Mira al que amas y ama al que miras. Mira
quién te mira y déjate amar en su mirada, porque para Dios, mirar es amar. Pon tus ojos en sus ojos, y a sus pies,
calla,
adora, contempla, espera y ama. Descubre su ternura; apasiónate por su
libertad; déjate interrogar por su programa de vida; asómbrate ante su fidelidad a la voluntad del Padre; déjate conducir por sus enseñanzas y su estilo de vida. Descubre los gestos, las palabras, las
actitudes y los sentimientos de Jesús, y hazlos tuyos. |
EL RINCÓN DE LA MEDITACIÓN
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MIRA AL QUE TE
AMA |
MIRA AL QUE TE AMA
Cuando se cumplió el tiempo, Tú, nuestro Dios, sin
dejar de ser el Dios
escondido, te hiciste hombre entre los hombres para que pudiéramos descubrir en Ti el verdadero rostro del prójimo. Tú nos has creado a Tu imagen y semejanza, y al
hacerte hombre y tomar un
rostro humano, privilegiaste el rostro como lugar de encuentro con el "Misterio". En la prisión indefinida del mundo, el rostro abre
una brecha hacia la
trascendencia, marca el límite entre este mundo y el otro, entre la palabra y el silencio. Mirado sobre el fondo oscuro de la nada, el rostro
es como un archipiélago
deshabitado; mirado sobre el fondo del sol, el rostro te revelará a alguien que está siempre más allá, extrañamente ausente, alguien que desde su pobreza y su desnudez te mira y te habla, te invita y espera que las miradas se encuentren en una acogida recíproca. Si aprendes a mirar con el corazón, todos los rostros te parecerán únicos, inimitables. Si alguna vez has estado frente a una persona buena
que respira paz y
bendición, tal vez hayas sentido que te envolvía y te asociaba a su inmensidad; de la misma manera, encontrarte cara a cara con Cristo significa "estar en Él": ¿serás capaz de entrever lo invisible a través de lo visible? ¿ Sabrás contemplar su rostro sabiendo que esta contemplación te transformará por completo? Déjate mirar, contempla la fuerza inextinguible de su rostro, y serás conducido hacia la eternidad... El Icono nos recuerda la afirmación de los primeros
testigos de la fe:
"lo que existía desde el principio... los hemos
visto y contemplado con
nuestros ojos... La vida se manifestó, nosotros lo hemos visto y damos testimonio" (1ª Juan 1, 1-2). Pero ya el Antiguo Testamento anunciaba la Epifanía
del Inaccesible, la
llegada de la imagen del Inimaginable, a través de temas como el "nombre" o el "rostro": Ä Jacob pidió a
"aquel"
que luchaba con él desde que llegó la noche hasta rayar el
alba:
"'Díme tu nombre'. Pero él le contestó: '¿Por qué
me preguntas por mi
nombre? Es misterioso'" (Cfr. Génesis 32, 30). Ä Moisés no se conforma con escuchar a Dios en la
"tienda del
encuentro", por eso pide al Señor: "Déjame ver tu rostro". (Exodo 33, 18).
Aquí se encierra toda la esperanza y la lucha del
hombre que quiere
encontrar su verdadero rostro, porque sabe que ha sido "creado a imagen y semejanza de Dios" (Génesis 1, 27). El pueblo de Israel es un pueblo plenamente
consciente de su singularidad,
pues sabe mantenerse en pie frente a un Tu Absoluto. Pero necesitó una larga lucha de fidelidad a través de la experiencia del vacío del desierto o del abandono del exilio y la esclavitud para descubrir toda la riqueza que se escondía en la revelación: a medida que Dios se iba revelando, el Padre iba mostrando al pueblo de Israel el verdadero valor del prójimo. Por eso, Señor, tu propio rostro está abierto a dos
vertientes:
Ä hacia el Otro, aquel que está
en el principio: eres completamente
transparente a Aquel que Tú mismo llamabas Padre, ese Abismo Inaccesible del cual todo proviene y que se revela como la fuente de una infinita ternura, fuente del "soplo" que te anima y a través del cual somos animados nosotros. La imagen del Padre se encarnó, y ello supuso la
ruptura de la cadena de los
rostros condicionados por la finitud, nacidos para morir. Tu rostro, nacido para la vida sin fin, nos libera de la finitud y nos resucita. Ä hacia el otro, es decir el prójimo: porque en Tu
rostro, Señor, se realiza la
asunción de toda la humanidad y de todo el universo. En Ti, el rostro de la humanidad queda revivificado, porque Tu irradiación penetra hasta lo más hondo y lo hace transparente a Tu luz, a esa secreta incandescencia del Espíritu. Desde tu Encarnación todo ha quedado dominado por
el rostro humano de
Dios. Cristo, Tú eres el Icono de Dios, el primero, el verdadero, el único. Tú has venido a liberar al hombre de toda mitología, de todos los ídolos, no suprimiendo la imagen y la palabra, sino revelando la verdadera figura humana de Dios, inaugurando una nueva economía en la cual todo se convierte en sacramento de Dios. Tu fe no te conduce hacia un centro, sino hacia
Jesús de Nazaret, muerto y
resucitado; tu fe te coloca siempre frente a su rostro. Así, el icono de Cristo te recuerda que celebras la fiesta del encuentro, porque el icono hace que surja ante ti una persona que se comunica, entra en relación contigo y te arrastra hasta colocarte en presencia de Dios, presencia hecha de luz y de silencio. El Señor te enseña que hay que guardar silencio
para saber acoger. Su rostro
se convierte así en el icono vivo del amor, la paz y la profundidad del silencio interior. Señor, los iconos te representan siempre de frente.
El perfil es ya una
ausencia o un signo de dominación: mientras que los emperadores y los reyes, es decir "los que gobiernan las naciones", se hacen representar de perfil en las medallas, Tú, Señor, nos miras de frente, Tú no vuelves la espalda a nadie, Tú nos esperas, en todo momento y en todo lugar, para ofrecernos tu silenciosa acogida y tu inolvidable presencia, porque Tú acoges a cada uno como a un "tu" único. Cristo, Tú eres el Dios-hecho-hombre, el
Dios-hecho-tierra y tierra
transfigurada. Tu rostro tiene el color de la tierra petrificada por la luz. A veces, también el rostro de los hombres llega a
parecer "quemado" por
la búsqueda del "Dios escondido", porque el Dios vivo es conocido en la medida que es desconocido, por eso nunca cesa el Cantar de los Cantares: Ä "Yo dormía, pero mi
corazón velaba" (5, 2).
Ä "Cuando oí a mi amado
que me decía: 'Ven a mí, porque ha pasado
el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan las flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oir en los campos; apuntan los frutos en la higuera, la viña en flor difunde su perfume'..." (2, 10-13). Ä "Ven a mí, tú que
anidas en los huecos de la peña, en las grietas del
barranco déjame ver tu figura, déjame escuchar tu dulce voz y ver tu hermosa figura..." (2, 14). Ä "Por la noche buscaba
al amor de mi alma" (3, 1).
Ä "Abrí a mi amado,
pero mi amado se había ido de largo. Le busqué
y no le encontré... Me encontraron los centinelas, los que hacen la ronda de la ciudad: '¿Vísteis al amor de mi alma?' -les pregunté"... (3, 2-3). Ä "Pero ellos me
golpearon, me hirieron, me quitaron el manto los
centinelas de las murallas". (5, 7). Ä "Y las muchachas de
Jerusalén me dijeron: '¿A dónde fué tu amado,
oh tu, la más bella? ¿A dónde tu amado se volvió para que contigo le busquemos?'". (6, 1). Ä "Es fuerte el amor
como la muerte, es centella de fuego, llamarada
divina" (8, 6). Pablo, en su carta a los Filipenses (2, 6-8), al hablarte de la plenitud
y el
vacío, de Dios y del esclavo crucificado, te da la medida del amor loco que Dios siente por el hombre. Por una locura de amor, Tú, el Verbo, Te humillaste
voluntariamente hasta
los últimos límites de la separación, hasta el vacío de la muerte, ese lugar donde todavía no había llegado la presencia de Dios, ese lugar donde todo era ausencia. Paradoja del amor del Dios Inaccesible: paradoja de
un amor que sufre y
muere crucificado; paradoja de un Dios que por amor quiere llenar las sombras que sólo el hombre puede proyectar, o el vacío que sólo el ser humano puede crear cuando trata de escapar de la muerte dándose muerte; paradoja de un Dios que, para que la desesperación más glacial diera paso a la luz de la Pascua, quiere conocer el abandono de la cruz; paradoja de un abismo que en Cristo se revela como el seno del Padre; paradoja de un Dios que se "da" gratuitamente y llega hasta ti como un amor más fuerte que la muerte; paradoja de un Dios "todopoderoso" que, en lugar de presentarse ante ti cambiando las piedras en panes, prefiere la absoluta pobreza de la cruz: los brazos abiertos, las manos agujereadas, el costado traspasado... Mendigo del amor que te llama silenciosamente a la reciprocidad del amor. El amor busca la reciprocidad. La existencia del
otro significa para Ti, oh
Dios, una vulnerabilidad. Por Tu humillación te convertiste en un Dios pobre, abandonado y crucificado; un Dios que participa, desde el interior, del dolor del hombre y se hace infinitamente más cercano porque ya no hay separación. Señor, Tu rostro no marca una frontera, ni posee
ninguna magia que fascine;
Tu rostro es una abuertura de luz en la cual la diferencia se confirme pero la separación queda abolida para descubrirnos que has sido capaz de asumir la historia personal de toda la humanidad, porque, sin dejar de ser Dios, has enraizado en ti el ser del hombre. 1.- EL ICONO
El icono te ofrece la verdad del rostro, esa verdad
que presientes al ver
dormir a un niño o en los momentos de intensa y silenciosa confianza de la amistad y el amor. A lo largo de toda la historia del hombre, la
revelación de Dios aparece
como la manifestación de su persona y de su amor: su última manifestación se hizo a través de un rostro humano desnudo de toda altivez, indiferencia o mentira. Todo el icono muestra una profusión de luz, pero en
ningún lugar del mismo
descubrimos dónde está su fuente, y es que Dios, "todo en todos y en todo", es su luz, una luz que no produce sombras, porque llega de todas partes a la vez y nada le resulta opaco. Cristo transfigurado, Tú eres el "Sol de justicia"
que hace brillar su luz sobre
la tierra de los hombres, Tú eres el sol que no conoce el ocaso. 2.- EL ROSTRO
Sobre Ti, Señor, reposa el Espíritu, y por eso eres
todo rostro, todo
mirada, todo luz, como una visión de fuego. Señor, Tu rostro tiene la forma de una cruz
invertida, en él intuímos la silueta
de un pájaro que vuela en picado para recordarnos que Dios ilumina y guía al hombre, y su Espíritu planea sobre la faz de la tierra. En Tu rostro sereno, Señor, el hombre puede
encontrar, aun en medio de su
mayor desesperación, una razón para la esperanza; incluso cuando se siente excluído, despreciado o torturado, en Tu rostro pascual puede descubrir su rostro de eternidad. Señor, en Tu rostro las señales de la finitud y de
la muerte no están ausentes,
sino que, como dice Pablo, se encuentran "alcanzadas por la vida", recordándonos que el rostro que ahora vemos devastado, un día lo encontraremos transfigurado, y que el rostro que ahora está desfigurado, un día quedará resucitado. Señor, Tu rostro transfigurado, nos mira y acoge y
es como una puerta
abierta al más allá de tu Reino y al aquí y el ahora de nuestro presente. Señor, Tú nos enseñas a descubrir tu rostro a
través del rostro de tantos
hombres que pasan por este mundo trabajando incansable y humildemente, tratando de tejer cada día una trama que sea cada vez más fuerte que las fuerzas de la nada. Aprende a contemplar el icono y descubrirás que el
rostro es el lugar donde
todo comienza a arder: el cuerpo del Señor tiene la forma de una llama contenida que resplandece al fin en la mirada. Y es que la mirada que ve lo invisible es la única
que sabe acoger:
Ä "¿Cómo puede ser
ofrecido nuestro cuerpo como sacrificio agradable
a Dios? Cuando nuestros ojos tienen una mirada llena de dulzura, como está escrito: 'Aquel cuya mirada es dulce será perdonado'". (Gregorio Palamás). Los filósofos existencialistas han dicho todo sobre
la mirada que petrifica al
hombre en la exterioridad, le roba el mundo y hace de él una ausencia vacía. Pero ellos han perdido la capacidad de mirar las cosas desde arriba hacia abajo -lo celeste iluminando lo terrestre-, y prefieren mirar de abajo hacia arriba -lo terrestre borrando lo celeste. Y sin embargo Tu mirada, Señor, aun siendo inmóvil
y silenciosa está
colmada de un silencio que nos interpela y nos recuerda que estamos en este mundo de paso hacia otro mundo, que nuestra luz es reflejo de otra luz. Y es Tu silencio, ese silencio que convierte Tu rostro en presencia de un más allá, el que enciende en nosotros la esperanza de recibir una palabra de vida como lo demuestra la hinchazón de Tu cuello dispuesto para soplar sobre todos nosotros la fuerza de Tu Espíritu. Señor, el espacio de los ojos abre Tu rostro hacia
el interior. Tu mirada,
envuelta en esa dolorosa alegría o feliz tristeza que se hace presente cuando la "memoria de la muerte" se convierte en "memoria de Dios", deja entrever que los ojos son en el hombre el lugar de la mayor desnudez ante el infinito. Tus orejas son como pequeñas conchas vueltas hacia
arriba, signo de Tu
contínua escucha de la Palabra de Dios, así como de Tu constante atención al silencio que es "el lenguaje del mundo futuro". Con tu fuerza transformas el agua del dolor en vino
de fiesta; con Tu
fidelidad transformas la banalidad cotidiana en fuego eucarístico; con Tu donación haces de la vida una ofrenda al Padre; con Tu solidaridad haces de la tierra fraterno compartir, restaurando nuestra unidad original al hacer de nosotros un solo cuerpo: todos somos "miembros los unos de los otros" al compartir el pan de la Eucaristía. Si buscas la vida, y a tu alrededor no encuentras
más que signos de muerte,
recuerda que Él es la Vida, una vida que es más fuerte que la muerte, y que con su resurrección te ha abierto las puertas de la vida que no conoce el ocaso. Déjale actuar y no olvides que si le excluyes de tu
vida Él ocupará tus
abismos; pero si te vuelves líbremente hacia Él, si abres la puerta de tu corazón a este mendigo, te harás transparente a su luz y Él se convertirá en tu dolorosa y creadora alegría. Con el tiempo, una belleza moldeada desde dentro,
una belleza que sale del
corazón, una belleza que brilla a causa de un sol secreto, una belleza tejida por la paciencia, la confianza y el humilde servicio, puede iluminar un rostro. "Los justos brillarán como el sol en el Reino del
Padre" (Mateo 13,
43). Resplandecen ya, secretamente, con una luz que, a veces, nos deslumbra. Mikel Pereira
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