D O C U M E N T A C I Ó N

 

LOS RELIGIOSOS, TESTIMONIO PARA EL NUEVO MILENIO

Palabras de Juan Pablo II en su encuentro dominical con los peregrinos

CIUDAD DEL VATICANO, 30 en (ZENIT).- El 2 de febrero la Iglesia celebrará en todo el mundo el Jubileo de la vida consagrada. Se trata de una fecha muy especial para esos miles y miles de hombres y mujeres que lo han dejado todo para consagrarse a Dios en los votos de pobreza, castidad y obediencia. Ofrecemos aquí las palabras que pronunció Juan Pablo II este domingo, antes de rezar la oración mariana del Angelus, sobre esta significativa celebración.

¡Queridos hermanos y hermanas!

1. El miércoles próximo, 2 de febrero, fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, se celebrará el Jubileo de la vida consagrada, es decir, de las personas que han consagrado la vida a Cristo, comprometiéndose con los votos de pobreza, castidad y obediencia.

Deseo dirigir un cordial saludo a estos hermanos y hermanas nuestros: a quienes se reunirán en Roma con esta ocasión y a quienes, en todas las partes del mundo, celebrarán su Jubileo en las respectivas diócesis. Aliento a todos a cruzar con confianza y esperanza la Puerta Santa, renovando su disponibilidad total a hacer de la propia vida un canto de alabanza a la Santísima Trinidad. Aquí, en Roma, nos preparamos para vivir este evento con un tríduo que hoy comienza. La jornada de hoy está dedicada a dar gracias por la vocación y la consagración, dones inestimables de Dios, participados en la persona de Jesucristo, el «Consagrado» del Padre. El tema de mañana será la comunión fraterna. Por ello, el Aula Pablo VI del Vaticano acogerá en la tarde un encuentro festivo de las personas consagradas, que podrá ser seguido por radio y televisión. Después, el 1 de febrero, día en el que se subrayará la misión y el testimonio, prevé la adoración eucarística en la Basílica de Santa María la Mayor. El culmen del Jubileo de la vida consagrada será la Santa Misa que, si Dios quiere, tendré la alegría de presidir en la plaza de San Pedro, circundado por un gran número de personas consagradas.

2. Os invito a uniros espiritualmente a los hermanos y hermanas que expresan las diferentes formas de la vida consagrada, pues ¡su vocación es un don para toda la Iglesia! La Esposa de Cristo, la Iglesia, debe buena parte de su belleza a los innumerables carismas de consagración que el Espíritu Santo ha suscitado a través de los siglos entre los fieles, desde la comunidad apostólica hasta hoy. Con su misma presencia, las personas consagradas son un signo de Cristo y de su estilo de vida y, al mismo tiempo que invitan a no poner nada por encima de Dios y su Reino, son ejemplo para todos de generosidad en la oración y entrega al prójimo.

3. Esto es lo que vemos realizado perfectamente en María de Nazaret: su particular unión con el Verbo encarnado hace de Ella el modelo de la vida evangélica, obediente, pobre y casta como la de Jesús.

Las personas consagradas, hombres y mujeres, han reconocido siempre en la Virgen Santa a la madre de su vocación, experimentando tanto en los momentos favorables como en las dificultades su cariñosa asistencia. Confiemos hoy a María sus hijos e hijas consagrados. Recemos para que la humanidad pueda encontrar en su testimonio evangélico una ayuda eficaz para caminar en el nuevo milenio según el proyecto de Dios.


 

CUARENTA DIAS PARA LIBERAR A LOS NUEVOS ESCLAVOS

Mensaje de Juan Pablo II para la Cuaresma del Jubileo

CIUDAD DEL VATICANO, 27 (ZENIT).- Deportaciones forzadas, eliminación sistemática de pueblos, desprecio de los derechos fundamentales de la persona... Esta es parte de la radiografía de las nuevas esclavitudes que hace Juan Pablo II en su mensaje para Cuaresma. Todas tienen la misma causa: el pecado del hombre. Su liberación pasa por el único que es capaz de vencer al pecado, Cristo. Presentamos a continuación el mensaje íntegro del Papa para esta Cuaresma que comenzará el próximo 8 de marzo tal y como ha sido distribuido en castellano por la Sala de Prensa de la Santa Sede.

* * *

Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20) Hermanos y hermanas:

1. La celebración de la Cuaresma, tiempo de conversión y reconciliación, reviste en este año un carácter muy especial, ya que tiene lugar dentro del Gran Jubileo del 2000. En efecto, el tiempo cuaresmal representa el punto culminante del camino de conversión y reconciliación que el Jubileo, año de gracia del Señor, propone a todos los creyentes para renovar la propia adhesión a Cristo y anunciar, con renovado ardor, su misterio de salvación en el nuevo milenio. La Cuaresma ayuda a los cristianos a penetrar con mayor profundidad en este «Misterio escondido desde siglos» (Ef 3,9); los lleva a confrontarse con la Palabra del Dios vivo y les pide renunciar al propio egoísmo para acoger la acción salvífica del Espíritu Santo.

2. Estábamos muertos por el pecado (cf. Ef 2,5); así es como San Pablo describe la situación del hombre sin Cristo. Por eso, el Hijo de Dios quiso unirse a la naturaleza humana y, de este modo, rescatarla de la esclavitud del pecado y de la muerte.

Es una esclavitud que el hombre experimenta cotidianamente, descubriendo las raíces profundas en su mismo corazón (cf. Mt 7,11). Se manifiesta en formas dramáticas e inusitadas, como ha sucedido en el transcurso de las grandes tragedias del siglo XX, que han incidido profundamente en la vida de tantas comunidades y personas, víctimas de una violencia cruel. Las deportaciones forzadas, la eliminación sistemática de pueblos y el desprecio de los derechos fundamentales de la persona son las tragedias que, desgraciadamente, aún hoy humillan a la humanidad. También en la vida cotidiana se manifiestan diversos modos de engaño, odio, aniquilamiento del otro y mentira, de los que el hombre es víctima y autor. La humanidad está marcada por el pecado. Esta condición dramática nos recuerda el grito alarmado del Apóstol de los gentiles: «No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo» (Rm 3,10; cf. Sal 13,3).

3. Ante la oscuridad del pecado y ante la imposibilidad de que el hombre se libere por sí solo de él, aparece en todo su esplendor la obra salvífica de Cristo: «Todos son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3,25). Cristo es el Cordero que ha tomado consigo el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Ha compartido la existencia humana «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8), para rescatar al hombre de la esclavitud del mal y volverlo a integrar en su originaria dignidad de hijo de Dios. Éste es el Misterio Pascual en el que hemos renacido; en él, como recuerda la Secuencia pascual, «lucharon vida y muerte en singular batalla». Los Padres de la Iglesia afirman que en Jesucristo el diablo ataca a toda la humanidad y la acecha con la muerte; pero que es liberada de ésta gracias a la fuerza victoriosa de la resurrección. En el Señor resucitado es destruido el poder de la muerte y se le ofrece al hombre la posibilidad, por medio de la fe, de acceder a la comunión con Dios. El creyente recibe la vida misma de Dios por medio de la acción del Espíritu Santo, «primicia para los creyentes» (Plegaria Eucarística IV). Así, la redención realizada en la cruz renueva el universo y opera la reconciliación entre Dios y el hombre y entre los hombres entre sí.

4. El Jubileo es el tiempo de gracia en el que se nos invita a abrirnos de un modo especial a la misericordia del Padre, que en el Hijo se ha acercado humildemente al hombre, y a la reconciliación, gran don de Cristo. Este año debe ser, por tanto, para los cristianos y para todo hombre de buena voluntad, un momento privilegiado en el que se experimente la fuerza renovadora del amor de Dios, que perdona y reconcilia. Dios ofrece su misericordia a todo el que la quiera acoger, aunque esté lejano o sea receloso a ella. Al hombre de hoy, cansado de la mediocridad y de las falsas ilusiones, se le ofrece así la posibilidad de emprender el camino de una vida en plenitud. En este contexto, la Cuaresma del Año Santo del 2000 constituye por excelencia «el tiempo favorable, el día de salvación» (2 Co 6,2), la ocasión particularmente propicia para reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5,20).

Durante el Año Santo, la Iglesia ofrece varias oportunidades de reconciliación, tanto personal como comunitaria. En todas las diócesis hay señalado algún lugar especial donde los creyentes pueden acudir para experimentar, de un modo particular, la presencia divina; de manera que, reconociendo el propio pecado a la luz de Dios, puedan emprender un nuevo camino de vida con la gracia del sacramento de la Reconciliación. Especial significado reviste la peregrinación a Tierra Santa y a Roma, lugares privilegiados de encuentro con Dios por su singular papel en la historia de la salvación. ¿Cómo no encaminarse, al menos espiritualmente, hacia la Tierra que ha visto el paso del Señor hace ahora dos mil años? Allí «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14) y creció «en sabiduría, en estatura y en gracia» (Lc 2,52); por allí «recorría todas las ciudades y aldeas...proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9,35); en esas tierras llevó a cumplimiento la misión que el Padre le había confiado (cf. Jn 19,30) y derramó el Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente (cf. Jn 20,22).

También yo tengo la intención de peregrinar a la tierra del Señor, a las fuentes de nuestra fe, para celebrar allí, precisamente durante la Cuaresma del 2000, el Jubileo del segundo milenio de la Encarnación. Cuando llame al perdón y a la reconciliación a los hijos de la Iglesia y a toda la humanidad, durante las distintas etapas de mi peregrinación, os invito a todos los cristianos a acompañarme con vuestra oración.

5. El itinerario de la conversión lleva a la reconciliación con Dios y a vivir en plenitud la vida nueva en Cristo: vida de fe, de esperanza y de caridad. Estas tres virtudes, llamadas "teologales" porque se refieren directamente al Misterio de Dios, han sido objeto de profundización durante el trienio de preparación al Gran Jubileo. Ahora la celebración del Año Santo requiere que todo cristiano testimonie y viva esas virtudes de un modo más consciente y pleno.

La gracia del Jubileo nos empuja sobre todo a renovar nuestra fe personal. Ésta consiste en la adhesión al anuncio del Misterio Pascual, mediante el cual el creyente reconoce que en Cristo muerto y resucitado le ha sido concedida la salvación, a Él le entrega cotidianamente la propia vida y, con la certeza de que Dios lo ama, acoge lo que el Señor quiere de él. Por tanto, la fe es el "sí" del hombre a Dios, su «Amén».

Modelo ejemplar de creyente, tanto para los hebreos, como para los cristianos y musulmanes, es Abraham, el cual, confiado en la promesa, sigue la voz de Dios que lo llama por senderos desconocidos. La fe ayuda a descubrir los signos de la presencia amorosa de Dios: en la creación, en las personas, en los acontecimientos históricos y, sobre todo, en la obra y mensaje de Cristo; empuja al hombre a mirar más allá de sí mismo, superando las apariencias para llegar a esa transcendencia que abre a toda criatura al Misterio del amor de Dios.

Con la gracia del Jubileo el Señor nos invita también a reavivar nuestra esperanza. En efecto, en Cristo el tiempo mismo ha sido redimido y se abre a una perspectiva de felicidad inextinguible y de plena comunión con Dios. El tiempo del cristiano está marcado por la espera de las bodas eternas, anticipadas diariamente en el banquete eucarístico. Con la mirada dirigida a ese momento final «el Espíritu y la Novia dicen: Ven» (Ap 22,17), alimentando así esa esperanza que elimina del tiempo un sentido de mera repetitividad y le confiere su auténtico significado. En efecto, con la virtud de la esperanza el cristiano da testimonio de que, más allá de todo mal y límite, la historia contiene en sí misma un germen de bien que el Señor hará germinar en plenitud. Por tanto, el creyente mira al nuevo milenio sin miedo, afronta los desafíos y las esperanzas del futuro con la certeza confiada que nace de la fe en la promesa del Señor.

En definitiva, con el Jubileo el Señor nos pide que revitalicemos nuestra caridad. El Reino, que Cristo manifestará en su pleno esplendor al fin de los tiempos, ya está presente ahí donde los hombres viven conforme a la voluntad de Dios. La Iglesia está llamada a ser testimonio de esa comunión, paz y caridad que la distinguen. En esta misión la comunidad cristiana sabe que la fe sin obras es fe muerta (cf. St 2,17). De manera que, por medio de la caridad, el cristiano hace visible el amor de Dios a los hombres revelado en Cristo y manifiesta su presencia en el mundo «hasta el fin de los tiempos». Así pues, para el cristiano la caridad no es sólo un gesto o un ideal, sino que es, por decirlo así, la prolongación de la presencia de Cristo que se da a sí mismo.

Con ocasión de la Cuaresma se invita a todos - ricos o pobres - a hacer presente el amor de Cristo con obras generosas de caridad. En este año jubilar estamos llamados a una caridad que, de un modo especial, manifieste el amor de Cristo a aquellos hermanos que carecen de lo necesario para vivir, a los que son víctimas del hambre, de la violencia y de la injusticia. Éste es el modo con el que se actualizan las instancias de liberación y de fraternidad ya presentes en la Sagrada Escritura y que la celebración del Año Santo vuelve a proponer. El antiguo jubileo hebreo exigía liberar a los esclavos, perdonar las deudas y socorrer a los pobres. Todas las nuevas formas de esclavitud y pobreza afectan dramáticamente a multitud de personas, especialmente en los países del llamado Tercer Mundo. Es un grito de dolor y desesperación que han de escuchar con atención y disponibilidad todos los que emprendan el camino jubilar. ¿Cómo podemos pedir la gracia del Jubileo si somos insensibles a las necesidades de los pobres, si no nos comprometemos a garantizar a todos los medios necesarios para que vivan dignamente?

Ojalá el milenio que ahora inicia sea una época en la que finalmente la llamada de tantos hombres, hermanos nuestros, que no poseen lo mínimo para vivir, encuentre escucha y acogida fraterna. Espero que los cristianos se hagan promotores de iniciativas concretas que aseguren una equitativa distribución de los bienes y la promoción humana integral para cada individuo.

6. «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo». Estas palabras de Jesús nos aseguran que no estamos solos cuando anunciamos y vivimos el evangelio de la caridad. En esta Cuaresma del Año 2000 Él nos invita a volver al Padre, que nos espera con los brazos abiertos para transformarnos en signos vivos y eficaces de su amor misericordioso.

A María, Madre de todos los que sufren y Madre de la divina misericordia, confiamos nuestros propósitos e intenciones; que Ella sea la estrella que nos ilumine en el camino del nuevo milenio.

Con estos deseos, invoco sobre todos la bendición de Dios, Uno y Trino, principio y fin de todas las cosas, a Él «hasta el fin del mundo» se eleva el himno de bendición y alabanza: «Por Cristo, con Él y en él, a Ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén».

En Castel Gandolfo, el 21 de septiembre de 1999

IOANNES PAULUS II


 

LA GLORIA DE LA TRINIDAD EN LA CREACION

Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, 26 en (ZENIT).- La creación es el mejor libro para descubrir a Dios. Lo afirmó Juan Pablo II durante la audiencia general de este miércoles, en la que fue recorriendo las páginas más bellas del Antiguo Testamento que cantan la gloria de la Trinidad al contemplar sus criaturas. Ofrecemos aquí el texto íntegro de las palabras del Santo Padre.

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1. «¡Qué amables son todas sus obras!: como una centella hay que contemplarlas... Él no ha hecho nada incompleto... ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Muchos más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "El lo es todo". ¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Que él es el Grande sobre todas sus obras!... (Sirácida 42, 22.24-25; 43, 27-28). Con estas palabras llenas de estupor un sabio bíblico, Sirácida, se ponía frente al esplendor de la creación narrando las glorias de Dios. Es un pequeño pasaje del hilo de contemplación y meditación que recorre todas las Sagradas Escrituras, a partir de las primeras líneas del Génesis, cuando en el silencio de la nada surgen las criaturas, llamadas por la Palabra eficaz del Creador.

«Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz» (Génesis 1,3). Ya en esta parte de la primera narración de la creación se puede ver en acción la Palabra de Dios, de la que Juan dirá: «En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» (Juan 1, 1.3). Pablo confirmará en el himno de la Carta a los Colosenses que «en él [Cristo] fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades: todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia (Colosenses 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación aparece también en la sombra el Espíritu: «El Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas» (Génesis 1, 2). La gloria de la Trinidad --podemos decir con la tradición cristiana-- resplandece en la creación.

El Padre
2. De hecho, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creador deba ser atribuido ante todo al «Padre de la luz, en quien no hay cambio ni sombra de rotación» (Santiago, 1, 17). Él resplandece sobre todo el horizonte, como canta el salmista: «Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tú que exaltaste tu majestad sobre los cielos» (Salmos 8, 2). Dios «sostiene el orbe, no vacila» (Salmos 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente por las confusión de las aguas que alzan su voz, el Creador emerge dando consistencia y seguridad: «Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, los ríos levantan su bramido; más que la voz de muchas aguas, más imponente que las ondas del mar, es imponente Señor en las alturas (Salmos 93,3-4).

El Hijo
3. En la Sagrada Escritura, la creación está ligada con frecuencia a la Palabra divina que irrumpe y actúa: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos por el soplo de su boca toda su mesnada... Pues él habló y fue así, mandó él y se hizo... El envía a la tierra su mensaje, a toda prisa corre su palabra» (Salmos 33, 6.9; 147, 15). En la literatura sapiencial del Antiguo Testamento la Sabiduría divina personificada es el origen del cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (Proverbios, 8,22-31). Se ha dicho ya que Juan y Pablo en la Palabra y en la Sabiduría de Dios vieron el anuncio de la acción de Cristo «del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (1 Corintios 8,6), pues «por medio del Hijo hizo los mundos» (Hebreos, 1, 2).

El Espíritu
4. En otras ocasiones, por último, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el momento de la creación: «Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Salmos 104, 30). El mismo Espíritu está simbólicamente representado en el soplo de la boca de Dios. Da vida y conciencia al hombre (cf. Génesis 2, 7) y le devuelve la vida con la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una página sugerente en la que el Espíritu actúa a la hora de volver a hacer vivir los huesos que ya están áridos (cf. 37,1-14). El mismo soplo domina las aguas del mar en el Éxodo de Israel de Egipto (cf. Éxodo 15,8.10). Y el Espíritu regenera la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo, si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Quien ha nacido de la carne, carne es, y quien ha nacido del Espíritu, Espíritu es» (Juan, 3, 5-6).

5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad que aparece en la creación, el hombre debe contemplar, cantar, volver a sentir el estupor. En la sociedad contemporánea nos hacemos áridos «pero no por falta de "maravillas" sino por falta de "maravilla" (G. K. Chesterton). Para el creyente, contemplar la creación significa también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el «Salmo del sol»: «Los cielos narran la gloria de Dios, la obra de sus manos anuncia el firmamento; el día al día comunica el mensaje, y la noche a la noche trasmite la noticia. No es un mensaje, no hay palabras, ni su voz se puede oír; mas por toda la tierra se adivinan los rasgos (Salmos 19, 2-5).

La naturaleza se convierte, así, en un evangelio que nos habla de Dios: «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor». (Sabiduría 13, 5). Pablo nos enseña que «desde la creación del mundo, [Dios] se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Romanos 1, 20). Pero esta capacidad de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en la creación, nos debe llevar a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, con quien estamos ligados a partir de nuestra misma creación (cf. Génesis 2, 7). Precisamente este era el objetivo que proponía el Antiguo Testamento al Jubileo judío, cuando la tierra reposaba y el hombre cogía lo que ofrecía espontáneamente el campo (cf. Levítico 25, 11-12). Si no se viola la naturaleza, sino se la humilla, vuelve a ser hermana del hombre.