TEOLOGÍA Y SANTIDAD
[1]

 


I

 

UNIDAD Y SEPARACIÓN

 

No existe seguramente en la historia de la teología católica un acontecimiento menos estudiado y, sin embargo, merecedor de una atención mayor que el hecho de que, a partir de la gran Escolástica, haya habido muy pocos teólogos santos. Entendemos aquí el título de teólogo en su sentido más pleno: como título de un maestro y doctor dentro de la Iglesia, cuyo ministerio y cuya misión consisten en exponer la revelación en su plenitud y totalidad, es decir, en considerar la dogmática como el punto central de su labor. Si examinamos la historia de la teología hasta la gran  Escolástica, una mirada sin prejuicios se ve inmediatamente sorprendida por el hecho de que los grandes santos -es decir, aquéllos que no sólo alcanzaron una ejemplar pureza de vida mediante un determinado esfuerzo personal, sino que recibieron evidentemente de Dios una misión dentro de la Iglesia- fueron en su mayoría también grandes dogmáticos, hasta el punto de que se convirtieron en "columnas de la Iglesia", en portadores elegidos de la vitalidad de la Iglesia, precisamente porque representaron en su vida la plenitud de la doctrina y en su doctrina la plenitud de la vida de la Iglesia.

 

Esto es lo que les daba no sólo un influjo duradero -pues los -fieles veían en la vida de estos hombres una manifestación directa de su doctrina, un testimonio del valor de ésta y, por tal motivo, tenían una profunda seguridad acerca de la rectitud de lo que enseñaban y proponían para que se creyese-, sino lo que daba también a estos mismos doctores la certeza de que no se apartaban del canon de la verdad revelada, pues el concepto pleno de la verdad ofrecida por el Evangelio consiste precisamente en esa manifestación viviente de la teoría en la práctica, del saber en el obrar. "Si permanecéis en mi palabra, conoceréis la verdad" (Juan, 8, 32). "El que busca 1a gloria del que le ha enviado, ése es veraz y no hay en él injusticia" (Juan, 7, 18). Y más enérgicamente aún: "El que dice que le conoce y no guarda sus mandamientos, miente y la verdad no está con él" (1 Juan, 2, 4). "El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1 Juan, 4, 8).

 

No existe, pues, en el sentido de la revelación, ninguna verdad real que no deba ser encarnada en una acción, en un "camino", hasta tal punto que la encarnación de Cristo pasa a ser el criterio de toda verdad real (1 Juan, 2, 22; 4, 2), y de que el "caminar en la verdad" es la forma como el creyente posee 1a verdad (2 Juan, 1-4; 3 Juan, 3-4, etc.). Ahora bien, dado que el Espíritu Santo distribuye los ministerios en la Iglesia según su voluntad, y a algunos les da la gracia de "ser doctores" (Efesios, 4, 11 ; 1 Corintios, 12, 29), otorgándoles para ello el "don de ciencia según el Espíritu" (1 Corintios, 12, 8), la tarea de estos doctores consistirá en enseñar y trasmitir de tal modo la verdad de la revelación -la cual es una verdad divina que se representa en la vida humana de Cristo-, que el mismo que la enuncia y los que le escuchan puedan reconocerla inmediatamente por el "caminar en la verdad", y de esta forma verificarla. Pues Cristo, el prototipo de la verdad, que se presenta a sí mismo como la Verdad, es para nosotros el canon de la verdad tan sólo porque en su existencia presenta de manera viva su esencia: ésta consiste en ser "imagen de Dios" (2 Corintios, 4, 4) : "pues yo hago siempre lo que es de su agrado" (Juan, 8, 29).

 

Esta unidad del saber y la vida capacita a los grandes doctores de la Iglesia para convertirse, de conformidad con su ministerio particular, en auténticos pastores y lumbreras de la Iglesia. Así, pues, aunque el ministerio pastoral es enumerado como un ministerio especial al lado del de doctor (Efesios, 4, 11), y por este motivo no se exige que todos los pastores sean también indistintamente doctores -aun cuando, en virtud de su ministerio, tengan que participar también en la trasmisión de la doctrina (2 Timoteo, 2, 24, etc.)-, tampoco todos los grandes doctores serán necesariamente pastores, si bien, aunque no posean expresamente el ministerio episcopal, participan, sin embargo, en el ministerio pastoral.

 

Por este motivo, no nos extraña que en los primeros siglos lo normal fuese la unión personal de ministerio doctrinal y ministerio pastoral (en el sentido de Efesios, 4, y 1 Corintios, 12). Ireneo, Cipriano, Atanasio, los dos Cirilos, Basilio, Gregorio de Nazianzo, Gregorio de Nisa, Epifanio, Teodoro de Mopsuescia, Crisóstomo, Teodoreto, Hilario, Ambrosio, Agustín, Fulgencio, Isidoro : todos ellos son obispos, para no hablar de los grandes doctores papas León y Gregorio. Excepción entre los grandes de esta época son los dos Alejandrinos, Jerónimo, Máximo y el Damasceno. Estos, empero, subrayan tanto más enérgicamente, desde el lado ascética y monástico, la unidad de doctrina y vida. Lo mismo puede decirse de la mayor parte de los obispos-doctores citados, los cuales o bien fueron monjes o estuvieron muy próximos al monacato, y son conocidos como patrocinadores suyos.

 

Dicho en una palabra: Estas columnas de la Iglesia son personalidades totales: lo que enseñan lo viven, con una unidad tan directa, por no decir ingenua, que no conocen el dualismo de épocas posteriores entre dogmática y espiritualidad. Sería no sólo ocioso, sino contrario a las leyes de vida más íntimas de los Padres de la Iglesia el dividir sus obras en dos grupos: las que se ocupan del dogma y las que tratan de la vida cristiana ("espiritualidad"). Es cierto que conocen la polémica y, por consiguiente, la apologética. Pero tampoco ésta constituye en el fondo una ciencia propia por sí, sino preponderantemente una incitación nueva en cada caso al despliegue dogmático de la doctrina.

 

Cuando Ireneo, Basilio, Gregorio de Nazianzo o Agustín hablan con sus adversarios, no lo hacen en una especie de vestíbulo de la teología, sino en su cámara más íntima. No pueden responder más que con la plenitud y la profundidad de la revelación. central. No adoptan, para hablar hacia "fuera", actitudes distintas de las que adoptan cuando hablan hacia dentro, aun cuando acaso tengan que explicar para fuera ciertas cosas que dentro ya están claras. Y cuando explican dentro la vida cristiana lo hacen exclusivamente mediante una exposición de la revelación trasmitida. Se puede establecer una diferencia entre los comentarios y las homilías de Orígenes, por ejemplo, y ver cómo en los primeros predomina el interés científico, mientras en las segundas es mayor el interés pastoral. Sin embargo, para los que ven las cosas con hondura, la diferencia apenas es perceptible. En ambas formas trató Orígenes de exponer la palabra de Dios, que es siempre al mismo tiempo palabra de vida y palabra de verdad. Naturalmente, se puede reunir un cierto número, sobre todo de escritos menores, de los doctores de la Iglesia, y coleccionarlos baja el título de "espiritualidad", dado que tienen una orientación más bien práctica. Pero de igual modo que los escritos polémicos son todos, al mismo tiempo, escritos dogmáticos, así éstos son también trabajos concernientes a la vida cristiana.

 

Una confirmación luminosa, e incluso una especie de canonización de esta "teología de santos" nos la da aquel personaje misterioso que, junto con San Agustín, influyó de la manera más trascendental sobre la Edad Media e incluso sobre la Edad Moderna: el Areopagita. Su Jerarquía Eclesiástica, en efecto (a la que la Jerarquía Celeste no hace más que dar 1a "superestructura ideológica"), está construida, desde el comienzo hasta el final, sobre el a priori (que para nosotros casi se ha vuelto inconcebible) de una identidad de ministerio y santidad. Dionisio era una inteligencia demasiado elevada como para que nosotros podamos interpretar esa identificación como una mera ingenuidad ajena al mundo. Esto lo confirman muchas de sus Cartas, y en especial :a famosa Carta octava a Demófilo. Esta nos prueba cómo Dionisio no dejaba de ver la deficiente figura concreta de la Iglesia. Pero piensa que sólo se consigue ver la estructura de la Iglesia en cuanto tal, y sólo se la puede hacer inteligible, si se parte de aquello que debe ser, que es también, de hecho, si se la contempla en su consistencia en Cristo y en su institución directa por Cristo. Los grados jerárquicos deben ser, por ello, identificados con los grados de purificación, iluminación y concentración interiores. Para comprender cómo es entendido propiamente el ministerio episcopal hay que imaginarlo desempeñado por un hombre perfecto que posea la plenitud de la contemplación, la iniciación suprema en los misterios de Dios.

 

Dionisio no tiene miedo de sacar (en la Carta citada) la consecuencia de que sólo el que es "luz del mundo" puede difundir esclareciéndolas las cosas santas. Nosotros nos inclinamos a ver en esto un error (donatista) y no reflexionamos suficientemente sobre lo que continúa siendo inalienable en este principio fundamental de la visión areopagita de la Iglesia. Dionisio no piensa aquí, desde luego, en una idea puramente subjetiva de perfección. Lo que a él le importa es la imagen de la perfección propia del Evangelio. Si se quiere un comentario a esto léanse los duros juicios de Lallemant contra aquellos sacerdotes y monjes que, por carecer del Espíritu Santo y vegetar en los grados más bajos de vida cristiana, no pueden tampoco trasmitir de manera real el Espíritu como debieran... Dionisio sigue siendo, hasta Tomás de Aquino, el modelo para la estructura de la Iglesia, para la jerarquía. A partir de Santo Tomás, sin embargo, no podía dejar de aparecer la esclarecedora distinción entre status perfectionis y perfectio efectiva (2-2 q 184 a 4), y la lúcida distinción entre estado episcopal y estado de consejos (185, 3-8). Dionisio fue el que con más éxito consiguió fundir la identidad de jure entre obispo, santo y doctor de la Iglesia, legándola a la posteridad como tradición evangélica.

 

La Edad Media occidental, que en sus comienzos se encuentra bajo el signo de San Agustín, no se aparta de esta idea fundamental. Anselmo, abad, obispo y doctor de la Iglesia, no conoce otro canon de la verdad de la Iglesia que esta unidad de inteligencia y vida. Beda, Bernardo, Pedro Damiano piensan igual. En cambio, la creciente escolarización de la teología en forma de "escolástica", y todavía más la recepción del aristotelismo, que irrumpe bruscamente como una especie de fenómeno natural, tenían que asestar un duro golpe a esa unidad, hasta ahora aceptada de manera ingenua. ¿Quién podría negar que la ganancia en claridad, orden y dominio de todo el material científico fue inmensa? De una forma mucho más elemental que en la época de los Padres -que se habían educado en las escuelas clásicas sin problema alguno- se repiten ahora los gritos de júbilo ante los spolia aegyptiorum. El estado de ánimo que se apodera de los pensadores cristianos se parece al entusiasmo ebrio que arrebata a los vencedores tras la batalla, cuando se reparten grandes tesoros cogidos en un botín que no esperaban.

 

Sin embargo, este botín era, ante todo, un botín filosófico, y  sólo indirectamente un botín teológico. La filosofía empieza a destacarse como tema propio al lado de la teología; y en ella comienza a perfilarse un concepto filosófico de verdad, que en su terreno era completamente exacto, y que en modo alguno podía reclamar para sí el contenido superior de la idea revelada de verdad. Adaequatio intellectus ad rem : en esta definición sólo se tenía en cuenta en principio el aspecto teorético de la verdad. Se veía y subrayaba, ciertamente, la íntima relación existente entre lo verdadero y lo bueno como propiedades trascendentales del ser uno. Pero esta relación se veía más bien antropológicamente -en la presuposición mutua de entendimiento y voluntad (S. Th. 1 q 16 a, 4 c et ad 2)- que en su inclusión mutua, más aún, identidad objetiva.

 

La filosofía, en cuanto doctrina del ser natural, con exclusión de la revelación, no podía saber que la interpretación suprema de aquella definición filosófica de verdad debía ser una interpretación trinitaria, en correspondencia con los pasajes de San Juan sobre la verdad antes citados. El peligro de un desconocimiento de la verdad sobrenatural no apareció en tanto los conceptos filosóficos fueron manejados sólo como puntos de partida e indicaciones señaladoras de la verdad infinita, sobrenatural y divina; es decir, en tanto fueron manejados sólo como conceptos a los que su elevación por la assumptio humanae naturae en Cristo no había hecho perder su contenido propio -pues la humanidad de Cristo subsiste con toda su verdad en el Logos-, pero a los que esa elevación, como dice Scheeben, tenía que "trasfigurar", convirtiéndolos, al igual que la naturaleza humana entera de Cristo, en función y modo de expresión de la persona y verdad divinas de Cristo.

 

El aristotelismo del siglo XIII no significó, sin embargo, únicamente una base más amplia para la teología. Fue al mismo tiempo el comienzo de la justificada autonomía de las modernas ciencias de la naturaleza y del espíritu. Se convirtió en la hora natal de la "profanidad" moderna; con ello colocó también a los hombres cristianos ante nuevas tensiones y problemas. La gran Escolástica de Alberto, de Buenaventura, de Tomás de Aquino representa el kairós único en que la teología fue capaz de trasfigurar e iluminar sacralmente la ciencia mundana que comenzaba a independizarse. Con ello dio a las ciencias profanas un ethos que procede del terreno de la santidad cristiana y que también el investigador profano reivindica para sí.

 

Pero el someter y acomodar a la teología, mediante una trasposición, como se había hecho antes, los conceptos y métodos de las ciencias de la naturaleza y del espíritu era una tarea que cada día tenía que resultar más difícil y más fatigosa. La teología postescolástica abordó raras veces esta tarea en su integridad (lo intentaron, a su manera, el Cusano, Leibniz, Baader, pero sin recepción dentro de la teología oficial). No se pasó casi nunca de una situación más reducida: la de emplear una teología natural, construida con anterioridad a la teología bíblica, como base para la exposición racional de ésta.

 

Esto no dejaba de ser peligroso, sobre todo cuando la propedéutica filosófica comenzó a concebirse a sí misma como una base fija, definitiva, cuyos conceptos se arrogaban el ser, sin la necesaria trasposición, las normas y criterios y, por consiguiente, los jueces del contenido de la fe. Como si el hombre, antes de haber escuchado la revelación, supiese de antemano, con una especie de carácter definitivo, lo que son la verdad, la bondad, el ser, la vida, el amor, la fe. Como si la revelación de Dios acerca de estas realidades se adaptase a los recipientes fijos, no ampliables, de los conceptos filosóficos.

 

El curso efectivo de la enseñanza no era precisamente adecuado para reducir este peligro. A1 contrario, el discípulo era familiarizado primeramente con el contenido filosófico, antes de acceder a la ampliación teológica. Se necesitaba, pues, una atención casi sobrehumana para no acercarse a la revelación con un "concepto preconcebido". El "esfuerzo conceptual" necesario para elevar 'hasta la luz de la revelación bíblica unos conceptos establecidos de manera natural no era tarea para principiantes. Tal cosa exige una madurez suma y una genialidad santa. Alberto, Buenaventura, Tomás de Aquino, y acaso todavía Escoto, realizaron esta tarea: no permitieron que su comprensión última de la verdad fuese desviada del recto camino por la cantidad de verdad filosófica que afluía a ellos. De este modo encarnaron una vez más el primitivo concepto del doctor de la Iglesia, que es, por lógica interna, un santo.

 

II

 

EL PESO DE LA DIVISIÓN

 

La época siguiente no conoce ya el teólogo "total", en el sentido antes descrito, es decir, el teólogo santo. El recargamiento exagerado de la teología con filosofía profana alejó de aquélla a los hombres espirituales. De este modo comenzó a surgir, al lado de la dogmática -a esta ciencia central de la exposición de la revelación nos referimos aquí siempre, en efecto-, una nueva ciencia de la "vida cristiana". Tal ciencia tiene sus orígenes en la mística medieval y se independiza definitivamente en la devotio moderna. En esta vía lateral será donde en adelante encontraremos los santos. Es cierto que posteriormente se darán todavía doctores de la Iglesia santos: Juan de la Cruz, Canisio, Belarmino, Alfonso de Ligorio. Pero Juan de la Cruz no es doctor de la Iglesia como teólogo dogmático, sino como místico. Canisio  -que ciertamente no era teólogo dogmático-, como trasmisor de la doctrina al pueblo sencillo. Belarmino, como controversista. Y Alfonso de Ligorio como moralista. Ninguno de ellos tiene el centro de su vitalidad en la dogmática (no digo: en el dogma). Esto puede afirmarse incluso de San Francisco de Sales, que es el verdadero fundador de la "espiritualidad" y que, como tal, asegura a ésta un lugar reconocido, si bien nunca fijable de manera efectiva, dentro de las ciencias eclesiásticas.

 

Con su Métaphysique des Saints, Bremond puso, sin quererlo, el dedo sobre este delicado punto de la teología moderna. ¿Qué habrían dicho los Padres de la Iglesia ante el simple título? ¿Necesitan, exigen realmente los santos una metafísica propia? ¿Y en qué ha de consistir? ¿Acaso en una especie de doctrina esotérica acerca de la "oraison pure", doctrina que, dejando de lado, o debajo de sí, los contenidos usuales de la dogmática de la Iglesia se eleva hasta la pura cumbre de una ascética y una mística sublimes? Si es así, entonces en esa esfera podrán desarrollarse disputas y diálogos sutiles y diferenciados, entre una dirección más ascética y una dirección más mística, entre Bossuet y Fenélon, Alvarez y Rodríguez, es decir, entre todos estos representantes de un "sentiment religieux" depurado. Pero todo ello tendrá lugar predominantemente al margen de la evolución de la teología dogmática. Ya el hecho de que Bremond pudiera ponerse a escribir una Histoire littéraire du sentiment religieux tan amplia, sin necesidad de hacer referencia siquiera al estado simultáneo de la teología como ciencia dogmática, es algo que constituye uno de los problemas más alarmantes de la historia de la Iglesia.

 

Bremond, sin embargo, no inventó esta extraña abstracción. La encontró ante sí. Y los santos mismos no son ajenos al problema. Acaso haya que nombrar, en primer término, a aquel discípulo "poco dotado" de la filosofía y la teología escolásticas en Alcalá, Salamanca y París, cuyos estudios escolásticos no dejaron huella alguna ni en sus escritos ni en la obra personal de su vida. Ignacio de Loyola. El librito de los Ejercicios que Ignacio legó a su Compañía como fundamento de su santidad, contiene ciertamente, al final, una breve recomendación tanto del método escolástico como del método teológico positivo, así como una indicación de que hay que dar igual importancia a la Escolástica y a la Patrística, con lo que dio un precioso consejo a todos sus discípulos. Pero en su sustancia este librito no contiene nada que pudiera presuponer, aun sin nombrarla, la Escolástica.

 

Con la ingenuidad y la sabiduría propias de los niños y de los santos, Ignacio saca su ciencia directamente de la revelación. De una revelación que le llega con igual inmediatez tanto de la Escritura y de la Iglesia como de la iluminación interior del Espíritu, y sobre todo de aquella eximia ilustración que tuvo junto al río Cardoner. En esta ilustración recibió tanta luz, que al final de su vida confiesa que toda la ayuda de Dios y todo el saber que ha recibido a lo largo de su existencia no se pueden comparar, tomados juntos, con aquella vivencia (Auto biografía, 3(1).

 

Las observaciones, irónicas y desdeñosas, acerca de sus encuentros con los dominicos y la Inquisición, en los cuales Ignacio fue prácticamente confundido y mezclado con los iluminados y erasmistas, y el mismo ideal de piedad de las Constituciones de la Compañía, muestran claramente que en un punto no se tolera ninguna reducción: en el ser adoctrinado internamente por el ' Espíritu Santo. Sin querer inaugurar en lo más mínimo una "teología nueva" -para ello no se sentía ni llamado ni capacitado-,  Ignacio se insertó directamente en el punto joánico en que saber I y vida tienen que hacerse idénticos. Los Ejercicios persiguen una "elección" tomada desde la plenitud de la contemplación de la vida del Señor, una existencia desde la plenitud de la idea cristiana. Con ello se convirtieron en la gran escuela de santidad para los siglos siguientes. Restauraron aquel concepto simple, cristiano, de la verdad, que es la unidad de inteligencia y acción. Así como el dominico Tomás de Aquino se convirtió en el Patrón de todas las escuelas cristianas, cualquiera que sea la Orden a que pertenezcan, así el libro ignaciano de los Ejercicios pasó a ser la escuela práctica de santidad de todas las Ordenes.

 

Una cosa no consiguió Ignacio, sin embargo: impedir el incipiente alejamiento entre dogmática y santidad. Ni lo consiguió él, ni tampoco lo consiguieron sus discípulos. Es un hecho extraño, pero que justamente por ello hay que señalar, el que ninguno de los muchos comentadores antiguos consiguiera hacer de la actitud especial del libro de los Ejercicios el principio estructural de una dogmática. Ya fuera porque los puntos de arranque que para ello se encuentran en los Ejercicios no estuviesen suficientemente claros para todos -ha sido precisa la aguda mirada de un Erich Przywara, de un Karl Rahner, de un Gaston Fessard, para prolongar y esclarecer esos puntos de arranque, y hacer con ellos una profunda "Teología de los Ejercicios"-; ya fuera porque la época barroca no era favorable a esta tarea, por razón de su depuración y formalización de los problemas, de su racionalismo teológico, que se mostró en la disputa, interrumpida sin llegar a una solución, acerca de la predestinación y la libertad; ya fuera porque la división del pensamiento cristiano en dogmática, de una parte, y ascética y mística de otra, se aceptase ya como un hecho, y 1a mayoría de los teólogos que comentaban y enseñaban la Summa de Santo Tomás no sintiesen ya como tarea propia el ponerse a tender un puente, lo cierto es que no se llevó a cabo lo que antes indicamos. Muchos teólogos tenían ciertamente conciencia de que faltaba algo. Dionisio Petavio, Tomassin, los Maurinos y otros grandes editores intentaron recuperar la unidad partiendo de las fuentes. Muchos teólogos se esforzaron por ordenar, traducir y hacer inteligibles a los Padres. ¿Pero se trasformó suficientemente su esfuerzo en conocimiento dogmático vivo?

 

Para muchos espirituales, que buscaban una expresión adecuada de su comprensión de la revelación, una expresión adecuada de su contemplación y de su amor, el estudio de la filosofía y de la teología se convirtió en un prolongado ejercicio de penitencia.

 

Esto no es cierto sólo con respecto a los poco dotados especulativamente, como Vianney, por ejemplo, sino también con respecto a Luis y a Juan de la Cruz.

 

Mientras unos alimentaban su piedad viva con la contemplación del Evangelio, al margen de sus estudios, los otros intentaban, no siempre con éxito, realizar la síntesis entre lo que tenían que decir de acuerdo con su misión divina, y las fórmulas tradicionales de la Escolástica. O si no eran capaces -o tal vez no querían asimilar la prolijidad de ésta, arrancaban piedras sueltas del edificio, como base para su doctrina personal. Así surgió, por ejemplo, la doctrina sobre el amor de un Francisco de Sales: el Teotimo. La primera parte, teorética, de este libro, contrasta claramente por su flojedad con las posteriores elevaciones espontáneas hacia Dios. Y así surgió también, y esto es sin duda más grave, la Subida del monte Carmelo, que viste a la ligera paloma con la pesada armadura de los conceptos escolásticos, si bien, por otro lado, las secas y a veces no del todo digeridas incrustaciones escolásticas proceden realmente del mismo San Juan de la Cruz.

 

Estos dos ejemplos nos hacen comprender qué fue lo que aquí sucedió y qué es lo que separa la posibilidad expresiva de estos santos de la posibilidad expresiva de un Efrén, un Gregorio de Nisa o un Agustín. En los antiguos, su experiencia personal entera se inserta siempre inmediatamente en un ropaje dogmático. Todo es trasplantado a lo objetivo. Los estados, experiencias, emociones y esfuerzos subjetivos sólo están allí para captar con mayor profundidad y riqueza, para orquestar el contenido objetivo (de la revelación. Toda espiritualidad, toda mística conserva un carácter de servicio. Es sobre todo una misión eclesial, al igual  que toda santidad en general. Aún no se había olvidado que San Pablo luchó implacablemente no por rechazar o destruir todos los carismas subjetivos, pero sí por liberarlos del peligro  del subjetivismo, insertándolos, con fines distintos, en la estructura objetiva de la Iglesia. Es cierto que ya en aquella época hubo brotes marginales, protuberancias que, de haberse desarrollado, habrían podido conducir a una independización de la espiritualidad frente a la dogmática. Hubo un Evagrio Póntico, hubo los mesalianos y otras sectas que colocaban indebidamente la experiencia religiosa en el primer plano. A pesar de todo, la teología de un Evagrio, de un Macario, de un Diádoco de Fótica, de un Casiano posee siempre más contenido dogmático que la correspondiente teología de los espirituales del Grand Siécle.

 

Es cierto que la doctrina de estos últimos no se encuentra en contradicción en lo más mínimo con la teología dogmática -Francisco de Sales y Juan de la Cruz son, en efecto, doctores de la Iglesia-; pero también lo es que esta doctrina es menos mística objetiva y servicial que mística subjetiva de experiencia y estados. En Santa Teresa y en San Juan de la Cruz los "estados" son el verdadero objeto de su descripción. Hablando de manera vulgar, habría que decir que es en el estado donde perciben la realidad objetiva que en ellos se revela. La mística española se encuentra aquí muy lejos de la mística de la Biblia: de la mística de San Juan en el Apocalipsis, en la que el extasiado vidente se entrega completamente al servicio de comunicar la revelación; de la mística de los patriarcas y de los profetas; de la mística de María y de José; de la mística de San Pablo y San Pedro, cuyas gracias internas se encuentran siempre al servicio del acontecimiento único de la revelación. Y está también muy lejos de la mística dogmática de Hildegarda de Bingen, o de las dos Matildes, de Brígida y de las dos Catalinas, a las que interesaba ante todo un mensaje que había que transmitir a la Iglesia, un mensaje que había que cumplir con objetividad y espíritu de servicio, mensaje que no era, desde luego, otra cosa que una interpretación de la revelación única para el hoy de la Iglesia.

 

A1 trasladar el acento a la propia experiencia interior, a los grados, leyes, desarrollos y diferenciaciones de esta experiencia,  la dogmática quedó en segundo plano. Con ello la conexión in mediata con el contenido de la doctrina sobre Dios, la creación y la redención deja de ser visible sin más, y tanto más se destacan, en cambio, con frecuencia las conexiones, paralelismos y analogías con los estados y fenómenos religiosos del ámbito extracristiano.

 

Estos dos mundos llegan a ser como distintos; apenas tienen ya puntos de contacto. Y por este motivo, los santos y los espirituales son ignorados cada vez más por los teólogos dogmáticos. ¿Qué dogmática moderna, que aduce, como sus más grandes autoridades junto a la Biblia, a los grandes santos de la época patrística y escolástica, cree oportuno citar, con la misma naturalidad y la misma insistencia, a alguno de los tres doctores modernos de la Iglesia antes nombrados? Y esto para no hablar en absoluto de los demás innumerables santos de la Edad Moderna, hasta llegar a Vianney y a Teresita de Lisieux. Para la teología, los santos apenas existen. Se los entrega a la "spiritualité", para que ésta los explote. Pero la "espiritualidad" misma apenas existe ya para la dogmática moderna. Antes señalamos que los santos modernos son también co-responsables de este estado de cosas.

 

' La dogmática ya no les toma en serio, porque ellos mismos no se atreven ya a ser dogmáticos.

 

Uno puede pensar mucho. Pero no todo pensar es fecundo. Uno puede deducir muchas cosas. Pero no toda deducción se deja encarnar en la vida cristiana. Non plus sapere quam oportet sapere, sed sapere ad sobrietatem, Non alta sapientes sed humilibus consentientes (Romanos, 12, 3. 16). Los santos, amedrentados por el alambre puntiagudo de los conceptos con que se había cercado la verdad evangélica, no osan ya colaborar, como dotados de los mismos derechos, en la auténtica y necesaria explicación del dogma. Dejan el dogma a la prosaica labor de la clase y se convierten en líricos. Pero, en correspondencia con el desarrollo de la lírica, que va desde un arte objetivo manifestador del ser, tal como lo conocieron los griegos y romanos, a un arte subjetivo, que describe situaciones, a un arte impresionista y expresionista, también los santos crean aquí un lenguaje religioso no dogmático. O bien, por otro lado, atienden a las indicaciones y corresponden a las exigencias que se les hacen, y que son, cada vez más claramente, exigencias subjetivas psicológicas, Se quiere que los santos describan el modo como experimentan a Dios. El acento se carga' sobre la experiencia, no sobre Dios. Sobre la esencia de Dios da 1 su juicio, en efecto, el especialista dogmático. Y así se ve cómo personalidades de la altura de una María de la Encarnación (que no es sin duda inferior a Santa Teresa) se esfuerzan por escribir la historia de sus estados místicos. Santa Teresa misma había señalado ya el camino, estimulada naturalmente por sus confesores. Era éste un camino fatal, que viene a acabar en los laboratorios psicológicos, en sus experimentos y estadísticas, es decir, en el descrédito definitivo del testimonio eclesial y carismático, para convertirlo en un enunciado puramente privado, que aparentemente puede ser captado de manera adecuada con medios profanos y muy a menudo infracristianos.

 

¿Se ha sacado de la santidad del Párroco de Ars todo lo que en ella se encierra: una misión y una doctrina sobre la teología de la confesión? Si a Santa Teresita se le hubiese pedido algo más que un mero relato piadoso de su vida, adecuado además al gusto de sus hermanas, habríamos podido escuchar cosas todavía más sorprendentes que las que ella misma supo esparcir en sus páginas.

 

Compárese la utilidad para la dogmática de un místico como Dionisio -no en vano es el más comentado-, con la utilidad dogmática incluso del más grande místico moderno, San Juan de la Cruz. Pero compárese también, si se tiene valentía para ello, la utilidad para la santidad de un manual teológico moderno con la correspondiente utilidad de un comentario patrístico a la Escritura.

 

Los que hoy tienen que predicar el Evangelio a los paganos modernos sienten este empobrecimiento más fuertemente que los profesores en sus cátedras. Buscan una instancia que les muestre unidas y de una vez la sabiduría y la santidad. Buscan el organismo vivo de la doctrina de la Iglesia, y no esta extraña anatomía : de un lado, los huesos sin carne: la dogmática tradicional ; de otro, la carne sin huesos: toda esa literatura piadosa que, a base de ascética, espiritualidad, mística y retórica, facilita un alimento que a la larga resulta indigerible, pues carece de sustancia. Sólo ambas partes a la vez constituyen (en correspondencia con el prototipo de la revelación en la Escritura) aquella "figura" única que puede ser "vista" por el ojo creyente a la luz de la gracia, y que incluso el mundo no puede dejar de contemplar en su peculiaridad de evidencia -y escándalo.

 

Hace algunos años, una escuela teológica que se daba a sí misma el nombre de "teología kerigmática" intentó encontrar una salida a esta situación. Partiendo de dos hechos aparentemente seguros: el de que no se puede cambiar nada en el alejamiento de la escolástica tradicional con respecto a la vida, y el de que la predicación actual de la revelación necesita urgentemente una nueva fundamentación teorética, esta escuela pensó construir, al lado de la vieja escolástica, y sin atentar contra ella, un edificio menor, más modesto, principalmente para las necesidades prácticas, inmediatas, de la cura de almas, y también, y no en último término, en atención a que un gran número de estudiantes de teología, por falta de capacidad, no sabía bien cómo abordar los tratados escolásticos. Se llegó al extremo de justificar esta doble dirección de la teología católica acudiendo a la ontología escolástica; es decir, mediante la distinción entre verum y bonum, afirmando que la teología escolástica tenía como objeto principal y directo el verum, mientras la teología kerigmática tenía el bonum, es decir, el aprovechamiento práctico de la verdad revelada para la cura de almas.

 

Si esta propuesta de solución hubiera sido desarrollada consecuentemente, habría equivalido a establecer definitivamente la funesta separación existente en la teología, es decir, habría equivalido a una declaración de bancarrota de la fuerza especulativa de la razón creyente. Este ensayo se encontraba en la línea del pensamiento moderno, cuyo tema más hondo es sin duda la separación de espíritu y vida, de razón teórica y razón práctica, de Apolo y Dionisio, de idea y existencia, de impotencia -pero valor- del mundo espiritual, y potencia -pero pobreza de espíritu- del mundo efectivo. Este dualismo domina la filosofía por lo menos a partir de Kant, y destaca sobre todo en la filosofía francesa y alemana de la vida y de la existencia. No vamos a discutir si este dualismo es una expresión del cansancio y de la degeneración de nuestra cultura, o si tal derrotismo del pensamiento es un síntoma de la patología de la Europa moderna. El cristianismo, que es de lo que trata la teología, no necesita tomar prestados sus estructuras y sus ritmos de pensamiento a las estructuras y ritmos de pensamiento propios de la corriente secular del espíritu. A1 contrario, debería ser precisamente un signo de la ley de vida del cristianismo, que está por encima de los vaivenes de la cultura, el cerrar, con las reservas de su propia vida sobrenatural, la herida abierta en su doctrina.

 

III

 

HACIA UNA NUEVA UNIDAD

 

Esto es cosa que sólo puede realizarse meditando de nuevo seriamente sobre la esencia de la teología. Cuando ahora hablamos de teología, nos referimos una vez más a la ciencia central de la dogmática. Excluimos, pues, todas las posibles y justificadas zonas previas y edificios adyacentes: una apologética para los  todavía no creyentes, que conduce a la fe desde fuera; una preparación filológica e histórica de los textos en que se nos ofrece la revelación. Dicho en una palabra: excluimos todas aquellas ciencias auxiliares de la teología que no tienen como contenido la pura exposición de la revelación desde la fe y para la fe. Una doctrina de la fe así delimitada tiene que reflexionar sobre un doble aspecto: sobre su contenido y sobre su forma. 

 

El contenido de la dogmática es la revelación misma. Se trata de entender la revelación en la fe viva, de exponerla con la fuerza de la razón animada e iluminada por la fe y el amor. La dogmática tiene su centro precisamente allí donde tiene el suyo la revelación misma, de igual forma que también 1a fe -el acto fundamental en que descansa toda exposición de la revelaciónposee su centro en el centro de la revelación. La dogmática no es algo así como un "miembro de unión" entre la revelación y otra cosa, por ejemplo, la naturaleza humana, o la razón, o la filosofía. La naturaleza humana y sus posibilidades de pensamiento alcanzaron su centro verdadero en Cristo. En El llegaron a su verdad definitiva, tal como Dios, creador de la naturaleza, quiso a ésta desde la eternidad.

 

Para investigar la relación existente entre la sobrenaturaleza y la naturaleza, el hombre no precisa salir de la fe, no necesita convertirse en mediador entre Dios y el mundo, entre la revelación y la razón, no tiene que erigirse en juez sobre la relación existente entre mundo natural y mundo sobrenatural. Basta con que comprenda y crea "al único mediador entre Dios y el hombre: el hombre Cristo Jesús" (1 Timoteo, 2, 5), "en el que fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra", "siendo todo creado por El y para El" (Colosenses, 1, 16). De igual forma que Cristo, para hacerse hombre y consumar la creación en todas sus esferas, no abandona al Padre, así tampoco el cristiano precisa salir del centro de Cristo para transmitir Este al mundo, para entender su relación con el mundo, para construir el puente entre revelación y naturaleza, filosofía y teología.

 

El cristiano tiene, ciertamente, que soportar el peso de la distancia -aumentada desde la Edad Media- que existe entre revelación de Cristo y ciencia mundana, a la cual pertenece también la filosofía -en el caso de que el cristiano tenga dotes para ésta-. Pero la seriedad de preguntar al ser adquiere para el cristiano su urgencia máxima cuando esta pregunta revela la seriedad entre Dios y el mundo; o, para hablar concretissime: entre Cristo y la Iglesia. Ni Cristo ni la Iglesia son únicamente "hechos" históricos, sino el centro del ser que se realiza (actualitas essendi).

 

Esto es lo que los santos saben. Los santos no abandonan ni un solo instante su centro en Cristo. Se entregan a su tarea mundana "orando en todo tiempo" y "haciéndolo todo para gloria de Dios" (1 Timoteo, 2, 8; 1 Corintios, 10, 31). Cuando filosofan, lo hacen como cristianos, es decir, como creyentes, como teólogos. ¿Cuándo se hubiera interesado, si no, un santo por la filosofía "pura"? Si ya toda verdadera filosofía existente fuera del cristianismo es en el fondo teología; si vive en cada caso de un punto de referencia que es trascendente a ella misma, de aquel oculto punto absoluto que se encuentra más allá de la mera razón humana y que, sin embargo, es el único por el cual merece la pena pensar; si esto es así, todos los grandes pensadores cristianos tenían necesariamente que ser, con tanta más razón, pensadores teológicos -y ello tanto más ardientemente cuanto más poseídos se hallaban por Dios y por la santidad divina-. Esto significa que su pensamiento es una función de su fe (aun cuando la fe, como ocurre en San Anselmo, sea por un instante puesta entre paréntesis en obsequio al intellectus) ; significa que su pensamiento es un acto que, en última instancia, se encuentra al servicio de su fe, al servicio de la revelación de Cristo, y que recibe su medida, su "tanto cuanto", de esta revelación.

 

Cuando un pensador cristiano piensa teológicamente con seriedad -y no se reduce a hacer, para entrenarse, banales ejercicios de pensamiento y de esgrima-, medirá el valor de su pensar por el fenómeno Cristo. Lo que sea realmente apto para iluminar esta revelación, lo que en cualquier sentido pueda hacerla mas aprehensible vitalmente, eso será no sólo pensamiento exacto, sino también útil y verdadero en el sentido más hondo. Lo que aleja  del centro de la revelación -aunque esté deducido de manera completamente lógica-, lo que de algún modo conduce a la  periferia, lo que sólo sirve a la curiosidad o a la vanidad humanas (y nada, por cierto, es más vanidoso que el espíritu humano cuando piensa), todo eso pertenece a la "ciencia que hincha" (1 Corintios, 8, 1). Justamente por ello revela ser un pensamiento internamente vacío, fútil, vano, aun con toda su rectitud lógica. La vanitas es una categoría teológica en la cual pueden incluirse todos los valores intramundanos, incluso los valores de lo mundanamente verdadero y bueno, si no están orientados hacia el valor sobrenatural de la fe y del amor y no se encuentran informados por este valor.

 

La teología verdadera, la teología de los santos, pregunta -obedeciendo a la fe, respetando la caridad, y no perdiendo jamás de vista el centro de la revelación- qué pensar, qué modo de plantear los problemas, qué vías intelectuales del hombre son adecuados para esclarecer el sentido de la revelación misma. Este sentido no consiste en modo alguno en transmitir al hombre conocimientos abstrusos y ocultos, sino en unirle más estrechamente con Dios, en vincular más estrechamente con Dios su existencia entera, también su existencia espiritual, intelectiva. Lo que no sirve a este fin no es ciertamente explicación de la revelación, sino un no-querer escuchar su sentido y, por consiguiente, una desobediencia. En la forma de la revelación misma posee la teología el criterio infalible de su forma y estructura propias. La que, visto sustancialmente, es importante para la revelación, tiene que ser importante también para la teología. Y, en cambio, lo que en la revelación sólo esté como al margen, sólo sea citado como de modo incidental, ha de constituir también para la teología un tema meramente incidental. Las proporciones de la revelación deben ser también las proporciones de la teología. Si la teología ha de ser una prolongación explicativa de la palabra de la revelación, tales prolongaciones tienen que partir orgánicamente del centro de la revelación, extenderse proporcionalmente hacia todos los lados y, al hacerlo, atender a las articulaciones especiales de la revelación y escucharlas con oído atento.

 

Tomemos como ejemplo el tema central de la teología: la Trinidad, de la que todo brota, por la que todo se esclarece y a la que todo se reduce. Los primeros siglos de la teología tuvieron que desarrollar las líneas fundamentales elementales y protegerlas contra las doctrinas erróneas igualmente elementales. Esto se consiguió en conjunto con Calcedonia. San Agustín tuvo el arrojo de dar -con su doctrina de la imago- el primer paso más allá de ese grado elemental. Con ello abrió de golpe una puerta tras la que se extendía un amplio campo: la comprensión del misterio último del ser desde la revelación de la Trinidad, revelación incoada en la creación y desarrollada en Cristo y en la Iglesia. Ahora se habría debido interpretar la historia de salvación, la vida de Jesús, la pasión, el descenso a los infiernos, la resurrección y la ascensión, la Iglesia y la existencia cristiana, como manifestación de la Trinidad. ¡ Qué indicación en este sentido habría podido dar la primera revelación bíblica de la Trinidad: la escena de la anunciación en Nazaret! Aquí, en el diálogo escalonado en tres etapas entre el Ángel y María, la Virgen (que es la Sión fiel y, por consiguiente, la síntesis de la Iglesia) es iniciada en su propia existencia servicial: El Señor está contigo; darás a luz un hijo (que será llamado Hijo del Altísimo y al mismo tiempo reinará sobre la casa de Jacob) ; el Espíritu Santo te cubrirá con su sombra (pero mira, también tu prima Isabel...). Cada nueva profundidad de Dios es desvelada con ocasión de un nuevo movimiento y de una nueva respuesta y reacción de María: la Trinidad es insertada en las dimensiones de su obediencia, de su carácter de sierva. La Trinidad no se revela en el Nuevo Testamento de otro modo.

 

Y, ciertamente, la actitud de María es contemplación; pero esta contemplación es en su origen idéntica con la acción del amor y de la respuesta; es contemplación como seno maternal-virginal, que retiene en sí todo lo que se le ha dado y medita sobre ello, para entregarlo después, dándolo a luz, al mundo. En este sentido también los Evangelios son contemplación nacida del seno de la Iglesia primitiva. No pueden transmitir, en consecuencia, una imagen de la Trinidad distinta de la imagen mariana. Esta imagen está inscrita en la existencia del hombre de la revelación, ante todo del Hombre-Dios, y ha de ser interpretada en conexión con ella, dentro de su medium. No por ello se ha de llevar a cabo, sin embargo, con menos vigor y claridad la discusión polémica contra un deslizamiento hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero, en lo esencial, lo que esta polémica hace es levantar vallas y signos de advertencia hacia fuera, mientras hacia dentro

 

sólo puede ofrecer unas cuantas indicaciones muy formales acerca del marco y de las estructuras en que la experiencia viva de la fe ha de interpretarse a sí misma. Esta experiencia es tal, de manera primaria, en la fe de la revelación, y no en la naturaleza (como ocurre en San Agustín, en la segunda parte del De Trinitate). Tiene, por consiguiente, menos que ver con una copia que con la revelación del prototipo. Es posible que para comprender esta revelación puede tener importancia la copia. Pero más importante es su comprensión.

 

Una interpretación semejante habría podido llevar a una doctrina verdaderamente cristiana de la realidad, es decir, a una interpretación de la existencia y de la historia a la luz de la revelación. Esto significa dos cosas: el ver (de manera ascendente filosófica) cómo el Dios de la revelación se hace transparente en las últimas regiones ontológicas del mundo y en el ser, y el introducir (de manera descendente-teológica) este Dios en el mundo del ser y de la historia. Material de este esclarecimiento es la comprensión del ser, pero tal como el ser-ahí (Dasein) es vivido y comprendido en el espacio existente entre Cristo y la Iglesia. El Espíritu Santo es la comprensión -y la da-. Pero no la da al individuo aislado, sino a la Iglesia, en cuya experiencia sólo participa el individuo, y de la manera más profunda el santo, que permite que su experiencia privada sea informada totalmente por la experiencia de la Iglesia.

 

Una interpretación semejante de la existencia y de la historia a la luz de la cristología debería poder desarrollarse dogmáticamente en los tres artículos de la fe:

En primer lugar, en una doctrina de la creación donde se hiciese referencia a Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra; esta doctrina habría que construirla desde la cristología, desde la relación de Cristo con su Padre (relación en la cual, tras la muerte y la resurrección, se nos ofrece participar). Apenas se ha descubierto todavía lo que tendría que cooperar a esto la oración de los santos, su experiencia de Dios en el mundo.

 

El segundo artículo de la fe, la cristología, sería el que principalmente habría que enriquecer con esta experiencia de los santos. También la cristología se ha quedado detenida prácticamente , en el marco formal de Calcedonia. Este marco está todavía esperando llenarse con la experiencia total de la fe de la Iglesia. Uno aprecia esto cuando piensa en lo que propiamente habría que llamar pasiología (¿por qué nos es esto tan desacostumbrado?) Las experiencias íntimas del Redentor en la pasión, que deberían constituir el centro de la doctrina sobre la redención, no son, desde luego, accesibles desde los estados y sentimientos puramente humanos de sufrimiento, si no queremos caer en una doctrina completamente jurídico-externa sobre la redención. Los sufrimientos únicos del Señor, únicos por razón de la unión hipostática, no son amplificaciones cualitativas de los sufrimientos humanos que se dan generalmente. Son sufrimientos únicos, porque los padece el Hijo único del Padre; y se han de interpretar, por ello, en su núcleo, trinitariamente.

 

El Nuevo Testamento no ofrece más que escasos accesos a ese oculto mundo interior de la pasión. Pero existen los accesos del Antiguo Testamento, que no han sido explotados suficiente mente. Y existen ante todo las gracias, dadas en la Iglesia, de participación en la pasión, experiencias de los santos que sólo pueden explicarse por una gracia de participación en los estados cristológicos. Tenemos aquí el campo amplísimo de las "Noches oscuras", cuyas descripciones por los que las han atravesado coinciden, por un lado, entre sí de manera tan llamativa, pero, por otro, desarrollan múltiples aspectos especiales. Que yo sepa, ninguna teología se ha tomado la molestia de clasificar esas descripciones y aprovecharlas dogmáticamente (¿de qué otro modo, si no?) Ni siquiera los investigadores de la mística las han agrupado e investigado críticamente. Tal vez pueda objetarse que estos fenómenos, cuando son auténticos, no están destinados a la mirada de la generalidad, y que lo único importante es los efectos que produjeron, y que es esencial su ocultamiento e inaccesibilidad, por ejemplo, detrás de los muros de los conventos y en las clausuras. Esta sería, empero, una concepción muy extraña

 

de la catolicidad de la redención. ¡ Como si el hecho de que los representantes oficiales de la Iglesia, incluido Juan, se durmieran en el Monte de los Olivos fuese una justificación o una exigencia de esa negligencia!

 

¿Por qué apartamos tan persistentemente la vista del lugar en que se sufre la realidad auténtica, y no hacemos el menor intento de aprovechar para nuestra comprensión de la fe estas experiencias importantísimas para la Iglesia? Lo importante no es el "fenómeno místico"; tampoco es lo único importante la función co-redentora concedida por gracia. Lo importante es que, por la gracia de la Cabeza, algo de la pasión es actualizado una y otra vez en el cuerpo, y que el cuerpo debe entender desde la Cabeza y hacia la Cabeza todo lo que le acontece.

 

Algo parecido puede decirse también con respecto al tercer artículo de la fe. El Espíritu Santo es la "intimación" de Cristo en el corazón de la Iglesia y del creyente individual. La ética entera, y toda la piedad, la liturgia y la contemplación de la Iglesia y de la persona tienen su lugar dogmático en este tercer artículo, y deberían ser desarrolladas a partir de la experiencia total de la Iglesia, que es siempre ante todo una experiencia de los santos. ¡Qué aspecto tan distinto ofrecerían aquí muchas cosas si colocásemos la función arquetípica del santo en lugar de la figura usual del pecador medio! Por ejemplo, en la manera de comprender lo que es un sacramento y lo que significa recibir un sacramento. ¿Qué significado tiene para los santos comulgar? Ellos tendrían que saberlo y que poder enseñárnoslo. ¿Qué significa una vida cristiana como testimonio por Cristo? ¿Qué estructura teorética posee una existencia tal, y cómo se realiza prácticamente?

 

También la apologética entera, vista bíblicamente, se encuentra del todo dentro de este tercer artículo. Por voluntad de su Fundador, la Iglesia de los redimidos ha de mostrar al mundo que ella es la Iglesia verdadera, mediante ciertos atributos completamente determinados. ¿Cuáles son a los ojos de Cristo esos atributos, y cuáles no lo son? Es claro que la santidad ocupa el punto central de la apologética propia de Cristo e igualmente

 

de la apologética de los Apóstoles. La Iglesia se recomienda por el amor cristiano. "En esto conocerán". Todo lo demás que nosotros enumeramos entre las propiedades fundamentales de la Iglesia pertenece ciertamente a su estructura, pero acaso no pertenezca tanto a aquello que atrae la mirada del que busca anhelosamente. Sólo cuando se ve la Iglesia de los santos resulta irresistible su imagen. "Si todos vosotros fueseis como éstos...", dice entonces el mundo. Contra la evidencia del amor cristiano no existe ninguna objeción de peso; y menos que nada la objeción del humanismo universal, pues el ágape se distingue esencialmente de tal humanismo.

 

Se puede y se debe generalizar estos aspectos apologéticos y decir: La Iglesia sólo se vuelve realmente inteligible -no sólo para los que están fuera, sino también para sí misma- cuando se contempla desde la santidad. Santidad como pureza sin mancha ni arruga, que el Esposo le regaló en el baño purificador de la cruz y del bautismo., Si la Iglesia no fuera mariana en su núcleo, si no fuera la Esposa, jamás podría comprenderse a sí misma en todos sus ministerios y funciones jerárquicos. Debería o bien abandonar consecuentemente las pretensiones del ministerio (como ocurre en el protestantismo), para contentarse con la mera referencia a la santidad de la Cabeza, o bien llegar a una separación, completamente inadmisible para ella (por ser todavía más incomprensible), entre las esferas de ministerio y santidad. Es cierto que la equiparación inmediata de las dos esferas, tal como la intentó Dionisio Areopagita en la Jerarquía celeste, no pasa de ser una imagen ideal inalcanzable. ¿Pero no es precisamente ese ideal lo que da sentido a todo y lo que lo hace soportable? No basta con decir que las funciones jerárquicas y el opus operatum fueron instituidos por razón de la insuprimible dimensión pecadora de la Iglesia. Tal cosa es sin duda verdad. Pero esta institución no sanciona el pecado ni la mediocridad. Es institución de la cruz y de la redención: y únicamente como función de la cruz y, por consiguiente, de la santidad, pueden interpretarse bien las cosas institucionales de la Iglesia.

 

IV

 

ESPOSA Y ESPOSO

 

Lo dicho significa, en resumen, que la doctrina de la fe se produce siempre en la Iglesia en un diálogo viviente entre el Esposo y la Esposa (entendiendo a ésta como la Esposa mariana). El

 

 Esposo es el que dona; la Esposa la que asiente. Únicamente dentro de ese asentimiento de fe puede derramarse el milagro de la Palabra, que es sembrador y semilla a la vez. En este punto tienen completa razón tanto Bultmann como el método de la "historia de la forma". Frente a la revelación no se da una "objetividad" científica neutral y desinteresada. Sólo se da el diálogo personal  de Palabra y fe, Cristo e Iglesia, en el misterio del Cantar de los i Cantares. Si la Iglesia entiende, es santa; y en la medida en que es santa entiende. Esta ley abarca a jerarquía y a laicos, a cada uno a su manera. También la jerarquía se apoya, en efecto, en el corazón mariano de la Iglesia.

 

Ningún otro teólogo de la Edad Moderna ha comprendido tan profundamente y ha desarrollado tan consecuentemente esta ley integral de la dogmática como M. J. Scheeben, para el cual todo, hasta lo más hondamente formal, se reduce siempre a la estructura del "matrimonio". En el centro de su teología se encuentra el hombre-Dios con sus dos naturalezas, que él, con los Padres griegos, entiende como enlace nupcial de Dios con la humanidad en la cámara matrimonial de María. El aspecto "personal" resalta en la relación del Espíritu Santo con el acto de fe -acto propio de esposa- de la Virgen, a la que cubre con su sombra. El aspecto "físico" sobresale en la maternidad real de la Virgen y en su fruto, la unión hipostática. La analogía empleada por los Padres para designar la unión hipostática -la relación de alma y cuerpo y, aristotélicamente, de forma y materia- es interpretada, consecuentemente también, en relación al connubium. Esto proporciona a la filosofía tomista entera un punto de referencia teológico o, para hablar con Scheeben, una transfiguración por la luz de la teología. El mismo ser mundano adquiere una estructura erótica, matrimonial. Scheeben no se cansa de componer variaciones sobre su tema a lo largo de todos los tratados de la teología. La relación formal entre naturaleza y sobrenaturaleza, entre razón y fe, y también el proceso de la justificación, la esencia y el modo de actuar de las gracias actual y habitual son estructurados de acuerdo con esta idea fundamental. Y, naturalmente, también lo son toda la teología de la vida de Jesús, la relación entre Cristo y la Iglesia, la eucaristía y todos los sacramentos, e incluso la Escritura y la inspiración. Todo se muestra para él como una revelación del amor trinitario, del theios Eros.

 

No es sorprendente, por ello, que Scheeben (en los Misterios y en el § 54 de la Dogmática) conceda la máxima importancia a la iluminación purificadora y esclarecedora del Espíritu Santo en la labor teológica. Cita a este propósito la frase del Apóstol: Animalis homo non percipit quae sunt Spiritus Dei. Más importante aún le parece la disposición moral, la pureza y humildad de corazón. "Una vez que el Espíritu Santo, mediante su iluminadora unción del ojo espiritual y mediante la receptividad moral otorgada por El, nos ha hecho aptos para captar más pura y plenamente el contenido de la fe, nuestro conocimiento adquiere una fuerza y una vida plenas por la realización en nuestro interior de la vida sobrenatural, que dimana igualmente del Espíritu Santo." Tan sólo esto nos pone "en comunicación intimísima" con la realidad de la fe. Tan sólo esto "coloca ante la vista, en nuestro interior, una imagen viviente de la misma, nos permite, por así decirlo, saborearla y percibirla, y nos la hace próxima y familiar". "El influjo del Espíritu Santo sobre la ciencia teológica completa y sella el carácter de santidad sobrenatural que le es propio por su principio, su objeto y su meta final, y por razón del cual los antiguos teólogos denominaban sencillamente a la teología doctrina sacra". Scheeben ve que también esta santidad es transmitida por la Iglesia, la cual vigila el cultivo de la teología mucho más estrictamente que el cultivo de las demás esferas del saber. De tal modo que la teología participa de manera especial en la santidad matrimonial de la Iglesia.

 

La teología como diálogo entre la Esposa y el Esposo en la unidad y comunión del Espíritu hará nacer modos siempre nuevos de unificación y de fusión.

 

La teología es, en primer lugar, contemplación del Esposo por la Esposa. Esta contemplación será tanto más objetiva, profunda y amplia cuanto más luz y gracia le comunique el Esposo a la Esposa. A la luz del Esposo ve ella su luz; justamente en ella "se refleja como en un espejo la gloria del Señor, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2 Corintios, 3, 18). La meta de la visión consiste en que este dinamismo de la gloria reflejada transforme la vida de la Esposa contemplativa: la gloria es resplandor de la santidad, y esa gloria no le es mostrada solamente a la Esposa en un espejo, sino que la introduce en la "metamorfosis".

 

Lo dicho no significa, empero, que la Esposa haya de empezar a contemplar en sí misma la gloria del Esposo, mas sí que las enseñanzas procedentes del Esposo son, como El, de naturaleza cristológico-teológica. Forman parte de ellas todas las gracias superiores de poder ver y conocer, que son participación en el ver y el conocer propios del Hijo, y que conducen orgánicamente al tránsito de las "gracias del Espíritu Santo" a los carismas y experiencias de Dios propiamente místicos. Pero también forman parte de tales enseñanzas las gracias de vida de los santos, que, según San Pablo, son también carismas y, por consiguiente, funciones del Cuerpo místico, y que no pueden dejar de tener -como antes indicamos- un profundo contenido teológico. Los santos no se nos dan para que los miremos con asombro, como a hombres extraordinarios dotados de una fuerza heroica para realizar obras, sino para tener en ellos ilustraciones de la realidad íntima de Cristo,

 

tanto para nuestra comprensión de la fe como para nuestra vida de fe en el amor. Tiene razón Martin Buber cuando dice: "La vida de estos hombres necesita un comentario teológico, al cual representan una contribución -pero sólo una contribución fragmentaria- sus propias palabras" (Chassid. Botschaft, 1952, 33). A nosotros nos está reservado el completar ese comentario. La existencia de los santos es teología vivida. Apenas entra en cuenta el que hayan dicho -o tuvieran en absoluto que decir- palabras más o menos explicativas a este propósito. Pero cuando se trata de misiones cualificadas, el contemplador debe suponer siempre que en ellas se muestra algo más que sólo un ejemplo cualquiera, un ejemplo más, de una cosa conocida ya sin ellas.

 

En este aspecto habría que poner de relieve y seguir el buen ejemplo dado por Garrigou-Lagrange, que confrontaba la teología de Santo Tomás con la experiencia mística de San Juan de la Cruz, tomando ambas teológicamente en serio y esclareciéndolas y completándolas mutuamente en el pasaje decisivo. Con independencia de que uno esté o no de acuerdo con todos los resultados, lo que aquí importa es la iniciativa y el haber abierto camino a un método que merece ser seguido. El hecho de que la revelación objetiva concluyese con la muerte de los Apóstoles no significa que en la Iglesia de los santos no acontezca nada de aquello a lo que se refiere la revelación. Si los milagros de la absolución y de la consagración, que actualizan en medio de la Iglesia la presencia siempre nueva del acontecimiento del Gólgota y de Pascua, se realizan permanentemente, ¿por qué habían de ser distintas las cosas con 1a actualización de la existencia teológica del Señor en la existencia de sus fieles y santos?

 

La vida única que se da entre Cristo y la Iglesia es el lugar propio de la teología vivida y manifestada, y ello también precisamente en el sentido de un realismo permanente de la vida real que se da entre perdición y redención, pecado y santificación. La existencia del pecado en medio de esta esfera donde la gracia actúa, e incluso el choque, precisamente aquí, de la obstinación desesperada con el crucificado amor redentor: esa es la realidad -y no un "mundo sapiencial" sin calor y sin historia- con que la teología tiene que enfrentarse.

 

Por este motivo, a la presentación humana de la teología pertenece no sólo la forma pulida y desapasionada del tratado, sino también la controversia movida (quaestio disputata), más aún, el lenguaje apasionado e internamente excitado -tal como lo emplean San Agustín, Ricardo, Gerhoh, San Buenaventura, Pascal o Kierkegaard, hasta llegar al extremo de una excitante dialéctica metódica.

 

Los contextos esenciales de la teología hablan de un acontecimiento tan inmenso que nunca puede abstraerse de él -a la manera como Husserl pone metódicamete entre paréntesis la facticidad-. La ciencia humana, aunque sea teológica, conservará siempre la tendencia a esa exclusión; tenderá a entender la revelación histórica menos como un acontecimiento que hay que percibir y escuchar en cada momento concreto, que como un resultado presupuesto que constituye la materia de la reflexión teológica.

Los santos se han opuesto siempre a esto, aferrándose a la actualidad del acontecimiento de la revelación. Los santos quieren asistir a él, estar allí cuando y donde tiene lugar. Se sientan; como María, a las pies de Jesús. Están pendientes de la boca del Señor, de la palabra de la revelación. No quieren saber otras cosas que las que Dios les dice. No quieren alejarse lo más mínimo del acontecimiento de oír la revelación, como si fuera posible investigar el contenido de esa revelación a la manera de un resultado ya ahí presente, concluso, comparable a los resultados de otras esferas del saber humano. Tienen para con Dios una relación de exclusividad. Quieren escuchar todo de El, incluso lo que ya saben, como si jamás hubieran oído hablar de ello. Quieren que el mundo entero les sea dado de nuevo, esclarecido y explicado de nuevo dentro de la revelación. No quieren contemplar la naturaleza con otros ojos que con los de Cristo. No quieren conocer a Dios como un mero ens a se, sino únicamente como el Padre de Jesucristo; ni quieren conocer al Espíritu como un mundo abstracto de leyes y vigencias universales, sino como el Espíritu de las lenguas de fuego, que sopla donde quiere. Poseen un fanatismo de la exclusividad que se les aparece como el camino más recto para llegar a la universalidad y catolicidad de la verdad. No se preocupan angustiosamente por lograr la síntesis entre naturaleza y sobrenaturaleza, saber y creer, órdenes del mundo y órdenes de la Iglesia, pues saben que la preocupación por tales síntesis le es quitada a todo el que tiene indefectiblemente su punto de apoyo en Cristo. Se le quita la preocupación, no la tarea. Se le quita la preocupación por la unidad, no el ser enviado desde la unidad al mundo. Para cumplir su misión cristiana, incluso como pensadores y teólogos, no están obligados a abandonar su lugar en Cristo. Cristo es, en efecto, el Enviado de Dios al mundo, que a su vez les envía a ellos, prometiéndoles estar con ellos siempre y hasta los límites de la tierra. Incluso al adaptarse a los diversos idiomas del mundo saben que no actúan como diplomáticos, sino con la fuerza del milagro de Pentecostés, que es capaz de traducir el mensaje invariable a cualquier idioma mental y conceptual.

 

Al decir antes que los santos no quieren alejarse de la fuente inagotable de la vida, que mana en cada momento concreto de la boca de la Palabra eterna, hablábamos ya también de la forma de la teología. Los santos quieren recibir siempre, es decir, ser orantes. Su teología es esencialmente un acto de adoración y de oración.

El que la teología sea esto es algo que se encuentra más allá del sistema, como su presupuesto inexpreso, tácito. Es el aire que sopla a través del sistema, la atmósfera en que éste se baña, la forma de pensar de que nace y en la que se desarrolla. La dogmática cristiana debe dar expresión al hecho de que el que piensa dentro de la obediencia de fe se encuentra en una relación orante con su objeto. Abramos las páginas de San Anselmo de Canterbury: "No puedo buscarte si tú no me enseñas, ni encontrarte si tú no te muestras." Orando se acerca San Anselmo al misterio; orando emprende sus abstractísimas investigaciones sobre Dios y sus atributos; orando realiza su experimento mental de poner entre paréntesis el acto de fe para extraer de las rationes necessariae su fuerza probativa. Orando recibe la revelación sobrenatural de Dios en Cristo, y en ella comprende que también la revelación natural de Dios en la creación y en la razón es revelación auténtica, es decir, algo que, no menos que la revelación histórica, ha de recibirse poniendo el corazón de rodillas. Naturaleza y sobrenaturaleza, saber y creer no se diferencian para él como lo profano y lo sacral. Desde la fe comprende que también la razón fue creada para la fe, la naturaleza para la. gracia, y que ambas -constituyen la revelación única, coherente, unitaria del amor único e incomprensible del Dios Trino.

 

La oración es, así, la única actitud objetiva ante el Misterio. Y la fe obediente es la "falta de presupuestos" de la ciencia teológica, pues ésta significa la tabula rasa del amor del corazón, que lo espera todo y no se anticipa a tomar nada. La actitud del conocimiento no va más allá de esta actitud de oración.

 

E1 conocimiento no debe alejarse jamás de la actitud inicial de oración, para entregarse a la actividad cognoscitiva. Esto puede hacerlo tanto menos cuanto que la gnosis se levanta siempre por encima de las pistis y no se queda sólo en una forma interna de ella. "Fe que busca el entendimiento." Este "buscar" es una propiedad radicalmente inherente a la fe como tal; sin ella, la fe dejará inmediatamente de ser fe. Incluso como encontrado, Dios es siempre, mucho más aún, el buscado (ut inventus quaeratur, immensus est : San Agustín: In Joan, tr. 63, 1). Y la fe realizada sigue siendo, siempre, mucho más aún, fe orante, implorante, adorante.

 

No existe, pues, en la teología ninguna investigación que no deba exhalar necesariamente el aliento de ese orante buscar. En ello reconoce el santo si esta forma de la verdad le atañe, si sopla aquí el viento agitado en que puede respirar y progresar. Teología implorada en la oración no significa teología "afectiva", en contraposición a la teología auténtica, estrictamente científica. Esto justamente es lo que no significa. Las investigaciones exactas y a menudo muy abstractas de San Anselmo o San Alberto, para no hablar de Santo Tomás, echan por tierra esa antítesis superficial. Hay que pensar con rigor y con exactitud. Pero hay que pensar

 

también haciendo justicia al tema, es decir, haciendo justicia a este tema único, incomparable en cuanto al contenido y al método. De este modo, incluso la teología que se halle más de acuerdo con los hechos tendrá siempre -si se la mide con el criterio las ciencias puramente racionales- un rasgo de diletantismo. ¿No hablaba de acuerdo con los hechos el Agustín de las Confessiones y de las Enarrationes

¿O es San Agustín un teólogo diletante? (Entonces lo son también los demás Padres de la Iglesia.) ¿Es que comienza la teología "científica" con Pedro Lombardo? Y, sin embargo, ¿quién ha hablado más adecuadamente sobre lo cristiano que Cirilo de Jerusalén, que Orígenes en sus Homilías, que el Nazianceno y el maestro del respeto teológico: el Areopagita? ¿Quién se atrevería a decir de ninguno de los Padres que está "lleno de unción", en el sentido moderno de esta palabra? En aquella época se sabía lo que es estilo teológico: la unidad indiscutida tanto de la actitud de la fe y la actitud del saber como igualmente de la objetividad y el respeto. En tanto fue una teología de santos, la teología fue una teología orante, arrodillada: por ello fueron tan inmensos su provecho para la oración, su fecundidad para la oración, su poder engendrador de oración.

 

Hubo algún momento en que se pasó de la teología arrodillada a la teología sentada. Con ello se introdujo en la teología la división que al comienzo de este trabajo describimos. La teología "científica" se vuelve extraña a la oración y, por consiguiente, desconoce el tono con el que se debe hablar sobre lo santo. Entretanto, la teología "edificante", al ir progresivamente perdiendo contenido, sucumbe no raras veces a una unción falsa. Con ello se entrega a la misma decadencia que el arte cristiano de la Edad Moderna, que amenaza con disgregarse en una "objetividad moderna" sin respeto y un romanticismo ajeno a la realidad.

 

Hoy no se trata de desandar lo andado, de echar a andar hacia atrás la rueda de la historia y pedir un renacimiento de la Patrística a costa de la filosofía y la teología escolásticas. Los progresos de la Escolástica son evidentes. Pero si la historia no se deja desandar, la esencia de la tradición y, por consiguiente, también de la teología, consiste en que su progreso se realice en un diálogo más profundo y más valiente con las fuentes. No sólo con las fuentes siempre jóvenes de la Escritura, cuyo aprovechamiento teológico parece estar siempre -y hoy más que nunca en los primeros comienzos, sino también con la fuente de rejuvenecimiento de la teología patrística, cuya arquitectura y cuya inagotable plenitud no regaló sin duda en vano la divina Providencia a las generaciones posteriores.

 

¡Cuántos temas de investigación teológica se encuentran ya apuntados en los Padres, que luego, con la creciente sistematización, fueron dejados fuera como incómodos, como aparentemente sin importancia, como caminos cerrados! ¡Y con qué velocidad ha proseguido, desde la Escolástica tardía hasta la Neoescolástica, ese proceso de exclusión! ¡Qué riqueza de- puntos de vista, de perspectivas en todas direcciones, de incitaciones esparcidas sin intención sistemática conserva todavía Santo Tomás, si se compara con el esqueleto de un manual de hoy! Sin duda es verdad que los manuales se escriben para la clase. También los grandes escolásticos tenían, empero, ante sí discípulos, principiantes, a los que debían explicar todo de la manera más clara, sencilla e irrefutable posible. ¿Pero es que la teología católica ha de permanecer para siempre al nivel escolar? ¿No puede darse también para ella la ocasión de -liberada, por fin, de tener que prestar atención a los haplousteroi, a los rudes (y éstos son para los Padres no tanto los incultos cuanto los que se contentan con un saber sumario acerca de la fe)- entregarse a las profundidades de la revelación divina, y escuchar a los pies de San Pablo la "sabiduría entre los perfectos", "la sabiduría de Dios, encerrada en el misterio, la escondida, la que predestinó Dios antes de los siglos para gloria nuestra"? (1 Corintios, 2, 6-7)


 

[1] Ensayos teológicos. Verbum Caro, vol. I, Guadarrama, Madrid 1964, pp 235-268