Admirable visión de lo esencial de nuestra fe, el
Icono de la Trinidad es sobre
todo una presencia del misterio que tiene que realizarse en nosotros. El Icono no es un espectáculo para mirar: el Icono representa un misterio de la fe y por lo tanto de la vida, y esta vida tiene que germinar, tomar cuerpo en el corazón de aquel que mira y reza ante el Icono. El Icono sólo tiene sentido si toma vida en ti: es
en tu corazón donde el Icono
encuentra su cumplimiento. Del Icono surge una llamada potente: “Sed uno, como yo y el Padre somos
uno” (Cfr. Juan 17, 12). Y es que el hombre está hecho a imagen del Dios
trino, y en su naturaleza la
Iglesia-Comunión está inscrita como su última verdad. Todos los hombres estamos llamados a reunirnos en el mismo y único cáliz, a levantarnos al nivel del corazón divino y a tomar parte en la Cena mesiánica, a llegar a ser un único Templo-Cordero. Todo irradia su propia luz, luz que no es de este
mundo; luz que nos recuerda
el mediodía esplendoroso, el sol del Verbo encarnado; luz del Tabor y de la Parusía; luz donde se conjugan el Alfa y el Omega; luz por la que el Espíritu Santo vuelve radiante la humanidad de Cristo. El Icono resplandece con los colores del más allá.
La contemplación acaba así
en un recogimiento en el que la paz supera toda paz. Calla el hombre, y se llena de estupor, porque descubre la ardiente pero indecible cercanía del Misterio. Y sólo lo descubre a través del silencio. |
Ven. Descálzate. Deja a un lado tu soberbia y tus
miedos, y acerquémonos
juntos al encuentro del Misterio. Ven. Entra en silencio. Déjate seducir por Aquel que
ya te ha cautivado, al igual
que a tantos otros cuyos nombres sólo Él conoce. Ven. Confiesa ante este Icono, con humildad, el
“Credo” y descubrirás
también la fuerza del “evangelio contemplativo”. Pero ¿qué puedo decirte de lo que nada se puede
decir? ¿Cómo expresarte con
palabras lo que “ni el ojo vió ni el oído oyó ni nunca llegó al corazón del hombre”?. Ven. Vamos hacia las fuentes, busquémos al Señor con
secillez de corazón,
pues se deja hallar por aquellos que creen en Él sin ponerle a prueba, se manifiesta a los que no desconfían, se deja encontrar por los que le buscan y contemplar por los que le aman... He aquí que bajo la Encina de Mambré, Abraham vió a
tres hombres, acogió a
un único huesped y agasajó a un solo Dios: “Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es
solamente uno” (Deuteronomio
6, 4). Entre el ser y la nada sólo existe la Trinidad:
fundamento inamovible que une lo
personal y lo comunitario y da el sentido último a todo. La imagen del Dios uno y trino se convierte para el creyente en guía de su propia existencia. Nicolai Rublev acabó de pintar el Icono de la
Trinidad en el año 1425.
Podemos decir con certeza que no existe en ningun otro sitio nada parecido en cuanto a potencia de síntesis teológica, riqueza simbólica y belleza artística. Rublev recrea la vida trinitaria, a través de la
inequívoca diversidad y del
movimiento de amor que identifica a las Personas sin confundirlas. Es como si Rublev pudiera respirar el aire de la eternidad y viviera en los espacios del corazón divino para convertirse así en cantor del amor. Es su oración hecha vida la que se aparece a
nuestros ojos en forma de color y
luz. Oración que se une a la propia oración sacerdotal de Cristo: “Para que todos sean uno... para que el amor con que
tú me has amado
esté en ellos y también yo esté con ellos” (Juan 17, 12ss). En este Icono podemos distinguir tres planos
superpuestos:
1.- El pasaje
bíblico de la visión de los tres peregrinos que Abrahán
acogió
bajo la Encina de Mambré (Génesis 18, 1-5). Pero al haber suprimido Rublev del Icono a Abrahán y a Sara, nos invita a penetrar más profundamente en el misterio que encierran sus rasgos. 2.- La economía
divina. Los tres peregrinos forman el “Consejo eterno”.
Así, el paisaje cambia de significado: la tienda de Abrahán se convierte en un Palacio-Templo; la Encina de Mambré se convierte en el árbol de la Vida; el cosmos, un trozo esquemático de la naturaleza, en signo de la presencia del Invisible; y el cordero, ofrecido como comida, deja paso al cáliz eucarístico. Los cuerpos de los ángeles, ligeros y esbeltos, son
larguísimos (catorce veces
el tamaño de la cabeza, cuando lo normal suele ser siete); las alas dan la inmediata impresión de lo inmaterial y la ausencia de peso; al no haber perspectiva, se elimina la distancia; la profundidad en la que todo desaparece en la lejanía, por efecto contrario, acerca las figuras mostrándonos que Dios está ahí y en cualquier parte. Los tres están hablando y el tema podría ser el
pasaje de Juan (3, 16).Pero la
Palabra de Dios es siempre acto, por eso, la Palabra toma la figura sacrificial del cáliz. 3.- El tercer plano sólo se sugiere, porque es
trascendente e inaccesible. Pero
sin embargo está presente porque la economía de la salvación emana de la vida íntima de Dios. Dios es amor en sí, y su amor por el mundo no es
otra cosa que el reflejo de
este amor. La donación de sí, expresión de la sobreabundancia del amor, está representado por el cáliz. Los tres están agrupados en torno al alimento divino: en medio del cáliz está el cordero, el cual enlaza este convite con la palabra del Apocalipsis: el Cordero ha sido inmolado antes de crear el mundo. El Amor, el sacrificio, la inmolación preceden al acto de la creación del mundo y son su orígen. Los tres están en reposo: es la paz suprema del ser
en sí; pero este reposo es
una auténtica éxtasis. |
TRINIDAD:
LUZ DE IMPERCEPTIBLE
ETERNIDAD |
2-1.- "CREO EN UN SOLO DIOS"
“Uno” es soledad.
“Dos” es división. “Tres” es el número que supera la
separación. Un solo Dios y tres Personas que poseen una misma y única naturaleza. Tres Personas y una sola naturaleza: absoluta unidad
en la diversidad. Estáis
unidos, no para confundiros, sino para conteneros benévolamente. Cada Persona tiene una manera única de contener el mismo ser y de recibir y comunicarlo a las otras. Tres Personas sentadas en torno a una mesa. Cuerpos
alargados, cuerpos
divinizados que nos sugieren que lo esencial es invisible a los ojos de los hombres. Cada uno lleváis un signo, que viene señalado por
los cetros que
inmediatemente atraen nuestra mirada hacia él. Detrás de ti, Padre, está el árbol de la vida: según San Isaac, “el árbol de la vida es el amor trinitario del cual cayó Adán”. Tu cetro, Señor, muestra la casa, la Iglesia-cuerpo- de-Cristo. Y Tú, el Espíritu, te perfilas sobre el fondo de la roca escalonada, símbolo de la montaña, el cenáculo, el Tabor, lo elevado, el éxtasis, la atmósfera de los espacios y de las cimas proféticas. La verticalidad del Templo y de vuestros cetros
señala las líneas de fuerza
verticales, la aspiración de lo terrestre hacia lo celeste, donde el impulso encuentra su término. Os habéis puesto el vestido pascual: el manto sobre
los hombros, el bastón en
la mano y unas sandalias en los pies. Parecéis peregrinos que han emprendido un largo viaje y están dispuestos a continuar el camino, dejando atrás el pasado y avanzando hacia la tierra prometida. Y tenéis alas, no sois de este mundo; venís de “otra parte” y váis “más allá”. Los tres sois idénticos: tenéis una misma y única
figura; los rostros se parecen
y no tienen edad: podéis ser eternamente jóvenes o ancianos inmortales; lleváis una misma aureola, porque poseéis una misma dignidad; tenéis una túnica azul, signo de la verdad divina que os habita; el oro intenso de vuestras alas y el de los tronos sobre los que estáis sentados nos recuerdan la sobreabundancia de la vida; y lleváis en la mano izquierda un bastón rojo, símbolo del mismo poder que compartís y signo también del Dios peregrino que una vez salió a nuestro encuentro enviándonos a su único Hijo, el cual compartió con nosotros la vida que Él mismo nos había dado, al partir nos dejó su Espíritu y prometió volver junto a nosotros para conducirnos a la casa del Padre. Sí, prometiste voover, por eso llevas todavía el
bastón del peregrino en la
mano: en verdad, Tú eres un Dios siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo. Trinidad: un solo Dios en tres Personas. Imagen de
la unidad en la
multiplicidad, comunidad del amor mutuo. Porque nuestro Dios es como el padre de la parábola, el cual dice a su hijo: “Todo lo que es mío es tuyo” (Lucas 15, 31). Padre, Tú quieres compartir con nosotros todo lo que
tienes, empezando por
lo más valioso que posees: tu Hijo y tu Espíritu; el Hijo, para que sea Enmanuel, “Dios-con-nosotros”; y el Espíritu, para que sea la fuente de nuestra libertad, “Dios-en-nosotros”. Y Tú, Señor, no tienes más que un deseo: volvernos
hacia el Padre en ese
impulso de amor que está en nosotros: el Espíritu Santo. Y Tú, el Espíritu, sólo tienes un deseo:
identificarnos con Cristo para dirigirnos
con Él hacia el Padre. Sí, este debería ser nuestro deseo:
“Estar allí donde está la Trinidad y el fulgor de
su esplendor... Trinidad
de la que incluso las sombras confusas me llenan de emoción” (San Gregorio Nacianceno). |
2-2.- "PADRE TODOPODEROSO"
Padre, Tú estás en medio. Llevas una orla dorada
--signo del amor divino--
encima de una túnica color púrpura --color de la realeza--, que me coloca al principio, en el orígen de la creación: es el color que poseía el alba pre-eterna que se elevaba sobre el abismo, privado todavía de vida y de luz: alba de la eternidad de Dios, alba de la historia que comienza cuando resuena la primera palabra de Dios: “Hágase la luz” (Génesis 1, 3). Tu actitud, Padre, expresa la paz hierática y la
inmovilidad, el acto puro, el
principio estático de la eternidad; y al mismo tiempo, la onda creciente del movimiento de la mano derecha, junto con la inclinación del cuello y la cabeza, expresa el principio dinámico: “Es la mayor paradoja que estabilidad y movimiento sean la misma cosa” (San Gregorio de Niza). Inefable misterio este que auna el Absoluto de los
filósofos, el Acto Puro de
los teólogos y el Dios vivo de la Bíblia. Visto desde lejos, en el icono sólo se distingue la
túnica púrpura con la orla
dorada y el manto azul, los cuales toman la forma de una llamarada: recuerdo de la zarza que ardía sin consumirse ante la mirada de Moisés. “El que está cerca de mí está cerca del fuego”. Tú eres el primero, el Soberano, el que domina en la
visión del icono. Tú no
tienes principio, y en ti todo tiene su orígen. Tú engendras al Hijo y de ti procede el Espíritu. |
2-3.- "CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA,
DE TODAS LAS COSAS VISIBLES E INVISIBLES"
Detrás de ti, Padre, y ligeramente desplazado a tu
izquierda, está la encina, que
en la dimensión trinitaria del icono se convierte en el “árbol de la vida” (Génesis 2, 9), el árbol que colocaste en el centro del jardín del Edén. Tú eres la fuente y el orígen de toda vida, Tú eres
el Creador y el que hace que
todo sea: “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él,
que es el Señor del
cielo y de la tierra...” (Hechos 17, 24). “Mi Padre sigue trabajando” (Juan 5, 17).
El árbol está ligeramente desplazado hacia la
derecha, mientras que la cabeza
está inclinada hacia la izquierda. Con ese simple desplazamiento, Rublev expresa las palabras del Credo: CREADOR DE TODAS LAS COSAS VISIBLES E INVISIBLES. Tu mano derecha hace un doble gesto: indicas con tus
dos dedos el camino de
la salvación, es decir, la unión en Cristo de las dos naturalezas, la humana y la divina; y, por otra parte, bendices el cáliz e inclinando la cabeza hacia el Hijo pareces darle a conocer Tu voluntad, investirle de una misión: “Si Tú quieres... hacerte hombre significa asumir el cáliz”. La manga de tu túnica forma una exagerada curva
convexa, que en el lenguaje
simbólico de las líneas representa siempre la expresión, el ofrecimiento, la palabra, la revelación. El Padre se ofrece y se revela en su Hijo. Tú, Padre, eres el orígen de todo y precisamente por
eso eres el silencio. Tú te
revelas a través del Hijo: “A Dios nadie le ha visto nunca: el Hijo único que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer” (Juan 1, 18). Nadie ha visto nunca al Padre. Los Apóstoles “escucharon, vieron con sus
ojos, contemplaron y tocaron con sus manos” al Hijo, al “visible del Padre” (1ª Juan). Desde entonces, nosotros tenemos acceso a Él por los sacramentos (especialmente por el pan y el vino de la Eucaristía), la Escritura leída con fe, y todo hombre contemplado como imagen suya. |
2-4.- "CREO EN UN SOLO SEÑOR, JESUCRISTO,
HIJO UNICO DE DIOS,
NACIDO DEL PADRE ANTES DE TODOS LOS
SIGLOS"
Señor, Tú estás a la derecha del Padre. Eres el
único de los tres que lleva
puesto el manto. Tu manto es de color tierra, porque sólo Tú te has hecho hombre. Pero al hacerte hombre no perdiste tu categoría de Dios, por eso el manto marrón tiene manchas azules y verdes. La inaccesibilidad del Padre en la densidad de sus
colores y la tiniebla de su
luz, se vuelve por ti, Señor, revelación accesible y presencia cercana al hombre: “Os anunciamos la vida eterna que estaba vuelta
hacia el Padre y que se
nos manifestó” (1ª Juan 1, 2). “Al principio existía la Palabra, y la Palabra
estaba con Dios y la
Palabra era Dios” (Juan 1, 1). Y la Palabra entró en la historia:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto
con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos --es decir, la Palabra de Vida-- eso os anunciamos, porque la vida se hizo visible, nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella” (1ª Juan 1, 2). |
2-5.- "DIOS DE DIOS, LUZ DE LUZ,
DIOS VERDADERO DE DIOS VERDADERO,
ENGENDRADO, NO CREADO,
DE LA MISMA NATURALEZA QUE EL PADRE"
Señor, Tú eres engendrado por el Padre como
revelación de su Palabra, como
enviado para darnos la salvación: “Tanto amó Dios al mundo que dió a su Hijo único
para que quien crea
en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Tu posición hierática expresa la atención suprema,
la receptividad, la
aceptación: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad,
sino la voluntad de
Aquel que me ha enviado” (Juan 6, 38). “En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede
hacer nada por su
cuenta, sino lo que ve hacer al Padre” (Juan 5, 19). Los pleigues de tu manto indican la decisión de
renunciar a ti mismo para no
ser otra cosa que el Verbo del Padre: “Yo digo lo que he visto hacer a mi Padre” (Juan 8, 38).
“Las palabras que yo os digo, no las digo por mí
mismo; el Padre que
está en mí es el que hace sus obras” (Juan 14, 10). Como si te amoldaras al Padre, todo en ti son formas
verticales, que en el
lenguaje simbólico de las líneas indica receptividad. Vuestros cuerpos parecen imbricados el uno en el otro: “Creed que el Padre está en mí y yo en el
Padre” (Juan 10, 38).
Indivisible unidad:
“Nadie puede venir a mí si el Padre no le
atrae” (Juan 6, 44).
No podemos ir al Padre si no es por ti,
Señor:
“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al
Padre sino por mí.
Si me conociérais a mí, conoceríais también a mi Padre... Porque el que me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14, 6-7. 9). |
2-6.- "POR QUIEN TODO FUE HECHO"
“Por medio de Él fueron creadas todas las cosas...
todo fue creado por él y
para él; él es anterior a todo y todo subsiste en él” (Colosenses 1, 16-17). “Todo se hizo por la Palabra, y sin ella no se hizo
nada de cuanto existe,
y, de cuanto existe, ella es la vida” (Juan 1, 3. 2-7.- "POR NOSOTROS LOS HOMBRES,
Y POR NUESTRA SALVACIÓN, BAJÓ DEL CIELO,
Y POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO
SE ENCARNÓ DE MARÍA, LA VIRGEN,
Y SE HIZO HOMBRE"
Tú, Señor, el Hijo, Dios de toda eternidad, igual al
Padre, asumiste una
naturaleza semejante a la nuestra, sujeta a la muerte. “A pesar de su condición divina, no hizo alarde de
su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Filipenses 2, 6-7). Tú, Padre, inclinas la cabeza hacia el Hijo, e
indescriptible es tu mirada: mirada
que se posó sobre el mundo en génesis y “vió que era bueno”; mirada que se posó en María; mirada que se posó en tu Hijo al nacer en Belén, al bautizarse en el Jordán, al transfigurarse en el Tabor, al ser clavado en la cruz sobre el Gólgota y al resucitar de la muerte a la vida. Indescriptible, Señor, es tu mirada: mirada que se
posó en tus discípulos, en la
muchedumbre hambrienta, en Zaqueo, en el joven rico o en la pecadora arrepentida. Miradas del Padre y del Hijo que saben y aceptan;
miradas que se reconocen
en el amor; miradas donde se dice todo, en las cuales todo se crea y nosotros somos recreados; miradas de infinita profundidad... Silencio; todo se dice con la mirada, y es que la
Palabra de Dios alcanza el
mismo silencio del hombre. Inmensa tristeza en Ti, Padre, porque sabes cuál es
el precio de lo que pides a
tu Hijo... pero también amor y afecto sin medidas porque sabes que tu Hijo ha aceptado ya, sin reservas, entregarse hasta el fin: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto, en quien me complazco; escuchadle” (Mateo 17, 5). Infinita tristeza en Ti, Señor, que vuelves tu
rostro hacia el Padre pero tus ojos
miran más allá y parecen contemplar ya la cruz sobre el Gólgota: “Mi Padre me ama porque doy mi vida para recobrarla
de nuevo. Nadie
me la quita, yo la doy voluntariamente” (Juan 10, 17-18). “Y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte
y una muerte de
cruz” (Filipenses 2, 8). Padre, amando, con inefable tristeza, le hablas del
Cordero inmolado cuyo
sacrificio culmina en el cáliz que bendices. Y Tu rostro, Señor, sombreado por la cruz, aparece pensativo mientras expresas tu acuerdo con el mismo gesto de bendición. Si tu mirada, Padre, en su profundidad sin fondo,
contempla el único camino
de salvación, tu apenas perceptible mirada, Señor, traduce tu consentimiento, y tu actitud de obediencia da ya cumplimiento al Evangelio: “En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios envió a su Hijo único al mundo... para que vivamos por él” (1ª Juan 4, 9). Y Tú, Señor, dirigiéndote al Espíritu, pareces
decir: “¡Sólo con tu ayuda!”. Y
tiendes tu mano con un gesto de bendición hacia el cáliz, pero la retiras como con miedo: Señor, es tu lucha en el Huerto de los Olivos la noche del prendimiento. Allí todo era ausencia, hasta dormían los
discípulos. En soledad tuviste que
asumir el dolor del hombre en su inmensidad; en soledad bajaste hasta los infiernos humanos del abandono, el fracaso, la angustia y el tormento. Y la lucha se prolongaba: sudor de sangre que caía
en tierra: “Padre, líbrame
de esta hora”. Pero, ¿cómo rechazar la voluntad del Padre?: “Padre, si quieres, aparta de
mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22, 42). Y el Espíritu parece decirte: “Yo estoy siempre contigo a la hora del
cáliz”...
Y en el Huerto de los Olivos un ángel lo consolaba (Cfr. Lucas 22, 43). Detrás de ti se levanta una construcción, la
entrada de un edificio que es tu
inmediata prolongación,y forma cuerpo contigo. En la lectura trinitaria del Icono, la tienda de Abrahám se ha convertido en la Iglesia-Cuerpo-de-Cristo. Bajo el nuevo templo te encuentras Tú, el Hijo, el constructor del templo, porque eres “la roca desechada por los arquitectos que ahora se ha convertido en roca angular”. “Él es la imagen del Dios invisible, primogénito de
toda criatura... Todas
las cosas fueron creadas por él y para él... y él es también la cabeza del cuerpo, la Iglesia” (Colosenses 1, 15-18). Mientras que la roca y el árbol, es decir el cosmos
mineral y el mundo vegetal,
están atrapados en un movimiento circular, la Iglesia se mantiene derecha, sólidamente anclada sobre sus pilares. Y el movimiento parece romperse contra ella. La Iglesia es prolongación de Cristo en la
Historia, y su misión es recapitular en
ella la ciencia y la riqueza humana de todos los pueblos para darles la forma y el rostro de Cristo. Ella se vuelve, con los brazos abiertos, hacia el mundo en movimiento para elevarlo, para orientarlo hacia lo alto. Ella se levanta, maternalmente, para proteger y orientar la vida hacia su culmen. Ella se yergue como roca inalterable... Y la parte dorada del Templo, que sobresale como una fuerza de protección, simboliza la protección maternal de la Theotokos, la Madre de Dios, y del sacerdocio de los santos. |
2-8.- "CREO EN EL ESPÍRITU SANTO,
SEÑOR Y DADOR DE VIDA"
Tú, el Espíritu, estás situado a la izquierda del
Padre. Sobre tu manto azul
llevas en bandolera un manto verde, signo de tu acción en el mundo creado. Verde y azul son también colores que representan al agua y la vegetación. Nada puede vivir sin agua. Verde y azul son los colores que mejor nos recuerdan la acción del Espíritu vivificador. Vuelto hacie el Padre y el Hijo, tu cuerpo parece
acogerles y, al mismo tiempo,
depender de ellos. Con la cabeza inclinada pareces escuchar con atención lo que dicen para meditarlo. Tú dependes de este diálogo en el que está en juego toda la creación. Tú escuchas los secretos de Dios para revelárnoslos, pues tú difundes sobre nosotros los frutos de este diálogo: “El defensor, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho” (Juan 14, 26). Tú, el Espíritu de Dios, el Espíritu de la Verdad
que “vive en nosotros y está
en nosotros” (Juan 14, 17), Tú nos das a conocer el verdadero nombre de Cristo; Tú nos recuerdas sus palabras para que comprendamos toda la riqueza que encierran. 2-9.- "QUE PROCEDE DEL PADRE Y DEL HIJO"
Tú, el Espíritu, procedes del Padre y del Hijo. Tú
naces de su oración
silenciosa. Porque “el Espíritu lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios” (1ª Coríntios 2, 10), y por medio de ti nos ha revelado Dios lo que ha preparado para los que le aman (Cfr. 1ª Coríntios 2, 10). Tú no hablas en Tu propio nombre. Desvelas lo que ha
ocurrido y anuncias lo
que tiene que venir. Tú nos guiarás hasta la verdad completa: “porque no hemos recibido el Espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios para que conozcamos los dones que recibimos de Dios” (1ª Coríntios 2, 12). Tú eres el único que se nos ha dado poseer en
nosotros, como soplo de
nuestro soplo, como vida de nuestra vida, fuerza de nuestra inteligencia, corazón de nuestro corazón: “El Espíritu se une a vuestro espíritu para dar
testimonio de que somos
hijos de Dios” (Romanos 8, 16). “Y la prueba de que somos hijos de Dios es que Dios
envió a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba! ¡Padre!” (Gálatas 4, 6). Señor, Tú eres la Palabra que el Padre pronuncia, y
Tú, el Espíritu, eres el que
nos hace perceptible esa Palabra mientras permaneces escondido, misterioso, silencioso: “No hablará por sí mismo”
(Juan 16, 13).
“Tu nombre, tan deseado y constantemente proclamado,
nadie podría
decir cuál es” (San Simeón el nuevo teólogo), La dulzura de tus líneas tiene algo de maternal.
Todo en ti son curvas
cóncavas, que en lenguaje simbólico del Icono representan la obediencia, la atención, la abnegación, la receptividad. Tus atributos más importantes son la Vida y la Luz.
Sobretodo la Luz es
potencia de revelación, por eso al Dios revelado se le llama “Dios de la luz”. Tu poder “ilumina a cada hombre” (Juan 1, 9) y es la fuente de todo conocimiento pues “en tu luz vemos la luz” (Salmo 35, 10). En el primer día de la creación, Tú te convertiste
en fuente fulgurante del
“hágase la luz”. Pero esta luz no es el elemento óptico que aparecerá con el sol con el cuarto día. Esta luz inicial, la luz del “principio” en el sentido absoluto, es la revelación más absoluta del Rostro de Dios, porque en definitiva el “hágase la luz” significa para el mundo en potencia “hágase la revelación” y por tanto “venga el Revelador”, venga el Espíritu de Dios. Tú, el Espíritu, “eres la
alegría eterna del Padre y del Hijo”
(Gregorio
Palamás). Con Tu inclinación y con el impulso de todo Tu ser
estás en medio del Padre y
del Hijo: Tú eres el Espíritu de la Comunión. Es en tu soplo que el Padre va hacia el Hijo, el Hijo recibe al Padre y resuena la Palabra en el corazón del hombre. “Por el Espíritu reconocemos a Cristo como Hijo de
Dios, y por el Hijo
contemplamos al Padre” (San Juan Damasceno). Tu mano izquierda cae y parece cubrir, proteger, el
rectángulo-mundo. Con ese
gesto nos señalas que la bendición del Padre y del Hijo está dirigida hacia el mundo del hombre. Tu mano nos recuerda la figura de una paloma con las alas desplegadas: desde el instante en el cual el Hijo aceptó su misión vivímos en el “ahora de Pentecostés”. Sobre Tu cabeza hay dibujada una roca desplazándose
hacia la izquierda como
una ola. Esta roca simboliza el mundo material, pues Tú eres el que actúa en el mundo y en Ti todo se convierte en movimiento. Y ese movimiento es el que arrastra todo lo creado hacia el Padre para encontrar definitivamente su reposo en el Hijo. Y es que Tú no pretendes acaparar nuestra atención
sobre Ti. Tu misión es
hacer que despierte en nosotros la luz de la fe para que podamos pasar por el pórtico de la Trinidad. Tanto la roca como el árbol, que están como doblados
por un soplo, se unen
al movimiento circular que emana de la Trinidad. Así, toda la creación está comprendida en el medio divino, participa en su vida y en su movimiento. Rublev ha representado el cosmos, gravitando, con
asombrosa seguridad, en
torno al hombre-microcosmos encerrado en el rectángulo-mundo. Tras San Ireneo, los Padres Griegos desarrollaron la doctrina de la recapitulación: el cosmos, es decir, todo el universo mineral y vegetal, encuentra su culmen y está recapitulado en el hombre vivo que “es la gloria de Dios”. |
3-1.- EL CÍRCULO:
EL DIOS ÚNICO Y EL DIOS VIVO
La mirada del que reza delante del Icono descubre un
círculo, que manda
sobre el conjunto del Icono como la eternidad manda sobre el tiempo, y cuyo centro está en la mano del Padre, el Pantocrator. El círculo es la representación de la eternidad
divina, la imagen de la unidad
perfecta de la Trinidad, perfección que no es estática porque en el centro de su ser, Dios es la vida incesante, intercambio creador. El círculo nace en el pie izquierdo del Espíritu,
continúa en la inclinación de su
cabeza, pasa al angel del medio, arrastra tras de sí, de manera irresistible el cosmos (la roca y el árbol) y se resuelve en la posición vertical del Hijo, donde entra en reposo, como si fuera un receptáculo. En un sentido y en otro, circula un flujo que expresa la vida misma de Dios: intercambio incesante y sin límites en el seno del único que es fuente de todo el universo creado. Pero el círculo no está cerrado. Si lo estuviera
significaría que creemos en un
Dios que se “basta” a sí mismo, un Dios “encerrado” en sí mismo. El círculo roto, sin embargo, significa que creemos en un Dios que “sale” de sí mismo para ir al encuentro del hombre y “darse” sin pedir nada a cambio; significa que nuestro Dios “necesita” dialogar con el hombre, hacer camino con él y compartir todo lo que “es” y “tiene”. 3-2.- EL TRIÁNGULO:
LAS RELACIONES
Aunque los tres ángeles son absolutamente parecidos,
sus respectivas
posiciones y sus gestos no pueden intercambiarse. Hay un solo Dios, pero vive en tres Personas. Cada
una de ellas es Dios, pero
se distingue de las otras por las relaciones que mantiene con ellas y con el mundo creado. La concepción que tiene Rublev de los ángeles
expresa la unidad y la
semejanza (podríamos tomar un ángel por otro); pero la diferencia está en la expresión personal de cada uno de ellos hacia los otros, y sin embargo no hay repetición ni confusión. Si ponemos sobre la cabeza del Padre el punto
superior de un triángulo
equilatero que tiene por base la parte inferior del Icono, encontramos en él la unidad y la igualdad de la Trinidad en cuyo vértice está el ángel del centro, subrayándonos así su posición de supremacía: Él es la fuente y el orígen. Este triángulo incluye las manos de los ángeles que están a su lado: para los Padres de la Iglesia, el Hijo y el Espíritu son “las manos del Padre con las cuales ha dado forma al mundo” (San Ireneo). Ahora bien, si tomamos como base del triángulo la
parte superior del icono y
por vértice el rectángulo-mundo, obtenemos un segundo triángulo en cuyo interior quedan atrapadas las cabezas del Hijo y del Espíritu. Si el Padre es fuente de todo, el Hijo y el Espíritu están dirigidos hacia nosotros, destinados a nuestro mundo: del Hijo recibimos la redención, y del Espíritu, la vida de Dios. 3-3.- LA CRUZ:
RESCATADOS POR EL HIJO
Los bastones del Padre y del Hijo forman los
extremos de las líneas verticales
de la cruz; las cejas del Padre y la mano derecha del Hijo, delimitan los extremos de las líneas horizontales. Las líneas horizontales inscriben las tres cabezas
aureoladas; entre las dos
líneas verticales podemos poner una línea que partiendo del árbol, pasa por la mano del Padre y el cáliz, y echa sus raíces en el rectángulo-mundo. “Al igual que por un solo hombre, Adán, entró en el
mundo el pecado, y
con el pecado la muerte...” (Romanos 5, 12), ... del mismo modo, por medio de uno solo, Cristo, vino la salvación al mundo y con la salvación la vida. Por eso, el árbol que en el jardín del Edén era el
árbol de la vida y se convirtió
en el árbol de la muerte, echa ahora sus raíces en el rectángulo-mundo para dar testimonio de una vida renacida: la primera Alianza, prometida a Abrahán bajo la encina de Mambré, le anunciaba una descendencia sobre la tierra; la segunda Alianza, perfecta y definitiva, se realiza gracias a la Encarnación del Hijo. Pero, si Él se encarna es para ofrecerse en sacrificio, y un sacrificio realizado "de una vez para siempre" (Hebreos 9, 12) pero revivido en cada Eucaristía que celebramos, pues por medio de ella recibe nuestro mundo la vida nueva que aspira poseer. 3-4.- PRIMERA ELIPSE:
EL HOMBRE BUSCA A DIOS
Descubrimos una primera elipse que parte del
rectángulo-mundo, pasa por la
mano del Espíritu, recorre su contorno, pasa por la cabeza del Padre y tras envolver al Hijo acaba en la parte inferior de su trono. El flujo de actividad de esta elipse deja en
evidencia el camino que el hombre
debe recorrer cuando despierta al mundo de la fe y quiere participar de la vida de Dios. Para salir del rectángulo-mundo, para salir de sí
mismo, el hombre tiene que
descubrir que es un ser habitado por el Espíritu, y que éste sólo tiene un impulso: conducirnos al Padre. Si verdaderamente somos hijos adoptivos, Dios nos
llama a compartir su
intimidad, a penetrar en el movimiento del círculo de la perfección divina. Es por el Espíritu que vive en nosotros que el rectángulo-mundo se une a la Trinidad, y por Él nos es devuelta la dignidad primera: la de ser hijos como el Hijo. 3-5.- SEGUNDA ELIPSE:
DIOS SE "DA" AL
HOMBRE
Si invertimos el sentido de la primera elipse,
tendremos una segunda cuyo flujo
de actividad nos hace descubrir que Dios ofrece al hombre la felicidad y la vida. Esos dones llegan hasta nosotros porque el Hijo fué
capaz de aceptar la misión
que el Padre le encomendó. Esa misión exigía de Él una entrega completa, sin condiciones, a la voluntad del Padre; misión que cumplió con la ayuda del Espíritu. 3-6.- EL OCTÓGONO:
SIGNO DEL REINO
Los tres ángeles están encerrados en un octógono
perfecto. Las Escrituras nos
dicen que Dios creó todas las cosas en seis días, y al séptimo descansó. Por tanto, el octavo día viene a significar el día en el que el Reino se hace presente para el hombre, el día en el que por fín veremos a Dios cara a cara. 3-7.- LOS CÁLICES
Cada una de las “partes” que configuran el Icono de Rublev tiene
su
correspondiente cáliz: Ä el cáliz del Hijo está
sobre la mesa: en su interior está el cordero degollado;
Ä el cáliz del Espíritu
es la mesa: en el lenguaje iconográfico representa a
la
Palabra; Ä el cáliz del Padre está
formado por el espacio vacío que queda entre el Hijo
y el Espíritu; Ä el cáliz del hombre
está situado en el suelo, en el espacio que queda entre
los escabeles del Hijo y del Espíritu. 3-8.- LA MESA:
LA PALABRA Y LA EUCARISTÍA
La mesa a la que estáis sentados es rectangular y
tiene, por tanto, cuatro
esquinas. El número cuatro se identifica en la Escritura con las cuatro partes del mundo, los cuatro puntos cardinales que, en los Padres de la Iglesia, era la cifra simbólica de los “cuatro animales” de la visión de Ezequiel (1, 5ss) y del Apocalipsis (4, 7ss), que posteriormente fueron identificados con cada uno de los evangelistas. Así pues, la mesa representa a la Sagrada Escritura y el anuncio de la Buena Noticia a lo largo y ancho del orbe. La Mesa-Altar simboliza la Bíblia que ofrece el
cáliz, fruto de la Palabra. El
cáliz se situa en medio de la mesa, porque el Antiguo Testamento prefigura el Nuevo Testamento, y el Nuevo Testamento da cumplimiento al Antiguo Testamento. Sobre la mesa, un cáliz, en el cual hay un cordero
preparado para el sacrificio:
“He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1, 19). Por tanto, el Cordero es figuración de la
Eucaristía: “El que come mi carne y
bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él” (Juan 6, 56). Todo está dispuesto para cuando llegue la hora de la
total donación. El
Cordero inmolado antes de la fundación del mundo es el Cordero-Templo de la nueva Jerusalén; la cena de Cristo y su promesa de beber el fruto de la vid en el Reino del Padre, incluyen el tiempo en la eternidad. Debajo del cáliz, en el centro de la mesa, hay un
rectángulo. En la Edad Media,
se pensaba que la tierra era rectangular. Por lo tanto ese rectángulo es nuestro mundo, somos nosotros y nuestra tierra. En el centro de la Trinidad, bajo su altar, está la tierra de los hombres. Este mundo nuestro está más aquí de Dios, como un ser de naturaleza distinta, pero dentro del círculo sagrada de la comunión del Padre. Pero la mesa no está completa. Hay un sitio libre
para aquel que reza delante
del icono. Pero como el hombre no es Dios, aunque está llamado a vivir junto a Dios, no tiene un trono donde sentarse, sino que su sitio es el suelo, ese espacio hueco que queda entre los escabeles: así, la figura del hombre orante cierra el círculo de la vida de Dios. Sí, el suelo, la tierra, es el lugar que el hombre
tiene que ocupar incluso cuando
se sienta a la mesa de Dios; nos sentamos en el suelo pero participamos de la misma mesa, la mesa del Reino: Reino en el cual no habrá ni llanto ni dolor, porque el Señor enjugará las lágrimas de nuestros ojos. |
Mikel Pereira |