestro Señor todos sus cuidados, todo su crecimiento, todo su desarrollo interior? ¿O nuestra actitud interior es más bien una actitud de ser yo el dueño de mi crecimiento espiritual?

Mientras yo no sea capaz de soltarme a Dios nuestro Señor, mi alma va a crecer, se va a desarrollar, pero siempre hasta un límite, en el cual de nuevo Dios se cruce en mi camino y me diga: “¡Qué bueno que has llegado aquí!, ahora tienes que confiar plenamente en mí”. Entonces, mi alma puede sentir miedo y puede echarse para atrás; puede caminar por otra ruta y volver a llegar por otro camino, y de nuevo va a acabar encontrándose con Dios nuestro Señor que le dice: “Ahora suéltate a Mí”; una y otra vez, una y otra vez.

Éste es el camino de Dios sobre todas y cada una de nuestras almas. Y mientras nosotros no seamos capaces de dar ese brinco, mientras nosotros no sintamos que toda la conversión espiritual que hemos tenido no es en el fondo sino la preparación para ese soltarnos en Dios nuestro Señor, no estaremos realmente llegando a nada. El esfuerzo exterior sólo tiene fruto y éxito cuando el alma se ha soltado totalmente en Dios nuestro Señor, se ha dejado totalmente en Él. Sin embargo, todos somos conscientes de lo duro y difícil que es.

¿Qué tan lejos está nuestra alma en esta conversión del corazón? ¿Está detenida en ese límite que no nos hemos atrevido a pasar? Aquí está la esencia del crecimiento del alma, de la vuelta a Dios nuestro Señor. Solamente así Dios puede llegar al alma: cuando el alma quiere llegar al Señor, cuando el alma se suelta auténticamente en Él.

Nuestro Señor nos enseña el camino a seguir. La Eucaristía es el don más absoluto de que Dios existe. De alguna forma, con su don, el Señor me enseña mi don a Él. La Eucaristía es el don más profundo de Dios en mi existencia. ¿De qué otra forma más profunda, más grande, más completa, puede dárseme Dios nuestro Señor?

Hagamos que la Eucaristía en nuestras almas dé fruto. Ese fruto de soltarnos a Él, de no permitir que cavilaciones, pensamientos, sentimientos, ilusiones, fantasías, circunstancias, estén siendo obstáculos para ponernos totalmente en Dios nuestro Señor. Porque si nosotros, siendo malos, podemos dar cosas buenas, ¿cómo el Padre que está en los Cielos, no les va a dar cosas buenas a los que se sueltan en Él, a los que esperan de Él?

Pidámosle a Jesucristo hacer de esta conversión del corazón, un soltar, un entregarnos plenamente en nuestro interior y en nuestras obras a Dios. Sigamos el ejemplo que Cristo nos da en la Eucaristía y transformemos nuestro corazón en un lugar en el cual Dios nuestro Señor se encuentra auténticamente como en su casa, se encuentra verdaderamente amado y se encuentra con el don total de cada uno de nosotros.


25.

I. Jesús, hoy me explicas, a través de la parábola del hijo pródigo, tu visión del pecado y de la conversión: la visión de Dios. A veces, a la hora de la tentación, sólo lucho entre dos efectos del pecado, lo apetecible del mismo y las consecuencias de perder la gracia. No me doy cuenta del efecto más importante: la ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí”. (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Ël nuestros corazones (1). Jesús, Tú mismo –que eres Dios-, me dices cómo te afecta el pecado: como a un padre bueno que quiere a su hijo, cuando éste le abandona. Más que el dinero desperdiciado, lo que duele en esta parábola es que el hijo se prefiera egoístamente a sí mismo y abandone a su padre, que tanto ha hecho por él.

Jesús, que ante la tentación no piense sólo en mí: en lo que gano y en lo que pierdo. Que piense, sobretodo, en lo que te alegras Tú si venzo, o en lo que sufres si te abandono.

II. Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos (2).

Jesús, a la hora de pedir perdón a veces tampoco me doy cuenta de cómo me estás esperando. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció. Tu estás esperándome con impaciencia…, y yo no tengo prisa en venir. Pasan días de espera que no pasarían si me diera cuenta de cómo me quieres y cuánto deseas mi pronta conversión.

Hace falta sólo que abramos el corazón. Tú has querido, Jesús, que esa vuelta a la casa del Padre la podamos realizar a través del Sacramento de la Confesión. Que no la retrase innecesariamente cuando veo que me hace falta; que no permanezca alejado cuando Tú me quieres en casa, y me esperas como un Padre a su hijo.

María, aunque en la parábola no aparece la madre del hijo pródigo, me imagino perfectamente su reacción ante la marcha del hijo y ante su regreso a casa. Cómo te hará sufrir, por mí, el pecado, y cómo te alegrará la confesión. Ayúdame a evitar el pecado, y acudir prontamente –sin vergüenzas, sin pereza- al remedio de la confesión.
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1. Catecismo, 1859.
2. Es Cristo que pasa, 64.

Meditación extraída de la colección “Una cita con Dios”, Tomo II, Cuaresma por Pablo Cardona.