CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
L U M E N  G E N T I U M

CAPÍTULO II
EL PUEBLO DE DIOS


9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO
10. EL SACERDOCIO COMÚN
11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMÚN EN LOS SACRAMENTOS
12. EL SENTIDO DE LA FE Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO
      CRISTIANO
13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL ÚNICO PUEBLO DE DIOS
14. LOS FIELES CATÓLICOS
15. VÍNCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO CATÓLICOS
16. LOS NO CRISTIANOS
17. CARÁCTER MISIONERO DE LA IGLESIA


9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO

En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir con ellos un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente, manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán, afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6), constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4, 25), y habiendo conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3, 4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8, 21). Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es también como instrumento suyo de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5, 13-16).

Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13, 1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1 ss.), así el nuevo Israel, que va avanzando en este mundo en busca de la ciudad futura y permanente (cf. Heb., 13, 14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a todas las naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

10. EL SACERDOCIO COMÚN

Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb., 5, 1-5), hizo de su nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios, su Padre" (cf. Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech., 2, 42, 47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12, 1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe., 3, 15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque distinguiéndose esencial y no sólo gradualmente, se ordenan el uno al otro, pues cada uno participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo[16]. Porque el sacerdote ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, forma y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la oblación de la Eucaristía[17], y lo ejercen con la recepción de los sacramentos, con la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.

11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMÚN EN LOS
      SACRAMENTOS

La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia[18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más íntimamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan más estrechamente[19] a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y culmen de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella[20]; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica no indistintamente, sino cada uno según su condición. Una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios, aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de las ofensas hechas a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, hirieron; y ella, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión. Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los sacerdotes, la Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren para que los alivie y los salve (cf. Sant., 5, 14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8, 17; Col., 1, 24; 2 Tim., 2, 11-12; 1 Pe., 4, 13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios. Además, aquellos que entre los fieles tienen el carácter del orden sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, de esta manera, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7, 7)[21]. Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios, para perpetuar el pueblo de Dios en el decurso de los tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno y con especial cuidado la vocación sagrada.

Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto.

12. EL SENTIDO DE LA FE Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO
      CRISTIANO

El Pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Heb., 13, 15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1 Jn., 2, 20 y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los Obispos hasta los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del sagrado magisterio, al que sigue fielmente, recibe, no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2, 13), se adhiere indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf. Jud., 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuyendo sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12, 11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor., 12, 7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos; pero el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que tienen autoridad en la Iglesia, a quienes sobre todo compete no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5, 12 y 19-21).

13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL ÚNICO PUEBLO DE DIOS

Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42, gr.).

Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios, porque de todas recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el Espíritu Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades, riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues otros muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más estrecho, estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de operarios apostólicos y de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de Dios son llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10). Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.

14. LOS FIELES CATÓLICOS

El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a los fieles católicos. Enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o permanecer en ella.

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia "con el cuerpo", pero no "con el corazón"[26]. No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad[27].

Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la Madre Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como suyos.

15. VÍNCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO CATÓLICOS

La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos los que veneran efectivamente las Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el Hijo de Dios Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún: cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la acción para que todos se unan en paz, de la manera que Cristo estableció en un rebaño y bajo un solo Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación, para que la imagen de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.

16. LOS NO CRISTIANOS

Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varios motivos[32]. En primer lugar ciertamente, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9, 4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, el aliento y todas las cosas (cf. Hech., 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2, 4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna[33]. La Divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que entre ellos se da, como preparación al Evangelio[34], y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida. Pero más frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para la gloria de Dios y la salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc., 16, 16), promueve con toda solicitud las misiones.

17. CARÁCTER MISIONERO DE LA IGLESIA

Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20, 21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28, 18-20). Este solemne mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo heredó de los Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hech., 1, 8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "¡Ay de mí si no evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el Espíritu Santo a cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo, para que amándolo, crezcan hasta quedar llenos de El. Con su obra consigue que todo lo bueno que halla depositado en la mente y en el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios, dichas por el profeta: "Desde donde sale el sol hasta el poniente se extiende mi nombre grande entre las gentes, y en todas partes se le ofrece una oblación pura" (Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.


[15] Cf. S. Cipriano, Epist., 69, 6: PL 3, 1.142 B. Hartel, 3 B, p. 754; "Sacramento inseparable de unidad".

[16] Cf. Pío XII, Aloc. Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954), p. 669. Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 555.

[17] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928), pp. 171 s. Pio XII, Aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956), p. 714.

[18] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a. 2.

[19] Cf. Cirilo de Jer., Catech., 17, de Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic Cabasilas, De vita in Christo, libro III, "de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3 et q. 72, a. 1 et 5.

[20] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), sobre todo, pp. 552 s.

[21] 1 Cor., 7, 7: "Cada uno recibe del Señor su propio don: uno de una manera y otro de otra". Cf. S. Agustín, De Dono Persev., 14, 37: PL 45, 1.015 siguientes: "No sólo la continencia es un don de Dios, sino también la castidad de los casados".

[22] Cf. S. Agustín. De Praed. Sanct., 14, 27: PL 44, 980.

[23] Cf. Juan Crisóstomo, In Io., Hom., 65, 1: PG 59, 361.

[24] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 16, 6, III, 22, 1-3: PG 7, 925 C, 926 A et 958 A. Harvey, 2, 87 et 120-123. Sagnard. Ed. Sources Chrét., pp. 290-202 et 372 ss.

[25] Cf. S. Ignacio, M., Ad Rom., Praef.: Ed. Funk, I página 252.

[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: "Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18, 24: col. 189: In Io. Tr. 61, 2: PL 35, 1800, y con frecuencia en otras partes.

[27] Cf. Lc., 12, 48: "A todo aquel a quien se le dio mucho, mucho se le pedirá". Cf. también Mt., 5, 19-20: 7, 21-22; 25, 41-46; Sant., 2, 14.

[28] Cf. León XIII, Epist. Apost., Praeclara gratulationis, 20 jun. 1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.

[29] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-1896), p. 738. Epist. Encycl. Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31 (1898-1899), p. 11. Pío XII Mensaje radiof. Nell'alba, 24 dic. 1941: AAS 34 (1942), p. 21.

[30] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20 (1928), p. 287. Pío XII, Litt. Encycl. Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36 (1944), p. 137. [31] Cf. Instr. S. S. C. S. Oficio, 20 dic. 1949: AAS 42 (1950), p. 142.

[32] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 8, a. 3, ad 1. [33] Cf. Epist., S. S. C. S. Oficio al Arzobispo de Boston: Denz., 3.869-72. [34] Cf. Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1: PG 21, 28 AB.

[35] Cf. Benedicto XV, Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), p. 440, sobre todo, pp. 451 ss. Pío XI, Encycl. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926), pp. 68-69: Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957), pp. 236-237.

[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. S. Justino Dial., 41: PG 6, 564. S. Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG 7, 1.023. Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid. Ses. 22, cap. I. Denz. 939 (1742).