XII

RESURRECCIÓN

 

17. La acción del Padre

17.1. Introducción

No cabe duda que el final de la vida de Jesús origina en los discípulos una crisis que les separa de su seguimiento. La crisis que padecen va más allá de la sorpresa que les supone su forma de morir. Y tiene dos razones de fondo: su pertenencia al pueblo elegido y su confianza en la vida y predicación de Jesús. La primera obedece a que todo judío de bien ya no puede garantizar que el mensaje de Jesús se equipare al mensaje de Dios, o que se pueda hacer en su nombre, pues el rechazo de las autoridades religiosas y la condena de Pilato evidencian un alejamiento divino con el que se prueba la falsedad de su doctrina o lo utópico de su enseñanza y vida. Las frases vociferadas por los sumos sacerdotes y escribas cuando Jesús está crucificado van en este sentido: «Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz [...] Se ha fiado de Dios: que lo libre si es que lo ama» (Mt 27,40.43). Aunque sean redaccionales, el trasfondo último responde a esa confianza ilimitada en Dios de todo fiel justo. Y los discípulos no comprueban que Dios mueva un hilo en favor de Jesús. La segunda corresponde al sentido de la vida de Jesús, que ha sido proclamar el Reino de Dios, de forma que sus obras y su doctrina implican el inicio de la presencia histórica de la misericordia y el perdón de Dios procedentes del amor ilimitado a sus hijos, a su creación. Y los discípulos se han implicado en este mensaje hasta simbolizar con el Maestro la salvación de Dios en Israel. Por consiguiente, la muerte de Jesús es la «muerte» del Dios que ofrecen a sus conciudadanos. Con la desaparición de estos dos agentes de la salvación se anula toda posibilidad de proseguir su acción en la historia. Se inutiliza la fe en Dios y la confianza en Jesús, y con ellas la esperanza suscitada en sus vidas y el compromiso radical formulado al acompañar a Jesús: «Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10,28par). La muerte en la cruz de Jesús sentenciada en un juicio legal y por una causa tipificada en el derecho del Imperio destruye toda su pretensión y la de sus partidarios. Más aún. Ser acusado como «rey de los judíos» excluye a Jesús de morir como un mártir por la causa que defendió, y sus seguidores quedan incapacitados para esgrimirla en adelante.

Los discípulos desertan y dejan a Jesús solo. Suena su aviso momentos antes de ser apresado: «Todos vais a fallar [...] Lo abandonaron todos y huyeron» (Mc 14,27.50; Mt 26,56). Y lo demuestra el hecho de que ni se presentan para darle sepultura. Las autoridades religiosas llevan toda la razón y la fe en el Señor continúa en las coordenadas que defienden de tiempo, pues han probado que es falsa la vida de Jesús y el ámbito de esperanza que había creado fundado en la historia profética de Israel. Su proyecto queda así aparcado. Humanamente no hay otra salida sino aceptar el fracaso. La única posibilidad de resolver esta situación es que Dios diga otra cosa, porque ésta es una cuestión que atañe directamente a Él, porque es a Él a quien ha obedecido y se ha entregado Jesús por entero.


17.2. Los datos históricos

No es tan fácil reconstruir los hechos que rodean la resurrección de Jesús. Con todo, y a pesar de los resultados fragmentarios que se deducen de las antiguas tradiciones muy elaboradas por las comunidades cristianas y los redactores, se pueden entresacar los datos que enumeramos a continuación, aunque siempre de una forma indirecta.

Los discípulos que acompañan a Jesús a Jerusalén regresan a la Galilea natal y retoman sus trabajos como solución al descalabro de la misión1; otros permanecen en Jerusalén, quizás los que se le unen en la fase final de su ministerio (Lc 24,13).

Al poco tiempo (Mc 9,2par; 14,28par) y en Galilea (Mt 28,16-20)2 sucede un acontecimiento en el que los discípulos más allegados creen vivo al que, días antes, ha sido ajusticiado y sepultado (Mc 15,43-46par). Todos los datos disponibles conducen a que Pedro es el primer convencido de este hecho inaudito3, o al menos es el más interesado en difundir la noticia a los seguidores de Jesús y proclamarla a los cuatro vientos4. Junto a Pedro proponen los textos neotestamentarios otra serie de testigos que no son siempre los mismos, pero indican la persistencia de un encuentro personal con el que aparece ahora vivo: «... se apareció a Cefas y después a los Doce5; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Por último se me apareció a mí [Pablo], que soy como un aborto» (1Cor 15,5-8)6.

1 Cf. Mc 15,40; 16,7; Jn 21,1.

2 «Los once discípulos fueron a Galilea, al monte que les había indicado Jesús» (Mt 28,16). Lucas prefiere localizar la manifestación de Jesús en Jerusalén. En ella es donde termina Jesús su ministerio (Lc 24,33-34) y donde se inicia la misión universal de los discípulos (24,47). La ciudad santa no se cierra con la muerte de Jesús, sino que se abre al acontecimiento salvador de Dios en él, ya «... que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén». Lc 24,47; cf. 2,22; Hech 1,4.8.12; 6,7; 8,1; 11,19; 15,30.36; etc.

3 Cf. 1Cor 15,5; Mc 16,7; Lc 24,34; Jn 21,1-19, aunque el relato de Jn 20,3-10 sitúa a María de Magdala y al discípulo predilecto de Jesús por delante de Pedro.

4 Cf. Hech 2,14.24.32; 3,12.15; 4,10.

5 Pablo presupone la elección de Matías en sustitución de Judas que narra Lucas: «Ahora bien [dice Pedro después de testificar el suicidio de Judas], de todos los que nos acompañaron mientras el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, desde el bautismo de Juan hasta que nos fue arrebata-do, uno tiene que ser entre nosotros testigo de su resurrección [...] La suerte le tocó a Matías y fue incorporado a los once apóstoles». Hech 1,16-26.

6 Hay que decir que Pablo comienza este párrafo con una tradición que ha recibido, y puede que la enumeración de los testigos no sea exacta del todo (1Cor 15,3). Así, p.e., Mateo (28,16-20) asegura que sólo se les aparece a los Once y para darles la misión «de hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizarlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enseñarles a cumplir cuanto os he mandado».

Lo cierto es que estos encuentros con Jesús les transforman casi por completo. Lo observamos comparando la nueva disposición que manifiestan y la nueva obligación que asumen ante todo el mundo con el comportamiento seguido días antes en Jerusalén en el prendimiento de Jesús en Getsemaní (Mc 14,50par). La pasión los dispersa; ahora, por el contrario, aparecen juntos y son capaces de establecer relaciones con un Jesús «distinto»7. Después de encontrarse con él en Galilea regresan a Jerusalén, de donde han huido (Lc 24,33). En la ciudad santa, por ejemplo, Pedro, que le había negado durante la instrucción del proceso de las autoridades religiosas (Mc 14,66-71par), explica sin miedo alguno que la historia de Jesús iniciada en Galilea permanece todavía, que no se ha acabado con su muerte8. El primero de los discípulos se presenta a las gentes que viven o visitan Jerusalén con un vigor insólito hasta entonces9, insistiendo una y otra vez que: «Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio, como bien sabéis. A éste, entregado según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo» (Hech 2,22-24). Los discípulos bautizan, crean comunidades y admiten a otros discípulos que extienden la fe en Jesús resucitado por doquier. Lucas lo indica con una noticia que repite varias veces: «El mensaje de Dios se difundía, en Jerusalén crecía mucho el número de los discípulos» (Hech 6,7)10. Pero no limita el suceso de que Jesús «vive» sólo a Jerusalén, sino que lo amplía a los núcleos judíos del Imperio e inclu-

7 Cf. Mt 28,16; Lc 24,33-34; Jn 20,18-30; 21,1-14; etc.

8 Cf. Hech 2,42.32; 3,15; 4,10; 10,37-43; etc.

9 Cf. Hech 2,14.21.41; 3,12-25; 4,8-13.20.33; 5,29.40-41; etc.

10 Cf. Hech 2,42-47; 4,32-35; 9,31; 11,19-25; 12,24; 19,29; etc.

so se admite a los paganos11. Y los discípulos cobardes, que dejan a Jesús solo ante los sumos sacerdotes y Pilato, se convierten en creyentes valientes que entregan la vida por su causa12. Ciertamente los encuentros con el «nuevo» Jesús les transforman por completo.

Por otro lado, con otros testigos y en distinto lugar, Jerusalén, se ofrece el relato de la tumba de Jesús. María Magdalena o unas mujeres13 se acercan al sepulcro para llorar su muerte (Mc 16,1-8par). El resultado de la visita es que encuentran la piedra corrida y la tumba vacía. Tal hecho, muy diferente al que experimentan los discípulos varones, no les lleva al encuentro con Jesús, como atestiguan los dos adeptos a Jesús que caminan hacia Emaús (Lc 24,22-23)14

En este sentido y a raíz de la experiencia de la resurrección se extiende la opinión de que el cadáver ha sido robado. Opinión que se da tanto entre los seguidores como entre los enemigos de Jesús. Se relata (Jn 20,11-18) en la visita que hace al sepulcro María Magdalena en el primer día de la semana y sus encuentros con los ángeles y con Jesús. Compungida al ver el sepulcro

11 En la conversión de Cornelio que narra Lucas en los capítulos 10 y 11 de Hechos se da la apertura de Pedro a los paganos, y con ella, la justificación de la misión, no sólo «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,6), sino a todas las gentes, como establecen los Evangelistas como conclusión de sus narraciones sobre Jesús: Mc 16,15; Mt 28,19-20; Lc 24,47-48; Jn 20,20-23.

12 El relato de la muerte de Esteban en los Hechos es un ejemplo narrado en el NT de dar la vida por Jesús según el esquema de entrega de Jesús en la pasión, 7,54-60; cf. Lc 23,46.34; Sal 31,6; para Santiago, hermano de Juan, Hech 12,2, cf. Mc 10,38par; para Pedro, Jn 21,18.

13 En Jn 20,11-18 se presenta sola. En cambio la tradición que recogen los Sinópticos aseguran que María de Magdala visita el sepulcro acompañada de otras mujeres, no siempre coincidentes: María de Santiago y Salomé según Marcos (16,1); «María Magdalena con la otra María», según Mateo (28,1); «... eran María Magdalena, Juana y María de Santiago. Ellas y las demás se lo contaron a los apóstoles», según Lucas (24,10).

14 Cf. Mt 28,13-14; Jn 20,2.13-14. Los discípulos más cercanos a Jesús reciben el testimonio de las mujeres y tampoco quedan convencidos de que esté vivo, cf. Mt 28,8; Lc 24,9-23; Jn 20,3-9.

vacío, le preguntan los ángeles: «Mujer ¿por qué lloras? Responde: Porque se han llevado a mi señor y no sé dónde lo han puesto [...] Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo». Lo mismo sucede con las autoridades religiosas de Jerusalén15, que elaboran una estrategia para convencer a la población de que el cadáver ha sido robado por los discípulos (Mt 28,11-15).

Se piensa que la desaparición del cadáver del sepulcro obedece al robo, opinión que no sólo se difunde al principio del cristianismo, sino también es defendida por muchos pensadores a lo largo de los siglos. Es la lógica de toda persona sensata que no ve al difunto en su lugar. De hecho los relatos elaborados para cubrir las primeras opiniones sobre el sepulcro vacío se unen a la increencia de los discípulos de que Jesús «vive»: «Pero ellos [los discípulos] tomaron el relato [de las mujeres] por un delirio (leros) y no les creyeron» (Lc 24,11; cf. Mc 16,11-14). Esto obliga a escribir nuevas apariciones del Resucitado o a ampliar algunas de ellas para, después de muertos los primeros testigos, enseñar a dar el paso a una creencia más estable y duradera en la resurrección en otra perspectiva, cuando ya se sitúa a Jesús definitivamente en la gloria del Padre. Son los relatos de Tomás y de Ios discípulos de Emaús que narran Juan (20,19-29) y Lucas (24,13-35).

Al margen de la incoherencia de los relatos y el testimonio de los soldados que no vale para probar que el cadáver ha sido robado si estaban dormidos, lo inexplicable es que una mentira pueda dar pie a la transformación radical de los discí›rin&y a la proclamación de que Jesús está vivo de una manera tan intensa

15 Mateo (27,63-66) se hace eco de este parecer de los sumos sacerdotes y fariseos: «Al día siguiente, el que sigue a la vigilia, se reunieron los sumos sacerdotes con los fariseos y fueron a Pilato a decirle: Recordamos que aquel impostor dijo cuando aún vivía que resucitaría al tercer día. Manda que aseguren el sepulcro hasta el tercer día, no vayan a ir sus discípulos a robar el cadáver, para decir al pueblo que ha resucitado de la muerte. La última impostura sería peor que la primera. Les respondió Pilato: Ahí tenéis una guardia: id y aseguradlo como sabéis. Ellos aseguraron el sepulcro poniendo sellos en la piedra y colocando la guardia».

y permanente. La historia hubiera acabado muy pronto si el cadáver se hubiese robado. Y sería imposible crear una experiencia que transmita la dimensión divina aplicada a un ser de forma tan real. No obstante esto, lo que se difunde es la existencia o realidad de un encuentro personal con Jesús después de muerto, y más tarde se comprueba que Jesús no está en el sepulcro donde depositó su cadáver José de Arimatea. Por eso, los escasos datos aportados provienen de que no hay testigos del hecho de la resurrección. Nadie ve cómo Jesús es devuelto a la vida por Dios, ni cómo se corre la piedra, ni cómo sale del sepulcro. Es lógico que nadie intente describir este acontecimiento y se extienda la opinión del robo del cadáver16.

Estos malentendidos responden a que la resurrección no entra dentro de las categorías de los milagros de resurrección que realiza Jesús en el hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17), en la hija de Jairo (Mc 5,23.35-42par) y en Lázaro (Jn 11,1-45). Tampoco Jesús sobrevive, por otra parte, al estilo de la existencia eterna de su alma por ser de naturaleza espiritual, como defiende la antropología griega. Ni la comprobación directa con los

16 Sólo el Evangelio de Pedro del siglo II, apócrifo, escribe lo siguiente con el intento imposible de rellenar un hueco que demanda la curiosidad humana y creyente continuamente: «Y muy de mañana, al amanecer el sábado, vino una gran multitud de Jerusalén y de sus cercanías para ver el sepulcro sellado. Mas durante la noche que precedía al domingo, mientras estaban los soldados de dos en dos haciendo guardia, se produjo una gran voz del cielo. Y vieron los cielos abiertos y dos varones que bajaban de allí teniendo un gran resplandor y acercándose al sepulcro. Y la piedra aquella que habían echado sobre la puerta, rodando por su propio impulso, se retiró a un lado, con lo que el sepulcro quedó abierto y ambos jóvenes entraron. Al verlo, pues, aquellos soldados, despertaron al centurión y a los ancianos, pues también éstos se encontraban allí haciendo guardia. Y, estando ellos explicando lo que acababan de ver, advierten de nuevo tres hombres saliendo del sepulcro, dos de los cuales servían de apoyo a un tercero, y una cruz que iba en pos de ellos. Y la cabeza de los dos [primeros] llegaba hasta el cielo, mientras que la del que era conducido por ellos sobrepasaba los cielos. Y oyeron una voz proveniente de los cielos que decía: ¿Has predicado a los que duermen? Y se dejó oír desde la cruz una respuesta: Sí». 9,35-43. A. DE SANTOS OTERO, Los Evangelios Apócrifos (Madrid 20043) 201.

«devueltos a la vida» ni la racionalidad que prueba la eternidad de los espíritus en contra de la caducidad de lo temporal, contingente e histórico, pueden fundar la explicación de la resurrección de Jesús. Ésta pertenece a la vida nueva en Dios prometida desde tiempo a Israel. Por consiguiente, es un acontecimiento escatológico, es decir, la situación que Dios dará al final de los tiempos a sus hijos y que los humanos no poseemos elementos para describirla y entenderla. Está en la línea que Pablo afirma con rotundidad: «Sabemos que Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene poder sobre él. Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo vive para Dios» (Rom 6,9-10).

Y es que lo que se verifica en la historia necesita del espacio y del tiempo, que es como se identifica todo acontecimiento, y la resurrección no entra dentro de estas coordenadas espacio-temporales. A esto se añade que para delimitar y describir un hecho histórico se necesita de la analogía y la correlación con otro hecho histórico para poder entenderlo. Y esto tampoco se da en la resurrección. Nadie con anterioridad se ha presentado en las condiciones que lo hace Jesús después de su muerte. Además, todo relato histórico reclama la objetividad, la descripción del hecho en sí mismo, para reconocerlo como tal, al margen de toda subjetividad e ideología que lo oriente hacia una determinada perspectiva. La resurrección, por el contrario, prende en el individuo y lo cambia radicalmente. Para ello necesita la fe que introduce al creyente en la dimensión divina y éste entiende que el poder de Dios hace posible recrear la vida de Jesús e influye en rehacer la propia. Lo único que podemos aportar pruebas indirectas de que tal acontecimiento ha sucedido y que forma parte del contenido de la esperanza de Israel para los tiempos finales. Expongamos primero esto último.


17.3. Las raíces judías de la resurrección

17.3.1. La vida y la muerte en Israel

El Salmo 115,16-18 reza: «El cielo pertenece al Señor, la tierra se le ha dado a los hombres. Los muertos ya no alaban al Señor ni los que bajan al silencio. Pero nosotros bendeciremos al Señor ahora y por siempre». Las fronteras están bien delimitadas entre Dios y los hombres. La tierra se ofrece a la responsabilidad humana (Gén 1,28), para que el hombre viva, trabaje y se multiplique, y sólo él pueda dirigirse al Señor, que se reserva el cielo como morada exclusiva. La vida que se experimenta como plenitud humana es el don más grande que ofrece Dios, porque «en ti está la fuente viva y a tu luz vemos la luz» (Sal 36,10; cf. Mc 12,27). La presencia divina invade la cotidianidad de la vida, y la persona es capacitada para establecer las relaciones de comunión con Dios. No se concibe una existencia sin Dios, y Dios, además de crearla, la cuida y asume como una realidad propia. Dañar la creación es herir a Dios, como cuidar la creación es amar a Dios. De ahí que se identifiquen la vida como don y la vida como conquista y quehacer terrenos. Esta experiencia fundante de Israel se celebra con la visita al templo, en el que se intensifica y expresa mejor dicha comunión con la alabanza, la acción de gracias y las peticiones (Sal 84,11).

La rotura de las relaciones con Dios implica la muerte y, a la vez, la separación del pueblo. Este alejamiento se concreta con la muerte natural, porque «los muertos ya no alaban al Señor ni los que bajan al silencio» (Sal 115,17). Son constantes, pues, las súplicas para que Dios libere de las enfermedades graves a los enfermös o de los peligros a los hijos de Israel, pueblo de Dios: «Vuélvete, Señor, pon a salvo mi vida, sálvame por tu misericordia. Que en el reino de la muerte nadie te invoca, en el Abismo ¿quién te da gracias?» (Sal 6,5-6). El camino para que Dios siga favoreciendo la vida es obedecerle; es cumplir todas las normas y preceptos mediante los cuales el fiel se asegura su existencia y acierta con la invocación al Dios verdadero dentro de la alianza pactada (Dt 28,1-2). Si esto es así, Israel y cada israelita será defendido: «Bendito seas en la ciudad, bendito seas en el campo; bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crías de tus reses y el parto de tus ovejas. Bendita tu cesta y tu artesa» (Dt 28,3-5). Todo, pues, se resuelve en la historicidad de la vida, sin contemplar una recompensa y vida de Dios más allá de la muerte. No hay necesidad de un más allá cuando la tarea primordial de Israel es servir a Dios en todas las dimensiones humanas y creadas posibles en la historia. Esta es su conciencia primordial.

Pero la vida vuelve a la tierra y se convierte en polvo en el sepulcro, sheol, por más que haya sido plena de años y de felicidad, como la de Abrahán (Gén 25,8)17: «Con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). En el destino común de los humanos (Ecl 9,3) resalta la ruptura del fallecido con los vivos y con Dios. Supone una separación que parece que entraña un desconocimiento y abandono del esqueleto que ha portado una vida por años18: «Los vivos saben [...] que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se acabaron sus amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte de lo que se hace bajo el sol» (Ecl 9,5-6). Sin embargo, no podemos afirmar con rotundidad que la situación de los muertos, los refaim, que son «sombras» de vidas (Is 26,14), o vidas «debilitadas», «desfallecidas» y «olvidadas», encierre la desaparición total del individuo que se disuelve por completo en polvo, ya que Dios sigue dominando y prevaleciendo sobre todo lo que existe, incluido el sheol19

Las relaciones familiares, sociales y religiosas, pues, son la sede donde se desarrolla la relación de Dios con el hombre, cuyo destino bueno o malo depende de la bondad o maldad que se haga en la vida, o de que obedezca o desobedezca a los preceptos divinos (Dt 18; Lev 26). La relación entre Dios y el hombre se contempla en un ámbito colectivo e individual. n el primero, Dios corrige con rigor a los reinos de Israel (733. 21 a.C) y de Judá (587 a.C.) por medio de los Asirios, y no obstante hayan

17 Cf. Gén 15,15; 35,29; 49,29.33; Sab 7,1; etc.

18 «... confinado entre muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro, de los cuales ya no guardas memoria porque fueron arrancados de tu mano». Sal 88,6; cf. Is 38,11.18-19; Sal 6,6; 30,10; 88,11-13; 115,17; etc.

19 «Aunque perforen hasta el abismo, de allí los sacará mi mano; aunque escalen el cielo, de allí los derribaré». Am 9,2; cf. Sal 139,7-8; Job 34,22. Incluso Dios puede intervenir con prodigios: «pide una señal al Señor, tu Dios; en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo». Is 7,11; cf. Sal 135,6.

sido advertidos constantemente por los profetas20, porque el pueblo es de Dios y ha sido objeto de una elección (Dt 7,6-8) y una alianza (Gén 32,23-33). En el ámbito individual la amonestación divina pasa progresivamente del exterior al interior de la persona: «Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas, para pagar al hombre su conducta, lo que merecen sus obras» (Jer 17,10)21. Dios se hace responsable de la vida humana y ase-gura el hilo conductor de todos los actos que se realizan, si buenos para bien, y si malos para mal. Pero esta tradición que entrelaza el premio con recompensas y el castigo con penas históricas, tanto individual como colectivamente, llega un momento en que se rompe, porque no siempre acontece dicha retribución o penalización de Dios al hombre. Como botón de muestra tenemos a Job y las sentencias del Eclesiastés, además del testimonio personal de Jeremías: «¿Por qué prosperan los malvados y viven en paz los traidores?» (12,1); en cambio su fidelidad a Dios se convierte para él en «escarnio y bufas constantes» (20,8)22.


17.3.2. El nuevo horizonte para la retribución

La salida a esta situación para Israel, tan real como trágica, es lenta y discurre en dos direcciones: la intensificación de la relación del creyente con Dios y la aparición del juicio divino sobre la vida humana. En primer lugar la comunión con Dios se esti-

20 No valen los arrepentimientos pasajeros para arrancar el perdón a la bondad de Dios. Oseas (6,1-3) lo dice: «Vamos a volver al Señor; Él nos despedazó y nos sanará, nos hirió y nos vendará la herida. En dos días nos hará revivir, al tercer día nos restablecerá y viviremos en su presencia. Esforcémonos por conocer al Señor; como la aurora es puntual en su salida; vendrá a nosotros como la lluvia, como aguacero que empapa la tierra»; cf. Dt 5,32-6,3; 8,18-20; etc.

21 Los premios y castigos, aunque se centran en la responsabilidad de la persona, cf. Jer 33,25-29; 20,30; 31,31-34; Prov.4,13; 7,2; 9,6; Sal 91; 112; 128; etc., su horizonte está aún en el ámbito histórico, cf. Jer 33,25-29.

22 Cf. Hab 1,13; Mal 3,14-15; Sal 6,4; 10,1; 13,1-3; 74,10; 94,3; Job, des-gracias 1,13-19; 2,4-10; por el pecado, 4,7-8; 8,8-20; que debe arrepentirse 22,21-30; sin embargo sucede lo contrario, 21,1.13; 24,1-17; Ecl 2,14-16.21; 3,16; 8,11-12; etc.

mula cada vez más y cubre bastantes ámbitos de la vida humana. La presencia divina, además de abarcar la creación y dirigir el destino de Israel, se centra en la persona a la que manifiesta su fidelidad y su confianza y a la que hay que responder en el mismo nivel. De esta experiencia se concluye que Dios otorgará una vida prolongada a sus fieles y que destruye el temor que suscita la muerte: «... pues no entregarás mi vida al Abismo, ni dejarás al fiel tuyo ver la fosa; me enseñarás un camino de vida, me colmarás de gozo en tu presencia, de delicias perpetuas a tu diestra» (Sal 16,10-11). Todavía más. El Salmo 49 expone el con-traste entre justos e injustos. El destino de los confiados y satis-fechos es el sepulcro: «Los disponen como ovejas para el Abismo, la Muerte los pastorea y bajan derechos a la tumba. Su figura se desvanece y el Abismo es su mansión» (Sal 49,15); por el contrario el que permanece fiel a Dios siente en su corazón: «Dios rescata mi vida, me arranca de la mano del Abismo» (49,16). La actuación de Dios sobre la vida del justo se acentúa más si cabe en el Salmo 73, donde la unión mutua concluye que es una unidad indestructible, incluso prevalece sobre la muerte: «Pero yo siempre estaré contigo: agarrarás mi mano diestra, me guías según tus planes y me llevas a un destino glorioso» (Sal 73,23-24)23

Los sentimientos e intuiciones que avalan la experiencia de unión con Dios comienzan a dar una solución a la doctrina de la retribución histórica. Esta comunión con Dios va más allá de la muerte, aunque no se describa, identifique o afirme como un intento de superar la ausencia de toda vida después de la muerte. Así, y en segundo lugar, se vislumbra la convicción de la correspondencia de Dios a la conducta humana. Como ésta se experimenta fallida en la vida cotidiana del pueblo, paulatinamente se abre paso la doctrina de un juicio en el que Dios conde-

23 La unión con Dios se resalta progresivamente en el Salmo: «¿A quién tengo yo en el cielo? Contigo ¿qué me importa la tierra? Aunque se consuman mi carne y mi mente, Dios es la roca de mi mente, mi lote perpetuo. Sí, Ios que se alejan de ti se pierden, destruyes a los que te son infieles. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio y contar todas sus acciones». Sal 73,25-28.

nará al malvado y premiará al justo, es decir, Dios seguirá siendo fiel al principio tradicional de hacer justicia con respecto a las obras humanas. El cambio habido con respecto a la conducta anterior de Dios consiste en pasar su recompensa del presente al futuro. Es la única manera de salvar la gloria que le corresponde exclusivamente a Dios. El Salmo 1,5-6 afirma el premio a los que obedecen la ley de Dios y el castigo a los que se burlan de ella: «Por eso los malvados en el juicio no estarán de pie ni los peca-dores en la asamblea de los justos, pero el camino de los malvados se extravía». Y junto a la idea del juicio después de la muerte aparece por lógica la resurrección y la eternidad como medios para implantar la justicia divina al fiel e infiel 24.

La condena y la salvación de Dios según las obras la concreta el libro de Daniel en otro contexto y a dos siglos de nacer Jesús. Sucede la persecución de Antíoco IV Epífanes, que conquista Jerusalén, profana el Templo y prohíbe el culto25. La reacción de los judíos es doble: luchar contra el invasor, como hace la familia de los Macabeos, o esperar una intervención súbita de Dios ante la catástrofe, como defienden los piadosos. Éstos reflejan su pensamiento en el libro apocalíptico de Daniel sobre el juicio a los invasores, a los que unen los colaboracionistas judíos de la cultura helena que lleva tiempo dominando Israel: «Entonces se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu

24 Precedentes a la creencia en la resurrección están los textos de Os 6,1-3 cuando el Señor promete «revivir» al pueblo sometido y torturado por los sirios: «al tercer día nos restablecerá y viviremos en su presencia»; o el osario a que queda reducido Israel y por la potencia de Dios se reaniman esos huesos, según la visión de Ezequiel (37,1-14): «Infundiré mi espíritu en vosotros para que reviváis, os estableceré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago» (37,14). La idea de restauración nacional continúa en el apocalipsis de Isaías 24-27. El pueblo atribulado invoca a Dios para pedirle la paz que lo sostenga en la historia (Is 26,12). Los enemigos ya han desaparecido (Is 26,14). Sin embargo, el pueblo confía en rehacerse bajo la obediencia a Dios, porque «¡vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la tierra de las sombras parirá». Is 26,19; cf. 52,13; 53,10-11.

25 Cf. supra, 2.1.3., 107.

pueblo: serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para la ignominia perpetua» (Dan 12,1-2). El tiempo desaparece como límite de la retribución de Dios al bueno y al malo. Ahora se traslada al futuro con la resurrección de los muertos. La justicia de Dios se une a su poder, que vence la muerte de sus criaturas. Es la forma para implantar su promesa de ser fiel al justo que le obedece y desterrar al malvado que se ríe de dichas promesas y fidelidades. El sheol pasa a ser un lugar de tormentos en vez de un espacio indiferenciado en el que no hay vida ni para bien ni para mal.

Por otra parte, el segundo libro de los Macabeos, escrito poco después, salva a los mártires de la revolución contra Antíoco IV Epífanes. Aquí se atribuye explícitamente la resurrección a los mártires. Después de narrar el martirio de Eleazar, un anciano letrado y de conducta intachable, que representa a la vieja generación judía fiel al Señor (2Mac 6,18-31), viene el martirio de una madre con sus siete hijos, que representa a Sión y a todo el pueblo26. En el martirio del segundo hijo se afirma: «Pero cuando hayamos muerto por su Ley, el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna» (2Mac 7,9)27, y, con la resurrección, Dios

26 Es la madre de siete hijos: «La madre de siete hijos desfallecía exhalando el alma, se le ponía el sol de día y quedaba desconcertada, el resto lo entregaré a la espada enemiga». Jer 15,9; cf. Is 49; 54; 60; 62.

27 Cf. 2Mac 7,11.14.23.29.36. Por el contrario «tú [Antíoco] no resucitarás para la vida», 7,14. Muy ilustrativo e el párrafo que se dedica a la oración por los difuntos y en el que se reva 'da la creencia en la resurrección, aunque no con la convicción del cap.7: < 1 noble Judas arengó a la tropa a conservarse sin pecado [...] Después re ogió dos mil dracmas de plata en una colecta y las envió a Jerusalén para que ofreciesen un sacrificio de expiación. Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección. Si no hubiera esperado la resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos. Pero considerando que a los que habían muerto piadosamente les estaba reservado un magnífico premio, la idea es piadosa y santa. Por eso hizo una expiación por los caídos, para que fueran liberados del pecado». 2Mac 12,43-45.

restañará las heridas abiertas por los enemigos: «Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo enseguida, y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios» (2Mac 7,11).

Si la fidelidad y justicia de Dios es lo que importa, la resurrección de los muertos aparece como un medio para alcanzar aquel fin. No es una cuestión antropológica en la que el hombre aspira y desea la continuidad de su vida para siempre, sino una cuestión teológica, en la que se defiende la coherencia de Dios ante el pueblo y nacida de la alianza. No se busca el pago o retribución de Dios a una vida justa y maltratada por los demás, sino la gloria divina y su fidelidad a la criatura, que resplandece especialmente con los mártires. La evolución se observa con claridad: Dios resucita a los judíos, a los judíos justos y perseguidos, a los judíos mártires. Después se universaliza: Dios salva a los justos y condena a los pecadores. Veamos.

1Henoch es un libro apócrifo escrito después del libro de Daniel y casi contemporáneo del segundo libro de los Macabeos. La justicia de Dios sobrepasa la existencia terrestre y se aplica a los justos y pecadores fallecidos, a unos para premiarlos aunque no sean mártires28, a otros para condenarlos29. También

28 «No temáis vosotras, almas de los justos; mantened la esperanza los que habéis muerto en la justicia. No os entristezcáis porque bajó tristemente vuestra alma al sheol y no fue retribuida vuestra carne durante la vida según vuestra bondad, sino por el día en que fuisteis pecadores y por el día de maldición y castigo». 1Hen., 102,4-5. Versión de F. Corriente— A. Pifie-ro (Madrid 1982) IV 135; «... que todo bien, júbilo y honor está preparado y escrito para las almas de los que murieron en justicia y que mucho bien os será dado a vosotros en galardón por vuestro esfuerzo y que vuestra suerte será mejor que la de los vivos. Vivirán vuestros espíritus, de los que habéis muerto en justicia. Se alegrarán, regocijarán sus espíritus y no perecerá su recuerdo ante la faz del Grande por todas las generaciones de la eternidad: no temáis, pues, ahora su escarnio». 1Hen., 103,3-4 (IV 136).

29 «Sabed que al sheol bajarán sus almas; mal les irá, y su duelo será grande. En tiniebla, prisiones y llama, a gran tormento entrará vuestra alma y grave castigo tendrá por toda la eternidad. ¡Ay de vosotros, pues no tendréis paz». 1Hen., 103,7-8 (IV 137).

en este texto se continúa entendiendo que el sheol es un lugar de tormentos en vez de un espacio neutro. En la parte del libro llamado de los «vigilantes» (caps. 1-36) se describe una montaña con cuatro cavidades en las que están los espíritus de los fallecidos. Dos cuevas albergan a los malos: en una están los que ya han penado en vida sus pecados y no comparecerán en el juicio30; en la segunda los que tienen que comparecer en el juicio porque no han redimido penas31. En otra cueva están los justos que han recibido su premio32; en la última los justos perseguidos que no han sido retribuidos en su vida terrestre33. Lo que se deduce de esta escena es que el juicio futuro completará para bien y para mal lo que no se ha llevado a cabo en la historia. Nadie, pues, escapa a la justicia divina, que actúa según hayan

30 «Igualmente se ha apartado un lugar para las almas de los que se quejan refiriendo su pérdida, al haber sido asesinados en los días de los pecadores. [v.13, Henoch gr.] Y ésta [cavidad] ha sido creada para los espíritus de los hombres que no serán santos, sino pecadores y que serán copartícipes de los impíos. Pero sus espíritus -puesto que los que aquí son afligidos serán menos castigados- no serán juzgados en el día del juicio ni resucitarán de aquí. [v.13, Henoch et.:] E igualmente se ha hecho con las almas de los hombres que no fueron justos, sino pecadores. Los que están llenos de culpa junto con los culpables permanecerán. Sus almas no serán aniquiladas en el día del juicio ni sacadas de aquí». 1 Hen 22,12-13 (IV 59).

31 «Del mismo modo se ha hecho [un lugar] para los pecadores, cuan-do mueren y son sepultados en la tierra sin que hubiera juicio contra ellos en su vida. Aquí son apartadas sus almas, en este gran tormento, hasta el gran día del juicio [para] venganza, tormento y castigo de esas almas de los que eternamente maldicen. Aquí los atará [Dios] por la eternidad». 1Hen., 22,10-11 (IV 59).

32 «¿Por qué están separadas [esas cavidades] una de otra? Me respondió: Esas tres fueron hechas par separar los espíritus de los muertos. Así se separan las almas de los justos [y permanecen] allí [donde] hay una fuente de agua viva y, sobre ella, un luz». 1Hen., 22,8-9 (IV 59).

33 «Y vi los espíritus de los hijos de Ios hombres que habían muerto, cuyas voces llegaban hasta el cielo, quejándose. Entonces pregunté a Rafael, el ángel que estaba conmigo: ¿De quién es este espíritu, que se lamenta y cuya voz alcanza así [el cielo]? Este espíritu salido de Abel, al que mató Caín, su hermano, al que denuncia hasta que perezca su simiente sobre la faz de la tierra y desaparezca su estirpe de la raza humana». 1Hen., 22,5-7 (IV 58-59).

obrado los humanos. Existe continuidad para los justos premiados y los pecadores castigados en su vida; sólo hay ruptura para aquellos que no han recibido en su vida el premio o el castigo correspondiente a sus obras, siguiendo en parte el deseo del noble Judas cuando arenga a su tropa a rezar por los difuntos para que sean liberados de sus pecados34.

Esta corriente doctrinal continúa con los Salmos de Salomón escritos a mitad del siglo I a.C. y con la agravante de que los pecadores no tendrán resurrección: «La perdición del pecador es para siempre, de él no se acordará Dios cuando visite a los justos, ésta es la suerte del pecador para siempre. Mas los que son fieles al Señor resucitarán para la vida eterna; su vida, en la luz del Señor, no cesará nunca»35.

Un judío escribe el libro de la Sabiduría a los gobernantes sobre la justicia de Dios en el ámbito cultural griego de Alejandría. En él se vierten valiosas afirmaciones sobre el más allá en clave de la filosofía platónica con el trasfondo hebreo, que se explicita más en los últimos capítulos de la obra (Sab 10-19). El autor defiende la vida como vida de Dios, y la muerte, consecuencia del pecado (Sab 3,1; cf. Gén 1-3), como alejamiento. Por eso el alma de los justos espera una inmortalidad que es descanso y belleza en Dios: «Los justos viven eternamente, reciben de Dios su recompensa, el Altísimo cuida de ellos. Recibirán la noble corona, la rica diadema de manos del Señor» (Sab 5,15-16). El descanso (Sab 4,7) y la belleza del alma se alimentan de la misericordia divina: «Los que confían en él comprenderán la verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque quiere a sus devotos, se apiada de ellos y mira por sus elegidos» (3,9).

34 En 1Hen., 96 (IV 129) se acentúa el triunfo de los justos y el castigo de los pecadores en el juicio. Por eso «mantened la esperanza, justos, pues pronto perecerán los pecadores ante vosotros y tendréis poder sobre ellos como queríais». La misma doctrina se defiende en el TestMoi., 10,1-8. Versión de L. Vegas Montaner (Madrid 1982) V 268-269; y en Jub., 23,29-30. Versión F. Corriente—A. Piñero (Madrid 1982) II 137.

35 SalSal 3,11-12. Versión de A. Piñero Sáenz (Madrid 1982) III 29; se añade, además, la idea de juicio, cf. 13,11 (III 44); 14,3.9-10 (III 45); 15,10 (III 47).

Los pecadores, al contrario, «se convertirán en cadáver sin honra, baldón entre los muertos para siempre; pues los derribará cabeza abajo, sin dejarles hablar, los zarandeará desde los cimientos, y los arrasará hasta lo último; vivirán en dolor y su recuerdo perecerá» (Sab 4,18-19).

Al justo, pues, se le promete la inmortalidad (Sab 1,15), al pecador la muerte (1,16). El alma del justo va a Dios (4,14), y la del pecador a la muerte (4,20), cambiando la suerte de los que en esta vida padecen por su justicia o disfrutan en su maldad (5,1-3). El alma o la vida del justo es objeto de los beneficios de Dios; es inmortal en la medida en que es un don divino, que no exigencia de la naturaleza. Por consiguiente, y en términos de inmortalidad, permanece la defensa de un juicio divino en el más allá sobre la vida en el tiempo y en el espacio con unos términos distintos a los de resurrección. La justicia de Dios, pues, garantiza el juicio para sus criaturas y las retribuye y las compensa según su historia. Para cumplirlo, Dios utiliza su poder para superar la muerte y hacer posible el juicio.

Poco después de la Sabiduría, ya en la era cristiana, el apócrifo veterotestamentario 4Macabeos hace una reflexión sobre los hermanos mártires de Antíoco IV Epífanes, siguiendo esta misma doctrina sobre el más allá. Subraya que el alma del justo al morir va inmediatamente al cielo, doctrina contraria a la de 2Macabeos en la que la resurrección de los cuerpos hay que esperarla al final de los tiempos: «Ellos mismos estaban convencidos de que quienes mueren por Dios viven para Dios, como Abrahán, Isaac, Jacob y todos los patriarcas»36, los cuales les acogen al fallecer: «Mis antepasados me recibirán puro»; «si así padecemos, nos recibirán Abrahán, Isaac y Jacob, y nos alabarán todos nuestros antepasados»37. Mantiene el lenguaje del libro de la Sabiduría con la distinción entre alm y cuerpo, la incorruptibilidad y la inmortalidad del alma y la octrina tradicional judía de que dicha inmortalidad se debe ala fidelidad y a la alianza de

36 4Mac., 16,25. Versión de M. López Salvá (Madrid 1982) III 162; cf. 4Mac., 9,22 (III 152-153); 13,17 (III 157); 17,18-19 (III 164).

37 4Mac., 5,37 (III 146); 13,17 (III 157); 16,25 (III 162).

Yahvé con su pueblo, antropología y escatología muy distinta al libro que comenta de 2Macabeos. Sin embargo, añade la clásica doctrina griega de la inmortalidad natural de las almas: «Por eso la justicia divina persigue y perseguirá al maldito, mientras que los hijos de Abrahán, junto con su victoriosa madre, están reu-nidos en el coro de sus padres, pues han recibido de Dios almas puras e inmortales»38.

Entre el siglo I y II de nuestra era se data el Testamento de los doce Patriarcas. En ellos se ofrece de nuevo la doctrina de la resurrección y el juicio, pero ahora se aplica a todos: «Todas estas cosas fueron las que ellos nos dieron en herencia, ordenándonos así: guardad los mandamientos del Señor hasta que él revele su salvación a todas las naciones. Entonces veréis a Henoc, Noé, Sem, Abrahán, Isaac y Jacob resucitados, a la derecha, llenos de júbilo. Entonces resucitaremos también nosotros, cada uno en su tribu [(posible inciso cristiano): y adoraremos al Rey de los cielos, que aparecerá sobre la tierra en la humilde forma de un ser humano. Cuantos en la tierra hayan creído en su persona se alegrarán con él]. Entonces resucitarán todos, unos para la gloria, otros para la deshonra»39. No obstante esto, existen interpolaciones judías en la obra, en las que se defiende la antigua doctrina de la resurrección dentro de la actual historia, o restablecimiento del individuo, de la nación y de la creación en una existencia idílica terrenal, excluyendo el más allá como continuación o alternativa al tiempo presente40.

38 4Mac., 18,23 (III 166); cf. 13,11.14-15.17 (III 157); 14,4-5 (111 158); 16,13 (III 162); 17,12 (III 163).

39 TestBen., 10,5—8. Versión de A. Piñero (Madrid 1982) V 156-157; cf. Dan 12,1-2; Mt 25,33-34.

40 «Luego volverán a la vida Abrahán, Isaac y Jacob; y mis hermanos y yo seremos jefes de nuestras tribus en Israel [...] Habrá un solo pueblo del Señor y una lengua; no existirá ya el espíritu engañoso de Beliar, porque será arrojado al fuego para siempre jamás. Los que hayan muerto en la tristeza resucitarán en gozo, y los que hayan vivido en pobreza por el Señor enriquecerán; los necesitados se hartarán; se fortalecerán Ios débiles, y Ios muertos por el Señor se despertarán a la vida. Los ciervos de Jacob correrán con gozo, y las águilas de Israel volarán con alegría [los impíos se lamentarán; gemirán los pecadores], y todos los pueblos alabarán al Señor por siempre». TestJud., 25,1-5. Versión de A. Piñero (Madrid 1982) V 87-88; sobre los jefes de las tribus, cf. Mt 19,28; Lc 22,30; sobre la única lengua, es decir, la hebrea, recuperando la situación de antes de la caída de la torre de Babel, cf. Gén 11,1-9; y con una lengua se consigue que se forme un solo pueblo; el cambio de situación de los necesitados y débiles recuerda las bienaventuranzas, cf. Mt 5,6: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque se saciarán».


17.3.3. La forma de la resurrección

Los textos analizados son parcos en relatar la forma de la resurrección. Sin embargo, conforme se avanza en el tiempo y se extiende la convicción de una justicia divina más allá de la historia o en la historia misma, esta forma varía según la imaginación de los autores y las tradiciones reflejadas en la literatura apócrifa que responde a la lógica demanda del pueblo.

Después de la destrucción del Templo, hacia el año 70 d.C., el libro 4Esdras separa la edad del Mesías, que vendrá a reinar durante unos cuatrocientos años, y la resurrección final. Después de morir el Mesías, todos resucitarán, incluido él, para someterse al juicio final realizado exclusivamente por Dios41.

El libro 2Baruk concreta la forma en la que vivirán los muertos una vez que resuciten. Cuando termine el reino mesiánico sobre la tierra y el Mesías vuelva al cielo de donde vino, los muertos resucitarán como eran antes de fallecer para ser identi-

41 Describe así este momento: «He aquí que llega el tiempo en el que sucederán los signos que te he predicho: la esposa, la ciudad [Jerusalén celeste] aparecerá y el país oculto [el paraíso] se verá [...] Después de siete días, el mundo que ahora duerme se despertará y lo que es corruptible perecerá. Y la tierra devolverá a los que duermen en su seno [...] El Altísimo aparecerá sobre el trono del juicio [...] La recompensa aparecerá. Las obras justas despertarán, las inicuas no ormirán. Entonces aparecerá el pozo del tormento y encima el lugar del enestar. Aparecerá el horno de la gehenna y encima el paraíso de las deli as. Entonces el Altísimo dirá a las naciones resucitadas: mirad, consider d a aquél a quien habéis negado, a aquél a quien no habéis servido, a aquél cuyos mandamientos habéis des-preciado. Mirad a porfía: aquí la dicha y el bienestar, allí el fuego y el tormento». 4Esd., 7,26-37. Versión de P. Geoltrain. Edición de Dupont-Sommer/A.-M. Philonenko (Paris 1987) 1420-1422.

ficados por todos, por los mismos muertos y los que aún viven. No se especifica si los malvados resucitan, aunque se transforman por el castigo recibido. Los justos resucitan y su alteración no hace desaparecer por completo su cuerpo; son de alguna manera seres reales, si bien su cambio hace que su estado anterior se diluya en el estado celeste actual. Son irrepresentables en la nueva dimensión que Dios les ha donado42.

Las Antigüedades bíblicas ofrecen una teología no muy imaginativa. Más bien es moderada y destinada a la renovación espiritual de la gente sencilla. De impronta farisea, no especula con la casuística de la pureza legal, antes al contrario trata los gran-des temas religiosos del judaísmo, como la providencia divina, la libertad, la oración y también del valor de la vida después de la muerte. La obra defiende que los fallecidos permanecen con sus almas, es decir, tienen conciencia: por tanto el más allá se comprende como sede de la vida personal. «Jonatán respondió a David: Ven aquí, hermano mío David, y te diré cuán justo eres [...] Si la muerte nos separa, estoy seguro que nuestras almas se reconocerán». Existe un juicio después de la muerte, que divide de una forma definitiva a los buenos de los malos, pues ya no hay ocasión ni oportunidad para convertirse. Los primeros los asume Dios en el reino de la paz, mientras los malvados van a las tinieblas y no existen más para Dios. No obstante, habrá un juicio final donde resucitarán todos, que no lleva a la reunificación del cuerpo y del alma necesariamente; dicho día está cerca-no: Después de la resurrección los justos habitarán en un cielo y tierra nuevos, en los que conocerán todos los secretos que Dios

42 «No habrá ningún cambio en su forma: los devolverá [la tierra] como los recibió [...] Se hará el juicio poderoso [...] Se transformará el aspecto de los condenados [...] El aspecto será peor de lo que ahora es, por-que tendrán que sufrir el tormento. La gloria de los que son justos ahora por mi ley [...] irradiarán su esplendor en diversas formas y su rostro se cambiará en luminosa bondad, a fin de que ellos puedan recibir y adquirir el mundo inmortal que les fue prometido». 2Baruk, 49,1-51,3. Versión de J. Hadot. Edición de Dupont-Sommer/A.-M. Philonenko, 1523-1524. Confrontar con los cuerpos resucitados que Pablo describe en 1Cor 15, 51-53; cf. infra, nota 47, 711.

ha escondido a los hombres en su vida terrena, porque Él cumple sus promesas aunque el hombre no le haya correspondido plenamente. La corporeidad de la resurrección, en este caso, es igual a la que se tenía antes, así como la creación43.

La tendencia de los escritores judíos después de la invasión romana del 70 d.C., que a veces se mezclan con los cristianos, es recuperar después del juicio a la persona entera y en su contexto histórico. La creación, y con ella Israel y sus habitantes, será liberada de todo mal y se le promete una existencia plena de armonía y felicidad al estilo idílico de los orígenes y propuesto por los profetas clásicos como lo formula la palabra shalom para las relaciones sociales y humanas. Aún así, la antropología hebrea se interrelaciona con la potente antropología griega, en la que el alma posee una dimensión muy rica, y su naturaleza entraña la eternidad por ser espiritual, o la eternidad es debida a Dios según la creencia judía. En esta perspectiva las imágenes elaboradas para significar la recuperación de la vida después del juicio no tienen importancia al situar el tiempo y la historia dentro de la caducidad propia de un mundo cambiante. Pero el humus judío no se pierde nunca; en él se asienta la resurrección de los difuntos a la vida a partir de un juicio por el cual Dios ejecuta su justicia sobre los hombres, restableciendo su valor en la historia humana. El malvado y el justo quedarán cada uno en su

43 «Dice Moisés [...] indícame cuánto tiempo ha pasado y cuánto queda. Y el Señor le dijo: Ahora es la miel, el último extremo, la plenitud del momento, la gota de la copa; el tiempo acaba con todo. Han pasado cuatro y medio, quedan dos y medio [...] Cuando se cumplan los años del mundo, cesará la luz y se extinguirán las sombras; entonces daré vida a los muertos y alzaré de la tierra a los que duermen. El infierno devolverá lo que debe; la perdición restituirá su depósito, para que yo retribuya a cada uno según sus obras y según el fruto de sus acciones, hasta que juzgue entre el alma y la carne. Entonces el mundo reposará, la muerte se extinguirá y el infierno cerrará sus fauces. La tierra no carecerá de frutos ni será estéril para los que habitan en ella; no e manchará nadie que haya sido justificado por mí. Habrá una tierra y u cielo distintos, una morada eterna»». AntBib, 3,10. Versión A. de la Fu nte Adánez (Madrid 1982) II 212-213; cf. 32,13 (II 269); 62,9 (II 312); 19,15 (II 241).

lugar y no sucederán más las contradicciones históricas cuando al fiel se le persiga y al malvado se le aplauda. Porque la justicia después de la muerte tiene una repercusión lógica en la existencia terrena. Cada uno sabe cuál será su auténtico final cuando Dios rehaga la vida de cada persona y actúe la justicia. Se invoca a la potencia divina para que esto se lleve a cabo. Lo cambiante es quiénes resucitan y cómo resucitan, donde tiene su importancia la capacidad imaginativa de los escritores y las tradiciones religiosas que transmiten.


17.4. La incidencia en el NT

17.4.1. Para la enseñanza de Jesús

Jesús cree en la existencia de la resurrección de los muertos y la inserta en la enseñanza del Reino de Dios, aunque éste acentúe la acción divina en el presente de Israel para cambiar las condiciones inhumanas del pueblo. Jesús se interesa para que la salvación influya en la historia, en su presente o su futuro inmediato. No obstante esto, relaciona la resurrección futura con el Reino44. La inauguración del Reino al final de los tiempos se simboliza con un banquete en el que se reunirán todos los pueblos, tanto de Oriente como de Occidente, junto con los Patriarcas de Israel (Mt 8,11). A este banquete se remite Jesús en la última Cena que celebra con sus discípulos cuando ya ha previsto el final violento de su vida: «Os aseguro que no volveré a beber del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25par). La universalidad de Dios se manifestará en la universalidad de la elección y de la resurrección final en la que ya no habrá ni pobreza ni hambre (Lc 6,20-21).

Pero para entrar en el Reino se ha comprobado también la creencia de Jesús en la resurrección cuando plantea las condiciones de entrada y la posibilidad real de ser excluido de él: «Si tu mano te hace caer, córtatela. Más te vale entrar manco en la

44 Cf. supra, 8.3-8.4.3., 226-254.

vida que con las dos manos ir a parar al horno, al fuego inextinguible...» (Mc 9,43-48par)45. Jesús corrige drásticamente la tendencia de la tradición de excluir a los pecadores y a los paganos del banquete del Reino46, sobre todo porque les ofrece a un Dios de la misericordia y del perdón, que contempla a todos los hombres por igual. La nueva visión de Dios que revela Jesús destruye la discriminación para los supuestamente malos y las prerrogativas para los que se creen buenos que puedan darse en la historia; bondad y maldad indicada por unas tradiciones, costumbres y leyes que no responden a la voluntad de salvación uni-versal (Q / Lc 6,42; Mt 7,21). Aunque no hay que olvidar la reflexión de la comunidad de Mateo sobre el invitado que no lleva el vestido adecuado en el banquete del Reino (Mt 22,13), pues la salvación futura no está toda en manos de Dios al crear al hombre con el don de la libertad que hace posible la relación de amor entre los dos o, por el contrario, el desconocimiento y rechazo.

Sobre el hecho y la forma de la resurrección existe una polémica entre Jesús y los saduceos, o entre Jesús y una cierta concepción de la resurrección final de los fariseos (Mc 12,18-27par). Se parte de la creencia de que Dios es un Dios de vivos

45 Cf. supra, 8.5.1.-8.5.2.e. No hay que olvidar la sentencia de Mateo (10,28): «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma; temed más bien al que puede acabar con cuerpo y alma en el fuego», y el aviso que da a sus paisanos que no le aceptan (Q/Lc 11,31-32; Mt 12,41-42): «La reina del sur se alzará en el juicio con esta generación y la condenará; porque ella vino del extremo de la tierra para escuchar el saber de Salomón, y hay aquí uno mayor que Salomón. Los ninivitas se alzarán en el juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se arrepintieron por la predicación de Jonás, y hay aquí uno mayor que Jonás».

46 «Los justos y los elegidos serán salvos en ese día y ya no verán el rostro de los pecadores e inicuos. El Señor de los espíritus habitará en ellos; con ese Hijo del hombre morarán y comerán, se acostarán y se levantarán por los siglos de los siglos. Los justos y elegidos se alzarán de la tierra, dejando de bajar el rostro y llevando vestiduras de gloria. Ese será el vestido de vida junto al Señor de los espíritus: vuestras ropas no se raerán, ni pasará vuestra gloria ante el Señor de los espíritus». 1Hen., 62,13-16 (IV 85-86); cf. SalSal., 14 (III 81); supra, 8.5.1.-8.4.1.d.

(Ex 3,6), pero un Dios de vivos en un sentido amplio, es decir, posee un poder vivificador capaz de sobrepasar el poder de la muerte para mantener o devolver la vida a las criaturas que son destruidas por ella. Dios no sólo está donde está la vida, dándole vigor y mayor firmeza, sino que está también donde impera la muerte para vencerla. La capacidad divina de rehabilitar la vida de la muerte comprende a toda la realidad; no se reduce a la muerte humana situada en los parámetros espacio temporales, o a eliminar el peligro y la angustia de la desaparición total de la persona cuando cierra su círculo vital. Lo hemos afirmado varias veces: Dios Creador defiende a todas sus criaturas por la providencia y más todavía a quien estable-ce unas relaciones de comunión con Él. Si Dios vive desde siempre y para siempre, para siempre vivirá quien crea y se una a Él. Por consiguiente, es la fe en el Dios de la vida y en el Dios que tiene el poder de recrearla la que confirma la creencia de la resurrección.

La pregunta de los saduceos supone la opinión sobre la resurrección de una corriente farisaica en la que imaginan la vida futura como la actual histórica: trabajo, matrimonio, familia, sociedad, religión se mantienen en lo que aportan de auténtica felicidad a los hombres, como antes se ha observado en cierta corriente apocalíptica judía. La respuesta que da Jesús a los que así se imaginan el más allá es la siguiente: «Cuando resuciten de la muerte, no se casarán los hombres y las mujeres, sino que serán en el cielo como ángeles» (Mc 12,25). No existe una continuidad total entre la historia y la eternidad, sino que habrá una transformación al estilo como Pablo afirma del cuerpo animal que resucitará como cuerpo espiritual (1Cor 15,44). Y esa es la creencia de entonces sobre los ángeles, que ni comen, ni beben, y a cuya existencia espiritual se asemejarán los justos resucitados47.

47 «Vosotros, por el contrario, erais al principio espirituales, vivos con vida eterna, inmortales por todas las generaciones del universo. Por eso no os di mujeres, pues Ios [seres] espirituales del cielo tienen en él su mora-da». 1Hen., 15,6-7 (IV 52).


17.4.2. Para la resurrección de los cristianos

Casi todo lo expuesto de la resurrección en el mundo judío repercute en los ámbitos judeocristianos. La esperanza cristiana de la resurrección nacida de la doctrina y experiencia de Jesús resucitado se desarrolla en la doctrina escatológica judía. Lo observamos en la defensa de la resurrección final para los difuntos previo juicio divino: «Con tu contumacia y tu corazón impenitente tú acumulas cólera para el día de la cólera, cuando se pronunciará la justa sentencia de Dios, que pagará a cada uno según sus obras (Sab 62,12): a los que buscan gloria, honor e inmortalidad perseverando en las buenas obras, vida eterna. A los que por egoísmo desobedecen a la verdad y obedecen a la injusticia, ira y cólera» (Rom 2,5-8)48. La justa retribución es una cuestión que corresponde al poder de Dios: «... a juicio de Dios, de quien se fió [Abrahán], que da vida a los muertos y llama a existir lo que no existe» (Rom 4,17).

En el cristianismo, la esperanza de la resurrección futura des-cansa ahora en la acción que Dios ha realizado con Jesús. Se pro-duce una correlación entre la resurrección de Jesús y la resurrección de los cristianos. Si sucedió en Jesús ocurrirá la de los bautizados en él, y si la de los bautizados no se da, es que la de Jesús es falsa: «Ahora bien, si se proclama que Cristo resucitó de la muerte, ¿cómo decís algunos que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado» (iCor 15,12-14). A esto se añade la progresiva centralidad de Jesús para la salvación, que en el tiempo de la resurrección actuará en la función que le daba el judaísmo a Dios: «Todos hemos de comparecer en el tribunal de Cristo, para recibir el pago de lo que hicimos con el cuerpo, el bien y el

48 IHen., 92,2-4 (IV 125): «No se entristezca vuestro espíritu a causa de los tiempos, pues días ha dado el Santo y Grande para todo. Se levantará el justo del sueño, se levantará y andará por caminos de justicia, y todo su camino y andadura será en bien y en clemencia eternos. Él será clemente con el justo, le dará rectitud eterna y poder; vivirá [el justo] en bondad y justicia y andará en luz eterna» (cf. ITes 4,14; luz eterna, cf. 1Jn 1,7; 2,11).

mal» (2Cor 5,10; cf. Mt 25,31-46). En otros textos, sin embargo, permanece un equilibrio más acorde con la historia de la salvación: «Pues, si creemos que jesús murió y resucitó, lo mismo Dios, por medio de Jesús, llevará a los difuntos a estar consigo» (ITes 4,14), o «cuando todo le quede sometido, también el Hijo se someterá al que le sometió todo, y así será Dios todo en todos» (1Cor 15,28).

Otro tema de honda raigambre judía es el cuándo de la resurrección final49. A unos 20 años de la resurrección de Jesús y viva en las comunidades cristianas la expectativa inminente del tiempo final, se le presenta a Pablo el problema de los que han fallecido con esta esperanza y sin alcanzar el momento de la restauración de la creación. El Apóstol responde en los mismos términos que hemos leído de la tradición apocalíptica judía: «... los que quedemos vivos hasta la venida del Señor no nos adelanta-remos a los ya muertos; pues el Señor mismo, al sonar una orden, a la voz del arcángel y al toque de la trompeta divina, bajará del cielo; entonces resucitarán primero los cristianos muertos; después nosotros, los que quedemos vivos, seremos arrebatados con ellos en las nubes por el aire, al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,15-18). Antes de este acontecimiento Dios deberá someter a Cristo, a el Mesías, todos sus enemigos: «Pues él tiene que reinar hasta poner todos sus enemigos bajo sus pies (Sal 110,1); el último enemigo en ser destruido es la muerte» (1Cor 15,25-26), acontecimiento que también se toma del mundo apocalíptico judío50

49 Cf. Is 26,19; Dan 12,1; 2Baruk, 30,2, 1505-1506: «Después de esto, cuando se hayan cumplido los tiempos de la venida del Mesías, y él volverá con gloria, resucitarán todos los que se han dormido con esta esperanza. El llegará en el tiempo en que se abrirán los tesoros en Ios que están guardados los nombres de las almas de los justos; ellas saldrán y la multitud de almas aparecerán todas juntas en una sola asamblea, en un solo espíritu, y las primeras se alegrarán y las últimas no se entristecerán, porque ellas saben que el tiempo ha llegado, el que se dijo que es el fin de Ios tiempos»; cf. 4Esd., 13,16-19, 1456; supra, nota 48, 712.

50 Cf. 4Esd., 7,27-29, 1420; 2Bar., 29,3-30,1, 1504-1505.

Sobre la identificación de los justos resucitados existe una coincidencia entre los que escriben con una misma mentalidad y se están sirviendo de tradiciones comunes. Sabemos de la transformación que sufrirán las personas fallecidas cuando adquieran la nueva identidad donada por Dios al final de los tiempos. Ellas recuperan la imagen y semejanza divinas que llevan de Dios desde el comienzo de la creación (Gén 1,26) y se les habilita para mantener una relación con Él, que es imposible sostener en el actual estado de corrupción: «... os digo que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción la incorrupción» (1Cor 15,50)51; por eso la acción divina se orienta a recrear la persona para capacitarla a una vida sin fin dentro de la dimensión divina: «Os comunico un secreto: no todos moriremos, pero todos nos transformaremos. En un instante, en un abrir y cerrar los ojos, al último toque de la trompeta [que tocará], los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros nos transformaremos. Esto corruptible tiene que revestirse de incorruptibilidad y lo mortal tiene que revestirse de inmortalidad» (1Cor 15,51-53)52. Este futuro de la vida resucitada tiene dos repercusiones en la existencia terrena: en el presente se debe realizar el bien que Dios retribuirá en el futuro y hay que preservar el cuerpo y la carne de cualquier pecado que corrompa la base sobre la cual Dios los transformará en un cuerpo de resucitado53. Repetimos, todo esto se funda en que dicho Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27par).

51 Aunque Pablo matiza para que la identidad nueva de la resurrección no manifieste un corte radical con la vida anterior y la acción de Dios no implique una creación totalmente nueva, más que recreación, cf. 1Cor 15,53: «Esto corruptible tiene que revestirse de incorruptibilidad...».

52 Cf. 1Cor 15,35-50, supra nota 42, 707.

53 «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor, para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, os resucitará a vosotros con su poder ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿voy a tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? ¡De ningún modo! O ¿no sabéis que quien se une a una prostituta se hace un cuerpo con ella? Pues se dice que formarán los dos una sola carne (Gén 2,24). Pero el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él». 1Cor 6,14-17.


17.4.3. Para la resurrección de Jesús

Estas coincidencias muestran las referencias judías de la comprensión cristiana sobre la resurrección, evidenciada en la doctrina paulina, en la que entronca su tradición farisea a su doctrina de la resurrección de los muertos54. Sin embargo su experiencia de la resurrección no tiene una relación explícita con la resurrección judía, por más que una la resurrección de los cristianos a la de Jesús. Lo mismo se puede decir de la primera generación cristiana sobre la que recae la misión de la proclamación de la resurrección de Jesús, toda vez que se transforman como personas y como grupo a partir de su relación con el Resucitado.

Quizás esté de por medio el que no haya aviso ni experiencia de la resurrección de una persona sola al margen de la resurrección prometida a todos los que han sido fieles a Dios, como, por otra parte, que esta resurrección de los justos se entronque a la resurrección del Mesías como sucede en la proclamación cristiana. En ella se cumple una «anticipación del final en una persona», un «hoy» de la salvación escatológica (cf. Lc 23,43), que no se espera, pero va a ser el arranque de todas las salvaciones futuras de los cristianos55. Con todo, está en el fondo la identidad de Jesús resucitado y la descripción de lo que Dios rehace de él en la mañana del primer día de la Pascua. Como se ha advertido antes, es fácil imaginar el futuro y describirlo negando la negatividad del presente. Otra cosa es cuando habla y actúa Dios en una vida conocida como la de Jesús en la que se introduce la dimensión divina en un soporte humano histórico. Entonces la persona se construye por el poder del amor de Dios,

54 En el juicio al que el Sanedrín somete a Pablo, éste advierte «que una parte eran saduceos [que no admiten resurrección alguna] y otra parte fariseos [que la admiten pero no la de Jesús, entonces], exclamó en el Consejo: Hermanos, yo soy fariseo e hijo de fariseos, y se me está juzgando por la esperanza en la resurrección de los muertos». Así los fariseos exculparon a Pablo de las acusaciones vertidas sobre él por su testimonio sobre Jesús, cf. Hech 23,6-9.

55 «Como todos mueren por Adán, todos recobrarán la vida por Cris-to. Cada uno en su turno: la primicia es Cristo; después, cuando él vuelva, los cristianos». 1Cor 15,22-24.

y los parámetros históricos conocidos no dan los medios para su posible comprensión.

No obstante esto, existe el ejemplo de Henoc, que puede tener alguna relación con la función que la comunidad cristiana asigna a Jesús. Es una mera hipótesis, pero merece la pena plantearla. Se narra en el Génesis (4,25-5,32) que Adán, «creado a imagen y semejanza» divina (1,27), transmite a su prole esta imagen y semejanza en la vertiente semita representada por Abel y no a la agrícola pecaminosa de Caín (4,2). La prueba de que existe la imagen de Dios en el hombre se manifiesta cuando éste invoca en su vida «el nombre del Señor» (4,26), «impone el nombre a los animales» (1,26) y su vida, entendida exclusivamente en el más acá, manifiesta una «plenitud» porque se cuenta por centenares de años. Así aparecen una serie de nombres, todo ellos auténticos símbolos que abanderan la presencia de Dios en la historia, perfectamente entrelazados para que no exista vacío alguno divino en la vida humana: Set (5,3), Enós (5,6), Quenán (5,9), Mahlalel (5,12), Yéred (5,15), Henoc (5,18), Matusalén (5,21), Lamec (5,25), Noé (5,29), que engendra a Sem, Cam y Jafet (5,32).

De todos se dice que «mueren», es decir, desaparecen del ámbito activo de la representatividad divina en la humanidad. Sólo de Henoc se afirma que «trató con Dios y después desapareció, porque Dios se lo llevó» (Gén 5,24). Su vida perfecta se significa por su especial relación divina, afirmada por dos veces (5,22.24) y por los años que vive, cuyo número cubre un ciclo solar, trescientos sesenta y cinco años. Su rapto a la morada de Dios, con ausencia de la muerte, estimula la imaginación judía, que le atribuye unos conocimientos extraordinarios al estar junto a Dios y, quizás lo más importante, se le designa como «Mesías» e «Hijo del hombre»56.

56 Sin embargo cuando se narra el ascenso en el 70,1 (IV 93) el Hijo del hombre es un ser preexistente: «Y ocurrió después de esto que, estando aún en vida, fue asunta su persona [Henoc] ante ese Hijo del hombre y el Señor de los espíritus, lejos de los que moran en la tierra», en contradicción con la afirmación de 71,14 (IV 95), que citaremos más adelante, cf. 1Hen., 22,6; 67,2 (IV 58.88). Para esta cuestión, cf. U. W!LCKENS, La resurrección de Jesús, 118-133.

En el ascenso al cielo encuentra a los justos57 y en lo más alto del cielo a Dios: «Caí de bruces, y toda mi carne se disolvió y mi espíritu se trastornó. Grité en alta voz con gran fuerza, y bendije, alabé y exalté [...] Llegó a mí aquel ángel [Miguel], me saludó y me dijo: Tú eres el Hijo del hombre que naciste para la justicia; ella ha morado en ti, y la justicia del "Principio de los días" no te dejará». Aquí resuena el eco de la voz celeste que escucha Jesús, tanto en el bautismo (Mc 1,11par), como en la transfiguración (9,7par), junto al aspecto de glorificación que tienen los bienaventurados58.

Henoc, con la función de «Hijo del hombre», se presenta como modelo del justo para todos los justos que se encuentran aún en la tierra y cuya situación celeste va a ser la morada definitiva que deben esperar del Señor. Así lo afirma Dios, el llama-do el «Principio de los días»: «Él invoca para ti la paz en nombre del siglo venidero, pues de ahí ha salido la paz desde la creación del mundo, y así será contigo por los siglos de los siglos [...] Habrá así largura de días [en la época] de ese Hijo del hombre, y tendrán los justos paz e irán por el camino recto en nombre del Señor de los espíritus eternamente»59. A ello se une que al Hijo del hombre se le asigna la función esencial en el juicio final, donde se separarán los justos de los pecadores, y aplicar la justicia divina: «Con gran alegría, bendijeron, alabaron y exaltaron [a Dios], pues les había sido revelado el nombre de ese Hijo

57 «Y ocurrió después de esto que, estando aún en vida, fue asunta su persona [...]. Y ascendió en el carro del Espíritu [...] Allí vi a los primeros padres y a Ios justos que moran desde la eternidad en este sitio». 1Hen., 70,1-4 (IV 93-94).

58 Compárese, p.e., la visión de Henoc «de los hijos de los santos ángeles andando sobre llamas de fuego; sus vestidos y túnicas eran blancas y sus rostros resplandecían como el granizo» (71,1, IV 94) con el anticipo de la resurrección y glorificación en el cielo, que es la transfiguración: «En su presencia se transfiguró: sus vestidos se volvieron de una blancura resplandeciente, como no los puede blanquear ningún batanero de este mundo» y la ratificación del bautismo en el testimonio del Padre: «Éste es mi hijo querido...». Mc 9,2-7par.

59 Ibíd., 71,11-17 (IV 94-95).

del hombre. Y se sentó sobre su trono de gloria y fue dada la primacía del juicio al Hijo del hombre, que quitará y aniquilará a los pecadores de la faz de la tierra y a los que corrompieron el mundo. [...] el Hijo del hombre ha aparecido y se ha sentado en el trono de su gloria [...] y las palabras de ese Hijo del hombre serán firmes ante el Señor de los espíritus»60.

Jesús, como Hijo del hombre61, es glorificado y ocupa el lugar de Henoc en el cielo en una doble función. Primera, la de juzgar: «El Padre no juzga a nadie sino que encomienda al Hijo la tarea de juzgar [...] y, puesto que es hombre, le ha confiado el poder de juzgar» (Jn 5,22.27)62. Segunda, reproduce la posición de Henoc en cuanto primicia del justo que ha llegado a la plena glorificación junto al Padre y se constituye en la garantía para todos los demás que le sigan: «Cada uno en su turno: la primicia es Cristo, después, cuando él vuelva, los cristianos» (1Cor 15,23)63. Así lo avisa a sus discípulos de una manera especial: «Todo el que dé testimonio de mí delante de los hombres, también [el Hijo del hombre] dará testimonio de él delante de los ángeles. Pero el que me niegue delante de los hombres, [será negado] delante de los ángeles» (Q/Lc 12,8-9; Mt 19,28). La diferencia esencial entre Henoc y Jesús es la resurrección previa de Jesús para ocupar la posición que Dios le asigna, además de haber pasado por el sufrimiento y la muerte, mientras que Henoc vive una existencia plena y es raptado, que no muerto como Jesús.

60 Ibíd., 69,26-29 (IV 93); cf. Ap 2,17; 3,12.

61 Está en la afirmación que Marcos (14,62par) atribuye a Jesús de ser el Hijo del hombre de Dan 7,13: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Majestad y llegando entre las nubes del cielo», precisamente el que tiene el gobierno del cielo (Sal 110,1). Así lo contempla Esteban poco antes de expirar: «Fijando la vista en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús a la derecha de Dios, y dijo: Estoy viendo el cielo abierto y a aquel hombre en pie a la derecha de Dios». Hech 7,55-56.

62 Cf. 2Cor 5,10; Mt 25,31-46.

63 1Pe 1,3-4 lo ratifica: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesu-cristo, que, según su gran misericordia y por la resurrección de Jesucristo de la muerte, os ha regenerado para una esperanza viva, una herencia incorruptible, incontaminable e inmarcesible, reservada para vosotros en el cielo».

Otro ascendido al cielo como Henoc es Elías. Lo hace en un carro de fuego ante Eliseo (1Re 2,11). Elías y Moisés se relacionan con frecuencia en la literatura judía y cristiana (Mc 9,4par) y aparecen en el Apocalipsis como los dos testigos símbolos de la comunidad profética y martirial (Ex 7,17; 1Re 17,1); son per-seguidos y asesinados, pero «pasados los tres días y medio, el aliento de vida de Dios penetró en ellos y se pusieron de pie [...] Subieron en una nube al cielo mientras sus enemigos les miraban» (1Re 11,11-12). Hay una relación evidente entre Moisés y Elías con Jesús. Y no sólo porque fueron muertos en la ciudad «donde fue sacrificado su Señor» (1Re 11,8)64, sino porque su resurrección y ascensión al cielo son muy parecidas. Ambos semejan la pascua del Señor, y se distancian de los creyentes porque, para éstos, la resurrección se remite al final de los tiempos, sin embargo la de ellos, como la de Jesús, se adelanta al juicio final.

Una previsión unida a esta narración es que se espera que Elías, arrebatado al cielo, regrese a la tierra: «Y yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres...» (Mal 3,23-24). El retorno a la existencia se comprueba en una tradición judía conocida de Marcos y que aparece en boca de Pedro, Santiago y Juan después de contemplar la transfiguración de Jesús, un símbolo de su identidad de resucitado: «¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero?» (Mc 9,11; Mt 17,10), pregunta que se hace después de comprobar el diálogo entre Jesús, Moisés y Elías (Mc 9,4par).

La respuesta de Jesús confirma la veracidad de la tradición y su cumplimiento. Y se realiza en la vida y misión de Juan Bau-

64 Se verifica en la Escritura la desgraciada costumbre de perseguir y matar a muchos justos, que el NT lo refiere a Jesús (Mt 23,39-40; lTes 2,15; Hech 7,51-52). También los profetas de Israel, incluidos Moisés y Elías Dt 18,15; Hech 3,22; 7,35; como atestigua este último: «Me consume el celo por el Señor, Dios de los ejércitos, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derruido tus altares y asesinado a tus profetas; sólo quedo yo, y me buscan para matarme». 1Re 19,10.

tista65. Juan es Elías, el profeta revivido, también sacrificado por Herodes que cree verlo resucitado en la figura de Jesús66. Los cristianos no hacen caso de la opinión de Herodes, pues el verdadero resucitado por Dios es Jesús; sin embargo se siente el eco de los discípulos de Juan que simboliza a un Elías, venido del cielo, martirizado (Mc 6,17-29par) y resucitado (Ap 11,11-12), como se ha relatado antes del profeta y legislador. Si bien hay que afirmar que Juan Bautista es dependiente de Jesús en la nueva economía salvífica (Mc 1,1-2), porque Jesús es el verdadero «Hijo del hombre», que padece y resucita, que no Juan que queda como mártir y testigo. Así lo reafirma Marcos con el des-tino de Jesús como Mesías e Hijo del hombre sufrientes. Caminando por las aldeas de Cesarea de Felipe, pregunta Jesús a sus discípulos: «¡Quién dicen los hombres que soy yo? Le respondieron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que uno de los profetas. Él les preguntó a ellos: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Respondió Pedro: Tú eres el Mesías [...] Y empezó a explicarles que aquel Hombre tenía que padecer mucho, ser reprobado por los senadores, los sumos sacerdotes y Ios letra-dos, sufrir la muerte y al cabo de tres días resucitar» (Mc 8,27-31par).

En tiempos de Jesús, pues, existe una tradición por la que se defiende el retorno de Elías para preparar el juicio final ordenando la vida humana. En este intento, padece ante la oposición de los hombres y sufre la muerte. La resurrección se aplica cuan-do dicha tradición se lee en la vida de Juan Bautista. Así, la esperanza en la resurrección versa sobre la resurrección universal situada al final de la historia y relacionada con la soberanía del

65 «Elías vendrá primero y restaurará todo. Pero ¿por qué está escrito que este Hombre ha de padecer mucho y ser despreciado? Pues os digo que Elías ya vino y lo trataron a su antojo, como está escrito de él». Mc 9,12-13.

66 «El rey Herodes se enteró, porque la fama de Jesús se divulgaba, y pensaba que Juan Bautista había resucitado de la muerte y por eso actuaba en él el poder milagroso. Pero otros decían que era Elías y otros que era un profeta como los clásicos. Herodes lo oyó decir y dijo: Juan a quien yo hice degollar, ha resucitado». Mc 6,14-16par.

Señor sobre las fuerzas del mal. De ahí que los autores neotestamentarios tienen que hacer una obra de creación sumamente difícil para transmitir la resurrección de Jesús. Lo analizado en las tradiciones judías sobre la resurrección del Mesías e Hijo del hombre es parco y constituye alusiones muy distantes de los acontecimientos de la Pascua. Narrémoslas a continuación.


17.5. Los testimonios de Pablo y Pedro

17.5.1. Pablo

Pablo es el único testigo de la resurrección que escribe sobre ella. Ha oído de Jesús por sus discípulos según la perspectiva humana: «... y si un tiempo consideramos a Cristo con criterios humanos, ahora ya no lo hacemos» (2Cor 5,16); sin embargo presume de que él también lo ha escuchado y visto y entendido en la nueva situación de resucitado de entre los muertos, porque «por último se me apareció a mí, que soy como un aborto» (1Cor 15,8; cf. 9,1). Debemos concretar las circunstancias por las que Pablo narra la experiencia del Resucitado. Estas son fruto de la necesidad de justificar su misión entre los paganos, puesta en duda en determinados momentos por algunas comunidades cristianas67. La narración no busca una descripción y análisis de la identidad del nuevo Jesús resucitado o del hecho y circunstancias de la resurrección, sino argüir la legitimidad de su espacio evangelizador. En consecuencia, la exposición es parcial al no referirse a Jesús, sino a los efectos que se derivan para su

67 «En cuanto a [...] esos respetables no me impusieron nada. Al contrario, reconocieron que me habían confiado anunciar la buena noticia a los paganos, igual que Pedro a los judíos; pues el que asistía a Pedro en su apostolado con los judíos me asistía a mí en el mío con Ios paganos. Entonces Santiago, Cefas y Juan, considerados los pilares, reconociendo el don que se me había hecho, nos estrecharon la mano a mí y a Bernabé en señal de solidaridad; para que nosotros nos ocupáramos de los paganos y ellos de los judíos», Gál 2,6-9; aunque la división en la evangelización no es tan rígida: Pedro admite al pagano Cornelio (Hech 10,1-33) y Pablo y Bernabé predican en las sinagogas judías (13,5).

vida. Además la cuenta a unos veinte años de haber sucedido dicho acontecimiento68 y distinguiéndola muy cuidadosamente de las visiones y revelaciones que tiene a lo largo de su ministerio (2Cor 11,21; 12,11).

1. Pablo detalla que ha habido un cambio radical en su vida: «Habéis oído hablar de mi conducta precedente en el judaísmo: violentamente perseguía a la iglesia de Dios intentando destruirla [...] Las iglesias cristianas de Judea no me conocían personalmente; sólo habían oído contar: el que antes nos perseguía ahora anuncia la buena noticia de la fe que entonces intentaba destruir» (Gál 1,13.22-23). El cambio se debe a una elección al estilo de Jeremías (Jer 1,5) o del Segundo Isaías (Is 49,1.5-6) y a una revelación de Dios: «Pero, cuando el que me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor tuvo a bien revelar-me a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos...» (Gál 1,15-16). La aparición del Resucitado camino de Damasco (Hech 9,4-5) la entiende como una elección y revelación de Dios, que le disloca de sus criterios anteriores judíos en el ámbito doctrinal, espiritual y jurídico. De un fariseísmo radical pasa a la defensa de Cristo que le conduce a centrar su vida en los «desconocidos» de Dios, como son los paganos.

Algunos judíos convertidos quieren imponer la circuncisión a los paganos como requisito para pertenecer a la comunidad cristiana, ya que la circuncisión certifica la elección y alianza del Sinaí y la participación en el culto. Pablo reacciona contra los judaizantes de Filipos con malas formas como contra los de Galacia (5,12): «Pero esos que os soliviantan que se mutilen del todo», «¡Cuidado con los perros, cuidado con los chapuceros,

68 La exposición del encuentro de Pablo con el Resucitado que cuenta Lucas por tres veces (Hech 9,1-19; 22,6-21; 6,12-23) tiene por finalidad acentuar la importancia de la misión de Pablo para la causa cristiana y justificar su integración en el ministerio apost lico para los paganos (9,15; 22,21; 26,23), pero no intenta una transcripción fiel de lo que sucedió a Pablo en el camino de Damasco y menos publicar su experiencia personal. Por eso hay que recurrir a los escritos de Pablo.

cuidado con los mutilados!» (F1p 3,2). Y de nuevo, en un versículo antológico, resume su profunda convicción de que la fe que actúa en la caridad (Gál 5,6), la fe en Cristo, y no las obras que obedecen a la ley, es la que salva, doctrina expuesta con amplitud en las cartas a los Gálatas y Romanos: «No contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe en Cristo, la justicia que Dios concede al que cree» (Flp 3,9). Pues bien, su cambio radical, tanto vital como doctrinal, se debe al encuentro con el Resucitado. De nuevo nada dice del acontecimiento objetivo de la resurrección, ni siquiera de su experiencia íntima con el consiguiente movimiento de sentimientos y afectos, sino el porqué de su transformación personal que apoya en estas afirmaciones básicas: conocimiento íntimo de Jesús, que llega por medio de su unión a su pasión y muerte, y la eficacia de la resurrección para alcanzar su resurrección personal: «¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,10-11). La consecuencia del encuentro personal con Cristo es lo que le aparta de los criterios de vida fariseos: «Pero lo que para mí era ganancia lo consideré, por Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo y estar unido a él» (Flp 3,7-9).

Ahora bien, la experiencia personal de Pablo es real (Gál 1,16), pero no pública en el sentido de que puedan participar otras personas (Hech 9,7). La experiencia le hace creer en Jesús resucitado como Cristo, Mesías, y le conduce a un acontecimiento que va más allá de lo que implica la experiencia individual: le introduce en una nueva vida que refleja una nueva era de las relaciones de Dios con el mundo para bien de éste. Entonces Pablo se pone a disposición de Dios (1Cor 3,9) para transformar el mundo (Rom 8,19). La experiencia, aunque sea objetiva, — proviene de fuera de Pablo—, no es objetivable, es decir, no se puede entender con las solas fuerzas de la razón, ya que pertenece al ámbito de la fe; ante lo cual, como acto de Dios, sólo se puede obedecer (1Cor 3,9).

2. Sabemos, pues, que la resurrección transforma a Pablo radicalmente, de forma que hay una alteración sustancial en su doctrina, en sus actitudes, en su función con respecto a la Iglesia. Pero observamos, además, que recurre a su encuentro con el Señor para fundamentar su misión apostólica. Al invocar su calidad de apóstol, apela a dicha experiencia y ofrece tangencialmente algunos rasgos de ella: «Pero ¿no soy libre?, ¿no soy apóstol?, ¿no he visto a Jesús Señor nuestro?, ¿no sois vosotros mi tarea al servicio del Señor? Si para otros no soy apóstol, para vosotros lo soy. El sello de mi apostolado para el Señor sois vosotros» (1Cor 9,1-2; cf. 15,8-10). Pablo alude al sentido de la vista con el uso del verbo ver (horaó) para explicar la revelación que ha tenido. Las apariciones serán el medio que Jesús usa para mostrarse a los discípulos, igual que en el AT el Señor se deja ver, se muestra en las revelaciones a Jacob (Gén 31,13), Moisés (Ex 25,8), Gedeón (Jue 6,26), etc. No es que le hayan visto, sino que se ha puesto al alcance del horizonte de la percepción humana. De esta forma se excluye toda posible creación subjetiva en el que percibe la visión o recibe la revelación. Es lo que da a entender Pablo.

El que Pablo haya visto al Señor tiene una finalidad. No se trata de una exhibición del triunfo de Dios en Jesús sobre sus enemigos, o una gracia para su crecimiento espiritual. «Ver al Señor» fundamenta la justificación y prueba de su apostolicidad, aunque no pertenezca, junto a Bernabé, al grupo reducido de los Doce, que convivieron con Jesús, fueron testigos de la resurrección y la comunidad primitiva los integra en los llamados apóstoles69

69 Para elegir al sustituto de Judas, Pedro pone estas dos condiciones: «Ahora bien, de todos los que nos acompañaron mientras el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, desde el bautismo de Juan hasta que nos fue arrebatado, uno tiene que ser con nosotros testigo de su resurrección». Hech 1,21. Lucas reduce los apóstoles a los Doce: elección: Lc 6,13; misión: 9,10; pone como base la condición de haber convivido con Jesús histórico. Sin embargo, Pablo no demanda ese condición ni para sí y ni para Bernabé, sino exclusivamente la experiencia de la resurrección con el mandato de la evangelización. De hecho, para Pablo sólo son apóstoles Pedro (Gál 1,17-19) y Juan (2,1-10), cf. supra 13.3.2. 5.a, nota 42, 478.

3. Pablo, por último, enseña en su misión la doctrina de la resurrección que coincide con la fe de las comunidades cristianas. El ofrece una antigua tradición en la que se difunden las claves fundamentales de la resurrección elaborada y fijada por los cristianos. El texto se entronca en una afirmación más amplia: Pablo fundamenta también el Evangelio que enseña en una tradición que recibe (1Cor 11,23). La fórmula que transmite sobre la resurrección la conoce seguramente en Damasco o Jerusalén. Después del encuentro con el Señor, «pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas y me quedé quince días con él. De los otros apóstoles no vi más que a Santiago, el pariente del Señor» (Gál 1,18-19). Poco después escribe que conoce a Juan (2,9), además de otros cristianos relevantes, como Bernabé y Marcos. Estamos en torno a los años 34-37 d.C. Pablo no deja de visitar o relacionarse con los primeros testigos de la resurrección de la comunidad de Jerusalén70.

Todo ello lleva a la convicción de que la experiencia de Pablo está en sintonía con las apariciones y doctrina de la resurrección de la primera comunidad de Jerusalén: «Lo mismo yo que ellos, esto es lo que proclamamos y lo que habéis creído» (1Cor 15,11). No es, pues, ningún invento o elaboración personal ni el evangelio que predica ni la resurrección en la que cree. Como introducción a la resurrección de los cristianos, que se funda en la de Jesús (1Cor 15,1-34), y a la descripción de la forma de la resurrección (15,35-53), escribe: «Ante todo, yo os transmití lo que había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, que se apareció a Cefas y después a los Doce» (15,3-5).

Lo primero que se deduce es que el anuncio que hace está en el límite de los sucesos históricos, aunque sea una fórmula muy elaborada y extendida en casi todas las comunidades71. La fórmula contiene tres hechos: la muerte, la resurrección y la apari-

70 Cf. Bernabé y Marcos: Hech 4,36; 11,22-23; 12,12; 13,2-13; etc.; la comunidad: Gál 2,1.10; 1Cor 16,1-4; Rom 15,15-16.31; etc.

71 No se habla de la resurrección en las cartas paulinas 2Tesalonicenses y 1Timoteo. De los escritos posapostólicos, la Didajé y 2Clemente. No obstante la presencia masiva de la afirmación de la resurrección en los escritos neotestamentarios, casi a los veinte años d acontecimiento aún se interrogan los cristianos sobre su realidad: «Ahora ien, si se proclama que Cristo resucitó de la muerte, ¿cómo decís algunos ue no hay resurrección de los muertos?» (1Cor 15,12), y su significado en a escena de la transfiguración: «Se agarraron [Pedro, Santiago y Juan] a esas palabras [cuando aquel Hombre resucitara de la muerte] y discutían lo que significaba resucitar de la muerte». Mc 9,10.

ción; a lo que se une su sentido con tres fórmulas que lo interpretan: por nuestros pecados, según las Escrituras y al tercer día. Los cristianos identifican a Jesús crucificado y resucitado con Cristo, el Mesías esperado por Israel; es una identidad que las comunidades acuñan muy pronto en contra del judaísmo tradicional, e inmediatamente realizan una reducción cristológica de todos los acontecimientos salvadores hechos o prometidos por Dios. Por eso no se realza la figura histórica de Jesús, sino la función que entraña desde la perspectiva divina. Así él «murió por nuestros pecados según las Escrituras», es decir, en lugar de los pecados humanos que hubieran merecido la muerte de los pecadores. Su muerte, por consiguiente, sustituye a la de los hombres. Lo observamos con relación a la Última Cena. En ella se afirma el carácter salvador de la muerte de Cristo en beneficio de los hombres, como Pablo lo destaca en la frase pronunciada sobre el pan: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (1Cor 11,24) y Marcos sobre el vino: «Ésta es la sangre mía de la alianza, que se derrama por todos» (Mc 14,24). La entrega de Jesús hasta la muerte se hace en el contexto de su pasión y según la voluntad de Dios para beneficio de todos. Quedan, pues, en penumbra las causas históricas de la muerte y las que mediaron para llevar a Jesús a la cruz, ciertamente pecaminosas.

La sepultura se trae a colación por su importancia para la comunidad de Jerusalén, que es la que verdaderamente puede venerarla al estilo de la costumbre y piedad judía. Sin embargo, para Pablo no es una cuestión histórica, sino teológica, como es el enfoque de todo el párrafo. Pablo relaciona la vida cristiana con Cristo: «... en ser sepultados con él en el bautismo y en resucitar con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó a él de la muerte» (Col 2,12). El bautismo manifiesta la sepultura de los cristianos a los pecados como la sepultura de Cristo; la resurrección a una vida nueva es la que Dios concede a Jesús: «¿No sabéis que cuantos nos bautizamos consagrándonos al Mesías Jesús nos sumergimos en su muerte? Por el bautismo nos sepultamos con él en la muerte, para vivir una vida nueva, lo mismo que Cristo resucitó de la muerte por la acción gloriosa del Padre» (Rom 6,3-4).

La tercera afirmación refiere que «resucitó al tercer día según las Escrituras». La noticia se relaciona con el relato de Mc 16,1-8, cuando las mujeres van al lugar de la sepultura el primer día de la semana. Allí se encuentran la piedra corrida y al ángel que les comunica la noticia de la resurrección. Corresponde al tercer día después de su muerte en la cruz, suponiendo que es el domingo cuando Dios actúa, pues no se sabe con exactitud el momento de la resurrección. No hay testigos ni noticia alguna al respecto. Marcos lo repite varias veces72, pero Pablo no se hace eco en sus escritos del párrafo evangélico. Aún así, la coletilla «según las Escrituras» puede referirse a que los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección están bajo la voluntad divina y obedecen a un plan trazado por Dios para salvar al hombre. «Al tercer día» puede ser una cuestión teológica como es la opinión que entraña la tradición que refleja el escrito de Pablo73 signifi-

72 Segundo y tercer anuncio de la pasión, Mc 9,31: «Este Hombre va a ser entregado en manos de Ios hombres, que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días, resucitará», cf. 10,34; referencia indirecta en una de las acusaciones de los testigos en el proceso religioso, 14,58: «Le hemos oído decir: Yo he de destruir este templo, construido por manos humanas, y en tres días construiré otro, no con manos humanas»; y repetida cuando está crucificado, 15,29: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza y diciendo: El que derriba el templo y lo reconstruye en tres días».

73 Cf. Lc 24,26-27.44-45; Hech 17,2-3.11; Rom 1,2; 1Pe 1,10-11; etc. En Os 6,1-2 se dice: «Vamos a volver al Señor; él nos despedazó y nos sanará, nos hirió y nos vendará la herida. En dos días nos hará revivir, al tercer día nos restablecerá y viviremos en su presencia», pero simboliza un tiempo breve.

cando una actuación pronta y eficaz de Dios sobre el cadáver. El sentido común dicta que simboliza un tiempo relativamente corto, o breve, o pequeño, el que tarda en comenzar a descomponerse el cuerpo y, por consiguiente, aún permanece «vivo» el rostro del difunto.

Por último, la tradición que recoge Pablo avala que Jesús se aparece o se impone como una realidad evidente a una serie de creyentes, manteniendo un orden jerárquico vivido y respetado en Jerusalén. Se excluye a las mujeres, tan presentes en los evangelios. Estas apariciones las confirman los discursos de Pedro que escribe Lucas: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y Jerusalén. Le dieron muerte colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día e hizo que se apareciese, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados de antemano por Dios: a nosotros que comimos y bebimos con él después de resucitar de la muerte» (Hech 10,40-41). Los testigos son el mismo Pedro, los Doce, el grupo más próximo a Jesús en su ministerio en Palestina74 y cuya presencia va desapareciendo en el NT. Los quinientos hermanos es un número grande para esta experiencia singular. Pero Pablo garantiza el dato de que algunos han muerto ya y otros están vivos, los cuales lo pueden confirmar en el tiempo que escribe la carta. Llama la atención la aparición a Santiago, el hermano del Señor, presentado como testigo del núcleo central de la fe cristiana y valedor de la vida y mensaje de Jesús. Decimos esto porque en la vida de Jesús se sabe de cierto rechazo de su familia (Mc 3,21; Jn 7,5). Lo cierto es que Santiago se convierte en uno de los pilares de la comunidad de Jerusalén junto a Pedro y Juan (Gál 2,9), aunque no se le nombre en el grupo privilegiado de los Doce y de los apóstoles. Entre los apóstoles se encuentra Pablo; es el «último» como testigo de la resurrección, pero autorizado para proclamar la buena nueva y fundar comunidades; ciertamente distinto a los Doce. )

74 Cf. supra, 13.3.2. 5.a.b., 486-492.


17.5.2. Pedro y los Once

Pablo nombra a Pedro y a Ios Doce, después a Santiago y a los Apóstoles en la tradición que cita en primera Corintios (15,3-5). Estas parejas de nombramientos deslindan a los que acompañaron a Jesús en su ministerio y a los que se integraron a la fe después de Pascua, pero todos ellos quedan legitimados para la misión de anunciar la vida de Jesús y su función salva-dora por la resurrección. Pablo y Bernabé extienden el mensaje entre los gentiles, Pedro y los demás entre los judíos (Gál 2,7.9). Esta división artificial, que más mira a la progresiva liberación de las tradiciones judías para los paganos que abrazan la fe, se concreta en el futuro con la primacía de Santiago en la comunidad de Jerusalén (Gál 2,1-10; Hech 21,17-18) y la de Pedro, poco a poco para todos, judíos y gentiles75. De esta forma Pedro sigue siendo el primero de las listas que legitiman el anuncio de Jesucristo y se incorpora en la confesión de fe cristiana: «... resucitó al tercer día según las Escrituras y se apareció a Cefas» (1Cor 15,4-5).

La preeminencia de Pedro en el mensaje de Pascua se ratifica por el anuncio del ángel a las mujeres: «... id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea. Allí lo verán, como les había dicho» (Mc 16,7par; cf. Jn 21,1-2). En Galilea, pues, Pedro experimenta a Jesús resucitado y éste le confirma una primacía que se entronca en las promesas que le había hecho en su ministerio: «Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta Piedra construiré mi Iglesia, y el imperio de la Muerte no la vencerá» (Mt 16,18), y en las nuevas recomendaciones nacidas del encuentro con el Resucitado: «Pedro [...], apacienta mis corderos [...] apacienta mis ovejas [...] apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Este encuentro con el Resucitado le empuja a congregar de nuevo a los discípulos más cercanos y a encabezar la proclamación de la salvación ofrecida por Dios en Jesús, cuya experiencia de creerlo vivo desplaza, en cuanto lo incluye, el

75 Hech 2,14-41; 3,11-26; 10,1-11,18; 17,16-34; Gál 2,11-14; etc.

mensaje del Reino de Jesús. Entonces la voz común de las comunidades primeras proclama: «Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34).

Pedro y los Once, incorporado Matías (Hech 1,15-26), forman el núcleo histórico sobre el que recae la proclamación de la resurrección, y se constituyen en los protagonistas de la rápida difusión de la noticia y de la experiencia. Que Pedro contagie la visión a los demás discípulos (Lc 22,31-32), o que Jesús se deje ver a todos, es decir, a los Once (Mc 16,14par), a los quinientos (1Cor 15,6), a María Magdalena (Jn 20,11-18) y a las mujeres (Mc 16,1par), como se afirma en las tradiciones o elaboraciones redaccionales, queda en segundo término. Lo que está en juego en estas noticias son dos cosas fundamentales: La inesperada acción de Dios en Jesús y la autoridad con la que reviste la comunidad a los que se les aparece Jesús y se convierten en creyentes de dicho acontecimiento divino. No existe interés alguno, quizás porque no se pueda y no se sepa, por explicar la experiencia y el encuentro con el Resucitado y su condición como Resucitado.

Así, pues, ni Pedro ni los demás discípulos comunican su experiencia personalmente, aunque no debe estar muy lejos ni ser muy diferente a la que escribe Pablo de la suya: «... cuando el que me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor tuvo a bien revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara...» (Gál 1,15-16). La diferencia que existe entre Pablo y los demás creyentes que se encuentran con Jesús resucitado es que Pablo se ve obligado a decirlo para acreditar su misión, que no es el caso de los discípulos. Éstos de una forma sencilla y escueta expresan el acontecimiento de la resurrección en los primeros momentos y la divulgan por medio de las confesiones de fe ampliadas en los himnos cristológicos y, más tarde, por las narraciones sobre la tumba vacía y las apariciones que justifican la afirmación breve de que Jesús vive. Exponiéndolas podemos acercarnos un poco más a la naturaleza del suceso de la resurrección y a la experiencia del encuentro con el Resucitado.


17.6. Afirmaciones sobre la Resurrección

17.6.1. Las confesiones de fe

Quizás la expresión más antigua de la comunicación de la resurrección sea: «Dios resucitó a Jesús de entre los muertos»76, acentuando el poder de Dios como sujeto de la acción: «Pues, aunque por su debilidad fue crucificado, por el poder de Dios está vivo» (1Cor 13,4)77, o a Jesús como objeto del poder divino, fórmula por demás extendida en las comunidades y citada antes: «Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34)78. Se comprende la resurrección como una acción del poder de Dios, un poder que es omnipotente y está avalado porque ha creado todo lo existente (Rom 4,17; Sal 33,4-9), tiene capacidad de conservar la creación por medio de su providencia (Q / Lc 12,22-23; Mt 6,25-26) y puede devolver la vida a los muertos, como reza todo fiel judío en la segunda alabanza de las Dieciocho bendiciones (=Shemoneh Eshreh): «Bendito seas, Señor, que das la vida a los muertos». No es algo inscrito en la naturaleza humana, sino algo que pertenece a la energía divina que sostiene la vida, la crea y la recrea, y encierra una relación dinámica entre Dios y los creyentes que nada maravilla al fiel, pero teme el infiel. La fe, pues, en Dios incorpora a partir de ahora la resurrección de Jesús. Y esto es tan válido para los

76 «Dios lo ha resucitado de la muerte y nosotros somos testigos de ello». Hech 3,15, cf. 4,10; 5,30; 10,40; 13,30.37; «Y Dios que resucitó al Señor...». iCor 6,14; cf. Rom 10,9; 4,24; 6,9; 8,11.34; 1Cor 15,14; 2Cor 1,9; 4,14; Gál 1,1; iTes 1,10; Ef 1,20; Col 2,12; 2Tim 2,8; «El Dios de la paz, que sacó de la muerte al gran pastor del rebaño, al Señor nuestro Jesús». Heb 13,20; «Por medio de él creéis en Dios, que lo resucitó de la muerte y lo glorificó; de ese modo vuestra fe y esperanza se dirigen a Dios». 1Pe 1,21.

77 «Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo» (Hech 2,24, cf. 32; 3,15; 4,10; 17,31; «Y Dios, que resucitó al Señor, os resucitará a vosotros con su poder». Rom 6,14, cf. supra, nota 71.

78 «¿Acaso Jesucristo, el que murió y después resucitó y está a la diestra de Dios y suplica por nosotros?». Rom 8,34; cf. 7,4; 1Cor 15,4.12-17.20; 2Cor 5,15; 1Tes 4,14.

judíos como para los paganos que abrazan el cristianismo: «... a todas partes llegó la fama de vuestra fe en Dios [...] cómo, dejando los ídolos, os convertisteis a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, esperando la venida desde el cielo de su Hijo, al que resucitó de la muerte» (1Tes 1,8-10).

La acción de Dios recae en Jesús de Nazaret, un hombre que ha sido crucificado y con el cual un grupo de judíos han convivido, han aprendido su doctrina y han contemplado sus obras: «Israelitas, escuchad mis palabras: Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio...» (Hech 2,22-24). Aunque los hombres le hayan crucificado, Dios le ha sido fiel, como fiel se ha mostrado Jesús en todos los momentos de su vida. Dios responde a la fidelidad de Jesús con la resurrección, y en ella Dios emite un juicio de condena para los que no se conviertan, como un juicio de salvación para aquellos que le acepten como la última palabra dicha por Él a todos los hombres (Heb 1,2-4)). Dios ha adelantado con este hecho portentoso el juicio final esperado de siglos por Israel y lo ha constituido en el quicio de la salvación: «Si confiesas con la boca que Jesús es el Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás» (Rom 10,9). Más todavía. Con la invocación de los primeros cristianos de «,Marana tha! (¡Ven, Señor!)» (1Cor 16,22) se alude a que Jesús está elevado a la gloria del Padre, sentado a su derecha y con su actual dignidad es mediador de la salvación de Dios a los hombres. Toda relación del creyente con Dios debe pasar por Jesús. Por último, dentro de la amplia tradición judía, las confesiones cristianas manifiestan que Dios ha adelantado a un solo hombre la esperanza de la resurrección final que alcanza a toda la colectividad, con las excepciones dichas antes.

El poder del amor de Dios sobre Jesús se expresa de muchas formas en el NT, aunque finalmente prevalece la palabra «resurrección», «anastasis», que es sustantivo de «anistémi», «levantar», «alzar», «resucitar»79. Se indica una nueva acción o un

79 Cf. Mc 8,31; 9,31; 10,34; 16,9; Lc 18,33; 24,7.12.33.46; Hech 2,24; 17,3; Jn 20,9; Rom 1,4; iTes 4,14; etc. Sinónimos de «anistemi» está «exanistemi», «levantarse», «ponerse en pie», que emplea Mc 12,19par; Lc 20,28; Hech 15,5; el sustantivo «exanastasis» «resurrección» se usa para la resurrección de entre los muertos en Flp 3,11.

movimiento que cambia una situación dada. Por ejemplo, el estado postrado de un enfermo, que, al sanar, se levanta, se alza para reiniciar la vida. Se comprende, pues, que se use para la resurrección de la muerte, muy unida a la enfermedad. «Resurrección» forma parte lógicamente del significado de «salvación». Acentúa la identidad entre Jesús crucificado y el Cristo que ha recreado Dios. Cerca del vocablo resurrección están el «volver a la vida» o «estar vivo» (2Cor 13,4), que, para que no se confunda con una simple «reanimación», al estilo de los milagros descritos de la hija de Jairo, Lázaro o el hijo de la viuda de Naín, se dice con el sentido de «vive siempre», «permanece siempre» (Heb 7,24-25; Ap 1,18), «no vuelve a morir» (Rom 6,9), etc.

Otro término que se emplea para «resurrección» es «egeirö», «levantar», «despertar», «alzar», sinónimo de «anistémi»80. Supone en voz media, «egeiresthai», incorporarse de la tumba, o salir del ámbito de la muerte, dejar atrás la condición mortal para incorporarse a una nueva vida; Jesús vive (Mc 16,14) y no está sujeto a la ley de la muerte (Rom 6,9) por medio del poder de Dios. Además el «ser exaltado» (hypsousthai), o «ser glorifica-do» (doxazesthai) se orientan al movimiento de entrada o ingreso en la gloria divina, lo que le conduce al «señorío» de Jesús sobre toda la creación, como veremos a continuación en los himnos cristológicos81. La incidencia de la acción de Dios sobre Jesús entraña además una repercusión en la vida de todos los humanos. La resurrección de Jesús, como «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18) actúa sobre los creyentes en él como una «nueva vida» que está más allá de la muerte (Rom 8,10-11) y significa una «nueva creación» (2Cor 5,17), que cambia la existencia humana (Col 3,1-4).

80 Cf. Mc 16,6par; Mt 27,64; Lc 24,34; Jn 2,22; 21,14; Rom 6,9; 7,4; 8,34; 1Cor 15,4.12-14.16-17.20; 2Cor 5,15; etc.

81 Cf. Hech 2,33; 5,31; Jn 7,39; 12,16; 17,1.5; etc.


17.6.2. Los himnos cristológicos

La confesión de fe de la resurrección en las predicaciones de los discípulos de Jesús se lleva a cabo con grupos judíos o con grupos paganos, como nos presenta Lucas en los Hechos (2,14-41; 10,1-11,18; etc), o también se emplea en las catequesis para los que se forman en la nueva fe (1Cor 15,1-7). Sin embargo es interesante observar estas fórmulas cuando se afirman en un contexto litúrgico, porque dan lugar a una serie de himnos en los que se concentra toda la vida de Jesús, su identidad y su función en la historia de la salvación. El núcleo fundamental de la fe cristiana aparece entonces desplegando la nueva vida del Resucitado en un lenguaje de exaltación muy típico de las situaciones litúrgicas y de oración. Así Jesús está sentado a la derecha del Padre, porque el Padre lo ha elevado a lo más alto y le ha concedido todo el poder en los cielos y en la tierra; en definitiva, es el Hijo de Dios, el Mesías.

1. Pablo escribe a los Romanos el llamado «evangelio de Dios»: «... acerca de su Hijo, nacido por línea carnal del linaje de David, a partir de la resurrección, establecido por el Espíritu Santo Hijo de Dios con poder» (Rom 1,3-4). La fórmula es anterior al Apóstol y se divide en dos partes: Jesús según la carne y Jesús según el Espíritu, y con ellas se pretende dar una visión global de Jesucristo. Se parte de la creencia en la preexistencia del Hijo que comporta un sentido diferente de los «hijos adoptivos» de Dios que Jesús adquiere por su muerte y resurrección82. Este Hijo es el que nace según la carne como regalo de Dios para hacer posible la filiación divina de la creación: «Pero cuando se cumplió el plazo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los súbditos de la ley y nosotros recibiéramos la condición de hijos» (Gál 4,4-6; cf. Rom 8). La «condición de hijos» toma forma definitiva cuando el «Hijo» se

82 «Pues si sien o enemigos la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios, con mayor razó ya reconciliados, nos salvará su vida». Rom 5,10, cf. 1,9; 8,29.32; 1Tes 1,10.

manifiesta como tal en la resurrección, pero permaneciendo su condición humana, porque en ella ha actuado Dios en el Espíritu. Así se constituye en poder, es decir, es elevado, ensalzado (cf. Hech 10,42; Sal 110,1) junto al Padre en contraposición a la debilidad que muestra en su vida y, sobre todo, en su pasión y muerte. Por consiguiente, son dos estados de Jesucristo los que se describen en esta fórmula creyente: el de su condición humana y el de su condición filial divina, gracias al Espíritu, a la relación de amor que el Padre mantiene con él.

2. En el himno prepaulino de Filipenses (2,6-11) se ofrece el mismo esquema de humillación-exaltación de Romanos, pero en forma de camino, de recorrido existencial que hace el Hijo de Dios. Se divide igualmente en dos partes, la relativa a su constitución humana: «... el cual [Cristo Jesús], a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz» (Flp 2,6-8), y la relativa a su constitución exaltada: «Por eso Dios lo exaltó y le concedió un título superior a todo título, para que, ante el título de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, la tierra y el abismo; y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!» (F1p 2,9-11)83. La preexistencia sitúa a Jesús en la gloria del poder y honor divinos. Desde dicha altura recorre un camino de humillación que llega hasta lo más profundo: el Calvario. Pablo lo afirma también en 2Cor 8,9: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, por vosotros se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza». El rico asume un modo de ser esclavo, se hace a imagen y semejanza del hombre, lo que le obliga despojarse de sí en su relación histórica. Es

83 Sin nombrar a Jesús este himno litúrgico antiguo manifiesta su misterio en las dimensiones histórica y trascendente: «Grande es, sin duda, el misterio de nuestra religión: Se manifestó corporalmente, lo rehabilitó el Espíritu, se apareció a los ángeles, fue proclamado a los paganos, fue creí-do en el mundo y exaltado en la gloria». 1Tim 3,16.

un vaciarse de sí (ekénósen)84 tan radical y lleva consigo una generosidad tan extrema que se coloca en el lugar más ignominioso que puede sufrir el ser humano, como es la muerte en la cruz.

El recorrido de Cristo no acaba en el patíbulo; retorna a la gloria divina con un sentido de ascensión o exaltación debido al Padre, al poder que lo recrea en la resurrección, y le coloca en una situación parecida a una entronización que postula la proskynesis, la adoración y aclamación del mundo creado. El camino de retorno termina en un puesto que indica una situación de «señorío», de «señor», de «kyrios» en cuanto es «sobe-rano» de todo lo creado85. Esta soberanía es donación del Padre por haberse comportado en la historia con una obediencia extrema. Ahora, como compensación, recibe la exaltación que le conduce a la preeminencia ante todas las cosas, preeminencia que le viene por desvelarse la identidad de su ser86, que ha esta-do oculto durante su abajamiento en la historia. La soberanía

84 Es una expresión parecida a eskenósen de Jn 1,14: «La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros».

85 Que Cristo sea Kyrios se relaciona con el Sal 109,1: «Oráculo del Señor a mi señor: Siéntate a mi derecha hasta que haga de tus enemigos escabel de tus pies», referido en una discusión de Jesús con los letrados en Mc 12,35-37par en la que parece sugerir el sentido trascendente de «Señor» aplicado al Mesías. También se cita ante los sumos sacerdotes en la instrucción religiosa previa al juicio ante Pilato, Mc 14,62par. Esto condujo a la entronización de Jesús a la derecha del Padre después de la resurrección: «Pues David no subió al cielo, sino que dice: Dijo el Señor a mi Señor [...j Por tanto, que toda la Casa de Israel reconozca que a este Jesús que habéis crucificado, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías». Hech 2,34-36.

86 Poco a poco se hace más hincapié en la preexistencia de Jesús que en su resurrección, como hemos visto en Ios dos himnos expuestos. La dignidad de «Señor» se asienta en el ser divino de Jesús antes y después de la encarnación como en la exaltación, que se puede velar o desvelar ante los hombres, pero la tiene siempre presente como condición de ser. En este horizonte se sitúan las afirmaciones de Pablo en forma de doxología litúrgica: «Para nosotros existe un solo Dios, el Padre, que es principio de todo y fin nuestro, y existe un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe y también nosotros». 1Cor 8,6.

sobre las cosas del Kyrios no entraña la función o el ejercicio de gobierno. El himno lo subraya expresamente: la dignidad y preeminencia del Kyrios sobre las cosas es para conducirlas a Dios Padre.

3. El himno de Colosenses (1,15-20) tiene dos partes, que responden a la pregunta sobre la identidad de Cristo que recibe el Reino de manos del Padre (Col 1,13), aunque en este caso las relaciones no se centran entre el Hijo y el Padre, sino entre Cris-to y la creación. La primera parte es cosmológica. La resurrección de Jesús se utiliza como una categoría que expresa un mundo nuevo, una nueva creación que comienza con él87: «Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, pues por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible, majestades, señoríos, autoridades, potestades. Todo fue creado por él y para él; él es anterior a todo y todo tiene en él su consistencia. Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,15-18). Cristo-imagen (eikon) de Dios designa que en él se hace visible la gloria divina y que él es el sello con el que Dios marca a toda la creación, que se encuentra en un estado desértico (Gén 2,4b-24) o en un estado desordenado (1,1-2,4b). Por eso Cristo es el primogénito y el mediador de la creación. Primogénito como dignidad y soberano de todo el mundo celeste y terrestre.

Y del orden de la nueva creación se pasa al orden de la salvación en la segunda parte dedicada a la soteriología. Primogénito de todas las criaturas, ahora lo es de los muertos al resucitar como primicia con una nueva creación para la gloria del Padre (Ap 1,5). Si antes su posición era eminente en el cosmos, ahora lo es en la historia humana reconciliada, que es la etapa final: «Es el principio, primogénito entre los muertos, para ser el

87 Se relaciona la imagen de Dios que lleva el hombre (Gén 1,27) con 2Cor 4,4, en la que se afirma que Cristo es imagen de Dios. Ahora es Cris-to quien comunica la imagen divina al hombre, por eso es «primogénito» de toda criatura.- Todo el himno es una versión cristológica de la sabiduría personificada del AT, cf. Prov 8,22-26; Job 28; Eclo 24; Sab 7-8.

primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud; que por medio de él todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de la cruz entre las criaturas de la tierra y del cielo» (Col 1,18-20). Cristo es decisivo en la recreación del mundo y de la historia.

4. «Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser, y sustenta todo con su palabra poderosa. Realizada la purificación de los pecados, tomó asiento en el cielo a la diestra de la majestad» (Heb 1,3). La Carta se inicia con la afirmación de que la Historia de la salvación culmina con Cristo, cuya vida es la última y definitiva Palabra de Dios en la historia humana. Jesucristo es el depositario de todos los bienes de la salvación prometidos por Dios a lo largo del tiempo. La brevedad del himno no impide que manifieste toda la vida de Jesús, y supone la resurrección como el elemento clave que la desvela y la concreta por etapas. La exaltación dada por Dios a su Hijo revela su preexistencia y su función, tanto en la dimensión previa a la creación en la que Dios puso al universo en manos de su Hijo (Mc 12,1-12par), como en la redención, llevada a cabo en la historia humana en la que vence al pecado y su sacramento que es la muerte. Así, los creyentes no necesitan ni otros hombres ni ángeles como intercesores ante Dios. Dios ha situado a Jesucristo como mediador de la nueva alianza (Heb 9,15) y como verdadero y definitivo sumo sacerdote (2,17; 3,1; etc) en el que Dios ha concentrado todo el poder de salvación.

En definitiva, los himnos no describen el acontecimiento de la resurrección, ni responden a la curiosidad creyente de saber los elementos fundamentales de la experiencia o encuentro con el Resucitado. Los himnos exponen la identidad de Jesús en las relaciones con el Padre y con la creación por el acto poderoso de Dios sobre el Crucificado. Y a lo que se une su función histórica que no acaba en la cruz, sino en la exaltación por Dios, movimiento espacial de Jesús, de abajo arriba, por el que está sentado a su derecha y pó~r el que el Padre le devuelve su dignidad y preeminencia ante tgglldos los seres, realidad que tenía antes de su encarnación.


17.7. Las narraciones evangélicas

Después de tratar las confesiones de fe y los himnos, en los que se concentra el mensaje del día primero de Pascua, se pasa a los relatos de la resurrección. Y está dentro de la lógica de los creyentes. No todo está dicho ni explicado con la afirmación del hecho de que Jesús ha resucitado. Por consiguiente, se buscan relatos donde se concreten las circunstancias de la resurrección. El hecho permanece sin tocar: «Dios resucita a Jesús de entre los muertos», pero se entiende mucho mejor al convertirse en historia vivida por unos personajes conocidos de todos los seguido-res de Jesús. Los himnos dicen la exaltación de Jesús. Ellos describen el ascenso de Jesús a la gloria divina (Flp 2,9-11). La afirmación de la exaltación la escenifica y traduce en una crónica Lucas: «Después los sacó hacia Betania y, alzando las manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y era lleva-do al cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén muy contentos» (Lc 24,50-52; Hech 1,9-11).

Estas crónicas o narraciones de la resurrección tienen el mismo humus que las confesiones y los himnos. Se escriben para alimentar la fe y explicarla en las comunidades; como las confesiones, forman parte de las predicaciones, y como los himnos se rezan o proclaman en la liturgia. Por tanto, su finalidad inmediata es la que es, y no la narración de una historia donde se transmiten los acontecimientos de Pascua para datarlos, codificarlos y fijarlos para que los sepan las generaciones posteriores. Ni se intenta ni se busca la verdad histórica, sino reflexionar sobre el hecho y significado de la fe en la resurrección. Y en este sentido hay que explicarlas.

17.7.1. La tumba vacía

La tumba abierta y vacía descubierta en el primer día de la semana no forma parte de la predicación de los primeros cristianos. Pedro no hace referencia a ella en el día de Pentecostés (Hech 1,14-35) y Pablo no la cita en la tradición de 1Cor 15: si Jesús «fue sepultado» es para ratificar la muerte, como las apariciones son para confirmar la resurrección. Quizás tampoco es necesario acentuar lo que aparece evidente en una visión antropológica judía, cuando la concepción más común en ella es la continuidad entre el cuerpo histórico y el cuerpo resucitado. En cierto aspecto la tumba vacía resulta obligatoria si el acto de poder de Dios sobre Jesús se comprende por la antropología judía, en la que se rehace por entero el cuerpo, el psiquismo y espíritu según la dimensión de Dios88. Es imposible proclamar la resurrección de Jesús en Jerusalén si se comprueba que su cadáver yace en la tumba. Así, pues, a la noticia de la resurrección le corresponde acreditar que el cadáver no está en el sepulcro.

Por otra parte, es el mejor lugar para anunciar la resurrección y para que preceda a los relatos de las apariciones, aunque las narraciones ante el sepulcro presuponen la experiencia de la resurrección. De lo contrario no se entienden. Lo cierto es que la tumba introduce fecha y lugar al anuncio de la resurrección. Tratemos el texto más antiguo y del que dependen los demás

88 Hay que advertir que esta cuestión ni es sencilla ni es fácil de exponer, pues se trata de una realidad que pertenece a la dimensión de Dios, que no a la comprendida en el espacio y el tiempo. El acto de poder de Dios recae sobre toda la persona de Jesús, que según la antropología judía afecta a la vez al basar (carne), al nefes (afecto) y al ruaj (espíritu); sobre su cuerpo y alma según la antropología griega. Por consiguiente, el acto de poder de Dios no actúa sobre una parte de Jesús, digamos cuerpo, dejando al alma suelta para que se reincorpore después al cuerpo reanimado por Dios tal y como estaba en el momento de fallecer. Como dice Pablo sobre esta cuestión «la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción la incorrupción». 1Cor 15,50. El cuerpo de Jesús resucitado, como será el de los demás humanos resucitados, es un cuerpo «espiritual», un cuerpo «distinto»: «se siembra un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible». 1Cor 15,43. «Así está escrito: El primer hombre, Adán, se convirtió en un ser vivo, el último Adán se hizo un espíritu que da la vida [...] s comunico un secreto: no todos moriremos, pero todos nos transformaremos» (1Cor 15,45.51). Con todo, la recreación de la persona humana que lleva consigo la resurrección, como es de toda la persona humana postula en cierta medida la recuperación también de la dimensión corporal, aunque el soporte físico o biológico del cuerpo realmente desaparezca.

evangelistas, texto centrado no en el dato histórico del sepulcro vacío, que lo es89, sino en el mensaje que se ofrece allí, que es su finalidad última.

Marcos narra la sepultura de Jesús por José de Arimatea. Lo hace en un sepulcro excavado en la roca y tapa la entrada con una piedra para que las alimañas no destrocen el cadáver. «María Magdalena y María de José observaban dónde lo colocaban» (Mc 15,47). Ahora comienza el relato del anuncio de la resurrección una vez que se ha centrado la atención en que las mujeres saben dónde está el sepulcro y que está perfectamente cerrado. Se da a entender que el entierro está en función de la mañana de Pascua y la mañana de Pascua está en función de la proclamación de la Resurrección por el ángel. Los detalles de la descripción son secundarios.

Arranca el párrafo diciendo que, «cuando pasó el sábado, María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron per-fumes para ir a ungirlo. El primer día de la semana, muy temprano, llegan al sepulcro al salir el sol» (Mc 16,1-2)90. Las mujeres que observan desde la muralla la crucifixión y muerte de Jesús (Mc 15,40) son las que se disponen a ungirlo. Sin embargo no se apercibe el redactor de que la costumbre judía de ungir los cadáveres no se hace con perfume, sino con aceite. Además, en las honras fúnebres no se emplean aromas confeccionados con esencias de plantas para crear un ambiente agradable contra-

89 La sobriedad del relato, el género literario apocalíptico que siempre se apoya en hechos históricos, la mujeres como testigos y la aceptación de Ios judíos —aunque lo expliquen por el motivo del robo— son argumentos suficientes para afirmar la historicidad de la tumba vacía. Su negación pro-viene de prejuicios ideológicos que no vienen al caso con el relato evangélico. Lo importante de la tumba abierta y vacía es el mensaje que se ofrece desde ella.

90 Mateo (28,1) presenta a María Magdalena y María de Santiago; Lucas (24,10) a María Magdalena, María de Santiago y Juana, testigos asimismo de la crucifixión (Lc 23,49) y de la sepultura (Lc 23,55-56); Juan sólo a María Magdalena (20,1) que ha estado al pie de la cruz con María, la madre de Jesús, y su hermana María de Cleofás (Jn 19,25). Lucas (24,1) sigue a Marcos en los perfumes que llevan las mujeres al sepulcro, lo que evita Mateo y Juan.

puesto al olor que pueda despedir el cuerpo. Tampoco es costumbre en Israel embalsamar los cadáveres, como en Egipto. Por otro lado parece descabellado ungir un cadáver destrozado, envuelto en una sábana y enterrado más de un día. Se unge a los muertos antes de enterrarse, no después. Más sentido tiene ir al sepulcro para llorar la desaparición de un ser querido (Jn 11,31). Lo que subyace en el relato es que las mujeres se disponen a realizar una acción que expresa su amor y veneración a Jesús.

Por tanto, se advierte que todo el párrafo está orientado a la necesidad de que las mujeres marcharan al sepulcro ese día, el primero de la semana —según la liturgia, sin referencia a la muerte—, el tercero de la muerte de Jesús —alusión a la inmediata historia de la pasión—, como rezan las fórmulas cristianas. Y en una hora indicada por dos veces: «muy temprano», «al salir el sol». Quizás se pretenda llamar la atención sobre lo siguiente: si la unción de Betania tuvo la finalidad de adelantar-se a ungir el cuerpo de Jesús antes de su muerte porque no se haría cuando se le sepultara (Mc 14,8par), la unción de ahora es para anunciar la resurrección; como fue al anochecer cuando se dispuso José de Arimatea a enterrarlo (Mc 14,42), ahora, al amanecer, al salir el sol, es cuando se proclamará su resurrección. En cualquier caso, Dios ha madrugado más que las mujeres. Por muy temprano que salen hacia el sepulcro, se encuentran al llegar que Dios ya ha resucitado a Jesús, ya que Él es el Señor del tiempo y de la historia.

Por el camino «se decían: ¿Quién nos correrá la piedra de la boca del sepulcro? Alzaron la vista y observaron que estaba corrida la piedra. Era muy grande» (Mc 16,3-4). Las mujeres saben que la piedra es un impedimento para la supuesta unción, pues habían observado cómo sellaban el sepulcro al atardecer del viernes (Mc 15,47par). De ahí nace su interrogante y el portento de la resurrección, pues como la piedra es «grande», de igual manera tiene que ser grande el acontecimiento o el poder de la persona que 1 aparte o la corra. Por eso, si grande es la muerte y la pie a con la que es sellada en el sepulcro, más grande es Dios que separa la piedra y vence la muerte con la resurrección.

«Entrando en el sepulcro, vieron un joven vestido con un hábito blanco, sentado a la derecha; y quedaron espantadas. Les dijo: No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Mirad el lugar donde lo habían puesto» (Mc 16,5-6)91. Sin preguntarse el porqué está la piedra corrida y sin percibir aún el interior de la tumba, entran al sepulcro y se encuentran con un joven que pertenece al mundo celeste por sus vestiduras (Mc 9,3; Mt 28,2), y sentado, signo de autoridad, en el lugar de la felicidad y de la nobleza, como es la derecha. El sobresalto de las mujeres al verlo responde a las reacciones típicas del contacto con lo trascendente y la conciencia de que están ante una revelación divina. Es un temor reverencial, que no pánico que atenace a las personas. El joven invita a la serenidad ante el anuncio que les va a hacer, que es el centro del pasaje y de todo el Evangelio de Marcos. No va a relatar lo que ha acontecido, sino simplemente lo afirma sin más. El joven identifica a Jesús sin título creyente como Hijo de Dios, como Mesías, como Hijo del Hombre, como Señor. Lo nombra según su procedencia y destino en la historia de connotaciones negativas: «nazareno» (Jn 1,46) y «crucificado» (Gál 3,13). El anuncio de la «resurrección» sigue después de indicar que ha recaído la acción sobre el «crucificado»92. Se contraponen, pues, el resultado de muerte de la obra humana y la respuesta con-

91 Mateo (28,2-8) acentúa que las mujeres van al sepulcro no a ungirlo, sino a visitarlo. Se produce una teofanía. El joven de Marcos lo cambia directamente por un ángel, mensajero de Dios, que baja del cielo con un resplandor que refleja la gloria divina. Entonces escuchan la noticia de la resurrección. Si el cadáver de Jesús desaparece de la tumba no es porque lo hayan robado (Mt 28,13), sino porque Dios ya ha actuado. Ante los hechos, se impone una comunicación de la gran noticia a los discípulos. No se nombra a Pedro separado de los Once (Mt 24,10.16). Lucas cambia el joven de Marcos y el ángel de Mateo por «dos personajes con vestidos refulgen-tes» (Lc 24,4), porque «testigos» son a partir de dos, no uno solo (cf. Dt 19,15; Dan 12,5; Zac 4,14; etc.), lo que da autenticidad al mensaje, cf. 2Mac 3,26.33; Lc 10,1; Hech 4,13; 8,15; 13,2.

92 Lucas, como Mateo (Mt 28,6), escribe que los mensajeros confirman una previsión de Jesús: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos? No está aquí, ha resucitado. Recordad lo que os dijo estando todavía en Galilea, a saber: este Hombre tiene que ser entregado a los pecadores y será crucificado; y al tercer día resucitará» (Lc 24,5-8). Jesús se adelantó a todos; por tanto, los dos hombres no anuncian algo nuevo, cf. Lc 9,22.24; 18,31-33; 24,25-27.44-46. Con ello se entiend que la clave del ministerio de Jesús es la resurrección. Además, las mu' es las presenta el Evangelista como des-pistadas, ya que buscan al qu esta vivo en un lugar de muertos. No es su sitio la tumba. Mateo es de igual opinión (Mt 24,5-6).

tundente de la obra divina. No hay duda de quién ha actuado y sobre quién lo ha hecho, porque el joven es su representante y lo que dice es «palabra de Dios». Dios ha pasado a Jesús de la muerte a la vida, de Nazaret a lo más alto del cielo. Porque está vivo, la tumba se encuentra vacía; ella ni lleva ni precede a la resurrección; es una consecuencia lógica del que cree que la persona se compone de una unidad psicosomática inseparable.

«Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os había dicho» (Mc 16,7). La referencia es a cuando advierte Jesús a sus discípulos después de la Ultima Cena que van a huir cuando se precipiten los acontecimientos del viernes. Entonces dice: «pero, cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). Es una vuelta gozosa, muy distinta a cuando se dirige a Jerusalén con los Doce: «Iban de camino, subiendo hacia Jerusalén; Jesús se les adelantó y ellos se sorprendían; los que le seguían iban con miedo» (Mc 10,32). A continuación les participa por tercera vez que va a padecer. Que Jesús les espere en Galilea indica la reconciliación entre el maestro y los discípulos después de su huida en Getsemaní. De nuevo se distingue a Pedro de los demás discípulos en el anuncio de la resurrección (cf. Lc 24,34; 1Cor 15,5). Así lo proclama la comunidad y le reconoce como el primer testigo.

El anuncio de la resurrección lleva consigo una tarea, un trabajo. Y Galilea es la «sede» del Evangelio, de donde proceden todos, Jesús y los discípulos, donde se ha proclamado la Buena Noticia y donde se unieron a la misión con Jesús. Ahora, resucitado, lo verán allí, y al verlo lo comprenderán «entero», como Jesús y como Mesías, y de esta manera lo proclamarán por doquier, tanto en Galilea como en Jerusalén.

Las mujeres huyen asustadas; no se fijan dónde lo enterraron como lo hicieron el viernes (Mc 15,40) y ni siquiera cumplen la invitación del joven de comunicarles la noticia a los discípulos: «Salieron huyendo del sepulcro, temblando y fuera de sí. Y de puro miedo, no dijeron nada a nadie» (Mc 16,8)93. Es a Pedro a quien corresponde proclamar la resurrección; a ellas les sobra con el seguimiento que han mantenido en la pasión, muerte y, ahora, en la recepción del anuncio de la resurrección. De todas formas su testimonio no es decisivo en la fe de la comunidad. Lucas termina el párrafo de la siguiente forma: «Ellas [...] se volvieron del sepulcro y se lo contaron todo a los Once y a todos los demás [...] Pero ellos tomaron el relato por un delirio y no les creyeron» (Lc 24,8-11). Los discípulos de Emaús opinan de igual manera. Dicen al desconocido que se les ha unido al viaje: «Es verdad que unas mujeres de nuestro grupo nos han alarmado; pues, yendo de madrugada al sepulcro, y al no encontrar el cadáver, volvieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que él está vivo» (Lc 24,22-23). Pablo no las nombra como testigos de la resurrección (1Cor 15,5-9).

Sin embargo, Pedro al escuchar el mensaje de las mujeres «se levantó y fue corriendo al sepulcro. Se asomó y vio sólo las sábanas; así que volvió a casa extrañado de lo ocurrido» (Lc 24,12). Después visitan el sepulcro los demás discípulos (Lc

93 Cuando las mujeres regresan del sepulcro, Mateo ofrece la escena de la aparición de Jesús: «Jesús les salió al encuentro y les dijo: Salve. Ellas se acercaron, se abrazaron a sus pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: No temáis; id a avisar a mis hermanos que vayan a Galilea, donde me verán» (Mt 28,9-10). El mensaje que deben decir las mujeres a los discípulos no se lo da el joven, sino el mismo Jesús, que les llama «hermanos». Se postran en plan de adoración ante el Resucitado y comunican su mensaje a los discípulos con gozo, actitud bien diversa a la de Ios guardias, que avisan a los sumos sacerdotes de la desaparición del cadáver. La respuesta de los sumos sacerdotes se equipara a lo que hicieron cuando la presentación de Jesús ante Pilato: obligar a mentir para omitir la verdad; en este caso negar la resurrección: «Decid que de noche, mientras dormíais, llegaron los discípulos y robaron el cadáver» (Mt 28,13).

24,24), incluido el discípulo predilecto94. Lo cierto es que Pedro no cree en la resurrección con ver el sepulcro vacío, pero al menos no desoye la declaración de las mujeres. Se cumple lo que les dice el ángel en el relato de Lucas antes de proclamar la resurrección: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?» (Lc 24,5). Pedro es sólo testigo de la desaparición del cadáver y tiene que volver a la comunidad. Quizás la clave para que crean él y los demás discípulos sea la aparición del Resucitado, el encuentro personal con quien está vivo y la donación de su Espíritu, que fundamentan la vida fraterna y el introducirse en la nueva historia que vive Jesús de Nazaret.


17.7.2. Las apariciones

La convicción de que Jesús vive parece que proviene de una aparición o una serie de apariciones o encuentros con los discípulos más cercanos y que se formulan de una manera muy escueta. Lo hemos observado en Pablo: «... se apareció a Cefas y después a los Doce...» (1Cor 15,5). Marcos lo da a entender en el relato sobre la visita de las mujeres al sepulcro vacío: «Pero id a

94 Según Juan (20,1-10), María de Magdala avisa a Pedro y al discípulo amado que «se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Los dos corren hacia el sepulcro, el «predilecto» del Señor llega antes que Pedro pero no entra. Pedro llega después y entra para observar «los lienzos en el suelo y el sudario que le había envuelto la cabeza no en el suelo con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte» (20,6-7). Con esto se demuestra que no ha habido robo del cadáver. Jesús no necesita ni lienzos ni sudario para experimentar la dimensión divina de la vida, como cuando Lázaro sale del sepulcro (Jn 11,44). Pedro es el que pasa el primero, como corresponde a su puesto en la comunidad cristiana, pero el discípulo amado es el primero que llega, el primero que ve el sepulcro vacío y el primero que cree: «Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó» (Jn 20,8). Recuerda la palabra de Jesús de que iba a resucitar de entre los muertos (20,9), todo lo contrario a las sospechas de que se ha robado el cadáver que María muestra por tres veces (Jn 20,2.13.15), el bulo q corren por el pueblo los sumos sacerdotes (Mt 28,11-13) y la observació de Pedro sin reacción creyente alguna (Jn 20,7).

decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de ellos a Galilea. Allí lo verán, como les había dicho» (Mc 16,7). A este hecho simplemente afirmado se le da más tarde un cuerpo de relato en el que se relaciona a Jerusalén con el sepulcro y a Galilea con las apariciones. Lo mismo sucede con el tiempo, que se concreta en el amanecer del primer día de la semana del sepulcro con el anochecer de las apariciones (Lc 24,29; Jn 20,19). Más tarde las apariciones se diversifican y se usan según los objetivos de Mateo, Lucas y Juan.

El desarrollo de los relatos de las apariciones proviene del lógico interés de las comunidades de fundar la fe en lo que constituye su auténtico arranque histórico, como es la experiencia de la resurrección: «... si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe» (1Cor 15,14). Experiencia que se adapta a las situaciones de las comunidades y a las interpretaciones más válidas para que Jesús se mantenga vivo y operan-te en ellas. Las reconstrucciones del hecho de las apariciones son muy ricas y divergentes95. Algunas apariciones transmiten el encuentro entre Jesús resucitado y sus discípulos más cercanos, a los que se les capacita para una determinada misión y con la que se pretende narrar la creación de la comunidad cristiana. Son apariciones que fundan el cristianismo, además de explicar en qué consiste la resurrección. Otras apariciones se orientan a enseñar el proceso creyente para llegar a la convicción y experiencia de la resurrección, toda vez que ya no es posible a los cristianos de las generaciones posapostólicas un encuentro con el resucitado. Por último, hay que afirmar que las apariciones no se deben confundir con el hecho de la resurrección, sino que

95 La advertencia del joven a las mujeres en Marcos (16,7) de que los discípulos encontrarán a Jesús en Galilea, según hemos citado, la desarrolla Mateo en 28,16-20; sin embargo, Lucas (24,36-53) y Juan (20,19-29) colo-can estas apariciones en Jerusalén por diferentes motivos; o porque Jesús se deje ver una o varias veces, y se manifieste en un día (Marcos, Mateo y Lucas) o en varios, como Juan escribe la de la orilla del lago de Tiberíades (21,1-14), y Lucas en los Hechos (1,3) dice expresamente que «se les había presentado vivo, después de padecer, durante cuarenta días, con muchas pruebas, mostrándose y hablando del reinado de Dios».

son la consecuencia lógica de ella y se utilizan para testimoniar la acción divina sobre Jesús. Como no existe una relato pormenorizado de la resurrección, las apariciones determinan lo más cercano a ella.


1. A los discípulos

a. Los Once están en Galilea para encontrarse con Jesús resucitado, como les había citado previamente por medio de las mujeres que habían visitado el sepulcro (Mc 16,7; Mt 28,7.10). El lugar del encuentro es un «monte», un sitio donde Jesús revela la voluntad de Dios a su pueblo (Mt 5,1; 8,1) y se revela como enviado suyo a los discípulos (17,1.5). Entonces escribe Mateo que «al verlo, se postraron, pero algunos dudaron» (Mt 28,17). Sucede igual que cuando Jesús sale al paso de las mujeres cuando huyen del sepulcro (28,9). Es la postración y adoración ante quien ya creen como su Señor, no obstante haya sido difícil el camino de acceso a la creencia, sobre todo a la de la resurrección. Tenemos un ejemplo en las escenas que narra el Evangelista de la tempestad del lago en la que los discípulos creen naufragar (Mt 8,26), o del hundimiento de Pedro en el agua (Mt 14,30-31) como muestras de sus dudas y falta de fe en la fuerza y la veracidad de la palabra de Jesús.

Pero el señorío de Jesús responde a la debilidad de los discípulos. Jesús ha sido revestido de todos los poderes por Dios Padre. Está capacitado para revelar la voluntad salvífica de Dios y para ejercerla96, y como tal la participa en cierta medida en su ministerio público: «Y llamando a sus doce discípulos, les confirió poder sobre espíritus inmundos, para expulsarlos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias» (Mt 10,1). Los

96 Mateo acentúa bastante la autoridad (exousia) de Jesús en la enseñanza al pueblo (7,29), en las curaciones (8,9), en el perdón de Ios pecados (9,6). Hay un párrafo en el que Ios sumos sacerdotes interrogan a Jesús con qué autoridad enseña en el templo y comienzan su acoso y acusación de impostor (21,23-27).

Doce, unidos a Jesús, se centran en las ovejas descarriadas de Israel, predican el Reino y hacen toda clase de signos para indicar que Dios está cercano o se está acercando a su pueblo (Mt 10,7-8). Sin embargo, todo cambia con la resurrección aunque tenga elementos básicos de continuidad, como es la misión.

Por consiguiente, ahora que está sentado a la derecha del Padre: «Jesús se acercó y les habló: Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos; bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he manda-do. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). El señorío de Jesús es universal y en este ámbito con-fiere la misión a los discípulos. Ellos no deben centrarse sólo en las ovejas de Israel, sino recorrer todo el mundo, todos los pueblos, para anunciar la buena noticia del Reino (Mt 25,32).

El mensaje es muy concreto a estas alturas. En primer lugar el bautismo es el rito para introducirse a la fe y declarar el sentido de pertenencia a la comunidad. En él se adquiere la filiación divina, que el Padre manifiesta a Jesús en su bautismo realizado por Juan (Mc 1,11par). El Padre es el nuevo rostro de Dios, y su Espíritu, el poder de amor por el que las personas se saben consagradas recreando el mundo en la nueva dimensión que ha inaugurado la presencia histórica de Jesús.

En segundo lugar, el mandamiento del amor, que resume la ley y las enseñanzas de los profetas (Mt 22,37-40), es lo que los discípulos tienen que enseñar y hacer cumplir a los nuevos cristianos para que puedan consagrarse y consagrar la creación a Dios, es decir, hacer de nuevo toda la realidad imagen y semejanza del nuevo rostro misericordioso de Dios revelado por Jesús. En tercer lugar, si los discípulos siguen estas normativas, él no los abandonará. Que Jesús esté con ellos, es la garantía de la validez de su misión significada en su permanencia entre los pueblos a lo largo del tiempo. La compañía de Jesús, en fin, es la seguridad del éxito de la misión, antes que la calidad del discípulo. Un éxito que se verá cuando transcurra todo el tiempo que hay entre la resurrección y la venida como juez a separar la paja del trigo, a los que han amado al prójimo de los que lo han des-preciado (Mt 13,49; 25,34.41).

b. De la misión, en la que los discípulos son testigos del Resucitado cumpliendo sus mandamientos y asegurando su éxito por su presencia permanente en la historia, pasamos a la aparición en la que se describe la identidad del Resucitado. Lucas (24,37-49) narra la aparición a los Once al final de su Evangelio y como intento de síntesis, como ha hecho Mateo. La sitúa en Jerusalén y al atardecer del primer día de la semana (Lc 24,29). Jesús se aparece con el saludo tradicional de la misión, pero que ahora se funda en la resurrección: «La paz esté con vosotros»97. Los discípulos reaccionan al saludo «espantados y temblando de miedo» al no reconocer a Jesús, que identifican con un «fantasma». La falta de identificación es lo que hace que el Resucitado responda de la siguiente manera: «¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué se os ocurren esas dudas? Mirad mis manos y mis pies, que soy el mismo. Tocad y ved, que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que tengo yo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y, como no acababan de creer, de puro gozo y asombro, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron un trozo de pes-cado asado. Lo tomó y lo comió en su presencia» (Lc 24,38-43).

Jesús resucitado invita a los discípulos para que le vean y le toquen. La finalidad es que le identifiquen como el que vivió con ellos durante su ministerio de Palestina, y la prueba mayor está en las señales de los clavos con los que le fijaron en la cruz y que permanecen en las manos y en los pies. No es, pues, Jesús resucitado un espíritu venido del mundo celeste y que origina una manifestación teofánica que causa pavor, sino el maestro que escucharon y siguieron por Palestina. Además Jesús come ante ellos. La acción no es una manifestación de fraternidad, como sucedió cuando el grupo compartía la vida en la proclamación del Reino98, sino una muestra, un signo, una ilustración

97 Está en la misión de los setenta y dos discípulos: «Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa. Si hay allí gente de paz, descansará sobre ella la paz» (Q/Lc 10,5-6; Mt 10,7-8; Mc 6,10); porque la paz es el deseo de Dios a Israel, deseo que le comunica por medio del Mesías, cf. Hech 10,36.

98 Lucas presenta a Jesús con mucha frecuencia comiendo con sus discípulos, cf. 5,29; 7,36; 10,7; 11,37; 13,29; 14,1; 15,23; 16,19; 22,14.

de que su identidad corpórea no desaparece por el hecho de que haya entrado en la dimensión divina de la existencia. La mejor prueba para demostrar que es Jesús y no otro ser, es comer y beber, como necesitan hacer todos los humanos para confirmar que son tales. Por ello los discípulos pasan del temor al gozo al reconocer que es él mismo, aunque no el mismo, y poder relacionarse. Entonces les aclara el sentido de su vida leída desde Dios: «Esto es lo que os decía cuando todavía estaba con vosotros: que tenía que cumplirse en mí todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendieran la Escritura» (Lc 24,44-45).

A continuación, como en la aparición relatada por Mateo, envía a los discípulos a una misión. Les instruye para que vayan a todos los pueblos. De nuevo sobresale el interés por la dimensión universal del mensaje. Sin embargo, el contenido de la predicación sigue otra orientación, más concreta y muy en la línea del comportamiento de Jesús: «Y añadió: Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello» (Lc 24,45-48). La doble responsabilidad de la comunidad apostólica es invitar a todos los pueblos a hacer penitencia para que consigan el perdón de sus pecados99. Por tanto, la misión tiene como objetivo la salvación de los hombres, profetizada por Simeón (Lc 2,30-32), proclamada por Jesús en todo su ministerio y cuya prueba última la ha ofrecido en la cruz al llevar a la gloria a un crucificado y perdonar a sus verdugos (23,24.43). El mandato de la misión significa que su presencia salvadora se prolongue a lo largo de la historia. Los discípulos, como testigos de su vida y su resurrección (Hech 1,21-22), son imprescindibles para ello, pero con la condición de que reciban el Espíritu: «Yo os envío lo que el Padre prometió. Voso-

99 Lucas lo demuestra a lo largo de los Hechos: «Arrepentíos, bautiza-os cada uno invocando el nombre de Jesucristo, para que os perdonen los pecados», 2,38; cf. 3,19; 5,31; 8,22; 10,43; etc.

tros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de fuerza» (Lc 24,49, cf. Hech 2,33.39).

La promesa del Padre la explicita Juan en la misma aparición a los discípulos de Mateo y Lucas: «Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros» (Jn 19,21). A continuación Jesús sopla sobre ellos. El mismo gesto hace Dios para crear al hombre (Gén 2,7) y para revitalizar a los muertos (Ez 37,1-14). El encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos los transforma en criaturas nuevas, y al infundirles su Espíritu les capacita para llevar a cabo la misión. Y el Espíritu es la clave de su recreación y misión, ade-más de la experiencia pascual de la cual son testigos para todo el mundo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos» (Jn 19,22-23)100. Como en la narración de Lucas, el perdón universal indica la garantía de un Dios que es de todos, vivido y proclamado por Jesús y cuyo Espíritu ase-gura a lo largo de la historia humana la salvación ofrecida permanentemente a sus hijos. La comunidad cristiana representada en los Doce (Jn 1,24), pues, es la depositaria de este don inconmensurable del perdón101, y por eso Jesús expresamente ora al Padre: «No sólo ruego por ellos, sino también por los que han de creer en mí por medio de sus palabras» (17,20).

c. Hay una tercera aparición en el Evangelio de Juan junto al lago de Tiberíades y recuerda el encargo que da Jesús a las mujeres que visitan el sepulcro en Jerusalén para que comuniquen a Pedro y a los discípulos que los verá en Galilea (Mc 16,7). Los

100 «Pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis testigos míos en Jerusalén, Judea, Samaría y hasta el confín del mundo». Hech 1,8; cf. Mc 16,15-16; Mt 28,19-20; Lc 24,47.

101 Juan señala a Jesús como «el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,8). Mateo escribe que Jesús delega la capacidad de conferir el perdón de Dios a Pedro (Mt 16,19) y más tarde a los discípulos que forman la comunidad (18,18), en la que la paz y en su defecto la reconciliación deben siempre imperar sobre las luchas, que en este caso serían fratricidas.

discípulos recuperan las tareas que desempeñaban antes de embarcarse en la aventura del Reino con Jesús. La escena parte de una invitación para pescar que Pedro hace a seis discípulos: Tomás, Natanael, Santiago y Juan, hijos de Zebedeo (cf. Mc 1,19-20), y dos innominados, de los que seguramente uno es el que Jesús ama. «Salieron, pues, y montaron en la barca; pero aquella noche no pescaron nada» (Jn 21,1-3). El hecho responde a una cita de la llamada de los primeros discípulos después de una pesca infructuosa (Lc 5,1-11; Mt 4,18-22) y el sentido estéril de la «noche» en Juan, contrapuesto al de la «luz», que en este relato se identifica una vez más con Jesús (Jn 9,4; 11,10). Pescar sin él es un trabajo inútil (Jn 15,5; Lc 5,5). En efecto: «Ya de mañana estaba Jesús en la playa; pero los discípulos no reconocieron que era Jesús», como María Magdalena en el jardín (Jn 20,14). Jesús resucitado se adelanta a los discípulos para que le identifiquen (Jn 20,15; Lc 24,16); él toma la iniciativa y les pide algo de comer. Al no tener ellos nada por el fracaso de la noche, les invita a que echen las redes a la derecha de la barca con la promesa de que encontrarán peces102. Y así sucede. Con la palabra eficaz que conduce al bien de la gran pesca, llega también el reconocimiento del discípulo amado: «Es el Señor»103. Se lo dice a Pedro que, de inmediato, se tira al agua para reunirse con Jesús. Cuando arriban el resto de los discípulos hallan «unas brasas preparadas y encima pescado y pan [...] Les dice Jesús: Venid a almorzar. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, pues sabían que era el Señor. Llega Jesús, toma pan y se lo reparte y lo mismo el pescado» (Jn 21,4-13).

102 La derecha es más importante que la izquierda según la tradición bíblica. Con la mano derecha es con la que se bendice y se transmiten los favores, cf. Gén 48,13-14.17-18; en los sacrificios de las víctimas en el templo, la parte derecha es la más privilegiada, cf. É. 29,20; Lev 7,32-33; la mano derecha de Dios es la que realiza los hechos de salvación, cf. Dt 32,40; Sal 18,36; el rey mesías se sentará a la derecha de Dios, cf. Sal 110,1; etc.

103 Recuerda la palabra de Jesús que también reporta una gran pesca como símbolo de lo que después pedirá Jesús a los pescadores que ha llamado a seguirle: «No temas [le dice a Pedro], en adelante pescarás hombres». Lc 5,10; cf. Mc 1,17; Mt 4,19.

El discípulo desconocido, que descubre a Jesús ahora y es el primero que llega a la tumba ante la indicación de María (Jn 20,5), es el mediador que encamina a Pedro y a sus compañeros al Señor resucitado, porque reconoce a Jesús en su nueva dimensión divina e identifica a quien les convoca al banquete eucarístico. Jesús les distribuye el pan y el pescado como en la multiplicación de los panes y de los peces lo hace con la multitud que le sigue (Jn 6,1-21) y como símbolo de su presencia en el ámbito eucarístico, que él personalmente preside. Como sucede con los discípulos de Emaús, la eucaristía supone el lugar en el que se manifiesta el Señor resucitado y se da a conocer a los creyentes de todos tiempos. Y en el contexto de la comida, Jesús interroga a Pedro en presencia de los seis discípulos sobre su fidelidad con clara referencia a las negaciones en el proceso religioso (Jn 18,15-18). Con la respuesta afirmativa de Pedro de fidelidad en el amor y de fe en su identidad mesiánica (Mc 8,29), Jesús le encarga la misión de ser pastor y guía de los creyentes (Jn 21,15-23). El Evangelio de Juan cuenta la fidelidad de Pedro a Jesús que mantiene hasta la muerte: «Te lo aseguro [le dice Jesús]: cuando eras mozo, tú mismo te ceñías e ibas donde que-rías; cuando envejezcas, extenderás las manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieres. (Lo decía indicando con qué muerte había de glorificar a Dios)» (Jn 21,17-19)104


2. A los creyentes

a. Hemos contado la aparición de Jesús resucitado a sus discípulos más cercanos en Mateo, Lucas y Juan. Mateo subraya la finalidad de la misión de los discípulos. Lucas termina el man-dato de la misión con una promesa, que Juan especifica con la donación del Espíritu. Pero Juan completa la exposición de

104 Pedro glorifica a Dios con su muerte como Jesús hizo con la suya, identificándose de esta manera con su destino, cf. Jn 7,39; 12,16.23.33. Y cumple el ejemplo de Jesús de servir hasta el extremo de morir: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13).

Lucas, al que sigue muy de cerca en la narración de esta aparición, con un ejemplo práctico sobre el camino que deben recorrer los discípulos para llegar a la fe en la resurrección: la aparición a Tomás (Jn 20,24-29). La escena se dispone en una casa, al atardecer del primer día de la semana, y es una continuación natural de la aparición a los Doce comentada antes. Se dibuja el mismo marco, pero ahora no se traza la misión, sino cómo se accede a la fe en la resurrección. Tomás no cree en la resurrección sólo con la fórmula pascual de la comunidad cristiana que se pone en boca de los discípulos o de María Magdalena: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,18.25)105. Tomás desea ver e identificar al «Señor» por medio de «Jesús crucificado»: «Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto el dedo por el agujero, si no meto la mano por su costado, no creeré» (Jn 20,25).

A los ocho días se presenta Jesús de nuevo cuando todos están reunidos en una sala cerrada: es un aviso a Tomás de la nueva identidad del «cuerpo resucitado» que es capaz de traspasar paredes. Después del saludo de paz, se dirige a Tomás y le dice: «Mete aquí el dedo y mira mis manos; trae la mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, antes cree» (Jn 20,26-27). Tomás para pronunciar la expresión de fe que ha escuchado a los demás discípulos, «¡Hemos visto al Señor!» necesita verlo físicamente, es decir, verificar por los sentidos que es su maestro y así creer en la resurrección, que a estas alturas es lo mismo que creer en el Señor. Jesús le responde en la línea de los primeros testigos de la resurrección: porque han visto han creído. Tomás pertenece a esta generación y hace su confesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!», que es la de las comunidades de la tercera generación cristiana, en torno al año 100, cuando Jesús se proclama como «Señor» exaltado y glorificado, y como «Dios» en cuanto indica el camino y lleva a los creyentes al único Dios (JN 1,18;

105 La actitud de la increencia en la resurrección y de los titubeos para acceder a la fe pascual los tenemos en Mc 16,14; Mt 28,17; Lc 24,11.39-41. Juan da importancia al tema al elegir a uno de los Doce y ciertamente conocido en su Evangelio, cf. Jn 11,16; 14,5; 21,2.

Ap 4,11). Sin embargo, Jesús afirma «dichosos a los que creerán sin haber visto» (Jn 20,28-29). Felices serán los que le confiesen como «Dios y Señor» por el don de la fe, porque la creencia en Jesús como «Señor» no debe fundarse en el ver que compruebe su identidad histórica.

b. El camino de la fe en la resurrección que Jesús propone a Tomás lo diseña Lucas con una narración muy clara y bella. Dos discípulos viajan de Jerusalén al pueblo de Emaús (Lc 24,13-35). Su conversación trata sobre lo sucedido a Jesús en los últimos días de su vida, una conversación que va en la misma dirección que ellos llevan: la de la decepción. Pues se alejan de la ciudad santa donde Jesús ha llegado desde Galilea para entregarse por entero a la causa del Reino. A esto unen su actitud personal: la desconfianza en la misión de Jesús como lo ha demostrado su fracaso y muerte: «¡Y nosotros que esperábamos que iba a ser él el liberador de Israel!» (Lc 24,21).

De pronto se les acerca el Resucitado y les sitúa los acontecimientos pascuales en la Historia de la salvación: «¡Qué necios y torpes sois para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él» (Lc 24,25-27). La voluntad divina es la clave para leer la pasión y muerte, como la comunidad cristiana no se cansa de repetir en los primeros pasos por Palestina, y Lucas los refiere de Pedro y Pablo en los Hechos106 Pero no le reconocen, porque, como Tomás, necesitan aún verlo como era en vida, lo que no es suficiente para creerlo resucitado. Y, por otra parte, el mesianismo de la pasión y muerte en el que hacen hincapié las primeras confesiones de fe, les impide considerarlo en su perspectiva mesiánica gloriosa y triunfal, y que anida en el corazón de todos los discípulos: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?» (Hech 1,6; cf. Lc 24,21).

106 Cf. Hech 2,22-23; 3,12-15; 7,22; 10,38-39; 13,27-30; etc., cf. Lc 24,19-20.

Los discípulos «se acercaban a la aldea adonde se dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos insistían: Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va de caída» (Lc 24,28-29). La invitación acostumbrada en la cultura oriental es un eco de los relatos de Zaqueo (19,1-10) y de Marta y María (10,38-42). Jesús accede a la invitación, como en los casos anteriores. Mas en este tiempo de resurrección, que no es el de la proclamación del Reino en Palestina, no basta con la escucha del Maestro, con el diálogo personal que lleva a la conversión y al cambio de vida, sino que su presencia se ofrece y se celebra ahora en la eucaristía: «Entró para quedarse con ellos; y, mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista» (Lc 24,30-31). Primero Jesús les explica las Escrituras sobre su mesianismo, y les «abre» el texto (Lc 24,32); después celebra con ellos la fracción del pan, y les abre los «ojos». Sólo escuchando la Palabra y compartiendo el pan pueden reconocerlo en su nueva dimensión de resucitado. Aunque hay que observar un detalle de máxima importancia: previamente a la escucha de la Palabra le acogen como compañero de viaje, y, antes de compartir el pan, le ofrecen la mesa y la cama de la hospitalidad.

Después de percibir al resucitado en la vida nueva donada por Dios, vuelven a Jerusalén con otro ánimo. Ya no es la decepción que les hizo salir de la ciudad, donde han enterrado su confianza en Jesús en su tumba, sino el gozo de haber descubierto al Resucitado el que les hace volver e integrarse en la proclamación de la comunidad: «Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34; cf. 1Cor 15,5). La experiencia que han tenido simplemente apoya la experiencia fundacional apostólica, que es la de los Once, y que la comunidad admite como el testimonio básico de la creencia en el Resucitado. Sólo después de afirmar esto, «ellos, por su parte, contaron lo acaecido por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24,35).

c. Los discípulos, después de visitar el sepulcro vacío por indicación de María Magdalena, vuelven a Jerusalén. María permanece junto al sepulcro llorando, como la otra María, hermana de Lázaro, llora su muerte (Jn 11,31.33). Las lágrimas responden a la ausencia de Jesús del sepulcro, y al comprobar la ausencia del cadáver se encuentra con dos ángeles vestidos de blanco que custodian la tumba, y «le dicen: Mujer, ¿por qué lloras? Responde: Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto» (Jn 20,11-13). Y es que el sepulcro no es el lugar de la muerte en el caso de Jesús; por eso la tristeza que expresan las lágrimas no es la actitud adecuada. Ya lo había advertido Jesús: «Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis mientras el mundo se divierte; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16,20).

La primera aparición que cambia la tristeza de los discípulos se reserva a María en el lugar que es el símbolo de la muerte, como es el sepulcro. Por eso María deja de mirarlo, se vuelve y ve, aunque sin conocerlo, a Jesús de pie, signo de que vive107. He aquí el relato: «Dicho esto, [María] dio media vuelta y ve a Jesús de pie; pero no reconoció que era Jesús. Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, tomándolo por el hortelano, le dice: Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo» (Jn 20,14-15). La pregunta de Jesús refuerza la búsqueda de María y el deseo de encontrarlo, como la esposa del Cantar y el hombre de la Sabiduría108. Sólo cuando Jesús pronuncia su nombre, «¡María! », como el esposo a la esposa del Cantar (5,2), como Dios a Israel (Is 43,1), María reconoce a Jesús. Ya lo había predicho antes Jesús comparándose con el buen pastor que cuida de las ovejas: «... El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. El portero le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca» (Jn 10,2-3).

107 Tenemos esta expresión en Hechos (7,56): «Dijo [Esteban]: Estoy viendo el cielo abierto y a aquel hombre en pie a la derecha de Dios»; cf. Ap 5,6; 11,11; 20,12.

108 «En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad:-¿Visteis al amor de mi alma?». Cant 3,1-3; cf. Sab 6,12-14.16; 8,1.

Y María le responde «¡Maestro!» creyendo recuperar las relaciones que había mantenido en la historia. Entonces Jesús pronuncia estas palabras: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (20,17) en el sentido de que pertenece a una nueva dimensión que ella todavía ni ha comprendido ni está capacitada para compartir puesto que sólo podrá hacerlo cuando reciba el Espíritu una vez que Jesús esté en la gloria del Padre, o al menos haya cumplido la etapa de incorporarse a la gloria desde donde vino a encarnarse (Jn 1,14). En efecto, María captará su nueva identidad al acoger el Espíritu, una identidad que reviste una forma distinta de la que conoció en sus relaciones con él anteriores a la muerte. Por eso la resurrección lleva consigo un cambio radical en las relaciones de Jesús con sus discípulos, donde hay que tener en cuenta la rotura de la comunicación histórica por la muerte, la exaltación a la gloria del Padre y la búsqueda y encuentro en una nueva presencia que requiere la fe vivida en comunidad y celebrada en la eucaristía.

A continuación Jesús le da la misión a María: «Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Llega María anunciando a los discípulos: He visto al Señor y me ha dicho esto» (Jn 20,17-18). El mensaje de Jesús a María y a los Once es el resumen de la presencia evangelizadora de Jesús. Él ha recreado a los hombres haciéndolos una fraternidad, y los hombres son fraternos en la medida en que son hijos del Padre. Dios se ha revelado en Jesús como Padre de una nueva humanidad que se concibe como hija de El y hermana de todos. El mensaje de María a los discípulos ha cambiado radicalmente del primero que les dio, el que, sin contenido, avisa que «se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Ahora jesús vive como «hijo» de Dios Padre y se encuentra como «hermano» entre los «hombres». Es el que ha conseguido para toda la humanidad la relación filial con el Padre y, por ende, revelarnos esta nueva actitud y relación de Dios para con todas las criaturas. La nueva identidad de Jesús y de los hombres es la que deberán los discípulos extender por toda la tierra (Mc 16,15par).

3. Algunas consideraciones

Hay en las apariciones unas constantes muy ilustrativas para entender lo que significan como mensaje para los cristianos de entonces, aunque nada digan sobre la resurrección en sí misma considerada. Y esto tanto en lo que respecta a las apariciones a la comunidad de los Once o Doce y Apostólica, que constituyen el núcleo responsable del cristianismo naciente, como en las apariciones a algunas personas, que son guías para los creyentes en la resurrección de todos los tiempos.

Lo primero que se observa es que la iniciativa de la aparición pertenece al Resucitado. Las citas más antiguas de 1Cor 15,5-8 y Lc 24,34 emplean ophth é, aoristo del verbo hora ó «ver», y debe traducirse como el aoristo de la voz media: «se apareció», «se dejó ver» con el sentido de confirmar que Dios le ha resucitado, por eso «se deja ver». Pero «se deja ver» por la capacidad y poder que posee para hacerlo, al estilo como se revela Dios a Israel. Esta revelación entraña que a Dios no se le puede «ver», en el sentido que no puede ser captado por las facultades naturales del hombre109. Aunque, por otra parte, pueda Él mismo dar al hombre la posibilidad de que lo perciba en la historia, como tantas veces se manifiesta en la vida de Israel para salvarle o encomendarle una determinada misión, lo que lleva consigo una obediencia de la persona a quien se le ha aparecido o hablado110. La misma orientación tiene lo que dice Pablo de que Cristo le ha revelado el Evangelio que proclama a los gálatas (1,12.15-16).

Para aquel al que se aparece Jesús no supone un «ver físico», sino un «ver» que es «observar», «percibir», y conduce al conocimiento de la dimensión divina del Resucitado sólo posi-

109 Cf. «... pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida». Éx 33,20. «No te harás una imagen, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso...». Ex 20,4-5. De ahí el temor y la reverencia que lleva consigo todo encuentro con Dios, cf. 3,1-6; Ez 1,28; Is 6,5; etc.

110 P.e. Abrahán, Gén 12,7-8; Isaac, 26,24-25; Jacob, 28,12-19; Moisés, Éx 3; Elías, 1Re 19,9-18; etc.

ble al poseer el Espíritu: «Por eso os hago notar [...] que nadie puede decir ¡Señor Jesús! si no es movido por el Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Él avisa a María Magdalena que se va a encontrar con sus seguidores más íntimos en Galilea (Mc 16,7; Mt 28,10); o se presenta de improviso en el lugar donde están reunidos los discípulos (Mt 28,17par), los cuales se asustan porque no cuentan con encontrarle vivo (Lc 24,37), o directamente no creen las noticias que les transmiten las mujeres (24,22), porque lo único seguro y objetivo que tienen es su crucifixión y muerte. La duda razonable que les embarga es lo que hace imposible cualquier engaño en este sentido (Mt 28,11-15), engaño que hubiera durado muy poco conforme se desarrollan los acontecimientos pascuales con la transformación y compromiso de los discípulos y con la rápida y no fácil expansión del mensaje y vida nueva de Jesús. Así, pues, es muy difícil que se dé una proyección subjetiva de los discípulos que les haga ver y creer que Jesús vive. Hay que excluir que la aparición es una aportación del vidente en cuanto creación psíquica del objeto visto, aunque naturalmente se admite y se cuenta con la participación activa de su facultad de percepción de la realidad objetiva. En cualquier caso, no se puede saber el modo o la forma de la aparición.

La iniciativa de las apariciones o encuentros con los discípulos implica, por otra parte, el reconocimiento del crucificado (Jn 20,20.27), de Jesús de Nazaret con el que convivieron en la proclamación del Reino en Palestina. Ni es un individuo completa-mente nuevo, ni es una creación subjetiva de los discípulos (Lc 24,39) al hundirse sus expectativas de vida futura después de la condena y muerte en cruz. De hecho la mayor resistencia a la creencia de saberlo vivo proviene de los discípulos, a los que se les manda ser testigos y proclamar la resurrección (Lc 24,22-23). Aparecer es sinónimo de existir, y existir no entraña necesariamente una relación sensible de tipo corpóreo, sino de certeza de la presencia. Este descubrimiento progresivo de los discípulos hace que las apariciones no sean encuentros casuales para ir convenciéndoles de su nueva existencia en Dios, sino que tienen la finalidad de proclamar la resurrección a la comunidad, con lo que se funda el poder de responsabilidad en ella, y manifestarla a todos los pueblos como signo de la salvación que Dios ha donado en su Hijo Jesucristo (Mc 16,15par). La misión forma parte esencial del motivo por el que Jesús se encuentra y come con sus discípulos una vez resucitado por Dios.


17.8. Consecuencias de la resurrección

1. Dios es el protagonista de la resurrección de Jesús. Tan es así que en las comunidades cristianas nombran a Dios como Aquel que ha resucitado a Jesús111. Las confesiones de fe en la resurrección afirman de forma categórica que la obra de la resurrección proviene del poder del amor del Padre al Hijo. Este poder del amor es expresión y resumen de toda una historia de defensa de la vida y de la justicia del Señor con Israel, que concluye de una forma singular rescatando a Jesús del sepulcro. Mas este acto de amor del Padre supone la manifestación de nuevos perfiles para su imagen cuando relacionamos la resurrección con la pasión y muerte.

Dios guarda silencio cuando Jesús le pide ayuda en Getsemaní (Mc 14,36par). Ante el silencio de Dios, Jesús acepta cumplir su voluntad. Esta voluntad lleva consigo no distorsionar el rostro amoroso de Dios que ha mostrado durante su ministerio. Y es por la identidad amorosa por la que Dios respeta las decisiones injustas de las autoridades judías tomadas con libertad, aunque no las comparta. Por consiguiente, la inminente crucifixión y muerte de Jesús advierten de la ausencia de un Dios Todo-poderoso entendido como simple fuerza física. Por el contrario, según la enseñanza de Jesús y después de la resurrección se va imponiendo poco a poco entre sus seguidores que Dios es Padre y Soberano de todo. Ahora la creación entera está bajo su mirada y providencia, aunque su Reino en plenitud se dará al final del tiempo, cuando Él «sea todo en todos» (1Cor 15,28).

Pasemos de Getsemaní al Gólgota. La cruz revela que Dios sufre. El dolor y la muerte, y todo lo que conllevan, son las expe-

111 «... convencidos de que quien resucitó al Señor Jesús nos resucitará a nosotros con Jesús...» (2Cor 4,14), cf. 1Tes 1,10; Rom 10,9; etc.

riencias humanas que más interrogantes han puesto a la posibilidad de la existencia divina: ¿Cómo puede permitir Dios el sufrimiento, y el sufrimiento de los justos e inocentes? Sabemos que Dios no responde a las quejas de Jesús en la cruz (Mc 15,34; Mt 27,46), porque no es un poder que avasalle la libertad de los hombres y los esclavice. Dios sufre también la agonía de su Hijo, como éste sufre por Él. Pero el sufrimiento de Dios es distinto del sufrimiento de Jesús. Éste sufre su muerte inminente y la ausencia de quien le podía ayudar y salvar, y Dios sufre la pérdida de su Hijo, de forma que padece su cruz con el amor que es. Es decir, Dios vive en Jesús, porque Jesús le pertenece y está situado en las entrañas de su amor. Dios también experimenta la cruz con la discreción propia del amor, aunque el amor, que es Dios, se abandona a sí mismo en Jesús.

Ahora bien, Dios sufre por su amor, por su plenitud de amor, plenitud que no puede ser destruida por nada. De aquí nace la posibilidad permanente de que pueda salvar. La empatía ante el dolor de Jesús no implica disolverse en el dolor de su Hijo, sino que, conservando su plenitud de amor y libertad, sufre su dolor desde el amor apasionado. Dios no padece la violencia de las víctimas por falta de plenitud de Ser, ya que es Amor y Libertad, sino por la pasión de amor que siente por sus criaturas.

Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz para demostrar su filiación divina (Mc 15,30-32par). La petición manifiesta una concepción de Dios, no sólo todopoderoso, sino también fiel, que protege a sus elegidos. La fidelidad que Jesús demuestra a la vocación y misión que Dios le encarga al inicio de su ministerio público debería ser correspondida bajándolo de la cruz y salvando su vida. Pero Dios no lo desciende de la cruz, precisamente por ser Dios, ya que lo que se revela en este patíbulo es su dimensión de amor y no el Dios omnipotente del judaísmo tradicional, capaz en otros tiempos de clavar en la cruz a los asesinos y bajar a su Hijo del madero para acreditar su existencia. Sin embargo, Jesús sufre hasta el extremo para testimoniar el nuevo rostro amoroso de Dios, y, por tanto, débil; por eso es víctima del poder del mal, como evidencia la cruz. Pero la comunidad cristiana pone en boca del centurión (es decir, en boca de una persona alejada del Dios y del templo judíos) esta confesión de fe libre de la exigencia de los signos de poder de las autoridades judías: «Realmente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39; cf. Mt 27,54). Es la condición de ser de Jesús (cf. Mc 1,1; Mt 4,3), que se proclama en su resurrección.

2. Dios al resucitar a Jesús lo rescata de la muerte y lo recupera para la vida. Pero no para la vida histórica, lo que supondría un morir de nuevo, sino para la vida suya: «[Dios] lo ha resucitado para que nunca se someta a la corrupción» (Hech 13,34; cf. Rom 6,9-10). Esto significa la presencia salvadora de Dios prometida para los tiempos finales y que se hace realidad ahora en su Hijo Jesucristo. Con él comienza la actuación, tantas veces propuesta por Dios y esperada por Israel, de recrear el mundo para que se dé la vida y la paz definitivas. Con esto comienza la manifestación escatológica de Dios a sus criaturas. Lo que no previó la comunidad cristiana es que dicha actuación recae exclusivamente en Jesús, que no aún para todos (1Cor 15,22-24), pues la salvación pertenece a la esperanza (Rom 8,24).

La actuación del poder amoroso de Dios sobre Jesús le recrea y coloca en su dimensión. Supone una existencia en plenitud a la que ya no sólo no le afecta la muerte, sino que incluye un modo de existencia en la que puede hacerse presente en la historia e influir en sus discípulos transformándolos, aunque éstos necesiten la fe como don divino para captar la nueva situación existencial de Jesús. Ni por la razón ni por la percepción sensible se comprende la vida de Dios a la que pertenece por entero Jesús. Así no tienen los discípulos una relación directa, histórica, con el Resucitado, pues él figura en otro nivel existencial. Hay que desechar cualquier intento de describir la vida del Resucitado o el modo como se desenvuelve ahora su existencia. Implica-ría «entender a Dios».

La resurrección deshace los dos interrogantes que quedan abiertos con su muerte y enunciados al principio del capítulo. En primer lugar, Dios responde con la resurrección a la fidelidad que le ha demostrado Jesús hasta su muerte. Las tentaciones que sufre a lo largo de su ministerio en Palestina confirman la ambigüedad que entraña la presencia histórica de la bondad de Dios para con él cuya prueba máxima es la muerte en cruz, que refuta cualquier relación proveniente de un amor filial a Dios. Pues ésta es la autoconciencia que manifiesta por doquier con Dios al que experimenta como Padre y como Padre misericordioso lo ofrece a los pecadores y marginados. La frase que resume esta situación la expresa con toda claridad Mateo: «Se ha fiado de Dios: que lo libre si es que lo ama. Pues ha dicho que es hijo de Dios» (27,43).

En segundo lugar, la resurrección convalida la presencia histórica del Reino para sus seguidores y su pueblo marginado, ratificándole como mediador de la salvación de Dios112. Se ha comprobado que el Reino queda en una situación ambigua con la aceptación de muchos y, a la vez, el rechazo de las autoridades religiosas y políticas que, a la postre, con la muerte en cruz imponen al final sus criterios y creencias sobre las de Jesús: «Ha salvado a otros y él no se puede salvar. El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15,31). La respuesta dada por Dios a la vida de Jesús con la resurrección es la aprobación definitiva de su mensaje y su validez ante el sentido de la vida que emana de las creencias judías tradicionales. La causa de Jesús sigue adelante, pero en la medida en que su vida también continúa adelante recreada por Dios. De lo contrario se hubiera convertido en una ideología, ciertamente más humana, pero al fin y al cabo sometida a los intereses partidistas de cualquier grupo social.

Jesús, al ser acreditado por Dios por la resurrección, lanza a sus testigos y seguidores en Palestina (Hech 1,21-22) a la expansión del mensaje, sin más criterio que el que le ha concedido la autoridad divina al asumirlo en su gloria y colocarlo en el centro de su relación con los hombres (Rom 10,9). Cuando Lucas narra la Ascensión y el descenso del Espíritu en la fiesta de Pentecostés sobre los Doce y María113, anuncia una nueva etapa de la Historia de la salvación. Exaltado Jesús a la gloria del Padre,

112 Cf. Gál 3,19-20; 1Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24; Jesús como salvador, Hech 2,21; 1Cor 15,54.

113 Cf. Lc 24,49.51; Hech 1,6-11; 2,1-40.

sus discípulos se constituyen en los responsables de hacer presente el Reino en todos los pueblos, Reino que traducen por el testimonio de que Jesús ha sido resucitado por Dios. Los discípulos, guiados por el Espíritu y formando una fraternidad, deben cubrir esta etapa final de la salvación hasta que Jesús vuelva con poder a juzgar a la humanidad.

3. Dios comienza una era nueva en la historia humana con la resurrección al insertar en todas las culturas la posibilidad de que el hombre responda al diseño que desde el principio trazó para la felicidad de todos los pueblos. Y lo ha exhibido en la vida de Jesús. Por eso no es extraño que se conecten dos mundos culturales distintos con una misma propuesta para el futuro del hombre. Nos referimos a la afirmación de Juan sobre la centralidad de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6) y la experiencia de Pablo: «... ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Lo que conduce a la exigencia siguiente: «¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte para ver si alcanzo la resurrección de la muerte» (Flp 3,10).

Seguir la doctrina y la vida de Jesús termina en percibir y apostar por una concepción de la existencia como relación fraterna. Es la salida inmediata que toman los primeros testigos que proclaman su resurrección: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la solidaridad, la fracción del pan y las oraciones» (Hech 2,42). La función entonces del Espíritu es asentar a la comunidad en unas relaciones de amor que hagan patente la nueva vida del Resucitado recordando su doctrina y estilo de vida histórico y fundando la esperanza de una salvación plena aún por venir (Rom 8,24), pero enraizada en la historia personal y colectiva.

El futuro de la vida más allá de la historia lo asegura la resurrección de Jesús al ser una primicia (1Cor 15,20) de la resurrección de la creación entera (Rom 8,15-17.19). El acto de amor de Dios no se ciñe a Jesús, sino que se expande a todos los humanos. Los datos inscritos en la Historia de la salvación como una promesa de Dios que suscita una esperanza en el pueblo son sobre el futuro de la colectividad, que no sobre individuos aislados. De esta forma se puede comprender que la acción divina sobre Jesús es un adelanto de la promesa y el fundamento de la esperanza de la creación. Podemos, por tanto, afirmar que la resurrección significa hacer real en Jesús lo que es el futuro de la humanidad. Por eso su resurrección es primicia (1Cor 15,12-20; Rom 8,11; 10,9; etc.).


17.9. Conclusión

Dios habla poco después de manifestar un silencio escandaloso en la pasión y muerte de Jesús. Y habla recreando la vida de Jesús. Los cristianos comprenden la resurrección como un acto de Dios, como un acto del amor paterno divino. Con ello Dios revela la nueva dimensión a la que está destinada la historia humana, porque la resurrección de Jesús se confiesa como una primicia del destino global de la historia (Rom 8,22). Además, Dios aprueba la vida de Jesús como el contenido último de su voluntad salvífica para los hombres. Así invalida todas las anteriores relaciones y revelaciones que ha mantenido con Israel que no coincidan con las líneas de actuación y mensaje de Jesús.

Con unas doctrinas judías parcas sobre la resurrección, los escritores neotestamentarios intentan transmitir la experiencia de la resurrección que tienen los discípulos elegidos. No se centran ni en el hecho de la resurrección ni en relatar la identidad del Resucitado. Todo apunta a que la resurrección entra de lleno en la nueva dimensión de la realidad que Dios tiene destinada y preparada para sus criaturas y para la creación entera. Es una realidad ciertamente objetiva, pero está más allá de la realidad creada. Por tanto la capacidad humana está imposibilitada de identificarla y explicarla como cualquier acontecimiento histórico. No nos extrañe que los primeros incrédulos de este acto de Dios sean los primeros destinatarios del mensaje iluminador de la mañana del primer día de la semana.

El acceso a la resurrección se ofrece por medio de la experiencia creyente de los discípulos que los transforma radicalmente. Se ha descrito en el análisis de las apariciones a María Magdalena, a Pedro o a los Once y a Pablo. Las apariciones son encuentros reales con el Resucitado, que se les presenta e impone en su nueva dimensión divina, y que derivan en un recurso literario (ophthé) con el que los creyentes legitiman a algunos discípulos para formar las comunidades. Son, pues, actos fundacionales de la experiencia cristiana.

Los relatos de las apariciones están ciertamente interpretados; sin embargo difunden el hecho de la resurrección y del Resucitado como visto y oído. El es capaz de mantener conversaciones con sus discípulos (Lc 24,13-32; Jn 20,15-17), les interpreta la Escritura (Lc 24, 25-27), pronuncia afirmaciones teológicas importantes como la relación entre ver y creer (Jn 20,29) o la fundamentación de su autoridad (Mt 28,18; Jn 20,21), por la cual mantiene la oferta de la misericordia divina a todos los hombres por medio del perdón de los pecados de los discípulos (Jn 20,23), instituye a Pedro como el primero entre los discípulos (Jn 21,15-17) y a éstos como los que deben extender el mensaje cristiano a todo el mundo con la señal del bautismo (Mt 28,19-20). En definitiva, la presencia del Resucitado permanece en la historia (Mt 28,20), no obstante esté él en la gloria del Padre.

Las apariciones fundan la misión, pero no describen la vida e identidad del Resucitado. Lo que está en juego en estas narraciones es el acto del poder amoroso de Dios sobre Jesús, del cual los discípulos son testigos y, transformados por su encuentro con él, reviven su vida y su mensaje desde la perspectiva resucitada. Con esto se abren al mundo nuevo que Dios ofrece a la creación. De aquí nace el pueblo de la nueva alianza, que será el ámbito natural donde se crea al Hijo de Dios, se experimente su Señorío y se le ofrezca a los judíos y a los gentiles, es decir, a la creación entera, que se convierte en el nuevo cuerpo del Resucitado (Rom 7,4; 12,5.27; Col 1,18.24; etc.).