CULTO

I. Noción y naturaleza

Este artículo tiene por objeto esclarecer una noción, no ofrecer material. El mundo industrializado y técnico puede imaginar que el c, está trasnochado, porque es improductivo. Ya Kant opinaba que el c. es expresión de < manía religiosa» y de «falsa fe». Más al fondo van las objeciones de L. Feuerbach y K. Marx en el siglo pasado. Según Feuerbach la idea de Dios es una personificación de los deseos y anhelos humanos en una figura absoluta distinta del hombre. Si el hombre no quiere debilitarse y perderse a sí mismo, no debe consagrarse a esta figura de la fantasía, sino a sus semejantes. Sólo el hombre es Dios del hombre. Por eso debe éste convertirse de amigo de Dios en amigo del hombre, de creyente en pensador, de orante en trabajador. Feuerbach no quiere abolir el culto, sino darle una dirección exclusivamente horizontal. Marx, en lugar del Dios que él caracteriza como invención humana, pone a la sociedad liberada de la propiedad privada y del Estado. A ella conviene la adoración o el culto que el pueblo ha tributado anteriormente a Dios, al crear la religión como opio eufórico en su situación atribulada. Lo que aflora en tales doctrinas pervive en muchas teorías y prácticas de la actualidad, y se sitúa en la perspectiva profética que dibuja el apocalipsis de Juan. En el capítulo 13 se desenvuelve la antítesis <culto de Dios-culto del mundo» en la imagen de las dos bestias.

En todas estas concepciones se desconoce el carácter específico de lo religioso que se representa en el c., tal como ha sido demostrado por la actual filosofía de la religión (R. Otto, M. Scheler, H. Scholz, B. Welte y otros). La cuestión del c. está unida de la manera más estrecha al problema del hombre. Si el hombre es entendido únicamente en la dimensión económica y política, sólo como homo faber o como animal sociale et politicum, debe condenarse el c. como capricho que roba tiempo, y es inútil e incluso dañoso. Pero si se mira la auténtica trascendencia como existencial humano fundamental, el c. aparece como expresión de la esencia, sin la cual quedaría baldío y mutilado un campo esencial del hombre. En esta visión, el c. es un proceso por el que el hombre cumple una función para realizarse a sí mismo. El c. supone que Dios se acerca al hombre ofreciéndole su gracia, de manera que éste puede alcanzarlo. Puesto que el c. sólo es realizable como respuesta a la palabra de Dios, tiene el carácter de encuentro saludable del hombre con Dios.

Dado este alcance antropológico del c., se comprende que sea tan antiguo como la humanidad y que, aun presentando gran diversidad de formas, no falte completamente en ninguna parte, ni en las religiones de la naturaleza ni en las superiores. Por los fenómenos históricos puede deducirse qué cosa sea el culto. Lo decisivo es la adoración de Dios o de lo divino realizada en signos visibles y la esperanza de vida y salvación ligada a tales signos. En el cristianismo, el c. posee una propiedad especial y singular por jesucristo (carácter cristiano del c.).

Muy discutida fue la cuestión de si el sujeto del c. es siempre un grupo o si puede serlo también un individuo. La mayoría de los teólogos y estudiosos de la religión se inclina a la primera sentencia. No cabe, sin embargo, discutir que en sus actos de adoración a Dios el individuo obra también cultualmente. Pero este obrar, como toda la existencia del individuo, está sostenido y marcado por la comunidad.

II. Teología del culto

En el terreno bíblico, el c. desempeña un papel central, ante todo en la antigua alianza. Cierto que en los escritos veterotestamentarios no se emplea la palabra c.; pero sí aparece allí un grupo de instructivas palabras sobre el servicio. Después de una actividad cultual de los patriarcas, que para nosotros está en muchos casos envuelta en tinieblas, en la época de Moisés el c. estuvo marcado por la prohibición de las imágenes y por la introducción de la tienda santa y del arca de la alianza. El c. consistía sobre todo en el sacrificio (holocausto y banquete sagrado). En la época de la monarquía experimentó un auge muy considerable, al trasladar David el arca de la alianza a Jerusalén y convertir con ello a esta ciudad en centro del culto, y luego al edificar Salomón el templo y declarar Ezequías a Jerusalén como lugar único del c. de Israel. Gran influjo ejerció el ambiente cananeo, en cuanto de allí penetró en Israel la idea de fiesta. Las fiestas, sin embargo, se configuraron de acuerdo con la fe propia, como conmemoraciones de las acciones salvadoras de Dios. Por el c. fue creado el pueblo de Dios y constituido una y otra vez como tal. Una ampliación considerable y de grandes consecuencias experimentó el c. en la cautividad de Babilonia. Como quiera que en este tiempo no podía realizarse el sacrificio cultual, el c. tomó la forma de oración y predicación. En la comunidad de Qumrán el c. sólo se celebraba como liturgia de la palabra. Con la destrucción de Jerusalén acabó el c. como sacrificio en todo el judaísmo.

Los escritos. neotestamentarios expresan la convicción de que Cristo trajo también la consumación del c. veterotestanientario. Como representante de toda la humanidad, Cristo es el sujeto propiamente dicho del c. En él se ha hecho presente en la historia humana Dios mismo, el Logos del Padre, como la salvación personal. El hombre jesús se entregó sin reservas a Dios en nombre y en favor de todos los hombres. En la Escritura él es descrito con una serie de fórmulas cultuales. Es el templo (Jn 2, 19), el santo de Dios (Mc 1, 24), el sumo sacerdote (Act 2, 17), el único mediador (Act 8, 6; 9, 15; 12, 24; 1 Tim 2, 5), el liturgo (Act 8, 2). En virtud de su estructura ontológica y existencial, su vida entera fue acción cultual. Con plena abertura, estaba constantemente orientado a la voluntad del Padre para cumplirla absolutamente. En la muerte de cruz su espíritu de obediencia se concentró con la máxima intensidad, en cuanto él se puso a disposición del tribunal de gracia del Padre como representante de toda la humanidad pecadora. Su muerte vino a ser así muerte expiatoria por la que los hombres se reconciliaron de nuevo con Dios. Murió como oblación (Ef 5, 2; Act 7, 27, etc.), como víctima (Jn 1, 29.37; 1 Pe 1, 29; Ap 5, 6.12; 13, 8). Los escritos neotestamentarios ponen en boca de Cristo mismo la proclamación del carácter salvífico de su muerte (Mt 26, 26ss; Mc 14, 22ss; Lc 22, 19s). Su muerte es el sacrificio de alianza para el nuevo y verdadero pueblo de Dios. Su eficacia salvadora se reveló en la resurrección. E1 sacrificio fue anticipado (según los sinópticos, no según Pablo; cf. también -->eucaristía) antes de su realización histórica bajo la forma de una cena de Jesús con sus apóstoles. De máximo alcance fue el mandato que Cristo dio a los suyos, durante la celebración cultual anticipada, de que celebraran también ellos la memoria de su muerte en la forma de una comida, hasta que él volviera. En estado de glorificación sigue presente en la comunidad formada por él y en torno a él como su cabeza, operando la salvación por medio del Espíritu Santo que él envió.

Cuando el nuevo pueblo de Dios se congrega para celebrar su memoria en el Espíritu Santo (espiritualización del c.), mira tanto hacia el pasado del Gólgota y de la mañana pascual, como hacia arriba, hacia el Señor glorificado, el cual, como sujeto del c. que obra en el Espíritu Santo por su comunidad, que es la Iglesia, su cuerpo místico a él incorporado, repristina lo que una vez aconteciera, hasta tal punto que su carne y sangre hechos presentes en el signo del pan se convierten en sujetos o portadores de la dinámica salvadora del Gólgota. De este modo, todo el pueblo de Dios puede entrar en el proceso de salvación eterna de entonces y entregarse al Padre en Cristo y por Cristo su Señor. En este hecho central, el pueblo de Dios se hace cada vez más y cada vez más profundamente lo que es: cuerpo de Cristo; y así se realiza a sí mismo. Al mismo tiempo, los que toman parte en el sacrificio que se realiza en el signo de una comida fraternal, se unen cada vez más vivamente para formar una comunidad de hermanos. Todo otro obrar de la Iglesia está marcado por la celebración eucarística como centro de su vida. A la postre, cuanto en la Iglesia se hace en conformidad con su naturaleza, está determinado por la muerte salvadora de Cristo, aun cuando no todo tenga carácter de sacrificio. La Iglesia es el sacramento universal en que permanecen vivas y operan las fuerzas salvadoras de Cristo. En este sentido toda acción de la Iglesia tiene carácter cultual y esto es válido lo mismo de su predicación de la palabra :que de la ejecución de los signos sacramentales.

El c. de la Iglesia está siempre sostenido por todo el pueblo de Dios, aun cuando en su realización concreta sólo tome parte en cada caso un grupo determinado. Tiene carácter oficial (cultus publicus a diferencia del cultus privatus, c. no oficial). El c. sólo puede desarrollar su eficacia salvífica en el individuo, si éste se entrega al acto cultual con decisión personal por la fe. La participación eficazmente salvífica incluye el amor a Dios y al prójimo. Agustín da tal importancia a la unión fraternal de todos los que participan en el c., que la tiene por elemento esencial de toda celebración eucarística. Agustín declara que el sacrificio sobre el altar de piedra carece de sentido, si no va acompañado del sacrificio sobre el altar del corazón. La participación viva en el c. eucarístico demuestra su fecundidad en toda obra de misericordia, en toda palabra buena, en todo buen consejo, en todos los esfuerzos por configurar al mundo de manera digna del hombre; de suerte que por una parte-toda la vida cristiana recibe carácter cultual, y, por otra, el c. resultaría estéril si no repercutiera en la vida diaria en el mundo, es decir, si el servicio de Dios no se desplegara en el servicio al hermano; c. y moral están estrechamente unidos. La Iglesia realiza su acción cultual hasta la consumación de los tiempos, para que todas las generaciones puedan participar de la acción salvadora de Cristo y alcanzar así la salvación eterna. El c. en su forma de signo acabará cuando retorne Cristo para consumar su obra en un diálogo consumado y bienaventurado de los hombres con Dios y entre ellos mismos, en un intercambio que ha de progresar en profundidad y anchura por toda la eternidad. En su acción cultual, la Iglesia mira también necesariamente al futuro consumado (escatología del c.), que está bajo el velo de los signos desde la muerte y resurrección de Cristo.

Michael Schmaus