Jesús hace una lectura teológica, no
científica, del caso que tiene ante sí. Se encuentra frente a un individuo que
no es quien es, está desintegrado, ocupado abusivamente por otro. Jesús es el
médico que va siempre a la raíz de la situación. Su diagnóstico, más que
llegar a las causas de lo que pudiera ser una enfermedad, consiste en descubrir
al enemigo: un enemigo común de Dios y del hombre.
En
aquel pobre hombre Jesús lee el signo de la presencia del adversario, del que
divide, o sea, de aquel que impide el plan de Dios y destruye al hombre, de
aquel que se apropia de un poseído de Dios, de una propiedad de Dios, de una
criatura de Dios.
A
este adversario el evangelista lo llama "espíritu inmundo". Una
expresión que no nos dice nada pero que tiene enorme resonancia en todas las
páginas del A.T. "Inmundo", en el sentido bíblico más amplio
significa todo lo que no es apto para la más mínima relación con Dios, que es
"puro" y "santo".
Por
tanto, este espíritu representa lo que hay de opuesto a Dios en una determinada
realidad del mundo. Es el símbolo de esa radical incomunicación que existe
entre el hombre y Dios. Es el símbolo de todo aquello que en el hombre, en cada
uno de nosotros, está en radical oposición con Dios.
Por
eso es absolutamente necesario que el espíritu inmundo sea expulsado para que
el hombre deje de ser un prisionero, un poseído, un alienado, y pueda encontrar
la armonía y la unidad perdidas.
¿Quién
de nosotros cree que no está de un modo o de otro "poseído"? Estamos
penetrados de fuerzas que nos destruyen desde el tuétano de los huesos. Todos
los días se nos oye decir: "quiero, pero no puedo; me gustaría... pero
algo me retiene; siento la llamada... pero estoy atado por cadenas más fuertes
que mi impulso".
Estamos
"poseídos" desde niños por valores, actitudes, criterios,
comportamientos, todo tipo de educación y consejos. Nos han atado en la
escuela, en la familia, en el trato diario con los demás. Un mal estilo de ser
persona y de ser cristiano, de relacionarnos con Dios y con los demás, se nos
ha colado por el cuerpo, calándonos hasta la médula. Hasta el espíritu, lo
más radical de nosotros, está como "poseído".
Nos
han inculcado por todas partes esos criterios comunes de la sociedad en que
vivimos: que el que más puede, más vale; que el que más vale, más triunfa;
que el que más triunfa, más tiene; que el que más tiene, más puede. Y este
círculo infernal se repite como una rueda de fuego dentro y fuera de nosotros
mismos. De este modo nos posee la ambición, el deseo de tener, la agresividad,
el atropello del otro, la atención exclusiva a los propios problemas. Se masca
un criterio fundamental: ¡Sálveme yo y sálvese quien pueda! Y otro paralelo:
¡Sálveme yo, aunque se hundan los demás! Sartre, aquel filósofo francés,
llegó a decir: "el infierno son los otros". Esto es posesión,
espíritu dañino -no deja vivir- y tortura para los demás -impide vivir.
Estamos agarrados, penetrados, cogidos y atados muy bien.
Jesús
descubre esta situación de posesión y se enfrenta a ella con autoridad. El
proyecto de Jesús es todo lo contrario de un hombre poseído. Por eso el diablo
se rebela contra Jesús: "¿Qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar
con nosotros?"
Sí,
Jesús ha venido a acabar con la posesión; a soltar al hombre de las amarras
que lo tienen atado; a desenredarlo de la red que lo enmaraña; a liberarlo en
lo más profundo de su ser: ¡Cállate y sal de él! Y salió.
¿Estoy
yo liberado o aún hay en mí algún demonio que me posee?
Jesús
arranca cada vez parte del mundo a Satanás y lo hace en el Sabbat, el día
santo de Dios
JC
triunfó definitivamente sobre el mal en la Resurrección, pero continúa su
lucha en los cristianos en la medida en que se lo permitimos, en la medida en
que no pactamos nosotros con el mal. En los Sacramentos celebramos su victoria,
participamos de ella y nos enrolamos en su lucha: ofrecemos al Resucitado el
espacio de nuestras vidas y de nuestra comunidad para que él se imponga al mal
que anida y vive en nosotros.
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