24 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XI DEL CICLO C
(1-12)

VER JUEVES DE LA SEMANA 24

 

1.

-Reconozcamos que somos pecadores.

Todos los cristianos, al reunirnos, comenzamos todas nuestras celebraciones reconociendo que no somos buenos e implorando el perdón de Dios, confiados en conseguirlo.

Porque estamos convencidos que el Dios de Jesús no es ni el garante de la ley moral ni el guardián del orden civil cuyo cumplimiento estricto debe velar al estilo de los jueces o de los policías.

El Dios de Jesús es el Dios del perdón, el Dios del amor, que acepta como un Padre a sus hijos tal y como son, los quiere en su realidad de infractores, de ilegales, de seres humanos a quienes la vida abruma con tantas aspiraciones, tantas necesidades, tantas impotencias.

-EL sentido de la contradicción humana.

La experiencia del perdón, además de ser una de las experiencias más profundas de la existencia humana, va unida a las experiencias más fundamentales de vivir y convivir, afecta a la dimensión personal y a la social, a la familiar y a la religiosa.

Late, en el fondo, todo el problema de nuestra propia aceptación en las condiciones limitadas, imperfectas, de una vida volcada a conseguir felicidad, bienestar, poder, dinero y "convencida" de no poder alcanzarla. Late toda la contradicción de un mundo asentado sobre el dinero y la abundancia, pero condenando a muerte a varios millones de sus habitantes, pregonando niveles y calidad de vida pero sometiendo a la mayoría de la humanidad a condiciones lastimosas. Late todo nuestro querer y no poder, nuestro aparentar lo que no somos, el dar una imagen que oculte nuestro rostro y cubra nuestra realidad.

-El problema de nuestro propio "yo". YO/POBLEMA: La experiencia del perdón es la gran necesidad que tenemos de Alguien que, sabiendo cómo somos, nos acepte y nos quiera y nos ayude a enfrentarnos a ese gran problema que es el propio "yo".

¿Qué y quién se oculta detrás de cada uno de nosotros? ¿Qué hay tras esa imagen pública o social con que nos presentamos en sociedad? Siempre lo mismo, siempre un ser humano. Una persona. Un "yo".

Pero una persona necesitada, un "yo" temeroso, un ser humano frágil.

Necesitamos de los demás y pretendemos atraerlos con el boato de lo externo, la belleza, el dinero, la seguridad, el poder, la sabiduría, la simpatía; pero tenemos miedo a que descubran lo que realmente somos. Necesitamos a los otros, pero les tememos a la vez.

Tenemos miedo de nosotros mismos.

-La ventaja de los marginados. POBREZA/BIT

Aunque el panorama es común a todos, lo es en distinta medida, porque hay quienes tienen una vida tan dura, cruda y desnuda que carecen, incluso de la posibilidad de engañarse. Su necesidad de los otros es tan patente que no pueden ocultarla. Su posibilidad de boato, dinero o poder es tan nula que no pueden recurrir a ningún valor adicional o externo con el que hacerse valorar y cotizar. Soportando el desprecio o la marginación social carecen de agarraderos convencionales y falsos, sabiéndose malos no tienen necesidad de aparentar ser buenos, sintiéndose solos y necesitados están abiertos y dispuestos a recibir y darse. Son los mejor predispuestos a aceptar sin condiciones y a agradecer la aceptación si Alguien los acepta.

Es la gran ventaja humana y teológica de los pobres, los marginados, los necesitados, los malos. Oir hablar y, sobre todo, tener la experiencia vital de encontrarse con un Jesús que sabe toda la realidad y les expresa su acogida como un amigo leal, como un padre auténtico, como una madre o una esposa, como un Dios bueno que acoge con la única condición de que cada uno sepa cómo es y dónde está, eso es algo para lo que ellos están preparados.

-La predilección por los necesitados.

Ahí llevan la delantera, ellos están más cerca de esa gran experiencia humanizante que constituye el perdón como aceptación de amor, como acogida gratis que no apela a unos méritos, ni tampoco a los aditamentos externos y ajenos, como solidaridad con el necesitado.

Ellos entienden mejor lo que es la libertad de poder mostrarse tal cual, sin miedo a las formas, sin temor a los calificativos, sin pánico a perder el rango, sin inconveniente a ser considerado malo.

-El perdón como libertad.  PERDON/LIBERTAD:

Porque el Dios de Jesús, el Dios cristiano, es el Dios que libera, que salva del pecado, del miedo, de la angustia por ganarse una parcela de cielo y de la angustia por no saber nada del futuro; salva de nuestra propia realidad, tan pesada, si no existiera El.

La experiencia del perdón es sentirse libre de uno mismo y de los demás en cuanto acusadores, es sentirse libre de la obligación de amontonar cumplimientos, es sentirse libre de la seriedad del juez, de la vigilancia del policía, del control divino.

Saberse y sentirse perdonado, aceptado, es poder vivir dedicándose a aceptar a otros, ayudar a quien lo necesite, liberar de los miedos celestiales, sentir más próximos a los que no se tapan o son rechazados.

El perdón es poder vivir con la alegría del agradecido que se siente querido sin saber por qué. Es vivir con la esperanza de encontrarse algún día cara a cara con el Dios bueno y poder darle un gran abrazo y poder decirle emocionado: Gracias.

-La comunidad del perdón.

Por eso los cristianos, al reunirnos, comenzamos todas nuestras celebraciones reconociendo que no somos buenos e implorando el perdón de Dios, confiados en conseguirlo. El es bueno, quiere y perdona.

Por eso los cristianos solemos reunirnos a celebrar la Eucaristía, como nuestro acto común más importante, que significa Acción de Gracias.

Por eso los cristianos, libres del miedo a Dios, a nuestros pecados, a nuestras miserias, aceptamos entre nosotros a todos, sin distinción de clase: ricos y pobres; sin distinción moral: buenos y malos; sin distinción racial; blancos y negros. Dios es Padre de todos. Por eso los cristianos nos animamos a ser, de verdad, hermanos de todos, de unos y de otros; a no rechazar a nadie y a hacer posible un mundo donde nos llevemos mejor y nos aceptemos más.

Por eso los cristianos repetimos tanto lo del perdón, porque nos consideramos la comunidad que, perdonando, aceptando y queriendo, hace presente en el mundo el perdón de Dios tan necesario para convivir.

ALEGRE-J ARAGÜES._DABAR/89/33



2. P/RUPTURA

-"Tú eres ese hombre": Cuando el rey David se quedó con la mujer de Urías y consiguió que éste muriera según lo previsto luchando contra los amonitas, se presentó el profeta Natán, dispuesto a denunciar el crimen que había cometido. Entonces Natán le propuso una parábola, un caso que David debía juzgar para caer en la cuenta del propio pecado. Y el rey juzgó correctamente, y se encendió su cólera contra el hombre rico que, para dar de comer a un huésped, se atrevió a robar a un pobre la única oveja que tenia. A lo cual contestó el profeta: "Tú eres ese hombre". De modo semejante Jesús denuncia la conducta del fariseo Simón, que, teniéndose por justo, condena a una prostituta.

El pecado es una realidad oscura. Con frecuencia el pecador -y todos somos pecadores- se disculpa torpemente echando la culpa a los demás para castigarla en cabeza ajena. Pero la palabra de Dios descubre nuestro pecado y nos concede así la primera gracia: el reconocimiento de la propia culpa. Sólo así, reconociendo que somos culpables, nos alejamos de verdad de la mayor miseria que es no conocer la propia miseria.

-Todos somos culpables: David era culpable, Simón era culpable, la prostituta también... y nosotros. Pues todos somos culpables.

Nadie puede presentarse delante de Dios para decirle: "Soy un hombre justo". Y no hay hombre que pueda estar en regla en todo, que pueda justificarse a sí mismo y cumplir la ley sin la gracia de Dios. Por lo tanto, no podemos acudir al templo para orar como aquel otro fariseo, para convertir nuestra alabanza a Dios en presunción y nuestra acción de gracias en autosuficiencia. Más bien debemos acudir allí como el publicano, si es que queremos alcanzar la gracia y el perdón de Dios. Porque todos necesitamos de su indulto, pero sólo aquellos que son conscientes de esa necesidad pueden recibirlo.

-Seamos tolerantes: No podemos ir por el mundo con la ley en la mano, ni siquiera con la ley de Dios. No podemos pasearnos con autosuficiencia de leguleyos sabiendo en cualquier caso cuáles son nuestros derechos y los deberes de los demás, exigiendo, condenando a los otros, repartiendo premios y castigos. Porque la ley se vuelve entonces contra nosotros y no podemos quejarnos si nos miden tal y como nosotros medimos. Porque la ley no puede salvarnos y el legalismo, lejos de fomentar la convivencia, la entorpece. Porque el mismo Dios ha querido ser para los hombres antes gracia que justicia y nos ha perdonado a todos en Jesucristo.

J/TOLERANCIA: La tolerancia es una virtud cristiana. Jesús fue tolerante con los pecadores públicos, los acogió, los comprendió, los perdonó y se sentó a comer y beber con ellos en una misma mesa provocando la crítica de los santones de Israel. Jesús fue incluso tolerante para los que no lo eran con los demás, para los fariseos, también con ellos se sentó a comer en una misma mesa. En fin, Jesús fue tolerante con todos hasta el punto de cargar sobre sus hombros el pecado del mundo y morir perdonando a sus enemigos.

-Pero no indiferentes: El evangelio de Jesús es la buena noticia de que Dios perdona a los pecadores. Por eso son precisamente éstos quienes le escuchan y no los que ya se tienen por justos y condenan a los demás. Estos no pueden escuchar ninguna buena noticia; no la necesitan.

Pero este evangelio del perdón no deja a los pecadores en su pecado. De ser así, ya no sería perdón, sino condena, y lo que hemos llamado tolerancia se convertiría en indiferencia. No, el perdón de Dios es redentor. Porque es una prueba de amor, porque es gracia que nos gana el corazón y nos anima para emprender una nueva vida. El que ha sido perdonado mucho, ama mucho. El que cree y recibe el perdón de Dios, la gracia de Dios, vive entonces la ley no como imposición, sino como expresión de su nueva vida. De manera que la ley sigue al evangelio y éste se muestra como una gran fuerza de liberación.

EUCA/77/29



3. JUICIO/PREJUICIO

Tenemos una gran facilidad para juzgar a las personas. Tanto si hace poco que las conocemos, como si hace mucho, tendemos a hacernos una "ficha" de las persona y a juzgarlas por siempre jamás según el criterio que de ellas nos hemos formado. Y nuestra clasificación la enseñamos a tercera persona como si del criterio definitivo se tratara. "No le hagas caso -decimos- esta persona es de derechas toda la vida"; "de la familia de Fulano uno no puede fiarse, de nadie, siempre han sido unos mentirosos"; etc. Vivimos a base de slogans y de los mitos que creamos. De tal manera que, cuando encontramos a la persona juzgada, esperamos que actúe como nosotros la imaginamos, no según lo que ella es.

-Tenemos el vicio de juzgar

No hace falta decir que se trata de un vicio antiguo, que podemos encontrar incluso en el evangelio que hemos escuchado: Simón piensa en su corazón: "Si Jesús fuera profeta, sabría qué clase de mujer lo está tocando y se la sacaría de encima". SE HABÍA HECHO OTRA IDEA DE JESÚS y por eso le molesta que éste actúe tal como es: un hombre perdonador.

-Para Jesús siempre es posible la conversión

Jesús cuando actúa lo hace siempre según los criterios de Dios, su Padre. Y sabe muy bien que PARA DIOS NO EXISTEN CLASIFICACIONES PREVIAS NI DEFINITIVAS. La creación que puso en marcha hace millones de años, aún hoy continúa evolucionando, siguiendo su camino. Y el hombre -que participa activamente en esta creación- no ha llegado tampoco al final, su camino sigue abierto.

Jesús, que conoce a fondo la libertad del hombre y sabe que el camino está abierto, ESTA CONVENCIDO DE QUE AQUELLA MUJER que ha entrado en casa de Simón ES CAPAZ DE AVANZAR, de ser más persona, de amar con un amor más grande. Sabe, en definitiva, que si es posible el pecado, también ES POSIBLE LA CONVERSIÓN.

-Estamos llamados a caminar hacia Dios

DIOS NOS LLAMA A SEGUIR EL CAMINO HASTA EL FIN: hasta ser totalmente "lo que puedo ser" como persona. El nos ha creado a su imagen y semejanza, de modo que cuando nos hacemos más personas, nos acercamos más al propio Dios. Y él confía plenamente en nosotros, hasta correr el riesgo de que con nuestra libertad echemos a perder su proyecto. Por eso Jesús LE PIDE A AQUELLA MUJER QUE LOS MUCHOS VALORES QUE TIENE (las atenciones, los besos, los perfumes...) en vez de ponerlos al servicio del pecado, los ponga al servicio del amor; que en lugar de centrar la vida en sí misma y en su placer de modo egoísta, LA PONGA AL SERVICIO DE LOS DEMÁS.

Es todo lo contrario de lo que había hecho Simón, el fariseo, el cual había invitado a Jesús sin ganas de establecer con El una comunicación sincera porque en realidad, le había impuesto condiciones: que actuase según la ficha que se había hecho de Jesús y de aquella mujer, dividiendo al mundo entre buenos y malos.

Ahora que estamos celebrando la eucaristía, oremos a Dios -que no hace distinciones entre las personas- que nos ayude a vivir según el estilo de Jesucristo, a dar respuesta a sus llamadas, a avanzar cada día más, convencidos de que los demás también avanzan, que siempre queda abierta la posibilidad de la conversión.

De este modo haremos que sea verdad que Dios es el único juez, y que nosotros, según hemos aprendido de Jesucristo, seamos hombres que ofrecemos a todos la misericordia y el perdón.

JAUME GRANE._MI-DO/77/12



4.

-ORIENTACIONES GENERALES

1. La homilía debería centrarse en el perdón de Dios. Confiarse a él es una actitud típicamente cristiana: en Jesucristo hemos penetrado en un universo de gracia y de perdón; no estamos en la "justicia" que proviene del cumplimiento de las obras de una ley.

2. Actualmente nos cuesta ser conscientes de nuestra condición personal de pecadores y, por tanto, del perdón del Padre. Tenemos tendencia a excusar "debilidades" personales, y somos en cambio mucho más sensibles al mal estructural y muy duros en el juicio de la sociedad.

3. Conviene recordar que Dios ama, perdona y renueva a fondo el corazón del hombre, de cada hombre. Es aquí donde se juega nuestra vida, por más que la sociedad permanezca llena de defectos.

4. Sin embargo, ¿cómo podríamos abrirnos al perdón de Dios sin "tener mucho amor": Jesús... o aquel pobre hitita, Urías. Y a la inversa: ¿cómo podríamos esperar en una transformación de las estructuras si no la emprenden unos corazones buenos y llenos de amor?

ALGUNAS PISTAS CONCRETAS 1. Ninguno tenía con qué pagar. Los judíos convertían el cumplimiento de la ley en un absoluto, terminando por tener la buena conciencia y el orgullo del perfecto cumplidor. Pero esto no es verdad: "Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley". Deberemos combatir nuestro orgullo de observantes, justos y superiores a los demás (quizás no es necesario atacarlo, basta con recordarlo) y hacer patente nuestra condición personal de pecadores: el cristiano se reconoce también culpable personalmente, íntimamente.

2. Tus pecados están perdonados. Vete en paz. Es la Buena Nueva del Reino de Dios que Jesús anuncia por pueblos y ciudades.

Nosotros la hemos escuchado y nos hemos confiado a ella; por eso estamos aquí, sentados en su mesa como aquella mujer pecadora. El Señor, que "sabe quién es y lo que es" cada uno de nosotros, no reacciona como Simón el fariseo (¡un hombre de Dios no debería permitir tanta familiaridad a una mujer pecadora!). Sino que proclama el perdón de Dio, la transformación profunda del corazón, nos devuelve la paz. Estamos en su universo de gracia.

3. Se puso a regarle los pies con sus lágrimas. El perdón de Dios es fuente de alegría; su mirada ensancha el corazón. La mujer se ha dado cuenta de que Dios la renovaba, la rehacía interiormente, pasando por alto su pecado. Tener conciencia de pecadores (conciencia cristiana, no enfermiza) es estallar en llantos y en gritos de alegría de sabernos perdonados. Por eso el sacramento de la penitencia no es algo triste sino todo lo contrario.

4. Has visto que esta mujer tiene mucho amor. En cambio, quien cree ser justo tiene con frecuencia la frialdad glacial del hermano mayor ("en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya": Lc 15,29) o del fariseo Simón ("sabría quién es esta mujer y lo que es"). El cristiano auténtico es más apasionado (véase S. Pablo, segunda lectura). ¿Queremos saber si de veras nos hemos abierto al perdón de Dios? Examinemos si nuestras obras son obras de amor. Dios es bueno, ama y perdona y hace que nuestro corazón sea capaz de amar y perdonar, volviéndolo de nuevo a su condición original: somos fruto del amor, hechos para el amor, a imagen y semejanza del Dios bueno: él rompe la espesa red de egoísmos con que nos encadenamos, y nos hace capaces de entregarnos de veras. El amor nace de un corazón perdonado.

5. ¿Por qué has despreciado al Señor? (primera lectura). David abusa de su autoridad, desprecia a un pobre hombre, lo hace morir y le arrebata la mujer. Ha obrado en contradicción con la gracia recibida, ha despreciado al Señor. Nuestra sociedad está llena de comportamientos de dureza; sus valores se llaman agresividad, competencia, interés, triunfo... Las lecturas de hoy los condenan como contrarios al designio de Dios que Jesús proclama y realiza.

Por esto, quien ha sido renovado debe luchar para renovar a los demás y a la sociedad: este montaje que nos embrutece a todos y que endurece la red de egoísmos. El amor de aquella a quien mucho ha sido perdonado no es alegría evasiva, sentimental y egoísta, sino tarea trabajosa y comprometida. El amor es al mismo tiempo vertical y horizontal.

6. Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (segunda lectura). Nuestra "justicia" es mucho más profunda que el cumplimento de una ley: es la misma justicia del Señor Jesús. Por eso el cristiano sabe, maravillado, que vive una existencia nueva: "es Cristo quien vive en mí". Jesús es más que un ejemplo o modelo. Y cuando celebramos la eucaristía expresamos nuestra realidad más profunda y alimentamos nuestra vida más auténtica, que también vivimos y expresamos en toda nuestra existencia.

JOSÉ M. TOTOSAUS._MI-DO/80/13



5. EU/RECONCILIACION

La mujer pecadora es un ejemplo de conversión: reconoce por un lado que era muy pecadora y que Dios la ha perdonado, y, por otro, actúa con desbordada generosidad en la manifestación controlada característica de Simón. Su conversión implica claramente el propósito. Y -quizás especialmente- su conversión es experimentalmente conversión a Alguien, y no solamente una nueva forma de pensar, o una respuesta a las propias obligaciones. La conversión es, para la mujer, comunión con Jesús. ¡Es ella quien lo reconoce como profeta de la misericordia de Dios!.

Estas características de la conversión de la mujer pecadora iluminan lo que debe ser la conversión cristiana, y acentúan especialmente su carácter personalístico: transformación del hombre ante y a causa de la misericordia de Dios. (...).

El ejemplo de la mujer y la actualización en la conversión a la misericordia de Dios, puede conducir espontáneamente a una doble referencia sacramental: el sacramento de la penitencia y la celebración de la Eucaristía.

La primera es obvia: en el sacramento de la penitencia cada uno experimenta, de un modo sacramental, la misericordia de Dios, al resonar de nuevo, por el ministerio de la Iglesia, la palabra eficaz del perdón que Dios dijo una vez para siempre a los hombres en el misterio de Cristo y el don del Espíritu. El hombre tiene que aportar al sacramento de la penitencia aquello mismo que era el espíritu de la mujer convertida: el amor, el reconocimiento de la misericordia, el propósito de vivir en el amor de Cristo... Visto así, el sacramento de la penitencia es fuente de gozo y de paz. El salmo responsorial de este domingo es una magnífica descripción del gozo del pecador que confiesa su pecado: "Propuse: Confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado".

La segunda referencia es la celebración de la Eucaristía. Juan Pablo II ha insistido en varias ocasiones en que la Eucaristía conduce a la penitencia. Esta afirmación, algo sorprendente a primera vista, es, no obstante, de profundo contenido en la línea de la escena evangélica: lo que celebramos en la Eucaristía es el amor redentor de Cristo, y saberse amado es la fuerza más transformadora que existe. Por eso, celebrar la Eucaristía con fe, no puede dejar de suscitar en los fieles, junto con el gozo y la acción de gracias, el deseo intenso de corresponder a este amor con una vida constantemente en conversión y renovación.

PERE TENA._MI-DO/83/12



6.

No es habitual incluir en el relato del encuentro de Jesús con la anónima pecadora los primeros versículos del capítulo 8.

Pero los liturgistas que no han ignorado los versículos 1-3 de este capítulo han procedido muy acertadamente. La enumeración de las mujeres que presentan estos versículos, agrupadas todas bajo la definición de "algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y de enfermedades", y luego la precisión añadida al nombre de la primera: "María, la de Magdala, de la que habían salido siete demonios", parecen querer señalar en estas mujeres a beneficiarias, más conscientes que otros, de la curación fundamental traída por Jesús. Y si estas mujeres curadas, salvadas, "ayudan con sus bienes a Jesús y a sus discípulos", es porque en ellas el don de Jesús recibido, reconocido, aceptado, ha llegado a ser perfectamente eficaz.

La anécdota de la pecadora aparece entonces como el icono rutilante que muestra por una parte el respeto que Jesús manifiesta hacia las mujeres a quienes orgullosamente desprecia la sociedad ambiental y, por otra, el fervor con que su intervención es acogida. Este comentario aparece más evidente todavía si se tiene en cuenta la continuación del texto. Nuestro párrafo forma parte de un conjunto que está claramente delimitado por dos discursos: el final del "sermón en la llanura" (6,49), y el comienzo del sermón en parábolas (8,4). De 7,1 a 8,3 figuran dos curaciones: el siervo del centurión y el joven de Naím, seguidas de la controversia planteada por la pregunta del Bautista, prolongada con la invectiva que Jesús dirige primero a los fariseos (7,30) y, en fin, a los "hombres de esta generación" (v.31). Tras esto, el cuadro de la pecadora amante, seguido de la lista de las mujeres curadas por Jesús y que le ayudan con sus bienes, aparece como una sugestiva antítesis a la indiferencia o a la incredulidad que anteriormente han adoptado... otros hombres con respecto al don de Dios. Más aún, la misma escena está construida en antítesis. El autor subraya la actitud por lo menos reservada, si no incluso de frialdad, de Simón el fariseo, actitud tan diferente de la cargada de cariño y de humildad de la pecadora.

Esa diferencia está en la entraña del relato. Por un lado, está un hombre, Simón. Es un fariseo; forma parte de esas gentes de las que en unos versículos precedentes se dice (v.30) que no aceptaron el bautismo de Juan, aquella invitación a prepararse a la manifestación de Dios ya inminente, "produciendo dignos frutos de arrepentimiento" (3,8). De hecho, cuando Jesús, el predicador de "la Buena Noticia dicha a los pobres", de la "liberación", de la "libertad", de un "año de gracia" (4,18), va a casa de Simón que le ha invitado, este último se abstiene de gestos que hubieran testimoniado su cordialidad y hubieran hecho ver que su autor era consciente de acoger en su casa al "consagrado por la unción" (4,18), a aquel que es un "profeta" (4,24), "un gran profeta" (7,16), cosa que precisamente Simón no cree: "Si este hombre fuera profeta...".

Estas vacilaciones ante la misión de Jesús, enteramente parecidas a las de los habitantes de Nazaret, se van a revelar bruscamente a la entrada de la mujer y a la vista de su comportamiento afectuoso: "Si este hombre... sabría quién es esta mujer que le toca". Precisamente ese hombre es un profeta; el pueblo se ha dado cuenta de ello. Simón el fariseo no sabe reconocerlo. El que Jesús acepte una audaz manifestación de cariño no puede menos de demostrar la falsedad de sus pretensiones proféticas. ¿Es que el profeta no sería más que el heraldo de la venganza (ver Is 61,2, fórmula rechazada por Lucas en su cita de 3,18s), como creía la Cananea? (ver 10º domingo ordinario, 1ª lectura). ¿No podría ser también el mensajero de la salvación? (cf. Is 40,9-11).

¿Por qué Simón es incapaz de abrirse a esa dimensión de la salvación de Dios de la que Jesús es precisamente el heraldo y el realizador? El evangelio lo sugiere: Simón es de ésos a los que se les "hizo gracia de poco" (v. 42), a quien "se perdona poco".

No es de extrañar que aquel a quien se da poco no logre mostrar sino poco amor (v. 47). Simón es un "justo" de ésos a los que Jesús no ha venido a "llamar" (5,32), y que por este motivo quedan al margen del festín (5,30). Si se sientan a la misma mesa que Jesús, lo hacen en calidad no de invitados a los que hubiera "llamado" Jesús, sino como personas que se han hecho ellos mismos la invitación (v. 36). No pueden entender la gracia, el don gratuito, generoso, traídos por Jesús. ¿Es que son orgullosos y, por lo tanto, más pecadores que los otros? El texto no se preocupa de ello, sino que se atiene a dejar a la paradoja toda su fuerza: aquellos a los que se perdona poco no pueden entender a Jesús. Del otro lado está la mujer; ella se encuentra en una situación de desamparo: es una pecadora, y los testigos de la escena o de su vida no se atreven a decir quién es esta mujer que "toca" a Jesús. Su miseria hace pensar en esa otra mujer que Jesús acaba de encontrar y que conocía también el fondo del desamparo llevando al sepulcro a su hijo único. Llegando como llegan al fondo de la pobreza, las dos mujeres no pueden sino recibir; a la inversa de otros que, como Simón, "invitan" (=llaman) pero que no se dejan "llamar", ellas responden inmediatamente a la propuesta que se les hace del don de Dios. El "hijo, es devuelto a su madre", y a la intempestiva visitante del banquete se le concede el perdón. Al no tener la mirada petrificada ni en la más mínima de sus cualidades, no tienen ojos más que para el don que se les hace.

Una vez perdonada, la pecadora se siente envuelta en el entusiasmo, en agradecimiento que hace nacer en ella el amor: un amor ardiente que impulsa a los gestos más audaces, que desprecia los comentarios bienpensantes y tiende obstinadamente a expresarse, a decirse.

Porque el comportamiento de la mujer es signo del amor que es consecuencia del perdón. A pesar de la dificultad que presenta la traducción del v.47, el pensamiento expresado es muy claro. El deudor -de la parábola- que ama más es aquel a quien se perdona la deuda mayor (v.42s). "Aquel a quien se le perdona mucho, muestra mucho amor" (v.47). Simón ha mostrado frialdad porque se le ha perdonado muy poco; la mujer testimonia un gran amor porque el perdón que ha recibido es grande.

La moral tradicional queda aquí a contrapié. Habitualmente, el perdón aparece como la recompensa del amor, y el amor como la causa del perdón. Aquí es a la inversa; el amor es la consecuencia, el fruto del perdón. El perdón es lo primero; no se da a cambio del amor; sino que es pura y simplemente dado, don que suscita el amor. La paradoja es grande, pero es la propia paradoja del Evangelio. Menospreciarla, atenuarla de una u otra forma, sería mutilar el mensaje de Jesús.

¿Y cuál es, entonces, la causa del perdón? Cabe imaginar alguna buena disposición de la mujer, que la impulsa a hacerse perdonar; el evangelista, que no rechaza esta hipótesis, sólo se interesa por otra distinta. Para él, Jesús es el predicador de la liberación, de la gracia. Lo que Jesús dijo de sí mismo en Nazaret se refleja en toda su predicación. Si es el heraldo de la gracia, es que a través de él se comunica el don gratuito. La visitante de Simón forma parte de los que han podido recibir ese don porque se encontraban en la situación conveniente. También para Lucas, esa situación propicia a la acogida del don divino es la de una profunda indigencia. Sólo los que pasan la dura experiencia de la pobreza, cualquiera que sea la forma bajo la que se presente esa indigencia, son accesibles al don de Dios que es el perdón y que se despliega en el amor.

Un amor que, llegada la ocasión, sabe ser muy activo, eficazmente agradecido, como lo prueba la generosidad de que daban prueba las mujeres curadas por Jesús.

MONLOUBOU-C.Pág 175



7.

El Señor mismo dice que son buenas las lágrimas y alaba a los que lloran en contra del que no llora: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; mas ella ha regado mis pies con sus lágrimas".

LAGRIMAS/ARREPENTIMIENTO: Sin embargo, esta alabanza a las lágrimas va precedida de una invitación a la alegría: "Alégrese el corazón de los que buscan al Señor" (Sal 104, 3; introito). Con esto se da la señal para reconocer esta forma especial de tristeza y lágrimas que merecen la alabanza del Señor y que no se oponen a la alegría por la cosecha del espíritu. Son las lágrimas de la pecadora, en la que ya no vive el pecado, porque el amor lo ha consumido. Son las lágrimas de agradecimiento de la perdonada, "que amó mucho porque le fue perdonado mucho". Son las únicas lágrimas permitidas al hombre, porque "pertenecen a Dios" (E.. Hello).

Son iguales a las perlas y son el precio de la perla valiosa por cuya posesión vende el hombre todo cuanto tiene. Con estas lágrimas vierte el hombre todo lo que posee, incluso todo su ser, y se vacía ante Dios para que pueda penetrar en él "la alegría en el Señor". Lágrimas como éstas derramó Sansón cuando, durante la noche, llevó a las montañas las puertas de la prisión. Se ha dicho de las lágrimas de Sansón: "El agua de la contrición, en la que muchos ven sólo una debilidad, obra igual que el héroe hebreo: lleva al monte las puertas de la prisión" (E. Hello). Esto une la liturgia de hoy con la del pasado miércoles, tan llena de gozo.

Esta alegría provenía de un regreso a la patria desde la prisión y el destierro; las lágrimas derramadas hoy ponen fin a la prisión, abren la cárcel del egoísmo y sueltan las ataduras de una vida de pecado. La mujer que vemos hoy llorar en el evangelio era una pecadora, y ahora sus lágrimas la dejan libre. Quien no llora, y llega a burlarse del que llora, permanece encerrado en su pecado.

Cierto que el hombre no ha sido creado para sufrir, sino para gozar; Adán en el Paraíso no lloró hasta que cometió el pecado.

Pero ahora que estamos heridos por el pecado es cosa humana llorar, pues por medio de las lágrimas se sanan las heridas de la culpa. Las lágrimas lavan las heridas del corazón pecador, lo purifican y neutralizan el veneno del orgullo, Dios mismo lloró en su vida mortal y estas lágrimas nos redimieron. Lloró por nuestra muerte -ante el sepulcro de Lázaro (Jn 11, 35)-, y la muerte se transformó en vida. Lloró por nuestros pecados -a la vista de Jerusalén (Lc 19, 41)-, y el pecado fue arrojado fuera: se levantó una nueva Jerusalén, santa y sin pecado: las Iglesia de Dios.

La sinagoga era adúltera e infiel, y, con todo, no derramaba lágrimas por considerarse fiel a la ley. El mundo pagano era pecador, y no lloraba su pecado porque no conocía la ley de Dios.

Pero vino Cristo, dio lágrimas a la adúltera y enseñó a llorar a la pecadora. Y cuando lloró la tomó por esposa suya y la llamó Ecclesia. Su "llamamiento" la atrajo a la hora del banquete e hizo saltar sus lágrimas. Esta mujer que llora es una esposa, la esposa del Cantar de los Cantares, a la que el esposo dice: "Eres jardín, cercado, hermana mía, esposa, eres jardín cercado, fuente sellada" (Ct 4, 12). Sólo El podía romper el sello y hacer saltar el manantial: el manantial del arrepentimiento, el manantial de la purificación, el manantial del Bautismo. Ahora corre el manantial y la vista del Señor se posa con amor infinito sobre la que llora: "Eres fuente vivificante, fuente de aguas vivas que desciende del Líbano" (Ct 4, 15).

De lo alto viene el agua del jardín..., claro que desde que el hombre pecó las lágrimas son cosa humana; pero el hombre no puede dárselas por sí mismo. La mujer del evangelio no derramó por sí misma lágrimas que la hacen digna del amor del Señor; le fueron concedidas de lo alto. "Son perlas del gran océano" (E. Hello) del amor divino que llora por la miseria de su criatura. Por ser Dios amor, porque busca a la perdida y llama a la extraviada, porque primeramente ha llorado por ella, por eso la esposa tiene lágrimas. El, el mismo Dios, hace de ella un jardín regado y fructífero, como prometió por el Profeta: "Yo seré como el rocío para Israel; éste florecerá como el lirio y extenderá sus raíces como el álamo. Florecerán sus ramas y será su belleza como la del olivo y su aroma como el del Líbano. Volverán a habitar a su sombra..., sus frutos le vendrán de mí" (Os 14, 6-9; epístola).

(...) La Iglesia llora a los pies del Señor por los pecados del mundo y la infidelidad de sus hijos; pero también constantemente se alegran los ángeles de Dios por el fruto de sus lágrimas. Llora por los perdidos y los tiene ya en sus brazos, encontrados de nuevo. Da a luz en medio de lágrimas y ya entrega a los recién nacidos en manos de Dios como a seres maduros y perfectos.

Esparce llorando sus semillas y ya recoge con alegría el pan "diseminado por el monte" (Didaché, 9, 4), al paso que prensa el vino de muchas uvas para el banquete de Dios. Ahora entendemos la imagen del evangelio en toda su realidad; el banquete de los impíos y envidiosos se convierte en el del amor y de la boda santa. La pecadora es elevada a esposa y la que llora prepara la mesa con el fruto de sus lágrimas. (...) Las lágrimas son la oración de los principiantes y también la de los perfectos; pero hoy, en la hora de la cosecha del año, lo es de los perfectos, a quienes se dice: "Si has llegado a la oración de lágrimas, entonces puedes estar seguro de que tu espíritu ha abandonado ya la cárcel de este mundo y ha comenzado a marchar hacia un mundo nuevo. Entonces comienzas a respirar su maravillosa atmósfera y empiezan a correr las lágrimas. Pues el dolor de dar a luz al mundo sobrenatural es muy fuerte" (Isaac sirio).

Así, las lágrimas son las que manifiestan que nuestra misa de hoy es una solemnidad de agradecimiento por la cosecha, una alabanza de Dios, al paso que una confesión de la culpa del hombre; un alegrarse por la cosecha de la gracia y un entristecerse por la cosecha del pecado. Y como fruto de ambas -tanto de la gracia como del pecado- presentamos a Dios, Señor de la cosecha, el don de nuestras lágrimas. Y lo que da todo su valor a este don, lo que lo hace agradable a los ojos de Dios, es la hora presente, la hora del sacrificio, hora en que las lágrimas de Cristo corren juntas con las lágrimas de su Iglesia y les prestan el resplandor de valiosas perlas, en las que el amor de Dios reconoce su propia imagen.

LOHR-E/2.Pág. 319 ss.



8. SOBRE LA SEGUNDA LECTURA: FE/LEY:

La salvación, el cielo, el Reino, es algo que supera tan extraordinariamente toda humana apetencia o imaginación, que nunca puede ser el coronamiento del esfuerzo de los hombres, sino la consecuencia de la bondad infinita del Padre.

Sin embargo, no debemos entender que, puesto que es Dios quien nos salva, ya no es necesario atender al cumplimiento de la ley. No podemos poner nuestra confianza en el cumplimiento del deber, tanto menos, cuanto que tenemos experiencia de las deficiencias con que lo vamos mal-cumpliendo. Pero la ley juega un papel importante en nuestra vida. Por una parte, la ley define cómo ha de ser nuestra conducta para que nuestra confianza en la promesa de Dios sea una confianza auténtica y no una vana credulidad. Porque tampoco nos ha de salvar el mero saber que Dios ha obrado nuestra salud. Lo que nos salva es la fe viva, es decir, una fe que informe toda nuestra vida, en la promesa de Dios, que ni puede engañarse ni engañarnos.

Pero, en segundo lugar, la ley al definir nuestra conducta, delimita también nuestras malas acciones, y así actúa como de espejo que nos echa en cara nuestros pecados. De este modo la ley nos convence de nuestra impotencia para darle cumplimiento y nos hace tomar conciencia de nuestra necesidad de la bondad de Dios. Nuestra condición de pecadores, de hombres todavía imperfectos y en camino, hace que no pongamos nuestra confianza en nosotros mismos, ni siquiera en nuestras obras hechas de acuerdo con la ley, ni en nuestro deseo de cumplir con todo. Y al mismo tiempo nos deja orientados hacia Dios, de quien únicamente podemos esperar la salvación, pues así lo ha prometido y así lo ha cumplido en su Hijo y así lo está realizando ya en nosotros cada vez que cumplimos en conformidad con sus leyes.

Por eso, hermanos míos, el Evangelio de hoy es una gran noticia para nosotros. Una noticia que ni siquiera hubiéramos podido sospechar. Una buena noticia que disipa todas nuestras ansias y elimina todas nuestras dudas: estamos salvados, no porque la salvación dependa de nosotros, sino porque la salvación depende de Dios. Y es mucho mejor sentirse en manos de Dios, que estar en manos de los hombres, mejor incluso que estar en nuestras propias manos, porque todos sabemos las dificultades con que vamos tropezando en las leyes.

La salvación, sin embargo, que es siempre don gracioso de Dios, tiene una exigencia para nosotros: la fe. Debemos creer. Tenemos que fiarnos de la promesa de Dios. Pero esa fe no ha de consistir en un simple saber cosas acerca de Dios, esa fe no es un creer ciertas verdades, ni siquiera creer en la ley, esa fe ha de ser una entrega incondicional a Dios, una fe viva, es decir, una fe actuada en toda nuestra existencia. Esa fe exige de nosotros la adaptación de nuestra vida a la voluntad de Dios expresada en la ley. Y esa es la fe que salva. Es cierto que la fe en las obras da seguridad, pero no es suficiente para salvar. En cambio la fe en Dios salva, aunque no dé tranquilidad. Esa fe es la que vamos a recordar ahora, al recitar con el corazón el Credo. Esa fe es la que estamos actuando ahora, al celebrar este Misterio de fe, que es la salvación prometida por el Padre, realizada por el Hijo, actualizada hoy en el sacramento por la acción del Espíritu de Dios.

EUCA/67/50



9.

-El perdón y el amor (Lc 7, 36-8, 3)

El episodio de la pecadora que baña con sus lágrimas los pies de Jesús, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos y los unge con perfume es uno de los episodios más conocidos. No se ha dejado de explotar este episodio indiscriminadamente, sobre todo en nuestros días, en favor del primado del amor; palabra ambigua que habría que utilizar con más precisión.

Lo importante para nosotros es la parábola que Cristo propone a su anfitrión, que duda del carácter de profeta de Jesús porque éste no parece saber quién es esa mujer. La parábola es sencilla y no vamos a insistir en ella. Pero la conclusión puede dejarnos perplejos. La traducción española constituye ya una cierta interpretación del texto, interpretación, por otra parte, muy válida; los pecados de esa mujer le son perdonados porque tiene mucho amor. Jesús ha podido constatar este amor en las actitudes de la pecadora arrepentida. Y la perdona: "Tus pecados están perdonados".

Como de costumbre, los invitados se preguntan quién es éste que tiene el poder de perdonar los pecados. Los invitados tienen a su alcance todos lo elementos necesarios para responder por sí mismos a la pregunta. pero ¿cómo ver a Dios en aquel hombre Jesús? Y Jesús insiste: "Tu fe te ha salvado". En otras palabras: la pecadora ha reconocido que la salvación únicamente viene de Dios. Es la fe de todo cristiano lo que se expresa aquí.

Cristo continúa su recorrido anunciando el Reino de Dios. El hecho de que perdona los pecados ha permitido a muchos comprender la presencia del reino.

-El Señor ha perdonado (2 Sam 12, 7-10.13)

La historia de David prepara de algún modo la comprensión de la proclamación del evangelio de hoy. Lo que debe atraer nuestra atención en esta lectura del libro de Samuel no es tanto el severo reproche de Dios, sino el acto inmediato de arrepentimiento de David. El relato no deja que se produzca retraso alguno en la concesión del perdón por parte del Señor. Apenas David ha reconocido su pecado, cuando ya ha sido perdonado. Por otra parte el texto litúrgico ha reducido el texto bíblico original, abreviando los reproches del Señor; lo importante en la celebración de hoy efectivamente, es la misericordia del Señor. Los dos relatos que nos ofrece la liturgia de hoy tienen una misma estructura de fondo. La misma actitud del Señor se repite una y otra vez: al arrepentimiento siempre corresponde el perdón. En ambas lecturas tenemos sendos ejemplos bien significativos.

Las dificultades que los cristianos encuentran hoy con respecto al sacramento de la penitencia podrían hallar una vía de solución en la meditación de estos dos ejemplos. El acto de fe en el Señor, a través de su instrumento y su "sacramento" que es la Iglesia, perdona el pecado y hace que el pasado quede borrado. Indudablemente, una casuística demasiado humana y una presentación de un Dios difícil e irritable han podido contribuir a crear un obstáculo que muchos cristianos no consiguen superar. El sacramento de la penitencia ha conservado una fisonomía demasiado negativa; no se experimenta en el suficientemente y de modo sensible la vida que el Señor desea devolver a quien se arrepiente, y muchas veces el mismo confesonario no irradia esa alegría pascual de la reconciliación.

La reconciliación con Dios es acto de fe y, por consiguiente, acto de culto en la alegría y la adoración. Evidentemente, las celebraciones comunitarias podrán hacer que se recupere progresivamente el sentido de este sacramento, a condición de que se presente sobre todo en sus aspectos positivos de reconstrucción del hombre pecador y de restauración de su unión con el Señor.

NOCENT-6.Pág. 41 s.



10.

Siempre me ha sorprendido el escaso eco que, por lo general, tienen en los varones las críticas y reivindicaciones de los movimientos feministas. Cualquier pretexto es bueno para ignorar la verdad de muchos de sus planteamientos. Hay varones que adoptan una actitud absolutamente negativa. La mujer es un ser menos válido que el varón; es natural que, de alguna manera, le esté sometida. Está bien que se corrijan algunos abusos, pero nada esencial debe cambiar.

Otros ensalzan la dignidad de la mujer y la hacen portadora de valores sublimes («el mito de lo femenino»). Se entusiasman hablando de las cualidades femeninas de la abnegación, la sensibilidad o la ternura. Pero en ningún momento ponen en duda la superioridad y el dominio del varón.

Este dominio del varón está tan arraigado y asumido (incluso por las mujeres) que fácilmente se piensa que es algo innato, inserto en la misma naturaleza de la sexualidad humana. Inútil enfrentarse a un hecho natural. Dios lo ha querido así.

Esta posición, además de ser científicamente insostenible, no nos ha de hacer olvidar que la actual dominación de la mujer proviene, en gran parte, de una conducta injusta de los varones. En el fondo hay una «distorsión de las relaciones humanas» (Rosemary Ruether), originada por el pecado del varón que, de hecho, trata a la mujer como un ser inferior, le impone egoístamente su poder y crea unas relaciones de subordinación y dependencia que no son justas.

De ahí la necesidad de promover esa «revolución de las conciencias» (B. Boutreau) que permita encontrar un modelo más justo y humano de relaciones entre ambos sexos. Este cambio cultural requiere corregir los modelos de mujer que se fomentan en nuestra sociedad (mujer-objeto, mujer-complemento del varón, mujer-reclamo, mujer-ayuda para el hombre...), pero exige, además, una conversión profunda en los varones.

Conversión de esa actitud patriarcal de quien impone sus decisiones pretendiendo ser dueño y señor de la voluntad de la mujer («tú te callas»). Conversión de ese androcentrismo que considera a la mujer como algo marginal, que sólo es importante en relación al varón («ayuda a tu hermano, que tú eres mujer»). Conversión de esa cosificación de la mujer como objeto de placer al servicio del varón («ya no me apeteces»). La tarea es inmensa. Son muchos los abusos, discriminaciones, menosprecios y malos tratos que hay que eliminar en el interior del hogar, en la educación, en la vida eclesial y en la convivencia social.

La Iglesia, en concreto, no denuncia hoy con la debida fuerza ese comportamiento masculino injusto ni predica a los varones la necesidad de una conversión profunda en el trato a la mujer. Es la «asignatura pendiente» de unos cristianos que no sabemos entender ni seguir la conducta revolucionaria de Jesús, el varón que, lleno del amor de un Dios Padre de todos, sabía acercarse a las mujeres para restaurar su dignidad aun provocando escándalos como en la casa del fariseo Simón.

PAGOLA-2.Pág. 79 s.



11.

DIOS, EL ANTI-MAL

Tu fe te ha salvado

Son bastantes los que, en nuestros días, han abandonado calladamente toda comunicación con Dios. Bastantes también los que han dado la espalda a todo interrogante religioso para vivir distraídos únicamente por la vida pequeña y fragmentaria de cada día. Y cuando se los escucha atentamente, se descubre con frecuencia que la religión que abandonan y rechazan es algo que ha sido vivido como una carga y no como liberación. Dios está todavía en el fondo de muchas conciencias como un ser amenazador y exigente que hace más incómoda la vida y más pesada la existencia. Un Dios vigilante, que impone obligaciones duras y difíciles y amenaza con castigos oscuros e inexplicables. Se diría que son bastantes los que, sin atreverse a confesarlo abiertamente, desearían que Dios no existiera. Así podríamos vivir con más libertad y más gozo, disfrutando de la vida con más espontaneidad, libres por fin de amenazas y coacciones eternas.

Dios no ha sido ni es para muchos «Buena Noticia». La religión no ha sido gracia, liberación, alivio, fuerza y alegría para vivir.

Y sin embargo, si hay algo esencial en el cristianismo es la fe en un Dios que quiere únicamente el bien, la felicidad del hombre. Un Dios que es «Anti-mal» (E. Schillebeeckx), que dice un no radical a todo lo que provoca el dolor y la desintegración del ser humano.

Cualquier lectura del evangelio que lleve a los hombres a la angustia, la desesperanza, el agobio y la neurosis, es falsa.

Todo lo que impida ver a Dios como gracia, liberación, perdón, alegría y fuerza para crecer como seres humanos, es, de alguna manera, blasfema. Todo lo que debilita, entristece y esclaviza al hombre no es de Dios.

En Jesús se nos ha revelado que Dios no es destructor de la vida y la felicidad, sino Amor a la vida y Amor al hombre.

Jesús está siempre del lado del hombre frente al mal que oprime, desintegra y deshumaniza. Por esto, está siempre del lado del perdón.

Y por eso también el creyente que «ha entendido» a Jesús, no desespera ante su propia fragilidad y pequeñez. Tampoco niega su culpa para echársela cómodamente a los otros. Sabe asumir su propia responsabilidad y confesar su pecado y su mal, porque se sabe perdonado.

Es un regalo poder escuchar en el fondo más íntimo de la propia conciencia las mismas palabras que Jesús dirigió a la pecadora: «Tú fe te ha salvado. Vete en paz». La experiencia del perdón, ella sola sería capaz de mantener la esperanza en el mundo.

PAGOLA-1.Pág. 319 s.


12.

Con el episodio de la conversión de una prostituta innominada -que no debemos confundir ni con la Magdalena ni con la hermana de Lázaro-, Lucas nos presenta el tercero de los signos proféticos de Jesús. Los dos anteriores se referían a curaciones corporales: la curación del siervo del centurión y la resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lc 7,1-10 y 7,11-17). Es también un caso límite de opresión de la mujer. Es como el signo personalizado de la condición prostituida y marginada de ese cincuenta por ciento largo de la humanidad, que en aquella época vivía en clara situación de inferioridad respecto al varón. Hoy en nuestros países "civilizados" sigue siendo manipulada por el hombre, sufriendo infinidad de formas de prostitución y menosprecio: anuncios de televisión en los que nos es presentada como un objeto, fotos de revistas, concursos de belleza, prensa "del corazón"...

1. El pecado

¿Qué es el pecado? Ya hablé del pecado-mal colectivo al tratar el tema del anuncio del nacimiento de Jesús (Lc 1,26-38). Ahora me referiré principalmente al mal-pecado en su aspecto personal.

¿Quién no sabe de fallos en su propia vida? ¿Quién no tiene la certeza de haberse quedado muy por debajo de sus ideales e ilusiones? ¿Quién es capaz de hacer bien las cosas que tiene que hacer? ¿Hacemos siempre el bien que tenemos la obligación de practicar?... Son muchos los interrogantes que podríamos hacernos sobre esa realidad de mal que hay en cada uno de nosotros.

El evangelio, arrancando de esa experiencia de cada persona, nos presenta la necesidad que tenemos de salir de él y los caminos para lograrlo, la necesidad que tenemos de Jesús como maestro y como liberador-salvador. Ese Jesús que ve siempre en cada uno de los hombres su verdadero mal, el pecado, hasta el punto de morir para librarnos de él (I Cor 15,3). Porque Jesús murió por nuestros pecados, a causa del mal-pecado del mundo que no soportó sus planteamientos de justicia y amor. Ese mal que sigue en el mundo y en nosotros y del que nos vamos liberando en la medida que vamos viviendo su vida. Ese es el sentido que tiene la salvación: no es algo que vendrá sólo después de la muerte, sino también algo que vamos haciendo realidad mientras caminamos por la vida superando el mal en nosotros y en los que nos rodean. Después de la muerte la tendremos en plenitud.

¿Qué es el pecado? El pecado consiste en la mala voluntad de un ser libre, en la aversión a los hombres y a Dios, en la violación de un amor personal, en un delito o falta contra el hombre y contra Dios, en no hacer el bien que debemos al prójimo... Todo esto se encierra en la palabra cristiana "pecado".

Lo esencial al pecado es la negación del amor al prójimo y a Dios. Lo podemos resumir diciendo que es una ofensa libremente cometida contra el amor humano y divino, que el hombre no puede superar con sus solas fuerzas. Pecar es siempre quebrantar el orden del amor; es hacer algo contra el amor debido a Dios, al prójimo y a uno mismo, u omitirlo. En todo pecado se busca también algo que no es de suyo malo. Esta mezcla de bien es la razón por la que con frecuencia comprendamos que alguien -y nosotros mismos- llegue a pecar. Sólo se puede pecar con lo que es bueno en uno mismo o en el otro; por eso es tan destructivo: abusa de algo verdadero, de algo bueno. El que peca se busca a sí mismo sin tener en cuenta al otro, sin tener en cuenta a Dios. Supone un menosprecio de lo que Dios representa -verdad, justicia, paz, amor, libertad... para todos-; y esto conduce a la destrucción de la persona de los demás y de uno mismo.

Cuando un hombre ama a Dios en los demás, se identifica con su plan creador y se empieza a construir como persona; se pone en camino de superarlo.

En nuestros pecados personales se revela el "pecado del mundo" (Jn 1,29).

El pecado, más que un acto concreto, es una actitud del corazón. Los hechos externos, al menos la mayoría, son claro indicio de la actitud interior. De aquí que sea más importante, al analizar una acción, fijarse en la intencionalidad que en la materialidad del hecho. Para entender lo que es verdaderamente pecado debemos leer atentamente la narración del juicio final (Mt 25,31-46); veremos en qué dirección van las ideas de Jesús. El pecado es siempre, en último término, un daño que se hace al prójimo o un bien que se le deja de hacer.

2. Un fariseo invita a comer a Jesús

El evangelio de la conversión de la prostituta nos da como un resumen de la doctrina de Jesús: lo que importa es el amor, más allá de toda concepción legalista. Para que nos demos cuenta de ello, Lucas nos presenta la escena de un modo casi provocativo: opone la vaciedad del justo al amor de la pecadora. Lo que importa es el amor, no el certificado de "buena conducta". Jesús no hace como nosotros, que nos fijamos en las apariencias: su mirada va al fondo del corazón de cada uno.

Este pasaje también quiere mostrarnos el respeto y la acogida de Jesús a las mujeres, en una sociedad que las despreciaba.

Un fariseo le invita a comer. Para un oriental, compartir la mesa significaba compartir también la vida, aunque este sentido estaba bastante olvidado.

Las comidas que nos relatan los evangelistas fueron con frecuencia conflictivas. Suele haber en ellas algún incidente que las estropea, algo que no estaba en el menú. Cuando no son otros los que envenenan la atmósfera con sus murmuraciones, es Jesús el que se encarga de estropearles a algunos la digestión. Es lo que pasó en casa de Simón, el fariseo.

Simón, a pesar de recibir a Jesús en su casa, lo hace con prevención y sin darle demasiadas muestras de afecto y de cortesía oriental. Quiere observar al huésped para hacerse una idea mejor de él. Le invita a una comida material. Quizá sea exagerado acusarlo de mala voluntad. Es posible que sintiera respeto por Jesús, pero en el fondo de su actitud existe un gesto de juicio y de superioridad. Tiene su verdad ya hecha, conoce ya a Dios y no necesita que nadie le enseñe la nueva profundidad del reino y de la vida. Ya había llegado a la meta, y desde ella juzgaba todo lo que sucedía a su alrededor. ¿No nos suena esto a doctrina muy conocida? ¿No tenemos los católicos ya toda la verdad?

3. Se presenta una mujer

En el ambiente oriental clásico, cuando alguien ofrecía una comida importante, con invitados especiales, cualquier curioso podía entrar y escuchar como espectador. De eso se aprovecha aquella mujer. Ella no estaba en la lista de los invitados, y su llegada a la casa de una persona decente tiene todo el aspecto de una provocación. Es una intrusa, su presencia no era deseada de ninguna manera.

¡No serían pocas las barreras que tuvo que superar aquella mujer para llegar a Jesús! Todos la conocen. Sería despreciada y ridiculizada por los comensales con grandes risotadas; quizá por los mismos cómplices, para alejar sospechas, cuando tendrían que haber sido los primeros en callar. La desprecian, pero se sirven de ella.

Siguió adelante; a quien ha perdido todo a los ojos de los demás, ya nada le importa. Consciente de su vida de pecado e impulsada por un sincero arrepentimiento, se acerca humilde a Jesús. Sus gestos tienen la espontaneidad y la seguridad de una persona que se siente amada. El frasco de perfume estaba pensado, pero las lágrimas no estaban previstas: eran la consumación del arrepentimiento.

En la costumbre social de entonces, que una mujer se quitara el pañuelo de la cabeza en público y se soltara el cabello era un gran deshonor. Aquella mujer no se para en esas nimiedades. Es más, seca con su pelo los pies de Jesús.

A los ojos de los comensales seguía siendo una pecadora. Pero por dentro de esta mujer todo era ya muy distinto.

La que no estaba invitada pasó a ser la protagonista de una escena que es una gran lección práctica de liberación. Supera el temor al ridículo y los comentarios que habrá por parte de los comensales.

La mujer conocía el hedor de una sociedad corrompida. Conoce a las personas "honradas", las que se cubren de honestidad como si se tratara de una crema para la piel. Ella sabe que debajo de la capa de moralidad, de hipocresía, de prácticas religiosas, está "todo lo demás".

Los comensales estaban obligados a ponerse la careta, a vivir con unas normas determinadas para dar la impresión de personas respetables. Ella tiene el mérito de presentar su verdadero rostro; sucio, pero suyo: una existencia destrozada, desilusiones dadas y recibidas, experiencias degradantes..., pero con la esperanza de encontrar a alguien que no la considerara como un objeto de placer, de poder ofrecer el propio corazón, de poder comenzar todo de nuevo, de poder ser un día comprendida.

En Jesús había descubierto un modo distinto de mirar. Estaba habituada a que los hombres la miraran de otra forma.

La mujer no quedó defraudada. Jesús nunca se sentía coaccionado por la "buena" sociedad. Y dejó que la mujer actuase libremente.

4. Reacción del fariseo AUTOSUFICIENCIA/CV

La reacción puritana no se hizo esperar. El fariseo, intérprete de la ley, cree poseer la clave del discernimiento entre el verdadero y el falso profeta. Siempre la misma certeza de los "buenos" que, aferrados a la letra de la ley, se incapacitan para aceptar la revelación viva e imprevisible de Dios. Cerrazón autosuficiente que se reviste frecuentemente de fervorosa plegaria.

Las sociedades de todos los tiempos no consideran pecador a un hombre por la valoración moral de los actos que realice, sino por el hecho de pertenecer a ciertos grupos o capas sociales que no cumplen con las normas impuestas por la sociedad, sea civil o religiosa. ¿No es lo que pasa también ahora? ¿No está llena nuestra sociedad "cristiana" de tabúes religiosos injustos? ¿No identificamos al bueno con el que asiste a unos cultos y tiene buena posición económica, y si es ladrón, lo justificamos llamando "negocios" a lo que hace?

El fariseo, regido por las normas morales de la sociedad, condena a la mujer, y juzga a Jesús que ha permitido aquella actuación de la mujer en su persona. No es capaz de ahondar en sus sentimientos, en las razones que la pudieron llevar a una vida tan degradante.

¿Cuántos casos semejantes habrá en nuestro mundo de hoy? Personas fáciles de señalar con el dedo maliciosamente, que posiblemente sean víctimas del montaje de la sociedad. ¿Por qué llega una mujer a prostituirse? ¿Por gusto? ¿Y un drogadicto a la droga?... ¡Qué faltos estamos de comprensión! ¡Qué difícil es querer ver el desgarro interior de tantas personas marginadas por un mundo montado en la injusticia y en la opresión!

En el fariseo se advierte una cierta indignación, acompañada de un secreto regusto. Tenía razón: no es más que un profeta de pacotilla; ni siquiera sabe qué mujer es la que le "toca". No tiene la valentía de expresar en voz alta su propia opinión; se limita a murmurar. Algunos sólo poseen una coherencia: la que existe entre sus pensamientos sobre los demás y las propias acciones. Se piensa mal porque se obra mal. El pensar mal de los demás es el sello de nuestra capacidad para realizar esas mismas acciones. Si los pensamientos oliesen... Jesús no sólo sentía el olor de ciertos pensamientos, sino que los leía en voz alta.

Tenemos una gran facilidad para juzgar a los demás. Lo mismo si hace poco que las conocemos como si hace mucho, tendemos a hacernos una "ficha" de las personas y a juzgarlas ya siempre según el criterio que nos hicimos de ellas. Y enseñamos nuestra ficha a los demás como si se tratara de un juicio definitivo. De tal manera que, cuando nos encontramos con la persona juzgada, esperamos que actúe como nosotros nos la hemos imaginado, nunca de otra manera. El fariseo Simón se había hecho otra idea de Jesús; por eso le molesta que actúe tal como es: comprensivo y abierto a todas las personas.

No deberíamos seguir viviendo a base de los mitos que nos creamos.

5. Breve parábola de Jesús

Jesús, cuando actúa, lo hace siempre según los criterios de Dios, su Padre. Y sabe muy bien que para Dios no existen clasificaciones previas ni definitivas. La creación, que puso Dios en marcha hace millones de años, continúa evolucionando, siguiendo su camino. Y el hombre, que participa activamente de esta creación, no ha llegado tampoco al final; su camino sigue abierto. Como individuo y como colectividad.

Jesús, que conoce a fondo la libertad del hombre y sabe que el camino sigue abierto, está convencido de que la mujer que ha entrado en casa de Simón es capaz de avanzar, de ser más persona, de amar con un amor más grande. Sabe, en definitiva, que si es posible el pecado, también es posible la conversión. Sabe que lo que es imposible es la conversión del que ya se cree convertido definitivamente, como el fariseo Simón.

Jesús ha interpretado la actitud de la mujer como un efecto de su amor, de su conversión, como expresión de gratitud por haber sido comprendida y perdonada.

El fariseo duda de Jesús. Y Jesús le demuestra que sabe incluso lo que él piensa. Le propone una parábola que le explica la situación suya y de la mujer: de dos deudores insolventes, quedará más agradecido, amará más al prestamista que les perdona la deuda el que le debiera más.

"Has juzgado rectamente", le dice Jesús. Algunos lo saben todo. Sus juicios son siempre acertados. Lo malo es que no entienden nada. Como Simón.

La parábola nos presenta dos posturas humanas opuestas ante el reino de Dios: la mujer reconoce sus pecados, por ello puede convertirse y ser perdonada; el fariseo pretende redimirse por el legal cumplimiento de ciertas normas que le darán el acceso al reino como un premio merecido a su fidelidad.

La diferencia entre la mujer y el fariseo está en la entraña del relato, que nos presenta un hecho siempre actual: cuando un hombre se considera bueno y está satisfecho de su conducta, cuando cree que si tiene defectos o faltas son de poca importancia, lo más probable es que se considere superior a los demás, con derecho a juzgar y condenar a los hombres que, según su criterio, actúan mal. Esta autosatisfacción, el hecho de erigirse en juez, es una barrera para convertirse. Es posible que este hombre hable a menudo de Dios y de sus mandamientos, pero seguro que ese Dios no es el que nos da a conocer Jesús y esos mandamientos serán más exactamente nuestros mandamientos que el camino de amor del evangelio.

6. Distintas actitudes del fariseo y de la mujer

El fariseo soporta la humillación de verse cogido. Y como si no fuera suficiente, Jesús le pone como ejemplo el comportamiento de la prostituta.

Simón se había abstenido de gestos que hubieran testimoniado su hospitalidad y cordialidad. Había actuado como el que se cree superior. ¿Por qué fue incapaz de descubrir la hondura de la vida de Jesús? Porque Simón es un justo de esos a los que Jesús no ha venido a llamar (Lc 5,32); es de esos a los "que poco se les perdona" por el simple motivo de no considerarse pecador. ¿Cómo se nos va a perdonar lo que no creemos haber hecho?

¿A quién se le perdona poco? Para el que trata de amar de verdad a Dios en el prójimo, las cosas más insignificantes son muy importantes. Todos los grandes santos se han sentido profundamente pecadores, porque se comparaban con la perfección de Dios, con su amor sin límites, contrastaban la gran diferencia que existía entre sus ilusiones y su práctica...

El que ama poco no es porque peque poco, sino porque no tiene conciencia de su pecado al estar encerrado en su egoísmo.

El más leve fallo es importante de cara a la realización de la persona, de su perfección. Perfección que sólo puede buscar el que cree en ella. Por eso, sólo los hombres auténticos, buenos, se consideran grandes pecadores.

Simón no se cree pecador. Por eso no puede entender a Jesús.

Mientras el fariseo cumplidor de la ley desprecia y condena a la mujer prostituta y condena a Jesús por dejarse tocar por ella, éste pone al descubierto la solícita ternura de la mujer. Ternura que contrasta con el trato frío, aunque cortés, del rico fariseo, que no se preocupó ni por saludarlo con un beso ni por ofrecerle agua para los pies ni perfume para la cabeza, gestos todos ellos de hospitalidad.

La actitud del fariseo era aparentemente correcta, según los cánones sociales de la sociedad de entonces, y que siguen siendo los de la nuestra. ¿Qué puede pensarse de un hombre que se deja hacer así por una prostituta?

Los ojos nuevos de Jesús supieron ver lo que los demás no veían: la intención sincera y recta de aquella mujer, que demostraba así su arrepentimiento.

La mujer conocía el fondo del desamparo. Habiendo llegado a lo más bajo de la miseria humana, no podía sino recibir. Simón, en cambio, al ser rico podía invitar a otros, pero le era más difícil dejarse invitar, recibir de otro.

Al no tener la mirada petrificada ni en la más mínima de sus cualidades, la mujer sólo tenía ojos para el don que esperaba recibir. Una vez perdonada se siente envuelta en el entusiasmo, en el agradecimiento que hace nacer en ella el amor: un amor que la impulsa a los gestos más audaces, que desprecia los comentarios bienpensantes y tiende a expresarse, a "decirse". Testimonia un gran amor porque el perdón que ha recibido es grande. Amor que es la consecuencia del perdón.

7. Donde hay amor puede haber perdón

Jesús nos revela que el amor de la mujer es la puerta que le abre al perdón y la respuesta a un amor de Dios que fue primero. Dios toma la iniciativa. El hombre debe responder.

Es necesario que cambiemos el centro de nuestra vida: el centro no es nuestro yo -y lo que nosotros somos y hacemos-, sino Dios -y lo que Dios es y hace en nosotros y en los demás-. Sólo aceptando este hecho podemos entender las palabras de Jesús: "Al que poco se le perdona, poco ama". Quizá el problema de los cristianos de siempre sea el no ser conscientes del perdón que hemos recibido, lo que nos incapacita para un gran amor. Porque el hombre que no se siente profundamente pecador vive centrado en sí mismo y no deja sitio para el amor de Dios. En cambio, el hombre que reconoce con sencillez su pecado se abre al amor que es Dios, porque tiene hambre y sed de él, hambre y sed de plenitud. Este amor nos renueva, nos impulsa, nos salva y libera, nos da la paz. Quizá sin que nos demos cuenta.

Pero la rutina ha entrado en la experiencia del perdón de los pecados. Nos resulta -nos resultaba- demasiado fácil alcanzar el perdón. Pecar, confesarse y sentirse perdonados eran una misma cosa. Por eso nos confesábamos con frecuencia y la vida seguía igual. Y quizá también por eso la confesión está atravesando esa grave crisis, que no sabemos cómo acabará. El pecado, uno de los dramas más importantes de la vida humana, y el perdón estaban llenos de monotonía. Ahora hemos caído en el error opuesto: en lugar de buscar el sentido del sacramento, lo hemos dejado de lado. El hombre moderno prefiere ir al psicólogo o al psiquiatra.

8. El perdón de los pecados

La lectura se centra en la frase: "Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor".

¿Quién puede perdonar pecados? Si el pecado es un mal que el hombre no puede reparar por sí mismo, es lógico concluir que únicamente los puede perdonar Dios o uno que lo represente.

¿Qué es el perdón de los pecados? No es algo que se recibe o que se otorga sin más, sino algo que se construye, porque es la vuelta al amor, a un amor más profundo y duradero. Perdonar y ser perdonado significa volver a amar. El perdón lo podemos considerar como la síntesis de dos amores: un amor muerto que resucita y un amor fiel que recibe.

El perdón de los pecados, aunque se haga en un sacramento en nombre de Dios, es algo vacío e inútil si no es la expresión de todo un proceso de cambio de mentalidad y de vida. Debemos superar esa falsa idea de un Dios que da su perdón al final de un rito humillante, como si el perdón fuera un objeto que nos llueve del cielo que, cuando uno lo coge y se lo aplica, se recibe sin más exigencias.

El perdón de los pecados no es algo estático, como si fuera una realidad hecha, que se nos entrega por medio de unos ritos. Son las obras del hombre las que, manifestando su transformación interior, prueban que se le han perdonado los pecados.

Más que hablar de perdón de los pecados, debemos hablar de reconciliación del hombre consigo mismo y con la comunidad, de reconstrucción de la vida, de recuperación de un pasado estéril, de reparación del mal cometido. Es absurdo que en unos minutos de confesonario pretendamos quedar con la conciencia tranquila, cuando sabemos que todo sigue igual, que continúa la misma pereza y desgana de siempre, el mismo egoísmo.

El perdón de los pecados es una fuerza para salir de la situación en que nos encontramos. Se nos ofrece como una posibilidad a alcanzar si me decido a emprender el proceso de conversión; porque el primer movimiento hacia el perdón es querer la conversión.

El perdón de los pecados es un don de Dios, gratuito. Pero somos nosotros los que tenemos que alcanzar ese perdón que se nos ofrece como una meta a conseguir. Un perdón que se nos va concediendo en la medida que vamos recorriendo el camino de conversión, y del que el sacramento de la penitencia es signo externo para los católicos. No es que el perdón dependa fundamentalmente de nuestro esfuerzo -es siempre gratuito por parte de Dios: deuda desproporcionada a nuestras fuerzas-, pero nosotros debemos acogerlo: Dios siempre respeta nuestra libertad.

El perdón es algo presente y real. Toda nuestra vida lleva el sello del perdón, pero estamos tan acostumbrados a él, que fácilmente no nos damos cuenta de qué es y significa, y corremos el riesgo de perder la noción exacta de la gravedad del mal. El perdón es como una "invasión" de Dios en nuestras vidas, un hecho tan nuevo y eficaz que posibilita una nueva vida, una paz y alegría renovadas, un volver a confiar en el amor.

Todo el evangelio está mostrando este mensaje: Jesús ofrece el perdón a los hombres insolventes de la tierra. El fariseo no se preocupa de aceptar este perdón, porque piensa que sus cuentas están claras, se siente plenamente en paz, y por ello le resbalan las palabras de Jesús. La mujer, en cambio, se sabe pecadora; ante Dios y ante los hombres confiesa su pecado. Jesús puede proclamar su perdón: "Tus pecados están perdonados".

La mujer pecadora es un ejemplo de conversión: reconoce su pecado y que Dios la ha perdonado; y actúa con desbordada generosidad en la manifestación de su amor. Nada en ella coincide con la frialdad y autosuficiencia y autosatisfacción controlada del fariseo. Su conversión es experimentalmente conversión a Alguien, y no solamente una nueva forma de pensar o una respuesta a las propias obligaciones. Para ella la conversión es comunión con Jesús.

Estas características de la conversión de la mujer iluminan lo que debe ser la conversión cristiana: transformación del hombre a causa de la misericordia de Dios.

9. Consecuencias para nosotros ¿Tenemos nosotros experiencia del perdón? Es decir, ¿hemos cambiado radicalmente la dirección de nuestra vida?, ¿hemos sufrido el proceso de la conversión radical por la que pasamos del pecado a la vida?

Nos cuesta ser conscientes de nuestra condición de pecadores y de la necesidad que tenemos del perdón del Padre. Tenemos una clara tendencia a excusar nuestras debilidades personales; en cambio, somos muy sensibles al mal estructural y muy duros en el juicio de la sociedad, de la que no nos creemos culpables de nada. Sin embargo, es en el corazón de cada hombre donde se juega su vida, por más que la sociedad permanezca llena de defectos.

Los comensales, irreprochables ellos, siguen con sus pensamientos escondidos. Pero las murmuraciones y el escándalo de los presentes no le impiden a Jesús llevar hasta el final su acción de recuperación de la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".

Dios nos llama a seguir el camino hasta el fin, hasta llegar a ser lo que puedo ser como persona. El -el Padre- nos ha creado a su imagen y semejanza, de modo que cuando nos hacemos más persona nos acercamos más al propio Dios.

Dios confía plenamente en nosotros, hasta correr el riesgo de que con nuestra libertad echamos a perder su proyecto sobre nosotros y sobre el mundo.

Jesús le pide a aquella mujer que los muchos valores que tiene -las atenciones con él, los besos, los perfumes...-, en vez de ponerlos al servicio del pecado, los ponga al servicio del amor; que en lugar de centrar la vida en sí misma y en su placer de modo egoísta, la ponga al servicio de los demás.

Es todo lo contrario de lo que había hecho Simón, el fariseo, lo que hace la mujer. Le había invitado -Simón- sin ganas de establecer con él una comunicación sincera, porque en realidad le había impuesto condiciones: que actuase según la "ficha" que se había hecho de Jesús y de aquella mujer.

La mujer se va. Le han devuelto un corazón nuevo. Ahora puede empezar a amar de veras, porque se siente amada.

Y el fariseo, que había invitado a Jesús para "estudiarlo", si desea saber algo sobre el Maestro, se verá obligado a preguntarle a aquella mujer. Y, con él, todas las personas "virtuosas" del mundo. Un hecho del que deberemos sacar las máximas aplicaciones.

Porque si tradujéramos a nuestra situación de hoy este pasaje evangélico, podríamos decir: los delincuentes de baja cotización y las mujeres públicas -la hez de la sociedad- pueden estar más abiertos a Dios que los cristianos de misa y comunión diaria. ¿No habremos limado excesivamente el escándalo del evangelio al sentirnos incómodos ante una lógica que no es la nuestra ni la de la sociedad en que vivimos?

Nuestra sociedad no parece muy distinta de la sociedad en que vivió Jesús. Basta leer las páginas de sucesos de muchos periódicos: antes que el juez haya dictado sentencia, ya se atribuye la culpabilidad a un gitano, a un quinqui, a una banda de adolescentes... Son los "malos", de quienes debe defenderse -sin comprensión, con intransigencia- la "buena" sociedad.

Jesús no nos dice que el pecado -el hacer el mal- no sea pecado. A la prostituta la consideró como tal; luego para él la fornicación es pecado. Lo que nos dice es algo que va más a lo hondo de la vida de cada uno: quien no sea pecador, que se atreva a juzgar a los demás.

Lo que sucede, entonces como ahora, es que hay pecados que socialmente son mal considerados y perseguidos por la justicia. Mientras que otros -los que suele cometer la "buena" sociedad, autora de las leyes- quedan sin sanción: no suelen estar legislados. Si un matrimonio vive haciéndose la vida imposible uno al otro, ¿es peor que se separen o se divorcien?; si un empresario explota a sus obreros aprovechándose del paro, ¿es mejor que unos navajeros que te atracan por la calle?; si en nuestro país es muy superior el número de víctimas del alcohol que el de las víctimas de las drogas, ¿por qué se persigue sólo a quienes propagan la droga y no a quienes fomentan el beber alcohol?; si se condena a los terroristas, ¿no se debería hacer lo mismo con los que fabrican las armas y hacen las guerras?...

Jesús afirma que todos somos pecadores. Sin excepción, sin excusas: los deudores de la parábola eran los dos. Cada uno tenemos que tener la valentía de reconocerlo, sin echar las culpas a los demás.

Nos dice también que hay un camino de salvación-liberación: es el camino único del amor, al que lleva siempre la fe verdadera.

10. Con Jesús iban también mujeres El comienzo del capítulo octavo de Lucas nos presenta a Jesús como misionero itinerante y con un grupo de discípulos a su alrededor. Junto a los Doce, el evangelista cita aquí a mujeres como acompañantes de Jesús, lo cual era insólito en aquellos tiempos, puesto que los rabinos no tenían mujeres entre sus discípulos. Las costumbres no permitían que una mujer apareciera en público al lado de un hombre, aunque fuera su marido, y menos si se trataba de un predicador ambulante. Jesús rompe la rigurosa tradición rabínica, lo que tuvo que acarrearle problemas.

ACERCA-2.Págs. 75-87