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HOMILÍAS PARA LOS TRES CICLOS DEL
II DOMINGO DE
PASCUA
20-35
20. SIN HABER VISTO
Dichosos los que crean sin haber visto.
Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a encontrar con el resucitado. Al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia experiencia, ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las exégesis logrará devolver a la vida?
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso en que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma. No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal. Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con el resucitado de manera idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos impiden captar llamadas importantes de la vida?
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo la vida y le introduce en una existencia más clara y transparente?
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y está próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces mismas de nuestra propia vida?
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros ante Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada, objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto».
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 285 s.
21. TOMAS/APOSTOL
El mellizo del Señor
"Figuras de la pasión de1 Señor" es una de las obras más conocidas del escritor alicantino Gabriel Miró fallecido en 193O. Dado que a lo largo de las lecturas de estos domingos de pascua van a ir apareciendo ante nosotros una serie de personajes evangélicos, los podemos ir contemplando en su conjunto, como «figuras de la resurrección del Señor». El domingo pasado, la figura central era María Magdalena y hoy lo es uno de los apóstoles, Tomás, el llamado «Dídimo», al que la tradición cristiana, apoyándose en el texto de hoy, ha calificado como «el incrédulo Tomás».
La figura de Tomás es secundaria en los evangelios sinópticos. Su presencia se limita a que su nombre aparece siempre citado en la lista de los doce que fueron llamados por Jesús. Sin embargo, en el evangelio de Juan, con anterioridad al relato de hoy, había aparecido ya en dos momentos importantes de la vida de Jesús. Cuando los discípulos no se atreven a ir a Judea por miedo a los judíos, después de la muerte de Lázaro será Tomás el que diga con valentía: «Vamos también nosotros a morir con él». El sobrenombre de «Dídimo», mellizo, que se cita aquí, parece aludir a que compartía esa condición con un hermano desconocido aunque algún comentador alude a un posible sentido simbólico: su disponibilidad a correr la misma suerte de Jesús le convierte en «el doble (mellizo) de Jesús» (J. Mateos).
Tomás vuelve a reaparecer en la última Cena. Será Tomás el que pregunte a Jesús: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?», recibiendo la conocida respuesta de Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida".
Otro comentarista subraya que la figura de Tomás aparece en el evangelio de Juan «en relación con los grandes misterios de la glorificación de Jesús».
Finalmente es importante subrayar que Tomás es uno de los discípulos que es testigo del Resucitado en la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades y que aparece, por última vez en el Nuevo Testamento, dentro del grupo de los once, a la espera de Pentecostés, al inicio de los Hechos de los apóstoles.
Podemos decir que la figura de Tomás es contradictoria. Como indicábamos antes, se le ha calificado de «incrédulo» y se ha hablado de este pasaje como de las «dudas de Tomás». Tomás vendría a ser el símbolo del hombre cerrado al misterio; que sólo es capaz de aceptar la realidad física que puede ver con los ojos y tocar con sus dedos y con sus manos. Es lo que expresaría con gran contundencia su negativa a creer el testimonio de los otros discípulos: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». No se conforma ni siquiera con ver al Resucitado: exige meter sus dedos y sus manos en las llagas del Crucificado.
R. Mª Rilke escribía que «las cosas no son tan comprensibles y decibles como se nos quiere hacer creer ordinariamente. La mayoría de los acontecimientos son indecibles, acontecen en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra». Sin embargo, ¡con cuánta frecuencia el hombre de hoy siente una gran dificultad para aceptar la realidad que no se puede aprehender y comprender, que no se puede fotografiar o filmar! Y, no obstante, sigue siendo verdad lo que escribía el poeta checo: la mayoría de los acontecimientos -esos acontecimientos que de verdad marcan nuestra vida y dejan un poso en nuestro ser- tenemos que reconocer que suceden en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra; donde las palabras se nos hacen demasiado pobres y torpes para expresar la grandeza de la vivencia que estamos experimentando. ¿Acaso no experimentamos, en contra de nuestra tendencia a un craso materialismo que quiere tocar y mensurar todo, lo que expresaba maravillosamente el zorro al Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos; sólo se ve bien con el corazón»?
Es a ese Tomás incrédulo, al de ayer y al de hoy, que sigue anidando en el corazón de cada uno de nosotros, al que Jesús le sigue diciendo hoy: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Dichosas esas generaciones de veinte siglos de cristianismo, dichosos esos millones de hombres y de mujeres, que han creído y creen en Jesús resucitado aunque no lo han visto con los ojos ni han metido los dedos en sus llagas... Dichosos aquellos que tienen los ojos limpios, que ven con los ojos iluminados del corazón a Jesús resucitado. Dichosos los que han tenido la gracia de descubrir en ese espacio en que no han entrado nuestras palabras, al que es la Palabra que estaba junto a Dios y se ha hecho uno de nosotros.
Pero, por otra parte, hay un aspecto positivo, generalmente poco subrayado en la figura de Tomás. Porque no sólo es el «incrédulo», también puede ser entendido hoy como «el hombre de fe adulta»; el que no se deja arrastrar por entusiasmos fáciles, las corrientes en boga, las afirmaciones y opiniones de los otros... Pocas veces se ha subrayado algo muy positivo en el comportamiento de Tomás: no se aleja de los demás, a pesar de no compartir sus vivencias, sino que sigue en actitud de esperanza unido a ellos. Aquel Tomás que había dicho, demasiado fácilmente, «vayamos y muramos con él», quizá experimentaba tras su fracaso cobarde en la cruz que hay que madurar y sopesar las respuestas, que el camino de Jesús exige vivencias profundas y son insuficientes los entusiasmos superficiales y sensibles.
Su frase: «Señor mío y Dios mío», es un espléndido acto de fe. No sabemos cómo explicar la vivencia del Resucitado que tuvieron los testigos y el mismo Tomás. El relato del evangelio no nos dice que metiese sus dedos en las llagas del Resucitado. Uno se lo imagina cayendo de rodillas y formulando esa magnífica síntesis de su fe en Jesús como su Señor y Dios. Su experiencia fue distinta de la de aquellos que son dichosos por creer sin haber visto.
Aquí podemos citar el fragmento de papel que se encontraron en una prenda de vestir de Blas ·Pascal-B. Refleja una emocionada experiencia de Jesús, una de esas vivencias que acontecen en ese espacio en el que no entran las palabras o son demasiado torpes para expresarlas: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de él: he huido de él, le he negado y crucificado. Que no me aparte de él jamás. Él está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el evangelio». Esta vivencia, como la de tantos otros a lo largo de los siglos, es más bella e intensa que la que pudo haber tenido Tomás, metiendo sus dedos y sus manos en las heridas del Resucitado. Es la vivencia que lleva a repetir la frase de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto». Dichosos los que experimentan lo que expresaba Pascal: que Cristo resucitado «está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el evangelio»; dichosos los que han tenido la experiencia del que se llamó a sí mismo «camino, verdad y vida», respondiendo a una pregunta de Tomás; dichosos los que pueden afirmar, desde la verdad de su corazón: «Señor mío y Dios mío».
Una leyenda dice que Tomás acabó compartiendo realmente el destino de Jesús. Según el Martirologio, entregó su vida en Calamina, en la India, después de haber predicado allí en Persia el evangelio. San Francisco Javier contará en sus cartas cómo se encontró en el Malabar con cristianos viejos, que se llaman a sí mismos «cristianos de santo Tomás» en recuerdo del que fue primer evangelizador de aquella cristiandad.
Probablemente es un poco forzada la interpretación que considera que Juan utiliza el calificativo de Dídimo para afirmar que Tomás, por su decisión de compartir el destino de Jesús, se había convertido en "el doble (mellizo) de Jesús". Pero esta figura de la resurrección puede ser hoy símbolo de nuestra fe acompañada siempre de dificultades pero que nos lleva a afirmar que Jesús es nuestro Señor y nuestro Dios, al que ojalá intentemos imitar como «mellizos», como Dídimos.
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 147 ss.
22.
-La duda de Tomás.
Tomás era uno de los Doce. Como ellos fue testigo de cuanto Jesús hizo y dijo. Lo había seguido a todas partes, hasta Jerusalén. Cenó con Jesús antes de la pasión y, posiblemente, lo vio morir colgado de la cruz. Tomás quería a Jesús. En una ocasión resolvió con intrepidez y entusiasmo: vayamos y muramos con Él. Pero la realidad de la muerte de Jesús acabó con su entusiasmo. Y, aunque estaba escrito, y por más que lo había advertido Jesús con antelación, ni Tomás, ni los demás, habían entendido nada. Tomás no esperaba que Jesús resucitase. ¿Resucitar? Así que cuando aquel domingo por la tarde, se incorporó al grupo y éstos le contaron alborozados la gran noticia de que habían visto a Jesús, resucitado, Tomás creyó que alucinaban. ¿Queréis que me crea que lo habéis visto.. ? Mientras no meta mis dedos en sus llagas, ¡ni hablar!
-Nuestros temores.
Nuestra situación, como creyentes, se parece mucho a la de Tomás. Sus temores y duda tienen mucho que ver con nuestras dudas y temores. ¿Estamos convencidos de la resurrección de Jesús? ¿Creemos en la vida eterna? Sí, ya sé que lo sabemos de memoria, que lo repetimos maquinalmente al recitar el credo, que los escuchamos, tal vez como quien oye llover, cien veces de boca de los predicadores, pero aquí viene nuestra duda, nuestros temores. Se nos hace muy cuesta arriba creer en la resurrección, sobre todo cuando nos acercamos a ella, porque nos acercamos inexorablemente a la muerte. Sabemos que estamos en lista de espera, ¡y sin esperanza! La esperanza en la vida eterna no deja huella en nuestra vida. No se nos nota demasiado. No hay alegría, ni ilusión, ni estímulo en nuestra vida rutinaria, pues vivimos como si no tuviéramos esperanza.
-Creer para ver.
Jesús disipó los temores de Tomás, apareciéndosele, haciéndose presente e invitándole a meter la mano en la llaga del costado. Y en presencia de Jesús, los temores desaparecieron. No fue necesario cumplir sus exigencias. Tampoco hizo falta, pues su corazón le convenció: Señor mío y Dios mío. Juan, el autor de este hermoso fragmento del evangelio, lo ha escrito por nosotros, para nosotros, nos ha conservado estas hermosas palabras de Jesús: dichosos los que crean sin haber visto. Porque lo definitivo, tanto en el caso de Tomás como en el nuestro, no es ver, sino amar. Sólo el amor puede hacer que veamos y creamos.
-La audacia de creer.
La fe no es un puro saber, sino un saber experiencial. Lo sucedido entre Jesús y Tomás, la aparición, se parece a lo que ocurre entre amigos. No podemos ver al amigo, como amigo, mientras no creamos que es amigo, o sea, mientras no lo queramos como amigo. Es el amor, la amistad, lo que nos hace descubrir al amigo. Por eso la fe no es una respuesta calculada y calculadora, sino una apuesta. No hay ninguna seguridad para creer o antes de creer, como no la hay en las apuestas. Lo que sí hay es certeza en la fe. El creyente no vive atormentado por la duda, sino que se va cerciorando y descubriendo el sentido de su opción, conforme va creyendo y viviendo la fe en la praxis. Y la praxis de la fe en Jesús resucitado es emprender su camino y seguirle hasta la muerte. Entonces se comprende que el que da la vida, la gana resucitando con él.
-¿Hemos visto al Señor?
Los evangelistas nos relatan los encuentros de Jesús con sus discípulos, como apariciones de Jesús. De modo que Jesús es quien toma la iniciativa. El es quien decide la ocasión y elige los medios, los signos. Los discípulos, los creyentes, vemos a Jesús, porque se nos aparece, porque se nos da a conocer, porque quiere, porque nos ama. Y así también acontece en nuestros días, hoy. Aquí está Jesús, en nuestra asamblea. Hemos escuchado su palabra. Ha elegido el pan y el vino como signos de su presencia y encuentro en la intimidad con nosotros, la comunión. Pero no sólo aquí. Jesús se nos aparece también en el otro, en el prójimo, en el pobre, en el que nos necesita. Se nos aparece, es decir, se nos hace presente. Otra cosa es que queramos reconocerlo. Y sólo podremos reconocerlo si lo amamos, si amamos al prójimo, si practicamos el mandamiento del amor. Porque el amor es el fundamento de nuestra fe cristiana. El que no ama, decía san Juan, está muerto.
EUCARISTÍA 1995, 20
23.
TOMAS, EL CREYENTE
Te confesaré, Tomás, que, al pensar en el título de mi glosa de hoy, como tú, he dudado. Un buen título resume el contenido de un escrito. Pues, verás, mis dudas saltaban entre estas cuatro posibilidades:
EL SOLITARIO.--El evangelio resalta que tú «no estabas con ellos cuando llegó Jesús». Pienso que esta frase es una implícita acusación. Es como si dijera que te habías ido a vivir tu fe en «solitario», por libre. Y eso no está bien, Tomás. Es verdad que nuestro seguimiento de Cristo es una opción personal y que también El nos ama en nuestra propia identidad. Pero, claro, sin caer en el individualismo. Por eso hoy la Iglesia trata de superar épocas en las que cada cual buscaba su santificación «en solitario»: «mi» misa, «mis» pobres, «mi» director espiritual. Hoy se nos dice que somos «pueblo de Dios» y que, atendiendo por supuesto a nuestra perfección personal, tenemos que poner el acento en lo «comunitario». Y así, nunca como en nuestros días, se nos ha hecho ver esta vertiente comunitaria de toda la obra del Dios Salvador.
EL PESIMISTA.--También podía haber puesto este título. Dime, Tomas: ¿Por qué te fuiste? Tengo para mí que fue tu desilusión, tu pesimismo, el que te apartó de los demás. Habías puesto tantas esperanzas en aquel líder, por él lo dejasteis todo, que ahora, al comprobar el fracaso de la cruz, se te derrumbaron los castillos. Tú, como los de Emaús, «esperabas que reconstruyera el reino de Israel». Y, en vez de eso, viste que «lo llevaban a la cruz sin que abriera la boca, como un manso cordero». ¡Se te oscureció el sol! Y, como todos los pesimistas, pensaste: «Aquí no hay nada que hacer. Hemos perdido el tiempo». Y te envolvió una nube.
EL INCRÉDULO RACIONALISTA.--Más o menos, así te hemos bautizado todos. Hemos convenido en que tú fuiste, y serás, el prototipo de los empiristas, de los racionalistas. Aunque Pablo, más adelante, dirá que «la fe proviene del oído», a ti no te bastó «oír», de tus compañeros, su testimonio de la resurrección. Ni siquiera te fiabas de tu «vista», ya que también la vista puede sufrir espejismos. Tu exigías «palpar con tus manos», experimentar en tu propio laboratorio: «Si no meto mis manos». En una palabra, tú eras de aquéllos de los que un día dijo Jesús: «Esta generación me pide una señal; pero no se le dará otra que la de Jonás».
EL CREYENTE.--Y aquí, ¡chapeau ante ti, Tomás! Porque, cuando Jesús se acercó a ti y te dijo: «Mete tus dedos en las llagas... y tu mano en mi costado...», te estaba brindando esa señal. Es como si te dijera: «He estado tres días en el vientre de la ballena y aquí me tienes, Tomás».
Y fue entonces cuando tú, empirista empedernido, te entregaste. Y aunque fuiste el último en creer, las palabras tan breves y bellas que entonces pronunciaste --«Señor mío y Dios mío»-- vienen a recoger todas las dudas e incredulidades de una Humanidad abatida, dentro de la cual camino yo, caminamos todos.
Es verdad, como te dijo Jesús, que merecen una singular admiración los «que, sin ver, han creído». Como Noé. Como Abraham... Son almas privilegiadas que nos dan ejemplo. Pero, qué quieres, yo, con mis dudas a cuestas, siento mucho consuelo pensando en ti. Y, a cada paso, en los momentos más aciagos, repito tu bella oración: «Señor mío y Dios mío».
Por eso, jugando a «las cuatro esquinas» con los cuatro títulos que en esta glosa he reseñado, he elegido, al fin, el de «Tomás el creyente».
ELVIRA-1.Págs. 35 s.
24. ME CAES MUY BIEN, TOMAS
A mí, qué quieres que te diga, me caes muy bien Tomás. Quizá sea por la cuenta que me trae, ya que me siento muy retratado en ti. O simplemente porque comprendo las sucesivas etapas de tu actitud.
Ya lo sé desde siempre, y basándonos en las mismas palabras de Jesús, te hemos llamado «el incrédulo». Y nos hemos quedados tan anchos. Pero estoy seguro que el «tono» que empleó Jesús -«no seas incrédulo»-, fue un tono afectuoso, de exquisita amistad, con una gota de ironía. Como si te dijera: «¡Vaya Tomás, te ha tocado sufrir! ¡Lo siento! ¡Ya pasó todo! ¡Ven a mis brazos, incrédulo!» Por eso, me caes bien. Y, lo repito, comprendo todos tus pasos.
Primero.-Tu huida.-El evangelio dice sin explicaciones: «Tomás... no estaba con ellos». ¿Habías huido? ¡Qué va, por Dios, que va! Tú, simplemente, no podías soportar la cháchara de tus compañeros que repetían y repetían: «Y ahora, ¿qué hacemos?» Empezaba a invadirte una agobiante claustrofobia entre aquellas paredes. Y abriste la puerta y... saliste. Sin más. Para llorar a solas. Para seguir dando vueltas en tu cabeza a los recuerdos. Para tratar de reconstruir, sobre el propio terreno, los pasos de Jesús. Para tratar de entender cómo lo pudisteis dejar tan sólo. No. Tú no huiste.
Segundo.-Tu rabia.-Lo tuyo no era falta de fe. Lo tuyo era «rabia». (Y perdona que interprete así tus famosas palabras: «Si no meto mis dedos en las llagas... no creo».) Eso era rabia. Una rabia infinita y terrible. Una gran contrariedad. Y tus palabras fueron como esas pataletas que hacemos todos, cuando todo nos sale mal. ¡Sales un momento a rumiar las cosas con más sosiego, con más intensidad, y ¡zas!, en ese momento aparece Jesús. Y. encima, tus compañeros, como chicos con zapatos nuevos, te pasan la miel por los labios: «¡Hemos visto al maestro! ¡Hemos visto al maestro!» Te descentraste, eso fue todo. Y soltaste todos los disparates que se te ocurrieron. Eso es lo que solemos hacer todos cuando aquello que más queremos presenciar, al fin ocurre, y nosotros... ¡de infantería!
Tercero.-«Señor mío y Dios mío».-Pero lo que de verdad me entusiasma de ti, y me enternece, y me llena de envidia, son las palabras que tú, «estando con ellos», pronunciaste, «a los ocho días»: «Señor mío y Dios mío». Son las palabras de un verdadero creyente. Son la llegada y entrega de alguien que ha recorrido un difícil itinerario de fe. La rendición incondicional de un luchador que se humilla sin condiciones. Son palabras que tienen el mismo carisma que el «Qué quieres, Señor, que haga» de San Pablo o aquellas de San Agustín: «¡Qué tarde te conocí, hermosura siempre antigua y siempre nueva!» Son la oración-síntesis de un alma orante. Porque contienen sobre todo, el reconocimiento de que, sin Jesús, no podemos nada de nada.
«¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!» ¡Qué hermoso ejercicio repetirlas cuando nos hemos pasado de rosca y deseamos volver al buen camino! ¡Qué bello decirlas esas noches que nos sentimos muy cansados y no tenemos ganas de hacer una oración larga! ¡Qué oportuno acudir a ellas cuando necesitamos que se nos eche una mano! ¡O cuando la soledad nos sube por los entresijos del alma envolviendo nuestro corazón en la niebla! ¡Qué gratificante, en fin, pronunciarlas cuando queremos reafirmar nuestra fe en Cristo resucitado!
ELVIRA-1.Págs. 134 s.
25. TOMAS DE CARNE Y HUESO
Estando los discípulos encerrados en una casa, sin abrir puertas ni ventanas, apareció Jesús en medio de ellos y les dijo: «Paz a vosotros». Como Tomás no estaba con ellos, en cuanto llegó, le espetaron entusiasmados: «Hemos visto al Maestro». No quiero ocultar, amigos, que, por lo que tiene de humano, siempre he sido admirador de Tomás y he tratado de comprenderlo. Por eso, aquí presento su pliego de descargo.
1. Hay que ponerse en el lugar de las dos partes. Primeramente, en la de los alborozados apóstoles. ¿Cómo iban a ser capaces de medir sus palabras con una noticia de tal calibre? Con noticias mucho más pequeñas solemos salir por ahí, sacando pecho. Pues, eso: a Tomás le pasaron la miel por los labios con verdadero regodeo. Por eso, es comprensible la actitud de Tomás: «Si no meto mis dedos en las llagas de sus manos, si no meto mis manos en su costado... no lo creo». No era un alarde de incredulidad. Era la pataleta de alguien que renegaba contra su «mala suerte». Como si dijera: «¡Vaya, hombre, cinco minutos que salgo fuera y... entonces tenía que venir!» Sí, era una comprensible rabieta.
2. Lo que sucedió a Tomás nos enseña una cosa. Que la vida suele ser así. Unas veces, «noche oscura del alma». Y otras -«quedéme y olvidéme», como cantaba Juan de la Cruz- «abrazo de abandono en el Amado». Tomás vivió las dos experiencias sucesivamente: la profunda soledad de quien pierde al Señor a quien amaba, y el contacto sensible de la presencia del Resucitado: «Mete tus manos en mi costado, etc...». Es decir, las mayores consolaciones, incluidas las de los sentidos. Nunca debe olvidarlo el cristiano. Porque todas las «pruebas» de nuestro peregrinaje suelen terminar en luminosos amaneceres: «Dentro de un poco no me veréis, pero dentro de otro poco volveréis a verme».
Y 3. A Tomás hay que agradecerle muchas cosas. Porque, a sus dudas y objeciones debemos las más espléndidas aclaraciones de Jesús. Así, cuando Jesús afirmó que sus apóstoles le seguirían a donde él iba, Tomás preguntó ingenuamente: «¿Cómo te seguiremos si no sabemos el camino»? Y es entonces cuando Jesús manifestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Del mismo modo, cuando Jesús, ya resucitado, le invitó a «meter sus manos en su costado», Tomás hizo el más bello acto de fe, la más amplia oración de adoración: «¡Señor mío y Dios mío!» Lo dijo quizá confuso y avergonzado. Pero lo dijo. Tuvo, además, detalles de verdadera voluntad comprometida. Recordad: cuando Jesús anunció que iba a Jerusalén a morir, Tomás se adelantó en un gesto que le honra: «Vayamos también nosotros y muramos con El».
Con que, no me condenéis a Tomas, por favor, amigos. Tratádmelo siempre bien. El era simplemente un hombre de «carne y hueso». Y como no quería ni pensar que el Jesús que habían visto los apóstoles fuera un fantasma, es decir, alguien «que no tiene carne ni huesos», por eso precisamente exigía «meter los dedos en las llagas de las manos y la mano en el costado de Jesús». Era como si hubiera dicho: «Dentro de tus llagas, escóndeme y mándame ir a ti».
Y mirad el detalle. Mientras a la Magdalena Jesús le dijo: «No quieras tocarme, porque aún no he subido a mi Padre», a Tomás, sí. A Tomás le dijo: «Mete tus manos, Tomás, en mi costado». Y, seguramente, tirándole suavemente de las orejas, le añadió: «Y no seas incrédulo, sino creyente».
ELVIRA-1.Págs. 216 s.
26.
Frase evangélica: «No seas incrédulo, sino creyente»
Tema de predicación: LAS DUDAS DE FE
1. El capítulo 20 de Juan describe la experiencia pascual de los discípulos el «primer día de la semana», tanto «por la mañana» (de la búsqueda al encuentro) como «ya anochecido» (de la obcecación al reconocimiento). Juan muestra dos figuras de creyentes que siguen procesos distintos: la Magdalena y Tomás. Una mujer y un hombre representan a quienes acceden con dificultad a la fe en el Resucitado a lo largo de un proceso. Ambos quieren tocar y ambos se basan en sentimientos, pero, en definitiva, quieren creer. María Magdalena llora, busca el cadáver, ve el sepulcro vacío..., pero al final reconoce la voz de Cristo, o la Palabra de Dios, y da testimonio; Tomás se ha aislado de la comunidad, duda, es obcecado, necesita palpar, no percibe los signos de la nueva vida que se manifiesta, busca a Jesús como reliquia de un pasado..., pero en última instancia reconoce en Jesús al Cristo pascual.
2. Los discípulos están «con las puertas cerradas», inseguros, llenos de «miedo». Todavía se encuentran de noche, en la esclavitud. No les ha llegado el día ni la fuerza para manifestarse. Jesús les infunde el Espíritu (nueva Creación) y les da el saludo de paz junto a la actitud de perdón. La nueva comunidad se cimienta con espíritu de Dios, paz y reconciliación. Cuando Jesús repite el saludo de paz, añade la invitación a la misión. Estamos en el «primer día», al anochecer, cuando la comunidad cristiana primitiva celebraba la eucaristía. Este relato muestra el proceso de transformación o de conversión de Tomás, que representa a los catecúmenos y candidatos a ser miembros de la comunidad. Son los nuevos cristianos que han creído «sin haber visto», que poseen la vida en el nombre de Jesús.
3. El proceso de la fe comienza por verificar la realidad humana o la realidad de Dios en la humanidad: las heridas corporales de los que sufren y las losas de los muertos. Resulta difícil creer, a causa de la indiferencia o la incredulidad que nos rodean. Ante lo cual, no nos resignamos, e intentamos pensar por nuestra cuenta o dialogar con alguien que tenga experiencia. En el fondo, hay siempre esperanza de vida, que se comprueba en ciertos signos de los tiempos. Jesucristo no es una reliquia del pasado, sino el que siempre está vivo, en presente y en futuro. Tres requisitos son indispensables para creer: escuchar la palabra de Dios (habla de muchas maneras), dar primacía al testimonio (hay militantes incansables) y formar parte de la comunidad (en su centro está el Señor). Frente a la vieja creación llena de muerte, está la nueva creación repleta de Espíritu y de vida.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Estamos en proceso de madurar nuestra fe?
¿Mostramos en nuestras vidas los signos de Jesús?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 266 s.
27.
Frase evangélica: «Dichosos los que crean sin haber visto»
Tema de predicación: LA FE PERSONAL
1. En las Escrituras, «ver» significa advertir, percatarse, experimentar o conocer. En san Juan equivale a descubrir la revelación de Dios. Con visión de fe se contempla la gloria de Dios, el reino de Dios y la liberación del ser humano. Ver a Dios es una de las supremas aspiraciones de toda persona religiosa. En todo caso, ver es para todo ser vivo algo fundamental. Ver a Jesucristo es para el creyente encuentro existencial con el Señor. Más aún, Jesús espera que se crea sin haber visto.
2. Es evidente que Dios ve y que lo ve todo, pero el ser humano no puede ver a Dios, porque es pecador. Ciertamente, Dios se manifiesta en diversas epifanías y mediante signos, aunque es un «Dios escondido» al que sólo se puede contemplar con fe. Se le conoce escuchando sus palabras y poniéndolas en práctica. Solamente en la parusía se podrá contemplar a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12). Entonces «todos lo verán con sus ojos» (Ap 1,7). Los limpios de corazón verán a Dios (Mt 5,8).
3. Dios se ha hecho visible en Jesucristo por la encarnación. Pero, así como muchos lo vieron físicamente y no todos lo reconocieron, así también sucede hoy: muchos pueden imaginarlo revestido de humanidad, pero no llegan a reconocerlo, por ausencia de fe. Cristo resucitado y glorioso es invisible; se revela en los signos; se aparece, se deja ver. Los relatos pascuales muestran que el Resucitado es «reconocido» por su modo de actuar. Describen encuentros que llevan a la fe, al testimonio, al compromiso, a la misión.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué señales de Jesucristo vemos hoy?
¿Por qué nos resistimos a reconocer a Dios?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 119 s.
28.
-En el centro de la vida
Hoy se nos proclama la presencia de Jesús en medio de sus discípulos. «Se puso en medio.» Es una palabra significativa. Cristo no está en los laterales contemplando la vida como un espectador, desde fuera o desde arriba. Cristo está en el centro de nuestra vida y de nuestra historia. Está en el centro del corazón. Está en el centro de nuestro dolor, de nuestra alegría y nuestra esperanza. Está en el centro de la reunión y la comunidad. Cuando dos o tres se reúnen en su nombre, El está ahí, en medio. Cuando dos o tres trabajan en su nombre, o luchan en su nombre, o sufren en su nombre, El está ahí, en medio.
-Recibid el Espíritu Santo
La Pascua anticipa Pentecostés, es ya Pentecostés. También en la Pascua hay una efusión del Espíritu. También en la Pascua hay una transformación espiritual de los discípulos. Pasaron de la tristeza a la alegría, del miedo a la fortaleza, del individualismo a la comunidad, del pecado a la santidad, de la muerte a la vida. Son frutos del Espíritu Santo.
Pensando sacramentalmente, hoy diríamos que no hay que esperar a la confirmación para recibir el Espíritu Santo. En el bautismo, que se refiere directamente al misterio pascual, también se recibe el Espíritu.
-Exhaló su aliento
El gesto de Jesús es realmente impresionante. Al ver a los discípulos mortecinos, exhala su aliento sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo.» Este gesto recuerda el aliento de Dios Creador sobre el cuerpo del hombre. Es un gesto vivificante, un gesto pascual. El aliento de Jesús sobre los discípulos alude a una donación de la vida íntima de Jesús. Quiere decir que el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús, la fuerza de Jesús, la animación de Jesús, como el alma de Jesús. Al darles el Espíritu Santo, se está dando a sí mismo, les está dando lo mejor de sí mismo, es una autodonación. Jesús resucitado les hace partícipes de su vida nueva, a través de su Espíritu. Jesús resucitado les hace resucitar, les recrea y les enriquece en el Espíritu. No viváis ya vuestra vida, vivid la mía. «Cristo, vida nuestra.»
También Jesús hoy, en la Pascua, está aquí en medio de nosotros y exhala su aliento sobre nosotros. Nos parecemos a aquellos discípulos por las dudas y los miedos. Pero el Resucitado nos hace partícipes de su energía divina liberadora. De nuestra celebración hemos de salir resucitados, con la luz en las manos para comunicarla, convertidos en antorchas vivas de Pascua.
-La cultura del perdón
Al recibir el Espíritu se nos perdonan los pecados, porque El es santidad. Donde hay Espíritu no puede haber pecado, como no puede haber tinieblas donde hay luz. Donde hay Espíritu no puede haber esclavitud, porque El es libertad. Donde hay Espíritu no puede haber enemistad, porque El es amor.
La vida resucitada de Cristo, la del Espíritu, es vida nueva, porque lo viejo, el pecado, ya quedó en el sepulcro. Ya no necesitamos sacrificios por el pecado, porque Cristo es el Cordero que quita el pecado del mundo. Cristo es el perdón de los pecados, reconciliación viva, fuente permanente de perdón y purificación. Su Espíritu es el sello de gracia y fuego de este perdón y esta reconciliación. Por eso, si te sientes con pecado, invoca a Jesús resucitado, para que aliente su Espíritu sobre ti.
Los apóstoles recibieron no sólo el perdón de sus pecados, sino el poder de perdonar a los demás. Y, prescindiendo de la dimensión sacramental, todo el que es perdonado y recibe el Espíritu Santo se capacita para perdonar a los demás. Si te perdonan diez mil talentos, ¿no vas a ser capaz de perdonar cien denarios? Estamos necesitados de que nos miremos unos a otros con misericordia y comprensión. Necesitamos una cultura en la que prevalezca el perdón sobre la esperanza, el olvido sobre el rencor, la reconciliación sobre la división, la paz sobre la guerra, la compresión sobre la intolerancia, la acogida sobre el rechazo, el amor sobre el egoísmo. Necesitamos vivir y contagiar la cultura del perdón. Es flor de Pascua y fruto del Espíritu.
CARITAS
29.
Una historia siempre actual: "Hoy es el dia... "
A los ocho dias, y desde entonces cada ocho dias, el Señor se aparece en medio de la comunidad reunida en su nombre. Hoy también. Hoy, como en aquellos primeros domingos, él nos da la paz y el Espiritu Santo. Y nosotros nos alegramos. Y él nos envía. Pensemos un poco en este "hoy". ¿Realmente, vivimos también nosotros la experiencia de los apóstoles y de los primeros cristianos?
El Espíritu que el Señor nos da nos hace miembros de su Cuerpo
El Espiritu que el Señor nos da en su resurrección nos hace miembros de su Cuerpo. A pesar de que muchas veces para venir a misa hemos de hacer un esfuerzo para vencer otras llamadas que nos atraen, también es cierto que no estamos aquí porque queremos, sino porque el Espíritu Santo nos constituye en el Cuerpo de Cristo.
No somos un grupo de gente con buena voluntad que constituimos una asociación con finalidades benéficas. Nuestro compromiso, el esfuerzo que a veces hemos de hacer, es una respuesta a la convocatoria que él nos hace. Y es él mismo quien pone las bases de cómo ha de ser nuestro "grupo" y las "finalidades" que tiene. En la Palabra que hemos escuchado encontramos algunas pinceladas importantes de cómo es el grupo que él forma, la Iglesia, y de qué finalidades tiene: "hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo", "se reunían de común acuerdo", "estaban (reunidos) en una casa", "y todos (los enfermos) se curaban", "los pecados quedarán perdonados...". Sólo con estas pinceladas nos basta para revisar nuestra comunidad, percatándonos de que, en verdad, somos el cuerpo de Cristo porque nos mueve el Espíritu Santo; y para revisar y corregir aquellos aspectos en los que descubrimos que pretendemos anteponernos a él.
La presencia del Señor nos alegra
Afirma el evangelio que "los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor". Este fruto de la muerte y resurrección de Jesucristo, que consiste en su presencia en medio de nosotros, es la fuente de nuestra alegría. Así lo podemos afirmar, y puede ser motivo de revisión. Lo afirmamos porque tenemos el testimonio de muchos cristianos, también de nuestra comunidad, que reconocen la presencia del Señor y viven en su presencia. Son testimonios de ayuda mutua, de servicio, de compromiso con los pobres y los enfermos, de oración serena y sincera ... Podríamos citar entre todos muchos nombres. Y nos daríamos cuenta de que en estas personas que han "visto" al Señor hay una auténtica alegría.
Pero, al mismo tiempo que lo afirmamos, podemos preguntarnos si vivimos de la alegría de la Pascua del Señor. Demasiadas veces los cristianos no somos testigos de esa alegría. Por supuesto, no se trata de vivir "alegremente", con una ingenuidad falsa que nos obligue a decir que todo es maravilloso. Para muchos la vida es dura. Dureza que se manifiesta muy a menudo en el rostro de muchas personas. Y no puede ser de otra manera. Pero también es cierto que muchas veces ponemos caras largas entre nosotros mismos. Por ejemplo, antes de comulgar parece que nos demos la paz a la fuerza, y no como el Señor la dio a sus apóstoles reunidos, llenándolos de alegría. Y al hablar de la Iglesia ¡qué palabras salen de nuestra boca!
Dejemos que el Señor, hoy, como aquel primer domingo, nos llene de alegría también a nosotros. Acojamos a manos llenas su presencia. Pidámosle un poco de novedad, que nos haga participar de su Pascua, que, no lo olvidemos, es pasar de muerte a resurrección, paso de la muerte a la vida.
Confiándonos su paz y su Espíritu Santo, nos envía el Señor
Finalmente, el Espíritu Santo nos convierte en enviados. Jesús nos envía. Quizás con las manos vacías y sin bolsa. Pero con el corazón a rebosar de su paz y de su Espiritu Santo. Este, el Espíritu Santo, es quien nos convierte en enviados. Esto es, la condición de enviado es una manera de ser propia de aquella persona que ha recibido el Espíritu Santo por el bautismo y la confirmación. Somos enviados en el Enviado del Padre. Así, como los apóstoles y aquellos primeros cristianos, también nosotros podremos llevar a cabo la vida del mismo Señor, que continúa viviendo "en medio del pueblo" al que tanto ama.
No en vano el libro de los Hechos de los Apóstoles va narrando la vida de los primeros cristianos en términos muy parecidos a las narraciones que los evangelios nos hacen del mismo Jesús. Por ejemplo, cuando hoy nos dice que "la gente sacaba a los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno", nos recuerda aquellos pasajes del evangelio en los que se nos dice que "la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos". La Iglesia, movida por el Espíritu Santo recibido, es el Cuerpo de Cristo, es enviada a continuar la obra del Padre. ¿Lo creemos esto? ¿Nos creemos, de verdad, que hemos recibido un mensaje que puede interesar a la gente?
EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 6, 23-24
30.
UN HOMBRE MODERNO
Vivimos en Pascua, es decir, en el gozoso clima litúrgico de la Resurrección de Cristo. resurrección proclamada luminosamente por la Iglesia -recordemos la liturgia del fuego nuevo en la noche santa que culmina con el cirio pascual- y testimoniada desde las orillas de la fe por millones de creyentes cristianos.
El evangelio del segundo domingo plantea cuestiones apasionantes como la experiencia común del Resucitado, protagonizada por el grupo de los discípulos. Protagonizada por el shalón, la paz, como don y señal del Resucitado. Protagonizada también por la relación directa e inmediata entre la experiencia del Resucitado y la misión, por la transmisión del Espiritu Santo, por la silueta y la actitud de Tomás, por su confesión ardiente; y por último, esa nueva y radiante bienaventuranza para los que tienen fe sin haber visto. Cada fotograma trae de la mano un hermoso mensaje.
La experiencia común del Resucitado constituye en las primeras comunidades el pilar básico que sustentaba la fe de los cristianos. Y nos invita, en el camino de esa fe, a fiarnos del testimonio y de la experiencia de los otros.
Creer sólo lo que uno experimenta nos sumiría en una gran ignorancia y haría imposible la convivencia. El Shalom, la paz, introduce una novedad histórica y no tiene nada que ver con el poder y la dominación. La misión es consecuencia lógica de la experiencia del Resucitado en su vida. Inmediatamente se siente enviado a testimoniarla, a transmitirla. Al igual que la experiencia del Resucitado y la vivencia del Espiritu son inseparables. Pero quizás la figura de Tomás en este evangelio, atraiga con más fuerza. Ahí está. Aparentemente arrogante, en el desafío de imponer su criterio y su personalidad. Tomás es la imagen de un hombre moderno que quiere ver para creer. Y no sólo ver sino también tocar y palpar las llagas, por si acaso se trata de una alucinación.
Tomás es el símbolo de todos los discípulos de Jesús que a lo largo de los tiempos no tendrán una experiencia directa del Resucitado, y que, para poder afianzar su fe tendrán que confiar en el testimonio de aquellos que lo vivieron.
La duda ya estaba presente desde el comienzo, en los primeros cristianos. Por eso las plabras del Resucitado para Tomás: "No seas desconfiado, ten fe", están dirigidas a todos y cada uno de nosotros que constantemente nos enfrentamos a la duda de no haber tenido el privilegio de experimentar en primera mano al Resucitado.
En nuestros días se ha puesto de moda considerar la "duda" como un componente esencial de la fe.
Sin embargo, nada hay más contrario al evangelio. Constantemente, Jesús reclama una fe total. Y coloca esa espléndida bienaventuranza, pensada para los que tenemos fe gracias al testimonio de los apóstoles, transmitido de generación en generación: «Dichosos los que crean sin haber visto». Es como si Jesús nos felicitara a cada uno por haber creído, sin necesidad de ver y tocar.
ANTONIO
GIL
ABC/DIARIO
Sábado 18-4-98. pág. 41
31.
A los ocho días, llegó Jesús.
Jesús ha Resucitado. Esta es la gran verdad de la fe. Cualquier persona que se
declare cristiana tendrá en el centro de su corazón y de su vida la experiencia
del resucitado. Para los creyentes tener la presencia de la resurrección es algo
así como la luz del sol que cada día nos acaricia con sus rayos...
Pero, ¿Qué ocurre con los alejados o con los débiles en la fe? ¿Qué pasa con
esas personas que han oído hablar de la resurrección de Jesús, pero nunca la han
experimentado? ¿Qué hacer con esos hermanos cuya fe se detuvo sólo en los miedos
posteriores de la cruz?
El Evangelio de hoy trae a mi mente una frase que quiere dar sentido a esta
experiencia del Resucitado: "sus heridas nos han curado..." Normalmente cuando
tenemos heridas los que tenemos que sanar somos nosotros por nuestra parte. En
Jesús sus heridas fueron nuestra salud. Los cristianos debemos de meditar esto
día y noche. Las heridas que sufrió Jesús me están curando...
Jesús se aparece a los Apóstoles el mismo día de su vuelta a la vida. Las
experiencias de la vida por muy fuertes que sean, han de ayudarnos a comprender
que el Resucitado está tan cerca de mí que puedo sentirle en el momento preciso
de mis sufrimientos. Hay veces que prometemos a los demás que el futuro que Dios
nos ofrecerá será mejor y nos olvidamos que el futuro de Dios se llama "hoy"
para los que en esta vida intentamos seguirle. ¿Dónde está el Resucitado hoy? En
tu vida, en tus dolores, en tus esperanzas. Llegó, resucitó y acudió a los
suyos. Una y otra vez llega Jesús a nuestra vida como las olas en la orilla del
mar, lo que ocurre es que nuestra mirada muchas veces no está llena de
admiración sino de dudas y desconfianzas.
Faltaba un discípulos, Tomás, el que no cree las cosas grandes de Dios con
facilidad. Tomás es el mundo de hoy que pide pruebas y certezas. Son tan grandes
las pruebas que piden que sólo Dios puede darlas con su resurrección.
Pedimos muchas pruebas a Dios cuando en realidad nosotros mismos somos un
misterio para nosotros, e incluso para los demás. Sólo para Dios no somos un
misterio. Dios sabe lo que habita en nuestro corazón y sabe dar la respuesta
adecuada en el momento adecuado. Dios sabe de nuestras muertes y resurrecciones,
de nuestras cobardías, grandezas y miserias. Él sabe del barro del que estamos
hechos. Vivir en cristiano es sintonizar nuestra vida con el ritmo de Dios, sólo
así la vida nos dará respuestas.
Meter los dedos en las heridas de Jesús es entrar en su interioridad, descubrir
sus dolores y su entrega por nosotros. ¿No vivimos muchas veces una fe
epidérmica que no nos transforma? Entrar en el interior de Cristo es sentir como
Él.
Nuestra vida está llena de pecados y errores que se multiplican en la medida que
nos alejamos de Dios. No es extraño por tanto que en este texto de la aparición
de Jesús aparezca la referencia al Espíritu Santo y al perdón de los pecados.
Aceptar el Espíritu Santo es aceptar la presencia de Dios en mi vida, y cuando
una persona está con Dios y en Dios, el pecado tiene muy poco protagonismo en su
existencia.
Tomás pedía pruebas vitales. Necesitaba ver, tocar, sentir, palpar la presencia
del supuesto resucitado. La evangelización no es otra cosa que ofrecer a los
demás esta experiencia sensible de Jesús. Creer es ver, tocar, sentir a Cristo.
La crisis del apóstol era de fe más que de razonamientos.
Cuando llevamos un camino en dirección al resucitado las dudas son cada vez
menos. Hay personas que sufren interiormente porque sus dudas no le dejan
confiar ni en nadie ni en sí mismos. ¿Qué necesita una persona sin fe para
sentir la presencia del Resucitado? Me da la impresión que tiene que empezar por
el principio; ir una y otra vez de Belén a la Cruz y al Domingo de Resurrección
con admiración y respeto. Cuando metamos nuestros dedos en las heridas de Cristo
no le produce dolor sino amor, un amor que convierte el corazón de quien se
acerca a Él.
* * *
¿Qué experiencias tienes del resucitado en tu vida diaria?
¿Cómo podemos transmitir la experiencia del resucitado a los que nos rodean?
¿Tienes dudas en tu vida de fe? ¿Por qué? ¿Cómo puedes superarlas?
¿Qué significa vitalmente para ti la frase:"sus heridas nos han curado"?
¿Qué ha cambiado Jesús resucitado en tu vida?
32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentario general
HECHOS 2, 42-47:
Es un cuadro encantador de la Iglesia naciente: La Iglesia Madre de Jerusalén.
San Lucas deja constancia de estos rasgos que distinguen desde el principio a la
Iglesia de Cristo:
— Ocupaciones: «Se entregaban con asiduidad a recibir la instrucción de los
Apóstoles, a la mutua ayuda, a la fracción del pan, a la oración» (42). Palpita
fuerte el Espíritu de Pentecostés: Luz de la predicación y de la oración. Fuego
de Eucaristía y de caridad.
— Vínculo: El rasgo más radiante de la Iglesia naciente es la Unidad. Unidad que
radica en la presencia integradora y dinámica de Cristo. Unidad que llega hasta
la comunidad de bolsa y de bienes. Es que a más del Bautismo y de la fe que los
hermana, celebran en clima de paz y júbilo el Sacramento-Banquete (46), signo y
vínculo, fuente y hogar de la caridad y unidad.
— Expansión: Este testimonio viviente era también un mensaje viviente del
Evangelio. De ahí el dinamismo expansivo de aquella primera Comunidad, célula
primera del organismo que hoy llamamos Iglesia Católica. La frase que usa San
Lucas para expresar el crecimiento de la Iglesia señala primero un desarrollo
interior y luego una expansión exterior. No podemos nunca cambiar los términos
de esta ley vital. El corazón de la Iglesia debe latir cada día más vigoroso; el
Espíritu Santo debe inundarla de creciente luz, vigor y caridad. Con esto, la
expansión geográfica o masiva no debe nunca satisfacernos si queda depauperada
la vida interior; si sólo tenemos cristianos de nombre. La Iglesia debe
vigorizarse y dilatarse. Esta segunda función depende de la primera. Y la
expansión sana es el signo de un sano vigor interno: La Eucaristía, Sacramento
Pascual, asegura la unidad y vitalidad de la Iglesia: Offerimus praeclarae
Majestati tuae: Hostiam puram, Panem sanctum vitae aeternae et calicem salutis
perpetuae (Prex Euc I).
1 PEDRO 1, 3-9:
En la Carta de Pedro se entremezclan la doctrina y la exhortación. En el
presente pasaje nos propone el plan salvífico de Dios. Pedro lo expone a la luz
del misterio Trinitario:
— Los expositores consideran los vv 3-12 como un himno de la Liturgia bautismal.
Y contiene la confesión de fe en el misterio Trinitario. En la obra Salvífica
vemos la Obra de la Trinidad: Obra del Padre, cuya misericordia y bondad es la
razón última de nuestra elección y salvación. Obra del Hijo que se encarna,
sufre, muere y resucita por nuestra Redención (3-5). Obra del Espíritu Santo,
que la preparó iluminando a los Profetas y la actualiza con los raudales de luz
y de gracia que nos da mediante la predicación y los sacramentos (10-13).
— Esta Obra que Pablo llama: «Nueva creación» (2 Cor 5, 17), Pedro la llama:
«Regeneración» (3): Renacemos a una vida nueva; vida que es «Herencia
incorruptible, incontaminada, perennemente lozana» (4). En la segunda Carta de
Pedro se nos dice que esta vida nueva «nos hace partícipes de la naturaleza
divina» (2 Pe 1, 4). Tanto, que en virtud de ella nos llamamos y somos hijos de
Dios, herederos de Dios (Rom 8, 17).
— Esta nueva vida tiene sus leyes de nacimiento, progreso y madurez. Nacemos a
ella por el Bautismo y la fe (5). En el crisol de las pruebas se vigoriza.
Sometido a prueba el cristiano responde con esperanza jubilosa (6) y caridad
ferviente (7). Y el amor de Cristo, a prueba de persecuciones, se torna más
firme y fiel (8). Con ello la vida del cristiano se dispone al premio. Lo espera
«con gozo inefable y radiante de gloria» (8); gozo que nunca se nubla; gozo que
nos prepara la Salvación consumada: «Dignos de alabanza, gloria y honor en el
Advenimiento de Jesucristo» (9): Quia mors nostra est ejus morte redempta, et in
ejus resurrectione vita omnium resurrexit. (Praef.).
JUAN 20. 19-31:
Nos narra el Evangelista los regalos que nos trae el Resucitado:
— Los Profetas nos los tenían prenunciados para la Era Mesiánica (1 Ped 1, 11),
pero Cristo nos los trae con una riqueza y esplendidez que supera toda
previsión. De entre estos regalos notemos con el Evangelista: a) La Paz. La Paz
para un semita significaba todo bien y toda dicha. Ahora es la Paz Mesiánica:
«La paz os dejo; mi paz os doy. No es cual la del mundo la que Yo doy» (Jn 14,
27). b) El Gozo, Gozo Mesiánico que inundará a la Iglesia y a los fieles aun en
medio de las persecuciones: «Mi gozo estará en vosotros y vuestro gozo será
colmado» (Jn 15, 11). c) El Espíritu Santo: El «soplo» de Dios (Gen 2, 7) animó
al Adán primero. El «soplo» del Resucitado nos transfiere la vida del Adán
Nuevo. Cristo nos hace partícipes de su Vida y Filiación. d) El perdón de los
pecados. El Resucitado, que los ha expiado todos (Jer 31, 34; Ez 37, 9), deja a
su Iglesia el poder de perdonarlos todos.
— El Resucitado constituye a los «Doce» sucesores de su Obra y de su misión; y
les otorga su autoridad y poderes (21-22): Perdonar pecados. Dar paz y gozo. Dar
Espíritu Santo. Dar vida divina a las almas: A cuantos se adhieren a Cristo por
la fe.
— La Iglesia guarda como su mejor fórmula de fe la que Tomás, vuelto al redil,
expresa con estas palabras vibrantes de Gozo Pascual: « ¡Señor mío y Dios mío!»
(28).
— Profesemos y afirmemos esta fe en el Resucitado: Per quem in aeternam vitam
filii lucís oriuntur et fidelibus regni caelestia atria reserantur. (Praef.)
— Cuantos han tenido experiencia sobrenatural de la Resurrección se convierten
en testigos y mensajeros. La fe es un don a compartir, una llama que debe
prender en todos los corazones. Magdalena (Jn 20, 17; Mt 28, 10) y los apóstoles
pasearán por el mundo esta radiante luz. Luz que en el corazón de los cristianos
es gozo y paz; es «Gracia» de Dios, pregusto de la «Gloria»; y en sus labios es
el «Aleluya» Pascual que hace de la Peregrinación aval seguro y anticipo
jubiloso de la Patria.
— En la celebración de la Resurrección de Cristo celebramos nuestra propia
resurrección (Rom 6, 1-11). La del pecado a la gracia que ya gozamos al
presente; la de la muerte a la vida, que los sacramentos ahora nos prometen, nos
preparan y nos garantizan.
(José Ma. Solé Roma,O. M. F., Ministro de la palabra, ciclo A, Ed. Herder,
Barcelona1979, pags 109-112)
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SANTO TOMAS DE AQUINO
La misericordia
Santo Tomás no trata expresamente de la misericordia de Jesucristo, manifiesta a
través de las parábolas del evangelio de hoy, llamadas de la misericordia. No
obstante, las ideas del Angélico sobre la virtud de la misericordia en general y
sobre la misericordia de Dios en particular serán muy útiles para la mejor
explicación de las parábolas referidas.
A) La virtud de la misericordia
a) LA MISERICORDIA ES COMPASIÓN DE LA MISERIA AJENA
"Según dice San Agustín (Cf. De civ. Dei 9,5: PL 41,261), "la misericordia es la
compasión que experimenta nuestro corazón por las miserias ajenas, y que nos
compele a socorrerlas si podemos". Llamase misericordia porque uno tiene el
corazón afligido (cor miserum) por la miseria de otro" (2-2 q.30 a.1 c).
1. Por eso, a mayor miseria, mayor misericordia
"La miseria es opuesta a la felicidad. Ahora bien, se incluye en la razón de
beatitud o felicidad el que uno goce de aquello que quiere.., y, por el
contrario, a la miseria pertenece el que uno sufra lo que no quiere. Esto
supuesto, el hombre puede querer una cosa de tres modos:
1.° Con apetito natural, y así es como todos los hombres quieren existir y
vivir.
2." El hombre quiere algo por elección después de cierta premeditación. ,
3.° Puede querer algo no en sí mismo, sino en su causa; como el que quiere cosas
nocivas, decimos en cierto modo que quiere enfermar.
Lo que nos mueve, pues, a compasión pertenece en cierta manera a la miseria:
1.° Respecto de aquello que contraría al apetito natural de la voluntad, como
son los males corruptivos y que contristan, cuyos contrarios apetecen los
hombres naturalmente‑
2.° Estos males excitan más la misericordia si son contrarios a la voluntad de
elección, por cuya razón dice el Filósofo que "aquellos males son miserables que
reconocen por causa la fortuna. v. gr., cuando procede algún mal de donde se
esperaba un bien" (Cf. Rhet. II 8,10: Bk 1386a5).
3.° Son todavía más miserables si son totalmente contrarios a la voluntad, como
si a uno que ha hecho o siempre el bien le sobrevienen males. Por esto dice el
Filósofo que "la misericordia se excita principalmente con los males del que los
sufre sin merecerlos" (Cf. Rhet. III 8,16: Bk 1386 b2) (2-2 q.30 a.1 c).
2. Las señales de los males son también objeto de la misericordia
"Así como de la esperanza y memoria de los bienes se sigue la delectación,
igualmente de la esperanza y del recuerdo de los males síguese la tristeza, no
tan vehemente, sin embargo, como la tristeza provocada por el sentimiento de los
males presentes. Por lo cual, los signos de los males. en cuanto nos representan
los males miserables como presentes, nos mueven a compasión" (Cf. Ibíd., ad 3).
b) EL MISERICORDIOSO CONSIDERA LA MISERIA AJENA COMO PROPIA
1. El hecho
"Siendo la misericordia la compasión de la miseria ajena, como se ha dicho
(a.1), resulta de esto que uno es misericordioso en cuanto se duele de la
miseria ajena; y, puesto que la tristeza o el dolor se refieren al mal propio de
uno mismo, en tanto uno se entristece o duele de la miseria ajena en cuanto la
considera suya" (2-2 q.30 a.2 e).
2. "Esto sucede de dos modos"
"Según la unión afectiva, lo cual se efectúa por el amor, porque el que ama
reputa al amigo como a sí mismo y el mal de éste como propio, y por eso se
conduele del mal del amigo como del suyo. De aquí es que Aristóteles (Cf. Ethic.
IX 4.1: Bk 1166a7) coloca entre los otros signos de las amistades el condolerse
con el amigo; y el Apóstol dice (Rom. 12,15) : Gozaos con los que gozan, llorad
con los que lloran.
Y según la unión real, por ejemplo, cuando el mal de algunos está próximo a
pasar de ellos a nosotros. y nos esto dice el Filósofo (Cf. Rhet. II 8,2: Bk
1385b13) que "los hombres se compadecen de aquellos que les están unidos y se
les asemejan, porque de aquí les proviene la idea de que pueden sufrir análogos
males" (Ibíd..).
3. La misericordia no se refiere ni a si mismo ni a los nuestros
"Como la misericordia es la compasión de la miseria de otro, propiamente se
refiere a éste y no a sí mismo. sino según cierta semejanza... Luego, así como
la misericordia no se refiere propiamente a sí mismo, sino que es el dolor el
que se refiere a uno mismo, v. gr., cuando experimentamos un sufrimiento cruel,
de igual modo. si algunas personas nos están tan unidas que sean como algo
nuestro, como hijos o padres, no tenemos misericordia de sus males. sino que nos
dolemos de ellos como de las heridas propias, y, según esto, dice el Filósofo
que "lo cruel es incompatible con la compasión" (Cf. Rhet. II 8,2: Bk 1385b13)
(2-2 q.30 a.1 ad 2).
e) MISERICORDIA HACIA LOS PECADORES
"Es esencial a la culpa ser voluntaria; y en tal concepto no es digna de
compasión, sino más bien de castigo. Pero, como la culpa puede ser de algún modo
pena por incluir algo que contraría a la voluntad del que peca, desde este punto
de vista puede tener razón de compasión. Y, según esto, tenemos misericordia y
nos compadecemos de los pecadores, como dice San Gregorio (Cf. 1.2 Horn. 34 in
Evang.: PL 76, 1246) que la "verdadera justicia no tiene indignación (es decir,
contra los pecadores), sino compasión"; y (Mt. 9,36): Viendo Jesús aquellas
gentes, se compadeció de ellas, por que estaban fatigadas y decaídas, como
ovejas que no tienen pastor" (2-2 q.30 a.1 ad 1).
1. Los ancianos y débiles son más misericordiosos
"Los ancianos y prudentes, que consideran que pueden caer en males, son más
misericordiosos, como también los débiles y tímidos; y, por el contrario, los
que se consideran felices y tan poderosos que juzgan no les puede sobrevenir mal
alguno, no son tan compasivos" (2-2 q.30 a.2 c).
2. Irascibles y soberbios no son misericordiosos
1: Ira y misericordia
"Los que se hallan en una disposición injuriosa, ya porque han sufrido una
injuria o porque quieren inferirla, son provocados a la ira y a la audacia, que
son pasiones viriles excitadoras del ánimo del hombre a cosas arduas; por lo
cual les hacen no pensar en los males que les pueden ocurrir en lo futuro. Así
que los tales, mientras permanecen en esta disposición, no se compadecen, según
aquello (Prov. 27,4) : La ira no tiene misericordia, ni el furor que estalla"
(2-2 q.30 a.2 ad 3).
2. Soberbia y misericordia
"Los soberbios no son compasivos, pues desprecian a los otros y los reputan
malos; por lo cual los juzgan dignos de sufrir los males que experimentan; y de
aquí San Gregorio dice también que "la falsa justicia, es decir, la de los
soberbios, no tiene compasión, sino desdén" (Cf. 1.2 Horn. 34 in Evang.: PL
76,1246) (2-2 q.30 a.2 ad 3).
d) LA MISERICORDIA ES VIRTUD
"La misericordia implica el dolor de la miseria ajena. Este dolor puede
designar, por un lado, el movimiento del apetito sensitivo. Según esto, la
misericordia es pasión y no virtud. Puede designar, por otro lado, el apetito
intelectivo, en cuanto que a uno desagrada el mal de otro. Este movimiento puede
ser regulado según la razón; y puede regularse a su vez el apetito inferior
según el movimiento racional. Por lo cual dice San Agustín que "este movimiento
del ánimo (la misericordia) sirve a la razón cuando le inspira la misericordia,
de modo que se conserve la justicia, ya sea socorriendo al necesitado, ya
perdonando al penitente" (Cf. De civ. Dei 9: PL 41,260). Y, puesto que la razón
de la virtud humana consiste en que el movimiento del acto sea regulado por la
razón, como resulta de lo expuesto (Cf. 1-2 q.60 a.4 y 5), síguese que la
misericordia es virtud" (2-2 q.30 a.3 c).
1. Es virtud moral
"La misericordia, en cuanto que es virtud, es una virtud moral, que tiene por
objeto las pasiones; y se reduce a aquella medianía que se llama némesis, porque
"proceden de la misma disposición moral", como dice Aristóteles (Cf. Rhet. II
9,1: Bk 1386b9). Mas estas medianías no las establece el Filósofo como virtudes,
sino como pasiones,
porque aun en este concepto son laudables. Nada impide, sin embargo, que
provengan de un hábito electivo, y en tal concepto asumen la naturaleza de
virtud" (2-2 q.30 a.3 ad 4).
2. La más excelente de todas las virtudes en sí misma considerada
"Una virtud puede ser la mayor de todas en dos conceptos: Primero, en sí misma,
y en segundo lugar, por comparación al que la tiene. En sí misma, la
misericordia es la mayor de las virtudes; porque pertenece a ella difundirse a
los demás y (lo que es más) sobrellevar sus defectos, y esto es propio de una
virtud superior. Así que la misericordia es propia de Dios, y por ella, sobre
todo, se dice que manifiesta su omnipotencia" (2-2 q.30 a.4 c).
e) CARIDAD Y MISERICORDIA
1. En Dios es la virtud mayor; en nosotros, la caridad es más excelente que la
misericordia
"Respecto del que tiene, la misericordia no es la mayor virtud, a no ser que
quien la posee sea el Ser supremo, que no tiene superior a sí y a quien están
sometidos todos los seres. Porque para el que tiene a alguien sobre sí, mayor y
mejor cosa es unirse al superior que soportar el defecto del inferior. Y, por lo
tanto, en cuanto al hombre, que tiene a Dios como superior, la caridad, por la
cual se une a Dios, es mejor que la misericordia, por la cual so-porta los
defectos de sus prójimos" (2-2 q.30 a.4 c).
2. De las virtudes que se refieren al prójimo, la mayor es la misericordia
"Mas, entre todas las virtudes que pertenecen al prójimo, la misericordia es la
más excelente, como también lo es su acto, puesto que tolerar el defecto de
otro, en cuanto tal, es propio del superior y del mejor" (2-2 q.30 a.4 c).
3. La caridad aventaja en nosotros a la misericordia
"La suma de la religión cristiana consiste en la misericordia en cuanto a los
actos exteriores; mas el interior afecto de la caridad, por la cual nos unimos a
Dios, prepondera sobre la dilección y misericordia para con el prójimo" (2-2
q.30 a.4 ad 2).
"Por la caridad nos asemejamos a Dios, como unidos a El por el afecto; y, por lo
tanto, es mejor que la misericordia, por la cual nos asemejamos a Dios según la
semejanza de la operación" (2-2 q.30 a.4 ad 3).
f) LA MISERICORDIA ES EL SACRIFICIO MAS ACEPTO A DIOS
"No honramos a Dios con sacrificios exteriores o con obsequios a causa de El
mismo, sino por causa de nosotros y de nuestros prójimos, porque El no necesita
de nuestros sacrificios, sino que quiere que le sean ofrecidos para excitar
nuestra devoción y para ser útiles a nuestros prójimos. Así, pues, la
misericordia, por la cual socorremos las miserias de otros, es el sacrificio a
El más acepto; pues es Dios mismo quien nos induce más inmediatamente al
servicio y utilidad de nuestros prójimos, según aquello: No olvidéis hacer bien
y comunicar con otros vuestros bienes, porque con tales ofrendas se merece a
Dios" (Hebr. 13,16) (2-2 q.30 a.4 ad 1).
B) La misericordia de Dios
a) LA MISERICORDIA ES PERFECCIÓN DE DIOS
"Debe atribuirse principalmente a Dios la misericordia, no como un afecto de
pasión, sino según los efectos de ella. Para demostrarlo es preciso observar que
se dice misericordioso aquel que tiene el corazón compasivo (cor miserum), es
decir, como afectado tristemente por la miseria de otro, cual si fuera suya
propia. De donde se sigue que, cuando cualquiera procura remediar la miseria de
otro, como si fuera la suya propia, hace una obra de misericordia. Ahora bien:
Dios no puede entristecerse por la miseria de otro, pero le conviene por
excelencia aliviarla, entendiendo por miseria un defecto cualquiera. Los
defectos no se corrigen sino por la perfección de alguna bondad, y el primer
origen de la bondad es Dios" (1 q.21 a.3 c).
b) LA MISERICORDIA DE DIOS ES COMPATIBLE CON SU JUSTICIA
"Dios obra por misericordia sin faltar a la justicia, pero obrando una cosa por
encima de esta justicia, como, si uno da doscientos dineros a un individuo a
quien no debe sino ciento, no obra contra la justicia, sino con liberalidad y
misericordia. Sucede lo mismo cuando se perdona una ofensa recibida; porque el
que perdona un agravio, hace una especie de don. Por lo cual San Pablo llama a
la remisión de las ofensas donación: Perdonaos recíprocamente, así como Cristo
os ha perdonado (Eph. 4,32). Es, pues, evidente que la misericordia no destruye
la justicia, sino que es cierta plenitud de ella; por lo cual dice Santiago que
la misericordia sobreexcede al juicio (Iac. 2,13)" (1 q.21 a.3 ad 2).
C) EN TODAS LAS OBRAS DE DIOS BRILLAN SU MISERICORDIA Y SU JUSTICIA
"En todas las obras de Dios se encuentran necesariamente la misericordia y la
verdad, si bien por la palabra misericordia se entiende la remoción de cualquier
defecto, aunque no todo defecto pueda decirse propiamente miseria sino en la
naturaleza racional, creada para ser feliz; pues la miseria es contraria a la
felicidad" (1 q.21 a.4 c).
1. La justicia
"La deuda que a la justicia divina se debe pagar se refiere o a Dios o a alguna
criatura, y ni en uno ni en otro concepto puede faltar la justicia en toda obra
de Dios. Dios no puede hacer cosa alguna que no sea conforme a su sabiduría y su
bondad; en este sentido hemos dicho que a Dios es debida alguna cosa. De igual
modo, todo lo que Dios hace en sus criaturas lo realiza en el orden y en la
proporción conveniente, que es lo que constituye la razón de la justicia en las
cosas. Luego no puede menos de haber justicia en todas las obras de Dios".
2. La misericordia
"Toda obra de la justicia divina presupone siempre una obra de misericordia y se
funda en ella. Porque la criatura no puede tener derecho sino por razón de algo
que en ella preexiste o se prevé; y, además, si esto es debido a la criatura,
será por razón de algo anterior. Y, como no puede procederse al infinito en esta
gradación, habrá de llegarse necesariamente a algo que dependa de la bondad sola
de la voluntad divina, que es el último fin.
Así, en todas las obras de Dios se encuentra la misericordia en cuanto a su
primer origen, cuya virtud ejerce su influencia sobre todas las cosas
consiguientes, y aun obrando en ellas con más intensidad, al modo que en la
causa primera hay siempre más energía que en una causa segunda. Así, Dios del
colmo de su bondad da las cosas que se deben a las criaturas, con largueza mayor
que lo que estrictamente exige su naturaleza (proportio rei); porque, para
conservar el orden de la justicia, bastaría que otorgase menos de lo que concede
la bondad divina, la cual excede toda proporción de la criatura" (Ibíd..)
d) LA JUSTICIA Y MISERICORDIA DE DIOS RESPECTO DE JUSTOS Y PECADORES
"Hay obras que se atribuyen a la justicia de Dios, y otras a su misericordia;
porque en unas resalta más la justicia, y en otras la misericordia" (1 q.24 a.4
ad 1).
1. En el castigo de los pecadores brilla la misericordia
"La misericordia se muestra incluso en la condenación de los réprobos, no porque
se les perdone el castigo por entero, sino bajo el concepto de que, el castigo
es menor del que merecen (citra condignum)".
2. En la reconciliación del pecador, la justicia
"En la justificación del impío se muestra también la justicia, puesto que Dios
no remite las culpas sino en consideración al amor que su misericordia infunde
en el corazón del culpable. Así se dice de la Magdalena: Le han sido perdonados
muchos pecados porque ha amado mucho" (Le. 7,47).
3. En el castigo terrenal de los buenos, entrambos
"En el castigo de los justos en este mundo brillan también la justicia y la
misericordia, porque estas aflicciones los purifican de sus ligeras faltas y los
elevan más a Dios, separándolos de los afectos terrenos, conforme a lo que dice
San Gregorio: "Los males que nos agobian en este mundo, nos impelen a dirigirnos
a Dios" (Cf. Moral. 26,13: PL 76,360) (Ibíd..).
(Verbum Vitae, La palabra de Cristo. BAC, Madrid MCMLV pgs. 774-781)
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Dr. Isidoro Gomá y Tomás
APARECE JESÚS A LOS APÓSTOLES REUNIDOS
Ion. 20, 19-23; Lc. 24, 37-39: 41-44 (Mc. 16, 14; Lc. 24, 36-40)
Evangelio de la Misa de la Dominica in Albis (Ioh. 19, 31) y de la Misa del
martes de la semana de Pascua (Lc. 36-47)
Explicación. — La relación de las santas mujeres, y aún la de Pedro, afirmando
ante los discípulos que habían visto a Jesús resucitado, no disipó todas sus
dudas. Ni la detallada descripción de los discípulos de Emaús mereció por un
momento más crédito: “Ni a éstos creyeron” (Mc. 16, 13). Jesús va a coronar sus
apariciones con la que aquí se narra, hecha en conjunto a todos los Apóstoles y
algunos discípulos que con ellos estaban. Marcos no hace más que una alusión
rápida a esta aparición; Lucas y Juan dan de ella preciosos detalles, que
mutuamente se completan. Distinguimos en este relato: la aparición (Ioh. 19; Lc.
37-39); pruebas que les da de la verdad de su resurrección (Ioh. 20; Lc. 41-44);
poderes que les confiere (Ioh. 21-23).
LA APARICIÓN (Ioh. 19; Lc. 37-39). — Tuvo lugar en el mismo momento en que los
discípulos de Emaús narraban a la asamblea de los Apóstoles y discípulos lo que
acababa de ocurrirles aquella tarde: Y mientras hablaban de estas cosas...,
sucedía ello el mismo día de la resurrección, al anochecer, y estando los
discípulos congregados y encerrados por el miedo que los sinedritas les
inspiraban, y con razón, pues estarían irritados con el supuesto robo del cuerpo
del Señor: siendo ya tarde, aquel día, el primero de la semana, y estando
cerradas las puertas en donde se hallaban juntos los discípulos por miedo de los
judíos... Acababan de cenar, cuando estaban a la mesa. La aparición de Jesús en
medio de ellos fue súbita; el cuerpo de Jesús, glorificado ya, no necesitó se
abriese paso para entrar en el local cerrado: tenía las condiciones del cuerpo
«espiritual», de que nos habla el Apóstol (1 Cor. 15, 44): Vino Jesús, y se puso
en medio, y les saludó con la fórmula corriente entre los judíos: Y les dijo:
Paz a vosotros. Esta paz es ya más fecunda: es la paz del Príncipe de la paz, la
paz mesiánica, fecunda en toda suerte de bienes. Como si quisiese Jesús darles
un presagio de los bienes de esta paz, añade: Yo soy, no temáis.
A pesar de las dulces palabras de Jesús, su aparición súbita les había llenado
de terror; sin embargo, sin ruido, a través de paredes y puertas han visto a un
hombre aparecer ante ellos; creyeron se trataba de un espectro o fantasma, no de
un cuerpo real: Mas ellos, turbados y espantados, pensaban que veían algún
espíritu: ¡tanto les costaba persuadirse de la resurrección del Señor, a pesar
de ser ya la cuarta vez que se aparece! Jesús les tranquiliza, dándoles a
entender que es él, el único que puede leer en sus pensamientos: Y les dijo:
¿Por qué estáis turbados, y por qué dais lugar en vuestro corazón a tales
pensamientos, haciendo conjeturas de si soy o no un espíritu? No lo soy; mirad,
para convenceros, que conservo aún en mis manos y pies las señales de los clavos
de la crucifixión: Ved mis manos y mis pies, que yo mismo soy: no me miréis ya
sólo la cara, por la que se conoce el hombre, sino mis miembros con los
vestigios de mi suplicio. Pero, por si temieseis engaño de la vista, os ofrezco
mi cuerpo para que lo palpéis, y os convenzáis de que no soy fantasma o visión,
sino que tengo carne y hueso como vosotros: Palpad y ved: que el espíritu no
tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.
PRUEBAS DE LA VERDAD DE LA RESURRECCIÓN (Ioh. 20; Lc. 41-44).
De las palabras pasa Jesús a los hechos: les enseña aquellas partes del cuerpo
en que quedaron más profundamente impresos los estigmas de la pasión: Y cuando
esto hubo dicho, les mostró las manos, y los pies, y el costado: Los Apóstoles y
discípulos mirarían y tocarían con atención y reverencia las cicatrices
sagradas; es el primer argumento que les da: el de la vista y tacto, sentidos
los más fidedignos. La certeza de que están viendo a Jesús les inunda de gozo: Y
se gozaron los discípulos viendo al Señor: empiezan a realizarse las palabras
que les había dicho, de que les vería otra vez y se alegraría su corazón (cf.
Ioh. 16, 22). Aprovecha Jesús estos momentos de santa expansión de sus
discípulos para darles una lección de docilidad de espíritu, cuando hay motivos
bastantes para creer: Y los reprendió por su incredulidad y dureza de corazón:
porque no habían creído a los que lo vieron resucitado.
Pero les confirma en la verdad de su resurrección dándoles un segundo argumento.
Es fenómeno psicológico universal que difícilmente creamos, por instintivo temor
de que frustre el gozo, los faustísimos sucesos que nos atañen; esto les ocurre
a los discípulos: han oído las referencias de los compañeros que han visto a
Jesús resucitado; le tienen presente; han mirado y palpado su cuerpo sagrado;
pero el mismo gozo es obstáculo a la fe completa: Mas, como aún no lo acaban de
creer, y estuviesen maravillados de gozo, dándoles una prueba aún más
fehacientes, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Los espectros y los espíritus
no comen; si Jesús come, la prueba es decisiva: Y ellos le presentaron parte de
un pez asado y un panal de miel, un trozo de panal, ambos manjares probablemente
restos de la cena frugal que acababan de tomar. Jesús comió; los cuerpos
glorificados no tienen necesidad de comer, pero pueden hacerlo y absorberlos en
alguna manera: Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras, y se las
dio.
Finalmente les da una razón sintética para acabar de disipar las dudas que sobre
su resurrección pudiesen aún abrigar. La causa de su incredulidad ha sido la
decepción o desengaño sufrido al ver padecer y morir a Cristo; como los
discípulos de Emaús, habían creído las cosas gloriosas de Jesús, no las
humillaciones; cuando éstas vinieron, se llamaron a engaño. Jesús afirma de un
modo general que todo ello estaba ya predicho en los Libros Sagrados, y que El
mismo se lo había advertido en tiempo, cuando convivía con ellos en su vida
mortal: Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con
vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en
la Ley de Moisés, y en los Profetas, y en los Salmos: son las tres grandes
divisiones de los Sagrados libros, según los judíos: el Pentateuco, los Profetas
y los Libros poéticos, de los que los principales son los Salmos.
PODERES QUE DA JESÚS A SUS DISCÍPULOS (Ioh. 21-23). — En aquel recinto cerrado
está la Iglesia naciente, con Cristo vivo y aun presente según su presencia
visible; el gozo de que están inunda-dos los discípulos va a transfundirse a
toda la Iglesia, de todos los siglos, en virtud de los poderes que va a
conferirles. Antes de hacerlo, vuelve Jesús a saludarles con solemnidad
enfática: Y otra vez les dijo: Paz a vosotros. La palabra de Jesús es eficaz: El
vino para pacificar a los hombres con Dios; el primer poder que dará a sus
Apóstoles será el de ser continuadores de esta obra de pacificación (cf. 2 Cor.
5, 18-20): Como el Padre me envió, así también yo os envío: Jesús se hace igual
al Padre en el poder de enviar; y envía a los Apóstoles para que sean, como El,
ministros de pacificación.
Para esta grande obra necesitan los Apóstoles y sus sucesores la fuerza
vivificadora del Espíritu Santo. Jesús se lo da, por medio de una acción
material simbólica, que podríamos llamar sacra-mental, porque obra lo que
significa, la insuflación: Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos. El soplo
es símbolo del Espíritu: hálito y espíritu se designan en griego con la misma
palabra «pneuma». Al soplo acompañó unas palabras expresivas del símbolo: Y les
dijo: Recibid el Espíritu Santo: ya le tenían los discípulos al Espíritu Santo
por la justificación, pero ahora lo reciben en orden a los oficios que deberán
llenar; no con toda su plenitud y en forma solemne y visible, como el día de
Pentecostés, sino para determinados fines y como preparación para la venida
solemne. Por esta insuflación expresa Cristo que el Espíritu Santo procede del
Padre y de Él, y que como es del Padre, así también es suyo.
Parte principal de aquel ministerio de pacificación y fruto capital del Espíritu
que acaba de darles es el perdón de los pecados, porque es el pecado el que pone
la discordia entre Dios y el hombre. Jesús tenía este poder (cf. Mt. 9, 6);
ahora se lo da a los Apóstoles: A quienes perdonareis los pecados, quédanles
perdonados: y a quienes se los retuviereis, no desatándolos por el perdón,
porque el perdón es el que libra del pecado, retenidos les quedan. Por lo mismo,
los Apóstoles y sus sucesores serán jueces que deberán discernir los casos en
que deberán retener o perdonar los pecados: luego éstos les deberán para ello
ser declarados. Por esto la Iglesia ha visto siempre en estas palabras contenido
el precepto de la confesión distinta de los pecados.
Lecciones morales.
A) Ioh. v. 19. — Estando cerradas las puertas... vino Jesús... — Era de noche,
cuando suele agravarse el miedo; los enemigos eran muchos, poderosos, enconados;
los discípulos pocos e inermes; faltábales el sostén, que era Jesús; el recuerdo
de los pasados sucesos había deprimido su espíritu: por todo ello, el temor
sobrepuja a la esperanza y se encierran todos en un mismo lugar; tienen a lo
menos el consuelo de estar juntos. En estos aprietos es cuando Jesús les visita;
y con su visita les devuelve el gozo, la fuerza, la esperanza en días mejores.
Antes de la visita de Jesús la cerrazón cubría los horizontes de su vida; ahora
se ha abierto de par en par su corazón. Confiemos en la misericordia de Jesús,
que tiene sus consuelos más llenos para nuestras horas más desoladas.
B) v. 19. —Paz a vosotros. —Avergoncémonos, dice San Gregorio Nacianceno, de
abandonar este don precioso de la paz que nos dejó Cristo al salir de este
mundo. La paz es nombre y cosa dulce: es de Dios (Phil. 4, 7), y Dios es de
ella, porque El es nuestra paz (Eph. 2, 14). Y no obstante, siendo la paz un
bien alabado y recomendado por todo, es conservado por pocos. ¿Cuál es la causa
de ello? Quizá la ambición de dominio o de riquezas ; tal vez la ira, el odio,
el desprecio del prójimo, o alguna otra cosa análoga en que incurrimos
ignorantes de Dios ; porque Dios es la suma Paz que lo aúna todo ; de quien nada
es más propio que la unidad de naturaleza y el ser y vivir pacífico. De El se
deriva la paz tranquilidad a los espíritus angélicos, que viven en paz con Dios
y consigo mismos; de El se difunde a toda criatura, cuyo principal ornato es la
tranquilidad; a nosotros viene espiritualmente por la práctica de las virtudes y
la unión con Dios.
C) Lc. v. 39. — Palpad y ved: que el espíritu no tiene carne ni huesos...—Dijo
esto Jesús, dice San Ambrosio, para que conociéramos la naturaleza de los
cuerpos resucitados: porque lo que se palpa, cuerpo es. Siendo, pues, la
resurrección de Jesús causa y modelo de la nuestra, estemos ciertos que
resucitaremos en nuestra propia carne, según la misma naturaleza que actualmente
tiene, y según sus mismos elementos, aunque con distintas propiedades. No será
nuestro cuerpo una sombra impalpable, dice San Gregorio, más sutil que cualquier
gas, como quiso Eutiques, sino que será sutil por la virtud espiritual que le
informará, palpable por su naturaleza. Podemos decir lo del Apóstol: se siembra
un cuerpo animal; se levantará o resurgirá un cuerpo espiritual (1 Cor. 15, 44).
Será la glorificación de la materia, levantada a la participación de las mismas
cualidades del espíritu en lo que puede participarlas. Como el espíritu, será el
cuerpo glorificado ágil, sutil, luminoso, permeable para todo y todo permeable
para sí. Todo ha querido restaurarlo Cristo Jesús.
D) v. 41. — ¿Tenéis aquí algo de comer? — Aparece aquí la gran misericordia de
Jesús, para sus discípulos y para nosotros. Para ellos, porque multiplica ante
ellos, que le habían visto muerto, las pruebas de su resurrección: han visto sus
cicatrices, les ha dejado palpar las hendiduras de los clavos, les ha hablado, y
le han visto como a cualquier otro mortal; ahora, para que se acaben de
convencer de la verdad de su carne, ya que todavía titubeaban, les pide de
comer; y come, no por necesidad, sino porque quiere, e ingiere una cantidad de
alimentos y da a ellos las sobras. Tiene delante un hombre no de sola
apariencia, sino tan real como ellos. Y para nosotros, porque la irresolución de
los discípulos en creer y la prodigalidad de pruebas con que arranca
definitivamente su asentimiento, son multiplicadas razones, de carácter
absolutamente histórico, que nos inducen a nosotros a admitir una verdad que es
fundamental en el cristianismo. Nunca es Dios avaro de luz cuando se trata de
enseñarnos una verdad; y jamás ha tratado de violentar las condiciones naturales
de nuestro cono-cimiento, hasta para darnos la doctrina sobrenatural.
E) Ioh. v. 21. — Como el Padre me envió, así también yo os envío. — Esta misión
es uno de los misterios más profundos y con-soladores de nuestra doctrina
cristiana. Misión es apostolado, es legación, es poder representativo. El Padre
destaca de su seno, si así puede hablarse, al Hijo para que se haga hombre y
redima al mundo y le enseñe la doctrina divina y funde su Iglesia. Y el Hijo
destaca de sí a sus Apóstoles, y éstos a sus sucesores los Obispos, y éstos a
los sacerdotes sus colaboradores, para que continúen su obra. Jesús, con la
plenitud de los poderes que ha recibido del Padre, ha hecho lo fundamental; y
luego comunica la plenitud de estos poderes a sus Apóstoles, en cuanto son
necesarios para seguir su obra. Así nuestra misión sacerdotal sube, por Cristo
que nos envía, al Padre que le envió a El. Acordémonos, los que somos enviados,
de nuestra dignidad, de nuestra autoridad y de la santidad y celo que nuestra
misión exige. Y aprenda el pueblo el respeto, la docilidad, el amor, el auxilio
que debe a los ministros y enviados de Dios.
F) Ioh. v. 22. — Recibid el Espíritu Santo. — ¡Palabra fecunda la de Jesús en
estos momentos! Apenas salido de la tumba, vivo y glorioso, da a sus discípulos
el Espíritu Santo, que es el Espíritu vivificador. Es su propio Espíritu, el
Espíritu de Jesús, que va a animar ya sobrenaturalmente a su Iglesia. Vendrá más
tarde, el día de Pentecostés, de una manera solemne y en toda su plenitud; pero,
interinamente, ya tienen los discípulos el Espíritu de Dios en ellos y con
ellos. Y este Espíritu ya no estará ocioso; lo vivificará todo; renovará la faz
de la tierra; será Dedo de Dios, Voz de Dios, Fuego de Dios: todo lo tocará, lo
hará retemblar, lo purificará todo. ¡Ven, Espíritu Santo, y llena nuestros
corazones !
— OTRA APARICIÓN A LOS APÓSTOLES CON SANTO TOMAS: Ioh. 20, 24-31
Conclusión del Evangelio de la Dominica in Albis (cf. número ant.) Evangelio de
la Misa de Santo Tomás Apóstol (vv. 24-29)
Explicación. — La narración de este hecho es peculiar del cuarto Evangelio:
podemos distinguir en ella: la incredulidad de Tomás (24.25); la aparición de
Jesús (26-29); con una especie de resumen de su Evangelio con que terminaba
primitivamente la obra de San Juan, a la que con posterioridad añadió el mismo
autor el último capítulo, como se dirá en su lugar (30-31).
INCREDULIDAD DE TOMÁS (24.25). — Nada fáciles fueron los Apóstoles en creer la
resurrección de Jesús, y apenas si cedieron al testimonio de los sentidos, la
vista y el tacto. Todo ello lo quiso Dios para que se multiplicaran los
argumentos de que pudiesen disponer las posteriores generaciones cristianas para
demostrar el hecho de la resurrección. Para el Apóstol que aquí es protagonista
y para nosotros, este episodio es de irrecusable fuerza demostrativa.
Por motivos que el Evangelista ni siquiera insinúa, el apóstol Tomás no estaba
en compañía de los otros diez al anochecer del día de la resurrección, cuando
les apareció el Señor: Pero Tomás, uno de los doce, que se llamaba Dídimo, o
gemelo (cf. núm. 139), no estaba con ellos cuando vino Jesús. Contáronle los
demás el suceso de la aparición de la que fueron testigos; por lo que Tomás les
responde, se lo contarían con todos los detalles, especialmente que les
consintió tocar sus manos, pies y costado: Y los otros discípulos le dijeron:
Hemos visto al Señor. Tomás niega su asentimiento al testimonio de sus
compañeros; tan inverosímil le parece el hecho de la resurrección, que no cederá
sino a su propia y personal experiencia: Mas él dijo: Si no viere en sus manos
la hendidura, la marca, el vestigio, de los clavos, y metiere mi dedo en el
lugar de los clavos. y metiere mi mano en su costado, lo que de-muestra la
extensión de la herida del sagrado pecho, no creeré. Doble falta cometió aquí el
Apóstol incrédulo: la de negar fe a los dichos de todos los demás, y la de
señalar las condiciones sin las cuales no asentirá. No obstante, Jesús
condescenderá con su Apóstol, y su incredulidad característica dará lugar a que
crea él y se robustezcan los motivos que tenemos de credibilidad en el gran
milagro.
LA APARICIÓN (26.29). — El primer día de la segunda semana después de la
resurrección, ocho días cabales después de la primera aparición a los discípulos
congregados, la reiteró en las mismas condiciones de la anterior: Y al cabo de
ocho días estaban otra vez sus discípulos dentro, y Tomás con ellos: vino Jesús,
cerradas las puertas, y se puso en medio, y dijo: Paz a vosotros. En esta
repetición de las apariciones de Jesús en el mismo día ha visto la antigüedad
cristiana una especial santificación del día de la resurrección; es por ello que
el descanso sabático de los judíos ha venido a ser la fiesta dominical de los
cristianos; el día de la Resurrección del Señor es en nuestra Liturgia el
domingo principal del año; las demás dominicas dependen en su cómputo y son como
un eco de la fiesta de la Resurrección.
Jesús ya va directamente, lleno de piedad, a la conquista del entendimiento y
corazón del Apóstol incrédulo: Y después dijo a Tomás, dándole a conocer que no
ignoraba sus palabras y la condición que había impuesto para creer: Mete aquí tu
dedo, y mira mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado; y reprendiéndole
con dulzura añade: Y no seas incrédulo, sino fiel.
¿Tocó Tomás los vestigios de las llagas de Jesús? Afírmanlo la mayor parte de
los intérpretes, como condición exigida a sí mismo por el Apóstol para creer.
Pero parece más conforme a la narración afirmar, con Knabenbauer y otros, que no
llegó Tomás a tocar el sagrado Cuerpo y que creyó a la sola vista de los santos
estigmas ; la frase admirativa, entrecortada, llena de religioso res-peto que
pronuncia el Apóstol, revela la emoción, el arrepentimiento, la fe profunda del
mismo a la sola vista de las cicatrices veneradas: Respondió Tomás y le dijo:
Señor mío y Dios mío: le llama Señor, y en esto reconoce su humanidad; y Dios,
en lo que afirma su divinidad.
Acepta Jesús y alaba la confesión de Tomás: Jesús le dijo: Porque me has visto,
Tomás has creído: has hecho bien en creer después de ver; aunque mejor hubiese
hecho creyendo por el testimonio de los demás y por lo que yo mismo había dicho
de mi resurrección. Hay, pues, aquí alguna manera de reprensión por la tardía y
nada fácil fe del Apóstol. Nótese que dice Jesús: «porque me has visto», no
«porque me has tocado», lo que parece legitimar la interpretación según la cual
no tocó Tomás a Jesús. No le faltó al Apóstol su mérito, porque vio al hombre y
creyó en Dios, viendo con los ojos de la fe, a través de la carne de Cristo, el
poder y la gloria de la divinidad. Con todo, es mejor, porque es más abnegada,
la fe de aquellos que no exigen el testimonio de la experiencia personal para
creer: Bienaventurados los que no vieron, y creyeron: No es que le falte a Tomás
su parte en la bienaventuranza, porque creyó más de lo que vio y sobre lo que
vio; pero es más meritoria la fe que no necesita el testimonio de los sentidos
corporales.
PRIMERA CONCLUSIÓN DEL EVANGELIO DE SAN JUAN (30.31). — Narradas las apariciones
de Jesús resucitado en la Judea, añade Juan, a guisa de epílogo, estos dos
versículos, con los que terminaba primitivamente su libro. Más tarde, y para
desvanecer el error de aquellos que, interpretando mal unas palabras de Jesús
error de aquellos que, interpretando mal unas palabras de Jesús, mente el texto
de lo que es hoy último capítulo del cuarto Evangelio.
No ignora Juan que en su Evangelio no ha narrado muchos milagros obrados por
Jesús: predominan en él los discursos. Sabe que los tres Evangelios que hoy
llamamos sinópticos, escritos antes que el suyo, contienen mayor número de
milagros del Señor. Y para que los lectores de los demás Evangelios crean los
milagros en ellos descritos y para que se vea que su propósito no ha sido
acumular la descripción de hechos prodigiosos, dice: Otros muchos milagros hizo
también Jesús, antes de su muerte y después de su resurrección, en presencia de
sus discípulos, que debían dar testimonio de ellos, y que no están escritos en
este libro de su Evangelio.
Y añade la finalidad que se propuso al escribir la obra, y que ha dejado
entrever en muchos pasajes de la misma (cf. 1, 14-18. 27.33.49-51; 2, 11; 3, 13;
5, 18; 6, 68; 7, 29, etc.): Mas éstos han sido escritos para que creáis que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. El objeto que se propuso, pues, al redactar
su Evangelio, fue demostrar que aquel hombre que recorrió Palestina, que
predicó, padeció, murió y resucitó, era el Mesías prometido por los profetas, y
que por ello se debía fe a su misión y a sus enseñanzas. Como fin ulterior y
definitivo, digno del celo de un Apóstol, se propuso Juan que sus lectores, por
la fe en Cristo lograsen la vida divina, en el tiempo y en la eternidad: Y para
que, creyendo, tengáis vida: aquella vida, sobrenatural y eterna, de la que con
tanta frecuencia habla el Evangelista, que sólo se logra en su nombre, en el de
Jesús por sus méritos y poder, única por la que somos hechos salvos.
Lecciones morales.
A) v. 25. — Si no viere en sus manos la hendidura de los clavos... — Más craso y
material que los demás Apóstoles, dice el Crisóstomo, el apóstol Tomás buscaba
la fe que deriva del sentido más craso y material de todos, que es el del tacto.
Porque no le basta con ver, sino que quiere tocar. Así son muchos hombres
groseros, para quienes tiene, hasta en las cosas espirituales, más fuerza el
sentido que la razón. Nosotros no debemos ser así; no debe ser nuestra fe ciega,
ni ligera, ni irracional; pero debemos dar a nuestras fuentes de conocimiento el
valor que les corresponde en orden a la fe. La historia depurada, la autoridad
de la Iglesia, la misma autoridad de los técnicos que indican la intervención de
un elemento sobrenatural en las curaciones, etcétera, la deposición de testigos
fidedignos, hecha en la debida forma, tiene tanta fuerza como nuestros mismos
sentidos en orden a la testificación de un milagro, ya que personalmente podemos
dejarnos sugestionar, o carecer de las condiciones necesarias de cultura, o
padecer una ilusión ante lo que podría parecernos milagroso y no lo es.
B) v. 27.— Mete aquí tu dedo... — ¡ Cuán suave y misericordioso es el Señor ;
Pudo resucitar, si hubiese querido, sin que apareciera en su cuerpo sagrado
vestigio alguno de los clavos y lanza; pero no quiso borrar la aparente fealdad
de sus cicatrices, dice San Agustín, en favor de sus amigos y como testimonio
entrar sus enemigos. Para sus amigos fueron aquellas cicatrices un medio de
identificarle y creer en su resurrección, o para los que no le vieron
resucitado, como nosotros, un medio de curar la llaga de nuestra infidelidad,
creyendo sobre el testimonio de quienes vieron aquellas llagas. Para sus
enemigos, los incrédulos, los impíos, los mismos pecadores, serán aquellas
llagas un perpetuo reproche y testimonio contra ellos; como si dijera Jesús,
mostrándolas: «He aquí el hombre a quien crucificasteis; veis las heridas que le
causasteis; conocéis el costado que traspasasteis, que por vosotros y para
vosotros fue abierto: y, no obstante, no quisisteis entrar en él.»
c) v. 29. — Porque me has visto, Tomás, has creído. — La fe, dice San Agustín,
es creer lo que no ves; es, dice el Apóstol, la sustancia de lo que esperamos,
argumento de las cosas que no aparecen (Hebr. 11, 1): no se tiene fe, sino
ciencia, de lo que se palpa y se ve; por ello en el cielo, donde veremos a Dios,
no tendremos fe. ¿Por qué, pues, dice Jesús a Tomás que creyó porque vio? Porque
vio una cosa y creyó otra: vio las llagas, y creyó en la resurrección; vio el
cuerpo de Jesús, y creyó en su divinidad. Este es el oficio del milagro;
llevarnos, como de la mano, a la fe: el sentido nos atestigua un hecho de orden
material; pero la razón nos dice que aquel hecho, en aquella forma, en aquella
manera, en aquel momento, no puede producirse sin una intervención sobrenatural
y divina; y entonces creemos en lo que no vemos, es decir, asentimos, con
nuestro entendimiento y voluntad, a algo que está sobre el hecho que nos han
denunciado los sentidos.
D) v. 29. — Bienaventurados los que no vieron, y creyeron. — En esta sentencia
venimos comprendidos nosotros, que no hemos podido ver ni palpar las llagas de
Cristo, dice Teofilacto. No digamos, pues: «Ojalá hubiese yo podido ver las
llagas del Señor», dice el Crisóstomo: porque también somos, o podemos ser
bienaventurados, más aún que los mismos que las vieron, porque es más difícil y
meritoria nuestra fe. Lo capital es que obremos lo que creemos, dice San
Agustín, porque aquel es verdadero creyente que lleva a la práctica de la vida
aquello que cree.
E) v. 30. — Otros muchos milagros... que no están escritos en este libro. —
Tenemos aquí multiplicidad de milagros, de narradores de ellos y de testigos
presenciales de los prodigios. Todo cuanto se requiere para que los milagros
sean lo que deben ser: signo y garantía de la misión divina de Jesús y de la
verdad de su doctrina. Ni los hechos milagrosos han sido desmentidos, ni se ha
podido hallar contradicción entre los cuatro Evangelistas que los narran, ni los
testigos presenciales de buena fe pudieron atribuirlos a otro poder que no fuera
el de Jesús. Y a más de los que se refieren en los Evangelios, tan bien
constatados, hay otros muchos, obrados por el Señor antes y después de su
resurrección, cuya simple referencia es a mayor abundamiento, y para que veamos
que Dios ha querido garantir plenamente las verdades que nos enseñó. La crítica
de todos los siglos ha tratado de negar, de explicar, de adulterar los milagros
de los Evangelios. No ha podido hacer mella en su verdad, porque no ha podido
argüir de falsedad a estas narraciones sencillas, de testigos presenciales, que
llevan en sí mismas la marca de la más absoluta veracidad. Bendigamos a Dios,
que tan sabiamente fundó los cimientos de nuestra religión y de nuestra fe.
F) v. 31. — Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo... —
La finalidad del milagro no es de orden natural: no se hacen los milagros para
que admiremos el poder de Dios, del que hartos argumentos tenemos en la
creación; ni con un fin espectacular, para que nos gocemos en la manifestación
extraordinaria de un poder oculto. El milagro es un hecho de orden sensible,
extraordinario, que rebasa las fuerzas de la naturaleza, para que, a través de
lo material de él, nos remontemos a lo espiritual y eterno (2 Cor. 4, 18). El
milagro lo hace Dios para que creamos, para que le amemos, para que, por la fe y
el amor, tengamos vida sobrenatural en el nombre de Jesús (v. 32). Así viene a
ser el milagro como una propedéutica o preparación a la fe. No todos los que ven
el milagro creen, porque el hombre puede cerrar sus ojos a la luz divina que el
milagro encierra; pero el milagro tiene luz bastante para guiarnos a Dios y para
que, hallándole, vivamos en El.
(Dr. Isidoro Gomá y Tomás, El Evangelio explicado, Ediciones Acervo, Barcelona,
1967, Págs. 713- 724).
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San Agustín
Misericordia de Dios sobre los grandes pecados.
David rogó a Dios confiando en su gran misericordia. "Los que piden gran
misericordia confiesan una gran miseria. Pidan, sí, una misericordia menor los
que pecaron por ignorancia, pero ayuda Dios con grandes medicinas a las heridas
grandes. Grave es mi mal, y por eso me refugio en la omnipotencia, y
desesperaría de tan mortal herida si no encontrase médico tan excelente...
Porque es grande su misericordia, son muchas sus misericordias. ¿Pecó (David)
por ignorancia? Otros sí que lo hicieron...; pero él no pudo decir tal cosa. Yo
tampoco." (cf. Enarrat. in Ps. 50 6: PL 36,588).
Grandeza de la misericordia de Dios
"¿Quién tan longánime, quién tan abundante en misericordias? Pecamos y vivimos;
crecen los pecados y se va prolongando nuestra vida; se blasfema a diario, y
continúa el sol saliendo sobre buenos y malos. Por todas partes nos llama a
corrección, por todas partes a penitencia, dando voces con los beneficios de las
criaturas, concediéndonos tiempo para vivir, llamándonos por medio del
predicador, por nuestros pensamientos íntimos, por el azote de los castigos, por
la misericordia del consuelo". (Enarrat. in Ps. 102 16: PL 37,1330).
Cristo y la misericordia de Dios
Abundantísima es la misericordia de Dios y amplia la benevolencia del que nos
redimió con la sangre de su Hijo, cuando por nuestros pecados no éramos otra
cosa que nada. Porque É1 nos hizo algo muy grande al crearnos a imagen y
semejanza suya; pero como quiera que nosotros quisimos volver a la nada por
nuestros pecados, y al heredar la mortalidad de nuestros padres somos masa de
pecado y de ira, plugo a Dios redimirnos con precio tan grande, que entregó la
sangre de su Hijo, inocente en su nacimiento, inocente en su vida e inocente en
su muerte. El que nos redimió a tanta costa no quiere que su compra perezca. No
nos compró para que perezcamos, sino para darnos vida. Si nuestras culpas nos
abruman Dios no desprecia al que ruega. Pero aprovechémonos de esta su
misericordia. ¿Acaso los que se empeñan en permanecer en la dureza de sus
pecados podrán después vivir con los mártires, profetas y todos los que
anduvieron en castidad, humildad y limosnas abundantes? "Este es el camino que
siguieron los justos y los santos, que tenían a Dios por Padre y a la Iglesia
como Madre, sin ofender a ninguno de los dos; antes bien, marchando hacia la
heredad eterna en el amor de ambos padres... Porque dos padres nos engendraron
para la muerte: Adán y Eva y otros dos para la vida: Cristo y su Iglesia."
(Sermón 22, 9-10: PL38,159)
( Verbum Vitae T. III, B.A.C. 1954.-p.601)
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Juan Pablo II
EL MISTERIO PASCUAL
Misericordia revelada en la cruz y en la resurrección.
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la
cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este acontecimiento
final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium
paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal
como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación. En este
punto de nuestras consideraciones, tendremos que acercarnos más aún al contenido
de la Encíclica Redemptor Hominis. En efecto, si la realidad de la redención, en
su dimensión humana desvela la grandeza inaudita del hombre, que mereció tener
tan gran Redentor,70 al mismo tiempo yo diría que la dimensión divina de la
redención nos permite, en el momento más empírico e « histórico », desvelar la
profundidad de aquel amor que no se echa atrás ante el extraordinario sacrificio
del Hijo, para colmar la fidelidad del Creador y Padre respecto a los hombres
creados a su imagen y ya desde el « principio » elegidos, en este Hijo, para la
gracia y la gloria.
Los acontecimientos del Viernes Santo y, aun antes, la oración en Getsemaní,
introducen en todo el curso de la revelación del amor y de la misericordia, en
la misión mesiánica de Cristo, un cambio fundamental. El que « pasó haciendo el
bien y sanando »,71 « curando toda clase de dolencias y enfermedades »,72 él
mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la
misericordia cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de
espinas; cuando es clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos.73 Es
entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, a
quienes ha hecho el bien, y no la recibe. Incluso aquellos que están más
cercanos a El, no saben protegerlo y arrancarlo de las manos de los opresores.
En esta etapa final de la función mesiánica se cumplen en Cristo las palabras
pronunciadas por los profetas, sobre todo Isaías, acerca del Siervo de Yahvé: «
por sus llagas hemos sido curados ».74
Cristo, en cuanto hombre que sufre realmente y de modo terrible en el Huerto de
los Olivos y en el Calvario, se dirige al Padre, a aquel Padre, cuyo amor ha
predicado a los hombres, cuya misericordia ha testimoniado con todas sus obras.
Pero no le es ahorrado —precisamente a él— el tremendo sufrimiento de la muerte
en cruz: « a quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros »,75
escribía san Pablo, resumiendo en pocas palabras toda la profundidad del
misterio de la cruz y a la vez la dimensión divina de la realidad de la
redención. Justamente esta redención es la revelación última y definitiva de la
santidad de Dios, que es la plenitud absoluta de la perfección: plenitud de la
justicia y del amor, ya que la justicia se funda sobre el amor, mana de él y
tiende hacia él. En la pasión y muerte de Cristo —en el hecho de que el Padre no
perdonó la vida a su Hijo, sino que lo « hizo pecado por nosotros » 76— se
expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de
los pecados de la humanidad. Esto es incluso una « sobreabundancia » de la
justicia, ya que los pecados del hombre son « compensados » por el sacrificio
del Hombre-Dios. Sin embargo, tal justicia, que es propiamente justicia « a
medida » de Dios, nace toda ella del amor: del amor del Padre y del Hijo, y
fructifica toda ella en el amor. Precisamente por esto la justicia divina,
revelada en la cruz de Cristo, es « a medida » de Dios, porque nace del amor y
se completa en el amor, generando frutos de salvación. La dimensión divina de la
redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo
al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene
acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad, que viene de Dios. De este
modo la redención comporta la revelación de la misericordia en su plenitud
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la
misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia
en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el
hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Cristo que sufre, habla sobre todo al
hombre, y no solamente al creyente. También el hombre no creyente podrá
descubrir en El la elocuencia de la solidaridad con la suerte humana, como
también la armoniosa plenitud de una dedicación desinteresada a la causa del
hombre, a la verdad y al amor. La dimensión divina del misterio pascual llega
sin embargo a mayor profundidad aún. La cruz colocada sobre el Calvario, donde
Cristo tiene su último diálogo con el Padre, emerge del núcleo mismo de aquel
amor, del que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, ha sido
gratificado según el eterno designio divino. Dios, tal como Cristo ha revelado,
no permanece solamente en estrecha vinculación con el mundo, en cuanto Creador y
fuente última de la existencia. El es además Padre: con el hombre, llamado por
El a la existencia en el mundo visible, está unido por un vínculo más profundo
aún que el de Creador. Es el amor, que no sólo crea el bien, sino que hace
participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto el
que ama desea darse a sí mismo.
La Cruz de Cristo sobre el Calvario surge en el camino de aquel admirabile
commercium, de aquel admirable comunicarse de Dios al hombre en el que está
contenida a su vez la llamada dirigida al hombre, a fin de que, donándose a sí
mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida
divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor
que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección
eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia
la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto « luz de luz, Dios verdadero de
Dios verdadero »,77 ha venido para dar el testimonio último de la admirable
alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre. Esta
alianza tan antigua como el hombre —se remonta al misterio mismo de la creación—
restablecida posteriormente en varias ocasiones con un único pueblo elegido, es
asimismo la alianza nueva y definitiva, establecida allí, en el Calvario, y no
limitada ya a un único pueblo, a Israel, sino abierta a todos y cada uno.
¿Qué nos está diciendo pues la cruz de Cristo, que es en cierto sentido la
última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica? Y sin embargo ésta no es
aún la última palabra del Dios de la alianza: esa palabra será pronunciada en
aquella alborada, cuando las mujeres primero y los Apóstoles después, venidos al
sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez
primera: « Ha resucitado ». Ellos lo repetirán a los otros y serán testigos de
Cristo resucitado. No obstante, también en esta glorificación del hijo de Dios
sigue estando presente la cruz, la cual —a través de todo el testimonio
mesiánico del Hombre-Hijo— que sufrió en ella la muerte, habla y no cesa nunca
de decir que Dios-Padre, que es absolutamente fiel a su eterno amor por el
hombre, ya que « tanto amó al mundo —por tanto al hombre en el mundo— que le dio
a su Hijo unigénito, para que quien crea en él no muera, sino que tenga la vida
eterna ».78 Creer en el Hijo crucificado significa « ver al Padre »,79 significa
creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que
toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer
en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión
indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico
de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo
que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede
hacerle « perecer en la gehenna ».80
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70 Cfr. Liturgia de la Vigilia pascual: « Exsultet».
71 Act. 10, 38.
72 Mt. 9, 35.
73 Cfr. Mc. 15, 37; Jn. 19, 30.
74 Is. 53, 5.
75 2 Cor. 5, 21.
76 Ib.
77 Credo Niceno-constantinopolitano.
78 Jn. 3, 16.
79 Cfr. Jn. 14, 9.
80 Mt. 10, 28.
(Tomado de la encíclica “Dives in Misericordia”, 30 de noviembre de 1980.)
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Catecismo de la Iglesia Católica
Cristo Jesús
727 Toda la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos
se resume en que el Hijo es el Ungido del Padre desde su Encarnación: Jesús es
Cristo, el Mesías.
Todo el segundo capítulo del Símbolo de la fe hay que leerlo a la luz de esto.
Toda la obra de Cristo es misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. Aquí se
mencionará solamente lo que se refiere a la promesa del Espíritu Santo hecha por
Jesús y su don realizado por el Señor glorificado.
728 Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo hasta que él mismo no ha sido
glorificado por su Muerte y su Resurrección. Sin embargo, lo sugiere poco a
poco, incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será
alimento para la vida del mundo (cf. Jn 6, 27. 51.62-63). Lo sugiere también a
Nicodemo (cf. Jn 3, 5-8), a la Samaritana (cf. Jn 4, 10. 14. 23-24) y a los que
participan en la fiesta de los Tabernáculos (cf. Jn 7, 37-39). A sus discípulos
les habla de él abiertamente a propósito de la oración (cf. Lc 11, 13) y del
testimonio que tendrán que dar (cf. Mt 10, 19-20).
729 Solamente cuando ha llegado la Hora en que va a ser glorificado Jesús
promete la venida del Espíritu Santo, ya que su Muerte y su Resurrección serán
el cumplimiento de la Promesa hecha a los Padres (cf. Jn 14, 16-17. 26; 15, 26;
16, 7-15; 17, 26): El Espíritu de Verdad, el otro Paráclito, será dado por el
Padre en virtud de la oración de Jesús; será enviado por el Padre en nombre de
Jesús; Jesús lo enviará de junto al Padre porque él ha salido del Padre. El
Espíritu Santo vendrá, nosotros lo conoceremos, estará con nosotros para
siempre, permanecerá con nosotros; nos lo enseñará todo y nos recordará todo lo
que Cristo nos ha dicho y dará testimonio de él; nos conducirá a la verdad
completa y glorificará a Cristo. En cuanto al mundo lo acusará en materia de
pecado, de justicia y de juicio.
730 Por fin llega la Hora de Jesús (cf. Jn 13, 1; 17, 1): Jesús entrega su
espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23, 46; Jn 19, 30) en el momento en que
por su Muerte es vencedor de la muerte, de modo que, "resucitado de los muertos
por la Gloria del Padre" (Rm 6, 4), enseguida da a sus discípulos el Espíritu
Santo dirigiendo sobre ellos su aliento (cf. Jn 20, 22). A partir de esta hora,
la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia:
"Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; cf. Mt 28, 19; Lc 24,
47-48; Hch 1, 8).
(Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica, Ed. Librería Juan Pablo II,
(Pág.174-175))
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EJEMPLOS PREDICABLES
La suave mirada de Cristo crucificado
Por Gabriel Marañón Baigorrí
En el año 1884 el Gobierno francés dio orden de que las imágenes de Cristo
Crucificado fueran quitadas de las escuelas. Eran días de persecución religiosa.
Un joven fanático e impío iba él mismo de escuela en escuela arrancando
violentamente las imágenes, las tiraba al suelo con verdadera furia, y las
pisoteaba. Allí quedaban rotas y aplastadas las figuras de nuestro Redentor.
Este joven tenía una madre piadosa y buena, que no cesaba de rezar por la
conversión de su hijo.
Un día llegó el joven impío a una escuela, donde encontró un crucifijo empotrado
en la pared. Como no podía arrancarlo, cogió un pesado tronco y con violentos
golpes empezó a destruir la sagrada imagen. En esta labor estaba cuando, de
repente, el joven sufrió un ataque de corazón, cayendo al suelo sin sentido. Lo
cogieron y lo llevaron a su casa. El dolor de la pobre madre fue inmenso al ver
el estado lamentable de su hijo. La gente murmuraba que había sido un castigo de
Dios.
Llegó el médico y diagnosticó que recobraría el sentido, pero que un segundo
ataque le quitaría la vida.
La madre, ante la gravedad de su hijo, pedía a Dios la salvación eterna de su
alma. Y mandó llamar a un sacerdote.
El joven despertó del ataque. Al ver al sacerdote dijo que quería hablar con él
y también con su madre. Se acercaron en silencio y el joven les dijo: «Madre, dé
gracias a Dios por su misericordia para conmigo». Y les contó cómo estando
furioso dando golpes al rostro del Señor, le pareció que la cara de Cristo se
movía. Esto le encendió más en ira y siguió con más saña destrozando la imagen.
De pronto, los ojos de Cristo le miraron con tal expresión de ternura y amor que
el joven quedó perplejo, con el tronco levantado. Sintió una pena tan grande por
lo que había hecho que, arrepentido de su bárbara impiedad, se le cayó el tronco
de las manos. Dio un grito pidiendo perdón a Cristo, y en aquel instante fue
cuando le sobrevino el ataque al corazón.
No había sido castigo de Dios. Habla sido misericordia de Dios. Suplicó al
sacerdote que le perdonara sus pecados. El sacerdote, en nombre de Dios, le
absolvió de todos ellos. El joven cerró los ojos y con la paz y la gracia en su
alma quedó muerto.
33. El predicador del Papa recuerda: la fe no es
privilegio, sino don
Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., al Evangelio dominical
ROMA, domingo, 23 abril 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario al Evangelio
de este domingo, II de Pascua, del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.,
predicador de la Casa Pontificia.
* * *
«Si no meto mi mano en su costado, no creeré»
«Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se
presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con
vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Tomás le contestó:
“Señor mío y Dios mío”. Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos
los que no han visto y han creído”».
Con la insistencia sobre el suceso de Tomás y su incredulidad inicial («Si no
veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los
clavos, no creeré»), el Evangelio sale al encuentro del hombre de la era
tecnológica que no cree más que en lo que puede verificar. Podemos llamar a
Tomás nuestro contemporáneo entre los apóstoles.
San Gregorio Magno dice que, con su incredulidad, Tomás nos fue más útil que
todos los demás apóstoles que creyeron enseguida. Actuando de tal manera, por
así decirlo, obligó a Jesús a darnos una prueba «tangible» de la verdad de su
resurrección. La fe en la resurrección salió beneficiada de sus dudas. Esto es
cierto, al menos en parte, también aplicado a los numerosos «Tomás» de hoy que
son los no creyentes.
La crítica y el diálogo con los no creyentes, cuando se desarrollan en el
respeto y en la lealtad recíproca, nos resultan de gran utilidad. Ante todo nos
hacen humildes. Nos obligan a tomar nota de que la fe no es un privilegio, o una
ventaja para nadie. No podemos imponerla ni demostrarla, sino sólo proponerla y
mostrarla con la vida. «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has
recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?», dice San Pablo (1
Corintios 4,7). La fe, en el fondo, en un don, no un mérito, y como todo don no
puede vivirse más que en la gratitud y en la humildad.
La relación con los no creyentes nos ayuda también a purificar nuestra fe de
representaciones burdas. Con mucha frecuencia lo que los no creyentes rechazan
no es al verdadero Dios, al Dios viviente de la Biblia, sino a su doble, una
imagen distorsionada de Dios que los propios creyentes han contribuido a crear.
Rechazando a este Dios, los no creyentes nos obligan a volvernos a situar tras
las huellas del Dios vivo y verdadero, que está más allá de toda nuestra
representación y explicación. A no fosilizar o banalizar a Dios.
Pero también hay un deseo que expresar: que Santo Tomás encuentre hoy muchos
imitadores no sólo en la primera parte de su historia --cuando declara que no
cree--, sino también al final, en aquel magnífico acto suyo de fe que le lleva a
exclamar: «¡Señor mío y Dios mío!».
Tomás es también imitable por otro hecho. No cierra la puerta; no se queda en su
postura, dando por resuelto, de una vez por todas, el problema. De hecho,
ciertamente le encontramos ocho días después con los demás apóstoles en el
cenáculo. Si no hubiera deseado creer, o «cambiar de opinión», no habría estado
allí. Quiere ver, tocar: por lo tanto está en la búsqueda. Y al final, después
de que ha visto y tocado con su mano, exclama dirigido a Jesús, no como un
vencido, sino como un vencedor: «¡Señor mío y Dios mío!». Ningún otro apóstol se
había lanzado todavía a proclamar con tanta claridad la divinidad de Cristo.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
34. Fray Nelson Domingo 3 de Abril de 2005
Temas de las lecturas: Los creyentes vivían unidos y todo lo tenían en común *
La resurrección de Cristo nos da la esperanza de una vida nueva * Ocho días
después se les apareció Jesús.
Este es el domingo de la misericordia. Descubramos su sentido en las palabras de
la homilía de S.S. Juan Pablo II en la Canonización de Sor Faustina, 30 de Abril
de 2000. Los títulos y la numeración aquí son nuestros.
1. Sangre y Agua
1.1 "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia"
(Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de
labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que
en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su
ministerio a los Apóstoles: "Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis
los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan
retenidos" (Jn 20, 21-23).
1.2 Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es
decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón,
fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la
humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora
llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: "Estos dos
haces -le explicó un día Jesús mismo- representan la sangre y el agua" (Diario,
Librería Editrice Vaticana, p. 132).
1.3 ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista san
Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el
Calvario, vio salir "sangre y agua" (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el
sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica,
no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3,
5; 4, 14; 7, 37-39).
1.4 La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo
crucificado: "Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona", pedirá
Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericordia sobre la
humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la
Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un "segundo nombre" del amor (cf.
Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su
actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de
perdón?.
1.5 Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como
don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska.
La divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia
a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la
primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de
misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los
hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a
millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la
misericordia.
1.6 Jesús dijo a sor Faustina: "La humanidad no encontrará paz hasta que no se
dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario, p. 132). A través de la
obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo
XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje
nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a
revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo
de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
2. El futuro según Dios
2.1 ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la
tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos
progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la
misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el
carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.
2.2 Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad
de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las
heridas de su crucifixión y repite: "Paz a vosotros". Es preciso que la
humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le
infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras
que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría
del amor del Padre y la de la unidad fraterna.
2.3 Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos
transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de
ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de "domingo de la
Misericordia divina". A través de las diversas lecturas, la liturgia parece
trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de
cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de
solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que "el hombre no sólo recibe y
experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a "usar misericordia"
con los demás: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia" (Mt 5, 7)" (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los
múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que
también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se
inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituale s.
2.4 Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos
tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de
todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki,
en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: "Misericordias
Domini in aeternum cantabo".
3. Dos amores inseparables
3.1 El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como
nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: "En esto conocemos
que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos"
(1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que
su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos.
3.2 En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una
entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al
calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su
corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos
nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo
esto es misericordia!.
3.3 En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada
misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera
lectura: "En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo
poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía" (Hch 4,
32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de
relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron
las "obras de misericordia", espirituales y corporales. Aquí la misericordia se
transformó en hacerse concretamente "prójimo" de los hermanos más indigentes.
3.4 Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: "Experimento un dolor
tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del
prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que
me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre
mí, para aliviar al prójimo" (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el
amor cuando se mide según el amor a Dios!.
3.5 En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de
sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la
exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de
la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de
todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por
cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su
intimidad.
3.6 Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una
prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos,
han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la
desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos
llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan
el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación
"Jesús, en ti confío", que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este
sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un
rayo de luz en la vida de cada uno.
3.7 "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Sal 89, 2). A la voz de María
santísima, la "Madre de la misericordia", a la voz de esta nueva santa, que en
la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios,
unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.
3.8 Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a
toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la misericordia divina,
ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos.
Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los
pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los
hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando,
juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos
nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: "Cristo,
Jesús, en ti confío".
35. Jesús resucitado. Homilía de Juan Pablo II el II Domingo de Pascua