MISTERIOS DE CRISTO
VocTEO
 

El término misterio (con su forma plural misterios) se deriva de la palabra griega mystérion. Originalmente significaba algo que no podía ser dicho; el plural mystéria, por su parte, significaba las celebraciones cultuales secretas en las que se participaba después de una iniciación (por ejemplo, los misterios eleusinos, los de Mitra, etc.); en el ambiente gnóstico se trataba de revelaciones secretas hechas sólo a los perfectos.

En la traducción bíblica de los Setenta, mystérion significa cultos paganos (cf. Sab 12,5; 14,15.23), o bien planes secretos de los políticos (cf. Tob 12,7.11; Jdt 2,2); en la apocalíptica del judaísmo tardío, los acontecimientos de los últimos tiempos, ya prontos ante Dios para ser realizados y revelados en una visión a los profetas (cf Dn 2,28ss; 4,6; Hen Aeth. 83,7). En el Nuevo Testamento mystérion aparecen varias veces, especiaimente en las cartas paulinas y deuteropaulinas (pero también hay que tener presente a Mt 13,1 1; Mc4,11 1; Lc 8,10: ,"los misterios del Reino").

El significado fundamental del término es el siguiente: el mystérion es el designio de salvación ideado y establecido por Dios (Padre) desde toda la eternidad de recoger (recapitular) a la familia humana (con su mundo) en torno a Jesucristo, su primogénito (cf. Rom 8,29-30) y su amado (cf. Ef 1,6), así como el reconciliador de sus hermanos por medio de su ofrenda sacrificial (cf. Ef 1,7); este misterio se va realizando a lo largo de los siglos y tiende a su plena actualización escatólógica. Se ha revelado en los últimos tiempos (los actuales) en Cristo a la Iglesia y es llevado al conocimiento y predicado en el mundo entero, mediante el ministerio eclesial de anuncio y de testimonio de vida (cf. especialmente Col 1,25ss; Ef 3; Rom 16,25; también Mc 4,1 1).

En las fuentes neotestamentarias se dan dos tendencias en la consideración de Jesucristo como misterio: la «kerigmática», que se centra en el anuncio de Jesucristo crucificado/resucitado, es decir, en el misterio pascual (así ocurre en los discursos de Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, en las cartas de san Pablo y en otros escritos neotestamentarios); y la «evangélica» representada por los cuatro evangelios, empeñada en la narración de los acontecimientos históricos de la vida de Jesús (las palabras, los hechos, las actitudes, la pasión y la muerte), pero en la perspectiva de la confesión de fe en él, como Señor glorioso y como Cristo, a fin de ofrecer a los lectores unos contenidos capaces de concretar su camino de seguimiento y de testimonio del Señor (cf. Lc 1,1-4). Así pues, los «evangelios» son el anuncio de los «misterios de la vida de Jesucristo» hecho por la comunidad cristiana d~ los orígenes, que constituyen la fuente y - el punto de referencia de todo testimonio, reflexión, meditación y asimilación vital de los mismos en las épocas sucesivas.

La Iglesia de los Padres dedicó también una gran atención al único misterio de Cristo, realizado en una multiplicidad de momentos. Especialmente en la instrucción catequética presentó e ilustró la riqueza de sus contenidos, La celebración de los diversos momentos de la vida de Cristo en determinados días del año litúrgico, que se iba constituyendo, llevó a los Padres a detenerse en los momentos más significativos del vivir histórico del Logos/Hijo de Dios: el bautismo, la Pascua, la pasión, en un período posterior la Navidad, etc., y a subrayar la presencia y la eficacia salvífica a lo largo de los tiempos en los ritos sacramentales, llamados precisamente misterios No obstante, las controversias cristólógicas de los siglos IV-VI y la preocupación por aclarar la identidad personal divina de Cristo y la integridad de sus naturalezas divina y humana los llevaron gradualmente en el plano de la reflexión teológica a centrarse en la encarnación del Logos eterno de Dios en Cristo, como misterio de salvación, sin atender adecuadamente a los momentos de su vida histórica como acontecimientos mistéricos. Una tendencia inversa en la vida de la Iglesia de los primeros siglos se observa en la producción exuberante de escritos apócrifos, muy empeñados en ofrecer noticias detalladas de la vida misteriosa de Cristo y preocupados quizás de colmar lagunas presentes en la predicación corriente sobre él.

La Edad Media cristiana, a partir del siglo XI, empieza a mostrar un vivo interés por la humanidad de Jesucristo y por tanto por los diversos momentos en que se concretó históricamente. La teología monástica, especialmente la cisterciense con san Bernardo, puso ante el espíritu del monje los ejemplos de la vida de Cristo como temas de meditación espiritual y de imitación cotidiana. Los movimientos de vida evangélica de los siglos XII-XIII atendieron a la vida concreta de Cristo, especialmente a su pobreza. San Francisco de Asís se impuso, como programa de vida, referirse sólo al Jesucristo del evangelio y a los contenidos cristológicos salvíficos narrados por ellos (cf. el comienzo de sus Reglas y su Testamento).

La teología de las órdenes mendicantes se impuso la tarea de reflexionar críticamente sobre la referencia al Cristo del evangelio. Santo Tomás de Aquino dedicó la parte 111 de su Summa Theologiae a los misterios de la vida de Cristo; san Buenaventura, aunque «teólogo del Verbo», no dejó de contemplar, meditar e ilustrar los misterios de la vida de Jesús, especialmente en sus opúsculos místicos.

En el período que siguió a la gran Escolástica, la teología académica y científica fue marginando cada vez más la temática de los misterios de Cristo, limitó gradualmente su exposición a la encarnación y a la muerte redentora de Cristo y confió la meditación de los contenidos de la vida de Jesús a la devoción popular y a los escritos de edificación espiritual. Los acontecimientos de la vida de Cristo constituyeron, por el contrario, la substancia de la meditación del movimiento de la devotio moderna, en cuyo círculo nació el librito La imitación de Cristo, el de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola y el de la escuela francesa de espiritualidad de los siglos XVI-XVII.

En estos últimos decenios la teología contemporánea, tanto católica como protestante, ha recuperado este filón de contenidos y se ha preocupado de indicar su valor tanto para una reflexión más adecuada sobre el misterio de la salvación de Jesucristo como para la vida de asimilación de sus contenidos por parte de la Iglesia y de cada creyente, llamado a «revestirse" de Cristo y a conseguir que Jesucristo, con los contenidos concretos de la humanidad vividos y santificados por él, sea el motivo y constituya la substancia de su vida y de su testimonio en el mundo. Para ella está claro que el acontecimiento salvífico, el misterio, es uno y único: la realidad una e integral de Jesucristo, la historia del Verbo de Dios hecho carne, raíz y motivo de salvación para el hombre y para el mundo (cf. Col 4,3; Ef 3,4). Sin embargo sabe también que esto se concreta en el tiempo en diversos momentos, cada uno de los cuales tiene su propio contenido, aunque reciba su sentido pleno del conjunto del que forma parte. En su valoración tiene en cuenta esta multiplicidad de momentos y de su significado específico de revelación y de salvación.

En la aproximación a los datos concretos de la vida de Jesús que nos narran los evangelios, la teología y la reflexión espiritual contemporáneas se distancian palpablemente del pasado.

Se acercan a los contenidos cristológicos del Nuevo Testamento con una metodología crítica y con unos instrumentos hermenéuticos que desconocían los siglos anteriores. Esto les hace posible liberar el dato histórico de revestimientos culturales y literales, ligados a esquemas narrativos va superados, y concentrarse en su substancia en la- perspectiva de la fe, que hoy como ayer ve allí la revelación y la realización de la salvación (misterio) ofrecida al creyente para que la asimile de forma productiva en su propia existencia.

G. Iammarrone

Bibl.: M. Serentha, Misterios de Cristo, en DTI. 111, 545-564; A. Grillmeier. Panorámica histórica de los misterios de Jesús en general, en MS, 11111, 245-414; Ch, Duquoc, Cristología, Sígueme, Salamanca 1985; W Kasper, Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1986; P Schoonenberg, Un Dios de los hombres, Herder Barcelona 1972.