Allá
se llegó ella, la mujer samaritana, a sacar agua del viejo pozo de Jacob. Y
allá estaba El, Jesús, «cansado del camino, sentado junto al manantial».
Allá
fue el encuentro, en un ardoroso mediodía. Y yo me pregunto: «¿Quién buscaba
a quién? O ¿quién encontró a quién?» Porque, sabedlo: ella acudía,
jadeante y afanosa, cada día al pozo para saciar su sed y la de los suyos.
Pero,
claro, «el que bebía de aquel pozo volvía a tener sed». Ella igualmente
acudía a «otras fuentes incitantes y apetitosas», tratando de apaciguar esa
otra sed de felicidad que ella, como todos los mortales, llevaba en su corazón.
Se
lo apuntó Jesús: «Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes... ». Todos
los hombres vamos buscando la felicidad. Detrás de ella caminamos diariamente.
Corren el niño y el mayor, el rico y el pobre, el poderoso y el mendigo. Cada
uno la sueña de una manera, bajo una figura distinta. Pero, cada mediodía o
cada medianoche, todos vamos teniendo la repetida sensación de que «el que
bebe de esas aguas, vuelve a tener sed». ¡Vano intento!
Cuando,
consciente o inconscientemente, buscamos la felicidad, es a Dios a quien
buscamos. Lo confesó bellamente San Agustín, hastiado al fin de tanta aventura
tras el placer, la sabiduría y la belleza: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».
El
hombre, decían los Padres griegos, es un «teotropo», alguien que da vueltas
alrededor de Dios. Así como los girasoles van volviendo su belleza amarilla al
sol, los hombres, aun sin saberlo, a Dios buscan.
La
samaritana, inconscientemente, eso hacía. Y allá se lo encontró, en el pozo.
Dice Cabodevilla: «Cualquier forma de sed es sed de Dios».
Y
es que Dios es un buscador del hombre. Imitando a los Padres griegos, podríamos
decir que es un «antropotropo». Y esa idea nos debe llevar a la maravilla y la
ternura: «¿Cómo puede El, manantial inagotable de agua viva, andar sediento
de este mínimo y pobre riachuelo que sale de mi corazón?» He ahí la
paradoja. Dios desea que le deseemos, tiene sed de que estemos sedientos de El,
anda buscando que le busquemos. Sueña que le soñemos. Por eso, mi adivinanza:
«¿Quién busca a quién? ¿Jesús a la samaritana o la samaritana a Jesús?» La
respuesta está en ese peregrino que siempre nos espera «junto a cualquier pozo
de nuestra vida».
«He
aquí que estoy junto a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la
puerta, yo entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo».
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