MENSAJE
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
PARA EL
JUBILEO EN LAS CARCELES
9
de julio de 2000
1. En este Año Santo de 2000, no podía faltar la Jornada del Jubileo en las cárceles. En efecto, las puertas de los Institutos de reclusión no pueden excluir de los beneficios de este acontecimiento a quienes deben transcurrir en ellos parte de su vida.
Pensando en estos hermanos y hermanas, mi primera palabra es desearles que Cristo resucitado, que entró en el Cenáculo estando las puertas cerradas, pueda entrar en todas las prisiones del mundo y encontrar acogida en los corazones, llevando a todos paz y serenidad.
Como
es sabido, en el presente Jubileo la Iglesia celebra de modo especial el
misterio de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, han
pasado dos milenios desde el momento en que el Hijo de Dios se hizo hombre y
vino a habitar entre nosotros. Hoy, como entonces, la salvación traída por
Cristo se nos ofrece nuevamente, para que produzca abundantes frutos de bien según
el designio de Dios, que quiere salvar a todos sus hijos, especialmente a
aquellos que, habiéndose alejado de él, buscan el camino del retorno. El Buen
Pastor sigue continuamente las huellas de las ovejas descarriadas y, cuando las
encuentra, las carga sobre sus hombros y las lleva de nuevo al redil. ¡Cristo
busca el encuentro con cada ser humano, en cualquier situación en que se
halle!
2.
El objetivo del encuentro de Jesús con el hombre es su salvación. Una salvación
que, por otra parte, es propuesta, no impuesta. Cristo espera del hombre
una aceptación confiada, que abra la mente a decisiones generosas, orientadas a
remediar el mal causado y a promover el bien. Se trata de un camino a veces
largo, pero ciertamente estimulante, porque no se recorre en solitario, sino en
compañía y con el apoyo del mismo Cristo. Jesús es un compañero de viaje
paciente, que sabe respetar los tiempos y ritmos del corazón humano, aunque no
se cansa de animar a cada uno en el camino hacia la meta de la salvación.
La
misma experiencia jubilar está en estrecha relación con la condición humana
del paso del tiempo, a la cual quiere dar un sentido: por un lado, el
Jubileo quiere ayudarnos a vivir el recuerdo del pasado aprovechando las
experiencias vividas; por otro, nos abre al futuro en el cual el compromiso del
hombre y la gracia de Dios deben construir juntos lo que queda por vivir.
Quien
se encuentra en prisión piensa con nostalgia o con remordimiento en los tiempos
en que era libre, y sufre con amargura el momento presente, que parece no pasar
nunca. La exigencia humana de alcanzar un equilibrio interior también en esta
difícil situación puede encontrar una ayuda decisiva en una fuerte
experiencia de fe. Éste es uno de los motivos del valor del Jubileo en las
cárceles: la experiencia jubilar vivida entre rejas puede conducir a
inesperados horizontes humanos y espirituales.
3.
El Jubileo nos recuerda que el tiempo es de Dios. Tampoco escapa a este
señorío de Dios el tiempo de la reclusión. Los poderes públicos que, en
cumplimiento de las disposiciones legales, privan de la libertad personal a un
ser humano, poniendo como entre paréntesis un período más o menos largo de su
existencia, deben saber que ellos no son señores del tiempo del preso.
Del mismo modo, quien se encuentra encarcelado no debe vivir como si el tiempo
de la cárcel le hubiera sido substraído de forma irremediable: incluso el
tiempo transcurrido en la cárcel es tiempo de Dios y como tal ha de ser
vivido; es un tiempo que debe ser ofrecido a Dios como ocasión de verdad, de
humildad, de expiación y también de fe. El Jubileo es un modo para recordarnos
que no sólo el tiempo es de Dios, sino que los momentos en los que sabemos
recapitular todo en Cristo se convierten para nosotros en un « año de gracia
del Señor ».
Durante
el período del Jubileo, cada uno está llamado a sincronizar el tiempo del
propio corazón, único e irrepetible, con el tiempo del corazón misericordioso
de Dios, siempre dispuesto a acompañar a cada uno a su propio ritmo hacia la
salvación. Aunque la condición carcelaria tiene a veces el riesgo de
despersonalizar al individuo, privándolo de tantas posibilidades de expresarse
a sí mismo públicamente, todos han de recordar que delante de Dios no es así:
el Jubileo es el tiempo de la persona, el tiempo en el cual cada uno es él
mismo delante de Dios, a su imagen y semejanza. Y cada uno está llamado a
acelerar su paso hacia la salvación y progresar en el descubrimiento gradual de
la verdad sobre sí mismo.
4.
El Jubileo no quiere dejar las cosas como están. El año jubilar del Antiguo
Testamento debía « devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel,
abriendo nuevas posibilidades a las familias que habían perdido sus propiedades
e incluso la libertad personal » (Carta ap. Tertio millennio adveniente,
13). La perspectiva que el Jubileo abre a cada uno es, pues, una ocasión que
no se ha de desperdiciar. Es preciso aprovechar el Año Santo para remediar
eventuales injusticias, para subsanar cualquier exceso, para recuperar lo que de
otro modo se perdería. Y si esto vale para cualquier experiencia humana, que se
puede mejorar, con mayor razón se aplica a la experiencia de la cárcel, donde
las situaciones que se crean son particularmente delicadas.
Pero
el Jubileo no nos impulsa solamente a disponernos para medidas que reparen las
situaciones de injusticia. Su significado es también positivo. Al igual que la
misericordia de Dios, siempre nueva en sus formas, abre nuevas posibilidades de
crecimiento en el bien, celebrar el Jubileo significa también esforzarse en
crear nuevas ocasiones de recuperación para cada situación personal y
social, aunque aparentemente parezca irremediablemente comprometida. Todo esto
es aún más evidente para la realidad carcelaria: abstenerse de acciones
promocionales en favor del recluso significaría reducir la prisión a mera
retorsión social, haciéndola solamente odiosa.
5.
Si la celebración del Gran Jubileo es para los encarcelados una oportunidad
para reflexionar sobre su condición, lo mismo se puede decir para toda
sociedad civil que se enfrenta cada día a la delincuencia, para las autoridades
encargadas de mantener el orden público y favorecer el bien común, y para
los juristas llamados a reflexionar sobre el sentido de la pena y abrir
nuevos horizontes para la colectividad.
El
tema ha sido afrontado otras veces a lo largo de la historia y se han hecho
muchos progresos, tratando de adecuar el sistema penal tanto a la dignidad de la
persona humana como a la garantía efectiva del mantenimiento del orden público.
Pero los inconvenientes y las dificultades vividas en el complejo mundo de la
justicia y, más aún, el sufrimiento que hay en las cárceles, manifiestan que
todavía queda mucho por hacer. Estamos lejos aún del momento en que nuestra
conciencia pueda permanecer tranquila de haber hecho todo lo posible para
prevenir la delincuencia y reprimirla eficazmente, de modo que no siga
perjudicando y, al mismo tiempo, ofrecer a quien delinque un camino de
rehabilitación y de reinserción positiva en la sociedad. Si todos los que, por
diversos títulos, están implicados en el problema quisieran aprovechar la
ocasión que ofrece el Jubileo para desarrollar esta reflexión, tal vez toda la
humanidad podría dar un gran paso adelante hacia una vida social más serena y
pacífica.
La
prisión como castigo es tan antigua como la historia del hombre. En muchos Países
las cárceles están superpobladas. Hay algunas que disponen de ciertas
comodidades, pero en otras las condiciones de vida son muy precarias, por no
decir indignas del ser humano. Los datos que están a la vista de todos nos
dicen que, en general, esta forma de castigo sólo en parte logra hacer frente
al fenómeno de la delincuencia. Más aún, en algunos casos, los problemas que
crea parecen ser mayores que los que intenta resolver. Esto exige un
replanteamiento de cara a una cierta revisión: también desde este punto de
vista el Jubileo es una ocasión que no se ha de desperdiciar.
Según
el designio de Dios, todos deben asumir su propio papel para colaborar a la
construcción de una sociedad mejor. Evidentemente esto conlleva un gran
esfuerzo incluso en lo que se refiere a la prevención del delito. Cuando, a
pesar de todo, se comete el delito, la colaboración al bien común se traduce
para cada uno, dentro de los límites de su competencia, en el compromiso de
contribuir al establecimiento de procesos de redención y de crecimiento
personal y comunitario fundados en la responsabilidad. Todo esto no debe
considerarse como una utopía. Los que pueden deben esforzarse en dar forma jurídica
a estos fines.
6.
En esta línea, por tanto, es de desear un cambio de mentalidad que ayude a
favorecer una conveniente adaptación de las instituciones jurídicas. Ello
supone, como es obvio, un amplio consenso social y especiales competencias técnicas.
En este sentido, llega un llamamiento enérgico desde innumerables cárceles
diseminadas por todo el mundo, donde están segregados millones de hermanos y
hermanas nuestros. Ellos reclaman sobre todo una adecuación de las estructuras
carcelarias y a veces también una revisión de la legislación penal. Deberían
abolirse finalmente de las legislaciones de los Estados aquellas normas
contrarias a la dignidad y a los derechos fundamentales del hombre, como también
las leyes que obstaculizan el ejercicio de la libertad religiosa para los
detenidos. Deben revisarse también los reglamentos penitenciarios que no
prestan suficiente atención a los enfermos graves o terminales; igualmente, se
deben potenciar las instituciones destinadas a la tutela legal de los más
pobres.
Pero,
incluso en los casos en los que la legislación es satisfactoria, muchos
sufrimientos de los detenidos provienen de otros factores concretos. Pienso, en
particular, en las condiciones precarias de los lugares de reclusión en los que
los encarcelados se ven obligados a vivir, así como a las vejaciones infligidas
a veces a los presos por discriminaciones motivadas por razones étnicas,
sociales, económicas, sexuales, políticas y religiosas. En ocasiones, la cárcel
se convierte en un lugar de violencia parangonable a los ambientes de los que
frecuentemente provienen los encarcelados. Esto hace inútil, como es evidente,
todo intento educativo de las medidas de reclusión.
Los
encarcelados se enfrentan también con otras dificultades, como los obstáculos
para poder mantener contactos regulares con su familia y los seres queridos, y
carencias graves se encuentran a menudo en las estructuras que deberían ayudar
a quien sale de la prisión, acompañándolo en su nueva inserción social.
Llamada
a los Gobernantes
7.
El Gran Jubileo del Año 2000 sigue la tradición de los Años Jubilares que lo
han precedido. La celebración del Año Santo ha sido siempre para la Iglesia y
para el mundo una ocasión para hacer algo en favor de la justicia, a la luz del
Evangelio. Estos acontecimientos se han convertido así para la comunidad en un
estímulo para revisar la justicia humana según la justicia de Dios. Sólo una
valoración serena del funcionamiento de las instituciones penales, una sincera
reflexión sobre los fines que la sociedad se propone para afrontar la
criminalidad, una valoración seria de los medios usados para estos objetivos
han llevado, y podrán aún llevar, a concretar las enmiendas que sean
necesarias. No se trata de aplicar casi automáticamente o de modo puramente
decorativo medidas de clemencia meramente formales, de manera que, acabado el
Jubileo, todo vuelva a ser como antes. Se trata, por el contrario, de poner en
marcha iniciativas que sean un punto de partida válido para una renovación auténtica
tanto de la mentalidad como de las instituciones.
En
este sentido, los Estados y los Gobiernos que estén revisando su sistema
carcelario o tengan el proyecto de hacerlo, para adecuarlo cada vez más a las
exigencias de la persona humana, merecen ser animados a continuar en una obra
tan importante, teniendo también en cuenta un recurso más frecuente a penas
que no priven de la libertad.
Para
hacer mas humana la vida en la cárcel, es muy importante prever iniciativas
concretas que permitan a los detenidos desarrollar, en cuanto sea posible,
actividades laborales capaces de sacarlos del empobrecimiento del ocio. Así se
les podrá introducir en procesos formativos que faciliten su reinserción en el
mundo del trabajo al final de la pena. No hay que descuidar, además, el acompañamiento
psicológico que puede servir para resolver aspectos problemáticos de la
personalidad. La cárcel no debe ser un lugar de deseducación, de ocio y tal
vez de vicio, sino de redención.
Para
alcanzar este objetivo será seguramente útil ofrecer a los reclusos la
posibilidad de profundizar su relación con Dios, como también de involucrarlos
en proyectos de solidaridad y de caridad. Esto contribuirá a acelerar su
recuperación social, llevando al mismo tiempo el ambiente carcelario a
condiciones más vivibles.
En
el marco de estas propuestas abiertas al futuro, y continuando una tradición
instaurada por mis Predecesores con ocasión de los Años Santos, me dirijo con
confianza a los Responsables de los Estados para implorar una señal de
clemencia en favor de todos los encarcelados: una reducción, aunque fuera
modesta, de la pena sería para ellos una clara expresión de sensibilidad hacia
su condición, que provocaría sin duda ecos favorables, animándolos en el
esfuerzo de arrepentimiento por el mal cometido y favoreciendo el cambio de su
conducta personal.
La
acogida de esta propuesta por parte de las Autoridades competentes, a la vez que
animaría a los detenidos a mirar al futuro con renovada esperanza, sería también
un signo elocuente de la progresiva afirmación de una justicia más verdadera
en el mundo que se abre al Tercer Milenio cristiano, porque estaría abierta a
la fuerza liberadora del amor.
Invoco
las bendiciones del Señor sobre todos los que tienen la responsabilidad de
administrar la justicia en la sociedad, así como sobre quienes se encuentran
bajo el rigor de la ley. Quiera Dios ser generoso en dar su luz a cada uno y
colmar a todos con sus dones celestiales. A los reclusos y a las reclusas de
todas las partes del mundo les aseguro mi cercanía espiritual, saludando a
todos con un abrazo espiritual como hermanos y hermanas en humanidad.
Vaticano,
24 de junio de 2000