15 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO XI DEL CICLO B
(11-15)


11.

NO TODO ES TRABAJAR

la semilla va creciendo

Casi todo nos invita hoy a vivir bajo el signo de la actividad y el rendimiento. Pocas diferencias existen entre el capitalismo y el socialismo colectivista a la hora de valorar prácticamente al hombre. Siempre se termina por medirlo por su capacidad de producción. En el fondo de nuestra conciencia moderna existe la convicción de que, para dar el máximo sentido y plenitud a nuestra vida, lo único importante es trabajar por sacarle el máximo rendimiento y utilidad.

Son muchos los que, sin darse cuenta, piensan con J.P. Sartre que «el hombre no es más que lo que hace».

Pero, entonces, no deberíamos olvidar dos graves peligros que amenazan al hombre actual. El primero consiste en ahogarnos en el trabajo y el activismo. Supravalorando nuestro poder y nuestro obrar, terminamos por creernos indispensables, pues, en el fondo, pensamos que somos nosotros los que tenemos que hacerlo todo.

El segundo peligro es hundirnos en el pesimismo y la resignación, al descubrir nuestra propia incapacidad y quedar aplastados por una tarea que nos desborda.

El que solamente pone el sentido de su vida en la lucha, el trabajo y la acción eficaz, corre el riesgo de sentirse «inútil y desaprovechable» en el momento en que su esfuerzos no se ven coronados por el éxito.

Al hombre moderno se le hace difícil y embarazosa esa parábola extraña de Jesús, recogida solamente por Marcos, donde se nos habla de una semilla que crece por sí sola sin que el labrador le proporcione con su trabajo la fuerza para germinar y crecer.

Es una parábola que no se presta a aplicaciones prácticas ni nos dice lo que tenemos que hacer. Sólo nos recuerda que en la semilla hay algo que no ha puesto el labrador. Una fuerza vital que no se debe al esfuerzo del hombre.

Esclavos de programaciones y afanes organizativos y cogidos por la actividad de cada día, podemos olvidar que la vida está impregnada de gracia y que nuestra primera ocupación es respetar y acoger la acción del Espíritu capaz de hacer crecer nuestra existencia.

La vida no se reduce a actividad y trabajo. En su misterio más profundo la vida es regalo y don. Lo gratuito nos envuelve. Y el hombre no es sólo trabajador sino también «cantor de la irradiación de Dios» (Gregorio Nacianceno).

Por eso, el estado de ánimo más propio del creyente no es la lucha y el esfuerzo sino la admiración maravillada y el gozo agradecido.

PAGOLA-1.Pág. 201 s.



12.¡LLEGAR Y... BESAR!

El evangelio apuesta por lo insignificante, qué queréis. Toda su pedagogía consiste en resaltar la virtualidad incontenible de «lo pequeño», su fuerza expansiva, su empuje imparable. El reino de los cielos no se parece a un mar embravecido de olas gigantes, sino «a una pequeña simiente que el hombre echa en tierra», a «un grano de mostaza que es la más pequeña de todas las semillas». ¿Qué quiere decirnos Jesús con su teoría? Permitidme subrayar algunas conclusiones.

UNA.-Que nuestro papel en el quehacer del reino no es de «protagonismo individualista», sino de «afanosa colaboración». Ocurre que nos gusta atribuirnos la paternidad de todo lo que «funciona»: «Yo organicé estas reuniones...». «Yo fundé este movimiento...». Nos entusiasma poner firma y rúbrica a todos los éxitos. Y por eso sufrimos cuando no se destaca suficientemente la autoría de nuestros aciertos.

Uno, que se ha pasado la vida entre pentagramas, calibra la importancia grande de un «solista» en una determinada composición musical, pero sabe muy bien que todo solista apoya la belleza de su voz y de su diseño melódico en la estructura armónica del conjunto. Un solista, sin el armazón del acompañamiento, puede ser algo tan hiriente como un grito en la selva. En ciertos deportes pasa lo mismo. Más de una «figura», por la que se pagó millones, ha fracasado por querer meter los goles en solitario. San Pablo apuntó: «Uno siembra, otro siega y Dios hace crecer».

DOS.-Siempre es «mínima» la simiente en la agricultura de Dios. Hoy nos habla Ezequiel de «una ramita pequeña y tierna, que el Señor arrancó y plantó para que, en la montaña más alta de Israel, se convirtiera en un cedro noble». El santo Rey David, del que descendería el Mesías, no era nada más que un pastorcillo de ovejas. María, en la que «el Verbo se hizo carne», no era más que una doncella, «esclava del Señor». Jesús, el Salvador del mundo, fue un «niño temblando al hielo». Y todos los «grandes del Reino» fueron «pequeños de Yavé» siempre. Por eso Jesús resumió: «El que quiera ser grande entre vosotros, que sea como el menor».

Y TRES.-Los frutos de nuestra labor no suelen ser inmediatos, sino a largo plazo. Lo del «veni, vidi, vici» puede ser un resumen muy alegre de un suceso histórico. Habría que analizar las causas de aquella fácil epopeya. El evangelio de hoy advierte que nosotros «sembremos»; pero, luego, dispongámonos a conjugar paciencia e impaciencia: «porque la semilla va germinando sin que el hombre sepa cómo: primero, los tallos, luego la espiga, después los granos. Al fin, cuando el grano está a punto, se mete la hoz. Ha llegado la siega».

Y ahí nos duele. Suelen querer los padres ver de inmediato el fruto del esfuerzo en su labor educativa. Quisiéramos los sacerdotes «convertir» de inmediato con nuestras prédicas. Todo el mundo quiere «Llegar y... besar». Pues, parece que no. Jesús le dijo a la samaritana: «Uno es el que siembra y otro el que recoge».

Hoy estoy escribiendo yo este comentario evangélico. Acaso mañana apenas me lo lea nadie. Acaso sirva para envolver un almuerzo y, luego, a la papelera. Acaso alguien, al ver el título sobresaliendo de la papelera, por mera curiosidad, se decida al fin a leerlo. Finalmente, ¿por qué no esperar que ese lector se anime a trabajar con visión de futuro y con paciencia en su humilde quehacer?

ELVIRA-1.Págs. 159 s.



13. LA ESPERANZA DEL GRANO DE MOSTAZA

Es semejante el reino de los cielos a un grano de mostaza (/Mt/13/31).

En la cúspide del verano, la iglesia nos ofrece este año las parábolas del crecimiento, las cuales en otros tiempos correspondían a los domingos después de epifanía y caían, por tanto, al principio del año o cuando el otoño tocaba a su fin. Su sentido histórico es para nosotros hoy más claro que para las primeras generaciones (así al menos lo creemos), pero lo que quieren decirnos hoy sigue a veces sustrayéndose a nuestra consideración. En lo que se refiere a la parábola del grano de mostaza, nos dicen los exegetas que, originariamente, fue una parábola de contraste, que pretendía responder a la inquietud de los discípulos por el pobre y mísero aspecto que ofrecía el reino de Dios que había comenzado con la predicación de Jesús: ellos debían confiar en el grano de mostaza, en el misterio de la esperanza, que precisamente se cierne sobre este comienzo tan pobre en lo terreno. Pero, en la tradición de los evangelios, se cree poder oír otro tono: los discípulos pudieron vivir la resurrección del grano de trigo muerto, y ante sus ojos comenzó a surgir, en el movimiento de la misión cristiana, de aquel pobre grano, un árbol que ya iba extendiendo sus ramas sobre toda la tierra. Por eso resuena ahí casi un momento triunfal y una alegría provocada por lo que advertían y experimentaban.

Por lo que a nosotros se refiere, nos hallamos más bien entre los que preguntaban y se hallaban intranquilos; la contestación de Jesús no parece dar en el clavo o satisfacernos. Ciertamente, el árbol, que ha crecido del grano de mostaza, sigue todavía en pie, pero se nos antoja como otoñalmente cansado y privado de follaje. Lentamente, pero de una manera segura, parece que se está secando; los pájaros del cielo desaparecen de él, o, más bien, toda clase de pájaros raros anidan, cual esperpentos, en él y hacen que parezca como un árbol lúgubre o trágico. Y surge el temor de que tampoco este árbol ofrecerá ya ninguna promesa, lo mismo que otros muchos árboles, que crecieron en la historia y que luego acabaron secándose. Tampoco éste pudo ser plantado para durar eternamente, sino que tiene que tener su época, una época en la que surgió con brío juvenil y en la que creció, y, luego, su hora otoñal de agotamiento y de despedida. El árbol está ahí, pero parece que no ofrece promesas, que está sin esperanza.

Ahora bien, ¿se descifra la parábola también desde el otro aspecto? ¿O debemos nosotros, para entenderla, volver a su principio? El acento, en Jesús, no se carga ahora en el árbol, sino en el grano de mostaza, que constituye una esperanza en toda su insignificancia. Ciertamente, la iglesia siempre sigue siendo un grano de mostaza: para ella, siempre es viernes santo, pascua y pentecostés al mismo tiempo (H. U. v. Balthasar). Ella no es como una planta en la que la semilla sólo está en el principio. La cruz no es para ella ningún comienzo lejano, sino siempre es presente. Ella experimenta siempre de nuevo el viernes santo, así como siempre puede experimentar de nuevo también la pascua.

La iglesia sigue siendo siempre, durante toda su historia, grano de mostaza. Ella vive siempre de la impalpable fuerza del Espíritu santo y nunca del poder logrado mediante su organización. Tal vez la bendición de esta hora consiste en que nosotros nos vemos necesitados u obligados a reconocer nuevamente esto. Podemos sin duda pensar que la iglesia había llegado a ser tan poderosa que, pensando en términos puramente humanos, apenas tenía ya nada que vencer. Pero cuán rápidamente puede desaparecer esa imagen, lo sabemos nosotros ahora. Tal vez debíamos nosotros o debía la iglesia ser lanzada a «grandes tribulaciones» (1 Tes 1,6), para aprender de nuevo de dónde vive también hoy, a saber, de la esperanza del grano de mostaza y no de la fuerza de sus planes y de sus estructuras.

RATZINGER-5. Págs. 53-54



14.

Sembrar semilla buena y esperar con paciencia

En la ciudad moderna siempre andamos con prisas. Los hombres del campo viven, en general, con más serenidad y calma, saben dar tiempo al tiempo. El agricultor, que ha aprendido a leer en el libro de la naturaleza, está habituado al desarrollo lento de la vida: siembra, crecimiento, maduración siega...

La forma de desarrollo del Reino de Dios es más asimilable al crecimiento vegetativo que a la producción industrial. Más asimilable tanto por la desproporción entre lo insignificante de nuestra aportación y los frutos finales, como por el ritmo lento que lo caracteriza. El evangelio apuesta por lo insignificante. Gran parte de su pedagogía consiste en resaltar la virtualidad incontenible de lo pequeño. El Reino de los cielos se parece a "una pequeña semilla que el hombre echa en tierra", "a un grano de mostaza, que es la más pequeña de todas las semillas...".

En las tareas del Reino, más fundamental que el protagonismo individual es la afanosa colaboración de todos y, sobre todo, la confianza en Dios, que es quien da el crecimiento. El cantor solista presta un excelente servicio en el coro, pero siempre que apoye su voz en la estructura armónica del conjunto y que se deje guiar por el director. Porque nos atribuimos la paternidad de todo lo que funciona, sufrimos cuando no se destaca suficientemente la autoría de lo que consideramos nuestros aciertos. "Uno siembra, otro siega, Dios hace crecer", nos dice Jesús.

El evangelio, como la naturaleza, también nos habla del ritmo lento del crecimiento. El adulto, para llegar a serlo, necesita pasar por la debilidad de la niñez, por la crisis de la adolescencia, por el idealismo de la juventud.

El "eficacismo" de la sociedad actual, su búsqueda inmediata de rentabilidad, nos ofrece productos artificiales, fofos, atiborrados de química, sin el sabor de la que ha llegado a su sazón mediante el lento proceso de la maduración. Con razón se quejan los ecologistas de la violencia permanente a que es sometida la naturaleza.

Hoy, que vivimos de impactos, de imágenes efímeras, de sensacionalismo, y tendríamos que volver a aprender ritmo vital en la sabia escuela de la naturaleza. Los frutos de nuestro trabajo, cuando se trata de formar personas, no suelen ser inmediatos, sino a largo plazo. Lo nuestro es sembrar semilla buena, acompañar con amor, confiar y esperar con paciencia. "La semilla va germinando sin que sepamos cómo; primero, los tallos; luego, las espigas, y, por fin, el grano".

Tanto en la obra educativa como en la evangelización necesitamos un cierto ecologismo. Hay que aprender a sembrar con amor, a acoger al que llega débil e inmaduro de años o de formación, a perder vida y tiempo por lo que comienza. Sólo así crecerá la persona equilibrada y sana, capaz, a su vez, de generar vida en el futuro. Es buena pedagogía para edificar partir de lo que hay, de la situación en que, culpable o inculpablemente, se encuentra quien se acerca a nosotros.

Es un error educativo y, si se trata de evangelización, una dejación del papel maternal de la Iglesia, llamada a engendrar hombres nuevos, dejarse contagiar por el disparate social de valorar tan sólo lo inmediatamente productivo y rentable. La abundancia de "pasotas" y "decepcionados" ¿no tendrá que ver mucho con haber olvidado, educadores y evangelizadores, la pedagogía del trabajo lento, continuo, paciente, maternal y amoroso? "Sin saber quién recoge, sembrad...", aconsejaba la poetisa contemplativa. Los frutos sólo se verán del todo en la consumación final.

Ciriaco Benavente
Obispo de Coria-Cáceres


15. La semilla de mostaza, imagen del Reino de Dios. Palabras de Benedicto XVI al introducir el rezo del Ángelus

bluenoisebar.jpg (2621 bytes)