DOCUMENTACIÓN

   

 

«La Eucaristía abre al futuro de Dios»

El Pontífice sigue sus catequesis sobre el alimento divino

CIUDAD DEL VATICANO, 25 oct (ZENIT.org).- La audiencia general de esta mañana se ha desarrollado a las 10 de la mañana en la Plaza de San Pedro donde el Santo Padre ha encontrado a grupos de peregrinos y fieles llegados de Italia y de todo el mundo. En su discurso el Papa ha tratado el tema «La Eucaristía abre al futuro de Dios» . Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la catequesis del Santo Padre:

 

1.- «En la liturgia terrena participamos, pregustándola, en la celeste» (SC n.8; cfr GS n. 38). Estas palabras tan límpidas y esenciales del Concilio Vaticano II nos presentan una dimensión fundamental de la Eucaristía: su ser "futurae gloriae pignus", prenda de la gloria futura, según una bella expresión de la tradición cristiana (cfr SC n. 47). «Este sacramento --observa Santo Tomás de Aquino-- no nos introduce enseguida en la gloria pero nos da la fuerza para llegar a la gloria y por esto se llama “viático”"» (Summa Th. III, 79, 2, ad I). La comunión con Cristo que ahora vivimos mientras somos peregrinos y viandantes en los caminos de la historia anticipa el encuentro supremo del día en que «nosotros seremos semejantes a él, porque lo veremos como él es» (1 Job 3,2). Elías, que está en camino en el desierto se derrumba sin fuerzas bajo un enebro y es revigorizado por un pan misterioso hasta alcanzar el encuentro con Dios (cfr 1Re 19,1-8), es un tradicional símbolo del itinerario de los fieles, que en el pan eucarístico encuentran la fuerza para caminar hacia la meta luminosa de la ciudad santa.

2. Es este también el sentido profundo del maná dado por Dios en las estepas del Sinaí, «alimento de los ángeles», capaz de procurar toda delicia y satisfacer todo gusto, manifestación de la dulzura (de Dios) hacia sus hijos (cfr Sap 16,20-21). Será Cristo mismo quien ilumine este significado espiritual de la vivencia del Exodo. Es él quien nos hace gustar en la Eucaristía el doble sabor del alimento del peregrino y alimento de la plenitud mesiánica en la eternidad (cfr Is 25,6). Para usar una expresión dedicada a la liturgia sabática judía, la Eucaristía es un «saboreo de eternidad en el tiempo» (A. J. Heschel). Como Cristo ha vivido en la carne permaneciendo en la gloria de Hijo de Dios, así la Eucaristía es presencia divina y trascenden te, comunión con lo eterno, signo de la «compenetración entre ciudad terrena y ciudad celeste» (GS n.40). La Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, es por su naturaleza aportadora de lo eterno y de lo infinito en la historia humana.

3.- Este aspecto que abre la Eucaristía al futuro de Dios, aún dejándola anclada en la realidad presente, es ilustrado por las palabras que Jesús pronuncia sobre el cáliz del vino en la última cena (cfr Lc 22,20; 1Cor 11,25). Marcos y Mateo evocan en aquellas mismas palabras la alianza en la sangre de los sacrificios del Sinaí (cfr Mc 14,24; Mt 26,28; cfr Es 24,8). Lucas y Pablo, en cambio, revelan el cumplimiento de la “nueva alianza” anunciada por el profeta Jeremías: «He aqupí que vendrán días --dice el Señor-- en los que con la Casa de Israel y de Judá yo haré una nueva alianza, no como la alianza hecha con vuestros padres» (31,31-32). Jesús, en efecto, declara: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». «Nuevo» en el lenguaje bíbl ico, indica normalmente progreso, perfección definitiva. Son todavía Lucas y Pablo quienes subrayan que la Eucaristía es anticipación del horizonte de luz gloriosa propia del reino de Dios. Antes de la Ultima Cena, Jesús declara: «He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros, antes de mi pasión; porque os digo: no la comeré más hasta que se cumpla en el reino de Dios. Tomando un cáliz, dió gracias y dijo: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros, porque os digo: desde este momento no beberé más del fruto de la vid hasta que no venga el reino de Dios» (Lc 22,15-18). También Pablo recuerda explícitamente que la cena eucarística se proyecta hacia la última venida del Señor: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1Cor 11,26).

4.- El cuarto evangelista, Juan, exalta esta tensión de la Eucaristía hacia la plenitud del reino de Dios en el discurso sobre el «pan de vida», que Jesús tiene en la sinagoga de Cafarnaum. El símbolo por el tomado como punto de referencia bíblica es, como ya se sugería, el del maná ofrecido por Dios a Israel peregrino en el desierto. A propósito de la Eucaristía, Jesús afirma solemnemente: «Si uno come de este pan vivirá eternamente (...). Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día (...). Este es el pan bajado del cielo, no como el que comieron vuestros padres y murieron. Quien come de este pan vivirá para siempre» (Juan 6,51.54.58). La «vida eterna», en el lenguaje del cuarto evangelio, es la misma vida divina que traspasa las fronteras del tiempo. La Eucaristía, siendo comunión con Cristo, es por tanto participación en la vida de Dios que es eterna y vence a la muerte. Por esto Jesús declara: «La voluntad de aquél que me ha mandado es que yo no pierda nada de cuanto me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que cualquiera que vea al Hijo y crea en él tenga la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Juan 6,39-40).

5.- A esta luz --como decía sugestivamente un teólogo ruso, Sergej Bulgakov-- «la liturgia es el cielo sobre la tierra». Por esto en la Carta Apostólica Dies Domini, retomando las palabras de Pablo VI, he exhortado a los cristianos a no descuidar «este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara en su amor. ¡Que la participación en él sea al mismo tiempo dignísima y alegre! Es el Cristo, crucificado y glorificado, quien pasa en medio de sus discípulos, para arrastrarlos juntos en la renovación de su resurrección. Es el culmen, aqui abajo, de la alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, etapa de la fiesta eterna» (Gaudete in Domino, conclusión; Dies Domini 58).


 

«Santo Tomás Moro aparece como modelo de santidad para los laicos»

Carta de políticos de todo el mundo al Papa pidiendo su patronazgo

CIUDAD DEL VATICANO, 26 oct (ZENIT.org).- Políticos de todo el mundo han escrito una carta al Santo Padre pidiendo que Santo Tomás Moro fuera declarado patrono de los gobernantes y los políticos. La respuesta positiva del Papa ha sido dada a conocer hoy por el cardenal Roger Etchegaray. Ofrecemos a continuación el texto completo de la carta de los políticos a Juan Pablo II.

Beatísimo Padre, la figura del mártir Santo Tomás Moro suscita desde hace siglos la sincera veneración del pueblo cristiano. Además, el mundo de la cultura y el de la política profundizan en los múltiples aspectos de su vida y de su obra con estudios cada vez más prolijos y con un interés creciente, tanto en el ámbito de los saberes teóricos como en el de los prácticos. La bibliografía especializada aumenta constantemente y presenta características muy significativas: en primer lugar, une a autores de diferentes iglesias y comunidades cristianas (Sir Thomas More figura en el calendario litúrgico de la Iglesia Anglicana de Inglaterra como "martyr"), así como de variadas confesiones religiosas, y no faltan entre ellos los agnósticos, dato que testimonia un interés verdaderamente universal. Además, del estudio de esa bibliografía se desprende una admiración que, más allá de la contribución de Santo Tomás Moro en los distintos sectores en que actuó --como humanista, como apologeta, como juez y legislador, como diplomático o como estadista--, se concentra en su figura humana: si la santidad es siempre, de por sí, plenitud también de lo humano, en el caso de Santo Tomás Moro este hecho es especialmente tangible.

Ya el predecesor de Su Santidad en el solio de Pedro, el Papa Pío XI, en la Bula de Canonización, lo propuso como modelo de probada integridad de costumbres para todos los cristianos y lo definió "laicorum hominum decus et ornamentum". Y la creciente atracción que, precisamente entre los laicos, ejerce esta extraordinaria figura nos habla de una presencia que con el paso del tiempo se hace cada vez más viva, más incisiva, más permanentemente actual.

Santo Tomás Moro aparece como el modelo ejemplar de esa unidad de vida en la que Su Santidad ha cifrado la expresión específica de la santidad para los laicos: «La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también de servicio a los demás hombres» (Exhort. apost. Christifideles laici, n. 17). En Santo Tomás Moro no hubo señal alguna de esa fractura entre fe y cultura, entre principios y vida cotidiana, que el Concilio Vaticano II lamenta «como uno de los más graves errores de nuestra época» (Const. past. Gaudium et spes, n. 43).

En la actividad humanística --en la que cultivó desde el inglés hasta el latín y el griego, así como desde la filosofía, sobre todo política, hasta la teología-- unió el estudio y la piedad, la cultura y la ascética, la sed de verdad y la búsqueda de la virtud a través de una lucha interior dura pero alegre. Como abogado y juez, encaminó la interpretación y la formulación de las leyes (es justamente considerado uno de los fundadores de la ciencia de la common law inglesa) a la tutela de una verdadera justicia social y a la construcción de la paz entre los individuos y las naciones. Más preocupado por eliminar la violencia en sus causas que por reprimirla, no separó la promoción apasionada pero prudente del bien común de la práctica constante de la caridad: sus conciudadanos, en efecto, lo denominaron "patrono de los pobres". La dedicación benévola e incondicionada a la justicia en el respeto de la libertad y de la persona humana fue el norte de su conducta como magistrado. Sirviendo a cada hombre, Santo Tomás Moro era consciente de servir a su Rey --es decir, al Estado--, pero quería, sobre todo, servir a Dios.

Esta tensión hacia Dios permeaba toda su conducta. Su familia, a la que se afanó por procurar una instrucción de elevado nivel moral, fue llamada por sus contemporáneos "academia cristiana". En su faceta de hombre público demostró ser enemigo absoluto de los favoritismos y de los privilegios del poder: profesó un ejemplar desprendimiento de los honores y los cargos y, a la vez, vivió con sencillez y humildad su condición de altísimo servidor del Rey.

Fiel hasta las últimas consecuencias a sus deberes civiles, se expuso a riesgos extremos por servir a su propio País. Consiguió ser un perfecto servidor del Estado porque luchó por ser un perfecto cristiano. «Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21): Santo Tomás Moro comprendió que estas palabras de Cristo, que por una parte afirman la relativa autonomía de lo temporal en relación con lo espiritual, por otra --en cuanto pronunciadas por Dios mismo-- obligan a la conciencia del cristiano a proyectar sobre la esfera civil los valores del Evangelio, rechazando todo compromiso y llegando, si es preciso, hasta el heroísmo del martirio, de un martirio que él personalmente afrontó con profunda humildad.

Su Martirio, dentro de los límites de la prudencia con que debe ser examinada la historia imperfecta de los hombres, es la prueba suprema de esta unidad de valores --fruto de la asidua búsqueda de la verdad y de una no menos tenaz lucha interior-- a la que Santo Tomás Moro supo condicionar toda su existencia. Su extraordinario buen humor, su perenne serenidad, la atenta consideración de las posturas contrarias a la suya y el sincero perdón de quienes lo condenaban muestran cómo su coherencia se compaginaba con un profundo respeto de la libertad de los demás.

Precisamente la actualidad de esta convergencia de responsabilidad política y coherencia moral, de esta armonía entre lo sobrenatural y lo humano, de esta unidad de vida sin residuos, ha movido a numerosas personalidades públicas de varios Países del mundo a expresar su adhesión al Comité para la proclamación de Sir Thomas More, Santo y Mártir, como Patrono de los Gobernantes. Entre los firmantes de la presente instancia hay católicos y no católicos: son hombres de Estado que ejercen su actividad en circunstancias políticas y culturales muy heterogéneas, pero que comparten una misma sensibilidad ante el ejemplo moreano, un ejemplo fecundo que, por encima del mero arte de gobernar, comprende las virtudes indispensables del buen gobierno.

La política nunca fue para él una profesión interesada, sino un servicio con frecuencia arduo al que se había preparado concienzudamente no sólo con el estudio de la historia, las leyes y la cultura de su propio País, sino, sobre todo, por medio de un paciente examen de la naturaleza humana, con su grandeza y sus debilidades, y de las condiciones siempre perfectibles de la vida social. En la política encontró su cauce un asiduo esfuerzo personal de comprensión. Gracias a ese esfuerzo pudo mostrar la justa jerarquía de fines que, en virtud del primado de la Verdad sobre el poder y del Bien sobre la utilidad, todo gobierno debe perseguir. Orientó siempre su actuación en la perspectiva de los fines últimos, esos fines que ningún cambio histórico podrá nunca anular.

Ahí reside la fuerza que lo sostuvo cuando hubo de afrontar el martirio. Fue un mártir de la libertad en el sentido más moderno del término, porque se opuso a la pretensión del poder de dominar sobre las conciencias, tentación perenne --trágicamente atestiguada por la historia del siglo XX-- de sistemas políticos que no reconocen nada por encima de ellos. Fiel a las instituciones de su pueblo --Ecclesia anglicana libera sit, rezaba la Magna Charta-- y atento a las lecciones de la historia, que le mostraban que el primado de Pedro constituye una garantía de libertad para las Iglesias particulares, Santo Tomás Moro dio la vida por defender una Iglesia libre del dominio del Estado. A la vez estaba defendiendo también la libertad y el primado de la conciencia del ciudadano frente al poder civil.

Fue mártir de la libertad porque fue mártir de la primacía de la conciencia, una primacía que, sólidamente enraizada en la búsqueda de la verdad, nos hace plenamente responsables de nuestras decisiones y, por tanto, libres de todo vínculo que no sea el propio del ser creado, esto es, el vínculo que nos une a Dios. Su Santidad nos ha recordado que la conciencia moral rectamente entendida es «testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma» (Enc. Veritatis splendor, n. 58). Nos parece que esa es la lección fundamental de Santo Tomás Moro a los hombres de Gobierno: la lección de la huida del éxito y el consenso fáciles cuando ponen en entredicho la fidelidad a los principios irrenunciables, de los que dependen la dignidad del hombre y la justicia del orden civil. Y nos parece una lección altamente inspiradora para todos los que, en el umbral del nuevo Milenio, se sienten llamados a conjurar las insidias disimuladas pero recurrentes de nuevas tiranías.

Por eso, seguros de actuar por el bien de la sociedad futura y confiando en que nuestra súplica encontrará benévola acogida en Su Santidad, pedimos que Sir Tomás Moro, Santo y Mártir, fiel servidor del Rey, pero sobre todo de Dios, sea proclamado "Patrono de los Hombres de Gobierno".