17 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XI DEL CICLO B
(1-10)

 

1.

El mundo rural está habituado al desarrollo lento de la vida: siembra, crecimiento, maduración y siega. El devenir de la naturaleza, la historia de los pueblos, el desarrollo de las personas, la acción creadora y redentora de Dios, son más asimilables al crecimiento vegetativo que a la producción industrial.

A veces lo vegetativo y lo industrial se entrecruzan. La necesidad o la prisa del mundo de hoy, producen animales rápidamente cebados, y en las granjas modernas las aves más parecen máquinas de producir huevos que animales vivientes. No sé si es pura ciencia-ficción o son ya verdaderas experiencias de laboratorio: he oído hablar de la posibilidad de que una semilla -vegetal o animal- pueda pasar en horas de germen a cosecha.

Prefiero no pensar en la creación en pocas semanas de hombres adultos, puros y rentables productores, sin pasar por la debilidad de la niñez.

¿Con qué compararemos al moralismo? ¿Qué parábola usaremos? Se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Poco conocedor de los ritmos naturales, unas veces se desespera porque al día siguiente no ve ningún fruto; otras veces escarba la tierra como queriendo convencerse de que el proceso de germinación es real, y observa con sensación de fracaso que el grano se pudre. Hay quien aguanta hasta ver brotar la hierba; entonces, acosado por la prisa, tira de ella con la pretensión de hacerla crecer; pero sólo consigue arrancarla, y se seca. Hay quien tuvo paciencia hasta la formación de la espiga; cuando lleno de alegría intentó aprovecharla, descubrió que aquellos granos verdes no servían. En cualquiera de los casos, el hombre que echó la semilla en la tierra, acabó afirmando que la siembra es una tarea inútil.

Los movimientos ecologistas se quejan, no sin razón, de la violencia que se hace sobre la naturaleza. Probablemente estamos pagando y seguiremos pagando consecuencias de esa violencia. Creo incluso que en la Iglesia necesitamos un cierto sentido ecológico en la educación de la fe. Que no se nos pegue el eficacismo de la sociedad competitiva. El hombre no se fabrica adulto, sino que es engendrado, gestado en el seno materno, cuidado en su niñez, educado para la vida.

No se le piden obras al feto, ni se manda al niño a la mili o se le piden realizaciones de adulto. Si al feto se le acelera su salida del seno materno, hablamos de aborto; y si al niño se le exigen obras de adulto, comentamos indignados la "explotación de la infancia". Son tiempos de recibir amor abundante y de que los adultos pierdan su vida por los pequeños. Sólo así crecerán equilibrados y se harán a su vez capaces de generar vida en el futuro. ¡Manía de las obras y el eficacismo! Cuando un hombre se acerca a la iglesia atraído por el mensaje, no es un creyente adulto ni se le puede medir por su rentabilidad pastoral. Viene de un mundo secularista, hedonista, agnóstico... donde el dinero y el placer están entronizados como dioses dadores de vida. ¡Tendrá que nacer de nuevo! Tendrá que hacerse consciente la Iglesia de su misión de madre que engendra, cuida, educa y se preocupa del desarrollo de la vida, sin pedir nada a cambio. De lo contrario nadie se sorprenda de que las gentes mejor entiendan la Iglesia-Organización que la Iglesia-Madre. Si la fe se da realmente y es gestada con "paciencia histórica", no será preciso toquetear cada día la semilla pidiéndole frutos, o forzar al feto a salir al mundo cuando es tiempo de gestación.

Muchas horas "perdidas" en generar vida serán precisas para que la semilla de la fe produzca primero tallo, luego espiga, por fin grano.

Exigir obras de cristiano adulto a los "pequeños en la fe" es lo que yo llamo "moralismo". Me parece una dejación del papel maternal de la Iglesia llamada a engendrar hombres nuevos; un contagio en lo pastoral de ese disparate social: valorar al hombre por su productividad y rentabilidad. A este moralismo solemos llamarlo también "eficacismo"; pero lejos de ser eficaz, provoca fetos abortivos. En el lenguaje de la calle solemos llamarlos "hombres quemados", "decepcionados", "pasotas".

¡Quiera Dios que la iglesia llamada a generar esa vida nueva, no excuse las consecuencias de su posible moralismo o eficacismo, acusando hacia afuera: "Son egoístas", "no se comprometen..."

FLAMARIQUE-B.Pág. 112-114



2.

Las parábolas que leemos en el evangelio de este domingo, brotan ambas en torno al tema de la semilla y la germinación; son imágenes que sugieren múltiples reflexiones. Y, ante todo, una advertencia acerca del tiempo: no hay germinación que no requiera una duración, ni fruto sin que medie el tiempo indispensable. De hecho, la primera historia menciona la sucesión de los días y las noches; señala después que llega un momento en que la cosecha "está a punto" para la siega. Entonces, sin esperar, añade el texto -"en seguida"-, sin perder un tiempo precioso, se procede a recoger la cosecha. Y la segunda historia señala el momento en que el sembrador siembra el grano, y aquel otro en que la semilla, diminuta en el momento de sembrarla, llega a ser mayor que las demás hortalizas.

El tiempo, necesario para la germinación de las plantas, es un componente esencial de la vida del Reino, que al igual que el grano sembrado, no puede llegar a sazón sin que transcurra el tiempo. Consideración trivial, cuyas consecuencias nunca resulta fácil aceptar.

Un segundo hecho, subrayado particularmente por la primera parábola, es éste: El maravilloso resultado, cuyos frutos recoge la siega, no sería posible sin el trabajo del hombre: "El Reino de Dios se parece a un hombre que...". Quien echa la semilla es el hombre; y a él también se le vuelve a encontrar al final, cuando "el grano está a punto" para la siega: en ese momento, interviene el hombre y "mete la hoz".

Entre estas dos intervenciones, ¿qué ha hecho este hombre, qué es necesario, para facilitar la germinación? Nada esencial, ni siquiera importante; la semilla germinó porque "la tierra va produciendo, ella sola, primero los tallos, luego la espiga", etc. Es sugerente la palabra griega traducida aquí como "ella sola": como buena "autómata", la tierra produce, y lo hace sin necesidad de que tenga que ocuparse de ello el hombre. Este puede echarse a dormir, si quiere: el resultado será el mismo; si le da por velar, su tiempo de vela no será más útil para la germinación. Por otra parte, el hombre es tanto menos capaz de actuar eficazmente, por cuanto que ignora en qué consisten los fenómenos que desembocan en la producción de los frutos.

Tras esta reflexión, que sería erróneo considerar desilusionada, late una mentalidad sobre la que es preciso reflexionar. Y en primer lugar, es un hecho cierto que el hombre de la antigüedad se siente superado por unos fenómenos botánicos que nosotros conocemos mejor; no es menos evidente que él saca de ahí una imagen del hombre en la existencia, que agranda demasiado la parte de los ocultos determinismos y que reduce excesivamente el dominio del hombre sobre el universo. Pero nada de todo esto es importante aquí. Lo que nos interesa no es la historia de la germinación, vista por un espíritu de la antigüedad -en este caso un evangelista-, sino las conclusiones que ese espíritu extrae de su imagen de las cosas, en orden a una mejor comprensión del Reino. Considerar la germinación con los ojos de un hombre de otro tiempo, nos lleva a advertir el lugar primordial que este evangelista atribuye a la acción de Dios en el crecimiento del Reino.

Por otra parte, este espíritu antiguo se ha elaborado una doctrina religiosa con los fenómenos desconocidos de la germinación. Si, a sus ojos, el hombre no tiene nada que hacer, es porque Dios lo hace todo. Hay una frase de Pablo que refleja esta mentalidad: "y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano de trigo, por ejemplo, o alguna otra semilla. Y Dios le da un cuerpo, a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar" (1 Co 15, 37 s.). Sólo Dios hace germinar el grano, y al hombre no le queda otra cosa que hacer; puede dormir.

Sólo a quien no entienda lo que significa a los ojos de un creyente la presencia activa y eficaz de Dios en el mundo, puede parecerle esta frase una incitación a la pereza. Ya el Antiguo Testamento había meditado sobre esta presencia; así lo atestigua un salmo que se expresa en unos términos que bien pudo recordar el evangelista: "Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores", dice el /sal/127; y otro tanto afirma refiriéndose a los centinelas que guardan la ciudad. El activismo -madrugar y trasnochar- es inútil: "Dios colma a su amado mientras duerme". Y el autor prolonga su reflexión con el tema de la familia numerosa, en la que la antigüedad veía, más que en cualquier otra parte un don de Dios.

De todo esto se desprende una doctrina, que recuerda la parte privilegiada que tiene Dios en el crecimiento del Reino. Pero no por eso está condenado el hombre a la pasividad. La parábola supone la actividad humana y la requiere, como requiere el salmo la de los constructores o la de los centinelas. No construye Dios la casa, pero sin él nada sería el trabajo de los albañiles. El Reino, cualesquiera que sean las formas en que se manifieste, no es fruto del activismo humano.

¿Quería Jesús oponerse, con esta historia, a los que soñaban con poner al servicio del Reino la violencia política? Quizá. El evangelio, tal como se nos presenta, parece como una invitación a recordar que el Reino, obra de Dios, requiere la participación de la actividad humana, sin olvidar nunca su explicación última: es un don que hace Dios.

El Reino, por ser obra divina, se construye, vive y se desarrolla de una manera conforme con la manera de actuar propia de Dios: este es el sentido de la segunda parábola. Esa manera de actuar se ajusta al poder divino, al que no hacen fracasar ni el tiempo ni la pequeñez de los medios empleados.

La parábola del grano de mostaza recupera un tópico de la literatura apocalíptica; como esta "literatura de tiempos de crisis" se desarrollaba en épocas en que el pueblo de Dios experimentaba su pequeñez dramáticamente, los predicadores hacían ver al pueblo cómo aquella pequeñez, lejos de constituir un obstáculo para la acción divina era, por el contrario, uno de los medios privilegiados de esta acción.

El evangelio repite este pensamiento. El crecimiento del Reino supone una desproporción absoluta entre la debilidad de los medios puestos en juego y la brillantez de los resultados esperados. ¿Cómo puede explicarse esta desproporción? Por los motivos ya subrayados: siendo el Reino obra de Dios, ha de ser la manifestación del poder divino; manifestación necesaria para quienes, mirando desde fuera, necesitan ver el sentido profundo -divino- de la obra que se establece y para los que, trabajando efectivamente al servicio del Reino, precisan ver con frecuencia la prioridad de la acción divina con respecto a los medios humanos desplegados, tan pobres como necesarios.

El "sueño" del sembrador significa particularmente la prioridad de esta acción divina, sobre todo para quien recuerda el valor simbólico que Marcos da a este término, como lo atestigua esta frase de Jesús: "La niña no ha muerto; está dormida" (5, 39). El sueño es imagen de la muerte. Según lo que queda dicho, por más que el sembrador se duerma en la muerte, sin embargo el Reino sigue creciendo; y cuando viene el despertar de la resurrección, es que "la cosecha está a punto".

El poema presentado como primera lectura, tiene algunas características de ese pensamiento apocalíptico en el que está inspirado el evangelio. La dinastía judaica demostró su incapacidad política, conduciendo al pueblo a la ruina del destierro. Dios va a dar a su pueblo un nuevo rey. Descendiente de la dinastía davídica, como rama tomada de la cúspide del árbol, este rey será don de Dios: "Lo plantaré yo mismo"; será extraño a los ambientes políticos del tiempo: "un monte elevado"; y este rey, modesta rama, llegará a ser un espléndido árbol, de eficacia universal. ¿Cómo explicar una transformación de tal envergadura?: Por la acción de Dios, que está presente y que actúa con tal potencia que sabe elevar lo que es humilde.

Una meditación sobre el papel de los hombres en la construcción del Reino..., un papel necesario, que solicita a muchos de ellos... y que reclama, sobre todo, la fe en Dios, quien a su modo, siempre sorprendente, da y construye el Reino...: esto son las lecturas de este domingo.

MONLOUBOU-B.Pág. 64



3.

Dejando aparte, por esta vez, el pasaje de Pablo, que nos presenta la vida palpitante de un apóstol que camina por esta existencia, en medio de momentos felices y críticos, cara al examen final ante el tribunal de Cristo, el mensaje de la homilía de hoy podría centrarse claramente en las dos parábolas del evangelio, las dos referentes a la semilla y su crecimiento.

A veces la palabra de Dios nos conduce a unas consecuencias de tipo moral (cómo actuar), y otras, a una perspectiva de comprensión: cómo "ver" e interpretar la Historia de la salvación, también en nuestra vida. Hoy es esta segunda perspectiva la que prevalece. Las lecturas nos ayudan a entender cómo Dios conduce nuestra historia y cuál es nuestra actitud ante su estilo de actuación.

-La semilla que crece sin saber cómo.

El protagonista de la primera parábola es la semilla. No tanto el labrador o la calidad del terreno (como en la parábola del sembrador). La semilla tiene dentro de sí una fuerza ("virtus", "dynamis") que es la que la hace germinar, brotar, crecer, madurar... Cuando en nuestro actuar humano hay una fuerza interior (el amor, la ilusión, el interés), la eficacia puede crecer notablemente.

Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente. El hombre (nosotros, los cristianos) puede y debe colaborar, pero la fuerza es de Dios. El es el "autor", aunque su presencia esté escondida. La energía del Espíritu en el mundo, en la Iglesia, en cada uno de nosotros: este es el factor decisivo. La parábola es una invitación a que sepamos descubrir la presencia de este Espíritu y de esta fuerza interior. El "Reino" crece desde dentro, porque Cristo está activo, porque su Espíritu es protagonista. El Reino ya está en marcha, está ya "sucediendo".

Esto es algo que debería invitarnos a no caer en el orgullo por nuestras técnicas, aplicadas también a la "salvación del mundo": es bueno que apliquemos las técnicas mejores, pero el Reino va adelante por su fuerza interior. No cabe en nuestros ordenadores.

Como la semilla no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los libros señalen su inicio o su actuación. La fuerza del Evangelio, la eficacia dinámica de la Palabra de Dios, son algo que viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas.

Naturalmente no es una invitación a la pereza: nuestra colaboración también entra en el plan salvador de Dios. Y además esta convicción de la fuerza intrínseca de los semilla nos debe hacer colaborar con optimismo, con esperanza, porque el Reino está en buenas manos.

La parábola apunta también a que no nos impacientemos. La semilla tiene su ritmo. Tal vez alrededor de Jesús también había quien quería ver frutos inmediatos, y él les remite a esta comparación expresiva: la semilla dará su fruto, pero lentamente. Sin efectos espectaculares. También nosotros podemos tener la tentación de la eficiencia a corto plazo.

Todavía otro matiz: la semilla germina sin que el labrador sepa cómo. En la labor con que los cristianos contribuimos a la obra salvadora de Cristo en este mundo, muchas veces tenemos que conformarnos con "no entender" y no poder "medir" y controlar el crecimiento de este Reino...

-Una semilla pequeña y un arbusto grande.

La segunda parábola, que es la que empalma con la lectura de Ezequiel, nos presenta otro aspecto del estilo con que Dios conduce la historia de la salvación, o sea, el Reino. Los medios más humildes, los orígenes más sencillos son los que él prefiere para realizar su obra salvadora. Como tantas veces en el AT y el NT va eligiendo a personas y pueblos que humanamente no tendrían ninguna garantía de éxito.

El Reino no viene como un ejército de ocupación o una revolución espectacular: viene como una semilla insignificante (pero llena de vigor interior, como ha dicho la primera parábola), y por eso crece y da fruto.

La comparación de Ezequiel nos recuerda el fracaso del árbol grande y orgulloso que había sido Israel, y que es tronchado.

Pero también un rayo de esperanza: una ramita de este tronco roto, el "resto" de ese Israel maltrecho, se convertirá en un árbol grande, el pueblo mesiánico. No por los propios méritos, sino por obra de Dios. Una invitación también para nosotros, a saber ver cómo también en nuestra historia lo humilde y sencillo, lo cotidiano y poco espectacular, puede ser el lugar del encuentro con un Dios que salva. Solemos apreciar las técnicas llamativas. Dios actúa con otro estilo. Como dijo la Virgen en su Magnificat, precisamente a los humildes y los pobres y los hambrientos es a los que Dios enaltece, hace fecundos y colma de bienes. Y no a los ricos y los que se crecen poderosos.

Todo esto tiene aplicaciones en la vida de la Iglesia, y de cada grupo, y de cada persona concreta. Es cuestión de "saber ver" esta presencia y este estilo de Dios en nuestra historia. Es El quien conduce y hace eficaz el Reino. Y busca nuestra colaboración, humilde y confiada a la vez. Dios y su Reino no son domesticables a nuestro gusto. Son sorprendentes. No caben en nuestros esquemas.

También en la Eucaristía podemos encontrar reflejo de este mensaje. Tanto la Palabra de Dios, semilla fecunda y vigorosa, como el Cuerpo y Sangre de Cristo, el alimento que Cristo nos da como garantía y semilla de vida eterna en nosotros, tienen mucho de oculto, son elementos sencillos, pero con una eficacia salvadora. Con ese doble alimento que Cristo Resucitado nos comunica tenemos la mejor fuerza para que la vida sea en verdad fecunda para los demás.

J. ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1988/13



4.

LA FUERZA DE LA SEMILLA RD/SEMILLA:

El Evangelio de Marcos no es nada convencional y, con frecuencia, nos sorprende. Esto sucede hoy. El símil del sembrador, o mejor del labrador, si queremos tener en cuenta todo el proceso, es de lo más socorrido en todos los Evangelios. En este proceso se distinguen bien el momento de sembrar, el cuidado del labrador tanto para preparar el terreno como en el seguimiento del crecimiento, los frutos y la cosecha. Pues bien, en ninguno de estos aspectos se fija especialmente nuestro evangelista hoy. En cambio, se destaca una cierta pasividad del agricultor: "El duerme de noche y se levanta de mañana, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo".

¿Qué se quiere destacar con esto? Indudablemente se quiere acentuar la fuerza de la semilla, o sea, la fuerza misteriosa del Reino de Dios. Esto da que pensar a cualquiera que tome en serio al Reino de Dios. Porque nuestro discurso (forma de discurrir) suele ir por otros derroteros como son el cuidado y empeño del evangelizador, como si de ello dependiesen principalmente los buenos frutos. Y como este discurso lo solemos hacer los implicados en las tareas del Reino de Dios, el discernimiento se hace más imprescindible. Según las palabras de Marcos, la mayor parte del desarrollo del Reino de Dios no depende de nosotros y esto nos pide humildad y saber esperar. Esto puede ser especialmente necesario en nuestros días cuando, en muchos ambientes, por el proceso histórico y cultural que vivimos, la evangelización se hace dura, difícil y poco fructífera de momento. Hay que seguir sembrando diligentemente y saber esperar pacientemente. Y, ante todo, seguir confiando en el poder de la semilla, en la fuerza del Reino de Dios. Esta semilla que puede parecer insignificante como la persona de Jesús, la primera comunidad cristiana o muchas de nuestras comunidades de hoy. Pero contamos con la fuerza del Reino de Dios. Esta me parece a mí que es la lección que nos quiere dar Marcos, en primer lugar, con está parábola.

OTRO ASPECTO IMPORTANTE

A estas parábolas se las suele llamar parábolas del crecimiento progresivo. En el texto se habla de tallos, espigas y granos. Ciertamente el Reino de Dios, como vida que es, tiene sus etapas de crecimiento y desarrollo. Viene bien destacar este dinamismo y camino hacia la madurez de la fe y de la vida cristiana.

Otros prefieren hablar del Reino de Dios y de la vida cristiana como un todo o totalidad y no tanto del crecimiento progresivo. Desde un punto de vista evangelizador y pastoral, los dos aspectos me parecen importantes y complementarios. Ciertamente que la planta de trigo, el árbol de mostaza y los altos cedros de que nos habla el profeta Ezequiel en la primera lectura forman una unidad o totalidad. Y ciertamente que el Reino de Dios que predica Jesús es una unidad, o totalidad, o todo un mundo donde las aves del cielo tienen resguardo y cobijo. Sin duda que nuestro evangelista está queriendo destacar la unidad y universalidad del Reino de Dios.

La alusión de Marcos a los pájaros no deja de ser sorprendente y pintoresca. El texto de Ezequiel la hace más significativa y nos evita la tentación de considerarla sólo un detalle pintoresco.

Así es el Reino de Dios como esa pequeña semilla de mostaza que llega a convertirse en todo un árbol y hasta un alto y frondoso cedro del Líbano.

El Reino de Dios ha de ser un espacio abierto a todos como lo es el árbol a todos los pájaros. Hay que superar cualquier tentación exclusivista y elitista.

LA SEMILLA MAS PEQUEÑA

Es otro detalle que destaca Marcos. O mejor: Jesús escoge unos elementos para destacar este aspecto en la parábola. Y lo mismo hace el profeta Ezequiel al contraponer el alto y frondoso cedro a la tierna rama o esqueje del que brotará un nuevo árbol.

¿Quiénes son los altos cedros? El Sanedrín, los fariseos frente a Jesús, el imperio romano frente al cristianismo, el dinero, el poder político y económico, la astucia y la violencia frente a la fe.

El Reino de Dios y la fe son la semilla más pequeña. Y verdaderamente que la comunidad cristiana y la fe aparecen como cosas insignificantes frente a esos poderes. También en cada uno de nosotros, dentro de nosotros, la fe aparece como la semilla más pequeña frente al empuje del egoísmo o del placer. Pero, aunque es como una pequeña candela, puede iluminar el camino de nuestra vida y es como la levadura que cambia toda la masa.

Bien claramente nos está diciendo aquí Jesús cuál debe ser el camino para que prenda el Reino de Dios y cuáles los medios que debemos emplear para implantarlo. Si, al final, queremos resumir y destacar el mensaje de los textos de este domingo, tenemos que hablar del dinamismo de la semilla, de la fuerza del Reino de Dios, a pesar de las apariencias humildes. A nosotros nos toca saber esperar porque "la tierra va produciendo la cosecha ella sola". Aspecto que hay que saber compaginar con la vigilancia y el rendimiento de que nos hablan otras partes del Evangelio.

MARTÍNEZ DE VADILLO
DABAR 1991/32



5.

Pero Marcos no tiene miedo a presentar esta parábola difícil, que querría hacernos captar algo acerca del misterio del Reino.

Alguno sostiene que se hace resaltar el proceso del crecimiento. Otros, que la cosecha. A mí, por el contrario, me parece evidente que la protagonista es la semilla.

En las parábolas precedentes, se ha destacado, ante todo, la figura del sembrador y "fijado" su gesto. Después se ha hablado de las diversas clases de terreno. Ahora, justamente, el interés recae sobre la semilla.

Discutir si el acento se pone en los inicios o al final, está fuera de lugar. Aquí se quiere llamar la atención sobre la característica principal de la semilla: su fuerza interna, sus potencialidades.

La semilla es la cosa más débil, pero también la más fuerte.

No es que se niegue o se minimice la acción del sembrador. Como no se niega la importancia del terreno. Pero de esto ya se ha hablado en las dos primeras parábolas. El trabajo y la acción del labrador han sido y son necesarios (sembrar, arar, escardar, etc.). Pero aquí no interesa. Hay que ocuparse de la fuerza vital ínsita en la semilla, que es independiente de la acción del hombre y de su saber ("sin que él sepa cómo", v. 27).

El labrador puede ir a dormir y puede levantarse, no porque su trabajo carezca de importancia. Sino porque se habla de otra cosa. Y él en este momento no interesa.

Las dos tentaciones siempre al acecho en esta parábola son la interpretación alegórica y el interés exasperado por lo que hace o por lo que no hace el labrador.

También los estudiosos más avisados derivan de buen grado hacia el campo moral, cuando se trata de sacar las consecuencias. Y entonces la parábola constituiría una invitación a la paciencia, a la serenidad, una apología de la esperanza, un sedante contra el insomnio y los afanes. No es casual que alguno se adelante diciendo "la parábola del agricultor paciente", que es como echar a andar con pie equivocado.

Evidentemente, es fácil sentirse en situación embarazosa frente a la semilla. No se sabe qué decir. Se prefiere hablar del hombre, aunque sea para admirar su calma o para exhortarlo a tener confianza.

Y, sin embargo, la parábola no es un himno genérico a la esperanza. Representa una invitación clara a descubrir la acción de la semilla, su potencia. La palabra de Dios es viva, eficaz, tiene una fuerza interna irresistible. Hace que suceda algo. Es más, ella misma es acontecimiento, hecho. Se podría decir: está sucediendo la palabra. Este es el hecho decisivo. El Reino está presente, acontece. Es esencialmente poder de Dios, no acción del hombre.

El Reino es actual en su aparente inactualidad.
Se manifiesta en la ausencia de signos exteriores.
Crece y trabaja, aunque parezca que no pasa nada.
"Produce", aunque todo quede como antes.
Resumiendo: el Reino considerado desde tres ángulos diversos.

Como siembra (parábola del sembrador). Como acogida y responsabilidad (explicación de la parábola). Como poder (la semilla que crece por sí sola).

Este último aspecto, no excluyendo los primeros, incluso presuponiéndonos como condición, sin embargo se desengancha de ellos. O sea: la fuerza vital no es dada a la semilla por la actividad del agricultor. La posee por sí misma.

El creyente, como el agricultor, es alguien que sabe de todo esto.

No debemos equivocarnos a este respecto. La parábola no dice que el hombre no sabe.

Dice que no sabe cómo (v. 27). Que es bien distinto.

El creyente es alguien que sabe del Reino. Está informado. Tiene conocimiento de su presencia. Advierte su acción.

El "cómo" no añadiría nada. Es más, quitaría algo, tanto a su fe, cuanto a la potencialidad de la semilla. Finalmente, el creyente tiene necesidad de que el "cómo" permanezca secreto.

De otro modo desaparecería de su vida el elemento estupor y la dimensión del respeto.

No lo veremos jamás de rodillas. Sino siempre afanoso, siempre encorvado para controlar. O, peor, para manipular.

Creo intuir el motivo por el que los otros evangelistas y muchos predicadores omiten esta parábola. Porque no presenta aplicaciones prácticas.

Cierto tipo de gente si no señala deberes a los demás, se siente desocupada. Si no dice a los otros lo que tienen que hacer y sobre todo lo que no tienen que hacer, se siente inútil.

La parábola es embarazosa porque no dice ni lo que tenemos que hacer ni mucho menos lo que debemos evitar. Dice, simplemente, lo que está haciendo la semilla

El agricultor, después de haber hecho lo que era necesario, ahora "deja hacer". Y es la acción más difícil de cumplir.

(Me gustaría encontrar, en los manuales de pastoral, dos capítulos con estos títulos: "Dejar hacer" y "Dejar estar...").

No se trata de condenar el eficientismo.

El eficientismo desaparece frente a la eficacia de la semilla-palabra.

Las manías eficientistas y los afanes organizativos son desenmascarados en sus pretensiones ridículas y aparecen fuera de lugar cuando se revela la fuerza natural de la semilla.

El eficientismo y el activismo no se combaten. Se demuestran "fuera de lugar". En el campo del Reino no tienen cabida. La semilla les excluye.

El cristiano no es un constructor del Reino, y menos aún un programador o un director de obras.

Es, más modestamente, pero más útilmente, uno que ofrece posibilidades al Reino.

Y, a veces, la posibilidad más apreciada puede ser la de no estorbar.

Dando un poco de pábulo a la fantasía acerca de la realidad que tenemos ante los ojos, podemos descubrir cómo la parábola, en el fondo, "ridiculiza" -con su imagen central de la semilla que crece por sí misma- ciertas "partes" que a veces los hombres de iglesia se asignan únicamente para no hacer la figura del agricultor que " duerme o está en pie según sea de día o de noche".

Y quisiera sugerir una lista de personas que "no entran" en la parábola. Tal como, se me vienen a la cabeza.

En primer lugar, no hay nadie que se afane por exterminar los pájaros que picotean la semilla. Y ni siquiera existe alguien que haga de espantapájaros. Y tampoco ni sombra de un especialista en piedras o en espinas.

No se ve a nadie que proteja la frágil planta, la resguarde, o aísle las especias que considera más apreciadas con pequeños muros de separación, aptos para este fin. No hay lugar para el experto en botánica, el que sabe todo acerca de la semilla, menos lo más importante: que la semilla no recibe instrucciones suyas. (Conviene siempre desconfiar de los expertos en botánica eclesial. Personalmente he conocido a algunos que han cometido errores colosales, dirigiendo todo su afán hacia espigas "ejemplares" que después se han manifestado vacías, y despreciando otras que tenían algo en la cabeza, pero con el inconveniente de no plegarse, lo que les salía muy bien a los primeros; que cambiaban las hierbas de adorno por los frutos; que no distinguían entre venenos y abonos; que desconfiaban del perfume más genuino, y en compensación no advertían el hedor más pestilente; que animaban a los parásitos y mortificaban a los trabajadores sin relieve, que ayudaban oprimiendo, favorecían manipulando, servían utilizando; que creían tener corazón sólo porque no usaban la cabeza...).

No aparece el que cree que el sistema más seguro para aligerar el crecimiento consiste en tirar del tallo...

(Ciertos especialistas en "crecimiento controlado" o "forzados" de las personas, no caen en la cuenta de que obtienen solamente un resultado, el de retardar e incluso impedir la maduración".

No encuentra puesto el encargado de medir la altura de las pequeñas plantas para asegurar que corresponden a los modelos que el tiene en la cabeza.

No despuntan los expertos en previsión, los futurólogos (a propósito: ¿es justo preguntarse si el Reino tiene un porvenir? Sería como preguntarse si la semilla tiene un porvenir...).

No son presentados los que saben todo acerca de la iglesia del año 2.000, aquellos que sostienen que es necesario especificar las causas, que el discurso del Reino hay que afrontarlo contra corriente, o aquellos otros dicen que es un desastre, o los otros tipos que cacarean continuamente "¿dónde vamos a parar?" (y al menos dijesen por dónde hay que comenzar).

Y, si no me he distraído, tampoco existen los que deciden las estaciones, imponen los límites de entrega, fijan el tiempo de la recolección, hacen concursos para el mejor producto, premian las espigas más bellas.

Estos personajes no están en la parábola.

En la parábola hay una semilla que sabe hacer su propio oficio, y llega adonde quiere y cuando y como quiere. Y no tiene necesidad de que alguien le sugiera las modalidades de su crecimiento.

Y hay un agricultor que duerme y está en pie, según sea de noche o de día. Es una persona seria, ¡qué caramba!.

Para percibir las realidades de este Reino, quizás es necesario usar "diversamente" de nuestros sentidos. Se trata de oír el grano que crece. Y de ver la palabra que es anunciada.

Alguien dice "debilidad y fuerza de la semilla. Vulnerabilidad y potencia". Yo pondría dos acentos. Así: la debilidad es la fuerza de la semilla. La vulnerabilidad es su potencia.

ALESSANDRO PRONZATO
PAN DEL DOMINGO B.Pág. 159 ss



6.

-La semilla germina (Mc 4, 26-34)

La lectura evangélica de hoy nos propone dos parábolas de Jesús: la de la simiente arrojada por el sembrador, que germina sin que éste se dé cuenta, y la del grano de mostaza, pequeña semilla que produce un gran árbol. Por último, Jesús nos explica por qué utiliza las parábolas.

La parábola de la simiente pretende llamar nuestra atención sobre dos puntos: la simiente que cae en tierra pasa por dos evoluciones sucesivas; el sembrador, una vez realizado su trabajo, no se preocupa más y se entrega a sus actividades ordinarias, porque la simiente crece sin su intervención. Solo tendrá que volver a intervenir en el momento de la siega.

La intención de esta parábola debía de ser más evidente para los contemporáneos de Jesús que para nosotros. La imagen de la hoz, efectivamente, debía de evocar inmediatamente en ellos la frase del profeta Joel en la que anunciaba el juicio de Dios (Joel 4, 12-16).

Durante el tiempo del crecimiento de la simiente, el sembrador permanece inactivo con respecto a éste, Y el tiempo pasa sin necesidad de preocuparse de ella. ¿Cómo entender la aplicación que pretendía dar Jesús a esta parábola? Por una parte, quiso anunciar el juicio de Dios evocado por la hoz: el reino de Dios está cerca. Por otra parte, nada parece hacer prever esta cercanía. Al poner el ejemplo del sembrador que, después de haber sembrado, espera pacientemente el tiempo de la siega, Jesús previene contra una interpretación de ese aparente silencio de los acontecimientos. La simiente crece sin la intervención del sembrador, pero este crecimiento es señal de que ha de llegar la siega. El período durante el cual el Señor parece desinteresarse por lo que ha sembrado es precisamente el período que precede a la siega y a la venida repentina del reino.

La segunda parábola, la del grano de mostaza. encuentra en Marcos un narrador original que se distingue de los otros dos evangelistas (Mt 13, 31-32: Lc 13, 18-19). No vamos a entrar aquí en el problema de la prioridad de uno u otro relato. La manera como Marcos presenta la parábola nos invita a detenernos con especial interés en un punto: el grano más pequeño se convierte en una planta que se alza por encima de todas las demás en el jardín, en la que los pájaros pueden hacer su nido. Se trata, pues de un árbol importante, capaz de albergar a los pájaros y sus nidos. Se ha visto en este árbol el símbolo del reino y de un rey poderoso que protege a quienes le están sometidos. De hecho, el libro de Daniel evoca un gran árbol en cuyas ramas viven los pájaros del cielo, este árbol representa para él al rey Salomón (Dn 4. 9-18). El libro de Ezequiel describe un árbol en el que encuentran abrigo los pájaros, y se refiere al faraón de Egipto (Ez 31, 6). El sentido de la parábola empleada por Jesús sería, pues, que el reino ya preparado ofrecerá esta majestad y, al mismo tiempo, este refugio a todos los que formen parte de él. Se trata del reino de Dios, que crece lentamente pero que se encamina hacia su majestad y su perfeccionamiento.

Para los oyentes de Jesús ha llegado el momento de comprender el importante momento que están viviendo. Están asistiendo a la preparación del reino; el reino está en pleno crecimiento, aunque no se manifieste y aunque su punto de partida apenas es visible. Pero el reino viene con toda su majestad.

Pero, ¿por qué hace uso Jesús de las parábolas para su enseñanza? Jesús se expresaba en parábolas en público, y Marcos lo recuerda. En privado, lo explica todo en detalle a sus discípulos. San Marcos, en este mismo capítulo 4, 10-11, nos hace esta indicación. Para Jesús, la enseñanza por parábolas sirve para distinguir lo que quiere para sus discípulos y lo que desea para los demás. El pueblo de Dios no ha recibido al enviado. El Señor no desea, pues, cegar a un pueblo que se ha negado a recibir la luz. Pero el mensaje de Dios se enseña de modo que sólo puedan comprenderlo quienes poseen la clave de las parábolas. Y esta clave le es dada únicamente a los discípulos, porque han seguido a Jesús.

San Marcos escribe para la Iglesia de su tiempo. Ahora bien, el pueblo elegido no ha aceptado el mensaje ni al mensajero. Esta situación ha exigido la utilización de las parábolas. Refiriéndose a Isaías, Marcos ve en ello una voluntad de Dios: "para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone" (Is 6, 9-10; Mc 4, 12). El empleo de la parábola es, según Marcos, una forma providencial de castigo y una exigencia provocada por la actitud del pueblo elegido que se ha negado a ver. Ahora se le presenta todo en parábolas que sólo pueden comprender quienes han acogido a Jesús en la fe.

-El árbol plantado por Dios (Ez 17, 22-24)

Hemos citado más arriba este pasaje, a propósito de la parábola del grano de mostaza que se convierte en un gran árbol. Basta con leer todo este pasaje de Ezequiel para darse cuenta de que la imagen utilizada pretende enseñar que un rey muy determinado vendrá a proteger a quienes se le han sometido. ¿Merece la pena tratar de averiguar la identidad exacta de este rey? Ciertamente se ha intentado, pero no se ve cómo pueden aplicarse a estos personajes los términos de la profecía. Es preciso trascender los datos históricos y encontrar en todo ello el anuncio del Mesías y de un reino nuevo.

Esta imagen ha sido poco empleada por el Nuevo Testamento. Sin embargo, si Marcos utiliza la imagen, no parece que sea por pura casualidad y nosotros encontramos en ello una explicación muy clara de lo que Jesús ha querido enseñar a sus oyentes bajo el aspecto de una parábola, mientras que los discípulos podían acceder a una explicación precisa.

¿Sigue teniendo este texto alguna resonancia en nuestras actuales mentalidades? Parece ser que sí, a condición de que tomemos las parábolas en su integridad y no nos detengamos en detalles particulares. Podría insistirse, por ejemplo, en la majestad del árbol y ver en ella el poderío de la Iglesia, contemplando con orgullo cómo, a través de los siglos, ha podido desarrollarse, crecer y convertirse en una fuerza bajo la que se puede buscar refugio. Pero esto sería aberrante y significaría ceder a un desastroso triunfalismo. Hay, sin embargo, dos elementos que me parecen de gran importancia: el primero es el de la iniciativa divina en la extensión del reino; el segundo, el de nuestra paciencia y nuestra visión espiritual de los acontecimientos de la Iglesia.

Una vez plantada, la simiente se desarrolla. Pero el Señor es quien provoca su desarrollo. El es el Sol que permite a toda planta nacer y crecer. La Iglesia de hoy y nosotros mismos tenemos que sacar consecuencias de esta parábola. No es que se trate de despreciar las actividades misioneras esperándolo todo de Dios sino que hay una fe en la iniciativa divina que quizá nos invita a conceder mayor importancia a la oración y a la contemplación y a creer menos en la eficacia de nuestras obras. Hemos desarrollado sobremanera las actividades y las técnicas catequéticas, del mismo modo que las diversas obras de apostolado han hecho uso de las modernas técnicas de difusión. Sin embargo, el empleo de estas técnicas no ha producido resultados espectaculares. Quizá sea legítimo culpar de ello a la falta de mentalidad contemplativa, a la excesiva confianza en la eficacia de unos medios humanos no apoyados en la oración.

La parábola nos invita también a la paciencia, a saber esperar el tiempo del crecimiento y el tiempo de la siega, a saber juzgar también en su justo valor los acontecimientos que afectan a la Iglesia. A veces podemos tener la impresión de que el Señor se desinteresa por su Iglesia, que está ausente. Nuestros juicios de los acontecimientos suelen ser subjetivos, y nosotros no somos capaces de interpretar los acontecimientos que vivimos. Y si no somos capaces de ello, es porque nuestra actividad contemplativa deja mucho que desear. No somos lo suficientemente espirituales, e interpretamos las dificultades de la Iglesia y las necesidades del crecimiento del Reino del mismo modo que podrían hacerlo un político o un hombre de negocios. La extensión del Reino de Dios no está sujeta únicamente a nuestras técnicas; la Providencia divina va muchas veces por caminos muy distintos. Sólo una visión contemplativa y humilde puede hacernos llegar a una comprensión justa de lo que, providencialmente, se juega en los acontecimientos dirigidos por Dios a propósito de la extensión de su Reino.

NOCENT 6.Pág. 38-41



7.

1. «Sin que él sepa cómo».

Jesús cuenta en el evangelio dos parábolas sobre el crecimiento del reino de los cielos, cada una de ellas con un objetivo diferente. La primera pone el acento sobre el crecimiento mismo de la simiente. El labrador no ha dado a la semilla la fuerza que necesita para crecer, ni puede influir en el crecimiento progresivo de la misma: «La tierra va produciendo la cosecha ella sola». Esto no significa que el hombre no tenga nada que hacer: tiene que preparar la tierra y echar en ella la simiente. Pero no es él quien realiza el trabajo principal, sino -y esto es lo que acentúa la parábola- el propio Dios, mientras el hombre «duerme de noche y se levanta de mañana» día tras día. El reino de Dios tiene sus propias leyes, unas leyes que en modo alguno le son impuestas por el hombre; el reino de Dios no es un producto de la técnica; la semilla, el tallo, la espiga, el grano, el momento de la cosecha: todo esto pertenece a la estructura propia del reino y en modo alguno depende de las prestaciones humanas. Esto es precisamente lo que muestra la segunda parábola: el fruto en sazón, que al principio parecía tan ridículamente pequeño a ojos de los hombres, se revela al final más grande que todo lo que el hombre hubiera podido realizar. ¿Y la cosecha? Será ciertamente la cosecha de Dios, pero en beneficio del hombre que prepara la tierra y esparce en ella la semilla. Dios cosecha, como dice el empleado negligente y cobarde de la parábola de los talentos, «donde no siembra», pero cosecha en el fondo para ambos: pues encomienda al empleado fiel y cumplidor el gobierno de un amplio territorio.

2. «Siempre tenemos confianza».

La actitud del labrador que espera pacientemente la cosecha es la de una permanente seguridad de que la ley que Dios ha puesto en la naturaleza se cumplirá. Del mismo modo la confianza de Pablo en la segunda lectura es una confianza permanente, sea cual sea la apariencia del clima espiritual en su vida o en la de su comunidad. «Caminamos guiados por la fe». El hombre preferiría dirigir el tiempo, manejar el clima a su antojo, ser el dueño de los imponderables; Pablo preferiría vivir ya junto al Señor antes que vivir en la fe, en el «destierro», pero, como para el labrador, el abandono en manos de Dios es más importante que sus preferencias, ya «estemos en destierro o en patria». También el apóstol es sólo un labrador: «Yo planté, Apolo regó, pero era Dios quien hacía crecer» (1 Co 3,6).

3. «Más alta que las demás hortalizas».

La segunda parábola sobre el reino de los cielos que se expone en el evangelio de hoy, es un nuevo ejemplo de las numerosas declaraciones de Jesús a propósito de que «el más pequeño» en el reino de Dios se convertirá en «el más grande», precisamente porque se ha hecho pequeño y se ha colocado en el «último puesto», algo de lo que el propio Jesús dio ejemplo en su vida terrena y sigue dándolo en su Eucaristía. Con esta imagen Jesús retoma el pasaje de Ezequiel, que describe en la primera lectura cómo gracias a la fuerza del Señor la frágil rama del pueblo de Dios ha crecido hasta llegar a convertirse en el más poderoso de los árboles, de suerte que «las aves de toda pluma pueden anidar al abrigo de sus ramas». El profeta atribuye esto inequívocamente a la fuerza de Dios; todos los demás árboles (es decir, todas las demás naciones) deben saber «que yo soy el Señor», el que tiene poder para humillar a los árboles altos y para ensalzar a los árboles humildes, para secar a los lozanos y hacer florecer a los secos. Tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza la parábola nada tiene que ver con la moralidad humana, sino que se refiere enteramente al poder superior de Dios, que trata al hombre según esta ley cuando el hombre se somete a El.

BALTHASAR 2.Pág. 173 ss.



8.

-Parábola del grano de mostaza

Esta parábola es recogida por los tres sinópticos, aunque en lugares históricos distintos. Mientras Mateo y Marcos la colocan en la jornada del lago, Lucas la sitúa más adelante. La mostaza es una planta muy común en Palestina, llegando en las zonas calurosas, como los alrededores del lago y riberas del Jordán, a alcanzar las dimensiones de un árbol de tres o más metros de altura.

La comparación que establecen entre la mostaza y el reino de Dios es global: así como el grano de mostaza, siendo una semilla tan pequeña, llega a transformarse en un árbol de dimensiones considerables, así también el reino de los cielos, teniendo unos comienzos insignificantes, tiene en sí mismo vigor para desarrollarse y extenderse hasta el punto de llegar a ser universal.

El reino es algo aparentemente pequeño y de poca fuerza -como el bien y el amor, pero tiene energía para vencer a lo que parece más fuerte. Mas su fuerza no tiene nada que ver con la fuerza de los hombres; son conceptos distintos. El inicio del reino es pobre y de escasas apariencias, como lo es todo lo verdadero.

Dios actúa desde lo pequeño, desde lo simple y humilde. No aparece -no debe aparecer- como una gran empresa, ni como una poderosa organización, ni emplea elementos humanos que sean tenidos en consideración. Así lo entendió siempre Jesús y así actuó. ¿Lo hemos entendido los cristianos?

Con la parábola del grano de mostaza, Jesús se opone totalmente, frontalmente, a la esperanza de grandeza y de dominio universales propios del mesianismo nacionalista. Israel no dominará a las demás naciones, ni el reino de Dios será en la historia un gran imperio. Tampoco la Iglesia. ¿Cómo la multitud, imbuida de nacionalismo, iba a aceptar la exposición clara de esta realidad? Tenía que presentarla en parábola, veladamente, para que entendieran los que preguntaran, pensaran y se comprometieran.

-Parábola del grano que germina solo.

Esta parábola sólo se encuentra en Marcos. Observa desde el final la historia humana. Narra un proceso evidente, conocido de todos los oyentes y que nadie discutía. Falta toda alusión a las demás tareas del hombre: arar, limpiar... El labrador aguarda paciente y confiado después de la siembra a que llegue el tiempo de la siega. La tierra lleva fruto por sí sola. Nos describe la siembra y la vida rutinaria y normal del que la sembró, hasta que el crecimiento y la maduración de la semilla permita la siega. Entre estas dos intervenciones, ¿qué ha hecho el hombre? Nada importante; la semilla creció sola: "Primero los tallos..." El hombre antiguo veía todo el crecimiento de la planta como un milagro de la vida, ante el que quedaba admirado. El hombre moderno ha perdido la capacidad de observar y de admirarse, encerrado entre el hormigón y el asfalto. El misterio del crecimiento destaca el poder de Dios, sin negar la importancia de quien sembró y preparó el terreno.

No hay germinación que no requiera duración ni fruto verdadero sin un tiempo indispensable. El resultado, cuyos frutos recoge la siega, no sería posible sin el trabajo del hombre. Es una indudable referencia al juicio final, escatológico: el reino de Dios es una iniciativa divina, que acepta la colaboración humana; pero evita toda tentativa del hombre de guiar su desarrollo.

La parábola afirma que el reino de Dios, sembrado por Jesús, crece inexorablemente; aunque su desarrollo se oculta incluso a los que cooperan a su crecimiento. Con ella se pretende dar aliento a los oyentes, expresar la confianza que tenía Jesús en que su predicación no era inútil. Deben saber que la siembra se ha llevado a cabo con éxito, que la acción de Dios sigue adelante, aunque oculta y de forma callada; que todavía no ha llegado la cosecha, pero que el fruto es seguro; que en el tiempo intermedio entre la siembra y la cosecha hay que hacer como el labrador: confiar en el fruto abundante; es decir, esperar pacientes y tranquilos, confiados en el poder de Dios. No serán la propia actividad e inquietud las que consigan el fruto. Por importante que sea la colaboración del hombre, la acción de Dios será siempre decisiva.

El tiempo, necesario para el desarrollo de las plantas, es esencial también para la vida del reino. Una idea aparentemente trivial, sin importancia, pero cuyas consecuencias nunca será fácil aceptar.

La germinación de la semilla nos lleva a considerar -con los ojos de un hombre de aquel tiempo- el lugar primordial que tiene la acción de Dios en el crecimiento del reino. Por más que el sembrador se duerma, el reino sigue creciendo.

Sólo al que no entienda lo que significa para un creyente la presencia activa y eficaz de Dios en el mundo, esta parábola puede parecerle una incitación a la pereza. Dios ocupa el lugar más importante en la construcción de su reino. Pero el hombre no está condenado a la pasividad. La parábola supone la actividad humana. Pero el reino, cualesquiera que sean las formas en que se manifieste, no es fruto del activismo del hombre. "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles" (Sal 126).

¿Quería Jesús oponerse, con esta parábola, a los que soñaban con poner al servicio del reino la violencia política? Vista en su conjunto, es muy posible que estuviera dirigida directamente a cuantos esperaban que el reino de Dios se instaurase de forma rápida y violenta; les hace ver que el reino es en primer lugar obra de Dios, pero que requiere la participación del hombre. Y que nunca se debe olvidar su razón última: es un don de Dios que el hombre no puede alcanzar por sí mismo. Nunca podrá realizarse al estilo de las empresas humanas: ni con la revolución nacional, como pensaban los melotes; ni con la obediencia a una disciplina legal absoluta, como los fariseos; ni con cálculos precisos sobre el tiempo final, como los apocalípticos. Se fundamenta en Dios, sin que el hombre deba adoptar una postura pasiva: aporta su acción, su fidelidad, sus sentimientos, su lucha... Pero la iniciativa y la dirección son cosas de Dios únicamente. A él debemos dirigimos con frecuencia para preguntarle qué hacer y cómo hacerlo. De otra forma el riesgo de equivocar el camino es enorme.

Esta parábola debe ser para nosotros una meditación sobre el papel que los creyentes tenemos en la construcción del reino. Un papel necesario, que requiere la colaboración de todos los que formamos las comunidades cristianas y la total dedicación de algunos de los mejores, pero que reclama sobre todo la fe en Dios, quien a su modo construye el reino. La parábola es en el fondo una llamada a la fe. Fe, porque el reino viene a través de la fidelidad humilde de Jesús hasta la muerte y de los que siguen su camino, y no a través del dominio del mundo que Satanás le proponía al iniciar su vida pública (Mt 4,8-10; Lc 4,5-8). El reino está plantado en nosotros y crece realmente en nuestro interior y a través nuestro, siempre que seamos fieles en el seguimiento de Jesús, aunque su crecimiento sea difícil de descubrir; tan difícil que a veces caemos en la tentación de pensar que no crece. Pero crece, aunque nos cueste ver el modo.

Un crecimiento que queda enterrado y medio perdido entre las noticias de guerras, de violencias, de injusticias y opresiones de unos hombres contra otros, de unas naciones contra las demás.

Negarnos a aceptar este ritmo de crecimiento lento, plantear las cosas en términos de todo o nada, nos puede llevar a actitudes estériles y a pasar de la exaltación más radical al escepticismo más inoperante.

En su esencia más íntima, la Iglesia de Jesús es siempre subterránea, porque es el sacramento del reino, "el sacramento universal de salvación" (LG 48), que actúa siempre bajo tierra -desde las catacumbas, nunca desde el triunfalismo-, en la incertidumbre de la lucha y de la contradicción.

Esta parábola es también una interpretación de nuestra vida y de nuestra fe. Porque somos hijos de la noche; vivimos en ella porque lo más valioso de nuestra existencia -el amor, la justicia, la libertad, la paz, la verdad-, la semilla del reino, yace en la oscuridad de nuestro interior, luchando por salir a la luz. Nos dice que en medio de nuestra noche y de nuestra mediocridad ha entrado la semilla del reino de Dios, de la vida verdadera y para siempre, del amor que transformará nuestra existencia y la hará semejante a la del Padre Dios. No sabemos bien cómo; no será por nuestros méritos, pero será.

No somos nosotros los que sembramos, sino los que somos sembrados, fecundados, agraciados. Pero tenemos que colaborar en su desarrollo, siendo una tierra que produzca el máximo posible.

¿Tenemos conciencia de ser como una semilla que debe desarrollarse y dar fruto? ¿Nos damos cuenta que todo desarrollo es lento y laborioso? ¿Estamos empeñados en nuestro crecimiento personal, aceptándonos como somos y en la fase en que ahora nos encontramos

ACERCA-2.Pags. 178-181



9.

Frase evangélica: «La semilla germina y va creciendo»

Tema de predicación: EL CRECIMIENTO DEL REINO

1. Las dos parábolas de este evangelio coinciden en la importancia de la semilla, sumamente activa, pero muy pequeña en comparación con la abundancia de la cosecha final. El reino de Dios crece lentamente, «sin saber cómo».

2. Los comienzos del reino son lentos y humildes, en medio del silencio de Dios. No hay aquí signos extraordinarios o milagrosos, sino espera paciente, ya que, gracias al Espíritu, la semilla tiene virtud interior y fuerza de germinación. Los medios con los que siembra Jesús son humildes; así deben ser los nuestros. Por pretender el triunfo fácil y rápido, sin aceptar el lento y necesario proceso, asistimos muchas veces a fracasos estrepitosos .

3. El final de la cosecha es abundante. De tiempo en tiempo, en época de siega, hay una febril actividad: lo sembrado produce sus frutos; la abundancia está asegurada.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Tenemos paciencia y esperanza o, por el contrario. nos apresuramos a emitir juicios negativos?

FLORISTAN 1.Pág. 213



10.

1. Los caminos de Dios son sorprendentes

Jesús nos ha anunciado la inminencia del Reino de Dios que nos exige la conversión del corazón y la escucha del Evangelio.

Hoy, a través de dos parábolas sólo aparentemente simples, el mismo Jesús nos quiere hacer entrever en qué consiste este Reino y a qué se parece...

Las parábolas tienen una redacción sencilla y popular y, a través de tal modo llano de expresarse, esconden, sin embargo, conceptos que escapan al modo normal de pensar del hombre. Da la impresión de que estas parábolas, sin una fe profunda en Cristo, pueden pasar como algo más o menos hueco y sin sentido...

Después de escucharlas, podemos pensar en nuestro interior: ¿Y esto es el Reino de Dios? ¿Con la comparación de una semilla que crece se puede resolver su misterio? ¿Esto es lo que los apóstoles no podían comprender? Pero entremos de lleno en el texto, y nos quedaremos con la impresión de que estamos arañando lo que Jesús quiso decir e insinuó en la parábola, ya que el Reino sólo puede ser comprendido por quien lo vive y se deja llevar por él.

RD/SEMILLA: La primera parábola habla de una semilla que fue plantada por un hombre. Pasan los días y el hombre observa cómo la semilla crece, se desarrolla, da frutos y está lista para la cosecha, a través de un proceso misterioso, animada por una fuerza interna que en ningún momento requirió la ayuda del sembrador. La semilla tiene un algo especial que produce su proceso hacia la meta: el fruto y la cosecha.

Pues bien: a esto se parece el Reino de Dios, dice Jesús. Y no nos da más explicación. A primera vista, su sentido parece fácil: la semilla es el mismo Jesús o su Evangelio que ha sido depositado en la tierra de los hombres. Y mientras la historia sigue su curso, Dios desarrolla el Reino por medio de una fuerza misteriosa e incomprensible para el hombre y lo lleva hasta su consumación.

La explicación parece exacta. Se trata de una parábola que puntualiza cómo el Reino es la obra directa de Dios en medio de los hombres, y que no necesita de los hombres ni para crecer ni para llegar a su término, que es la salvación de los hombres.

Pero en cuanto pensamos dos veces en esto, comienzan nuestras preguntas: ¿Qué es, entonces, este Reino que no necesita de los hombres para crecer? ¿Y cómo actúa en medio de nosotros que casi ni nos damos cuenta de que va creciendo? ¿Y cuáles son sus frutos? ¿En qué consiste la cosecha final? Si pudiéramos responder ya a estos interrogantes, el Reino dejaría de ser Reino de Dios, ya que precisamente lo que nos sugiere la parábola es que Dios tiene ocultos caminos para llegar al hombre y salvarlo; caminos que producen admiración y sorpresa en nosotros, de la misma forma que el sembrador se admira por el proceso de la semilla y no atina a hallar explicación alguna. Siguiendo este pensamiento, podríamos decir que Dios actúa siempre en forma sorprendente y más allá de toda explicación racional, minuciosamente calculada.

Los judíos contemporáneos de Jesús -al igual que los mismos apóstoles- tenían un esquema distinto con referencia al Reino. Los libros del último siglo antes de Cristo -como los de Henoc y otros libros que no figuran en el canon bíblico- sugerían que el Reino vendría dentro de tal plazo concreto, después de tremendas catástrofes, y que el Mesías aparecería con tales señales, que el pueblo se levantaría contra la dominación extranjera, etc.; y, sin darse cuenta, habían hecho del Reino de Dios la concreción de un sueño humano al que parecía que Dios debía sujetarse.

En cambio, Jesús, purificando el sentido religioso de los suyos, les hace descubrir que la intervención de Dios en la historia humana -pues esto es el Reino- y su forma de actuar sólo son conocidas por Dios mismo y que siempre sus caminos serán sorprendentes, por lo que se necesita una permanente apertura a su Palabra y a su Espíritu, sin especular y sin hacer de dicho Reino la elaboración de la imaginación o de la especulación política o religiosa.

Solamente los «pequeños» podrán penetrar en el misterio del Reino; es decir, aquellos que, vaciados de sí mismos, esperan el encuentro con Dios en la forma bajo las exigencias que el mismo Dios plantee.

En efecto, ¿quién puede explicar por qué nosotros tenemos fe, y pueblos de otros continentes no la tienen; y de qué forma cada uno de nosotros la tiene a su manera y ha llegado a ella por caminos tan distintos? Y la parábola va más lejos aún: no necesariamente eso que nosotros llamamos «tener fe» coincide con el Reino de Dios. El Reino es Dios mismo en cuanto es sembrado en nuestro interior y, por misteriosos caminos, nos conduce hacia algo nuevo, hacia un futuro, hacia un crecimiento que es más fruto de nuestra apertura a él y de nuestra confianza, que de esfuerzos calculados.

Por otra parte, la misma expresión «Reino de Dios» es oscura, y los estudiosos nos sugieren que en realidad mejor habría que decir: «Reinado de Dios», ya que no se trata de un lugar ni de una nación, ni de institución alguna, sino que es el mismo Dios en cuanto, por caminos siempre ocultos, se acerca hasta el hombre y lo llama a la salvación. Y esta salvación se realiza, aunque desconozcamos el cómo...

Teniendo en cuenta, pues, que la parábola es realmente misteriosa y que no puede ser captado su sentido por la simple vía del razonamiento sino a través de una intensa apertura a Dios y a sus caminos, podríamos sacar la siguiente conclusión:

Como aquel sembrador, mantengámonos alertas al divino proceso que se produce en nuestro interior. Bien está que nos reunamos, que escuchemos la predicación, que hagamos esto o aquello; pero no creamos que así estamos haciendo el Reino ni menos forzando a Dios a que realice su obra en nosotros.

Estemos, sí, alertas porque aun en el ruido de una vida intensa, aun en un momento histórico difícil y complejo, aun en medio de nuestras dudas, marchas y contramarchas, digo que, a pesar de todo esto y más allá de todo esto, Dios actúa en nosotros y tiene un camino para cada uno, camino que tiene un fin que da sentido a todo esto que se llama vivir.

Y si, como aquella tierra de la parábola, nos hemos abierto a esa pequeña semilla que es el Cristo oculto en nosotros, tengamos esperanza en que no seremos defraudados, a pesar de que, a veces, no entendemos qué pasa ni adónde vamos a parar.

La posterior historia que nos narra Marcos en el evangelio es prueba de ello: cuando Jesús es traicionado y entregado a sus enemigos para acabar finalmente en la cruz, ninguno de los suyos supuso que aun en eso el Reino estaba actuando, y creyeron, en cambio, y siempre según sus cálculos, que todo estaba perdido. Y lo que era perdido para el hombre, era ganado para Dios.

Hoy tenemos sobrados motivos para no entender qué está pasando con el Reino de Dios en el mundo. Y, sin embargo, y éste es el mensaje de la parábola, ese Reino está presente, actúa y crece a su modo.

Por tanto, mejor que especular sobre él, lo importante es permanecer abiertos y entregarnos con confianza a sus inefables caminos.

La primera lectura de hoy, tomada del profeta Ezequiel, nos ayuda en esta reflexión: Dios con un simple retoño hace crecer un inmenso árbol, y después dice: «Yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y ensalza los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.»

2. Los caminos de Dios son variados MOSTAZA/RD:

La segunda parábola, tomada también de la vida campesina, se refiere a otra característica del Reino de Dios: hoy es pequeño como la más pequeña de las semillas, pero llegará a crecer de tal manera que un día todos los pueblos podrán cobijarse bajo su sombra.

La parábola anterior nos da buena base para comprender el sentido de esta segunda parábola. Si el crecimiento del Reino es la misma fuerza de Dios que actúa, nada de extraño hay en que lo que hoy es tan pequeño e insignificante, un día pueda tener alcance universal.

Jesús compara el Reino a la mostaza, cuya semilla era muy pequeña, pero que luego llegaba a crecer hasta los tres metros, y en cuyas ramas venían a posarse los pájaros para comer sus semillas ya maduras.

Como en la parábola anterior, en un primer momento nos parece fácil la explicación: primero vino Jesús, la pequeña semilla, juntamente con los doce apóstoles; después la comunidad fue creciendo y la fe cristiana se extendió por todas partes hasta llegar, no solamente a los judíos, sino también a los pueblos paganos.

Pero pronto descubrimos que tal explicación nos deja una inmensa laguna: ¿Acaso la fe cristiana o la Iglesia se han extendido por todo el mundo? ¿Y de qué manera concreta todos los pueblos podrán cobijarse a la sombra de un Reino que día a día, más que crecer, parece desaparecer del mundo, si tenemos en cuenta la expansión de la fe cristiana en un hito histórico en que avanza el ateísmo y el descreimiento religioso?

Y, sin embargo, la parábola contiene la respuesta: no pongamos una etiqueta al Reino de Dios ni lo confundamos con la Iglesia o con tal comunidad religiosa. También la Iglesia debe anunciar el Reino de Dios, y debe, al mismo tiempo, esperarlo y vivirlo.

La parábola apunta, precisamente, a que descubramos que si el Reino es de Dios, Dios tiene sus caminos para llegar a todos los hombres. No somos nosotros quienes vamos a instaurar ese Reino en el mundo, ni tampoco cometamos el error de pensar que nuestra manera de vivir la fe es el único camino que tiene Dios para que el hombre se salve.

Jesús insiste en que comprendamos el carácter trascendente del Reino. Es algo que está mucho más allá de lo que pensamos o hacemos; más allá, incluso, de nuestra institución religiosa. Es Dios el que salva; es decir, es él mismo el que a cada hombre, esté donde esté, le brinda la oportunidad de salvarse. Y, por cierto, que a cada hombre le exige lo mismo: el cambio de vida y la apertura constante al Espíritu.

La primera parábola parece apuntar más al plano individual de cada uno: estemos atentos porque Dios está obrando en nuestro interior...

La segunda, en cambio, nos orienta para que sepamos descubrir ese mismo Reino en los demás hombres, «aunque estén en una rama distinta a la nuestra».

Concluyendo...

La palabra de hoy de Cristo nos puede dejar un poco desconcertados. Y quizá para esto nos entregó estas dos parábolas: para que nos desconcertemos.

O, explicándolo mejor, para que no perdamos nuestra capacidad de asombro ante la forma como Dios conduce la historia. Como aquel sembrador de la primera parábola que, año a año y día a día, es capaz de asombrarse ante el proceso de germinación de la semilla, así, y con esa expectativa, sigamos el curso de la historia y el de nuestra vida personal.

No caigamos en la tentación de querer explicarlo todo: desde cómo es Dios hasta cómo puede actuar en tal sacramento, hasta el porqué de tal suceso o qué va a pasar mañana. No especulemos con los datos de la fe ni con la Biblia, ni queramos con cierta ligereza, muy humana por cierto, determinar las leyes del proceder divino como si fuésemos los consejeros directos de Dios.

Estas dos parábolas, más allá de su misterioso sentido, nos obligan a una postura humilde, atenta y sensata.

Es cierto que somos cristianos, es cierto que tratamos de profundizar la Biblia..., pero seamos humildes al considerar ese misterio profundísimo de la existencia humana y su relación con Dios. Ya demasiado se lo ha manoseado como para que obremos con ligereza.

Vivamos intensamente nuestra fe, sin creernos los únicos poseedores de la verdad, y sin obligar a los demás a llegar a Dios por nuestro tamiz.

Y estemos muy atentos porque cada día el Reino ha de crecer en nosotros y cada día hemos de esperarlo como a una semilla recién sembrada...

BENETTI B/3.Págs. 68 ss.