40 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DE CUARESMA
10-18

10.

Si tan sólo atendemos a la historia, es el relato de la entrada en Jerusalén; pero tomándolo en su sentido simbólico, representa el triunfo del Señor en su resurrección, y esto es lo que nos lo enlaza con el evangelio de ayer. Allí aparecía su obra como su verdadero triunfo, su gloria futura: a pesar de estar amenazado por todas partes y próximo a la muerte, se promete la reunión de "los hijos de Dios dispersos", el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia.

Hoy vemos a esta nueva creación tomar forma visible en una imagen simbólica. "Y Jesús", se dice, "halló un jumentillo y montó con él" (/Jn/12/14). Este jumentillo -en los evangelios sinópticos se hace también mención de un asna, su madre- viene interpretado simbólicamente por los Santos Padres como el representante de los pueblos gentiles. Estos, al igual que un jumentillo sin domar aún, no habían llevado sobre sí ni rienda ni montura: no habían soportado el yugo de la ley judía y Jesús los encontró completamente sin domar, incircuncisos, con todo el ardor todavía de su naturaleza. Obligándolos a su yugo suave y ligero, los cabalgó tomando interna posesión de ellos y penetrándolos con la vida y el amor de Dios.

Con todo, el asna, habituada a las riendas y a la montura, sigue siendo la imagen de Israel, el pueblo de Dios, que ha ido creciendo bajo el yugo de la Ley. Ambos, gentiles y pueblo de Dios, como Cristo los ha llamado por igual, se reúnen y se someten al "místico jinete" (S. Ambrosio, a Lc 19, 35) bajado del cielo para librar y volver a su patria a los desterrados del Paraíso. Se hacen dóciles a su gobierno y, día tras día, llevan a Aquel a quien reconocen gozosamente como al único y verdadero Señor; lo llevan "hacia Jerusalén", donde sufrirá pasión y muerte.

Aquí está precisamente el punto en que la historia sagrada se hace realidad actual e inmediata. "Jesús encontró un jumento y se sentó en él." Lo encontró y lo encuentra aún ahora. Entonces no era tanto el animal de silla el que llevaba a Cristo, como la muchedumbre de los elegidos, escondidos y mezclados entre la turba. Y bueno será que pensemos en quién podrá ser hoy el portador escogido del Señor. Nosotros, iniciados en el misterio, tenemos que saberlo. Jesús está aquí, llevado a morir y a resucitar místicamente en el altar; ¿quién lo lleva, pues, a la muerte? Somos nosotros, los que pertenecemos a la Iglesia, a la que fue llamada del paganismo. ¿Acaso no somos nosotros los que El libró en el Bautismo y de quienes ha tomado posesión para siempre? ¡Nada hemos de temer! Digamos con el Apóstol: "Vamos también nosotros a morir con El" (Jn 11, 16).

Vamos, pues; corramos, vamos superando las etapas, dóciles a la espuela del "místico jinete". Bajemos con El al abismo de la muerte para volver a subir con El y llegar, con las piernas flaqueando, a la orilla del más allá, la orilla de la vida, la resurrección. Ha llegado la hora del tránsito. Cristo, ahora igual que en su vida mortal, se halla dispuesto a celebrar la Pascua, a dar el salto, a pasar al otro lado..., Y nosotros también, puesto que somos quienes lo llevamos a El. Para ser más exactos, no lo llevamos a El, sino que El nos lleva a nosotros. Y si conseguimos llegar al más allá, a la vida del Padre, es El quien carga con nosotros y nos hace conseguir la vida eterna.

La imagen está descubriéndonos ya su secreto. No sólo hoy, sino que lo descubría ya entonces, en el momento histórico en que se dio aquel suceso; entonces se manifestaba ya la realidad que el suceso escondía: la salvación de los gentiles. Jesús no es solamente "rey de Israel", es el "salvador del mundo". "Había allí algunos gentiles de los que habían venido a adorar a Dios en el día de la fiesta. Se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús" (Jn 12, 20-21; evangelio).

Son éstos las primicias del nuevo pueblo que, de ahora en adelante, llevará al Salvador a través de los siglos, día tras día, a la muerte y a la resurrección..., a la muerte y a la resurrección místicas del altar, que no cesan de repetirse, además, en el tiempo y en todos los pueblos. Pues en la historia, entonces y en todas las épocas, los fariseos no cesan de cruzarse en el camino de Jesús, rechinando de dientes y murmurando: "¿Véis cómo nos adelantamos nada? Todo el mundo corre en pos de El".

"¿Cómo no había de ir el mundo en pos de El -dice San Agustín-, si El había creado al mundo?" (S. Agustín, a Jn 12, 19). Corre en pos de El; El se ha ganado al pueblo fiel como cosa suya propia, lo conduce interiormente por su Espíritu, no forma sino un solo cuerpo con él, le está unido como una buena montura lo está a su señor. Este pueblo, su Iglesia, lo conduce a una siempre nueva muerte y resurrección, a través de innumerables malvados, de los blasfemos, de los impíos. Jesús ve todo esto, y se alegra a la vista de esos primeros gentiles que piden por El. La hora que esperó retirado en el desierto ha llegado ya: los gentiles quieren verlo, los judíos quieren matarlo. Ha comenzado su camino hacia la muerte. Se ha montado sobre el jumentillo que, a través de los abismos de la muerte, la tumba y los infiernos, va a conducirle hasta las cimas de la resurrección y la gloria. Se encuentra ya en su pascha, en su "paso", de gigante. ¡Ha llegado la hora! Ut clarificetur filius hominis. "¡Que sea glorificado el Hijo del hombre!" (Jn 12, 23; evangelio).

Esto constituye para el Señor la grande alegría de este día; no es el júbilo de la muchedumbre, ni los ramos, ni las flores, ni los hossanna. Lo que le alegra es la vista de estos primeros gentiles, la certeza de que su obra crece, de que ha nacido ya su pueblo. Vuelve a invadirle la brillante alegría del pozo de Jacob, cuando dijo a sus discípulos: "Mirad los campos; ya están dorados para la siega". Cierto es que esta siega, que, en su mirada que escruta el porvenir, adivina ya en los graneros de su Padre, exige antes que nada la muerte de la semilla. Y El, el Verbo, es esta semilla; tiene que caer en tierra, desaparecer, morir ante los ojos del mundo, antes de que la siembra germine.

Y no sólo debe morir El, ni basta con que muera ahora; todo lo que brote de esa semilla ha de servir de nueva semilla. Son granos de trigo, "santos granos de trigo" (S. Agustín, sermón 305), que tienen que caer, a su vez, al suelo y morir, para que puedan brotar nuevas mieses; éstas darán nuevas semillas, y así el reino de Dios irá creciendo hasta el fin de los tiempos.

¡Siembra de sangre! "Si alguien quiere servirme, ¡sígame!", sígame al dolor, a la muerte, a la resurrección, a la Pascua; "y donde Yo estoy, allí estará también mi servidor", en la cruz, en el sepulcro, en los infiernos, con mi Padre, allá arriba.

Es ésta la ley del reino de Dios. "Enséñame tus preceptos" (Sal 118, 12; ofertorio), dice Jesús. El hombre tiene mucha dificultad en aprender esta ley; orando es como tiene que sostenerse en la lucha de la "obediencia hasta la muerte". Necesita de todas sus fuerzas para cerciorarse de que esta ley le es vida. Tal es el combate; comienza ya el triunfo y se entrevé ya la victoria. Tal es, asimismo, la amargura que llena el entusiasmo de esta grande hora. Jesús, siendo hombre como es, la siente; y la siente también por todos sus miembros: "Mi alma se siente turbada. Y, ¿qué diré? Padre, ¡líbrame de esta hora! Mas no, que para esta hora precisamente he venido al mundo... Padre, ¡glorifica tu nombre!" (Jn 12, 27-28; evangelio).

Grande es la tentación del momento. Satanás, que después del infructuoso ataque del desierto se había retirado de Jesús "durante un tiempo", vuelve ahora para continuar su tentación con redoblado esfuerzo y furor. Se le ha dado libertad para dar el combate decisivo; es también "su hora", la hora de las tinieblas.

La atención de Cristo queda, por unos instantes, fija en la ignominia de esta hora y parece no poder penetrar en la gloria que la va a seguir. Se ve rodeado de tinieblas de infierno. No va a ver ya otra cosa que dolor y muerte, hasta el punto de llegar a desfallecer y acobardarse. ¡Terrible tentación! Pero es de sólo un instante; en seguida es superada. La mirada se fija más allá, en el Padre. Allí no hay dolor sino gloria; no se trata ya de Jesús ni de su cuerpo humano, antes bien, todo mira ahora a la manifestación de la gloria de Dios en el mundo, al cumplimiento del plan divino de salvación, el plan del amor, a la consumación de la grande obra de Dios, la santificación del hombre, la glorificación de la creación misma.

"Para esta hora, precisamente, he venido al mundo... Padre, ¡glorifica tu nombre!" Tu nombre, el nombre de "Padre", es glorificado y lo será en los labios cadavéricos de Cristo obediente hasta la muerte. Será glorificado cuando de todos los confines de la tierra se levante la voz de los redimidos, clamando: Abba!, "¡Padre!". Esta gloria está muy próxima; es la que ve Jesús en medio de su tentación. Por ella supera la tentación; por ella, por el gozo que ya siente de la manifestación de la gloria divina, es por lo que Jesús escoge la cruz.

La tentación ha sido superada; ha pasado la hora de Satanás y queda sólo la hora de Cristo. Venit hora. "Ha llegado la hora"; "ahora el príncipe de este mundo va a ser lanzado fuera" (Jn 12, 31; evangelio). Porque, en el justo instante en que uno se olvida de todo, e incluso de sí mismo, para contemplar únicamente la gloria de Dios, Satanás ya está destronado. Este sólo impera donde el hombre se busca a sí mismo, es decir, busca su propia gloria. Pero desde el instante que Jesús va a la muerte para manifestar la gloria del Padre, Satanás, "el príncipe de este mundo", que busca su propia gloria, es arrojado fuera. Ahora el que reina es Aquel que se ha olvidado de sí mismo: "Dios reina sobre la cruz", Regnavit a ligno Deus.

"Cuando sea levantado sobre la tierra, lo atraeré todo hacia mí". Lo atraigo hacia mí todo y a todos, con objeto de que, olvidándose de sí mismos, superando su propia muerte, busquen la gloria de Dios. Así, en ellos, que aún son del mundo, será destronado el príncipe de este mundo; no va a haber más que un solo Señor y un solo reino. Doy libertad a todos los presos; el asna y su pollino me pertenecen, les doy impulso, los monto en mi muerte y más allá de la muerte, hasta la vida y la gloria. Llegó la hora. La tenemos ahora presente en el misterio. Ahora Cristo va a ser levantado en la cruz, ahora lo va atraer todo hacia sí, en la muerte del "yo", en la gloria de Dios. Ahora es destronado el príncipe de este mundo, ahora es glorificado el Padre. Ahora el "místico jinete" es llevado a la gloria por la muerte, sobre un pueblo dócil y nuevo. Este pueblo, por la muerte y la resurrección místicas, aprende a escoger la cruz voluntariamente con la vista fija en la gloria que seguirá. Esto lo aprende por "santas acciones" (oración); así se ve arrancado al estado grosero de una vida de esfuerzos egoístas y la "acción santa" de la liturgia lo va formando, como también la participación en la muerte de Cristo, hasta tanto que llegue a ser un pueblo verdaderamente "consagrado a Dios" (Id). Gracias al siempre nuevo impulso de todo su ser interior, recibido en las solemnidades litúrgicas -piae devotionis affectu-, no cesa de "progresar" y de hacerse "grato a Dios", "enriqueciéndose de los más preciados dones" (Id).

Así, pues, "participar en un tan gran misterio" (Secreta), vivir de tal participación es ser auténticamente pueblo de Cristo, es estarle unido por los sufrimientos y en su gloria. Esto es lo que desea la oración que la Iglesia eleva en el día de hoy. No significa esto solamente un estar dispuesto a celebrar siempre la liturgia, un morir y resucitar sólo místicamente con Cristo, sino, sobre todo, la voluntad de servirle todos los días, de renunciar siempre y en todo momento a nuestro propio "yo" por la gloria de Dios. "Para esta hora precisamente he venido al mundo..." "Padre, ¡glorifica tu nombre!" Venit hora, siempre es la hora. ¡Que nos encuentre dispuestos, dóciles, con buena voluntad! El "peso de una gloria eterna" gravita sobre nuestros hombros (2 Co 4, 17), con el dolor y los sufrimientos de la hora presente. "Igual que un jumento estoy ante Ti; ¡jamás me apartaré de Ti!" (/Sal/072/073/23).

EMILIANA LÖHR
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO I EDIC.GUADARRAMA MADRID 1962. Pág. 443 ss.


11.

He aquí que Felipe es abordado por unos griegos. ¿Por que Felipe? Quizá por su nombre que pertenece a la civilización griega aunque sea judío. Además, ¿no es de Betsaida, ciudad de cultura griega? Con la debida cortesía, estos griegos abordan a Felipe, pues en el clima de discriminación racial y religiosa al que me he referido antes no se atreven a abordar directamente al célebre Rabbí Jesús. Se dirigen a alguien que, teniendo algo de común con ellos, el nombre, la cultura, pueda servir de intermediario. El mismo Felipe, aunque no es uno de los Doce, turbado por la petición, la traslada a Andrés, uno de los íntimos del Señor, que pertenece al equipo rector, al comité directivo.

¿Cómo refleja esta página del Evangelio mi propia historia? ¿Con qué personalidad me puedo identificar para que sea luz en mi vida? La cosa está bien clara: yo soy Felipe, es decir que, de una manera o de otra, soy aquel a quien pueden abordar hombres y mujeres, jóvenes o viejos porque hablo, en sentido propio o figurado, la misma lengua, vivo en la misma casa, tengo los mismos gustos, los mismos intereses, el mismo trabajo, los mismos ocios; participo en la vida del interlocutor. Y este interlocutor me dice, de manera directa o indirecta: "Querría ver a Jesús".

Me plantea la cuestión directamente quien me interroga sobre mi fe en Jesús, mi Iglesia o mi vida cristiana, con la preocupación de comprender mejor y en la esperanza de hallar una luz para su propia existencia. Me plantea la cuestión de una manera indirecta el que, con referencia o no a mi fe cristiana, me pide una iluminación nueva, un consejo, una ayuda para dar un paso adelante en su desarrollo de hombre. Puede ser mi hijo que una noche me pide que intervenga para que le admitan a la primera comunión, o un colaborador que me pregunta acerca del modo de enderezar su hogar que va a la deriva. Puede ser esa pareja de jóvenes prometidos que no saben qué tienen que hacer para casarse por la Iglesia o ese exrecluso que trata de superar su situación. Puede ser una pareja que quiere bautizar a su hijo o un joven que desea un consejo para adquirir una formación que le permita acceder a una situación mejor.

Es en consecuencia alguien en un momento cualquiera de su promoción humana y por tanto divina. Porque cualquiera que se haga más hombre se encuentra también más próximo a Dios. Alguien pide a Felipe que actúe de intermediario. Corresponde al Felipe que yo soy saber dirigirme a Andrés, es decir, reconocer que existe alguien mejor situado, más competente para aportar la ayuda solicitada. Felipe no es más que el nexo, el que permite acceder a... Felipe no es el Reino de Dios, es decir, la luz total de una existencia. Tampoco es la puerta del Reino, porque sólo Jesús es la puerta que introduce a la plena realización de una vida humana. Felipe es como el umbral de la casa, como esas piedras completamente desgastadas, pulidas por los años, que parecen ostentar las huellas de centenares de huéspedes que las pisaron y que se puede ver a la entrada de las viejas casas de nuestras aldeas. La piedra en la que los hermanos y las hermanas pueden apoyarse y que no se considera más de lo que es.

Cuando Andrés y Felipe se acercan y transmiten la petición de los griegos, en lugar de la negativa con la que temen encontrarse -¿acaso no habías dicho: "No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 15, 24)?- oyen como un grito de triunfo: "Ha llegado la hora en que sea glorificado de Hijo del hombre" (Jn 12, 23). Es decir: "Por fin va a realizarse aquello para lo que he venido". Ves a esos griegos, Señor Jesús, y más allá a esa multitud de griegos y de paganos que van a reunirse en el seno de tu Iglesia. Un mundo nuevo al que llevas la salvación, y tu júbilo es grande. Puedes lanzar ese grito de triunfo porque tus discípulos han sabido desempeñar su papel de intermediarios, ser el umbral ante la puerta.

Concédeme, Señor, alegrarme por ser el umbral del Reino. ¡Si pudiese relacionar todas aquellas personas que un día u otro me preguntaron y para las que pude ser el umbral! Pero es mejor que lo ignore pues en mi debilidad podría creerme el origen del progreso que realizaron y que sólo corresponde a su libertad y a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, tú has permitido varias veces -y por ello te doy gracias- que me diera cuenta del papel que desempeñé en el acceso de algunos de mis hermanos a una luz más grande, para comprobar al mismo tiempo que mis palabras o mis gestos eran bien poca cosa y que, en aquel instante, yo no les presté atención. Bendito seas por haberme asociado entonces a tu júbilo.

Es cierto que me asocias también a tu muerte. Porque apenas lanzado el grito de triunfo, añades: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él sólo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). ¿Así respondes a la petición de los griegos? ¡Respuesta indirecta y muy extraña! En efecto, esta petición de los griegos, este término de tu misión, anuncia la proximidad de tu Pasión cuyo sentido revelas a tus apóstoles. Ese grano de trigo caído en tierra nos dice que la muerte ya no es destrucción sino etapa decisiva, compromiso para la aparición del fruto.

El grano sepultado no está muerto sino que sigue viviendo. Y tu servidor, el servidor de tus hermanos los hombres, debe acometer con toda su vida los acontecimientos cotidianos ante los que tiene un poder de transfiguración. Me invitas también a ser ese grano de trigo que muere, pues el discípulo debe pasar por donde ha pasado el Maestro. Me invitas a dejar de situarme en el centro de mis preocupaciones. "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn 12, 25).

¿Qué es eso de odiar su vida? Cuando acepto a todas esas personas que se dirigen a mí porque yo hablo su lengua, a todos esos problemas planteados que aguardan de mí una parte de respuesta, a todos esos enfermos o "extraviados" que se vuelven hacia mí, o todos esos "importunos". ¿no estoy odiando mi vida? Otra llamada telefónica, otra visita que hay que hacer, un testimonio que prestar: es mi vida, es mi tiempo, devorados.

Si rechazo las molestias, si me niego a morir para mí mismo, aunque sea responsable de esto o de aquello, líder o pastor, sólo haré fuera de ti un trabajo superficial, puramente sociológico. Ser despojado de mi tiempo, tener molestias, fatiga, experimentar fracasos, llevar una vida perturbada por mi papel de "umbral", es ser el grano de trigo que muere y que, en ti, lleva mucho fruto. Esta es la enseñanza que tú me das, Señor Jesús, en este primer día de la semana en que vas a morir en la cruz a fin de hacernos nacer de arriba. Del mismo modo que el grano de trigo no escoge el sitio en que cae, tampoco tu servidor escoge el lugar o la hora de su compromiso. Lo descubrirá al ritmo de su realización en el amor del Padre y en el deseo de una profunda comunión con quienes le rodean.

"Pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Porque tú, Dios Salvador, has venido a convidarnos a todos a la fiesta de las cosechas, no desde fuera, sino participando tú mismo en la vida y en la muerte del hombre. Por ti, en el camino de mi irrealización y de mi esterilidad, me he lanzado por la vía de mi realización y de mi fructificación. Dispuesto en tierra, tú eres glorificado y haces que se refleje tu gloria en mí, grano de trigo que comparte el mismo mantillo que tú, y en todo hombre. Por tu cruz, Maestro, estoy reunido contigo en una nueva vida nueva, la del Reino que anuncia la lenta germinación de los hombres que amas. Pese a la angustia, pese al sufrimiento, te manifiesto mi alegría por ser el umbral, mi alegría por ser el grano que muere. A ti la alabanza y la gloria por los siglos de los siglos.

ALAIN GRZYBOWSKI
BAJO EL SIGNO DE LA ALIANZA
NARCEA/MADRID 1988.Pág. 87ss


12.

Cuando nos enseñaron el catecismo nos dijeron que uno de los enemigos del alma era el mundo. Y es cierto: el mundo es uno de los peores enemigos del alma y del cuerpo, del hombre y de la mujer, de los individuos y de los pueblos. El mundo, el orden este.

EL ENEMIGO DE LA VIDA

Hay quienes llaman "mundo" a todo lo que no es religioso... Esa idea procede del lenguaje de los monjes, que llamaban "el mundo" y "mundano" a todo lo que no cabía en el convento: las fiestas, los bailes, la alegría de la vida y todo lo que tuviera que ver con el sexo, incluso dentro del matrimonio, todo eso recibía el nombre de "el mundo".

Por otro lado, en nuestra mentalidad han influido mucho otras ideas que consideran al hombre un compuesto de dos partes totalmente distintas: el alma se consideraba la parte buena y todo lo relacionado con el cuerpo era malo. Pero ése no es el modo de pensar y de hablar de los escritores del Nuevo Testamento.

La palabra "mundo" en el evangelio de Juan puede significar distintas cosas: el universo, la tierra, la humanidad..., obras de Dios y objeto de su amor. Pero, a veces, con esa palabra se refiere a una realidad negativa, mala. El mundo, en este sentido, es la desdichada manera de organizar la sociedad que los hombres tenemos, es el "orden" social que tiene como pilares básicos "los bajos apetitos, los ojos insaciables, la arrogancia del dinero", según palabras del mismo evangelista en su primera carta (2, 16). El mundo es todo sistema social y/o religioso en el que no se respeta la dignidad del ser humano y, por tanto, no se respeta a Dios.

Por otro lado, para la mentalidad hebrea, el hombre no es un compuesto de dos partes distintas, sino una unidad que puede ser vista de distintas maneras: como carne, el hombre entero en cuanto mortal; como cuerpo, esto es, capaz de relación con los demás; como alma, o sea, como ser vivo; y como espíritu, dotado de unas capacidades superiores a las de los demás vivientes y exclusivas de la persona humana. El alma es la vida; que "el mundo es enemigo del alma" significa que es enemigo de la vida: que la sociedad humana se ha organizado de tal modo que en ella la vida del hombre está en constante peligro.

EL ORDEN ESTE

"...si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce mucho fruto. Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva. El que quiera ayudarme, que me siga, y así, allí donde yo estoy, estará también el que me ayuda".

".. si el grano de trigo caído en tierra no muere.." Algunos quizá piensen que esta frase significa que Dios quiere que su Hijo muera para salvar a la humanidad. No. Dios no quiere que ni su Hijo ni nadie muera; pero la muerte de Jesús será inevitable por la maldad del orden este. El sufrió, y, como él, todos los que se comprometan en la tarea de organizar el mundo de otra manera, como un mundo de hermanos, sufrirán el acoso de los defensores del mundo, del orden este. Todos los que gozan de privilegios obtenidos a costa de la opresión de los demás se resistirán a perderlos, aunque para ello tengan que matar; de hecho, sus privilegios son ya instrumento de muerte, pues sus sobras son falta de vida para los pobres. Por eso no es una contradicción esta otra frase: "Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva". Lo absurdo es querer vivir en medio de un orden de muerte, en medio de una organización en la que sólo algunos -y sólo aparentemente- viven. Y para vivir de esa manera no tienen más remedio que matar. Como algunos quizá piensen que estamos exagerando, que hablen los hechos. Dos ejemplos de hoy:

-En nuestro mundo hay alimentos suficientes para que cada ser humano de la tierra coma cada día lo que necesita para vivir y para que sobre un 10 por 100 aproximadamente. Pero, mientras tanto, el hambre es la causa -directa o indirecta- de la muerte de 100.000 seres humanos. Y, entre tanto, en Estados Unidos hay almacenados excedentes, alimentos que sobran, por valor de 400 billones (400.000.000.000.000) de pesetas;y, mientras tanto, la Comunidad Europea paga a los agricultores para que no produzcan alimentos, para que dejen sus tierras ¡en barbecho! ¿Es demagogia decir que este es un orden de muerte?

-Cada año, el Tercer Mundo gasta en armas cerca de tres billones (3.000.000.000.000) de pesetas que podrían haberse gastado en producir alimentos. Por dos veces matan las armas a los pobres: violentamente cuando se usan y de hambre cuando se compran; la riqueza producida con el trabajo de los pobres sirve para matar a los pobres. ¿Es demagogia decir que el mundo así organizado es un orden de muerte? Ese es el mundo que mató a Jesús y tratará de matar a sus seguidores y a todos los que intenten impedir que siga matando. Y es a ese mundo, no a Dios, al que hay que temer. Y no porque nos pueda quitar la vida. No puede quitárnosla: Dios la defiende. Pero, contaminándola, nos la puede pudrir. E impedir que colaboremos en la construcción de un nuevo mundo en el que podamos vivir y compartir una nueva y verdadera vida que brotará del grano caído en tierra que no muere para siempre, sino para dar más vida. Y, además, el mundo este no durará para siempre: "Ahora hay ya una sentencia contra el orden este, ahora el jefe del orden este va a ser echado fuera, pues yo, cuando sea levantado de la tierra, tiraré de todos hacia mí." De nosotros depende que esa sentencia se ejecute cuanto antes.

RAFAEL J. GARCIA AVILES
LLAMADOS A SER LIBRES. CICLO B
EDIC. EL ALMENDRO/MADRID 1990.Pág. 68ss.


13.

-La semilla que muere a su "Hora"

El 5º domingo sigue detallando la obra de salvación en la que nos encontramos empeñados. El grano muere y da fruto; este fruto cultivado en la obediencia es la salvación eterna, nueva Alianza en el olvido de las faltas pasadas. Esta podría ser la síntesis de lo que este 5º domingo quiere hacernos vivir.

El tema de la semilla enterrada que luego da fruto es común a los Sinópticos. Pero aquí San Juan da un valor muy particular a la parábola: la semilla es Cristo mismo que, a través de su muerte, dará la vida a los hombres. Sería, por tanto, rebajar e incluso anular el significado que Juan ha querido dar a esta imagen, hacerla moralizante y presentarla únicamente como una necesidad de humillarnos y mortificarnos para dar frutos de santidad. Eso sería un verdadero contrasentido. Aquí se trata de una verdadera teología cristológica. Los Sinópticos presentan las parábolas de la semilla sobre todo para poner de manifiesto el desarrollo que adquiere, por ejemplo la parábola del grano de mostaza (Mc. 4,3O-32; ver para las otras parábolas: Mc. 4,1.9; 4,26-29 y paralelos). Juan ha querido insistir sobre todo en la muerte y sepultura y en el fruto de esta donación de la vida de Cristo. La semilla se encuentra en él personificada. Una vez más nos engañaríamos si quisiéramos interpretar únicamente en una línea moralizante las frases siguientes: "El que me sirva, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Al que me sirva, el Padre le honrará" (Jn. 12, 26).

Se trata del itinerario de todo cristiano. Su bautismo le ha conferido la imagen de Cristo en el Espíritu: el paso por la muerte para la resurrección es completamente normal e inevitable para el cristiano. Adviértase en este texto que los griegos desean "ver a Jesús". Su deseo se sitúa, a pesar de todo, a un nivel histórico: ver a un hombre que concita a las masas y que obtiene por ello un gran éxito. La respuesta de Cristo los sitúa brusca pero inequívocamente en otro plano: Jesús es aquel que muere, resucita y es glorificado; seguirle significa atravesar el mismo camino.

Los griegos provocan por parte de Jesús la advertencia muy particular, propia también de Juan, de la "hora" que llega y que ya esta aquí. Esto confiere también a la parábola de la semilla que muere un tono muy particular en Juan.

"La hora" está aquí unida a !a "glorificación". Este último término en Juan abarca la pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús. El verso 23 del evangelio de este día une ambos términos: "Jesús les respondió: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn. 12,23).

El evangelio de Juan detalla las etapas de esta "Hora". En las bodas de Caná Jesús dice que "su hora" no ha llegado aún (Jn. 2, 4). El capítulo 7 alude tres veces a la Hora que no ha llegado todavía (Jn. 7, 6.8.3O). El capítulo 8, 2O recoge una vez más el mismo tema: "Y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora". Pero ahora esta Hora ha llegado y es la hora de la glorificación, según los diversos y complementarios sentidos que Juan da a este término. Cristo ha llegado a esta "hora" para que el Padre glorifique en él su nombre. Hay que subrayar una vez más la relación entre esta "hora" y la glorificación. Muchos pasajes de Juan relacionan ambos términos: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn. 12, 23). "Cuando (Judas) salió, dice Jesús: "Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre" (Jn. 13,31). "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo" (Jn. 17,1). Hemos reunido aquí los pasajes en los que la hora va ligada a la glorificación y en los que la glorificación es el misterio de la muerte y resurrección de Cristo.

La voz del Padre que se deja oír anuncia esta Pasión gloriosa del Hijo. Y es el momento en que Jesús anuncia que el mundo es juzgado: es juzgado por la Cruz que triunfará del mal. De esta forma, cuando Jesús sea elevado -y San Juan se cuida de precisar el significado de este término: daba a entender con ello la muerte de que iba a morir-, atraerá hacia sí a todos los hombres.

Es el más explícito anuncio que podríamos escuchar sobre la voluntad de Dios de salvar a todos los hombres.

Así esta semilla que muere a su hora, salva al mundo y a todos los hombres.

-Cristo, obedeciendo, salva a todos los hombres

Pero esta salvación de todos no ha sido posible más que mediante la obediencia del Hijo hasta la muerte. El tema ha sido tantas veces comentado que parece inútil que nos detengamos en él; y sin embargo, estamos tocando el núcleo de la Historia de la salvación. Los Padres no han dejado de ver en esta obediencia de Cristo la contrapartida de la desobediencia de Adán. Hemos estudiado la oposición que San Pablo se ha cuidado de subrayar: por un solo hombre entró el pecado en el mundo, por un solo hombre la gracia renovó al mundo.

La carta a los Hebreos puede extrañarnos por sus afirmaciones. Leemos allí: "Aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (5, 8-9). El autor de la carta ve en Cristo un posible perfeccionamiento en el camino de la obediencia y en la calidad de su perfección. De este modo, el Cristo que se nos presenta es ese Cristo que, aun siendo Hijo, comparte nuestra humanidad a excepción del pecado; pero es llamado a hacer la experiencia del sufrimiento y la experiencia de la obediencia. No se trata, por lo tanto, de un Cristo abstracto, sino que se subraya cuidadosamente la armonía entre las actitudes del Cristo trascendente y las del Cristo que nos es accesible. Por eso el autor puede afirmar que cuantos obedecen a este Cristo visiblemente cercano a nosotros tendrán la salvación eterna en ese Cristo obediente hasta la muerte.

-No me acordaré más de su pecado

El hecho de la infidelidad, de la cólera de Dios y, por fin, de una tentativa de Alianza forma la trama principal de todo el Antiguo Testamento. Se trata una vez más de una alianza, pero de una alianza "nueva". Jeremías nos describe esta alianza en la 1ª lectura de este 5º domingo: "Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo". Es un tema que será recogido por los profetas siguientes y que encontramos a menudo en la obra de Jeremías (24,7; 30,22; 31,1: 32,28), (Ez. 11,2O; 14,11; 36,28; 35, 23-27; Zac. 8,8). Así quedan claramente definidas las relaciones entre el Señor e Israel. Ya sabemos cómo el profeta Oseas expresa con la imagen de los desposorios y del matrimonio, o con la de las relaciones padre-hijo, las del Señor con su pueblo (Os 2, 2; 3,1.4; 31,2O). La alianza va ligada también al conocimiento del Señor: Todos me conocerán (v. 34).

Pero, ¿se trata de una alianza "nueva", que aporte algo nuevo? Por de pronto, la alianza será inscrita en sus corazones, y esto cambia considerablemente el aspecto de la antigua alianza. En esta última, la voluntad de Dios se expresaba como desde fuera; aquí, por el contrario, cada uno llevará en su corazón la voluntad del Señor. Además, esta unión y este conocimiento del Señor ya no quedan reservados a una élite y sobre todo a los profetas, sino a todos: "Todos me conocerán, desde el pequeño al grande". Trae a la memoria lo que el Evangelio dice cuando Jesús se presenta como atrayendo a todos los hombres a sí. El resultado definitivo es el perdón de las faltas: "no me acordaré más de sus pecados".

El salmo 50 responde con este texto conmovedor: "...Lava del todo mi delito, limpia mi pecado... Crea en mí un corazón puro... Devuélveme la alegría de tu salvación...". El grano de trigo es enterrado a su Hora y da su fruto: la obediencia de Cristo proporciona el acceso a la salvación eterna para quienes le siguen y, en su nueva Alianza, Dios olvida los pecados pasados.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO
CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 152-155


14.

¿POR QUÉ PRECISAMENTE A MI?

Estamos llegando al «paso» (=Pascua) de una alianza a otra. Aquella vieja alianza se había quedado pequeña; pequeña y muerta. Ahogada en los límites estrechos de sólo un pueblo. Recargada de normas y ritos que le habían ido chupando la vida. Interpretada siempre desde el lado más pesado por aquella "clase" de hombres que tenían el corazón seco. Abocada al fracaso, porque la serie interminable de pecados y castigos habían acabado acorralando al pueblo contra las cuerdas del miedo; y con miedo, ya se sabe, no hay manera de sonreír, de volar, de vivir.

La nueva sería una alianza de amor y de perdón. «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones». "Todos me conocerán... cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados". Una alianza de vida, de «salvación eterna». Abierta a todos los pueblos (hay unos gentiles fuera, esperando: «quisiéramos ver a Jesús»).

Pero a ella se llega por la muerte. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». La muerte, como prueba suprema de amor: dar la vida por el amigo. Y la vida empieza a brotar del centro mismo de esa muerte: como arranca el tallo nuevo, con fuerza inesperada, del interior de la vieja cáscara ya inútil... Pero primero hay que apurar el cáliz hasta el final; hay que tocar fondo.

¡Qué duro de tragar es esto! Nuestra naturaleza se encrespa, pide a gritos no tener que pasar por ese aro. También Él: «Cristo, en su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esa hora». Estamos ya casi en Getsemaní: «Si es posible, pase de mí este cáliz". Cerca ya del grito de la cruz: «¿Por qué me has abandonado?» Es el grito que resuena en tantos hospitales, que sale de la cama de tantos enfermos desahuciados, que brota tan frágil ya del pecho de tantos niños famélicos: ¿Por qué? ¿Por qué precisamente yo?... Es el misterio del dolor. Hablo del dolor inevitable. De ese dolor inexplicable. La vieja pregunta insistente del hombre.

Entonces Jesús ve que, del fondo de su oración, de las raíces mismas de su fe, empieza a manar un venero de agua vivificante, una fuerza para confiar y para aceptar. Algo que le hace decir: «Por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre». Algo que le hará capaz de decir en Getsemaní: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y en la cruz: «A tus manos encomiendo mi espíritu».

Ahí queda eso. No es una respuesta al misterio del sufrimiento, ya lo sé. No es más que un hilo de luz que apunta, allá lejos, diciéndonos que el largo túnel tendrá un final; la pesada noche, una aurora. Es algo parecido a la esperanza, que empieza a abrirse paso entre la duda: puedo hacer que mi cruz, unida a la de Él, tenga también valor redentor. No es mucho, ya lo sé. Pero con eso habrá que conformarse, por ahora.

JORGE GUILLEN GARCIA
AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas
Ciclo B. GRANADA 1993.Pág. 50 s.


15.

«HA LLEGADO LA HORA»

La hora de Jesús. La hora de poner las cosas en su sitio. La hora de la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Pero esa hora tiene también un lado terrible, un costo muy alto: la cruz. Jesús tiembla. «A gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía liberarlo de la muerte». El hombre que hay en Él se encrespa, entero, ante el dolor supremo que se le viene encima. «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esa hora».

ENC/NO-JUEGO: Me gusta mucho ver a este Jesús humano, retorcido ante la muerte. Y creo que no hacemos bien cuando ocultamos, o dulcificamos, esta faceta tan real de su humanidad; cuando hablamos de su pasión y muerte sin afrontar de cara el misterio: un Dios que, como si no lo fuera, se ve desarbolado en medio de olas enormes que lo destrozan, a completa merced del sufrimiento. Y me gusta verlo así, porque ahí es donde, a mis cortas luces, llego a comprender mejor el amor desbordante que nos tiene. Y donde más claramente se manifiesta que la encarnación no fue un juego, un teatro de cara a la galería para hacerse con nosotros, sino un compromiso total, un asumir todo lo nuestro hasta sus últimas consecuencias. Y, viendo así a Jesús roto de pánico ante la muerte, comprendo también mejor el miedo y la angustia de tantos hermanos humillados, torturados en tantas cárceles del mundo. Y me consuela saber que, si alguna vez llega para mí una hora semejante, voy a tener un modelo a quien mirar, una imagen cercana en la que confiar.

Pero esta hora de Jesús no se queda ahí. Esta cruz tiene, aunque no la veamos todavía desde este lado nuestro, otra vertiente gloriosa. Este dolor total lleva ya, dentro de sí, una carga de vida que lo hace cambiar de signo. Esta muerte es ya un comienzo de triunfo. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». La misma cumbre del calvario, terrible cuando se ve desde el camino de la cruz, espeluznante desde nuestro subir con la cruz a cuestas, es al mismo tiempo punto de esperanza y de gloria: ya se adivinan detrás los fulgores de la resurrección, ya casi se oyen los clarines de su victoria, que un día será nuestra. «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Cristo, desde lo alto de su cruz desde la hondura de su muerte, nos abre una salida hacia una vida ya sin muerte. La cruz, al tiempo que un punto de encuentro con el dolor más pleno, es una cita universal para la fiesta más sonada, la que no tendrá fin.

Ésta es, pues, la hora de Jesús. Nosotros sólo la vemos, por ahora, desde este lado triste y espantoso: exactamente el mismo lado desde el que la vio Él cuando se puso a nuestra altura. La fe en el triunfo de Cristo, la celebración ilusionada de la Pascua, nos ayudará a descubrir, cuando llegue nuestra hora, ese otro lado glorioso de la cruz: el que da la vida. Y se nos encenderá la esperanza.

Así, con la esperanza dentro, nuestro dolor se nos hará más soportable. Al mismo tiempo, este dolor nuestro, al traslucir, al asomarle de mil maneras esa luz que lleva dentro, será una Buena Noticia para todos los demás que sufren. Y levantarán la vista. Y hasta puede que sonrían.

«Por esto he venido, para esta hora. Padre, ¡glorifica tu nombre!»

JORGE GUILLEN GARCIA
AL HILO DE LA PALABRA
Comentario a las lecturas de domingos y fiestas
Ciclo B. GRANADA 1993.Pág. 51 s.


16.

Frase evangélica: «Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto»

Tema de predicación: LA HORA CRUCIAL

1. Hay momentos cruciales en la vida relacionados con acontecimientos vitales personales o sociales. En la Biblia se denominan, en singular, como la «hora», que no se refiere tanto al instante de la muerte cuanto al del nacimiento. En todo caso, la «hora» es momento de entrega final al servicio de la resurrección del reino. Hay tres «horas» bíblicas decisivas: la mesiánica (aparición del Salvador en la carne), la escatológica (definitivo regreso de Jesús en plenitud) y la caritativa (visitas de Dios cuando actuamos con amor). La «hora» está siempre en relación con la manifestación salvadora de Dios.

2. Para los evangelios, la «hora» de Jesús es el momento de su pasión y glorificación, cuando muere el grano para dar fruto, que es manifestación de amor, nacimiento del hombre nuevo y don del Espíritu. La «hora» señalada en Caná se realiza en la Cruz, con la nueva multiplicación de la sangre redentora del Cordero.

3. Los discípulos no entienden del todo la «hora» como tampoco la entendemos nosotros. Pretendemos «ver a Jesús» sin seguirle hasta el final. Por amarnos egoístamente, nos perdemos; y por no servir a los hermanos, no llegamos al Padre.

REFLEXlÓN CRISTIANA:

¿Qué momentos son cruciales para nosotros como cristianos?

CASIANO FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 187 s.


17.

-En el momento decisivo.

Mientras los judíos acechan contra Jesús, recién llegado a Jerusalén para celebrar la Pascua, unos forasteros que también han acudido se interesan por Jesús y su novedosa doctrina. Las enseñanzas y los milagros de Jesús han dividido las opiniones y circulan toda clase de rumores, a favor y en contra. Los extranjeros quieren conocer las cosas de primera mano y se acercan a los discípulos de Jesús, para que les faciliten una entrevista. Pero no es fácil hablar en unos momentos en que la suerte está echada. Jesús conoce que ha llegado su hora, ¡cómo rechazarla, si ésa es la razón de su venida! Como dice san Pablo, ha aprendido a obedecer sufriendo, a pesar de ser el Hijo de Dios. ¿Lo entenderá la gente? ¿Lo entendemos, al menos, los cristianos?

-Jesús habla de muerte y resurrección.

No es fácil aceptar la muerte. No entra en los cálculos de los hombres, a pesar de saberlo. Por eso Jesús se sirve de una parábola para explicarse, para que lo entendamos. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. Así de sencillo. Jesús es el sembrador y la semilla. Su predicación, sus palabras, y sus milagros, sus obras, quedarán sepultadas en su muerte en el silencio de la cruz y del sepulcro. La muerte parecerá ser la respuesta que invalide su doctrina y haga inútil su vida entera. Pero sólo así, muriendo, resucitará para la salvación de todos. El que ha venido a dar vida, y darla en abundancia, no dudará en dar su vida para la vida del mundo. Y así, aceptando la muerte, vencerá sobre la muerte.

-De la suya y de la nuestra.

No es fácil creer en la resurrección, porque no aceptamos la muerte. Al contrario la rechazamos y tratamos de marginarla de nuestra cultura de bienestar, confinándola en complejos funerarios, fuera de la gran ciudad, fuera de nuestra vista. Y, sin embargo, mientras no aprendamos a obedecer sufriendo y muriendo, mientras no aceptemos la muerte, la muerte no será derrotada y seguirá causando estragos en el mundo. Porque la muerte no aceptada es la muerte que padecemos y mortifica nuestra existencia. Pues el que no está dispuesto a morir, a dar la vida, está predispuesto a matar, a quitar la vida y no dejar vivir en paz a nadie.

-Enseñándonos el sentido de la vida.

El que guarda su vida la pierde, pero el que da la vida, la gana. Porque sólo hay dos maneras de vivir. o entendemos la vida como un botín, que hay que disputar a todos en despiadada competencia, caiga quien caiga, porque sólo nos interesa mi vida o la de los míos. Y el que así piensa y vive, al morir pierda su vida. O entendemos la vida como una comunión, en la que hay que compartir y repartir para que todos puedan vivir, sin excepción, porque lo que nos importa es el amor y la solidaridad. Y entonces el que así piensa y vive, al morir no pierde la vida, sino que la da. Es el caso de Jesús. Vino para que tuviéramos vida, para que todos tuviéramos vida, y por esa noble causa dio su vida. Por eso su vida no se ha perdido, no se ha malogrado, sino que sigue siendo la vida del mundo, de los creyentes, nuestra vida.

-El sentido de la vida es el otro.

Jesús, con su muerte y resurrección, nos enseña que el sentido de la vida no está en nosotros, en el egoísmo, sino en el otro, en los otros, en todos los otros, en la solidaridad. Y en definitiva, el sentido de la vida está en el otro de todos nosotros que es Dios. Por eso la vida tiene que ser eterna, lo que sólo es posible tras la resurrección. Pero creer en la resurrección, creer en la vida eterna, es vivir ya para hacer posible la vida. Creer en la vida eterna es entender esta vida como un desvivirse por los demás, no viviendo cercados del egoísmo, sino abiertos a todos los seres humanos y al mundo. Es hacer de la vida un acto de obediencia al Padre, que nos espera tras la inevitable muerte, y un acto de servicio y de amor a todos los hermanos en la vida. Así se entiende fácilmente la lección de Jesús, resuelto a aceptar la muerte en la cruz: que el que da la vida, no la pierde, no se la quitan, no muere infecundo como el grano de trigo no sembrado, sino que muere y da mucho fruto.

. No debemos obsesionarnos con la muerte, pero ¿podemos vivir como si no tuviéramos que morir? ¿Podemos evitar la muerte solo por no querer pensar en eso?

. Sin resurrección la muerte carece de sentido, ¿creemos en la resurrección? ¿Es esa fe un motivo de esperanza? ¿nos ilusiona?

. ¿Entendemos la vida como Jesús? ¿Vivimos de modo que todos puedan vivir? ¿Hacemos algo para ayudar a los otros a vivir? ¿Nos preocupan los que lo pasan mal, pasan hambre, mueren en las guerras...?

. ¿Vivimos como Jesús? ¿Amamos a Ios hermanos? ¿SomoS solidarios con los que malviven? ¿Es nuestra vida un servicio a los demás?

. ¿Qué nos interesa más: el trabajo como servicio o el sueldo a final de mes? ¿Trabajamos sólo porque nos pagan? ¿No hacemos nada gratis por los demás? ¿Y el voluntariado...?

EUCARISTÍA 1994/28


18.

-Dios equilibra y serena al hombre

Hermanos: las lecturas de estos domingos de Cuaresma nos ratifican en la seguridad de la constante presencia de Dios en medio de la comunidad de creyentes. Es un mensaje de renovación fundamentado en la cercanía de Dios. Dios humano, Dios de perdón. Dios solidario, Dios de bondad. Ama al hombre por encima de todo tipo de ingratitud y de pecado. Y no solamente ama al hombre sino que lo perdona y lo pacifica. Es así como lo capacita para poner sus cualidades y energías al servicio de sus propios hermanos. No hay otra salida para el cristiano si quiere mantenerse en linea con Dios. Dios nos humaniza, nos convierte en ofrenda permanente al servicio de la paz, de la verdad y del amor desinteresado. Esta es nuestra imagen y semejanza con Dios.

-Cambio de alianza

¡Cuántas veces nos creemos acreedores de la bondad y del amor de Dios! Tenemos la tentación de hacer servir nuestra fidelidad al Evangelio como un argumento irrefutable ante Dios. Nos pasa como en la alianza del Sinaí. Pactamos con Dios. El se compromete a protegernos y nosotros nos obligamos a guardar sus mandamientos. Creemos estar a la altura de Dios, en las mismas condiciones. Y no es así. Pronto nos damos cuenta de que nuestra pretendida fidelidad está cargada de deslealtades, nuestra solidaridad de egoísmos, nuestra verdad de mentiras, nuestra sencillez de hipocresía.

Una vez más nos urge reconocer la iniciativa de Dios. El ha de poner su ley en nuestros corazones. El ha de provocar en nosotros una nueva creación. Hemos de experimentar la paz, el sosiego y el perdón de Dios. Reconvertidos desde lo más profundo por Dios es cuando recuperamos un nuevo impulso, un nuevo ideal. Los impulsos y los ideales que brotan del Espíritu Santo, vivo y activo en nuestro espíritu.

-Guías de nuestra existencia

Dios nos capacita para la fidelidad, la comunión, la encarnación comprometida en nuestro mundo. De aquí surgen las exigencias de coherencia personal con el Evangelio y con Dios. A cada uno Dios nos ha transformado interiormente. Por eso, cada uno debe asumir la responsabilidad de tomar decisiones en su propia vida. Y eso es duro y costoso, sobre todo, cuando esas decisiones se tienen que conjugar con los valores evangélicos.

Tenemos el ejemplo de Jesucristo. El es nuestro punto de referencia obligado. Si hemos de tener a alguno como ejemplo ha de ser El. Pues bien, el estilo de vida de Jesús, hombre de decisiones, le llevaba inexorablemente a ser mal interpretado y perseguido. Su fidelidad a unos valores concretos, su defensa de la persona por encima de la ley, su ataque a la hipocresía y a la corrupción, todo ello provocaba la enemistad y la irritación de las autoridades civiles y religiosas. A mayor índice de autonomía y opción personal, mayor riesgo de contratiempos y de descrédito social.

Hermanos, aquí reside la gran dignidad de Jesús. En la defensa firme de una postura concreta ante la vida y ante los hombres no claudica ante las presiones o la persecución. Asume incluso el riesgo de la muerte. Como hemos escuchado en la segunda lectura, pasa por el amargo trance de la tentación. La tentación del abandono. Pero eso comportaba la ruptura de su compromiso con Dios y con los hombres. Y no cede. Se mantiene firme y coherente.

-La conversión pasa por la muerte

Jesús no es un personaje de leyenda. Tuvo miedo a la muerte. Pero, desde el Espíritu que lo animaba, supo arrostrar todas las consecuencias de su manera de actuar, hasta la de la propia vida. Lo que de verdad seduce en el estilo de Jesús es que no afronta la muerte abatido o atormentado. Más que angustia humana, Jesús transparenta libertad. La libertad de quien sabe que su vida está al servicio de una causa, por encima de las opiniones o los intereses humanos.

Es el mensaje del Evangelio. Si el grano de trigo no muere, queda infecundo. Debe enterrarse, hundirse en la tierra y perderse a si mismo para transformarse en espiga. Quien se ama a sí mismo y se olvida de los demás, solamente recogerá la pobreza de su grano. Cristo nos invita a colocar el norte de nuestra vida en El y en los valores del evangelio. Nos sugiere que optemos por El. Si tomamos clara postura por El, no podremos dejar de estar allá donde El está: en la eucaristía, en la oración, en nuestro interior, pero también en la vida de cada día. El está enterrado en los surcos de la pobreza, de la enfermedad, de la soledad, de la discriminación. Es aquí donde también hemos de enterrar nuestro grano de trigo para que crezcan nuevos horizontes de comunión, de compañía, de amor.

El, Jesús, elevado en una cruz sobre la tierra, es el modelo de entrega al servicio de la causa del Reino de Dios. Desde esa cruz, desde hace veinte siglos, El continúa atrayéndonos hacia sí.

A. M. BRIÑAS
MISA DOMINICAL 1994/04